HARPER LEE. MATAR A UN RUISEÑOR
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Aunque esta tarde casi ninguno de los términos que he empleado en mi presentación parecen pertinentes, pues a mi sugerencia de hoy no le resulta aplicable el término “breve”, antes al contrario, ya que se extenderá tanto que ocupará las emisiones correspondientes a dos semanas, ni tampoco será “literaria” en sentido estricto, pues la “experiencia integral” que, con expresión algo pomposa, quiero proponeros abarca, sí, un par de libros, pero también una película, algún artículo periodístico, un programa televisivo y varios documentales de muy diversa índole.
El pasado julio tuvo lugar el gran acontecimiento cultural de este verano con la publicación -que en este nuestro planeta globalizado y sin fronteras se produjo casi simultáneamente en medio mundo- de Ve y pon un centinela, la “nueva” novela de Harper Lee, autora de una hasta ahora única obra, la ya clásica Matar a un ruiseñor, que había visto la luz originariamente en 1960. Como consecuencia de este hecho y de las extrañas circunstancias que dieron lugar a la aparición de este tardío segundo libro, casi póstumo -Lee es en la actualidad una anciana de ochenta y nueve años y vive en una residencia con sus facultades muy mermadas sino del todo perdidas-, la presentación ha estado rodeada de una extraordinaria polémica que casi se ha sobrepuesto en su repercusión mediática a la estricta valoración literaria de esta secuela o “precuela” -ya se verá- de su legendaria primera novela. El fenómeno editorial, pero también y sobre todo periodístico, publicitario o de mercadotecnia, se ha traducido no sólo en millones de ejemplares vendidos en los pocos meses transcurridos desde su salida de las imprentas, sino también en numerosas reediciones de ese su primer éxito, de la obra maestra indiscutible Matar a un ruiseñor.
Aprovechando, pues, el formidable impacto de este suceso de dimensiones casi universales, Todos los libros un libro, tan a menudo ajeno a los vaivenes de la actualidad, se centrará en la doble creación de la hoy anciana Harper Lee con dos emisiones a ella dedicadas, la de esta tarde, que girará sobre Matar a un ruiseñor, y la de la semana próxima, cuyo objeto será Ve y pon un centinela.
He de confesar, de entrada y abiertamente -y también con una cierta vergüenza-, que yo no había leído hasta ahora -y bien que, retrospectivamente, lo lamento, tantos años en cierto modo perdidos- el libro, uno de los grandes hitos de la literatura norteamericana. Lo he hecho este verano, de un modo compulsivo y apasionado que me ha llevado no sólo a degustar conmovido y entregado la novela sino a ver -con idénticos placer y entusiasmo- la película del mismo título, otro clásico, que dirigió en 1962 Robert Mulligan. Llevado por esa sensación de carencia, me he lanzado a disfrutar, además, de las maravillas que ofrece el completo “cofre” que contiene el film y que incluye también -e igualmente quiero recomendároslos- comentarios del director, entrevistas al excelso Gregory Peck, su intérprete principal, y muchos otros interesantes contenidos adicionales. Por último, y siempre en relación con Matar a un ruiseñor, he podido recuperar en este muy fecundo agosto el estupendo debate (podéis encontrarlo íntegro en Youtube) que dedicó José Luis Garci a la película en su relativamente reciente programa en Telemadrid, Cine en Blanco y Negro, reedición actualizada, con el mismo formato, del para mí inolvidable e inexplicablemente desaparecido por absurdas controversias políticas Qué grande es el cine. Durante una intensa semana estival he “vivido en” Matar a un ruiseñor, y de esa experiencia y de los instrumentos que me la han permitido: libro, película, artículos, documentales y debate/coloquio, quiero hablaros ahora.
Matar a un ruiseñor ha conocido en nuestro país infinidad de ediciones, desde la primera de Bruguera hace ya décadas hasta las dos últimas, casi simultáneas, con ocasión del ya mencionado “revival” de este verano. La que yo he manejado es la publicada por Harper Collins Ibérica, de cuya versión castellana se ha hecho cargo una empresa -aparentemente- que se presenta bajo la rúbrica algo aséptica de Belmonte Traductores.
Estamos en los primeros años treinta del pasado siglo en Maycomb, Alabama, un pequeño pueblo del deep south estadounidense, que en esos días todavía vive -como en cierto modo lo hará todo el país hasta los años sesenta- sin superar las heridas de la Guerra de Secesión que había enfrentado décadas atrás, con el conflicto racial como principal desencadenante, al Norte abolicionista y al esclavismo sureño. El pueblo (Maycomb era una vieja población, pero además era un vieja población cansada cuando yo la conocí. En el tiempo lluvioso las calles se convertían en un barrizal rojo; crecía hierba en las aceras, y el edificio del juzgado parecía combarse sobre la plaza. En cierto modo, hacía más calor entonces: un perro negro sufría los días de verano; las flacas mulas enganchadas a los carros espantaban moscas bajo la sofocante sombra de las encinas que había en la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos rígidos de los hombres se veían lánguidos. Las damas se bañaban antes de la tarde, después de su siesta de las tres, y al atardecer estaban como blandos pastelitos cubiertos de sudor y dulce talco. La gente se movía despacio entonces. Cruzaban la plaza a paso lento, entrando y saliendo de las tiendas que la rodeaban, y se tomaban su tiempo para todo. Un día tenía veinticuatro horas, pero parecía más largo. No había ninguna prisa, ya que no había ningún lugar adonde ir, nada que comprar y nada de dinero con el cual comprar, nada que ver fuera de los limites del condado de Maycomb), tan común en la Norteamérica profunda que cuando se hicieron localizaciones para la película se acabó encontrando su “doble” a miles de kilómetros, en California, padece las consecuencias de la Gran Depresión que había “devastado” el país pocos años antes. En ese escenario anodino, o al menos nada sobresaliente, Jean Louise -“Scout”- Finch, una niña de ocho años, narra su infancia junto a Jem, su hermano cuatro años mayor, y Dill, su joven y algo estrambótico compañero veraniego de juegos (en el que Harper Lee representó a Truman Capote, del que era gran amiga, en uno de los innumerables rasgos autobiográficos de la obra). Scout y Jem son hijos de Atticus Finch, un abogado viudo que compatibiliza -con la sola ayuda de su eficiente y sensata cocinera negra, Calpurnia- su labor profesional en la localidad con la educación de sus hijos, que perdieron a su madre cuando eran muy niños. Scout, con su inocencia infantil, da cuenta de los pequeños acontecimientos de la escasamente agitada vida de Maycomb: la señorita Stephanie Crawford cruza la calle -la muy típica calle principal de estos pueblos, con las casas de madera al borde del camino polvoriento, el juzgado, el banco, la “general store”, algo más alejadas la escuela y la iglesia (en plural en este caso: metodistas, presbiterianas, baptistas)- para comentar los últimos chismes a la señorita Rachel, la señorita Maudie se inclina sobre sus azaleas, la huraña y terrible señora Dubose refunfuña, como de costumbre, en el porche de su vivienda, un hombre saluda al pasar por la calle, un muchacho arrastra por la acera una caña de pescar, un perro con rabia atemoriza a chicos y mayores, un leve e inesperado movimiento de las cortinas en la ominosa Mansión Radley (estaba habitada por una entidad desconocida, cuya mera descripción era suficiente para hacer que nos portáramos bien durante días) desboca la imaginación de los niños, que fantasean llevados por la irresistible atracción que les provoca su enigmático y apenas atisbado habitante.
En este lento fluir de los días se producirá, en el verano de sus ocho años, un acontecimiento que cambiará la vida de Scout (y también del pueblo y hasta del país entero, si saltamos del plano literario al “real”, operación no demasiado atrevida pues la novela está, ya se ha hablado de su carácter autobiográfico, basada en hechos reales): Atticus, su padre, deberá defender en los Tribunales a Tom Robinson, un joven negro acusado de violar a una chica blanca. La descripción del proceso y consiguiente juicio constituirá el núcleo central del libro -y será, sin duda, lo más recordado de él- pero para dar cuenta de su desarrollo la niña deberá volver atrás en el tiempo, a aquel verano en que aún tiene cinco años y el repipi Dill llega al pueblo y los tres chicos se deciden por primera vez -con equivalentes miedo y fascinación- a adentrarse en la Mansión Ridley para hacer salir y poder por fin contemplar a su misterioso ocupante.
La entrañable visión de la niña, esa emotiva descripción del mundo que hace Harper Lee a través de los inteligentes, limpios e inocentes ojos de Scout, su conmovedora voz evocando -lenta, demorada, descriptivamente- la infancia es, sin duda, el primero de los muchos aciertos de la novela. Educada sin madre y con un padre forzosamente ausente en el día a día, Scout, jugando con su hermano en la calle, rodando salvaje enroscada dentro de un neumático, subiéndose libre a los árboles, enfundada en su peto vaquero y negándose a vestir como una “señorita”, pegándose con los niños en la escuela, es una creación literaria excepcional, una niña viva, expresiva, franca, inquieta, atrevida, valiente, noble, decidida, rebelde, independiente, que adora a su sabio y sensato padre, que juega con él y escucha admirada sus pacientes explicaciones, que lee infatigablemente a su lado (Scout lee desde que nació, dice Jem al recién llegado Dill, y ni siquiera ha comenzado aún la escuela) y crece y aprende con él (Mientras regresaba a casa pensé que Jem y yo llegaríamos a mayores, pero que ya no podíamos aprender muchas cosas más, excepto, posiblemente álgebra, dirá al final de la obra, como resumen de aquellos intensos días), en esos años, sobre todo en ese último verano en que, en cierto modo, dejará atrás su infancia.
Desde esa perspectiva infantil, y con el delicioso telón de fondo de la ya mencionada recreación de la vida de los niños y del pueblo y sus habitantes, son dos los frentes que destacan en el libro, dos líneas que corren en paralelo -sólo en cierto sentido, como luego se verá, pues una lo hace en primer plano, frontal y directamente, y la otra de un modo más soterrado, más lateral, más velado, más alusivo- y sólo confluyen en un final que, obviamente, no desvelaré. En ese segundo plano digamos secundario está el tema -un tópico literario de extraordinaria potencia, con Frankenstein como representante más conspicuo- del monstruo, de lo diferente, del ser rechazado por la comunidad, plasmado en la inquietante presencia que habita la Mansión Radley, ese Boo Radley fantasmal -hay también ecos de Steinbeck en el personaje- a quien los niños persiguen vanamente. La ternura, la emoción, la belleza, la sencillez, la dulzura, la sensibilidad con la que Harper Lee presenta esta componente de la historia son sobresalientes y conmovedoras, suponiendo otro de los grandes aciertos de Matar a un ruiseñor.
Es sin embargo la otra vertiente, la más evidente, la que podríamos llamar “pública”, la que deriva de la defensa por Atticus del inocente Tom Robinson, la que ha elevado el libro a la categoría de clásico, la que lo ha convertido en una especie de intemporal manifiesto en favor de los derechos civiles y de la igualdad y no discriminación racial, la que ha hecho de la novela una de las lecturas obligatorias en las escuelas en Estados Unidos. El personaje de Atticus, con su desinteresada defensa en los Tribunales -y fuera de ellos: es memorable la escena en la que, en comprometida vela ante la cárcel que alberga a un aterrorizado Tom, evita su linchamiento, con la inconsciente intervención de una Scout magnífica en su naturalidad- de un negro acusado de un delito que no cometió, y ello en el peor ambiente racista, dominado por el fanatismo y los prejuicios, de un pequeño y cerrado pueblo del Sur más radical -la sombra del Ku Klux Klan aflora en algún momento del libro- en los años treinta del pasado siglo (pero también en los sesenta en que se publicó la novela), es ya un emblema de todos esos valores cívicos, y su ponderación, su honestidad, su valentía, su integridad, su sentido de la justicia, su bondad, su ecuánime sentido común, como abogado, como padre y, sobre todo, como excepcional ser humano, han sido admirados, respetados y puestos como ejemplo de lo mejor de nuestra naturaleza. Atticus es el héroe cotidiano, podríamos decir, una personalidad idealizada y casi imposible en la realidad (de nuevo aflora lo autobiográfico: Harper Lee quiso retratar en el ejemplar abogado a su propio padre, a quien también idolatraba), cuya intachable imagen pública -un referente moral para la mayor parte de sus conciudadanos- concuerda con su esforzada tarea de educación de sus hijos, a los que, a lo largo del libro, ilustra con abundantes reflexiones impregnadas de este valioso espíritu ético: Este caso, el caso de Tom Robinson, apela a la misma conciencia del ser humano. Scout, no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no intentara ayudar a ese hombre. Y también: Quería que vieras lo que es la verdadera valentía, en lugar de tener la idea de que valentía es un hombre con un arma en la mano. Es cuando sabes que estás vencido ya antes de comenzar, pero de todos modos comienzas, y sigues adelante a pesar de todo. Casi nunca ganas pero a veces lo haces. E igualmente: Nunca llegarás a entender realmente a una persona hasta que consideres las cosas desde su punto de vista (...) hasta que te metas en su piel y camines con ella. O en este otro pasaje: Para poder vivir con los demás primero tengo que vivir conmigo mismo. Lo único que la mayoría no rige es la propia conciencia. Y por último, a través de la expresión que da título al libro: Preferiría que disparéis a latas vacías en el patio trasero, aunque sé que perseguiréis a los pájaros. Disparad a todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que es un pecado matar a un ruiseñor, a lo que la señorita Maudie apostilla: Lo único que hacen los ruiseñores es música para que la disfrutemos. No se comen nada de los jardines, no hacen nidos en los graneros de maíz, lo único que hacen es cantar con todo su corazón para nosotros. Por eso es un pecado matar a un ruiseñor.
Y si genial es la novela de Harper Lee no lo es menos su formidable traslación a la pantalla. El Matar a un ruiseñor que presentó Robert Mulligan en 1962 es también una obra maestra indiscutible, uno de los grandes títulos de la historia del cine, ganadora de tres Oscars, uno de ellos para un Gregory Peck memorable, asociado desde entonces -indiscernibles ya para siempre el actor y su personaje- a la imagen, que también desempeñaron con menor intensidad James Stewart y Gary Cooper, y muy destacadamente Henry Fonda (pienso, por ejemplo, en su inspiradora presencia en Doce hombres sin piedad o Las uvas de la ira), del ciudadano medio, del -como ya he señalado- héroe cívico, que continúa dando fe y defendiendo en su vida “civil” los mismos valores que tan magníficamente encarna en el cine; ese uomo qualunque que sin alharacas ni grandes gestos, sin necesidad de acciones excepcionales, con el sencillo -y a veces tan difícil- coraje que deriva del responsable y riguroso cumplimiento de las propias obligaciones morales, acaba por ser un ejemplo de comportamiento ético e integridad y valentía y dignidad, y que por ello es admirado por sus conciudadanos y “sentido”, en cierto modo, como la representación de lo más valioso, de lo más noble y encomiable y digno de estima y respeto en la vida de la comunidad a la que pertenece. Junto a él, una Mary Badham deslumbrante y llena de frescura en el papel de Scout y un primerizo Robert Duvall en una fugaz pero inolvidable actuación. Os aconsejo, como ya señalé en mi introducción, la visión del debate televisivo dirigido por José Luis Garci y con la participación de Antonio Giménez Rico, Luis Herrero y Juan Luis Álvarez, para profundizar sobre los muchos motivos de interés de la genial cinta. Igualmente, el abundante material adicional que presenta el DVD en el que se comercializa el film resulta muy apreciable y enriquece la experiencia cinematográfica. Los comentarios del director, las notas de producción, los distintos acercamientos a la vida y obra de Peck, incluso una entrevista con Mary Badham ya adulta que relata sus recuerdos de los días de rodaje, son muy ilustrativos y rezuman emoción, permitiendo “penetrar” más profundamente en el contenido de la obra y, por tanto, disfrutarla con mayor conocimiento y placer.
En el mismo sentido, no deberíais perderos un amplio reportaje de Marc Bassets publicado en El País Semanal del 1 de julio de este mismo año con el título de Las huellas del ruiseñor. El periodista visita Monroeville, ciudad natal de Harper Lee y evidente inspiración para la Maycomb del libro, y nos proporciona muchas claves para un más fecundo acercamiento a este indiscutible clásico, Matar a un ruiseñor, que hoy os he recomendado con fervor. Para cerrar mi reseña con el acostumbrado acompañamiento musical, he escogido, en consonancia con la importancia del tema de la injusticia y segregación raciales en la obra de Harper Lee, una pieza de blues sureño. Alberta Hunter, un nombre mítico del género, interpreta un muy significativo You can't tell the difference after dark.
Atticus estaba débil: tenía casi los cincuenta. Cuando Jem y yo le preguntábamos por qué era tan viejo, decía que había empezado tarde, y eso lo veíamos reflejado en sus habilidades y su virilidad. Era mucho mayor que los padres de nuestros compañeros de escuela, y no había nada que Jem o yo pudiéramos decir sobre él cuando nuestros compañeros de clase decían: “Mi padre...”
Jem era un loco del fútbol americano. Atticus accedía a jugar siempre que no hubiera grandes encontronazos, pero cuando Jem quería hacerle placajes, Atticus decía:
–Soy demasiado viejo para esto, hijo.
Nuestro padre no hacía nada; trabajaba en una oficina, no en una farmacia. Atticus no conducía un camión volquete para el Condado, no era el sheriff, no era agricultor, ni trabajaba en un garaje, ni hacía nada que pudiera despertar la admiración de nadie.
Además, llevaba gafas. Estaba casi ciego del ojo izquierdo, y decía que los ojos izquierdos eran una maldición familiar de los Finch. Siempre que quería ver bien algo, volvía la cabeza y miraba con el ojo derecho.
No hacía las cosas que los padres de nuestros compañeros de escuela hacían: nunca salía de caza, no jugaba al póker, ni pescaba, ni tampoco bebía o fumaba. Se sentaba en el salón y leía.
Con esas características, sin embargo, no pasaba tan desapercibido como nosotros deseábamos: ese año, en la escuela se hablaba constantemente de que defendía a Tom Robinson, y ningún comentario tenía un tono de elogio. Después de mi problema con Cecil Jacobs, cuando decidí adoptar una política de cobardía, se corrió la voz de que Scout Finch no volvería a pelear más, que su padre no la dejaba. Esto no era del todo exacto: yo no me pegaría en público por Atticus, pero la familia era terreno privado. Me pelearía con cualquiera. Desde un primo tercero para arriba, con uñas y dientes.
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