NIC PIZZOLATTO. GALVESTON; IVÁN DE LOS RÍOS Y RUBÉN HERNÁNDEZ (coordinadores). TRUE DETECTIVE. ANTOLOGÍA DE LECTURAS NO OBLIGATORIAS
Hola, buenas tardes. Un semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Entre la infinidad de publicaciones que colman los siempre excesivamente poblados anaqueles de las librerías, desde aquí, desde las ondas universitarias salmantinas, os proponemos cada miércoles una sugerencia seleccionada con criterios de interés y calidad para, modestamente, facilitar vuestra orientación entre esa inabordable y desmesurada avalancha de títulos.
Hoy quiero partir de un texto inicial para, siguiendo su estela, abrirme a alguna propuesta posterior. Se trata -ese libro desencadenante de mis comentarios de esta semana- de Galveston, una intensa y muy notable novela negra, la primera obra escrita por Nic Pizzolatto, el reconocido y afamado guionista cuyo nombre va unido a una referencia que es ya un clásico en el cada vez más valorado universo de la ficción televisiva, la serie True Detective, de la que es creador y cuya segunda temporada -la primera fue un éxito indiscutible- se ha emitido a lo largo de este verano. Sobre la serie, sus fuentes literarias y filosóficas, sus influencias y repercusiones gira el segundo libro del que voy a hablaros esta tarde, el cual, bajo idéntico título al del serial de la HBO, presentó el año pasado Errata Naturae, editorial que cuenta con una línea de publicaciones especializada en las populares e interesantes series de los últimos años.
Pero vayamos con Galveston, la novela, escrita antes del éxito de la emisión televisiva y que en traducción de Mauricio Bach Juncadella publicó en España la editorial Salamandra, inaugurando con ella, en 2014, la colección Salamandra Black.
Y es que Galveston es una novela negra, que se acomoda, aunque con singularidad y brillantez, a los moldes diseñados hace ya más de setenta años por los clásicos del género. Su protagonista, Roy Cady, es un matón profesional que trabaja en Nueva Orleans a las órdenes de un mafioso despiadado y brutal, Stan Ptiko, que no distingue entre amigos y enemigos, hasta el punto de “apropiarse” de la novia de su subordinado e intentar librarse de este en una encerrona a la que el “capo” lo envía desarmado, víctima obediente de los celos retrospectivos de su amoral patrón. Roy sobrevive al baño de sangre en que se convierte su cita amañada y con un par de cadáveres más a sus espaldas, algunos documentos comprometedores para su jefe en el bolsillo y la compañía de una joven prostituta, Rocky, casi una niña por edad e indefensión, inicia una huída que lo lleva -con la chica y la hermana pequeña de ésta, Tiffany, “robada” a tiros a su padre en el camino- a Galveston, en Texas, el típico pueblo americano sureño, asfixiante y sórdido, en el que esperará durante años la preceptiva e inexorable venganza de su jefe, que como es norma en el género no puede dejar sin castigo la rebeldía de su subalterno.
En un arco de tiempo que ocupa más de dos décadas (la acción salta de 1987 a 2008), Pizzolatto nos muestra tanto el escenario exterior en el que se desenvuelve la vida de Cady -la opresiva y desasosegante atmósfera de ese Galveston que reaparecerá, con otro nombre y otras coordenadas aunque con idéntico “clima”, en True Detective-, como los demonios interiores de su alma, torturada y sufriente.
Desde el primero de los puntos de vista, el de la ambientación, la novela es excelente, de un realismo muy descriptivo y verosímil, con un escenario poblado de solitarias áreas de aparcamiento, cunetas repletas de basura, sucias calles desoladas en barrios recónditos y ominosos, gasolineras inhóspitas que presencian las correrías de las prostitutas que suben y bajan sin parar de camiones nocturnos, moteles destartalados, bares de noche en los que los sólitos anónimos parroquianos hunden su miseria vital en litros de alcohol, cafeterías de los años cincuenta, todo plástico y comida basura, que albergan a la amenazadora fauna local, abotargada por el calor, la obesidad y los prejuicios, paranoica y esquiva, potencialmente violenta. Os dejo aquí algunos ejemplos de la maestría de Pizzolatto al fotografiar ese territorio no sólo físico sino, en cierto sentido, moral: El paisaje que recorríamos se fragmentaba como una placa de arcilla rota en islas cubiertas de hierba, y el agua turbia y cenagosa se extendía hacia el golfo, que se vislumbraba a lo lejos, por el sur. Como un fuego incandescente, la luz del sol esmaltaba la superficie ondulada del agua y el lodo de los bajíos. Atravesamos Sulphur y las refinerías de petróleo, un reino de tuberías, cemento y pestilencia. Y más adelante: Las formas alargadas de los árboles pelados y retorcidos eran como las ramificaciones del cerebro, y las garzas blancas que descansaban sobre un ciprés caído parecían seguir a la camioneta con el movimiento de sus picos. O más significativamente: Aquí las cosas no resisten mucho tiempo. El salitre se mete por todas partes, hace saltar la pintura, oxida los guardabarros, corroe las paredes. La habitación estaba impregnada de él, y contemplando las manchas de humedad del techo vi ciudades y campos arrasados por la erosión. Estás aquí porque esto aparece en el mapa. Los perros resuellan por las calles. La cerveza no aguantará fría mucho tiempo. La última canción nueva que te gustó salió hace mucho, mucho tiempo, y ya nunca la ponen en la radio. O por último: Avanzamos hacia el sudoeste y llegamos a unas hondonadas boscosas invadidas por enredaderas, dejando atrás unas caravanas oxidadas. Apareció otra gasolinera con el pavimento resquebrajado allí donde habían arrancado los surtidores, las ventanas del edificio sin cristales, todo colonizado casi por completo por malas hierbas y enredaderas. Pasamos junto al campo de fútbol americano del colegio y al salir del perímetro del pueblo, en un cartel negro clavado junto a la carretera, se leía en letras blancas: EL INFIERNO EXISTE. En una zona remota, después de dejar atrás incluso los parques de caravanas más recónditos, nos detuvimos a unos diez metros de una cabaña de madera levantada junto a un bosquecillo de arbustos enredados entre sí y hierba que, al fuego lento del sol, se había cocido hasta adquirir el color de la paja. La cabaña tenía más o menos las dimensiones de un refugio de caza muy antiguo y rudimentario. Apoyado en la pared había un calentador de agua corroído y entre la hierba alta asomaba uno de esos sacos de boxeo inflables con forma de payaso, con el plástico cubierto de moho. Por las paredes de la casa subían enredaderas resecas y una de las ventanas estaba tapada con papel de periódico. El chasis de un Chevrolet reposaba sobre unos tarugos, envuelto por hierbajos, como si el campo estuviese devorándolo lentamente, y frente al bosque había un pequeño cobertizo de chapa ligeramente inclinado. No faltaba la consabida puerta mosquitera completamente rasgada. El lugar parecía uno de esos escondrijos donde los moteros fabrican metanfetamina.
Pero es, sobre todo, al adentrarse en el interior de la personalidad de Roy, en los resquicios más íntimos de su existencia de perdedor, donde Galveston ofrece sus mejores momentos. Antihéroe trágico, sin esperanza tras una experiencia vital que va de fracaso en fracaso, asesino, violento y despiadado y, a su vez, víctima de esa misma violencia brutal que ha dejado en él indelebles secuelas físicas -por no hablar de las anímicas-, nuestro protagonista -botas de vaquero, sombrero tejano, solitario y escéptico, autodestructivo y romántico- deambula por los escenarios de su vida aceptando con lucidez y dignidad su falta de expectativas (Un día naces y cuarenta años después sales renqueando de un bar, perplejo por todos tus achaques. Nadie te conoce. Conduces por oscuras carreteras y te inventas un destino porque la clave es seguir moviéndose. Así que enfilas hacia el último asidero que te queda por perder, sin tener ni idea de qué vas a hacer con él), sumido en los recuerdos de las mujeres que amó, de un tiempo ya irremisiblemente perdido en que las cosas -la vida- parecían tener sentido (De modo que me equivocaba cuando le dije a Rocky que puedes elegir lo que sientes. No es cierto. Ni siquiera es cierto que puedas elegir cuándo sientes. Lo único que sucede es que el pasado se coagula como una catarata o una costra, una costra de memoria delante de tus ojos. Hasta que un buen día la luz la traspasa). Esta intensa desolación del personaje, la tristeza que rezuma su trayectoria vital, su carencia de un acogedor lugar en el mundo, su profunda soledad, ya parecen anticiparse en la cita de William Faulkner que abre el libro: ¿Cuántas veces he estado a cubierto de la lluvia bajo techo ajeno, pensando en mi hogar? Y todo, el paisaje externo y la devastadora destrucción interna, pueden verse también en el extenso pero significativo fragmento con el que cierro esta reseña.
Los ocho capítulos de la primera temporada de True Detective (estos días estoy viendo la segunda) participan de algunos de los rasgos destacados en Galveston: ambientación muy cuidada y descriptiva, escenarios desolados, densos y opresivos, personajes perdidos y sin rumbo, paralizados por torturantes preocupaciones existenciales, una atmósfera de fatalismo y autodestrucción, saltos en el tiempo (aquí la acción se desenvuelve entre 1995 y 2002), una banda sonora deslumbrante (en la novela -al igual que en los distintos episodios de la serie- “suenan” también infinidad de temas del rock, el country y el blues clásicos estadounidenses: Patsy Cline o Hank Williams, Roy Orbison o Merle Haggard entre otros muchos), y, claro está, una trama policíaca, mucho más compleja y enrevesada, mucho más inquietante y misteriosa en la obra televisiva que en la escrita.
La serie es excelente -con algunos alardes técnicos, como el espectacular plano secuencia del capítulo cuatro, tan remarcado por los críticos- y fuertemente adictiva. Protagonizada en esa primera temporada por Woody Harrelson y, sobre todo, un Matthew McConaughey en estado de gracia, insuperables ambos en sus papeles de detective “normal”, convencional y familiar el primero, y de investigador complejo, que arrastra un pasado oscuro y que lucha contra sus obsesiones interiores el segundo, sus apasionantes capítulos consiguen la atención y el interés -y aún más, el encantamiento y la entrega- de los espectadores, incluso de uno tan renuente como yo mismo -sobre todo por falta de tiempo y exceso de ocupaciones, aunque también por una injustificada prevención ante tanta unanimidad de crítica y público- al vínculo de continuidad, permanencia y fidelidad que imponen las series. True Detective fue el primero de los títulos de la larga lista de -al decir de los expertos- obras maestras del género (Los Soprano, Mad Men, The Wire, Breaking Bad y tantas otras) al que decidí acercarme... con un resultado “devastador” para mis prejuiciosos criterios y mis infundados apriorismos: devoré sus ocho entregas en una fiebre de incondicional entusiasmo adentrándome en cada episodio con renovados fervor, emoción, arrebato, curiosidad y fascinación nunca decepcionados.
Y ello pese a que alguno de los componentes esenciales de la obra -las difusas connotaciones religiosas, el tenebroso mundo de las sectas y el satanismo, los opacos protocolos de la brujería, los asesinatos rituales, las continuas menciones a lo esotérico, la siempre evanescente incursión en los etéreos espacios de lo onírico, la omnipresente simbología del mal y, sobre todo, la confusa -y a mi juicio barata- filosofía que impregna los discursos de Rustin Cohle, el policía que tan magníficamente interpreta McConaughey, repleta de supuestas elevadas influencias de literatos y pensadores- me resultan no ya opuestos a mis intereses sino absolutamente estomagantes. (Amanerada y pretenciosa, ha dicho de la serie, hace unos meses, mi admirado Javier Marías).
Pues bien, todas estas insoportables -y afortunadamente prescindibles- referencias que han contribuido a hacer de la serie una obra de culto -tan cool, tan hipster- son objeto de estudio en True Detective. Antología de lecturas no obligatorias, el libro de Errata Naturae en el que, bajo la dirección de Iván de los Ríos y Rubén Hernández, se rastrean esas fuentes literarias y filosóficas presentes en la serie. Clásicos de lo sobrenatural y el “horror cósmico” como H.P. Lovecraft o Ambrose Bierce, nombres míticos y fundacionales de la novela negra como Dashiell Hammett, filósofos como Nietzsche y Schopenhauer, y escritores de reciente elevación a los altares de lo “intelectualmente imprescindible” como Roberto Bolaño, comparecen así, entre otros, en el pedantísimo volumen que se salva por algunos de los textos seleccionados -nunca por sus relamidas y vacuas glosas-, por una extensa e interesante entrevista inicial con el propio Nic Pizzolatto y, sobre todo, por un reportaje periodístico de Ethan Brown que narra el hecho real del que parte la investigación policiaca que se desarrolla en la serie.
En fin, estamos ya fuera de tiempo, por lo que os aconsejo que obviéis toda la parafernalia retórica en torno a Pizzolatto y os adentréis de cabeza en sus dos obras mayores: la novela Galveston y la serie True Detective. Estoy seguro de que ambas os entusiasmarán. Os dejo con la sintonía de la emisión televisiva en su primera entrega: Far from any road, interpretada por The Handsome Family.
Amarillo era una sucesión de gasolineras y almacenes, locales de striptease de medio pelo entre moteles y un viento atosigante. Podías circular durante kilómetros sin ver otra cosa que campos, depósitos de agua y pequeñas perforadoras cuyo mecanismo subía y bajaba con aquel movimiento parecido al de un balancín. Observé a los camioneros y a las putas de carretera que caminaban fatigosamente bajo la llovizna, desplazándose entre la lavandería y la estación de servicio donde los camiones articulados estaban aparcados en varias filas bajo las farolas halógenas. Una mujer con el cabello muy largo bajó de un camión y montó en el siguiente. Permanecí de pie junto a la ventana mientras la chica que había en mi habitación me miraba con cara triste y apenada. Estaba en la cama y yo la veía reflejada en el cristal de la ventana.
—¿Qué he hecho mal? Dime qué he de hacer. Dime lo que te gusta.
Su cara pálida y su cabello negro azabache flotaban en el cristal. Yo estaba desnudo junto a las cortinas, contemplando el aparcamiento. Di un sorbo a mi Johnnie Walker.
Como no le respondía, sentenció:
—Estás borracho, cariño.
Yo no tenía planeado pasar un rato con ella, pero la noche me había pillado en Amarillo después de todo un día conduciendo en la dirección equivocada. Vi un área iluminada con luces intensas, una parada de camiones que parecía un pueblecito, con lavandería y bar, y en frente, al otro lado del enorme aparcamiento, un motel de una sola planta con habitaciones individuales.
Primero había entrado en el bar, pero el exceso de oropel en la zona de las botellas era demasiado chabacano y los ojos achinados de la camarera emergieron entre las sombras como los de un rape materializándose desde las negras profundidades oceánicas. El televisor emitía un zumbido de electricidad estática y las voces que salían de él sonaban como si alguien arrugase papel de periódico sin parar. El barman, de tan boquiabierto, tenía la mandíbula suelta y cuando se volvió para mirarme, iluminado por una titilante luz azulada de aire maléfico, su cara parecía completamente en blanco. No había nadie bebiendo en la barra.
Salí y eché a andar bajo la lluvia. Hombres con gorras de béisbol iban de un lado a otro como remolcados por sus voluminosas panzas. Pasé por delante de la lavandería y vi a la chica. Era joven, de una edad difícil de precisar; me vio a través de la ventana y me siguió con la mirada. Estaba de pie, apoyada en una lavadora, con los brazos cruzados y el cuello estirado, observándome como una mantis, mientras la llovizna se deslizaba por la ventana, y me sentí como si un alto tribunal me señalase con el dedo.
En la parte trasera de la gasolinera había una tienda de donuts con bancos de vinilo y unas pocas mesas, en la que se reunían algunos hombres. Hombres fornidos, con siluetas abombadas como piñas, los pantalones colgándoles por debajo de la cintura sin culo, ataviados con monos y vaqueros. Y gafas de sol en plena noche. Todos me miraron cuando entré. Nadie se reía, hablaban en voz baja, con rostros serios, y acompañaban sus palabras gesticulando con sus cigarrillos para recalcar alguna aseveración. Unos cuantos bebían café y fumaban y un pequeño grupo se pasaba una botella de burbon. Los que no compartían el burbon iban metiendo la mano en una caja de rosquillas.
Durante un rato permanecí de pie en uno de los pasillos, con montones de patatas chips y unas tiras de cecina a mi izquierda y filas de monodosis de medicamentos a mi derecha. La cruda luz de los neones parecía lunar, aunque más brillante. Vi que los tipos de la cafetería no me quitaban ojo. La mujer que atendía tras el mostrador me miró con desconfianza. Y entonces, al otro lado de la ventana, apareció la chica y sus ojos se clavaron en mí a través de las gotas de lluvia que se deslizaban por el cristal. No pensaba dejar que me escabullera. Iba a pedirme dinero. Esto funciona así. Lo único que tienen que hacer es establecer contacto visual.
Sin embargo, miré a los tipos de la cafetería y a la gorda que me observaba con el ceño fruncido desde detrás el mostrador y sentí que la atmósfera densa y húmeda del bar me envolvía de nuevo, y cuando salí, ella estaba esperándome. Me planté un momento a su lado y nos miramos.
—¿Quieres pagar por mis servicios? —me dijo.
Le pregunté si tenía una habitación y me contestó que no.
—¿Tienes un chulo?
Negó con la cabeza y apretó los brazos cruzados. La lluvia estaba cesando y ella estiró el cuello para que siguiera mojándola.
—Voy por libre —me aseguró—. ¿Te decides?
Seguro que se había fugado de casa. No le veía mucho futuro en esto, entre chulos, psicópatas y polis. Saqué mi petaca, eché un trago y se la ofrecí. Observamos a los hombres que se movían entre los surtidores y alguna mujer que de vez en cuando se bajaba de uno de los camiones aparcados. Muchas veces estas chicas huyen de casa y no saben dónde se meten. Y entonces se vuelven a casa corriendo, si pueden. Pero ya es demasiado tarde.
La miré de nuevo y me pregunté por qué inclinaba el cuello de ese modo. Tenía un rostro huesudo y los ojos un poco demasiado juntos y demasiado grandes, como de insecto, y por el tono de su piel daba la impresión de estar malnutrida. Sin embargo, tenía los hombros fornidos y un cuerpo bonito enfundado en una falda vaquera, medias rojas y un top negro, y llevaba un bolso grande y flexible pegado a la cadera como si fuese un bebé. Se apartó de la frente el pelo mojado, de un negro intenso.
—Vamos —me dijo.
—De acuerdo —acepté—. Sígueme.
La verdad es que no la deseaba en absoluto. Simplemente no quería estar solo. Intenté conversar, hablar de cosas diversas. Pero ella se comportaba como una auténtica puta, no quería hablar, estaba empeñada en ir directamente a mis pantalones. Y además era más joven de lo que yo pensaba. Al cabo de un rato, cuando yo ya estaba harto y ella avergonzada, volví a mis tragos y, desnudo, me quedé un rato junto a la ventana. Había empezado a llover de nuevo.
—Dime qué quieres que te haga —me dijo.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando por aquí?
Ni siquiera sabía muy bien a qué venía esa pregunta. Una semana antes, no se lo habría preguntado.
Vi que se estiraba en la cama, y en el cristal la sinuosa blancura de su cuerpo parecía humo.
—Un par de días. Ayer no tenía donde dormir.
—Las chicas de por aquí son peligrosas. Te van a rajar. Lo harán sus chulos.
Se tapó con las mantas.
—No voy a quedarme aquí. Voy hacia el oeste.
El reflejo de mi rostro sobre la negra noche se mezcló con el de ella y se superpuso a lo que había más allá de la ventana.
—En el oeste te encontrarás con lo mismo —le dije.
—No pido caridad —respondió ella—. Me gano mi dinero. Ven aquí y dime lo que quieres.
Al ver que no me movía ni le contestaba, se dio la vuelta y se acurrucó en la cama, tirando de las sábanas. No había nada en ella que pudiese recordarme a Loraine o a Carmen, era tan sólo una cría asustada por el lío en el que se había metido al fugarse. La lluvia, con su repique delicado en el techo y su lagrimeo en la ventana, me hizo sentir malvado; sabía que aquella chica no conseguiría salir adelante. No me costaba nada imaginar la vida que la esperaba. Me vestí y ya me disponía a salir cuando ella me soltó, sin volverse:
—Al menos, págame.
Puse varios billetes encima del aire acondicionado y me dirigí a mi camioneta. Me largué de allí y le dejé la habitación, por si la quería.
Un día naces y cuarenta años después sales renqueando de un bar, perplejo por todos tus achaques. Nadie te conoce. Conduces por oscuras carreteras y te inventas un destino porque la clave es seguir moviéndose. Así que enfilas hacia el último asidero que te queda por perder, sin tener ni idea de qué vas a hacer con él.
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