Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de diciembre de 2015

 
JESÚS CARRASCO. INTEMPERIE
 
Hola, buenas tardes. Desde Radio Universidad, la emisora universitaria salmantina, os saludamos un miércoles más en Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que cada semana os propone una nueva sugerencia de lectura. Hoy os traigo un libro que cuando se publicó hace casi tres años fue saludado con entusiasmo por la crítica, traducido a numerosos idiomas, objeto de una extraordinaria campaña de difusión en los medios y, en consecuencia, muy vendido -y supongo que también muy leído- por lo que, quizá, mi comentario de esta tarde no sólo no os descubra nada nuevo sino que, incluso, os resulte prescindible pues ya conozcáis sobradamente la obra. Se trata de Intemperie, la primera novela -y su condición primeriza hace aun más significativos los elogios con los que fue recibida- de Jesús Carrasco, publicada por la editorial Seix Barral, que ya ha presentado una treintena de ediciones del libro desde que vio la luz por primera vez en enero de 2013.

Un niño permanece escondido en un húmedo agujero de arcilla. Asustado, se encoge en el hoyo, con angustia, intentando no ser descubierto por los hombres del pueblo -el padre, el tabernero, los arrieros, el maestro, el temible alguacil- que se afanan en su búsqueda. Aguza el oído para percibir sus voces, el ladrido de los perros de caza, los casi imperceptibles sonidos de los pequeños roedores que olisquean las ramas con las que ha disimulado su escondrijo. Por fin, todo pasa, se hace el silencio, cae la noche y luego sale el sol y más tarde vuelve a ponerse, en un tiempo que transcurre confuso y tenso y que el niño atraviesa entumecido y somnoliento. Cuando la precaria tapadera que ha protegido su refugio se diluye de nuevo en la oscuridad, cansado pero decidido, rescata su morral con los escasos alimentos que se ha procurado, sale del agujero y huye hacia el norte, hacia la inmensa llanura -que en el inhumano estío elegido para su escapada se le presentará infinita y árida, ardiente y seca- que hasta ese momento había constituido el límite de su infantil existencia. Pensó que se encontraba en el lugar más alejado del pueblo en el que se había estado en toda su vida. Lo que se extendía frente a las plantas de sus pies era para él, sencillamente, tierra incógnita.

Intemperie es el relato de esta huida, un relato descarnado, muy duro, crudo y violento, primitivo y bestial, en el que el estilo, el lenguaje, la calidad de la prosa se imponen -y ello ha dado lugar, paradójicamente, a la única crítica negativa que yo he podido leer, como luego comentaré- a la historia narrada, a los acontecimientos o vicisitudes -todos trágicos, intensos- que vivirá el niño en su terrible experiencia. Y es que en su desesperada fuga -pues quienes rastrean el campo en su busca son, en realidad, sus perseguidores- encadenará contratiempos y desgracias, padecerá hambre, sed y enfermedad, será hostigado y traicionado, sufrirá odiosas vejaciones, ejecutará -sintiéndose culpable- venganzas, y conocerá también (como podréis apreciar el breve fragmento que dejo como cierre a esta reseña) el dulzor de la ternura y algunos atisbos de una noble humanidad, en una acción dramática que se desarrolla en un paisaje polvoriento y desolador, inclemente y hostil, y de la que formarán parte muy escasos personajes: un viejo y bonancible cabrero, un tullido siniestro, un alguacil brutal, sus obedientes y obtusos ayudantes...

La novela trascurre en un espacio indefinido dotado de una dimensión cercana a lo mitológico, y ese es uno de sus mayores logros, en cuanto la ausencia de concreción permite una lectura más universal, arquetípica, del libro, a lo que contribuye también el valor simbólico que se atribuye a los personajes: la inocencia del niño, la justicia y la compasión del pastor, la ferocidad del poder encarnada en el atroz alguacil. No hay un lugar reconocible, no hay referencias reales, no hay nombres, no hay fechas, no hay ninguna indicación que nos permita situar el relato en un tiempo o un espacio determinados (Recordó el globo terráqueo de cartón que había en la escuela. Una esfera grande que apenas se mantenía en pie de tanta holgura como tenía su peana de madera. Mirándola resultaba fácil saber el lugar en el que estaba el llano, porque los dedos de varias generaciones de niños habían ido desgastando, año tras año, el punto donde se encontraba el pueblo, hasta borrar el país entero y el mar que lo rodeaba). Cierto es que algunos detalles apuntados sin demasiado énfasis, sin obvios subrayados, pueden aludir, quizá, a la España terrible de los primeros años del franquismo, pero todo ello es conjetural y, en cualquier caso, no limita el valor de la obra circunscribiéndolo a la sólita denuncia social ni mucho menos política de un régimen agobiante y represor, autoritario y asesino. El niño luchará en su escapada contra las fuerzas de la naturaleza, contra el terror, contra la miseria, contra el mal, contra la mezquindad, contra la violencia, en definitiva contra los hombres. Hablamos de funestas categorías morales, pues, eternas acompañantes del ser humano en su tantas veces triste deambular por la tierra, y no ceñidas por tanto -aunque en ocasiones sí exacerbadas por ellos- a determinados regímenes políticos o a concretos momentos históricos. Desde este punto de vista, como ha resaltado su autor en cuanta entrevista televisiva o periodística con él he podido leer, dentro de su carácter esencialmente metafórico el libro gira en torno a la idea de la dignidad (que consiste -nos dice Carrasco- en ser capaz de mantener la postura después de sufrir las inclemencias de la vida), en una propuesta de un valor ético indudable.

Novela, también, de iniciación, Intemperie da cuenta del despertar a la vida de un niño que debe crecer en un entorno de una hostilidad desmesurada hasta encontrar su propio espacio a través del sufrimiento y la violencia, también de la entrega y la bondad, para poder, por fin, regresar a casa transformado y ya del todo adulto, en una línea argumental reconocible en algunos grandes clásicos de la literatura. Esta idea profunda de “aprendizaje vital” impregna el libro entero, aflorando en numerosos pasajes: Se estaba marchando y eso le bastaba. Sabía que manteniendo invariable el rumbo, tarde o temprano se cruzaría con alguien o con algo. Era sólo cuestión de tiempo. Como mucho, daría la vuelta al mundo para volver a toparse con el pueblo. Entonces ya daría igual. Sus puños serían duros como la roca. Es más: sus puños serían de roca. Habría vagado casi eternamente y, aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más. En su doloroso periplo, el niño parece en muchas ocasiones al borde de la rendición, de la renuncia, decidido a abandonar su desesperante lucha contra la naturaleza y los hombres y regresar a casa. Al final completa su muy onerosa evolución, como refleja este párrafo que nos desvela, además, el sentido último del libro y de su título: Entendió que el viejo no sería quien le entregara la llave del mundo de los adultos, ese en el que la violencia se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria. Él había ejercido la violencia tal y como había visto hacer siempre a quienes le rodeaban y ahora, como ellos, reclamaba su parte de impunidad. La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la muerte y allí, en medio de un campo de terror, él había levantado la espada en lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los niños en guerreros, y, a los hombres, en seres invulnerables. Y así, al término de su experiencia el niño comprende el implacable sinsentido de nuestro doloroso paso por el mundo (Ningún reconocimiento, ninguna recompensa. La ley del llano), mientras agradece una breve tregua del destino (Allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento).

Y si la propuesta temática de Intemperie ya resulta sobresaliente, lo es más en cuanto se articula a través de un lenguaje muy rico, pues Carrasco maneja un léxico excepcional, quizá algo anacrónico en cuanto vinculado a un mundo rural en trance de desaparición (las gozosas consultas al diccionario se hacen obligadas y constantes), pero en cualquier caso infrecuente, deslumbrante y soberbio. Además, la prosa es sobria, escueta, despojada (quitar, quitar y quitar, es el mantra que mueve la escritura del autor que aspira, según confesión propia, a ser el rey de la poda), acomodándose con coherencia a la descarnada brutalidad de la historia narrada. Todo en el tratamiento formal de la novela, la amplitud y la precisión del lenguaje, el ritmo pautado por frases cortas, la elegancia en la descripción de las escenas más crudas y violentas, la voluntaria indefinición en la que se dejan los elementos que desencadenan la fuga del chico y que sólo irán desvelándose de un modo sutil e indirecto a través de alusiones (sugerir, dejar interpretar a los demás, es, para el propio Carrasco la intención última de su tarea literaria), aparece traspasado por una muy notoria voluntad de estilo, lo cual ha provocado, como anticipé al comienzo de mi comentario, algunos reproches de la crítica. Es el caso de la reseña que José María Pozuelo Yvancos hizo del libro en el suplemento cultural del ABC, al considerar su autor que la brillantez estilística opera como pantalla que distrae, por exceso de significante, de la correcta comprensión del significado, en un severo dictamen que, valorando la novela y su escritura (nadie de su generación escribe hoy como lo hace Jesús Carrasco), subraya sin embargo el formalismo excesivo, el ensimismamiento autocomplaciente y el forzado alarde estilístico del novel escritor.

Un último apunte, antes de la despedida, a propósito de las múltiples referencias que pueden encontrarse en Intemperie, una novela llena de resonancias, con infinidad de ecos de otras obras. Ya he hablado del libro como novela de iniciación, pero algo hay en él también de western o de desgarrada tragedia clásica. El Cormac McCarthy de La Carretera, que comenté aquí hace unas semanas, se hace presente de continuo en la lectura, como también el Delibes profundo retratista del campo castellano. Igualmente, hay claras concomitancias con David Vann y su Sukkwan Island, reseñada tiempo atrás en este espacio. Se trata de curiosos “parecidos razonables” que no merman la originalidad de la propuesta de este interesantísimo y muy recomendable Intemperie que hoy os he querido proponer con entusiasmo.

Como acompañamiento musical indirectamente alusivo al universo del libro os dejo una canción de Neil Young, que en estos días cumple setenta años y al que he dedicado un doble homenaje en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca. Are you ready for the country?, con sus menciones al campo, a un verdugo, a Dios, resulta apropiada para ilustrar mi comentario sobre Intemperie.


Encontró el equipaje del pastor en el mismo lugar en el que lo había dejado, pero su lecho estaba vacío. Se agachó junto al ropón y pasó una mano por encima tratando de confirmar lo que sus ojos veían. La tensión que traía se evaporó y él la sintió elevarse hasta unirse con la corriente térmica que ascendía junto al muro. Se sentó al lado del lecho del viejo y, con los codos sobre las rodillas, se tapó la cara y comenzó a llorar. La escapada infantil, el sol abrasador, el llano incapaz de inclinarse a su favor. Sintió la inmutabilidad de lo que le rodeaba, la misma calidad inerte en todo cuanto podía tocar o ver y, por primera vez desde que inició su huida, tuvo miedo de morir. Le estremecía la posibilidad de seguir su camino solo y, como un fogonazo rojizo, se le aparecieron las siluetas de su casa, al borde de la vía del tren, y del silo. Regresar por decisión propia. Abandonar su desesperante lucha contra la naturaleza y los hombres y regresar a casa. No al hogar, sino al simple cobijo. Volver en peores condiciones de las que tenía antes de partir. No era el hijo pródigo. Era él quien había repudiado a su familia y quien debía enfrentarse a su veredicto. Pensaba así porque el llano le había erosionado de una manera que ni tan siquiera concebía cuando vivía bajo techo. Le agotaba el desamparo y, en momentos como aquél, hubiera cambiado lo más preciado de su ser por un rato de calma o por satisfacer sus necesidades más básicas de una forma tranquila y natural. Protegerse del sol, arrancarle a la tierra cada gota de agua, autolesionarse, deshacer su propio cautiverio, decidir la vida de otros. Cosas todas ellas impropias de su cerebro todavía plástico, de sus huesos por estirar, de sus músculos hipotónicos, de sus formas a las puertas de un molde mayor y más anguloso. Imaginó el cuerpo exánime del viejo siendo arrastrado por la moto del alguacil. Los ayudantes riendo en sus caballos.

En la penumbra, colocó las manos como un recipiente para su cara. Un lugar pequeño y caliente en el que recluirse. Un cubículo desde el que no asistir por obligación a la visión eterna y fútil del llano. En su recogimiento encontró una mano sucia y la otra envuelta en una servilleta polvorienta. La pelota que escondía su pulgar desgarrado y palpitante. Ni siquiera allí había descanso para él.

-Levántate, chico.

La voz del cabrero, fofa y picuda, y su mano huesuda sobre el hombro. El niño se incorporó como un muelle y, sin mirar siquiera al pastor, abrazó su cuerpo enclenque. Se hundió entre sus jirones para fundirse con él, para penetrar en la estancia serena que sus manos acababan de negarle. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de alguien sin estar peleando. La primera vez que enfrentaba sus poros con los de otra piel y dejaba fluir por ellos los humores y sustancias que lo conformaban. El pastor le recibió sin decir palabra, como quien acoge a un peregrino o a un exiliado. El chico se abrazó al torso hasta hacer bufar al pastor, molesto. “Las costillas”, dijo, y automáticamente se deshizo del nudo y se separaron. Lo que vino a continuación no fue vergüenza. Acaso una distancia más acorde con las leyes de esa tierra y de ese tiempo. La semilla, en todo caso, estaba echada.

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