Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de mayo de 2016

JOAQUÍN YARZA. EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura. En el caso de la propuesta de hoy no es la invitación a la lectura el único fin que me mueve, sino que mi sugerencia es más ambiciosa esta vez y pretende despertar otras potencialidades vinculadas a los libros que no pasan tan solo por la intelección, la comprensión, la interpretación y el disfrute de un texto leído, ya que van más allá y se extienden a las múltiples derivaciones del “mirar”: el goce estético, el deleite de los sentidos, la intensa percepción de la belleza, la emoción y la sensibilidad que conlleva la experiencia artística, no exclusivamente literaria.
 
Y es que esta tarde, y con la excusa de la inminente inauguración en el Museo del Prado de la muestra monográfica dedicada a El Bosco con ocasión del quinto centenario de su muerte -una exposición que permanecerá abierta entre el 31 de mayo y el 11 de septiembre de este año- os traigo un libro de arte, una excepcional publicación centrada precisamente en el pintor flamenco en la que el que fuera catedrático de Historia del Arte en distintas universidades españolas, singularmente la Autónoma de Cataluña, Joaquín Yarza Luaces, fallecido hace tan solo unas semanas, desmenuza, con una inusitada capacidad de penetración y con una profundidad y erudición admirables, la obra magna de Hieronymus Bosch, El jardín de las delicias. El libro, por desgracia hoy inencontrable fuera del “circuito” de las bibliotecas, se publicó en 1998, en una edición deslumbrante, de la que luego os hablaré brevemente, en T.F. Editores, un sello centrado en obras relacionadas con el arte, en el que destaca la colección Grandes Obras, que se inició con la publicación de Las meninas de Velázquez, galardonada con el Premio del Ministerio de Cultura al Libro Mejor Editado de 1997, y que cuenta en su catálogo con, entre otros títulos, Las pinturas negras de Goya o El Guernica de Picasso, todos ellos incorporando las más recientes teorías sobre las obras maestras seleccionadas a cargo de los mejores especialistas y acompañando los textos con unas presentaciones gráficas inmejorables.
 
Dentro de esos parámetros, El jardín de las delicias de El Bosco (esa es la rúbrica exacta que encabeza la obra) se presenta en un volumen primoroso, un diseño de Alberto Corazón, de gran tamaño, con ciento ochenta páginas que no solo recogen el interesante y sugestivo estudio de Yarza sino también setenta y tres ilustraciones, de las cuales cuarenta y tantas ocupan la página entera e incluso algunas se ofrecen en un atractivo formato desplegable. El valor intrínseco del sabio análisis de la vida y la obra de El Bosco que hace el experto catedrático, junto con la perfección formal del libro y, sobre todo, la delicada calidad de las reproducciones, justifican sin duda los más de cien euros (108.18 es su tasación actual -y quimérica, dado que el título está fuera del mercado- en internet) que me costó en su día su adquisición y, desde un ángulo menos prosaico, el placer inmenso que depara la frecuentación de sus páginas.
 
La obra se organiza, a partir de una breve introducción, en dos capítulos iniciales, también sucintos, en los que se examinan, respectivamente, la “vida y ambiente” que enmarcan la existencia del pintor (morador de una ciudad pequeña que no aparece entre las más importantes de los Países Bajos aunque sí cuenta con una actividad artística e intelectual notable, acrecentada por las buenas comunicaciones; miembro de una familia de pintores de los que hereda el dominio del oficio; casado en un matrimonio social y profesionalmente beneficioso; apreciado como artista por sus vecinos; integrante de la más destacada cofradía de la ciudad; y, en definitiva, ciudadano honrado y bien considerado, pintor famoso y perfectamente reconocido en una sociedad cristiana que lo aprecia y respeta, en un retrato, como se ve, muy distante de la imagen heterodoxa y disconforme a la que quizá apunta su pintura), y el “lenguaje iconográfico al uso” en la época del flamenco (con enjundiosas y penetrantes búsquedas en el resto de la obra de El Bosco -El carro del heno, La Epifanía, Los siete pecados capitales-, para localizar en ella abundantes muestras de su profundo conocimiento de la tradición bíblica más ortodoxa, aunque eso sí, recreada con el inquietante ingenio, la originalísima fantasía y el insólito lenguaje pictórico del pintor, que llena sus cuadros de elementos iconográficos novedosos y claves interpretativas ocultas). Tras estos capítulos previos, el cuerpo principal del texto lo constituye la minuciosa y exhaustiva indagación en El jardín de las delicias, a la que sigue una también reducida y poética coda, Cose tanto piacevole e fantastiche (cuyas últimas palabras os dejo como complemento final a esta reseña). Las cien páginas finales -bastante más de la mitad de la extensión de la publicación, pues- ofrecen, antes de que el volumen se cierre con una completa bibliografía, una profusión de aproximaciones fotográficas al emblemático cuadro, permitiendo apreciar todo tipo de detalles y matices, hasta los más nimios y casi imperceptibles cuando se observa el tríptico original, obligado entonces el visitante (al menos esa ha sido siempre mi experiencia en el Museo del Prado ante los cuadros de El Bosco) a abrirse paso entre una maraña de turistas que se agolpan ante la tabla, privado así el espectador de los más mínimos detenimiento y sosiego, de las indispensables paciencia y tranquilidad que exige la fecunda contemplación, e imposibilitado, pues, a causa del tumulto y la aglomeración -y las prisas y empujones consiguientes-, para cualquier atisbo de delectación, lo que sí es posible en cambio cuando en la comodidad del hogar, arrellanados en nuestro acogedor sillón favorito, provistos de la muy benéfica ayuda de una potente lupa, examinamos, con una mezcla de asombro y pasión, de fascinación y entusiasmo, de encantamiento y avidez, los innumerables pormenores de la inacabable obra, iluminados en su comprensión por la lúcida exégesis que, en las páginas precedentes, nos ha aportado la magistral mirada del profesor Yarza.

Ya desde las palabras introductorias el autor revela su propósito: recuperar y presentar un perfil que se adapte aproximadamente al de ser real que pintó en Bois-le-Due en el paso del siglo XV al XVI y proponer una interpretación en cierta medida ajustada de sus pinturas, de acuerdo con sus intenciones y las de sus clientes, vertiendo luz y aclarando las atractivas pero falsas, dignas de la ficción pero inadmisibles como figuras históricas, teorías -a menudo imaginativas en exceso- sobre su vida y obra. Partiendo de la comparación de la pintura objeto de su análisis con otra cima cultural, El Quijote, muy sujeta también a la inventiva y la “creatividad” de los críticos, el experto historiador del Arte analiza las muchas interpretaciones a las que las imágenes de El Bosco se han prestado en los cinco siglos en que han podido ser contempladas por las gentes. La desbordada imaginación del pintor lo llevó a crear ese mundo de formas fantásticas en la que lo monstruoso y demoníaco tiene un papel determinante, señala Yarza, y ello ha excitado la fiebre interpretativa de los investigadores, que lejos de leer el cuadro de modo unánime e indiscutido han percibido en las “diablerías” del flamenco tanto un evidente sentido religioso y un fuerte matiz moralizante, como su contrario, la manifestación de un espíritu herético y transgresor, desviado conscientemente de la doctrina oficial, prueba fehaciente -estas conclusiones opuestas- de lo lábil de muchas de las explicaciones aportadas por los comentaristas. Y así, el libro da cuenta de algunas de las hipótesis de los expertos: El jardín de las delicias como la imagen programática de una corriente ideológica herética, la de Los Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu, una vieja secta adamita, a la que El Bosco habría pertenecido y que defendía la plenitud gozosa del ejercicio sexual; la versión esotérica, construida a partir de las connotaciones alquímicas en la vida y en la obra del pintor, que aflorarían en el cuadro hasta hacerlo aparecer así como una minuciosa descripción del proceso alquímico llevado a su culminación; la lectura astrológica, fundamentada en las, al parecer, numerosas señales de ese mundo “planetario” presentes en el cuadro; la teoría según la cual lo que en el tríptico se oculta tras diversos velos es la pertenencia de su autor a una corriente espiritual de gran importancia en el siglo XIII y a la que se encontraría vinculado por razones familiares: el catarismo; y tantas otras...
 
Pero, más allá de estas consideraciones generales, es en el rastreo, enumeración y estudio de los innumerables detalles que aparecen en el tríptico, en el desciframiento de su desbordante universo alegórico, en la propuesta de desvelamiento del inagotable caudal de referencias simbólicas que contiene, en donde la erudición, la clarividencia, la sabiduría y la inteligencia del profesor Yarza alcanzan alturas admirables, convirtiendo el proceso simultáneo de la lectura del texto y la demorada contemplación de las magníficas reproducciones en una experiencia fascinante.
 
Y así, el lector avanza deslumbrado y algo enfebrecido entre la muchedumbre de extravagancias, imágenes de inversión, mundos imposibles e historias contadas al revés, que pueblan la inmensa obra del flamenco, desde la visión cósmica esférica que se recrea en la parte exterior de las tablas que cierran el cuadro (se trata, como es bien conocido, de un tríptico de 220 por 197 centímetros que alberga tres paneles en su interior - La Creación, El Jardín de los Deleites, en expresión de Yarza, y El Infierno-, dos de los cuales se cierran sobre sí mismos al modo de puertas que muestran en su cara externa una imagen algo fantasmal de la tierra sin humanos ni animales, sin luna ni sol, detenida en el tercer día de la creación, tal y como demuestra el experto profesor en su estudio) hasta la desbordante multiplicidad de plantas exóticas y seres estrambóticos, paisajes lunares y estanques poblados por una fauna ominosa e inquietante, montañas de formas caprichosas y cielos surcados por interminables bandadas de pájaros, hombres y mujeres en posturas insólitas, íncubos y demonios, figuras satánicas y desnudos provocadores, que llenan los tres cuerpos de la vasta y magna obra, un teatro abigarrado y agobiante, una alucinante sobrecarga de figuras inusitadas y detalles anómalos. Y todo ello, tal plétora de elementos, se ofrece reunido en un escenario envuelto en una atmósfera onírica, en la que todo es ambiguo, todo aparece plagado de significados ocultos, de claves religiosas, de alusiones bíblicas, de referencias cultas, de juegos de espejos e interrelaciones con otras obras, artísticas y literarias, de rupturas del sentido, en un torbellino de imágenes y significaciones que el inconmensurable magisterio del profesor Yarza desentraña y transmite con prodigiosa capacidad de seducción.
 
No os perdáis estas dos maravillas, en primer lugar el cuadro original, El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch, que puede contemplarse habitualmente en el Museo del Prado, y que de manera excepcional integra la exposición que la pinacoteca madrileña dedica al pintor flamenco, entre el 31 de mayo y el 11 de septiembre de este año, con ocasión del quinto centenario de su muerte; y por otro lado, el soberbio estudio de Joaquín Yarza en el esplendoroso libro que esta tarde os he presentado.
 
Como correlato musical a mi recomendación de hoy os dejo una curiosidad “bosquiana”. En una “escena” representada en el tercer panel, el del Infierno, aparece una partitura escrita en las nalgas de uno de los muchos personajes torturados que habitan aquel ámbito opresivo; sobre la base de dicha “composición” Gregorio Paniagua, al frente de Atrium Musicae, recreó la pieza escondida, presentándola en 1978, incluida en su humorístico Codex gluteo, del que os dejo ahora una significativa muestra.
 
 
“Cose tanto piacevole e fantastiche”
 
Los Libros de Horas antiguos no incluían el Infierno entre sus numerosas ilustraciones. Es en fechas tardías, incluidas las que nos ocupan, cuando el Infierno aparece como tema independiente. Se ha constatado que hasta en textos que dedicaban un capítulo al Infierno y a la gloria del Paraíso, se ilustraba el primero y se olvidaba el segundo. Por supuesto, nunca se presentaba sin indicar al mismo tiempo el camino que conducía a la salvación.
 
No vamos a negar que tras de todo ello existía una intención devocional y que hayan influido otros modelos. Pero tampoco hay que ser muy radicales para explicar la moda, sabiendo que los Libros de Horas eran los manuales de devoción de una alta sociedad que se preocupaba más de los Jardines del Amor y de las fiestas que de la salvación y la condenación. Basta recordar la historia que nos cuenta Gutiérrez Díez de Games en la crónica dedicada a su señor y titulada El Victorial. El almirante castellano, enviado a Francia a principios del siglo XV en socorro de la armada francesa, descansa después de cumplir su misión en la residencia de un viejo almirante francés casado con una encantadora mujer, mucho más joven que él, que intima con el castellano. El cronista comenta cómo transcurre el día para la señora y sus acompañantes femeninas. Se levantan muy de mañana y salen a un bosquecillo próximo, donde leen sin cruzar palabra en sus Libros de Horas. Se vuelven, después de entretenerse recogiendo flores, y asisten a misa. A continuación se sucede una jornada cargada de cabalgadas, charlas, comidas y bailes, donde el Libro de Horas se deja a un lado.
 
Hay un comportamiento de frivolidad o ligereza que a nadie escapa en esta vida regalada y amable, hurtando un corto tiempo a las devociones. Es entonces cuando el Infierno hace su entrada en unos libros destinados a ser vistos tanto como leídos. Por otro lado, si la tesis es cierta, y parece que hay bastantes razones en su favor, El Jardín de las Delicias fue pintado para el señor de Nassau, coleccionista de cosas bizarras y tan poco refinado como para pensar en ese gigantesco lecho en el que va arrojando a sus invitados algo espesos de mente después de libaciones excesivas. Está en su palacio, quizás en una capilla, aunque no en el retablo principal, como vimos. Qué duda cabe que es una pintura religiosa, con un meditado programa iconográfico donde se condena la participación en un mundo de deleites, precisamente reflejados en los Jardines del Amor o el que viven con placer los hijos de Venus, pero que no dejan de ser practicados por muchas de esas personas que acaban en el lecho monstruoso. Por tanto, seguramente la pintura sería mejor recibida si contara la misma historia importante y trascendental, pero sin prescindir y olvidarse de que “tanto piacevole e fantastiche”, que reclamaba la atención del viajero italiano. Si tan sólo se tratara de demostrar a través de las imágenes un profundo mensaje de advertencia, tal vez se lo hubieran comunicado sus huéspedes o sería tan claro que pertenecía al ámbito de lo sagrado que él mismo no se hubiera atrevido a emitir tal juicio.
 
Estoy intentando decir que no sería absurdo considerar, como algunas de las razones del éxito que hubo de tener en vida El Bosco, sin afectar en absoluto a su condición de cristiano practicante integrado en la sociedad de ‘s-Hertogenboch, fueron su capacidad fabuladora de formas extravagantes, la facilidad que poseía para organizar esos mundos paralelos al real, el impulso que le permitía sorprender, agradar, asustar y, ¿por qué no?, divertir con sus diablerías. En El Jardín de las Delicias terrenales hay todo lo que hemos pretendido contar, porque es una obra coherente y compleja en lo que se refiere a significado o sentido. Detrás, existe un mensaje de advertencia al cristiano, un anuncio de castigo, un recuerdo de las palabras de Dios que subraya que todo lo sucedido en el mundo se hace bajo su control. Pero en el exceso de las imágenes, en la reiteración de motivos que repiten el mismo mensaje de mil maneras diferentes, hay una sobrecarga consciente porque satisfacen, divierten, deleitan a los clientes que las adquieren. Para que esto sea así, es necesario que sea él quien las invente, el mago que tiene siempre una carta amagada para mostrar y asombrar a un público atónito. Porque, en definitiva, es un moralista y, también, un prestidigitador.
 
Si la cronología de sus obras, que ahora se establece con leves variantes, es aceptable, se comprueba que, a medida que transcurren los años, El Bosco de la imaginación se manifiesta cada vez más fértil y creativo. Y esto sucede mientras Jeroen van Aken se transforma en Jheronimus Bosch, mientras el pintor de una ciudad de cierta entidad rompe con el marco habitual de su clientela y empieza a ser conocido a lo largo y ancho de Brabante y los Países Bajos, incluso consiguiendo que su eco llegue más lejos, por ejemplo, a Italia. Para ello no creo que el pintor tuviera que renunciar a nada, ni que e convirtiera en un oportunista. Por el contrario, esa cierta frivolidad de sus clientes le permitió desarrollar hasta el límite su capacidad creadora y sacar fuera, mostrándolos, todos sus fantasmas.
 
El Jardín de las Delicias es una obra de madurez. Hace tiempo que se ha dejado de considerar antigua. Se habla del entorno de 1504. La fecha del contrato con Felipe el Hermoso puede indicar que entonces ya había sido pintada y ésta era la razón del nuevo encargo, porque de un modo u otro el príncipe la conocía. Pero tampoco sería imposible que las cosas hubieran sucedido al revés. Nada se opone a que se realizara entre 1503 y 1506.
 
La historia que en ella se contaba era clara. En el tercer día de la Creación, Dios piensa en el Paraíso terrenal, en el Jardín destinado a aquel con quien culmina el proceso, el hombre. A éste se le exponen las condiciones para que su felicidad sea perpetua y se le concede una pareja. Pronto se atisban señales de peligro que se concretan en las formas inquietantes que se encuentran en determinadas zonas del Jardín. Incluso el diablo engañoso se manifiesta elíptico en algún lugar. La compañera de Adán, ese primer hombre, será la transgresora inducida por el maligno. A consecuencia, la naturaleza se corrompe, se pierde el lugar privilegiado y los hombres quedan sujetos a la ley del pecado. Tanto si son los sucesores de estos primeros creados hasta los tiempos de Noé, como si se trata de la humanidad más en general, lo cierto es que viven un gozo efímero, ajenos al pozo, al lago profundo de inmundicia que mencionan los textos. ¿Cómo reflejar ese estado, cuando no se disponía de claros antecedentes artísticos? El artista recurre a imágenes de gozo, de amor cortés, de influencia amorosa del planeta Venus, y las metamorfosea de tal suerte que obtiene un resultado resplandeciente bañado en una luz clara, limpia y, por ello, engañosa. Es el falso Jardín, o el Jardín de las Delicias terrenales. La desnudez de los humanos es una manera de decir que todos, al margen de su origen social o económico, pueden vivir su pecado con la misma intensidad e insensatez. El final de esta vida tiene previsto un tormento horroroso para los que han desatendido los avisos. De nuevo el castigo es igualatorio, aunque haya una cierta complacencia en destacar determinados vicios, lo que implica a profesiones concretas o aficiones desviadas. Pero la ejemplaridad y el horror se extienden a todos y son entendidas por cualquiera. El resultado plástico total es una de las obras más imaginativas de la historia de la pintura, incluso tan cargada de extravagancias y ambigüedades que despierta ecos ajenos a los que guiaron la mano del pintor y la intención del cliente, tantos siglos después de haber sido realizada.

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