Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de julio de 2016

DAVID TRUEBA. SABER PERDER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, vuestra cita semanal con la lectura en la frecuencia de Radio Universidad de Salamanca. Mis propuestas para este mes de julio nacen con la excusa de la próxima celebración, entre los días 5 y 21 de agosto, de los Juegos olímpicos de Río de Janeiro, los trigésimo primeros de la era moderna. Así, todos los libros que os propondré en estas cuatro próximas semanas van a estar relacionados de un modo u otro -no siempre de manera directa y principal y sí, a menudo, de un modo tangencial y algo traído por los pelos- con el deporte (y necesariamente con alguna de las disciplinas olímpicas, que protagonizarán el espacio en las distintas entregas de nuestra deportiva serie).

Para empezar el ciclo hoy quiero hablarlos de una novela estupenda de un polifacético escritor. Porque David Trueba, además de hermano del oscarizado Fernando Trueba, es guionista de cine, director a su vez -La buena vida o Soldados de Salamina, entre otras, son algunas de sus películas- y también novelista. Esta Saber perder que hoy os presento es su tercera novela, y cuando vio la luz hace ya ocho años fue recibida con magníficas críticas y un considerable éxito de público, siendo objeto desde entonces de numerosas reediciones en nuestro país, multiplicándose también las traducciones a otros idiomas.

Ya desde su título la novela muestra sus connotaciones deportivas. No es solo que uno de sus personajes principales, como luego veremos, sea un destacado futbolista (en una muestra más de la "oportunidad" de la reseña, con el Campeonato europeo dando sus últimos coletazos) y se mueva en un entorno personal y profesional vinculado al fútbol (deporte olímpico, no se olvide; dato que justifica su muy leve nexo con el hilo argumental de nuestras sugerencias “julianas”), sino que parte de las tesis que sostiene -en la medida en que tal cosa, la defensa de unas determinadas posturas teóricas, sea compatible con una obra de ficción- guarda una evidente ligazón con las ideas, los principios, los valores que afloran habitualmente cuando se analiza el fenómeno deportivo (en este sentido, resulta significativo que Pep Guardiola, el carismático exentrenador del Barcelona, haga gala de haber leído y apreciado el libro hasta el punto de, incluso, habérselo recomendado a algunos de sus jugadores). El propio autor ha resaltado en distintas entrevistas esta relación, a propósito de su novela, al mencionar su disconformidad con el hecho de que en nuestro mundo competitivo e infantil, simplista y “espectacularizado”, se midan el éxito, la felicidad y hasta el sentido de la vida a partir de los reduccionistas parámetros deportivos que solo entienden de victorias o derrotas: Es un error medir muchas facetas de la vida con baremos deportivos. Me fastidia que se hayan impuesto. La vida tiene un final que no se parece a la medalla olímpica, ha afirmado. Esta sobrevaloración del triunfo impregna y condiciona nuestra existencia en la que la reivindicación del “saber perder” -tan cara, por otro lado, al espíritu olímpico, al menos al originario y menos prostituido, al menos entregado a los intereses comerciales- resulta casi una excentricidad. Y es esta idea del fracaso de la vida, de toda vida, la que permea la novela entera (un fracaso exento de las connotaciones peyorativas impuestas por nuestras modernas formas de organización social que solo privilegian el éxito en su versión más burda, menos espiritual, menos noble; un aceptado -por inexorable- fracaso existencial del que la entereza y la dignidad en la aceptación de la derrota -el saber perder- es una componente fundamental).

En Saber perder se entrecruzan las vidas de algunos personajes cuyo mayor rasgo distintivo es, a mi juicio, su condición de personas normales, hombres y mujeres comunes, de la calle, como vosotros y como yo, aquejados -como vosotros y como yo- de las mismas incertidumbres, de idénticas dudas, de similares perplejidades ante la dificultad de la existencia. Son, claro, todos ellos, perdedores -el título así lo apunta-, pero su fracaso es también el nuestro: la imposibilidad de lograr los sueños, el recuerdo de la evasiva felicidad, la añoranza de otras vidas…

El personaje principal, sobre el que se articula la novela, pues no en vano la abre y la cierra, es Sylvia, una chica de dieciséis años que transita por su adolescencia buscando desconcertada su lugar en el mundo. Sylvia empieza a dejar atrás, por sentirlo reducido para sus ansias de mujer que nace a la vida, el limitado e insustancial universo de sus compañeros de instituto, su tímido pretendiente Dani, su errática amiga Mai, y se va abriendo a una vida adulta que aún no puede comprender. En torno a ella aparecen, alternándose en el discurrir de la novela, otros personajes, que David Trueba nos presenta con precisión y rigor, y que deambulan por sus existencias sumidos, al igual que la propia Sylvia, en el desconcierto y la confusión. Conocemos así a Lorenzo, el padre de Sylvia, que, sin trabajo y recién separado de su mujer, hundido en una soledad y una frustración vital absolutas, lastrado por el peso de una culpa que se relata casi desde el comienzo de la novela (ha asesinado a un antiguo socio), intenta un idilio (al que también acompañará el fracaso) con Daniela, una joven ecuatoriana que cuida los niños de unos vecinos. Aparece también Leandro, padre de Lorenzo, un anciano que, incapaz de contemplar el deterioro y el padecimiento definitivos de su mujer, Aurora, aquejada de una enfermedad terminal, se refugia de un modo compulsivo e insensato en los brazos de Osembe, una prostituta nigeriana que provocará su derrumbe postrero. Ariel, un joven jugador de fútbol argentino, recién fichado por un equipo madrileño -he ahí la presencia del deporte rey-, irrumpe también en la vida de Sylvia, con la que inicia una relación imposible. Ariel participa de las características de los demás personajes: su adaptación a la vida en España, a su club, a sus compañeros, al equipo, no es buena, su desasosiego, su inquietud, su desubicación avanzan con el texto y lo condenan al mismo fracaso que al resto de actores en esta obra coral. Porque, hay en efecto, algo de coral en la novela, pues aparecen otros personajes que, aunque se nos muestren sólo de un modo ocasional, tienen una presencia destacada en la obra (y cuando digo presencia me refiero a que su retrato es muy coherente y preciso, no son meros acompañantes episódicos de los protagonistas, están hechos con vida): los compañeros de equipo de Ariel, singularmente Amílcar, y su mujer Fernanda, con sus convicciones religiosas; el entorno directivo del club, descrito con precisión y conocimiento de causa; Wilson, el amigo de Daniela y, en general, la colonia ecuatoriana en Madrid, que permiten a Trueba adentrarse (pero sin levantar la voz de la denuncia, con el mero susurro de la verdad vivida) en los problemas cotidianos de la emigración; Paco, el socio asesinado por Lorenzo y su visión depredadora de la existencia; el mundo de Osembe, y por extensión el de las mafias que controlan la prostitución.

En fin, una novela muy rica, esta Saber Perder, muy bien escrita, de lectura muy fácil, pese a su estructura rigurosa y compleja. Una novela que nos habla, como digo, de nuestras vidas a través de las de unos personajes que, salvo Sylvia, a cuya existencia asoma un tenue foco de esperanza, aparecen desencantados, perdidos, desconcertados. Una novela que como todas las grandes creaciones artísticas, no sólo literarias, nos interesa porque habla de lo que a todos nos concierne, la condición humana. Leedla en estos días preolímpicos, seguro que no os decepcionará. You’ll never walk alone, el clásico de Gerry & The Pacemakers que se ha convertido en el emocionante himno del Liverpool y que cantan sus aficionados en cada partido, cierra esta reseña.


Algunas veces seguía a una mujer hermosa que se cruzaba por la calle. A quince pasos de distancia degustaba su andar, su contoneo, sus formas, su prisa. Especulaba con su edad, su tipo de vida, sus relaciones familiares, su empleo, fija la vista en el pelo ondulado sobre el cuello o al acecho de un perfil. Le bastaba compartir con ellas una misma dirección para conocerlas, acompañarlas varias calles para hacerles el amor. En ocasiones se perdían en un portal, en un coche, descendían a la boca del metro o entraban en un comercio y Leandro aguardaba en la acera de enfrente como un enamorado paciente. A veces había seguido a una mujer por los corredores de El Corte Inglés, incapaz de determinar lo que buscaba, y la estudiaba a través de los estantes, planta tras planta, y saboreaba su rostro dibujado con ese aire ausente de alguien que compra sin saberse mirado. Se conformaba con apreciar la armonía de unos labios, el roce de un jersey sobre la forma del seno o el velo y desvelo de una rodilla en juego con la falda. Terminaba a veces en un barrio extraño donde la mujer se besaba con un hombre o se unía a otro grupo de mujeres, después del trayecto en autobús tras la estela sensual que desaparecía de pronto al socializarse ella, al terminar su estado de soledad.

Mirar era admirar. Mirar era amar. Pero nunca el sexo obsesivo se había adueñado de Leandro como ahora. Nunca se había sentido dominado por el instinto, incapaz de controlar el deseo. Nunca había asistido a su pulsión sexual mañana, tarde y noche. El sexo a todas horas. Bastaba el destello de un objeto para devolverle el brillo de la piel de Osembe o un volumen para traerle sus muslos musculados o el leve balanceo de la materia viva para recordarle sus senos o el rosado intenso pintado en cualquier lugar para sugerir las palmas de sus manos. Cualquier accidente era sexo. Cualquier gesto era sexo. Cualquier oscilación era sexo. El redondeo de una fría cacerola, la forma de una botella posada en la mesa, el envés de una cuchara. Sexo. Sexo al despertar excitado, a solas en su cama. En la ducha de la mañana que le recordaba la ducha rápida del chalet antes y después de hacer el amor. Sexo al mediodía cuando se aproximaba la hora habitual de acudir a su encuentro. Sexo a la noche cuando volvía a su cama arrepentido de todo pero el tacto de las sábanas lo excitaba de nuevo.

El miedo era sexo también. La falta de dominio. La obsesión. La vergüenza era sexo. La caída le excitaba. El precipicio que intuía tras su persecución incomprensible de un placer que no le correspondía y sin embargo gozaba cada tarde. Cada tarde porque después de las dos primeras semanas en que a cada encuentro le seguían al menos cuarenta y ocho horas de angustia, arrepentimiento y ensayo de olvido, las defensas se habían venido abajo. En la última semana sólo faltó un día. Sábado y domingo también acudió. Pese a la lluvia persistente de la última semana de noviembre que arrastró la contaminación y la suciedad de la calle hasta dejarla destellante a la luz de los faros. A las seis de la tarde, puntual como un empleado, llamaba al timbre de la puerta metálica que se le abría con un gruñido.

Osembe le recibía en ropa interior un día, vestida de calle otro. Cambiaba la ceremonia de desnudarse, pero el proceso era el mismo. El viejo cuerpo de Leandro asediando la fortaleza de ella.


Espera, tiéndete aquí, siente la música. Leandro toma de la mano a Osembe. La ayuda a trepar hasta el piano. La planta rosada de sus pies produce un acorde disonante al pisar las teclas. El cuerpo de ella se tumba sobre la madera negra brillante del piano. Está desnuda, excepto el sujetador, que de nuevo se ha empeñado en conservar. Recoge las piernas en un gesto de protección, logra acomodarse mientras sonríe. Leandro se sienta frente al piano y toca para comenzar una improvisación lenta. La resonancia es magnífica. Osembe apoya la cabeza y mira al techo. La luz llega desde una lámpara lejana y por el ventanal se cuela el resplandor de las farolas de la calle. Pero Leandro no necesita la luz para tocar. Sin haberlo elegido conscientemente interpreta un preludio de Debussy dejándose por el camino muchas notas. Ella cierra los ojos y él ralentiza el ritmo de la música.

El momento pierde poco a poco la aparatosidad de la puesta en escena. Se olvidan de la ropa amontonada de cualquier forma en el sofá cercano, de las zapatillas de deporte volcadas en la alfombra con los diminutos calcetines blancos que asoman de ellas. La música lo cubre todo. El muslo de Osembe está a sólo unos centímetros de los ojos de Leandro. Ignora su la vibración de la música se transmite por la espina dorsal de Osembe y alcanza a emocionar a la mujer, pero él, de pronto, se sorprende con los ojos inundados en lágrimas. La pieza siempre le conmovió.

Sabe de pronto que ejecuta con Osembe aquello que la vida no le permitió hacer con su mujer cuando ambos eran espléndidos cuerpos juveniles, llenos de deseo y de ganas de comerse la vida. Qué absurdo. A quién culpar. ¿Tiene responsable todo aquello? Le regala esta fantasía privada en su vejez a quien no lo puede ni lo quiere apreciar. Una escena reservada para la mujer de su vida, pero interpretada por una sustituta que cobra por llevar a cabo un papel que no comprende.




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