Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de julio de 2016

JEAN ECHENOZ. CORRER

Hola, buenas tardes. El tercer programa de Todos los libros un libro de este mes de julio se presenta siguiendo la misma pauta que marcó el anterior. Y es que la inminente celebración de los Juegos Olímpicos en Brasil ha servido de excusa para que mis postreras recomendaciones de lectura por este curso se centren en libros en los que el deporte -y en todos los casos alguno de los presentes en los Juegos- ocupa un papel predominante.

Así ocurre sin duda esta tarde, en la que os traigo una novela de un notable escritor francés, Jean Echenoz -que ya protagonizó nuestro espacio hace un par de años, a propósito de su 14, excelente novela sobre la Primera Guerra mundial-, autor de este Correr de título inequívoco que hoy os presento. El libro forma parte de una especie de peculiar trilogía de su autor dedicada a personajes reales (situándose Correr, en el que el foco se fija en el atleta checo Emil Zátopek, entre el primero de la serie, Ravel, que gira sobre la figura del conocido músico, y el último, Relámpagos, en donde la vida del excéntrico ingeniero e inventor Nikola Tesla guía el relato novelesco). El libro vio la luz en España en 2010 en la editorial Anagrama -que alberga en su catálogo el resto de la muy interesante obra del francés- en traducción de Javier Albiñana.

Por de pronto, hay que señalar que estamos ante una novela, con muchas concomitancias con la realidad, pero literatura al fin. Como no se ha cansado de reiterar su autor en cuanta entrevista he podido leerle en relación al libro, Correr no es una biografía al uso sino, muy al contrario, una ficción, una, a mi juicio, inteligente y poderosa invención. Esta vertiente recreada de la existencia del legendario Zátopek es coincidente con el enfoque que inspiró las otras dos obras de la trilogía mencionada: con la excusa de la auténtica trayectoria vital de sus protagonistas, Echenoz construye sus delicados y sugerentes artefactos literarios, logrando el prodigio de mostrarnos, gracias a su maestría como escritor, una verdad si cabe más verdadera que la realmente acontecida.

En el particular caso de Correr, el escritor francés se encontró además, antes de la redacción de su novela, con un abrumador “silencio bibliográfico” en torno a su personaje (al que quería deportista y “mítico”, en sus propias palabras, aunque de una disciplina pobre y simple, inicialmente poco “mediática”), con una casi absoluta falta de información, con solo un libro checo -que en su investigación previa no llegó a encontrar y no pudo consultar, por lo tanto- sobre el atleta, y en definitiva, con unas carencias que lo llevaron a analizar cuatro mil números -los correspondientes a los años que van de 1946, cuando se produce la primera gran repercusión internacional de Zátopek, a 1957, fecha de su retirada- de L’Équipe, el prestigioso diario deportivo francés, para conocer -espigando exclusivamente en su sección de atletismo- todos los pormenores de la muy excepcional trayectoria personal y profesional de un corredor de leyenda. Fascinado por la prodigiosa vida -en sí misma novelística- del objeto de su investigación, Echenoz escribe su libro, en el que ciñéndose en lo esencial a la biografía del checo levanta su particular recreación de un individuo común, normal y sencillo y a la vez heterodoxo y excepcional, un hombre que pese al reconocimiento y la admiración que suscitó por su éxitos deportivos, aparece descrito en su profunda soledad, lo que lo aproxima a las figuras de Ravel y Tesla, los otros dos retratados por la delicada mano del francés, que constata en los tres casos el doloroso hecho de que (sus protagonistas) han dedicado su vida a una obra y que esta obra les ha robado la vida.

Esa obra, en el caso de Zátopek, es el atletismo, el correr y, con ese motivo central, Echenoz nos da cuenta de la extraordinaria peripecia vital de un atleta que en su sorprendente carrera conseguirá una veintena de récords, ganando en solo diez días -y esa será su “hazaña” más relevante, nunca igualada por otro atleta- las medallas de oro en 5.000 metros, en 10.000 y en el maratón, en los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952.

Los alemanes han entrado en Moravia, así empieza el libro, y desde ese momento inicial en que los nazis invaden Checoslovaquia vemos a Emil, trabajador de la fábrica Bata, participando a regañadientes en sus primeras carreras, obligado por su empresa. Sin una especial predisposición hacia el ejercicio físico (Le horroriza el deporte, en cualquiera de sus formas), con un padre que le transmite su propia antipatía por el atletismo (una pura pérdida de tiempo y sobre todo de dinero), son el azar y su especialísima personalidad los que acaban por determinar su “destino”. Carente de la más mínima formación técnica, pronto afloran sus cualidades naturales para la carrera (Corres raro pero no corres nada mal, le dice un entrenador local) y pese a que el joven Emil se resiste (Preferiría no hacerlo, afirma, "barteblyano", ante las reiteradas invitaciones de instructores y compañeros para que participe en distintas competiciones), su carácter afable le lleva a aceptar los primeros retos (cuando dice que no, lo hace sonriendo (…) Se hace de rogar pero no resulta difícil convencerlo), tras los que acaba disfrutando (lo inesperado es que muy pronto empieza a gustarle) y convirtiendo en un placer aquella enojosa ocupación impuesta.

Consciente de su intuitiva aproximación al atletismo, Emil desafía la convencional preparación deportiva y, aunque comprende que ese insospechado placer debe encauzarse, practicarse y aprenderse, se lanza a él con su peculiar método, espontáneo, improvisado, autodidacta, se pone a prueba hasta el desvanecimiento corriendo por las calles, por las carreteras, por el bosque, por el campo, corre distancias cortas y largas, no especula con su energía natural en las carreras, sale disparado, acelera y vuelve a acelerar, fuerza el cuerpo cuando parece estar a punto de reventar, inventa así el sprint final. Su inconformismo sorprende, desde todos los frentes se le recuerda que debe “mejorar”, que no sirve su inocente planteamiento, su correr intuitivo, que debe correr más rápido, organizar mejor sus fuerzas, reservar la energía para el final y, sobre todo, estudiar con atención la táctica de sus adversarios para mejorar la suya. Y él asimila los distintos sistemas de entrenamiento conocidos, el sueco, el Gerschler, el Olander, pero con todos ellos crea el suyo propio, heterodoxo, consistente en forzar y forzar, en templar la voluntad, en acelerar cuando se siente cansado. Le gusta sentir dolor, afirma Echenoz de su personaje. En pruebas y competiciones, ya sean modestas o internacionales, ya se trate de torneos amateurs u oficiales, su modo de proceder, extravagante e insólito, asombra y desconcierta: rompe el ritmo una y otra vez, ahora una arrancada brusca, luego una repentina disminución de la velocidad, de nuevo vuelta a arrancar, sin aparente premeditación, sin propósito o plan preconcebido. Corre con un estilo forzado, desencajado y agónico, que el autor nos muestra en un texto magnífico que podréis leer al final de esta reseña. Sus continuas arremetidas, sus incesantes trastueques, sus súbitos sobresaltos desquician y agotan a sus rivales. Correré con un estilo perfecto cuando se valore la belleza de una carrera según un baremo, como en el patinaje artístico. Pero yo, de momento, lo que tengo que hacer es correr lo más rápido posible, afirma, en la ficción de la novela.

Termina la guerra e ingresa en las fuerzas armadas, en las que el rudo ejercicio le resulta sencillo, acostumbrado a esfuerzos brutales, y pronto empieza a participar en campeonatos militares. Y comienza a batir récords locales y luego nacionales, despreocupadamente, sin darse importancia, entre la poca credulidad de sus jefes y los entrenadores y expertos. Y llega el reconocimiento, representa a su país en competiciones internacionales, pero sigue teniendo un comportamiento inocente, sencillo, se presenta a las carreras sin preparación, llega tarde, despistado, sin dormir, si infraestructura alguna (como ocurre en su insólita participación en el campeonato de las fuerzas aliadas en Berlín, en donde gana tras un sinfín de calamidades derivadas de su inexperiencia y su ingenuidad, perdido en la ciudad, sin lugar en el que alojarse, solo y desconcertado en el estadio, sin ropa deportiva apropiada, ignorante, al desconocer el idioma, de las reiteradas llamadas por megafonía avisando del comienzo de la carrera, accediendo a la línea de salida en el último momento, sin saber bien qué hacer ni a dónde dirigirse, ganando estrepitosamente la prueba).

El régimen checo empezará a aprovecharse de él, a usarlo como emblema de la beatífica sociedad socialista, y se multiplicarán los ascensos en los distintos grados de la carrera militar, llegando a formar parte del Partido comunista aunque, temeroso el “aparato” político de que su creciente fama le haga huir de su país, se le prohíbe salir de Checoslovaquia, se le restringe su participación en juegos y certámenes fuera de la órbita soviética, se le oculta, se le impide competir en el extranjero.

Pero su éxito se impone. Se gana el apelativo por el que pasará a la historia, La locomotora humana. Y es campeón del mundo, bate récords una y otra vez, y gana en las olimpiadas de Londres 1948 (oro en 5.000 metros y plata en 10.000) y Helsinki 1952 en donde alcanza ese logro insuperable, ya reseñado, de las tres medallas en otras tantas distancias, fondo y medio fondo, tan diferentes y que exigen una preparación y unas cualidades muy distintas.

Aunque las derrotas acaban por llegar, y un buen día pierde, y vuelve a perder, pierde otra vez y alguna vez retorna la victoria, y pierde de nuevo, hasta que en los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 queda sexto, pero cuando llega a la meta, como un títere desarticulado, zancada rota, cuerpo dislocado, mirada extraviada, como si su sistema nervioso lo hubiera abandonado, traspasada la línea final, caerá de rodillas, con la cabeza hundida en la hierba, llorando y vomitando, sabiendo que se acabó, se acabó todo.

Aún habrá algunas carreras postreras sin brillo, antes de su retirada en España, precisamente, en el cross de Lasarte. Vivirá entonces en Praga de un cargo ministerial otorgado por el régimen, en una existencia sombría, tan gris como es entonces la existencia en una Checoslovaquia que ha dejado de ser una democracia popular para pasar a república socialista, sin que en la vida de la gente común cambien el desánimo, el abatimiento, el frío, las colas, las sospechas, el miedo.

Por eso Emil verá con ilusión la apertura de Dubceck y su esperanzadora primavera de Praga, y denunciará su violento final cuando Rusia invada el país en 1968. Las represalias del poder soviético no se harán esperar, será depurado, expulsado del ejército y del Partido, destituido de su irrelevante cargo, condenado a residir fuera de Praga, condenado, ya con cerca de cincuenta años, al trabajo físico en unas minas de uranio, y más adelante como basurero en la capital checa (una actividad que le hará ser aclamado por sus compatriotas cuando se le reconoce en las calles que debe limpiar, la gente brindándose a hacer la recogida de basuras en su lugar), y luego, ante el cariño y la admiración popular, contraproducentes para los severos mandatarios, será expulsado al campo, en donde trabajará colocando postes de telégrafo, para acabar sus días -tras firmar un documento autoinculpatorio y de exaltación del régimen, una deleznable confesión probablemente forzada- como archivista en Centro de Información de los Deportes.

Y de todo ello da cuenta Echenoz con su prosa austera, el estilo conciso, elegante, preciso, despojado, sin alardes, nada alambicado y sin hojarasca ni accesorios o adherencias superfluos; todo es sustancia, expresada en frases cortas, con un ritmo veloz, que corre en paralelo al del propio atleta. Ello no impide la “aparición” de algunos artificios literarios que revelan la presencia de un narrador “activo” y que desplazan el punto de mira desde el personaje a la voz que relata, como esas ocasiones en que el narrador dialoga con el lector (No sé qué opinaréis vosotros, pero a mi juicio, tantas proezas, tantos récords y trofeos empiezan quizá a hartar un poquito) o con el propio protagonista (Claro que sí, Emil, claro que sí, tan estimable reflexión te honra).

Pero Correr no es solo la biografía de novela de un algo extravagante individuo. La narración de su infrecuente vida sirve al autor para mostrarnos algunos dualismos y ambigüedades de su personalidad, muy interesantes y reveladores no solo sobre el personaje sino también, por extensión, sobre la naturaleza humana. Es el caso de los contrastes entre la obediencia y la rebelión (Zátopek es, en cierto modo, conformista, no es beligerante, no se enfrenta, no tiene voluntad de lucha, no busca las colisiones; pero, simultáneamente, su actitud inocente, primaria, sin apriorismos ideológicos, pone de manifiesto las contradicciones del régimen, con el que acaba litigando); lo íntimo y lo público (su voluntad, su energía, su espíritu, nacen de su interior predisposición hacia el correr, sin pretender logros, premios o reconocimientos, sin aspirar al aplauso o al medro; aunque acabará por alcanzar una inusitada dimensión pública, aplaudido y ensalzado por doquier); el individualismo burgués y los ideales colectivos nazis y soviéticos (Emil empieza a correr con los nazis en las calles de su pueblo y continúa corriendo bajo el sometimiento a otro régimen dictatorial; y a ambos es igualmente ajeno, pues su iniciativa y sus propósitos son meramente personales, egoístas incluso); la inocencia y la sencillez de sus planteamientos deportivos y existenciales frente a la sofisticada complejidad de la alta competición o el alambicado cálculo y la retorcida intencionalidad de los dirigentes políticos; la apasionada entrega -ya mencionada- a un “correr” que acaba por identificarse con la totalidad de su vida, y que le hará, en definitiva, perderla, desprovista de sentido -en cierto modo- su estancia en el mundo en cuanto la pulsión corredora se diluye.

En fin, acercaos, en estas próximas semanas repletas de competiciones deportivas, de agónicas carreras, de récords sobrehumanos, de gestas olímpicas, a la historia de este humilde Emil Zátopek que de modo tan magistral “construye” Jean Echenoz en este Correr de lectura indispensable.

Un muy apropiado Running on empty, de Jackson Browne, acompaña musicalmente esta reseña, tras “vencer” en la cinta de meta a la banda sonora de Carros de fuego, de presencia quizá más previsible en este espacio.


Un estilo, en efecto, imposible. Larry Snider no es el primero en observarlo. En preguntarse cómo se las compone Emil.

Hay corredores que parecen volar, otros bailar, otros desfilar, otros parecen avanzar como sentados sobre las piernas. Algunos dan tan sólo la impresión de ir lo más rápido posible a donde acaban de llamarlos. Emil, nada de todo eso.

Emil parece que se encoja y desencoja como si cavara, como en trance. Lejos de los cánones académicos y de cualquier prurito de elegancia, Emil avanza de manera pesada, discontinua, torturada, a intermitencias. No oculta la violencia de su esfuerzo, que se traduce en su rostro crispado, tetanizado, gesticulante, continuamente crispado por un rictus que resulta ingrato a la vista. Sus rasgos se distorsionan, como desgarrados por un horrible sufrimiento, la lengua fuera intermitentemente, como si tuviera un escorpión alojado en cada zapatilla de deporte. Está como ausente cuando corre, tremendamente ausente, tan concentrado que ni parece estar cuando está ahí más que nadie, y su cabeza, encogida entre los hombros, sobre el cuello siempre inclinado hacia el mismo lado, se balancea sin cesar, se bambolea y oscila de derecha a izquierda.

Puños cerrados, contorsionando caóticamente el tronco, Emil hace también todo tipo de cosas con los brazos. Cuando todo el mundo os dirá que se corre con los brazos. A fin de propulsar mejor el cuerpo, los miembros superiores deben utilizarse para aligerar las piernas de su propio peso: en las pruebas de fondo, el mínimo de movimientos con la cabeza y brazos mejora el rendimiento. Pues Emil hace exactamente lo contrario, parece correr sin que le importen los brazos, cuya impulsión convulsiva arranca de demasiado arriba, describiendo curiosos desplazamientos, a ratos alzados o proyectados hacía atrás, colgando o abandonados a una absurda gesticulación, y sacude también los hombros levantando exageradamente los codos como si transportase una carga demasiado pesada. Mientras corre parece un boxeador luchando contra su sombra, por lo que todo su cuerpo se asemeja a un mecanismo descompuesto, dislocado, doloroso, salvo por la armonía de sus piernas, que muerden y mastican la pista con voracidad. En suma, no hace nada como los demás, que a veces piensan que actúa atolondradamente.

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