JOXEMARI ITURRALDE. GOLPES DE GRACIA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo del mes de julio, y como de sobra conocéis nuestros seguidores más habituales, el programa se centra en libros con una relación más o menos directa con alguno de los deportes olímpicos, aprovechando así la excusa de la celebración de los XXXI Juegos en Río de Janeiro, de inminente inauguración dentro de un par de semanas.
Así, en fechas anteriores os he hablado de Saber perder, la novela de David Trueba en la que uno de sus protagonistas es jugador de fútbol y en la que el deporte rey tiene un papel destacado en una de las vertientes de su trama, y de Correr, la peculiar biografía, escrita por Jean Echenoz, de Emil Zátopek, el atleta checo que logró su gran gesta en las Olimpiadas de Helsinki en 1952, en las que consiguió tres medallas de oro al ganar consecutivamente en las distancias de 5.000 y 10.000 metros y en la exigente maratón.
Esta semana le toca el turno a otro deporte de muy larga -y paradójica- tradición olímpica, el boxeo. Sorprende -al menos a mí me ha llamado la atención en mi búsqueda de información para completar esta reseña- no ya que en Atenas, en su nacimiento clásico, hubiera competiciones de lucha, sino que desde la tercera edición de los Juegos modernos, celebrados en 1904 en la ciudad norteamericana de San Luis, el boxeo no haya faltado de ningún certamen de los celebrados hasta ahora. Y ello pese al furibundo debate -a veces encarnizado, por adjetivar de un modo acorde al contexto- que en las últimas décadas se ha producido entre quienes defienden la elegancia, la nobleza, el ritmo y, en definitiva, la belleza del deporte (hay expertos que abogan, incluso, por la disciplina boxística como eficaz y “refinada” práctica para mejorar las capacidades de violinistas o contrabajistas), y quienes, por el contrario, subrayan las innegables connotaciones de violencia, riesgo y dureza de los tantas veces sangrientos combates. Parecería que el espíritu olímpico, caracterizado -al menos en sus orígenes- por ciertos valores ejemplares, generosos, “elevados” y sin duda nada cruentos, no fuera compatible con estas peleas ritualizadas que, pese a sus protocolos inspiradores -basados en el fair play-, suelen deslizarse con muy tozuda frecuencia hacia territorios más oscuros y siniestros. Y, sin embargo, hasta hace solo medio siglo el boxeo aparecía revestido de componentes positivas y estimables, y era un deporte con un enorme predicamento no solo entre los aficionados, sino en la sociedad en general.
Yo recuerdo, en los días de mi muy primera infancia, las muchas ocasiones en que en casa veíamos los combates que retransmitía aquella Televisión española en blanco y negro de la última década del franquismo, contagiada toda la familia por el notorio interés -y el arraigado conocimiento- de mi padre hacia el universo del ring. En la actualidad, el boxeo no me dice gran cosa, hace décadas que no veo un combate, pero en mi memoria resuenan aún los grandes nombres de la disciplina en aquella época, tanto los nacionales (Luis Folledo; José Legrá, “el puma de Baracoa”; Pedro Carrasco, tan conocido luego por su frívola presencia en la prensa rosa; el uruguayo nacionalizado español Alfredo Evangelista, que llegó a pelear con el mítico Cassius Clay (un combate que evocó, con su emotiva prosa, Ray Loriga, en un artículo publicado hace unas semanas tras la muerte de Muhammad Ali); el desmesurado Urtain, de infausto final; el gallego Pantera Rodríguez o, más cerca en el tiempo, Poli Díaz, de vida desgraciada, como a menudo en este deporte) como los extranjeros, casi todos rivales a los que se enfrentaron nuestros compatriotas, y dotados también -quizá por la capacidad de construir quimeras tan notable en la infancia- de proporciones mitológicas (Nino Benvenuti, el mejor boxeador italiano de la historia, de presencia imponente y atractiva aún hoy en día; el legendario Fred Galiana; el galés Howard Winstone; León Spinks; Oscar “Ringo” Bonavena, cuyo solo nombre está lleno de resonancias casi míticas; el australiano Famechon, que los niños -y los periodistas- pronunciábamos así, Famechón, a la española; el temible mexicano nacionalizado norteamericano Mando Ramos; el escocés Ken Buchanan, del que recuerdo su rostro ensangrentado tras su implacable derrota ante Roberto “Mano de Piedra” Durán, otro nombre evocador). Y por supuesto, Cassius Clay, icono universal, emblema de los años sesenta, y sus rivales, Floyd Patterson, Joe Frazier, Sonny Liston, George Foreman, entre otros. La desaparición de Clay (por cierto, y de cara al propósito que nos ocupa esta tarde, campeón olímpico a los 18) ha permitido “relanzar” y volver a poner en primera plana algunas de las vertientes más estimables y valiosas de las competiciones boxísticas.
Algunas de ellas, las que tienen que ver con la mística del fracaso, con la siempre “vistosa” ética del perdedor, con la lucha y la superación de dificultades, con la fugaz victoria y la persistente derrota, han hecho del boxeo un deporte con una importante recepción literaria (recuerdo ahora, a vuela pluma y sin demasiado análisis, un cuento de Cortázar, La noche de Mantequilla, con el fondo de aquel combate de leyenda entre Carlos Monzón y Mantequilla Nápoles en 1974, o Neutral corner, el libro de Ignacio Aldecoa, publicado en 1962, que yo tengo en un espléndido volumen de la colección “Palabra e imagen” de la editorial Lumen, con magníficas fotografías de Ramón Masats) y una aún más poderosa presencia en el cine, con decenas de películas centradas en su con frecuencia sórdido mundo (entre las que a mí me marcaron, reseño aquí la genial The Champion, de Charles Chaplin; El ídolo de barro, de Mark Robson, con Kirk Douglas, una de las más grandes películas sobre el género; Más dura será la caída, también de Mark Robson; Fat City, de John Huston; o la reciente Million dollar baby, de un como casi siempre inspirado Clint Eastwood).
De esta dimensión “honorable” y hasta “moral” del deporte carecen, en cambio, los luchadores más modernos -Mike Tyson, Julio César Chávez, Óscar de la Hoya, o los más actuales, Floyd Mayweather o Pacquiao-, meros nombres ocupando portadas en los medios, sin la grandeza ni las connotaciones sentimentales de todos aquellos personajes míticos -los “reales” y los literarios y cinematográficos-, que permanecen inscritos para siempre en mi memoria, a partir de su primera impresión en el dúctil cerebro de aquel niño que yo era en los sesenta.
Y en ese ámbito del recuerdo nostálgico comparece también Paulino Uzcudun, en mi infancia un púgil anciano, ya retirado, que había desarrollado su fulgurante carrera en los años veinte y treinta del pasado siglo pero conocido por mí a través de la emotiva remembranza de mi propio padre, quien en su juventud siguió su carrera. Uzcudun, un personaje con una importante presencia en la vida pública española en los años de su carrera profesional, seguía teniendo una cierta relevancia en los días finales del franquismo, a cuyo régimen apoyó desde la guerra civil, siendo considerado hasta su muerte -que ocurriría en democracia, en 1985- una figura oficial del siniestro sistema.
Y es precisamente este Paulino Uzcudun de vida intensa y controvertida uno de los protagonistas -el otro, no tan conocido, es Isidoro Gaztañaga, también estrella de los cuadriláteros- del libro que ahora os presento y cuyo título se ha hecho esperar y aparece por fin ahora, casi al término de mi reseña. Se trata de Golpes de gracia, escrito por el autor vasco Joxemari Iturralde y presentado hace unos meses por Malpaso Ediciones, con entregado prólogo de Ignacio Martínez de Pisón.
En realidad no estamos ante un libro de boxeo. Las biografías de los dos protagonistas -que afloran en la obra entre infinidad de datos reales, de modo que hay un punto notorio de texto documental en la propuesta- sirven al autor para recrear las vidas de dos fracasados que enceguecidos, en cierto modo, por sus progresivas y cada vez más sonadas -y el término carece de ironía- victorias, pasan de su condición de humildes pueblerinos vascos, modestas figuras del deporte rural euskaldún, a la más rutilante fama, viajando y combatiendo por todo el mundo, sumando éxitos deportivos y conquistas sociales, para acabar superados -hundidos- por una vida de disipación, alcohol, excesos y mujeres (el título de cada uno de los capítulos del libro lo encabeza un nombre de mujer, en muchos casos alguna de las “conquistas” de los populares boxeadores, en un hilo conductor unificador que revela una de las claves de la novela, pues, pese a la constatable realidad que relata, el enfoque del libro es “ficcional”). Y así, la narración discurre desde esos primeros días, aún inocentes, de sus respectivos pueblos vascuences (separados por pocos kilómetros), con sus festejos y rituales, con su costumbrismo rural y sus tradiciones milenarias, hasta los viajes transoceánicos, la estancia en esplendorosas ciudades, el alojamiento en hoteles deslumbrantes, la frecuentación de personajes fulgurantes -Hemingway y Ezra Pound, Lupe Vélez y Dolores del Río, Clara Bow y Gary Cooper, entre otros muchos-, el contacto con mujeres resplandecientes que caen rendidas ante la atracción irresistible de los poderosos machos enfrentados.
Porque esta -la del enfrentamiento y la rivalidad- es otra de las líneas de fuerza que atraviesa el libro. Amigos de inicio -Uzcudun era un ídolo para el más joven Gaztañaga- su rivalidad pugilística -nunca resuelta en un cuadrilátero- los enemista y hace nacer el odio entre ellos. Como lo es también -otra clave, y no menor, de la obra- la “excusa” de las vidas de los dos fenómenos para mostrarnos -en una fotografía fidedigna y espléndida- la España de las décadas de los veinte a los cincuenta del siglo XX, con especial protagonismo del lóbrego franquismo y su tenebroso mundo de estraperlistas, falangistas brutales, burgueses corruptos, industriales trapaceros, negociantes fraudulentos, periodistas venales y prostitutas más o menos camufladas.
Y enfangados en ese mundo febril, las intensas personalidades de Uzcudun y Gaztañaga acaban sucumbiendo porque ambos, como recuerda Martínez de Pisón en el prólogo, se pasan la vida dando puñetazos en el ring, ignorantes del momento en que les llegará el golpe que complete su desgracia y su ruina, dando así pleno sentido al título del libro, pues golpe de gracia es definido por la Real Academia como revés que completa la desgracia o la ruina de alguien o de algo.
Por todos estos motivos -la evocación del mundo del boxeo, las singulares vidas de sus protagonistas, la descripción detallada de su rivalidad, el retrato de la España franquista, la apreciable -aunque enésima- aproximación al tema del fracaso y la derrota- y por su ágil ritmo narrativo (la acción avanza a través de escenas sueltas y es muy rápida, con muchas elipsis, en capítulos muy cortos) os recomiendo Golpes de gracia; aunque hay algo en él (el lenguaje envarado y muy formal, la “pobreza” de los registros expresivos de todos los personajes -demasiado similares e intercambiables entre sí-, la “frialdad” en la narración, una “asepsia” distanciadora en el enfoque) que me ha dejado un desagradable sabor de boca tras su lectura o, más exactamente, una sensación como de “coitus interruptus”, como si el autor hubiera desperdiciado con un planteamiento menor -siempre a mi modesto juicio de profano; el libro ha sido ensalzado por doquier, con críticas muy favorables- las enormes posibilidades narrativas que encerraban las a la postre trágicas vidas de sus personajes.
Os dejo ahora con Hurricane, el tema clásico de Bob Dylan sobre el tema del boxeo, desatendiendo la tentación de ofreceros la melancólica Love for sale, que una de las amantes de Uzcudun, actriz y vedete, interpreta en el libro.
María
—¿Estás seguro de lo que quieres? ¿Lo has pensado bien? —la mujer había interrumpido sus quehaceres y miraba al muchacho con firmeza.
—Sí, madre. Estoy seguro—el chico no dudó al responder.
—Bien, te apoyaré. Pero habrá que pensar en cómo decírselo a tu padre.
María Otegui hablaba con su hijo sentada en la cocina del caserío. Sobre la mesa iba desgranando alubias, que pasaban con rapidez a un gran barreño colocado en el suelo. Al caer, los granos rebotaban saltarines y producían un ruido de canicas metálicas. Isidro, un mocetón alto y fuerte, se había sentado junto a su madre y la ayudaba en la labor.
—Pasado mañana es mi cumpleaños. Tendré ya dieciocho.
—Lo sé. El caso es que tu padre quiere que estés cerca de él para que lo ayudes en el caserío. O si no, de leñador, como hasta ahora. Ya sabes que en los montes de aquí hay trabajo de sobra. Eres el mayor de los chicos. La mayor, Juanita, no cuenta para llevar el caserío. Te toca a ti.
Isidro Gaztañaga acababa de llegar al caserío familiar, Etxetxiki, en Ibarra, tras una caminata desde la estación de tren de Tolosa. Dos kilómetros cavilando sobre cuál sería el mejor modo de afrontar el asunto, cómo decírselo a los padres sin que les causara dolor. Venía radiante de felicidad. La víspera había ido a San Sebastián con un amigo de Tolosa para cumplir el viejo sueño de ver combatir a su ídolo. En el ring de Atocha, Paulino Uzcudun había ganado un nuevo combate humillando otra vez a Paul Journée, a quien ya había derrotado en París el año anterior. Fue algo fantástico. KO en el primer asalto. El rival francés derribado en la lona en menos de dos minutos. La gente se volvió loca con su paisano. Hubo gritos y abrazos, una euforia desbordada como nunca se había visto. A la salida todos vitoreaban a Paulino.
Isidro y su amigo Fermín, sumergidos en la euforia colectiva, anduvieron de un lado a otro siguiendo como autómatas a la muchedumbre hasta que se dieron cuenta de que habían perdido el último tren de vuelta. No les importó mucho. Caminaron por las calles de San Sebastián, cada vez más solitarias, comentando una y otra vez los detalles e incidentes de aquel combate inolvidable. Isidro había leído que en la pelea del año anterior, en París, Uzcudun había vencido a Journée a los puntos tras pelear los diez asaltos. Ahora, aquí, delante de sus paisanos, se había tomado buena revancha.
Sentados en la playa de La Concha, Isidro y Fermín hacían tiempo hasta la hora del primer tren. Estaba amaneciendo y seguían hablando de su ídolo y del futuro.
—Yo, como tú, podría ser pelotari, pero prefiero ser boxeador como Paulino.
Fermín asentía moviendo la cabeza con rapidez mientras lanzaba puñados de arena previamente estrujados como si fuesen pelotas de frontón. Había oído contar eso mismo a Isidro infinidad de veces.
—Tú triunfarás como boxeador y yo lo haré como pelotari, ya lo verás.
—Seguro que sí. Los dos podríamos ser también buenos aizkolaris. Tenemos fuerza de sobra y conocemos el manejo del hacha. Pero, mira, desde que me dijeron que cualquier boxeador, por aguantar treinta minutos encima del ring, recibe dos mil pesetas, vi muy claro lo que quería. Sabes bien, Fermín, cuánto nos pagaron el año pasado cuando estuvimos cortando árboles en los montes de Berastegui y Leiza.
—Claro que me acuerdo. Mil quinientas pesetas a cada uno por ocho meses de trabajo.
—Exacto. Y trabajando como bestias, en jornadas de diez y doce horas sin apenas parar para comer. Calcula: mil quinientas pesetas en ocho meses, y un boxeador recibe dos mil por media hora. No hay color. Yo también seré boxeador.
—También Paulino empezó de aizkolari.
—Ya lo sé. Y ya me gustaría saber lo que le han pagado hoy después de estar un minuto y medio en un ring.
—Y si vas a ser boxeador, ¿qué piensas hacer con el nombre?
Se calló durante un momento y sonrió. Sabía muy bien por qué se lo preguntaba.
—También lo tengo decidido. Seré Isidoro Gaztañaga.
—¿Isidoro?
—Sí. Es muy parecido a mi nombre verdadero. A los de fuera les dará igual, ni se enterarán del cambio, y los de aquí dejarán de tocarme las narices.
Todas las escopetas de todos los cazadores de la zona, empezando por la de su padre y siguiendo por la suya, llevaban escrito en la empuñadura de madera el nombre del armero de Éibar, Isidro Gaztañaga, y todos le tomaban el pelo por ello. Su nombre y apellido coincidían con los del famoso armero y ya empezaba a estar harto de los chistes y burlas que le hacían a cuenta de eso.
—Como boxeador seré Isidoro Gaztañaga, lo tengo decidido. Así me tendrán que llamar todos. Con ese nombre seré conocido y famoso. Tanto como lo es Paulino. Los dos somos de aquí, su caserío está a sólo diez kilómetros del mío, los dos empezamos cortando troncos con el hacha en Tolosa y yo voy a ir a París como él.
—¿Lo saben ya en casa?
—No, todavía no. Iré por partes. Primero les diré que no quiero quedarme en el caserío, luego que quiero ser boxeador y por fin les haré saber que me voy a París para comenzar allí mi carrera profesional.
Isidoro Gaztañaga ya había hablado con los socios del club GU de Tolosa y, por su mediación, había conseguido contactar con el doctor Ladis Goiti. Le habían dado toda clase de facilidades, la promesa de que el doctor Goiti lo iba a ayudar como había hecho con Uzcudun y de que, una vez allí, podría entrenar en el mismo gimnasio.
—Ya verás, antes de un mes estaré entrenando en París —le dijo a su amigo el pelotari.
—Quiero verte triunfar como boxeador —le contestó su amigo Fermín.
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