RAMÓN SOLSONA. TODO LO QUE SUCEDIÓ EN EL VALLE
Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero hablaros de una interesante novela de un espléndido escritor catalán, Ramón Solsona, que yo seguí con entusiasmo hace casi veinte años y que acaba de presentar, el pasado año, su última publicación, Todo lo que sucedió en el valle, en edición de Tusquets y traducción de Victoria Pradilla Canet, que incurre en algunos deslices menores como el mantenimiento de un criterio un tanto errático a la hora de verter a nuestro idioma ciertos términos catalanes, algo que ocurre de modo singular aunque reiterado con Lérida, que aparece indistintamente en el Lleida original o en su transcripción al castellano.
Como os digo, yo conocí a Ramón Solsona hace casi dos décadas, a raíz de la publicación en 1998 de Las horas detenidas. El libro, que apareció en traducción de Juan Bonilla en la primera etapa de la editorial Pretextos, aquella en la que presentaba los títulos de su catálogo con un reducido formato, una bellísima estampa en su cubierta y, en general, una cuidadísima y acogedora edición, me deslumbró entonces y me reveló un escritor de una sensibilidad extrema, capaz de transmitir belleza y verdad en un relato emotivo y conmovedor. Poco después, leí El año que viene volverá tu padre que en traducción del propio autor ofreció la editorial Acantilado. Igualmente interesante, no llegó, sin embargo, a provocarme el mismo impacto que aquella primera gran e inolvidable obra. Desde entonces, Solsona publicó algunos otros libros en catalán que, quizá por la no excesiva repercusión en el mercado editorial en castellano de aquellos dos primeros, no han visto la luz, que yo sepa, fuera de Cataluña. Y ahora me reencuentro con el autor en este Todo lo que sucedió en el valle que es también una novela sobresaliente, sin llegar tampoco, a mi juicio, a las altas cotas alcanzadas con su primer libro.
La historia que nos narra Solsona se sitúa en el Vall de Cardós, en el Pirineo leridano, a donde entre finales de los años cincuenta y principios de los setenta del pasado siglo llegaron miles de trabajadores -solo en 1965, año en que se desarrolla la acción, fueron 2.500- procedentes del resto de España (singularmente andaluces, aunque también acudieron castellanos y extremeños) para acometer los descomunales proyectos, las colosales obras de perforación de montañas, apertura de túneles, canalización de las aguas de los lagos pirenaicos, construcción de centrales, creación de infraestructuras, y, en definitiva, para contribuir al levantamiento de un conjunto de ingenios hidroeléctricos sin los cuales -y las palabras son del propio autor en una reciente entrevista en prensa- la actual industria catalana no habría existido.
Esa avalancha de hombres -casi todos, de una u otra manera, perdedores de la guerra, marcados por el hambre y la pobreza, por la humillación y la derrota- tan distintos a los apacibles pobladores de los cerrados valles locales en costumbres e incluso en idioma, en valores, experiencias y perspectivas vitales, revoluciona la zona, dando lugar a efímeras relaciones que mezclarán a foráneos con autóctonos, a los desarraigados que arribaban a aquellos parajes para buscarse la vida con los lugareños que verán en ellos las posibilidades de crecimiento y riqueza, aportando en igual medida dinero y conflictos, y abriendo la región -y por extensión, Cataluña entera-, sumida aún en las oscuras nieblas de un franquismo de posguerra, a una incipiente prosperidad y a unos primeros atisbos de modernidad.
En este escenario, el asesinato de un guardia civil de Noguera de Cardós, en donde se ubica el campamento central de Cohisa, la principal empresa constructora, permite el desenvolvimiento de una trama vagamente policiaca, en la que el proceso de investigación y esclarecimiento del crimen se imbrica con el relato de un amor imposible entre Rossita, una mujer del pueblo, casada con Jaume “el de la Madera”, un pequeño “capo” local, y uno de los recién llegados, Santi Vallory, un joven topógrafo empleado en las obras, que alquila una habitación en la vivienda del matrimonio.
El libro se estructura en seis largas secciones, organizadas en torno a las principales festividades que puntúan el paso del tiempo en aquel entorno rural: de San Pedro al 18 de Julio de 1965, de San Jaime a San Lorenzo, de la Fiesta Mayor de Noguera a la víspera del Pilar, del Pilar a Todos los Santos, de Todos los Santos a San Andrés, y de San Andrés a la Purísima, apenas medio año en el que la narración avanza a través de las voces de diferentes personajes que se van sucediendo y contando la historia desde distintas perspectivas en un complejo aunque fluido mosaico que enriquece la novela. Y así, además de a los propios Santi y Rossita, escuchamos a distintos empleados de Cohisa: contables y delineantes, administrativos e ingenieros, geólogos y dibujantes; a obreros encargados del trabajo “a pie de campo”, luchando contra las rocas en las excavaciones: mineros y perforadores, picadores y dinamiteros; a las operarias de la centralita telefónica; a los hombres que juegan al tute en el cineclub local; a diversas mujeres del pueblo; a una trabajadora doméstica que sirve en la mansión de los poderosos propietarios de la compañía; a una empleada del colegio público; a la dueña de la tienda; a distintos lugareños, hijos de Noguera o de sus aledaños (como Amadeu Casas, que habla en el texto con el que cierro esta reseña y en el que podréis apreciar el “tono” del libro); al As de Copas, un número de la guardia civil, y al Sapo, su despreciable sargento; a la reina de las fiestas; a Frank King, el guineano que llega para cantar en dichos festejos; a Mosén Antonino, el sanguinario y cobarde cura del pueblo; a Pasqualet de Casa Xico, el monaguillo; al doctor; a un jubilado reportero de ‘El Caso’… Y cada uno de ellos cuenta su vida, su trayectoria hasta llegar al valle, y deja, obviamente, su testimonio de los hechos ocurridos en aquellos meses. En su mayor parte hablan retrospectivamente, desde un presente en el que María Emilia Catarineu -un personaje inventado, una periodista y escritora, autora de artículos sobre las obras hidroeléctricas publicados en diversas revistas y que se “transcriben” en la novela- realiza una investigación sobre los hechos acaecidos décadas atrás y de los que ha tenido noticia por vías que no puedo revelar y que se descubren al final del libro.
Tras cada uno de estos testimonios aflora una muy fiel panorámica de la vida en esta etapa de nuestro país, unos años en los que se cumple, más o menos, la mitad de la larga dictadura franquista. Es magnífica la descripción de esa época en la que empieza a dejarse atrás la posguerra y, muy tímidamente, España va encaminándose a un cierto progreso. Por un lado, aún hay rastros de la contienda: los maquis y los resistentes al régimen, las fronterizas montañas leridanas como lugar de paso para los exiliados, las figuras autoritarias y brutales del cura y del sargento de la Guardia civil, la corrupción y la hipocresía social, los injustos y abusivos privilegios de los poderosos, la ausencia de derechos y las inhumanas condiciones de vida de los trabajadores, la persecución de los resistentes (magnífico el retrato de los Hermanos Dinamita, comunistas y perseverantes en su actitud revolucionaria veinticinco años después de finalizada la guerra). Pero, por otro, empiezan a adivinarse rasgos de ese otro mundo que llega, la televisión y los teleclubs, el turismo, los utilitarios, algunos muy tenues atisbos de un anhelo de democracia y modernización.
En este sentido, el libro plantea, a mi juicio, dos grandes ejes para una posible lectura política. En primer lugar, la reivindicación del papel de los obreros, de los desheredados, de los pobres hombres del común en la construcción de los faraónicos proyectos del régimen, una idea presente desde la cita de Bertolt Bretch que abre la obra: Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó? / En los libros figuran los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? / Y Babilonia, destruida tantas veces, / ¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas / de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron? / La noche en que fue terminada la Muralla china, / ¿adónde fueron los albañiles? Roma la Grande / está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?
Además -y este “frente” no parece tan nítido en el texto y quizá no responda a la voluntad expresa de su autor y sea solo una interpretación personal-, la historia narrada ofrece suficientes elementos como para -una vez más y desde un enfoque no habitual- cuestionar las ficciones históricas nacionalistas que hoy se enseñorean de la realidad política catalana a partir de la interesada visión independentista. Y es que esa Cataluña “de las esencias” y primordial, pura e incontaminada, supuestamente sojuzgada y reprimida por la España “imperial”, nunca existió -ni siquiera, pese a la indudable represión, en el franquismo-, antes al contrario, pues la hegemonía industrial, el poderoso crecimiento económico, el desarrollo tecnológico de aquella región no se debieron a los valores primigenios de un pueblo elegido y distinto -más culto, más trabajador, más fiable- del resto de los españoles, sino que sin la aportación masiva a las fábricas catalanas de andaluces y extremeños, de gallegos y castellanos, sin el esfuerzo y el sudor, sin el sacrificio y, también, la explotación de los charnegos, la economía de esa comunidad española no sería lo que ahora es.
En fin, por todos estos múltiples motivos de interés os recomiendo la lectura de Todo lo que sucedió en el valle y el resto de las obras de Ramón Solsona, en particular la excepcional Las horas detenidas. Os dejo ahora con una canción de Nat King Cole (el negro cantante, Frank King, de la novela, elige ese “nombre de guerra” como homenaje a “Frank” Sinatra y Nat “King” Cole), como no podía ser de otra manera en español: Ansiedad, un tema y una versión muy populares en los años en los que se desenvuelve la trama del libro.
Desde aquel mismo instante todo el mundo la llamó la Perla Fina y nadie se preocupó más de saber cómo se llamaba de verdad.
Trabajaba en el bar y era jovencita, simpática, con unos ojos azules que, oiga, parecía salida de una película. Todos queríamos hablar con ella, bailar con ella, invitarla. Y ella jugaba a aquel juego, se dejaba conquistar y aún nos encendía más. Las familias iban al teleclub a distraerse y a pasárselo bien, pero los hombres, sobre todo los jóvenes, íbamos por ella, nos pirrábamos por estar cerca de ella o para verla pasar. Íbamos detrás de la Perla Fina como un enjambre de abejas, todos a la vez. Yo no lo presencié nunca, pero decían que si el cura se la encontraba por la calle la reñía porque llevaba unos vestidos demasiado ajustados y porque no iba nunca a misa. Se ve que todas las mujeres del pueblo le tenían ojeriza y se quejaban al cura porque decían que aquello era un escándalo. Un escándalo precioso, créame, con un cuerpo de los que quitan el hipo. Un servidor se lo cuenta a usted tranquilamente porque es un recuerdo de juventud muy hermoso, pero mi mujer aún le guarda rencor a la Perla. La envidia es muy puñetera, ya lo creo. Todo esto pasó cuando el teleclub era la plaza mayor de todo el valle de Cardós, el centro del mundo, como si dijésemos. La misma empresa que tenía el local y que se encargaba del cine y del baile puso un servicio de furgonetas para recoger a los trabajadores de los pueblos cada domingo y llevarlos de vuelta después. No se puede usted imaginar cómo estaba esto los días de fiesta. Daba gusto pasear por la carretera, con tanta gente de aquí para allá. Ni las Ramblas de Barcelona, oiga. Por un duro tenías dos películas y el No-Do. Y si había baile, ¡para qué le voy a contar! Te pasabas la tarde moviendo el esqueleto.
Pero, ¿sabe una cosa? Antes de este teleclub hubo otro. La gente ya no se acuerda, pero en aquella época sólo cuatro gatos tenían tele. Había una en el hostal nuevo, en alguna casa rica y pare usted de contar. Entonces alguien de Cohisa movió unos cuantos hilos para que nos diesen un televisor, uno de los primeros que daban en toda España. Aquello fue como si nos hubiese tocado la lotería. Dar, sí, gratis, que lo regalaba Fraga Iribarne para tener a la Era un Philips bastante grandecito para la épocapez gordo, sí, de esos que cortaban el bacalao. Cuando era ministro subió unas cuantas veces al Pirineo, pero nunca puso los pies en Cardós. Aquí nunca vino nadie, ni Franco, ni Fraga ni ningún pez gordo, salvo don Juan March. Se quedaban en Sort o pasaban de largo por Llavorsí para ir al Valle de Arán. Fíjese, por una vez que nos concedieron un televisor, tuvimos que ir a buscarlo nosotros mismos.
Fuimos el alcalde de Noguera, el jefe de personal de Cohisa y un servidor. No, no, qué va, en una tienda no, qué dice. Aquello era propaganda del régimen, claro. Lo daba el Gobierno Civil, y parecía que daba limosna a los pobres y encima tenías que poner buena cara. Allí que nos fuimos a Lérida a aquella especie de palacio que hay junto al Segre. Incluso salimos retratados en La Mañana en el momento en que el gobernador civil en persona nos entregaba el televisor. Era un Philips bastante grandecito para la época, que luego no había forma de meterlo en el coche.
¡Todo un éxito, oiga! Costó un poco ponerlo en marcha, pero en Cohisa había técnicos de todo tipo y entre todos acabamos de encontrar el punto para que se viese más o menos bien. No, no, en el teleclub, no. Mejor dicho, sí, en el teleclub, el primero, el del campamento de Noguera. Es que hubo dos teleclubs, porque ¿sabe usted lo que pasó? Pues que todo el mundo quería ver la tele, y allí dentro del barracón que llamaban la cantina no se cabía. Entonces fue cuando abrieron el grande en el pueblo, que también hacía las veces de cine, de teatro, de sala de baile, vaya. Aún existe, y todo está como antes, con los tres arcos de piedra, la barra, la chimenea, un rinconcito con unas butacas para leer libros y periódicos… ¡Qué recuerdos tan buenos! Del teleclub salieron unas cuantas parejas, como la de un servidor sin ir más lejos, pues conocí allí a mi señora. Es de Ainet de Besan, del otro valle, porque la juventud de la Vallferrera también venía aquí a divertirse. Son cosas del destino. ¿Usted cree en el destino? Yo sí. Si no llega a ser por las obras y el teleclub, yo quizá no habría conocido a mi señora y quizá me hubiera ido a ganarme la vida a Tremp o a Lleida.
Ahora estas cosas no ocurren porque no hay cine, ni baile ni nada de nada. No hay gente, esa es la cosa. Deje que me explique, gente sí que hay, la de los pueblos, pero en comparación con aquellos tiempos somos cuatro gatos. Las chicas de aquí que se casaron con trabajadores de Cohisa después se fueron con ellos. Nos dejaron aún más solos como quien dice. Nos quedamos sin trabajo y sin mujeres casaderas. Ahora que no me oye mi señora, le diré con franqueza que la juventud se tiene que aprovechar al máximo, porque las alegrías duran poco. La Perla Fina no estuvo mucho aquí y a mí me quedó el reconcomio de no haber intentado algo bonito con ella. Quiero decir haberme atrevido. Y mire que la tuve…, cómo le diría. Fue un día que en el teleclub todo el mundo estaba muy animado, como si nos hubiéramos vuelto todos locos, y nos pusimos a bailar la conga. ¿La conoce? Es muy divertida. Cada uno se agarraba al de delante, chicos y chicas, así, y yo también en medio de la fila. En esas que miro a la barra y veo que la Perla Fina se estaba muriendo de ganas de unirse al jolgorio, y ¿sabe qué hago? Salgo de la fila y me voy directo hacia ella… Perdone, ya se lo contaré en otro momento. Acaba de llegar mi señora. Si me oye hablar de la Perla Fina, me tirará este jarrón a la cabeza.
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