ANTONIO ITURBE. A CIELO ABIERTO
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os brindamos una recomendación de lectura confiando en que nuestra elección, realizada siempre con criterios de interés y calidad, pueda acertar y hacer despertar en vosotros la inclinación hacia un determinado libro.
En el caso de hoy son tres -y no, como de costumbre, una sola- las propuestas que voy a plantearos conjuntamente, una “oferta” múltiple que viene en cierto modo impuesta por la concesión, hace unos meses, del premio Biblioteca Breve correspondiente a 2017 a la última novela de un escritor, Antonio Iturbe, hasta ese momento desconocido para mí, aunque cuente ya con una significativa obra publicada con anterioridad. Un prestigioso jurado -y a mi juicio muy fiable; aunque de la validez de su dictamen en esta ocasión concreta os hablaré en unos minutos- formado por Fernando Aramburu, Pere Gimferrer, Lola Larumbe, Manuel Longares y Elena Ramírez, otorgó el importante galardón a A cielo abierto, una más que estimable novela en la que centraré mi recomendación de esta tarde y que apareció a primeros de año en la editorial Seix Barral, el sello que patrocina el premio. Mi lectura arrebatada del voluminoso libro -más de seiscientas páginas-, me llevó a adentrarme, días después, en la que pasa por ser la obra más conocida de Iturbe, La bibliotecaria de Auschwitz, publicada en 2012 por la editorial Planeta, también torrencial y de lectura igualmente apasionante y que asimismo os comentaré de modo breve. Además, y en tanto el título galardonado gira sobre la vida personal y la trayectoria literaria de Antoine de Saint-Exupéry (Destaca la cuidada recreación de la figura de Saint-Exupéry y el tratamiento de la épica de los primeros años de la aviación civil francesa en una novela de arriesgadas aventuras con un fiel trasfondo histórico, señala el jurado en su acta), he decidido incluir en mis consejos de esta tarde la obra maestra del escritor francés, El Principito, ahora que están a punto de cumplirse los setenta y cinco años de su aparición en 1943.
Quiero hacer, antes de adentrarme de lleno en mis comentarios a los tres libros, una breve consideración a propósito de la adjudicación del Premio Biblioteca Breve al primero de ellos, A cielo abierto. En su primera etapa, que transcurrió entre 1958 y 1972, el galardón tenía una componente “rompedora”, atrevida, descubriendo autores primerizos o muy jóvenes, apostando por obras no demasiado convencionales, premiando textos que suponían una ruptura o al menos una renovación de los lenguajes narrativos más consolidados y por tanto más previsibles. Nombres como Luis Goytisolo, Caballero Bonald, García Hortelano, Benet, Marsé, Guelbenzu, entre los españoles, y Vargas Llosa, Cabrera Infante, Manuel Puig o Carlos Fuentes entre los hispanoamericanos, integran la nómina de los sobresalientes ganadores y finalistas de aquellas primeras ediciones (y hay que imaginarse a estos autores con cincuenta y sesenta años menos de los que ahora tienen para poder darnos cuenta de lo arriesgado del envite editorial). Tras una larga pausa, en la que dejó de convocarse, “el” Biblioteca Breve reaparece en 1999 con otra lógica, bastante más comercial -aunque no exenta de calidad-, desde la que se premia a escritores como Elvira Lindo, Juan Manuel de Prada, Juan Bonilla, Clara Usón, Fernando Aramburu, Luisa Castro, Elena Poniatowska o Fernando Marías, entre otros; todos ellos nombres importantes, aunque de no tanta entidad como aquellos, entre nuestros literatos contemporáneos.
La presencia de Antonio Iturbe en este largo elenco no desentona desde los parámetros del segundo enfoque reseñado, aunque sí chirría si nos atenemos a unas cualidades literarias supuestamente excepcionales o a un valor narrativo presuntamente anticipador o germinal, o tan solo destacado o significativo. A cielo abierto es una estupenda novela, magnífica en la “conversión” de un vastísimo y bien trabajado material documental en ficción narrativa; sobresaliente en el dibujo de la compleja personalidad de Saint-Exupéry y de la de sus colegas de vuelos; espléndida en la escrupulosa y verosímil recreación de una época; formidable en la reivindicación de la aventura y la pasión vitales; cautivadora en su contagiosa defensa de los retos arriesgados, de los desafíos y los viajes, del juvenil ímpetu y el valeroso espíritu que nos lanza al descubrimiento; muy atractiva en su tratamiento épico del heroísmo, encarnado en un trío de hombres fuera de lo común como son sus protagonistas; inspiradora cuando describe los valores -tan nobles, tan puros, tan incontaminados por los intereses comerciales y el dinero- de esos personajes casi legendarios; valiosa y penetrante en su indagación de las almas y las personalidades de esos tres caracteres principales… pero no deja de ser, y espero que se entienda mi objeción -muy menor, eso sí; el balance final es sin duda positivo-, una novela “periodística”, una transcripción -ciertamente brillante- de elementos “preexistentes”, sin invención propiamente dicha, sin la creación de un universo literario con autonomía y entidad, sin una sobresaliente o siquiera valiosa aportación a la historia de la literatura, como un premio con esta trayectoria pudiera suponer. Más cercana, por tanto, en este sentido, y a pesar de los muchos elementos genuinamente novelescos, a un muy interesante -y extenso- reportaje, a una minuciosa crónica, muy vibrante y sugestiva, que, quizá, con ligeros cambios que la despojasen de los elementos de legítima invención novelística, podríamos encontrarnos y leer -por entregas- en cualquier revista dominical de calidad de algún destacado periódico.
En otro orden de cosas, y admitiendo la “dimisión” de Seix Barral de esa voluntad de búsqueda de valores nuevos que impregnaba el planteamiento inicial del premio, sorprende también que el jurado -y los correctores de la editorial- hayan dejado pasar algún fallo menor; entre ellos, algunos de concordancias y, sobre todo, la mención que el autor hace, por boca de Saint-Exupéry, de Baudelaire y su “barco ebrio” (atribución que correspondería, obviamente, a Rimbaud)… Errores disculpables, sí, pero… ¡¡es la obra ganadora del Biblioteca Breve!!
A cielo abierto sigue la vida de tres amantes de la aviación, tres pioneros de las primeras líneas del correo comercial aéreo francés, tres pilotos que acabarán por confluir en sus distintas trayectorias vitales hasta desarrollar una fuerte amistad en la sociedad Latécoère, un clásico histórico de las compañías aeronáuticas y uno de los grupos empresariales más poderosos del sector en la actualidad, constructores, entre otros, de los aviones Airbus o Boeing. El más conocido de los tres, el ya mencionado Antoine de Saint-Exupéry, centrará el hilo principal de la novela. A él se le unirán, en capítulos que se alternan y que tendrán como protagonistas a cualquiera de los integrantes del trío, Jean Mermoz, atrevido y sanguíneo, entusiasta y excesivo, corajudo y mujeriego, un aventurero prototípico, y el discreto Henri Guillaume, de vida ordenada y convencional, aunque poseído también por la pasión del vuelo. Los tres, niños traviesos que juegan en la ciudad de los hombres, viven la aviación como una aventura, como un placer, como un juego, una experiencia que los hace volver a caminar por el sendero de la infancia, en una imagen -la del universo infantil- recurrente en el libro y muy conectada con el espíritu que inspiraría -y que rezuma su texto y las acuarelas que lo acompañan, debidas al propio autor- la obra mayor de Saint-Exupéry, El Principito.
La novela, estructurada en ochenta y nueve capítulos y un epílogo, se desenvuelve entre 1921 -cuando encontramos a un joven Mermoz en sus durísimos días de instrucción como voluntario en el acuartelamiento de aviación de Istres, en el sur de Francia- y mediados de 1945, en que una melancólica mirada retrospectiva cierra la obra, apenas un año después de la muerte, el 31 de julio de 1944, del propio Saint-Exupéry, desaparecido en el Mediterráneo en una misión de reconocimiento para la que había partido desde una base en Córcega. Entre ambas fechas transcurre la trama del libro, que conjuga dos planos sólidamente imbricados en el texto: por un lado, el relato de las intensas peripecias áreas de los personajes, del desarrollo de su enardecida vocación, la fiel aproximación a los acontecimientos de unas existencias marcadas por la aviación; y, por otro, la honda profundización en sus complejas personalidades y en sus vidas “civiles” -la vida en tierra-, con su sucesión de amores y amistades, matrimonios y amantes, negocios y bancarrotas, proyectos y trabajos, pero también sueños y frustraciones, esperanzas y desilusiones, emociones y fracasos.
En el primero de los frentes, A cielo abierto ofrece una destacada panorámica de esas décadas, que se inician tras la primera guerra mundial y se extienden hasta el final de la segunda, en las que Europa y el mundo entero vivieron momentos convulsos que cambiaron de raíz el retrato de nuestras sociedades. Centrado sobre todo en el desarrollo de la aviación civil, con la apertura de nuevas líneas, la superación de récords de vuelo, las entonces frecuentes hazañas aeronáuticas, los atrevidos desafíos de navegación aérea, entre una multitud de apasionantes lances -vuelos nocturnos, condiciones ambientales inclementes, aterrizajes forzosos, terribles accidentes, aviones desaparecidos, escenas bélicas-, el libro sigue a sus protagonistas por la mitad del orbe, Francia y Marruecos, España y Senegal, Inglaterra y Alemania, Argentina y Brasil, las vastas extensiones del desierto del Sahara y los imposibles picos andinos, el interminable océano Atlántico o la igualmente peligrosa inmensidad mediterránea, y nos los muestra no solo en sus muy precarias cabinas de vuelo haciendo frente a nieves y lluvias y tormentas, encarando en sus frágiles aparatos los ataques de los poderosos cazas enemigos, o en lastimosos aeródromos en los que consumen estériles horas de impaciente espera, sino también en los salones de la más refinada sociedad en París o de Nueva York, en los que se codean con los elegantes círculos literarios de la época, con políticos famosos, con aristócratas fascinantes, con mujeres de encanto irresistible, o en los bajos fondos de la Boca rioplatense, trasegando alcohol entre chulos, prostitutas y marineros sin fortuna.
Todo este eje “histórico” del libro se articula a partir de dos fuentes principales: la innumerable información contrastada y documentada que existe sobre estos hechos “objetivos” (hasta el punto de que la mera consulta de la entrada “Antoine de Saint-Exupéry” en la Wikipedia permite seguir fielmente -aunque de manera obviamente resumida- el hilo conductor de la novela) y la mucha información autobiográfica que permea las páginas de la obra del escritor francés, de cuyos libros El aviador, Correo del Sur, Vuelo nocturno, Tierra de hombres o Piloto de guerra se ha nutrido Iturbe para recrear escenas enteras de su novela.
La segunda vertiente de A cielo abierto, la más íntima y personal, bebiendo también de los escritos del propio Saint-Exupéry (hay muchas reflexiones extraídas de El Principito, y se explican escenas y hasta personajes del cuento inspirados al parecer en anécdotas vividas por el aviador), es, sin embargo, la que se presta a una mayor tarea estrictamente novelística de su autor, que recrea libremente los pensamientos y las sensaciones, las inquietudes y las emociones -su atrevimiento, su valentía, hasta su locura-, las contradicciones y los padecimientos, incluso los comentarios y las conversaciones de sus personajes (por ejemplo en frases como esta: Después de tantos avatares, por debajo de las cicatrices, del pelo que se empieza a caer y las ilusiones descoloridas, se reconocen en la fragilidad traviesa de los niños que siguen siendo), en un conjunto que, si bien ficticio, resulta coherente, creíble y verosímil, contribuyendo a dotar de “vida” lo que, sin esta componente, resultaría ser -ya se ha dicho- un frío reportaje periodístico.
Tras el relato de tantos avatares, en A cielo abierto se defiende una muy humana visión del mundo, una concepción moral de la existencia, unos valores -presentes en la obra entera de Saint-Exupéry, singularmente El Principito- que postulan la importancia del amor, la amistad, la entrega, la pasión, los sueños, la esperanza, la generosidad. Vivieron cada año como si fueran diez. Vencieron sus miedos. Llegaron a lugares asombrosos donde nadie había llegado, superaron retos que parecían imposibles, se sacrificaron para que la gente recibiera su correo en lugares remotos… No sé si valió la pena, pero de algo estoy seguro, ellos hicieron que sus vidas fueran extraordinarias, dice al final de la novela Daurat, el que fue jefe de los aviadores, en un resumen bien significativo del alcance moral de la propuesta del escritor francés y de su premiado “embajador” Antonio Iturbe.
Valores que aparecen también en La bibliotecaria de Auschwitz, de nuevo una recreación periodística de historias reales, precisa y abundantemente documentadas en una muy detallada bibliografía (de la que se da cuenta al término del libro). En este caso, es la dramática -pero a la vez aleccionadora- experiencia de Dita Kraus, la niña judía que entre los nueve y los dieciséis años fue objeto de sucesivas deportaciones desde su Praga natal a distintos campos de concentración y de exterminio, singularmente el de Auschwitz, en el que heroica y milagrosamente ejerció de bibliotecaria, custodiando y alentando la lectura -prohibida por los nazis- de los ocho únicos libros que algunos valerosos prisioneros lograron conservar. El relato, como casi todos los inspirados en los trágicos recuerdos de las víctimas, es sobrecogedor, emociona y conmueve, constituyendo además una bienintencionada defensa de la dignidad y el coraje, de la libertad y la esperanza, de la valentía y la lucha, de la solidaridad y la entrega, también de la lectura y los libros, hasta el punto de haber sido galardonado en su momento con el Premio Troa a los “Libros con valores”. Sin embargo, y al igual que en A cielo abierto, poco hay de literariamente estimable en la construcción que Iturbe “suma” al amplio y bien hilado bagaje documental en el que se inspira. Más allá de esta ya de por sí evocadora y formidable historia original, la narración -que aun así se lee con fruición; su autor es un periodista avezado y un escritor sobresaliente- resulta algo plana, fría y estereotipada, sus personajes -pese a ser el trasunto fiel de individuos reales que sufrieron desgarradas experiencias vitales- no son del todo convincentes, y se muestran más como emblemas de cartón piedra, como meros vehículos de las ideas que el autor quiere defender que como individuos plenos, con hondura (y ello a pesar del muy evidente propósito de Iturbe de dotarlos de aristas y ambigüedades, escapando del maniqueísmo trivial del nazi malvado -que los hay, obviamente, en la novela- o el judío sufriente y heroico -que también comparece, como era de esperar), con pulso vital y calidez humana. El lector siempre tiene la sensación -así ha sido, al menos en mi caso- de no estar escuchando la creíble voz de una persona sino la hasta cierto punto rutinaria y monótona narración de un ente artificioso.
Debiendo poner fin ya a esta muy larga reseña, me despido con mi encarecida invitación a leer -para la mayor parte de vosotros se tratará de releer- El Principito. No hay tiempo ya para glosar la valía de esta obra maestra, por lo que me limitaré a apuntar que siendo muchas las ediciones del libro en nuestro país, he elegido recomendaros una especial, bellísima, presentada en un cuidado estuche y con encuadernación en tela, que vio la luz en 2001, con ocasión del cincuentenario de su primera edición española, en la editorial Salamandra, que ha mantenido la traducción canónica de Bonifacio del Carril. El evocador y genial universo del joven príncipe se recoge aquí envuelto en la acogedora y deslumbrante belleza de una edición única.
Como acompañamiento musical a mis comentarios os dejo con J’attendrai, un tema de Tino Rossi, el cantante francés cuyas baladas románticas escuchan los protagonistas en un pasaje del libro.
Vuelan durante horas saltándose cualquier protocolo. Cuando ve una bandada de gaviotas flotando indolentes, cerca de la playa interminable más allá del cabo Bojador, desciende y las espanta como un chiquillo travieso. Los pájaros se elevan de repente y la danza de la vida se despliega sobre el cielo como si fuera el primer día de la creación.
Dejan atrás dunas y pequeñas cordilleras. De vez en cuando el jefe señala con el dedo y se vuelve lentamente para decir palabras que se lleva el viento. Tal vez señale un lugar al que viajó alguna vez con alguna caravana tras muchas jornadas de camino. Después, repliega la mano y deja de señalar. Nunca se había adentrado tan lejos. Se queda en silencio. El desierto que creía conocer resulta ser mucho más grande que su larga vida y que cualquier vida. Cuando el jefe Abdul Okri y él mismo hayan muerto, cuando todos hayamos muerto, el desierto seguirá ahí, viendo salir el sol por el este y poniéndose por el oeste.
Alcanzan un pequeño rebaño de nubes al llegar al golfo de Cintra. Toma altura para retozar un poco con ellas. Ve al jefe ponerse tenso de nuevo al ver que el avión se dirige a toda velocidad a chocar contra los cúmulos. Se ríe. ¿De qué creerá el jefe Abdul que están hechas las nubes? ¡Su conocimiento de las nubes es el mismo que el de un recién nacido! El Breguet alcanza los cúmulos blancos y entra en ellos como una cucharilla en un plato de chantillí. El mundo se pierde de vista, un leve temblor sacude el aparato y los hilachos de nueve corretean a su lado. Ve cómo el jefe alarga la mano para tratar de tocarlos y mueve la cabeza con asombro. Durante todas las noches del resto de su vida, sentado ante el narguile, podrá contar que un día toco las nubes.
Sobrepasan Agadir y el desierto se va suavizando con una telilla de matorrales y vegetación. Se encaminan hacia Saint-Louis de Senegal y el paisaje va mudando el color. Abandona la piel áspera del desierto y se viste con otra más fresca. El jefe Abdul señala los primeros árboles. Aquí hay uno. Allá otros dos. Más allá un racimo. Son ceibas, palmeras, acacias, enormes baobabs. Y empiezan a faltarle mano. Hasta que deja de gesticular y se queda quieto con la cabeza fija, magnetizado por el paisaje. Los ríos se ensanchan, la tierra se ha teñido de verde, el color con el que sueñan los musulmanes. Y entonces, el jefe se vuelve hacia el piloto. El viejo saharaui endurecido por el desierto, el jefe tribal intransigente, el guerrero feroz… derrama lágrimas tras las gafas de aviador. Él lo mira desconcertado y su pasajero señala insistentemente hacia abajo.
No atina a ver nada extraordinario. Solamente hay un bosque minúsculo. Nada especial.
Un bosque…
El jefe Abdul Okri nunca pudo imaginar que existieran tantos árboles en el mundo. Tal vez se acordara en ese momento de los polvorientos arbustos que crecen junto a su jaima y sintiera pena por ellos, perdidos en medio de la arena, tan lejos de su casa. Siente una ternura hacia ese hombre y los suyos, gentes en tierra áspera, desperdigados por el desierto como matojos resecos y, aun así, tal vez por eso, orgullosos.
Oye sollozar. Nunca creyó que vería llorar a un sheij tan altivo como él.
Tonio suspira, contagiado por la emoción. El ser humano, egoísta, odios, mezquino, capaz de las mayores atrocidades, puede también ser una criatura capaz de emocionarse al contemplar la paz milenaria de los árboles. Se inclina hacia delante y posa su mano en el hombro del saharaui.
Cada persona es un milagro…
Antonio Iturbe. A cielo abierto
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