DAPHNE DU MAURIER. MI PRIMA RACHEL
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novela excelente de una escritora muy conocida y popular en su tiempo, no solo por el éxito que cosecharon sus libros sino también porque muchos de ellos fueron objeto de traslación cinematográfica, con títulos inolvidables que forman parte de la historia del cine. Es el caso de Rebeca, la adaptación que hizo Hitchcock de su novela homónima, o, sin dejar al director británico, Los pájaros, basado en uno de sus cuentos; también La posada de Jamaica, otro de los libros de Daphne du Maurier, pues de ella os hablo, fue objeto de una interesante versión para la gran pantalla del orondo director inglés. Asimismo, Mi prima Rachel, mi propuesta de esta tarde, ha sido recreada en el cine, con una versión -un clásico- de 1952, dirigida por Henry Korster e interpretada por una siempre atractiva Olivia de Havilland y un joven Richard Burton; y aún otra, actualísima, estrenada en septiembre de 2017, con Roger Michell en la dirección y Rachel Weisz y Sam Caiflin en los papeles principales. El libro, escrito en 1951 y que ya había visto la luz en España hace décadas en ediciones hoy inencontrables, vuelve al primer plano de actualidad a partir de su reciente publicación en Alba Editorial, en su estupenda colección Rara Avis, traducido por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
La mención a estas trasposiciones cinematográficas de las obras de Daphne du Maurier, sobre todo Rebeca, es especialmente pertinente por cuanto Mi prima Rachel participa de la atmósfera, inquietante y algo misteriosa, de las películas citadas (he de confesar que no he leído las correspondientes novelas de la autora): el clima de intriga psicológica; los escenarios que la propician, tanto “interiores” (inmensos caserones, dependencias oscuras tenuemente iluminadas por candelabros, sólidos muebles de maderas nobles, decoración abigarrada, paredes pobladas por acechantes retratos de antepasados desconocidos, almuerzos y cenas servidos en vajillas recargadas en enormes mesas atendidas por una troupe de mayordomos y sirvientes a cual más prototípico) como exteriores (un entorno natural de formidable intensidad: grato y acogedor, alegre y plácido en primavera y verano, en jardines coloridos de vistosa vegetación y abundantes flores; sometido a fenómenos meteorológicos extremos, temporales y lluvia, con los caminos embarrados, el mar encrespado y rugiente en los acantilados y el húmedo viento en las ventanas, durante el desapacible invierno); la figura poderosa de una protagonista femenina ambigua, enigmática y que encierra alguna indefinida amenaza, mujeres, como la Rachel del título, como tantas otras en la vida real (y espero que la versión más “estricta” del feminismo políticamente correcto no objete esta apreciación), con una capacidad de atracción irresistible, con un magnetismo simultáneamente placentero y funesto; la construcción del relato en torno a la muy presente “ausencia” -valga el oxímoron- de un personaje, alguien que, sin formar parte de la trama de un modo expreso, sobrevuela la historia con su influjo que podríamos calificar “de ultratumba”.
Todos estos rasgos están presentes en Mi prima Rachel, una magnífica novela de la que no puedo dar cuenta sin desvelar algunos aspectos de su hilo argumental. Philip Ashley es un joven que ha perdido, con solo dieciocho meses, a sus padres. Sin otra familia que pueda acogerle, su primo Ambrose, un peculiar miembro de la aristocracia rural británica, un empedernido solterón -término muy adecuado para calificarlo, pese a contar con solo veinte años más que el protagonista principal- que vive tranquilamente, cultivando su misantropía -en particular su misoginia-, en su extensa hacienda de Cornualles, se hace cargo del niño. Philip crecerá así en un entorno placentero, recibiendo de Ambrose -salvo un breve período de estudios superiores en Oxford- las enseñanzas fundamentales de la vida, siguiendo a su primo en las rutinarias tareas de terrateniente -la administración de sus posesiones, el cobro de rentas, el cuidado de sus arrendatarios y trabajadores, la atención a sus vecinos- y en sus varoniles divertimentos -la caza en invierno, la pesca en verano en los mares cercanos, la iglesia los domingos, las cabalgadas en los caballos de la cuadra familiar, los paseos por el campo, el cuidado de sus huertos y jardines, la lectura ante el fuego con los perros dormitando a sus pies-, y restringiendo sus relaciones -cómodamente instalado en su cerrado aunque agradable entorno- al trato amable pero distante con el servicio doméstico: el mayordomo Seecombe, el cochero Wellington, el jardinero Tamlyn, el criado John; todos hombres por decisión expresa de Ambrose, que con las mujeres se cohibía y desconfiaba de ellas; y a las visitas esporádicas y formales del vicario Pascoe, su cotilla mujer y sus antipáticas hijas, y del bondadoso Nick Kendall, padrino del muchacho, y su hija Louise, de edad similar a la de Philip y con la que éste crecerá en una amistad y camaradería fraternales. Pascoe y Kendall instarán a Ambrose a casarse y formar una familia en vez de dedicarse a los rododendros, pero el excéntrico y nada ortodoxo propietario parece conforme con su destino -más aun, parece entusiasmado con él- y encamina todos sus esfuerzos a la educación de su pupilo, a quien quiere como heredero de su fortuna y posesiones y al que ve como continuador del linaje y fundador -él sí- de una familia. Philip llegará a sus veinte años en este singular y muy estrecho universo, y “conformado”, pues, a la extraña visión del mundo de su tutor, un acercamiento a la realidad del que el absoluto desconocimiento de las mujeres y hasta la prevención, la antipatía y el temor hacia ellas (Algunas mujeres, muy posiblemente buenas, causan desastres aunque no se les pueda imputar culpa alguna. De alguna manera, todo lo que tocan se convierte en tragedia, se dice en el libro) constituyen unos de sus rasgos más determinantes.
Daphne de Maurier nos da noticia de esas dos primeras décadas de la vida de Philip en las primeras páginas de su novela, tras un breve pero formidable capítulo inicial en el que anticipará los derroteros por los que transcurrirá el relato, dando a conocer al lector, desde ese momento inicial, el devenir de los acontecimientos y el trágico destino del protagonista. Pero lo hace -de manera magistral- indirectamente, con leves alusiones, de un modo velado, una pincelada, un mero atisbo, un apunte inacabado, un comentario incompleto y sin desarrollar, hasta el punto de que debemos volver a ese capítulo -así os lo recomiendo para su completa comprensión- al término de la lectura de la obra.
Este escenario, este inalterado -y aparentemente inalterable- estado de cosas, este microcosmos ordenado y cabal, esta existencia metódica y previsible, acomodada y ausente de tensiones, cambiará cuando Ambrose se vea obligado por recomendación médica a pasar largas temporadas en los cálidos ambientes mediterráneos -las playas egipcias, la costa española-, en los que el clima seco y soleado le permitirá combatir los achaques derivados de la constante exposición a la humedad de Cornualles. Tras dos primeros años en los que retornará de sus viajes alegre y feliz, cargado de “exóticas” -en relación a su umbría tierra de origen- especies vegetales para sus jardines, la tercera estancia, esta vez en Italia, traerá consigo los males ya anticipados -un mero esbozo- en el capítulo introductorio. Y es que poco tiempo después de la marcha de su primo, Philip recibirá una carta desde Florencia -el intercambio epistolar tiene una especial relevancia en el libro- en la que Ambrose -que ya había comunicado por vía postal a su cachorro el encuentro con su prima Rachel en tierras italianas y su progresiva fascinación por los encantos y las virtudes de la ahora condesa Sangalletti (él, para quien hasta entonces las mujeres eran un obstáculo que impedía poner los pies encima de la mesa y escupir en la alfombra), una viuda, joven pero mayor que el propio Ambrose, emparentada de modo lejano con los Ashley- comunica a su protegido su reciente boda con la para entonces ya adorada Rachel. Este acontecimiento, que revoluciona radicalmente el sistema de valores y los fundamentos mismos de la existencia de Philip -¡¡¡y la genialidad de la autora nos lo da a conocer cuando apenas llevamos treinta páginas, en un comienzo de la novela de una brillante intensidad!!!-, irá seguido, en una sucesión desasosegante que se prolongará durante meses, de la llegada de nuevas misivas, a cual más inquietante, en las que, con una prosa cada vez más deslavazada y una escritura que se deteriora progresivamente, Ambrose notifica a su primo el repentino empeoramiento de estado de salud y los extraños síntomas de su desconocida enfermedad, funestas noticias que aparecerán entre lamentos, insinuaciones, sospechas y una postrera y escalofriante petición de auxilio: Por el amor de Dios, ven enseguida. Por fin ha podido conmigo, Rachel, mi tormento. Si te retrasas, tal vez sea tarde.
A partir de aquí -insisto, con el libro apenas comenzado y con cerca de cuatrocientas cincuenta páginas por delante- se desenvuelve el núcleo central de la novela. Philip viajará a Italia para, al llegar, saber, a través de un misterioso personaje, Rainaldi, amigo de Rachel, de la muerte de su mentor y la simultánea desaparición de su reciente esposa. Al poco tiempo, y de vuelta a Inglaterra, recibirá la visita de Rachel, y los iniciales despecho y animadversión hacia ella, el odio y el rencor que la mujer le suscita, se trocarán, por mor del innegable atractivo de ella -quizá de sus maquinaciones y sus “mañas”-, en turbación, acercamiento, consideración, encantamiento y, finalmente, pasión amorosa. La novela desarrollará con maestría la ambigüedad de esa desequilibrada relación entre una mujer adulta en posesión de todas sus armas de seducción -la delicadeza, la dulzura, el afecto, la sonrisa- y el atolondramiento de un joven inexperto (veinticuatro adolescentes años tiene Philip cuando ”encuentra” a Rachel), por completo desconocedor -como lo era su tutor- de la naturaleza femenina y, por tanto, de la vida “real” (Pero yo no era así, ni Ambrose tampoco. Éramos soñadores, poco prácticos, reservados, teníamos grandes teorías que nunca pusimos a prueba y, como todos los soñadores, estábamos dormidos en un mundo despierto. No nos complacían nuestros congéneres y ansiábamos afecto, pero la timidez sometía el impulso a un estado de latencia, hasta que el corazón reaccionó. Cuando sucedió se abrieron las puertas del Cielo y ambos nos creímos en posesión de toda la riqueza del universo para regalarla. Si hubiéramos sido de otra forma habríamos sobrevivido los dos), que se ve zarandeado por el vendaval de emociones contradictorias que lo asaltan y desconciertan, debatiéndose -inicialmente- entre el respeto a su primo fallecido y la atracción por Rachel y -en una etapa posterior- entre el amor por su encantadora prima y el recelo ante los más que probables indicios que apuntan a un posible asesinato de Ambrose y a la apropiación por parte de la viuda del patrimonio de éste y el del propio Philip.
Pero, como quizá habréis apreciado, en estos últimos párrafos he repetido términos como “quizá”, “probable”, “posible”. Porque, una vez más, el talento de Daphne du Maurier permite que leamos la historia -que en todo momento se nos narra desde la perspectiva subjetiva de Philip- anegados en un mar de dudas, decantándonos, a medida que avanza la lectura, ora por la versión de los hechos que confía en la inocencia y la bondad, la sinceridad y los nobles sentimientos de Rachel, ora por la que estima la hipótesis de la culpabilidad de la viuda, a la que contribuye la extemporánea aparición de nuevas desgarradoras cartas de Ambrose, que a través de ellas regresa, en cierto modo, del más allá, un muerto muy “vivo”. ¿Qué ha ocurrido en realidad? ¿Quién es Rachel? ¿La fría y calculadora advenediza que utiliza sus artes para encandilar a sus “víctimas” y despojarlas de sus bienes o la deliciosa y arrebatadora mujer, toda ternura y afecto, convertida en un ser maligno por la recalcitrante misoginia y la enfermiza paranoia de Philip, por su desvarío infantil? La sobresaliente dosificación de las “pistas”, la inteligente gradación de los distintos episodios de la acción, la brillantez formal de la narración, la profundidad en la construcción de los personajes, en su retrato psicológico, el admirable dibujo del entorno y los escenarios de la historia, la eficaz creación de un oscuro clima de peligro, de amenaza, de misterio, logran mantener en vilo a lector y permiten que la ambivalencia, la complejidad, la ausencia de evidencias nítidas, la apertura a interpretaciones distintas y hasta opuestas lo acompañen hasta que cierra las páginas del libro sin haber resuelto del todo sus enigmas. En el breve fragmento que os dejo al término de esta reseña se puede apreciar de manera muy reveladora cómo la confusión de Philip, su inseguridad, los oscilantes vaivenes en los que se desenvuelve su alma en el curso de una conversación con la sinuosa Rachel se trasladan al lector, incapaz de hacerse del todo con una idea “cerrada” y definitiva de la verdadera naturaleza de la relación entre ambos personajes.
En definitiva, en Mi prima Rachel están todos los elementos por los que los tocados por el “veneno” de los libros nos acercamos a la lectura con pasión: su capacidad para entretener unas horas de nuestras vidas y escapar así durante un tiempo de la muerte, la fecunda posibilidad de ahondar en conocimiento de nuestra alma y la de nuestros semejantes, la necesidad que tenemos los humanos de escuchar -o leer- historias, transportándonos con ellas a otros tiempos, otros ámbitos, y, sobre todo, el placer, el placer sin coartadas, el inmenso disfrute que proporciona adentrarse de lleno en vidas ajenas y desconocidas y en ampliar y expandir las dimensiones de nuestras a menudo anodinas existencias multiplicando nuestras experiencias a través de las -siempre más intensas- de los personajes de la literatura. El verdadero e incomparable placer de la lectura.
Un libro, pues, altamente recomendable, que os aconsejo con entusiasmo. Os dejo, como acompañamiento musical a mi reseña, con There is a green hill, un himno religioso de 1848 compuesto por Cecil Frances Alexander y que Rachel y Philip cantan en la iglesia, en las últimas páginas de la novela. Aquí suena en la interpretación de Steele Crosswhite and Cheri Magill.
Ese rostro impenetrable, esos ojos entrecerrados, escrutadores. No me extrañaba que Ambrose no se fiará de él. Sin embargo, Ambrose era su marido, ¿cómo podía estar tan poco seguro de sí mismo? Sin duda un hombre sabe si una mujer lo ama. Aunque posiblemente uno no se da cuenta siempre.
-Y, cuando Ambrose cayó enfermo -dije-, ¿dejaste de invitar a Rainaldi a la villa?
-No me atrevía -dijo-. Jamás entenderás en lo que se convirtió Ambrose ni quiero contártelo. Por favor, Philip, no me hagas más preguntas.
-¿Qué sospechaba Ambrose de ti?
-Todo. Que le era infiel y cosas peores.
-¿Qué puede ser peor que la infidelidad?
De repente me apartó, se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió.
-Nada -dijo-, nada de nada. Y ahora vete y déjame sola.
Me levanté lentamente y fui a la puerta; me quedé a su lado.
-Lo siento -le dije, no quería que te enfadaras.
-No estoy enfadada -respondió.
-Nunca volveré a preguntarte nada. Estas han sido las últimas preguntas. Te lo prometo solemnemente.
-Gracias -dijo.
Tenía la cara en tensión y estaba pálida. Hablaba con frialdad. -
Tenía motivos para hacértelas -le dije-. Lo sabrás dentro de tres semanas.
-No te he preguntado el motivo, Philip -dijo-; solo te pido que te vayas.
No me dio un beso, ni la mano siquiera.
Yo le hice una inclinación de cabeza y me fui. Sin embargo, un momento antes me había permitido arrodillarme a su lado y abrazarla. ¿Por qué había cambiado de repente? Si Ambrose conocía poco a las mujeres, yo menos. Esa ternura inesperada, que pillaba a un hombre por sorpresa y lo elevaba a las mayores alturas, y de pronto, sin ningún motivo, por un cambio de humor, lo devolvía a donde estaba antes… ¿qué asociación de ideas confusa e indirecta se producía en su cabeza y les nublaba el pensamiento? ¿Qué impulsos se apoderaban de su ser y las llevaban a la furia y a retirarse, o al contrario, a una generosidad repentina? Sin duda los hombres éramos distintos, con nuestra falta de comprensión y nuestra lentitud para orientarnos, mientras que ellas, erráticas e inestables, seguían su camino dejándose llevar por los caprichos de la fantasía.
Daphne du Maurier. Mi prima Rachel
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