VIET THANH NGUYEN. EL SIMPATIZANTE
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que semanalmente os ofrece Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro, presentado en nuestro país hace algunos meses, que viene avalado por la obtención, en 2016, del prestigioso Premio Pulitzer para obras de ficción. Se trata de El simpatizante, primera novela del vietnamita aunque afincado en Estados Unidos Viet Thanh Nguyen, actualmente catedrático en la Universidad del Sur de California, en la que imparte clases sobre “literatura, cultura americana y cuestiones raciales”. El libro, publicado por la editorial Seix Barral, se ofrece en la traducción del inglés de Javier Calvo.
El protagonista y narrador cuenta en primera persona su vida en una confesión cuyo objeto y destinatario, aunque intuidos desde casi su inicio, solo conoceremos en la última parte del libro y que, consecuentemente, no voy a desvelar ahora. Estamos en la segunda mitad de la década de los setenta. El personaje principal, un capitán vietnamita, oficial de infantería en el Ejército de su país, que ha abandonado su tierra para estudiar en Estados Unidos durante seis años, se encuentra al inicio del libro en Saigón en los días previos a la caída de la ciudad y la ignominiosa derrota y consiguiente huida de las fuerzas militares norteamericanas, el 30 de abril de 1975. Se trata de un espía, un topo, un agente doble, un hombre del Vietcong, del norte comunista, infiltrado entre los partidarios del Vietnam del Sur, que defienden -a la postre de manera inútil- la visión capitalista de su nación con el muy tibio y ya claudicante apoyo de las tropas americanas.
Con claras referencias a las novelas de este género -Le Carré, Graham Greene- la intensa peripecia vital de nuestro hombre se nos presenta en tres partes bien diferenciadas. En la primera, excepcional, setenta páginas arrebatadoras y memorables cuya lectura justifica la adquisición del libro, asistimos a la llegada de las tropas comunistas a Saigón, el cerco y los bombardeos de la ciudad, con las dramáticas escenas de la evacuación de unos centenares de privilegiados vietnamitas de entre los miles que se agolpan en las dependencias de la Embajada de Estados Unidos, todos amenazados por el terror y la muerte casi segura que traerá consigo la llegada de los soldados del Vietcong. Entre ellos, entre los aspirantes a la salvación, se encuentran el narrador y sus superiores de la jerarquía militar, que han comprado voluntades y sobornado a las autoridades responsables para lograr su liberación. En la segunda parte, instalado en California, conocemos la vida del anónimo personaje en los ambientes del exilio vietnamita en Norteamérica, unos círculos, que respiran nostalgia y deseos de venganza, entre los que continúa su difusa labor de espionaje mientras participa en el rodaje de una película sobre su país cuyos detalles remiten a la mucha filmografía realmente existente sobre el tema. Por último, en la tercera parte, y de vuelta a Vietnam, a donde regresa en un desatinado intento de recuperar la lucha armada y organizar la resistencia frente al régimen comunista de Ho Chi Minh, conocemos las espantosas condiciones de vida en uno de los campos de prisioneros que el nuevo régimen prosoviético ha instalado por todo el país y en el que las diversas formas de tortura constituyen la pauta que marca el terrorífico transcurrir de los días.
El relato de la huida de Saigón es deslumbrante, de una intensidad y una verosimilitud sobrecogedoras. La presencia de la guerra impregna esas páginas, la acción es trepidante, y la recreación de esos días crepusculares de un régimen, que tanto hemos visto en el cine, con los clubes nocturnos, las extremadamente jóvenes y fáciles prostitutas revoloteando en torno a los soldados americanos -en muchos casos también unos niños-, ellos y ellas “transportados” de aquel infierno por las drogas, el sonido cada vez más cercano de los cañones del Ejército comunista, la sensación de inutilidad y de derrota en los invasores estadounidenses, el “sálvese quien pueda” final, las intrigas y las maquinaciones para conseguir la salvación, la sensación de caos total, de falta de autoridad, de estampida descontrolada en la que ya no sirven valores ni jerarquías, principios o reglas de aceptación habitual en momentos de normalidad, toda esa “ambientación” realista y fidedigna de un trascendental y muy documentado momento histórico es excepcional.
Cierto es que la apreciación y el disfrute de esos capítulos primeros del libro resultan, en mi caso, especialmente vivos, profundos y significativos, porque, siempre previsor, he hecho coincidir la lectura de la novela con un reciente viaje a Vietnam, de tal manera que, tras las visitas diarias a los escenarios de los sucesos narrados, adentrarme en unas páginas que reconstruyen esos mismos hechos, ocurridos en unas calles, unos edificios, unos paisajes, unas gentes (en este último caso no, obviamente, las mismas) que acababa de conocer solo unas horas antes, constituía, cada día, una experiencia doblemente reveladora y de una especial “magnitud”. En particular, el demorado -y espeluznante- recorrido por las salas del Museo de los Vestigios de la Guerra en Ho Chi Minh City -la antigua Saigón- es un acontecimiento, de los más inolvidables de mi viaje, por la impresionante variedad del material expuesto y, sobre todo, por la crudeza y el realismo de las imágenes y los objetos que se muestran. En el museo -cabe una interesante y bastante reveladora visita virtual- están los tanques y los helicópteros de la guerra, los jeeps y los camiones para el transporte, los bombarderos y los cazas, así como una muy completa exhibición del destructivo armamento usado en el conflicto, ametralladoras y fusiles, morteros y lanza cohetes, bombas, obuses y misiles, balas, proyectiles y municiones varias, armas cortas y bazookas, minas antipersonas y recipientes para el napalm, el agente naranja y otros compuestos químicos… Hay también una reproducción -a escala real- de las celdas de internamiento y tortura, tan habitual en el curso de la guerra, de atroz uso por las fuerzas del sur del país. Y hay, sobre todo, una extraordinaria -e inagotable- colección de fotografías, debidas al talento y la valentía de decenas de corresponsales de guerra muertos en los combates, que ilustran, de una manera turbadora e inolvidable -tristemente inolvidable-, acerca de los muchos horrores -la opresiva selva, el lodo y el barro, la devastación, los desplazados, las aldeas quemadas, las matanzas, las ejecuciones, los fusilamientos, las torturas, los efectos de las armas químicas, y tantos otros, todos pavorosos- de ese inicuo episodio de la historia de la humanidad. Este inmenso arsenal -nunca más adecuado el término- de referencias bien documentadas -junto a las literarias y cinematográficas (singularmente el film de Coppola, Apocalypse now, una “presencia” ineludible en el texto) que el autor aporta al término de su libro- está presente, de un modo implícito, en esta primera parte de la novela que no dudo en calificar de magistral.
Los capítulos en los que el protagonista, llegado por fin a los Estados Unidos, se instala en California, en donde sobrevive mientras sigue ejerciendo, de un modo sutil -como no puede ser de otra forma- su labor de espía, se desenvuelven entre, como se ha dicho, la descripción del exilio vietnamita en su país de acogida -un conjunto de militares y civiles “fracasados” que, desposeídos de su rango jerárquico y de su posición social originarios, deambulan por los extrarradios de las deshumanizadas ciudades del oeste alternando trabajos infames y mal pagados, estancias solitarias en apartamentos cochambrosos, inocuas conspiraciones de salón y fantasiosas ideaciones sobre el retorno victorioso a su país; todo ello en un clima general de interminable borrachera- y, por otro lado, como corolario de tanta desdicha, de tanta incapacidad de adaptarse al nuevo y vertiginoso entorno, de progresar en el inalcanzable sueño americano, el permanente recuerdo, preñado de nostalgia y melancolía, de la vida en Saigón, la ciudad de tristeza, aquella ciudad portátil que llevábamos dentro todos los exiliados; una ciudad que -en la distancia- se idealiza (Saigón delicioso, delirante y disfuncional) mientras en la voz del narrador se evocan episodios de su anterior vida en ella: el recuerdo nostálgico de la madre, las galletas Le petit écolier que en su extrema pobreza ella lograba guardar para su hijo, el recuerdo de Ban Me Thout, mi pueblo natal, pueblo en las colinas, pueblo de tierra roja, patria montañosa de los mejores granos de café, tierra de cataratas rugientes, de elefantes exasperados, de los famélicos Gia Rai con sus taparrabos, descalzos y a pecho descubierto, tierra donde habían muerto mis padres, tierra donde mi cordón umbilical estaba enterrado en la diminuta parcela de mi madre, tierra donde el heroico Ejército Popular había iniciado las ofensivas para liberar el sur durante la gran campaña del 75, tierra que era mi hogar. E, incluso, la añoranza de la guerra, que se reviste ahora, una vez dejada atrás, de caracteres épicos: No éramos un pueblo que se lanzaba a la batalla siguiendo la llamada de una corneta o una trompeta. No, nosotros luchábamos al son de canciones de amor, porque éramos los italianos de Asia.
Y es que, en efecto, en esta segunda parte del libro -y en la novela entera-, las canciones, la música, constituyen un elemento esencial de la narración, a través del que se vehicula -sobre todo- este permanente sentimiento de nostalgia, el dolor melancólico y romántico que provoca la pérdida de su ciudad. Decenas de canciones, occidentales y vietnamitas, surcan el libro, entre ellas Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que suena en la voz de Nancy Sinatra, un tema que ilustra de un modo emblemático esta dimensión deliciosamente triste, de evocación apesadumbrada, del relato, tal y como podréis comprobar en el muy significativo fragmento que os dejo al cierre de esta reseña, antes del vídeo de la canción.
En la sección postrera de la obra, de lectura angustiosa, asistimos a otra manifestación del horror, el que nace de la exigente y rigurosa interpretación por parte de las nuevas autoridades comunistas de la pureza de la revolución, confinado el narrador, de vuelta a su tierra, en un campo de internamiento del Vietcong, en una experiencia que no quiero describir en detalle por no revelar aspectos esenciales del desenlace del libro.
Sin tiempo apenas ya para más comentarios, permitidme un breve apunte final sobre otro aspecto esencial de El simpatizante, la condición “dual” de su protagonista, un rasgo que no solo lo define sino que inspira uno de los ejes temáticos más importantes de la novela.
“Nuestro” espía es hijo ilegítimo de un sacerdote francés y una humilde campesina vietnamita, y esa condición de bastardo, fruto de una unión cuanto menos “irregular” (aunque su madre lo llama “hijo del amor”) entre personas de diferentes culturas y condiciones, caracterizará su personalidad, teñida por muy diversos y significativos dualismos. En Estados Unidos pasará por “amerasiático” siendo en realidad euroasiático, en cualquier caso un extraño, un mestizo, una anomalía; en él se concitarán los más destacados rasgos del carácter oriental y occidental, como se pone de manifiesto en una ilustrativa tabla que el propio narrador presenta en la página 86; será, igualmente, la viva metáfora del conflicto entre un norte de progreso y un sur supuestamente en vías de desarrollo; su ambivalente condición evocará el eterno diálogo entre el yin y yang; esa naturaleza demediada operará también en el libro como representación de la propia historia del Vietnam (Nuestro mismo país estaba maldito, bastardeado, dividido entre norte y sur; y aunque pudiera decirse que éramos nosotros quienes habíamos elegido la división y la muerte en aquella incívica guerra civil nuestra, esto sólo era cierto a medias. Nosotros no habíamos elegido que los franceses nos denigraran, ni que nos dividieran en una impía trinidad de norte, centro y sur, ni que por fin nos entregaran a los grandes poderes del capitalismo y el comunismo para que éstos nos siguieran partiendo por la mitad y luego nos dieran los papeles de ejércitos enfrentados en una partida de ajedrez de la guerra fría librada por hombres blancos trajeados y falsarios con aire acondicionado); vivirá como agente doble atrapado entre dos mundos, escéptico, pues, ante los “dogmas” de ambos; y sobre todo, se verá envuelto en el más esencial y problemático dilema de su vida, el que enfrenta las cualidades de revolucionario y “simpatizante”, como queda de manifiesto en este fragmento que desvela, además, el sentido último del título del libro: Mirando ahora esta historia nuestra, de mí y de mí mismo, podemos ver que los que nos ha definido y nos ha causado tantos problemas es el hecho de que no solamente somos revolucionarios, sino también simpatizantes, lo cual implica un grado de compasión. Hace falta compasión para hacerse uno revolucionario, ese que siente el sufrimiento ajeno. Pero en cuanto uno se hace revolucionario ya no puede sentir compasión, porque el revolucionario no puede sentir nada hacia la gente a quien le tiene que hacer cosas, ¿verdad? Lo que distingue a un simpatizante de un revolucionario es lo mismo que distingue a la emoción de la acción, al pensamiento del acto, al idealismo de sus consecuencias. La dura “convivencia” con tanta contradicción definirá el modo de ser, de pensar y de sentir del narrador, que siempre se siente fuera de lugar, dividido: igual que mi maldita generación se había visto dividida antes de nacer, también yo estaba dividido de nacimiento, alumbrado en un mundo posparto donde prácticamente nadie me aceptaba como lo que yo era, sino que se limitaban todos a intimidarme para que eligiera entre mis dos lados; un drama íntimo que ya aflora desde las primeras palabras del libro: Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras.
En fin, no hay tiempo para más. Leed esta muy apreciable novela, El simpatizante, de Viet Tranh Nguyen, llena de motivos de interés. La ya citada canción de Nancy Sinatra, Bang Bang (My Baby Shot Me Down), que aparece también en el texto que cierra esta reseña, acompaña musicalmente mis comentarios.
Mientras la escuchaba cantar, yo sólo quería inmolarme con ella en una noche que recordar para siempre. Hasta el último hombre de la sala compartía mis emociones mientras contemplábamos cómo ella se limitaba a mecerse suavemente ante el micrófono; no necesitaba más que su voz para conmover al público, o mejor dicho, para paralizarnos. Nadie hablaba y nadie se movía salvo para levantar un cigarrillo o una copa, una concentración absoluta que tampoco rompió su siguiente tema, algo más optimista: Bang Bang (My Baby Shot Me Down). También Nancy Sinatra había cantado aquel tema, pero Nancy no era más que una princesa de platino cuyo único conocimiento de la violencia y las armas le llegaba de segunda mano de los amigos mafiosos de su padre, Frank. Lana, en cambio, había crecido en una ciudad donde los gánsteres habían llegado a ser tan poderosos que el ejército había combatido con ellos en las calles. Saigón era una metrópolis donde los terroristas no sorprendían a nadie y la invasión al por mayor por parte del Viet Cong se vivía como una experiencia comunitaria. ¿Qué sabía Nancy Sinatra cuando cantaba bang bang? Para ella era una letra de pop adolescente. Para nosotros, en cambio, bang bang era la banda sonora de nuestras vidas.
Y lo que era peor, Nancy Sinatra padecía, igual que la mayoría aplastante de los americanos, de monolingüismo. La versión más rica y matizada que hacía Lana de Bang Bang superponía el francés y el vietnamita al inglés. Bang Bang, je ne l’oublierai pas, decía el verso final de la versión francesa, que tenía su eco en la vietnamita de Pham Duy, no olvidaremos nunca. Dentro del panteón de temas pop clásicos de Saigón, aquella versión tricolor era una de las más memorables, con su forma brillante de entretejer amor y violencia en la enigmática historia de dos amantes que, aunque se conocían desde la infancia, o quizá precisamente porque se conocían desde la infancia, terminaban liándose a tiros. Bang Bang era el ruido que hacía la pistola de los recuerdos al dispararnos a la cabeza, porque no podíamos olvidar el amor, no podíamos olvidar la guerra, no podíamos olvidar a los amantes, no podíamos olvidar a los enemigos, no podíamos olvidar nuestra tierra y no podíamos olvidar Saigón. No podíamos olvidar el sabor a caramelo del café con hielo y azúcar grueso; los cuencos de sopa de fideos que os comíamos en cuclillas en la acera; rasgar la guitarra de un amigo mientras nos mecíamos en hamacas bajo los cocoteros; los partidos de fútbol que jugábamos descalzos y sin camisa en los callejones, plazas, parques y prados; las gargantillas de perlas de niebla matinal que rodeaban las montañas; la humedad labial de las ostras desbulladas en una playa de arena gruesa; el susurro de una amante joven y tierna diciendo las palabras más seductoras de nuestro idioma, anh oi; el traqueteo de los granos de arroz al ser trillados; los trabajadores que dormían en sus triciclos en las calles, al abrigo de nada más que los recuerdos de sus familias; los refugiados que dormían en cada acera de cada ciudad; la incandescencia de las pacientes espirales antimosquitos; la dulzura y firmeza de un mango fresco recién cogido del árbol; las chicas que se negaban a hablar con nosotros y a las que justamente por esos nosotros deseábamos más; los hombres que habían muerto o desaparecido; las calles y casas destruidas por los obuses; los torrentes donde solíamos nadar desnudos y riendo; la arboleda secreta donde espiábamos a las ninfas que se bañaban y chapoteaban con inocencia de pájaros; las sombras que proyectaba la luz de las velas en las paredes de las chozas de zarzo; el tintineo atonal de los cencerros de las vacas en los caminos enfangados y las sendas rurales; el ladrido de un perro hambriento en una aldea abandonada; el apetitoso hedor del durián, que te hacía llorar cuando te lo comías; la imagen y las voces de los huérfanos aullando junto a los cadáveres de sus padres; la camisa que se te pegaba al cuerpo por la tardes, el cuerpo igualmente pegajoso de tu amante cuando terminabas de hacer el amor, lo difícil de nuestras situaciones; el chillido frenético de los cerdos que escapaban para salvar el pellejo perseguidos por los aldeanos; las colinas inflamadas por la puesta del sol; la cabeza coronada del amanecer emergiendo de las sábanas del mar; la mano caliente de nuestra madre cogiendo la nuestra; y aunque la lista podría continuar infinitamente, la idea era muy simple: la cosa más importante que nunca podríamos olvidar era el hecho mismo de que nunca podríamos olvidar.
Viet Thanh Nguyen. El simpatizante
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