VICTOR KLEMPERER. LTI. LA LENGUA DEL TERCER REICH
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que hoy sale a vuestro encuentro con una interesantísima propuesta de lectura que surge con una doble excusa vinculada a acontecimientos de nuestra realidad más cercana. Y es que LTI. La lengua del Tercer Reich, el magnífico ensayo de Victor Klemperer que publicó la Editorial Minúscula en 2001 con traducción de Adam Kovacsics, tiene mucho que ver, por un lado, con una formidable exposición, de visita inexcusable, que desde el 1 de diciembre y hasta el próximo 17 de junio puede verse en Madrid, en el Centro de Arte Canal, bajo la rúbrica Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos; y, por otro, aunque en este caso la conexión no es tan inmediata, la obra puede relacionarse con el funesto próces separatista catalán que desde hace años -fenómeno intensificado en los últimos meses, con la reciente celebración de elecciones autonómicas aún en la memoria- lleva sembrando su insidiosa semilla en la vida catalana en particular y en la del resto de España en general. Desde este último punto de vista, mi reseña de hoy surge como una suerte de continuación de la de hace siete días, en la que presenté el furibundo Contra el separatismo, el estupendo, corrosivo, inteligente y necesario panfleto de Fernando Savater.
El libro, el que hoy comento, lleva ya ocho ediciones en nuestro país y ello pese a no que no se trata de una novela y a que se presenta con un subtítulo que para muchos puede resultar disuasorio: Apuntes de un filólogo. No obstante, estamos ante un texto que, además de su complejidad y su interés objetivos, de su pertinencia académica, de la validez me atrevería a decir que científica de sus postulados, se lee de un modo ameno, convirtiendo el lento y demorado avance por sus páginas en una experiencia apasionante.
Victor Klemperer, nacido en Alemania a finales del siglo XIX, judío, pensador y, ya se ha dicho, filólogo, catedrático de literatura francesa en Dresde, padeció los horrores del nazismo -aunque no los más crueles- en su propia carne. Casado con una mujer aria, no abandonó su país cuando las huestes de Hitler comenzaron su atroz misión a principios de los años treinta del pasado siglo. Expulsado de su cátedra, su matrimonio lo preservó de los efectos más terribles de la persecución nazi. LTI fue publicado después del fin de la guerra, en 1947, nutriéndose del abundante material y los detallados apuntes tomados desde 1933, cuando de manera clandestina sobrevivía malamente trabajando en una fábrica y alejado de cualquier actividad académica oficial.
En su estudio, Klemperer mezcla dos planos, que aparecen sólidamente imbricados en el relato. Por un lado estamos ante un análisis, con una sólida base filológica y lingüística, del depurado sistema por el que el nazismo manipuló el lenguaje para, a través de la apropiación del idioma, dominar también las mentes y las almas de sus súbditos, conduciéndoles -en una especie de locura criminal consentida- a perpetrar o al menos colaborar en las atrocidades ideadas por su infernal delirio. Entre sus pertinentes y bien fundamentadas reflexiones, vamos conociendo las humillaciones e indignidades, las iniquidades y el sufrimiento, la persecución y las injusticias, los registros domiciliarios, las detenciones, los golpes, las crueldades y las torturas, los malos tratos, las agresiones y hasta las muertes que el propio autor, sus familiares y amigos, y, en general, el pueblo judío, sufrieron como consecuencia de la irracional política nacionalsocialista, tolerada y hasta amparada por el mediatizado fervor de los ciudadanos alemanes, cuyo pensamiento y emociones sucumbieron a la sutil propaganda del Reich. Es esta segunda vertiente de la obra, originariamente escrita bajo la forma de notas personales en los diarios del autor -los “apuntes” del subtítulo-, la que vincula el libro con la exposición madrileña, en la que -de manera descarnada y directa, pero también alusiva aunque altamente evocadora- el espectador puede conocer -y estremecerse ante ella- la monstruosa barbarie nazi, cuya manifestación paradigmática la constituye el campo de concentración y exterminio de Auschwitz que con tanta fidelidad se reconstruye parcialmente en las instalaciones del Centro de Arte Canal. Pero de Auschwitz y de la imprescindible exposición os hablaré con más detalle en mi comentario de la semana próxima.
Vayamos ahora con la LTI y con la burda pero a la vez eficaz falsificación del lenguaje que Hitler -y todos los totalitarismos que en el mundo han sido, supremacismo independentista catalán incluido- tan reiteradamente han utilizado para conseguir sus fines criminales (también en el caso de Cataluña, en la primera acepción de crimen como delito grave).
Las siglas LTI se corresponden con Lingua Tertii Imperii, la lengua del Tercer Reich. Con este acrónimo irónico Victor Klemperer designa el particular modo de emplear el lenguaje por las autoridades del nazismo, un retorcimiento del idioma en que, en su experiencia cotidiana y desde su privilegiada condición de experto filólogo, se concentra -como metáfora- la esencia de esa época infausta de la historia de Alemania en particular y de toda la humanidad en su conjunto. A menudo -escribe en el primer capítulo del libro- se cita la frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático (o de la persona astuta y de dudosas intenciones). Sin embargo, la verdad es precisamente lo contrario. El lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente. El régimen hitleriano construye así, en cierto modo, un idioma propio, un alemán maliciosamente retorcido, ambiguo, neutro en apariencia, en el que palabras, expresiones y estructuras sintácticas conocidas pierden su valor consabido, convencional, y se envuelven en nuevos significados falaces y engañosos, a través de los cuales se inocula en la ciudadanía la ideología dominante, que impregna de manera sutil pero decisiva, imperceptible aunque irrefrenable, el modo de pensar y sentir de millones de individuos. Ninguno era nazi, pero todos estaban intoxicados, señala, al constatar esa inocente aceptación por las gentes del común -¡¡¡incluso por los propios judíos que estaban siendo exterminados!!!- de las fórmulas -y con ellas de las nefastas ideas, de la aciaga visión del mundo- usadas por sus despiadados dirigentes.
Así, en el libro se recogen infinidad de estos términos adulterados, desprovistos de su sentido originario, utilizados para “edificar” desde el lenguaje una realidad ficticia -valga el oxímoron- que sostiene y alienta los intereses de sus impulsores. Vocablos como “valiente”, “combativo”, “heroico”, “entregado” o “constante”, caracterizan al individuo ario de moral impecable. El “judaísmo internacional”, las personas “ajenas a la raza”, practican la “propaganda difamatoria”, cometen “atrocidades”, propias de “extranjeros”. El “pueblo” -como es obvio, el “elegido”, el previamente segregado de sus “impurezas”- comparece por doquier: fiesta del pueblo, camarada del pueblo, comunidad del pueblo, cercano al pueblo, ajeno al pueblo, surgido del pueblo… Las palabras que se omiten forman parte también de esta labor de “fabricación” de una realidad alternativa: en los partes de guerra no aparecen nunca huida, derrota, retirada; sí, en cambio, reveses o irrupciones.
Pero no son sólo los nombres comunes los que se falsean; la siniestra operación por la que se disfraza la verdad alcanza a los nombres propios: los judíos porque desaparecen de los títulos de las obras literarias, de los anuncios, de los cursos académicos; los de raigambre germánica porque se refuerza su “alemanidad” -Dieter, Uwe, Ingrid- con guiones que la “duplican”: Dietmar-Gerhard, Bernd-Walter. Incluso los signos ortográficos son objeto de interesada deformación, como ocurre con el uso irónico del entrecomillado, con el que se pone en duda la verdad de la cita transcrita o el valor de la acción narrada o del personaje mencionado: el “mariscal” Tito, el “científico” Einstein, la “estrategia” rusa… También las cifras: en un ilustrativo capítulo, bajo la rúbrica de “Superlativos”, se presentan abundantes casos de la exagerada utilización de los números por la LTI, cifras que siempre se utilizan con malevolencia deliberada, buscando el engaño y la intoxicación, exacerbando el superlativismo: cientos de miles de prisioneros, decenas de miles de carros de combate, destrucción inimaginable en las filas enemigas, cantidades innumerables de muertos.
En el libro, más allá de los ejemplos concretos de estas obscenas e intencionadas prácticas de tergiversación, destacan también algunos acercamientos teóricos, más generales y abstractos, a las claves del proceder del Reich con el habla. Y así, se analizan la pobreza y la vacuidad de la lengua oficial, la manipulación sentimental con el fin de influir y sugestionar a las masas, la preterición de la razón, la ocultación de la verdad y la desacomplejada y consciente exhibición de notorias mentiras, la limitada uniformidad de la lengua, la adopción de fórmulas que refuerzan la pertenencia al grupo -y en consecuencia el señalamiento y la exclusión de quienes no las utilizan-, la terquedad irracional y la ausencia de dudas de los nazis, la creación de un “enemigo”, el “otro”, a quien culpar de todos los males, y tantos otros mecanismos de la psicología colectiva capaces de mantener durante largos años una delirante y sanguinaria concepción del mundo.
De la desgraciada vigencia e indeseada contemporaneidad de estos siniestros procedimientos de creación y difusión de falacias da cuenta la estrategia seguida -ideada, predeterminada, concertada y aplicada durante décadas por sus perpetradores, con el viscoso Jordi Pujol (y su inefable esposa) a la cabeza- por el independentismo catalán en la insoportable -en todos los sentidos- deriva del separatista, sectario, xenófobo, excluyente, egoísta, insolidario, supremacista, doctrinario y antidemocrático procés (como antes lo hizo -en la desgraciada etapa del furor etarra- su equivalente vasco, con el cruel añadido de la violencia física, el asesinato y el terror). ¿Qué son sino patrañas, inventos, falsedades, mendaces dobles sentidos, cuentos, embustes, “posverdades” (esa ridícula y eufemística denominación actual), meras locuciones vacías que apuntan a un engañoso significado ajeno a la realidad… qué son sino mentiras evidentes disfrazadas de supuestas obviedades, nociones como “derecho a decidir”, “diálogo”, “lengua propia”, “presos políticos”, “España nos roba”, “hecho diferencial”, el “conflicto”, “Cataluña frente a España”, “exigencia democrática”, “régimen franquista” (para referirse a la España actual), “desconexión”, “votar es democracia”, “mandato de las urnas”, “países catalanes”, “represión del Estado”, “violencia policial”, “fuerzas de ocupación”, “llenar las calles de muertos”, “gobierno en el exilio”… e incluso otros conceptos más rotundos, más “sagrados” como “el pueblo catalán” (el poble catalá)”, “la democracia” o ese insoportable “nosotros” (els carrers seran sempre nostres) con el que los golpistas de toda época y condición (en tantos casos fascistas irredentos: recuérdese el la calle es mía de Fraga en los estertores de la dictadura) reclaman su consideración de élite privilegiada frente a un resto del mundo supuestamente ignorante, inculto, embrutecido, subdesarrollado y, en definitiva, inferior? Alex Grijelmo lo ha puesto nítidamente de manifiesto en un reciente artículo en El País, del que se deriva como corolario evidente que la propaganda, ganar la batalla del “relato” -ese vocablo de abusiva presencia en los medios de comunicación actuales-, ha sido siempre la primera finalidad del poder.
Y ante la imposibilidad de glosar debidamente todas estas falsificaciones, subrayo aquí ahora sólo una de ellas, muy significativa porque entronca además de un modo patente con el universo descrito por Kemplerer y revela lo que Josep Borrell ha denominado la “división etnolingüística” que encierra la ideología independentista. La inmensa mayoría de los apellidos más comunes entre los catalanes lo son también entre el resto de españoles: López, Pérez, García, Sánchez, Rodríguez, Martínez. Para encontrar uno “genuinamente” catalán hay que ir, en Barcelona, al número trigésimo cuarto de la lista; en las otras tres provincias, apenas aparecen tres o cuatro entre los veinticinco primeros. Y sin embargo -la deformación de la realidad del nacionalismo llega a esos extremos- los candidatos electorales de los partidos independentistas, los consellers, los diputados -con la excepción de Rufián, ese vivo ejemplo del síndrome de Estocolmo-, los altos cargos del Govern, los funcionarios de libre designación en la Generalitat, demuestran todos en sus “impolutos” patronímicos su pureza de sangre genealógica (el chiste sobre los ocho apellidos catalanes o vascos resulta no serlo). Es más, al igual que en la taimada práctica nazi analizada en La lengua del Tercer Reich, cualquier “catalán” que se precie -y que aspire a hacer carrera en su profesión dentro del “nacionalismo obligatorio” de aquella comunidad autónoma- ha de unir sus dos primeros apellidos con esa “i” -aparente símbolo de la impecable catalanidad, aunque hábito tomado del castellano en el siglo XVI- que aflora por doquier en quienes copan las primeras planas y las portadas de periódicos y telediarios: Carles Puigdemont i Casamajó, Artur Mas i Gavarró, Oriol Junquera i Vies, Carme Forcadell i Lluís… y así tutti quanti, en una demostración palpable de que en las filas del independentismo prosperan el esnobismo, la cursilería, la estupidez, el afán de distinción y el complejo de inferioridad más rancios, que nos llevarían a la carcajada si el hecho no fuera la punta del iceberg de una burda y muy dañina manipulación, urdida además con el control absoluto de los medios de comunicación, el adoctrinamiento escolar, la deformación de la historia, la corrupción política, las subvenciones a los afines, la condena a la marginalidad de los “disidentes”, la ocupación total del espacio público, la propaganda institucional, la rotulación de comercios y, en definitiva, la instauración de un poderoso “régimen” de tentáculos omnipresentes, que oprime o anula o hace la vida imposible -eso sí, de manera muy “simpática” y “pacífica” y “democrática”, de nuevo la tramposa utilización de las palabras- a quien discrepa.
Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico, leemos en La lengua del Tercer Reich. Y así es: inocular ese veneno, conformar, mediante el uso torticero del lenguaje, la visión de la mayoría hasta lograr acomodarla a la interpretación -a menudo interesada, falaz, sesgada- que sostienen sus dirigentes es el ancestral fenómeno -parece que, por desgracia, indisociable de la naturaleza humana- que describe en su formidable libro Victor Klemperer, cuyo mensaje, escrito hace setenta años, no parece haber calado en unas sociedades europeas, tan desarrolladas, tan autosatisfechas, tan modernas, que, sin embargo, parecen condenadas a repetirlo una y otra vez, como prueba esta triste Cataluña, ejemplo vivo de las más altas cotas de bienestar que el hombre ha sido capaz de alcanzar en sus muchos siglos de historia y hundida en la indignidad, la miseria y el atraso morales a los que la han condenado sus mezquinos políticos. Sic transit gloria mundi.
Una de las destacadas “víctimas” -una más- de los engaños independentistas, Joan Manuel Serrat, señalado, proscrito, objeto de persecución en su propia tierra, cierra hoy nuestro espacio con uno de sus himnos más “clásicos”, Para la libertad, en el que recrea los versos de Miguel Hernández.
¿Cuál era el medio de propaganda más potente del hitlerismo? ¿Eran los discursos individuales de Hitler y de Goebbels, sus declaraciones sobre este o aquel tema, su agitación contra el judaísmo, contra el bolchevismo?
Por supuesto que no, pues muchas cosas no resultaban inteligibles para las masas o las aburrían por su eterna repetición. Cuántas veces en las fondas, cuando aún podía franquear su umbral sin la estrella, cuántas veces durante las alarmas aéreas en la fábrica, donde los arios disponían de un cuarto y los judíos de otro, y la radio se encontraba en el cuarto de los arios (como la comida y la calefacción)…, cuántas veces oí allí los naipes golpear las mesas y las conversaciones en voz alta sobre las raciones de carne y de tabaco y sobre el cine proseguir mientras el Führer o uno de sus paladines pronunciaban sus monótonos discursos, y eso que los diarios decían al día siguiente que todo el pueblo los escuchaba.
No, el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles, ni las banderas; no lo conseguía nada que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes.
El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponían repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente. El dístico de Schiller sobre la “lengua culta que crea y piensa por ti” se suele interpretar de manera puramente estética y, por así decirlo, inofensiva. Un verso logrado en una “lengua culta” no demuestra el talento poético de quien ha dado con él; no resulta muy difícil darse aires de poeta y pensador en una lengua altamente cultivada.
Pero el lenguaje no sólo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico. Si alguien dice una y otra vez “fanático” en vez de “heroico” y “virtuoso”, creerá finalmente que, en efecto, un fanático es un héroe virtuoso y que sin fanatismo no se puede ser héroe. Las palabras “fanático” y “fanatismo” no fueron inventadas por el Tercer Reich; éste sólo modificó su valor y las utilizaba más en un solo día que otras épocas en varios años. Son escasísimas las palabras acuñadas por el Tercer Reich que fueron creadas por él; quizá, incluso probablemente, ninguna. En muchos aspectos, el lenguaje nazi remite al extranjero, pero gran parte del resto proviene del alemán prehitleriano. No obstante, altera el valor y la frecuencia de las palabras, convierte en bien general lo que antes pertenecía a algún individuo o a un grupo minúsculo, y a todo esto impregna palabras, grupos de palabras y formas sintácticas con su veneno, pone el lenguaje al servicio de su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y secreto a la vez.
Victor Klemperer. LTI. La lengua del Tercer Reich
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