Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de diciembre de 2018

EDMUND DE WAAL. LA LIEBRE CON OJOS DE ÁMBAR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde Radio Universidad de Salamanca y como todos los miércoles desde hace ya casi diez años nuestro espacio os ofrece una propuesta de lectura con la convicción de que pueda llegar a interesaros. Una creencia que en el caso del título que os traigo esta semana puede formularse sin reparo con un tono así de categórico, pues estoy absolutamente persuadido de que si os decidís a leer La liebre con ojos de ámbar, mi recomendación de esta tarde, vais a encontrar en el excepcional libro infinidad de motivos para el más entusiasmado disfrute. Se trata de una obra publicada originariamente en 2010 por el británico Edmund de Waal, prestigioso ceramista y profesor universitario de esa materia, y que vio la luz en España en la ejemplar editorial Acantilado dos años después, en 2012, en traducción de Marcelo Cohen. Desde esa fecha se han multiplicado las reimpresiones de un libro que, pese a lo insólito de su motivo principal, lo específico del universo que describe y lo singular de su planteamiento -o quizá precisamente por ello- ha conocido un relativo éxito de público y, en cualquier caso, una formidable recepción crítica. Y como -ya lo sabéis si nos escucháis o leéis habitualmente- Todos los libros un libro no necesariamente se acomoda a la “rabiosa” actualidad -tanto por razones de principio como porque resulta de todo punto imposible seguir semanalmente el frenético ritmo de las novedades editoriales-, aquí estamos hoy, “presentando” un libro de hace seis años (una antigualla, en la lógica de ese delirante mercado). 

La liebre con ojos de ámbar es, simultáneamente, una apasionante y adictiva narración novelesca, una suerte de autobiografía familiar del autor, una rigurosa investigación ensayística que rezuma sabiduría y erudición, una profunda lección de historia, una documentada crónica en la que se describe con precisión una época esencial de la Europa de los dos últimos siglos, una conmovedora y poética reivindicación de la belleza y, en definitiva, una obra mayor de la literatura contemporánea, un libro inolvidable que de ninguna manera deberíais dejar de leer. 

Edmund de Waal recibe, tras la muerte de su tío abuelo Iggie en Tokio, en 1994, un extraordinario legado personal: la colección completa de 264 netsuke que su anciano pariente atesoraba desde su infancia. Los netsuke son esculturas en miniatura -del tamaño de una pequeña caja de cerillas- cuyo origen se remonta al Japón del siglo XVI. Aparecieron para satisfacer una necesidad de carácter práctico -como pasadores para sujetar el injo, la caja plana donde se llevaban los implementos de la vida cotidiana, al obi, la faja que ciñe el kimono-, siendo inicialmente de bambú o madera. Durante el siglo XVIII empezaron a elaborarse con otros materiales, como el marfil, y ello hizo que se desarrollara un arte particular, con piezas exquisitas, estilos diferenciados y maestros reconocidos, que despertaron el coleccionismo dentro y fuera del país nipón. Comprendo cuánto me intriga cómo ha sobrevivido este encantador objeto duro y terso, dice de Waal en el prefacio al libro, a propósito del tacto y la belleza de una de las piezas. Y añade: Tengo que encontrar un modo de devanar la historia. Poseer este netsuke—haberlos heredado todos—significa que me han hecho responsable de él y de aquellos a quienes perteneció. Así, con este sugestivo desencadenante, empezará el libro, pues esa responsabilidad a la que alude el autor, su natural curiosidad y su deformación profesional en tanto ceramista, le llevan a iniciar una investigación -cuyo relato tiene también, además de las vertientes ya mencionadas, algo de indagación detectivesca (No he parado de buscar desde que, hace treinta años, conocí a Iggie en Japón y me contó todo)- para, retrotrayéndose cuatro generaciones de su ramificada y cosmopolita familia- conocer el origen de las piezas y su largo y previsiblemente tortuoso camino hasta acabar en sus manos: Quiero saber qué relación hay entre el objeto de madera que ahora hago rodar entre los dedos—duro, delicado y japonés—y los sitios en donde ha estado. Quiero alcanzar el pomo y girarlo y sentir que la puerta se abre. Quiero entrar en todas las habitaciones donde este objeto haya vivido, sentir el volumen del espacio, saber qué cuadros había en las paredes, cómo caía la luz de las ventanas. Y quiero saber en manos de quiénes estuvo, y qué pensaron de él, si es que pensaron algo. Quiero saber qué ha presenciado

Como puede inferirse del texto precedente, para llevar a cabo su propósito de Waal desechó -tras intentarlo en una primera instancia- adoptar un enfoque convencional, que supondría la elaboración de un bien informado pero frío ensayo en torno a la cerámica japonesa y las vicisitudes de la historia familiar. Creo que esa historia podría escribirse sola. Un puñado de anécdotas lánguidas bien cosidas, una más sobre el Expreso de Oriente, claro, algún vagabundeo por Praga u otro lugar igualmente fotogénico, unos recortes de Google sobre salas de baile de la Belle Époque. Resultaría un libro nostálgico; y tenue, afirma. Y a continuación: Y no estoy autorizado a practicar la nostalgia por tanta riqueza y glamour perdidos en un siglo. Y no me interesa lo tenue. Y todavía una explicación más: La melancolía, pienso, es una especie de vaguedad por defecto, una frase evasiva, una asfixiante falta de foco. Y este netsuke es una pequeña, fuerte explosión de exactitud. Con la misma exactitud merece ser retribuido

Por el contrario, la opción elegida, su personalísimo modo de contar (Siempre se han transportado, vendido, cambiado, robado, recobrado y perdido objetos. Lo que importa es cómo se cuentan las historias de esas cosas), su implicación subjetiva en el relato, su “aparición” en el texto en condición, casi, de un personaje más que da cuenta del proceso de escritura, de su búsqueda, de las dudas, de las dificultades y los callejones sin salida, de los azarosos hallazgos, de las concatenaciones y los vínculos, no sólo constituye uno de los logros principales del libro, que lo dota de originalidad y lo diferencia de lo que hubiera sido un erudito tratado al uso, sino que vivifica la obra, a la que proporciona cercanía y emoción, espíritu y calidez y vida. 

La liebre con ojos de ámbar es, en primer lugar, una apasionante y adictiva narración novelesca. La compleja historia de los delicados objetos, asociada a la familia de comerciantes, banqueros, industriales y financieros judíos Ephrussi, es, en sí misma, fascinante, y la mera descripción de su largo periplo por medio mundo bastaría para interesarnos. Contemplamos por primera vez los netsuke a mediados del siglo XIX -en plena fiebre del japonisme en Francia, que llevaba a los coleccionistas a adquirir objetos artísticos del Japón- exhibidos en los salones parisinos de Charles Ephrussi, primo del bisabuelo del autor, Viktor Ephrussi, que los recibirá en Viena años más tarde, en 1899, como regalo de boda de su fraternal pariente. “Acogidos” en el vestidor de Emma, esposa de Viktor, serán motivo de juego para sus hijos, sobre todo Elisabeth, la abuela de Edmund de Waal, y el pequeño Iggie, para quienes las figuritas evocan un mundo como el de Las 1001 y una noches. Cuando la brutal ocupación nazi desmantela la mansión vienesa y borra casi por completo el legado familiar, una sirvienta, Anna, gentil -no judía- y por lo tanto “respetada” por la Gestapo -que se apropia del suntuoso edificio para albergar la eficacísima maquinaria de alguna división de su inmensa burocracia-, logra rescatar pacientemente los netsuke, sustrayéndolos de su vitrina -en pequeño número en distintas ocasiones a lo largo de tres meses, con el fin de que su “hurto” pase desapercibido- para esconderlos después durante años bajo su propio colchón. Liberada Austria, Anna, que ha sobrevivido al hambre y al saqueo, a los incendios y a la invasión rusa, los devuelve a Elisabeth en diciembre de 1945. A partir de ahí, será Iggie, ya adulto, el que recupere los diminutos juguetes de su infancia para albergarlos en su casa tokiota, en un viaje circular que finalizará cuando, como se ha dicho, tras la muerte del tío abuelo, acaben por fin en la vivienda londinense de Edmund de Waal. 

En la narración de esta accidentada trayectoria de las miniaturas, acompañamos al autor por diferentes ciudades -con especial detenimiento en París, Viena, Londres, Odesa y Tokio, pero también Kövecses, los Alpes suizos o la Costa Azul- en una deslumbrante crónica que incluye negocios, posesiones, edificios, obras de arte, guerras, relaciones, amantes, hijos, fortunas y ruinas, amores y ambiciones, triunfos y fracasos como en la mejor de las novelas. Una crónica que es, sobre todo, la saga de los Ephrussi, siendo así también el libro una especie de autobiografía familiar del autor. 

El árbol genealógico de la familia -que en la edición de Acantilado se incluye como “apertura” en las páginas iniciales- se remonta hasta el gran patriarca Chaim Efrussi, un personaje que “inaugura” la estirpe pero sin apenas rastro en la obra, nacido en 1793 en Berdichev, un shetl -aldea judía- del norte de Ucrania, en la frontera con Polonia, un lugar hoy desaparecido. Establecido en Odesa y aprovechando las posibilidades logísticas que proporciona su puerto y su estratégica ubicación, Chaim convertirá un pequeño comercio de granos en una gran empresa, acaparando el mercado mediante el acopio de trigo -la familia será conocida como les Rois du Blé, los Reyes del Trigo-. A partir de ahí, un imperio financiero, con bancos, ferrocarriles, muelles, canales, construcciones, obras públicas y propiedades varias, bonos y acciones, inversiones, “sostenimiento” de gobiernos, que será gestionado por los dos hijos de su primer matrimonio (habría cuatro más, de un segundo), Leib y Eizak, nacidos ya en Odesa. Por el camino, el inútil intento de borrar el rastro judío, al menos en los patronímicos (Los nombres judíos suenan mal). Chaim fue Joachim y más tarde Charles Joachim. Eizak mutó en Ignace y Leib en León. Efrussi se convirtió en Ephrussi. 

León se instalará en París, Ignace en Viena, y en ambas ciudades los hermanos representarán el ideal de la alta burguesía judía, codeándose con la aristocracia de sus respectivos países (y en ocasiones ingresando en ella): el dinero y la riqueza -la opulencia-, la calidad de las relaciones, la elegancia, la exclusividad, los edificios suntuosos, las magníficas dependencias, la vida desahogada, la infinidad de sirvientes, las posesiones… y también la inteligencia, el dominio de varias lenguas, el genuino interés por la cultura, los libros, el arte, las bellas piezas de mobiliario, las sedas renacentistas, los tapices. En este entorno nacerán -entre otros muchos hijos- Charles, en la rama parisina de la familia, y Viktor, en la vienesa, continuadores del apellido, la fortuna y la impronta -el estilo- de los Ephrussi. Estamos ya a finales del siglo XIX, Charles, absuelto de su hereditaria obligación de ser banquero, se centra en las artes, será mecenas de Renoir y fundador de la afamada Gazette des Beaux-Arts. Viktor, también culto y refinado, se ocupará de los negocios pero dedicará su alma a la formación de su biblioteca en la enorme vivienda de la capital austríaca. Y llegará la primera gran guerra y la inflacionaria posguerra y, pese a los golpes, todo seguirá más o menos “en su sitio”. Y veremos los iniciales atisbos de la amenaza nazi y luego, ya abiertamente, la barbarie hitleriana, la entrada de la Gestapo en el edificio de la Ringstrasse (han violado la casa), la destrucción de todo lo acumulado por la familia durante cien años, y la segunda guerra mundial y tras ella la ruina… Y en los Ephrussi se suceden las generaciones, el esplendor se apaga, los retoños -Elisabeth, Iggie, Gisela, Rudolf- se dispersan, ya casi nada queda de las fortunas primitivas, hay que empezar desde cero. Y llega, para casi todos ellos, la emigración, Londres, España, México, Nueva York, Tokio… Los netsuke viajan, la familia se disgrega. 

Y está también Anna, la fiel servidora, de la que el autor no logra encontrar pista alguna, ningún dato que permita una identificación y posterior búsqueda. Anna, personaje fundamental en su casi anonimato, emblema de tanta gente invisible con sus vidas ignoradas. ¿Por qué los netsuke se pudieron esconder y conservar y, en cambio, tantos hombres y mujeres, pobres gentes, no pudieron hacerlo y no son nadie o no queda rastro de ellos o murieron en los guetos, en los campos y yacen enterrados en tantas fosas comunes?, se pregunta el narrador. 

En paralelo a la minuciosa y detallada memoria familiar, La liebre con los ojos de ámbar es también una profunda lección de Historia, escrita de este modo, con mayúscula. La historia está ocurriendo ahora, puede leerse en un momento de la obra. Y así es, pues las biografías de los distintos miembros de los Ephrussi avanzan al compás de la evolución de los siglos XIX y XX en el viejo continente, cuyos principales sucesos vemos comparecer en el libro mientras seguimos el hilo de la peripecia familiar: el latente antisemitismo ya en el París y la Viena decimonónicos (El antisemitismo era parte de la vida cotidiana), incluso décadas antes, en la Odesa de comienzos de ese siglo; el affaire Dreyfus; la voluntad de los judíos económicamente relevantes de ser asimilados también socialmente mediante sus pagos y donaciones al Imperio Austrohúngaro, con su enfática defensa del Estado en la sociedad austriaca, con su implicación pública en la causa imperial en la guerra; el asesinato del archiduque Francisco Fernando y la primera contienda mundial; la terrible posguerra vienesa, el caos, la inflación, el constante tráfico de billetes recién emitidos, con la tinta aún húmeda manchando las manos, devaluando todo patrimonio; el lento y progresivo ascenso de Hitler y su toma del poder en Alemania; la anexión -el Anschluss- de Austria y la “arianización” forzada de la población; la persecución a los judíos, las palizas, los secuestros, las deportaciones, las confiscaciones, las prohibiciones, la expulsión, el exterminio, los campos, Dachau, Auschwitz (de los 185.00 judíos que vivían en Viena antes de la entrada de Hitler, sólo volvieron 4.500 y 65.459 fueron asesinados, en datos recogidos en el libro); también -episodios menos conocidos, aunque ya se apuntaban en El orden del día, el gran libro de Éric Vuillard ya comentado en este espacio- la cínica y meramente cosmética “rendición de cuentas” de los vencedores (todo muy abierto, público y legal, califica el proceso, con ironía, de Waal) tras la derrota nazi y la liberación de los países ocupados; o la ridícula y simbólica restitución de los bienes incautados, expropiados o llanamente robados; o la impunidad y el medro tras la guerra de quienes se habían beneficiado de las exacciones a los judíos (con el ejemplo paradigmático, imbricado en la historia familiar, de Herr Stainhauser, al que Viktor, en su huida, tiene que vender su parte mayoritaria del banco por él creado -la banca Ephrussi, a fin de cuentas-, y que acabará -ya en democracia- siendo presidente de la Asociación de Banqueros de Austria e inhibiéndose, sin culpabilidad alguna -o sólo en su conciencia-, a la hora de reconocer a su antiguo colega su papel en la creación de la firma judía y, consiguientemente, la sustancial participación económica que le era debida). 

A caballo de estas dos dimensiones, la familiar y la histórica, La liebre con ojos de ámbar puede ser vista también como una ilustración del sentimiento de pertenencia, esa necesidad de reconocimiento de los judíos, siempre errantes, siempre extranjeros, siempre vistos con suspicacia y sospecha en las distintas sociedades en las que se integran y a cuyo crecimiento y progreso contribuyen en muchas ocasiones de manera decisiva. Escribe de Waal: Ahora me pregunto qué significa pertenecer. Charles, nacido ruso, murió en París. Viktor, siempre errado, fue durante cincuenta años un ruso en Viena, luego austríaco, luego ciudadano del Reich y por fin apátrida. E Iggie fue austríaco, luego americano y al cabo un austríaco que vivía en Japón. Y es que el desarraigo de los Ephrussi, su imposible aceptación -incluso en las épocas afortunadas-, puede leerse como muestra emblemática de la permanente desazón, de la errancia sin fin del pueblo judío. 

Este recorrido histórico no lo lleva a cabo de Waal -tampoco el familiar- fijándose, tan sólo, en los grandes acontecimientos que marcarán el devenir del mundo actual, sino que su singular enfoque puede leerse también como una espléndida crónica, de tintes casi periodísticos, en la que se detalla con minuciosidad la intrahistoria de una etapa esencial de la vida de Europa y el mundo de los últimos ciento cincuenta años; una crónica hecha no sólo de los nombres relevantes de la política, de los estadistas y los reyes, de los sucesos determinantes o las fechas señaladas, sino también de infinidad de referencias culturales que, de una manera muy viva, surcan el libro. Así, citados porque los Ephrussi tuvieron trato directo con ellos -a veces estrecha amistad- o porque formaban parte de sus inquietudes intelectuales, aparecen una pléyade de escritores, pintores, músicos y pensadores, la plana mayor del pensamiento y el arte de la época. En Paris, Marcel Proust, amigo de Charles Ephrussi (su Charles Swann de En busca del tiempo perdido está claramente inspirado en él), Edmond de Goncourt, Auguste Renoir (en su Le Déjeneur des canotiers, aparece, de nuevo, Charles, una figura menor al fondo de la escena principal), Manet, Pissarro, Monet, Caillebotte, Degas, Berhe Morisot, Sisley o Gustave Moreau, entre otros muchos. Por las páginas vienesas del libro vemos desfilar -cercanos, de uno u otro modo a Viktor- a Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Hugo von Hoffmannsthal, Sigmund Freud, Rainer María Rilke -que se carteaba con la bisabuela Emmy-, Joseph Roth (que cita a Ignace Ephrussi en algunos de sus libros, en particular La marcha Radetzky), Richard Strauss, Gustave Klimt o Egon Schiele, por mencionar sólo los más relevantes. 

Para acometer un proyecto de dimensiones, como puede deducirse, tan ambiciosas, de Waal, que parte de una suposición optimista -Debería bastarme con tres o cuatro meses-, dedica casi dos años de su vida (Ha desaparecido mi horario. Mi otra vida, la de la cerámica, está suspendida) a una exigente y concienzuda investigación que le permita abarcar los diferentes ángulos a los que se abre la poliédrica y sugerente historia que quiere contar. En su transcurso maneja una documentación ingente: planos y fotografías, pasaportes, archivos, escritos e impresos, diarios y anotaciones, memorias, listas y agendas de la Gestapo, periódicos, novelas, poemas, recortes de prensa, testamentos y documentos de aduanas, carpetas olvidadas; un vastísimo material que en algún caso -fotografías, imágenes, planos, mapas, reproducciones de cuadros- se incorpora al texto. A través de los documentos, de la lectura de cartas y catálogos podrá sentir, confesará, en ese afán de exactitud que le mueve y al que ya me he referido, que está por fin allí, en el escenario de sus pesquisas. 

Del mismo modo, su exhaustividad le llevará a rastrear transcripciones de entrevistas con banqueros, recuperar comentarios oídos en trastiendas en París, ojear muestras de telas enviadas por algún familiar a sus primas de la Viena de finales del siglo XIX o acceder a la lista de invitados a una fiesta de hace cien años. Ningún detalle -¡ninguno!- que guarde relación con su relato le resulta ajeno, todo debe ser conocido, verificado, contrastado, estudiado. Comprobará quién fue el pintor de los techos de la mansión Ephrussi o la fecha en que una alfombra amarilla salió de la casa de Charles, leerá las obras sustanciales que se escriben en las respectivas épocas (he estado leyendo las diecisiete novelas de Joseph Roth, confiesa. Y también: Leo memorias, los diarios de Musil, miro fotos de masas de la misma fecha, del día siguiente [a la irrupción de la Gestapo en la casa vienesa]. Leo periódicos vieneses), consultará cuanta documentación sea precisa para transmitir una imagen fidedigna del mundo recreado. Su sabiduría, su erudición, su cultura parecen infinitas y le llevan a trufar su texto -que se convierte así en una gozosa e inspiradora fuente de conocimiento- de reflexiones, comentarios y análisis sobre los temas más inimaginables: las vitrinas, el vagabundeo, el japonisme, el mobiliario y la decoración, los vestidos y la moda, los estilos arquitectónicos de París y Viena, los edificios, las avenidas, el paisaje urbano, y, obviamente, el arte, la pintura, la literatura; además, ya se ha dicho, de la pormenorizada y abrumadora información sobre la política y la historia de cada momento. 

Y por sobre todo ello destaca, claro, el motivo central de la obra, los netsuke heredados -Una herencia oculta es el inequívoco subtítulo del libro-: el hombre sentado que sujeta una calabaza entre los pies, el tonelero trabajando con una azuela en un barril a medio hacer, un níspero muy maduro, un zorro con ojos incrustados, una serpiente en una hoja de loto, un criado dormido, niños jugando con cachorros, tres sapos sobre una hoja, un sacerdote a caballo, una pareja haciendo el amor, un fardo de leña menuda atado con una cuerda, una liebre con ojos de ámbar, entre otras muchas piezas enumeradas en un breve elenco que se incluye en un capítulo del texto. 

Las delicadas figurillas son, también, la oportunidad para que su autor reflexione sobre la belleza, sobre la embriaguez del coleccionismo, presente en la cita de Proust que abre la obra, sobre la pasión por los objetos (De todas las pasiones, todas sin excepción, acaso la más terrible e invencible es la pasión por el bibelot. El que se deja afectar por una antigüedad está perdido, según Guy de Maupassant, un texto recogido en el libro), sobre el sutil arte japonés, sobre las cosas que se conservan y se entregan, también las que se poseen o se esconden (la historia de los netsuke es la historia del acto de esconder, escribe de Waal), sobre los objetos y su importancia en nuestras vidas. 

Hay, en esta vertiente del libro, infinidad de deliciosas páginas sobre las diminutas piezas, sobre su perfección, su capacidad para captar el sentimiento fugaz, la emoción del momento; sobre la insólita calidad de los objetos hechos por artesanos anónimos, pues -explica de Waal haciendo suya la tesis de sus creadores- expresan la belleza inconsciente ya que al producirse en gran número, su creador se desproveía de su ego; sobre las evocaciones y sugerencias a las que se abren (es como si algunos objetos retuvieran el latido de su creación); sobre su sencillez (cuídate del gesto gratuito, menos es más); sobre el mundo perdido que representan. Casi todo ello está -y puede, por tanto, apreciarse- en este evocador fragmento que no me resisto a transcribir: A comienzos del siglo XIX vivía en Gifu un tallador llamado Tomokazu, que descollaba en las figuras de animales. Un día salió de su casa con ropa ligera, como si fuera a los baños públicos, y durante tres o cuatro días no se supo nada de él. La familia y los vecinos ya estaban muy preocupados, cuando de pronto regresó y les explicó las razones de la ausencia. Dijo que, con la intención de tallar el netsuke de un ciervo, se había adentrado en las montañas y había estado observando cómo vivían esos animales, sin comer un bocado en todo ese tiempo. Se dice de él que, basándose en lo que había visto en las montañas, logró hacer su trabajo (…) No era raro que se emplease un mes y hasta dos para acabar un netsuke. El texto final que os dejo como cierre a esta ya muy larga reseña, en el que un conocido marchante del París de finales del XIX, Monsieur Sichel, trata con un artesano japonés del netsuke, permite también constatar esta misma búsqueda de perfección que encierra la creación de estas miniaturas. 

Quiero terminar mi comentario destacando un pasaje singular del libro en el que, a mi juicio, se concentra lo esencial de este genial La liebre con ojos de ámbar. La potencia simbólica de los netsuke de la colección Ephrussi, el enorme valor sentimental de los objetos que poseemos, el cúmulo de historias, vivencias, recuerdos, añoranzas, motivos de alegría y de padecimientos asociados a ellos, las muchas emociones y sentimientos que representan en tanto reflejan la vida ya vivida -y por tanto ya perdida-, de cuya fugacidad e imposible recuperación dan cuenta… todo ello se refleja en un leve apunte, un muy breve párrafo casi al final de la obra, en el que contemplamos a Viktor Ephrussi, bisabuelo del escritor, emigrante forzoso en Inglaterra, su muy modesta vida de apacible jubilado que deja pasar los días sentado al calor de la cocina económica, sin apenas rastro en su discreta existencia del esplendor del pasado, leyéndole conmovido a sus nietos -se cubre los ojos con una mano para que los chicos no perciban su dolor- la historia de Eneas y su regreso a Cartago. Enfrentado a las escenas de Troya representadas en los muros de Cartago, Eneas llora consciente de su pérdida: Sunt lachrimae rerum, dice, hay lágrimas en las cosas. Hay lágrimas, en efecto, y vida, mucha vida en La liebre con ojos de ámbar. 

No os lo perdáis, no dejéis de leer este libro deslumbrante. Es una maravilla cuya lectura no vais a olvidar. Para acompañar mis palabras con una ilustración musical os dejo ahora con El Danubio Azul, el conocido vals de Johann Strauss que suena en el libro. Podéis escucharlo en la interpretación de la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida por Daniel Barenboim, en el concierto de Año Nuevo de 2014.


Toda una clase de artistas excepcionales -de habitual especialistas- se responsabilizaba de (…) la fabricación y se dedica a reproducir cada uno exclusivamente un objeto o una criatura. Así sabemos de uno cuya familia ha esculpido ratas, nada más que ratas, a lo largo de tres generaciones. Junto con los profesionales, en medio de este populacho manualmente dotado, habrá aficionados al netsuke que se entretienen esculpiendo una obra maestra para sí mismos. Un día Monsieur Philippe Sichel se acercó a un hombre que, sentado en el umbral de su casa, hacía una muesca en un netsuke en las últimas fases de realización. Monsieur Sichel le preguntó (…) si cuando lo acabara le gustaría vendérselo. El japonés se echó a reír y le dijo que para eso le faltaban alrededor de dieciocho meses; luego le enseñó otro netsuke que llevaba sujeto a la faja y lo informó de que hacerlo le había llevado varios años de trabajo. Y como la conversación se alargó, el artista amateur llegó a confesar que “no trabajaba de aquella manera durante períodos largos…, que necesitaba sumirse en el proceso… y eso sólo pasaba en ciertos días…, días en que se sentía alegre y reanimado después de haber fumado una pipa o dos”, con lo que esencialmente dio a entender que esa tarea le requería horas de inspiración.



Edmund de Waal. La liebre con ojos de ámbar



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