THOMAS HARDY. LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO; TESS DE LOS D'URBERVILLE; JUDE EL OSCURO
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El espacio de consejos de lectura de Radio Universidad de Salamanca llega hoy a vosotros con una propuesta triple, tres excelentes novelas, tres clásicos, en mayor o menor medida, de un autor de cuya muerte se han cumplido noventa años al inicio de este 2018, razón por la que no he querido que el año se acerque a su fin, cerca ya, pues, de su nonagésimo primer aniversario, sin recomendaros su lectura. Hablamos de Thomas Hardy, el escritor británico nacido en 1840 y autor, entre otras muchas obras, del ciclo de “novelas de Wessex”, nombre del antiguo reino anglosajón que ocupó gran parte del suroeste de Inglaterra entre los siglos VI y X. En la imaginaria región, que se corresponde con el Dorset natal del autor, entre valles y montañas, se ambientan -aunque en tramas desarrolladas en el siglo XIX- bastantes de sus libros, entre los que se cuentan los tres de los que esta tarde quiero hablaros, Lejos del mundanal ruido, Tess de los d'Urberville y Jude el oscuro, publicados por primera vez en 1874, 1891 y 1895, respectivamente, y que yo he leído en las ediciones de la siempre ejemplar editorial Alba, en sus colecciones Clásica Maior, las dos primeras, y Alba Minus, la tercera, siendo sus traductores, Catalina Martínez Muñoz, en los dos primeros casos, y Francisco Torres Oliver, en el último. La mayor parte de la obra restante del inglés ha visto la luz también en nuestro país en el mismo sello de Alba Editorial. Además, las tres novelas hoy reseñadas han sido objeto de numerosas traslaciones cinematográficas, de las que os iré hablando -hasta cinco títulos comparecerán en esta crónica- al hacer el comentario particular de cada libro. Como puede verse, mi muy plural propuesta de esta tarde resulta especialmente idónea para estas ya inminentes navidades: más de mil quinientas páginas de espléndida literatura y quince horas de interesante cine constituyen una apetitosa tentación para las muchas jornadas de descanso vacacional que nos esperan.
La biografía de Thomas Hardy resulta, en algunos puntos, reveladora de ciertos aspectos de su obra. Nacido en Dorchester -la capital “real” de su territorio literario- en el seno de una familia humilde, estudiante de arquitectura, aunque no llegó a graduarse, desde muy pronto sintió la vocación literaria, llegando a publicar una quincena de novelas, multitud de relatos cortos, infinidad de poemas y un postrero drama histórico en verso, presentado cuando, decepcionado por las duras críticas y el escándalo suscitado por sus novelas, tachadas a menudo por parte de la rígida sociedad victoriana de su tiempo de “inmorales” (en particular, como luego comentaré, Tess y Jude), resolvió abandonar el género que tanto éxito le había proporcionado y por el que es, finalmente, reconocido como un clásico en el universo literario. En los prólogos a las distintas ediciones de las novelas hoy reseñadas -que se publicaban por entregas y que a veces debieron “aligerarse” de algunos de sus capítulos más polémicos- aparecen comentarios relativos a esos reproches y reacciones adversas en los que trasluce el dolor que le provocaron los furibundos ataques e injustificadas condenas (hasta un obispo llegó a quemar uno de sus libros, una experiencia que me ha curado para siempre de todo interés por seguir escribiendo novelas, como de modo explícito menciona en el preámbulo a la edición de 1915 de Jude el oscuro).
Y sin embargo, pese a las acusaciones (analizadas con los criterios de hoy, infantiles y banales), las de Thomas Hardy son novelas morales. Más allá de la siempre muy bien construida y extraordinariamente sólida estructura de sus obras -deudora, quizá, de su condición de arquitecto, aunque frustrado-, la trama argumental -nunca demasiado compleja o enrevesada, incluso previsible- y sus algo esquemáticos personajes no son otra cosa que el vehículo para mostrar su acerba visión del mundo, para transmitir sus ideas, sus valores, para inculcar en el lector -o, al menos, para hacerle reflexionar sobre ellos- los elementos determinantes de su más bien pesimista pensamiento. Entre ellos están la defensa de una mejor situación de la mujer en la sociedad (Hardy fue un adelantado del feminismo, con unos personajes femeninos espléndidos); la estéril lucha contra un destino que nos determina; el insuperable influjo del negativo azar y la mala suerte; la guerra a muerte entre la carne y el espíritu, entre el pensamiento racional y la fuerza del instinto; el plúmbeo peso de las convenciones sociales, que ahogan los generosos ideales y los nobles sueños de los individuos; el genuino amor enfrentado a la fría institución del matrimonio (del que, al menos en sus obras, repletas de belicosos y bien razonados argumentos en su contra, parece aborrecer; él se casó dos veces, la última con más de setenta años); la inútil voluntad humana enfrentada a la despiadada necesidad material o biológica; las desdichas que pueden ocasionar las esperanzas y aspiraciones frustradas; el conflicto entre naturaleza y civilización y el consiguiente choque entre ley civil y ley natural; los avances del progreso y la destrucción de la vida sencilla y elemental, con el telón de fondo de la revolución industrial; la pérdida de las tradiciones, el folklore, las costumbres, los lazos sociales y hasta las construcciones vinculadas a la tierra, enraizados durante siglos en los entornos locales, y su sustitución por -ya entonces- el desarraigo que conlleva la rapidez y la itinerancia de los tiempos modernos; el fragor de la ciudad y el silencio del campo (es siempre excepcional en sus obras la recreación del ambiente, del paisaje, el reflejo del paso de las estaciones, del clima y los fenómenos atmosféricos, de la flora y la fauna); las injusticias sociales y las inaceptables condiciones de vida y de trabajo de los desheredados, tanto en los campos (son magistrales las “escenas” en las que se describen las faenas agrícolas, los sembrados rebosantes, la siega, los almiares henchidos, el generoso esfuerzo de los campesinos; tal y como podréis comprobar en el fragmento de Tess que os dejo como cierre) como en las deshumanizadas fábricas; la genuina inclinación por el saber y la educación y la dificultad de su acceso en la época -casi su proscripción- para una inmensa mayoría de la gente.
Todas estas preocupaciones teóricas del autor están presentes en el discurrir de las tres novelas que ahora paso a reseñar, coincidentes en un enfoque subyacente, teñido de infausto determinismo, que las recorre y que las convierte en terribles dramas, en tragedias atroces con desenlaces desgraciados. Porque Hardy es un fatalista; a medida que se avanza en la lectura de sus novelas uno sabe que todo lo que puede ir mal será a la postre funesto y aciago, que la situación que viven en el presente sus infelices protagonistas empeorará irremisiblemente -salvo excepciones escasas-, pues en esa lucha contra el destino el pobre ser humano siempre pierde. Reflejando esa dimensión especulativa, sus historias -escritas en un registro estilístico realista y formal, muy pulcro y refinado- aparecen, además, surcadas por una sutil malla de referencias intelectuales, citas cultas, literarias y religiosas, reflexiones filosóficas y agudas muestras -en ocasiones también algo oscuras- de sus penetrantes e intencionados razonamientos o su inteligente juicio crítico.
Lejos del mundanal ruido supuso, en 1874, el primer gran éxito para su autor, con un notable reconocimiento que llegó ya desde su inicial publicación como folletín en una revista de la época. En su título original, Far from the madding crowd, con su explícita alusión a la locura (del mundo moderno), ya se reconocen los pilares básicos del discurso teórico de Hardy, que acabo de resumir. La historia que se nos cuenta es, en sí, más o menos trivial. Bathsheba Everdene, una de las grandes heroínas de la literatura del británico, hereda, a la muerte de su tío, la mayor granja del pueblo de Weatherbury (merece la pena reseñar, en un paréntesis incómodo pero necesario, que la magnífica edición de Alba incluye un mapa de la región, con la ubicación en la geografía del sur de Inglaterra de todas las localidades citadas en el libro, así como una tabla en la que, en paralelo, se relacionan los topónimos que aparecen en el libro con sus correlatos “reales”: el Weatherbury de Wessex es así Puddletown en su denominación “en el mundo”). Hay tres personajes masculinos enamorados -de una u otra forma: capricho, interés, pasión, amor genuino- de la joven y bella propietaria: Gabriel Oak, un individuo íntegro y honesto, que se nos presenta como hacendado al comienzo del relato pero al que un mal golpe de suerte ha condenado a ganarse la vida como pastor de los rebaños y hombre para todo en la finca de Bathsheba; el terrateniente Boldwood, maduro, soltero y algo anodino, aunque de posición económica muy solvente; y el sargento Troy, guapo, frívolo, seductor y amante de las mujeres. Bathsheba, objeto del interés y de los intentos de aproximación -de distinta índole: agresivos, tímidos, respetuosos, pacientes, impulsivos, según los casos- de los tres, acabará decantándose por alguno de ellos y, sin querer desvelar los entresijos de la trama, se equivocará una y otra vez, inocente y torpemente, como es, ya se ha dicho, “norma de la casa” en la literatura de Hardy.
Sin profundizar más en el desarrollo de la línea argumental, sí quiero comentar que en la novela resaltan especialmente algunos de los ejes temáticos que ya he destacado como rasgos generales de la novelística del autor. En particular, en este caso sobresalen la construcción, que podríamos llamar protofeminista, del personaje de Bathsheba, las reflexiones sobre los acelerados cambios en el mundo (Esta escena actual en un marco de cuatrocientos años de antigüedad no producía ese claro contraste entre lo antiguo y lo moderno implícito en el paso del tiempo. En comparación con las ciudades, Weatherbury era inmutable. El «entonces» del ciudadano es el «ahora» del campesino. Lo ocurrido en Londres hace veinte o treinta años forma parte de la antigüedad; en París basta con cinco o diez años. En Weatherbury los tres o cuatro últimos años formaban parte del presente y hacía falta como mínimo un siglo para dejar algún rastro en la faz o en el pulso del lugar. Cinco décadas apenas modificaban el corte de unas polainas o el bordado de un vestido, siquiera mínimamente. Diez generaciones no bastaban para alterar el significado de una frase. En estos rincones de Wessex, lo que para el forastero atareado son tiempos antiguos, aquí tan sólo son viejos; sus viejos tiempos siguen siendo nuevos; su presente es futuro), el juego naturaleza/cultura o campo/ciudad (Aunque en cierto modo podía considerársela una mujer de mundo, éste era, a fin de cuentas, el mundo de los círculos al aire libre y las alfombras verdes sobre las que el ganado hace las veces de multitud y los vientos de murmullo; el mundo donde una tranquila familia de conejos o de liebres vive al otro lado de la pared donde transcurre la fiesta, donde tu vecino es cualquier miembro de la parroquia y el cálculo se limita a los días de mercado. De los gustos artificiales y la buena sociedad sabía más bien poco), el consabido encono en la crítica al matrimonio y los habituales pensamientos sobre los principios morales y el destino (Pero la vida a veces es así, y no sucede lo que esperamos —añadió, con la serenidad de un hombre habituado al infortunio, más que aniquilado por éste).
En relación con el feminismo de Bathsheba, una de las notas relevantes del libro que ahora quiero subrayar, os ofrezco algunas significativas muestras, en cierto modo sorprendentes dada la época, de su radical y hasta combativa -al final no lo será tanto- independencia: Recordad que ahora tenéis un ama en lugar de un amo. Todavía no sé si tengo talento para dirigir una granja, pero lo haré lo mejor posible, y si vosotros me servís bien, sabré recompensaros. Si hay entre vosotros algún desleal (espero que no sea así), que no piense que porque soy mujer no entiendo la diferencia entre los tejemanejes y lo que está bien. También: Es difícil para una mujer definir sus sentimientos en un lenguaje creado principalmente por el hombre para expresar los suyos. De manera aún más explícita: No quiero que nadie me domestique. Soy demasiado independiente. O, por fin: Ahora se odiaba a sí misma. En otro tiempo había albergado un secreto desprecio por las muchachas que se convertían en esclavas del primer hombre guapo que les dijese algo. Nunca le había agradado la idea del matrimonio en abstracto, como a la mayoría de las mujeres a quienes conocía. Sumida en un torbellino de pasión por su amante, había aceptado casarse con él, pero, incluso en los momentos más felices, sentía que se había sacrificado, en lugar de ganar y recibir honores. Aunque no conocía siquiera el nombre de esa divinidad, Diana era la diosa a quien Bathsheba instintivamente adoraba. Que nunca, con miradas, palabras o gestos había incitado a un hombre a acercarse a ella, que siempre se había sentido autosuficiente y, en la independencia de su corazón de muchacha, había intuido cierta degradación en el hecho de renunciar a la sencillez de su vida de soltera para convertirse en la humilde mitad de un indiferente todo matrimonial, eran circunstancias que ahora recordaba con amargura. ¡Ojalá no hubiese cometido semejante locura, por respetable que fuese! ¡Ojalá pudiera volver a detenerse en la cima de la colina de Norcombe y desafiar a Troy o a cualquier otro hombre a contaminar un sólo pelo de su cabeza con ese tipo de intromisiones!
Hay dos versiones cinematográficas recomendables de Lejos del mundanal ruido, ambas manteniendo el título original de la novela. La primera, dirigida por John Schlesinger en 1967, cuenta en el reparto con grandes nombres del cine británico, como Julie Christie, Terence Stamp, Peter Finch y Alan Bates, octogenarios los dos primeros y fallecidos ya los últimos. La segunda, más reciente, de 2015, es obra del director danés Thomas Vinterberg, uno de los fundadores del controvertido movimiento Dogma, con la deslumbrante Carey Mulligan en el papel protagonista y Matthias Schoenaerts, Michael Sheen y Tom Sturridge, en los de sus insistentes admiradores. Las dos películas son valiosas e interesantes y verlas proporciona innumerables motivos y ocasiones para el disfrute, aunque inevitablemente ambas están por debajo de la calidad y la riqueza de la obra literaria. Más allá de sus distintos enfoques y de la común imposibilidad de resolver satisfactoriamente las necesarias elipsis que exige una novela muy extensa y con multitud de vertientes, sobresale, en la más reciente, la formidable dirección artística -tan british-, los magníficos escenarios y localizaciones y la deslumbrante fotografía. En el film de Schlesinger destaca que, al ser su duración más larga -cercana a las tres horas-, “caben” en él algunos episodios relevantes de la novela que no se recogen en la de Vinterberg. Sin embargo, la cinta es deudora de algunos de los peores tics cinematográficos de los 60: abuso del zoom y las panorámicas desquiciadas, absurdo recurso a la cámara lenta en alguna secuencia y, sobre todo, escenas delirantes -sin “utilidad” narrativa alguna-, rozando la psicodelia, como la de los disparatados ejercicios del sargento Troy -un jovencísimo y desatado Terrence Stamp- con su muy fálico sable. Pese a todo, entrañable película.
Tess de los d'Urberville, que se publicó con el subtítulo, también muy indicativo, de Una mujer pura, se inicia cuando el holgazán y algo borrachín John Durbeyfield recibe la noticia de que su apellido es en realidad una deformación de d’Urberville, una noble familia normanda de los tiempos de Guillermo el Conquistador. Envanecido por su recién “adquirida” y linajuda condición, espoleado por su ambiciosa mujer, decide poner en contacto a Tess, la más atractiva de su larga progenie, que vive en la granja familiar su sencilla vida de campesina y alimenta sus esperanzas de ser maestra, con otros representantes del señorial patronímico. Y a partir de ahí, y de nuevo manteniendo la discreción sobre los detalles de la trama, se desenvuelve la esperable sucesión de desgracias de la infortunada muchacha, otra de las inolvidables heroínas “hardyanas”, que aparece, en cierto modo, como emblema de la época que el autor quiere retratar (Con un lenguaje personal, y un poco de ayuda de su educación de sexto grado, expresaba unos sentimientos que casi podía decirse que eran los de la época: el dolor de la modernidad). El relato de las vicisitudes de su vida -de sus desdichas y padecimientos-, llena de azares y sorpresas y cambios imprevistos y situaciones extremas y desenlaces inesperados (Una vida palpitante que, en sus pocos años, había llegado a conocer muy bien el polvo y las cenizas, la crueldad del deseo carnal y la fragilidad del amor), avanza entre consideraciones sobre la incapacidad de la inteligencia, la voluntad, la belleza y el talento natural para superar las arbitrarias e injustas reglas sociales; el sometimiento que las rígidas creencias religiosas imponen a la libertad de pensamiento; el asfixiante peso de los prejuicios y las convenciones (Eran los prejuicios sociales, no sus sentimientos innatos, la causa principal de su sufrimiento); el choque entre los apetitos naturales y las represivas normas de la sociedad; el cuestionamiento de la absurda moral imperante (¿Quién era el hombre moral? Y, una pregunta aún más pertinente, ¿quién era la mujer moral? La belleza o la fealdad de una persona no residían únicamente en lo que ha logrado, sino en sus intenciones y sus impulsos; su verdadera historia no debía buscarse en las cosas hechas, sino en las deseadas); la consideración de la nobleza de los propósitos, más “verdaderos” que los actos, siempre condicionados por las circunstancias y el destino (Juzgar por sus intenciones y no por sus actos); el determinismo -la “predestinación”- que imponen los orígenes y el linaje (Familias decadentes implican voluntades decrépitas y conductas decadentes); la radical igualdad por la que deberíamos ser medidos todos los seres humanos (iguales en lo esencial, en el terreno de la naturaleza o de las emociones: penas, placeres, sentimientos, nacimiento, muerte y vida eterna eran los mismos para todos); el sinsentido de la vida (Todo es vanidad. Repitió estas palabras mecánicamente, hasta que llegó a la conclusión de que aquel pensamiento era impropio de los tiempos modernos. Salomón había pensado eso hacía más de dos mil años; ella, aunque no estuviera en la vanguardia de los pensadores, había ido mucho más lejos. Si todo fuese solo vanidad, ¿quién se preocuparía? Todo era, por desgracia, peor que la vanidad: injusticia, castigo, abusos y muerte); el frenesí de la vida moderna y los cambios que conlleva la implantación de las máquinas (La vida moderna extendía hasta aquí sus tentáculos de vapor); la dureza de las condiciones de trabajo en el campo y la explotación de los campesinos (Como muchos otros que hoy viven olvidados en nuestras aldeas y se ganan la vida trabajando en el campo, esos que se llaman “hijos de la tierra”); y, por encima de todo, el ansia de dicha, el anhelo de amor, los sentimientos nobles, el deseo de felicidad, la fuerza, la vida que bulle en el corazón de la muchacha y que pugnará por fluir y realizarse, vanamente, en su infortunada existencia: De un tiempo a esta parte, solo había visto vida, solo había sentido el inmenso y apasionado pulso de la existencia, indoblegable, imperturbable, libre de las ataduras de aquellas creencias que en vano intentan erradicar lo que la sabiduría se contenta con moderar. Y también: El “apetito de dicha” que anima a todos los seres vivos, esa fuerza tremenda que empuja a la humanidad hacia sus fines, como arrastra la corriente el alga indefensa, escapaba al dominio de las vagas elucubraciones sobre la norma social. O, por último: Tal vez fuera una pasión excesiva para la condición humana: demasiado ardiente, desenfrenada, aniquiladora.
Sobre la base de la novela hay dos obras fílmicas -cinematográfica la primera, televisiva la segunda- altamente interesantes. En 1979, Roman Polanski dirigió Tess, protagonizada por Nastassja Kinski y con Leigh Lawson y Peter Firth como principales acompañantes. Pese a su extensión, casi tres horas, volvemos a encontrarnos con la dificultad de trasladar a la pantalla la multiplicidad de planos de un libro magistral. Eso sí, la inocencia, la frescura, la perplejidad y el desconcierto de una Nastassja Kinski bellísima en sus apenas dieciocho años permiten disfrutar, con gran riqueza de matices, de la personalidad de la heroína de Hardy. Os recomiendo también una estupenda serie británica, de la BBC, emitida por primera vez en 2008. Con el mismo título de libro, la serie, de cuatro horas de duración, cuenta con Gemma Arterton, Hans Matheson y el ahora bien conocido Eddie Redmayne en sus papeles principales. Como siempre, la solvencia artística de los productos de la emisora inglesa recrea la obra literaria de un modo admirable.
Jude el oscuro es, de las tres que hoy os presento, la que puede encajar más abiertamente en la rúbrica de “novela de tesis” que tan aplicable resulta a las producciones literarias de Hardy; un texto en el que, más allá de la configuración de los personajes o el desarrollo de la trama, son las ideas que el autor quiere defender las verdaderas protagonistas del libro. Aquí están todos los leitmotivs de su obra llevados al extremo, manifestados de un modo insistente y radical, subrayado y explícito. Principalmente nos encontramos ante un furibundo alegato, repleto de reflexiones, argumentos y razonamientos -intercalados de denuestos, exabruptos y diatribas- en contra del matrimonio, de cuyos males potenciales, su inconveniencia, sus contrasentidos, no se nos ahorran detalles. Mis notas de lectura están repletas de citas recogiendo esta exaltada -aunque, con perspectiva de hoy, razonable y anticipadora- toma de posición frente a una institución que ya en el siglo XIX se mostraba caduca y con atisbos de irracionalidad. Reprimiré mi natural tentación de transcribíroslas íntegramente aunque sí quiero dejaros una sola muestra como ejemplo, bien representativa de su vigencia actual y no exenta de humor (un rasgo -la ironía- que aparece con frecuencia cuando Hardy habla del matrimonio, pese a tratarse de una cualidad prácticamente inexistente en la literatura de nuestro invitado de hoy, siempre tan enfático y discursivo): Resulta extraño a la naturaleza del hombre amar toda la vida a una persona porque se le ha dicho que debe y tiene que estar enamorado de esa persona. Probablemente habría más posibilidad de que lo hiciera si se le dijese que no lo amara. Si la ceremonia de matrimonio consistiera en el juramento y la firma de un contrato por ambas partes comprometiéndose a no amarse a partir de esa fecha, por haber sido autorizada la posesión, y a evitar lo más posible estar juntos en público, habría más parejas de enamorados de las que hay hoy en día. ¡Figúrate la de citas clandestinas que tendrían el marido y la mujer perjuros, la de veces que negarían haberse visto, que treparían a las ventanas de los dormitorios y se esconderían en los armarios! Entonces habría muy pocas relaciones frías.
Además, están presentes el resto de sus obsesiones: la irreconciliable oposición entre estado de naturaleza y vida civilizada; el genuino impulso sexual domesticado por las instituciones artificiales; las deficientes fórmulas sociales que no sirven para organizar las vidas de quienes quieren seguir sus propias inclinaciones sin hacer daño a nadie; las absurdas leyes y anacrónicas normas que nos hacen desdichados; la hipocresía de la religión y de los caprichosos preceptos de las Iglesias; la libertad personal frente a la imposición pública; la confrontación entre instinto y principios; la independencia de criterio frente a los esclavizadores códigos sociales; la mezquina cuestión de la paternidad y la insensatez de traer niños al mundo (porque somos demasiados; como afirmará ese aterrador personaje secundario, Pequeño Tiempo); la general opresión de la sociedad que considera inmoral e impide a las gentes el vivir a su manera; la rabiosa invectiva contra el espíritu de clase, el patriotismo y demás supuestas virtudes en el fondo limitadoras y reduccionistas; la necesidad de una igualdad de oportunidades perseguida a través de la enseñanza y la educación; el cruel fatalismo contra el que los pobres seres, los “oscuros”, no pueden luchar (hay una nube que se cierne sobre nosotros, “aunque no hemos ofendido a ningún hombre, ni hemos corrompido a ningún hombre, ni hemos engañado a ningún hombre”); el escepticismo frente a la verdad libresca -la letra mata, reza la cita inicial-, vana ideación teórica de imposible aplicación práctica; el Destino inexorable y fatal (No se puede hacer nada. Las cosas son como son y van a parar al fin que les está destinado); la bondad de las ideas, la nobleza de las aspiraciones, la legitimidad de los sueños, las esperanzas y las ilusiones deseadas… todo inútil, todo vano, ¡Todo me lo ha triturado la espantosa muela de la realidad!
En este marco intelectual de referencia se desarrolla una trama argumental con apreciables semejanzas con las de las otras dos novelas. Un personaje central masculino, Jude -aunque pronto el foco se desplazará hacia la principal figura femenina, Sue Bridehead-, a cuya vida asistiremos, desde que, niño solitario sin padres y criado por una huraña tía, fabula con seguir los pasos de su maestro, el señor Phillotson, estudiando en Christminster -el trasunto “wesseniano” de Oxford- para ordenarse sacerdote, hasta que acaba tristemente sus días después de una breve existencia hecha, sobre todo, de desgracias y sinsabores, en la acostumbrada sucesión de infortunios que constituyen la base de las historias de Thomas Hardy. Jude, un ser sensible, un niño -y después un hombre- de una bondad casi inverosímil, un inocente, un blandengue, el clásico tipo al que le toman el pelo, aguantará con estoicismo los dolorosos embates que le infligirá la existencia, en la que solo el trato con su prima Sue le proporcionará los escasos momentos de dicha -también los de indecible tortura- de su “oscura” vida. Por su parte, Sue es una mujer muy atractiva, independiente, libre en apariencia de convencionalismos, culta pese a su falta de instrucción formal, inteligente y sensible (su inteligencia brilla como el diamante, mientras la mía parece papel de estraza, se quema sin arder en llama… ¡Está por encima de mí!, dice de ella su primo), pero también algo infantil e inconsistente, capaz por ello de trastornar la vida de los hombres (y así lo hace, al menos con dos de ellos) por su frialdad, su pretendida falta de sensualidad, sus dudas, sus miedos y, sobre todo, su irritante -también para el lector- volubilidad e indecisión.
Jude, así a secas, es el título de una película dirigida en 1996 por Michael Winterbottom, que constituye una notable traslación de la novela. Cuenta con una muy joven Kate Winslet, y con Christopher Eccleston, Liam Cunningham y Rachel Griffiths en su reparto. Como los demás títulos comentados, sus guionistas se ven obligados a “adelgazar” las muchas dimensiones del libro reduciéndolas a la más escueta trama argumental. Sin embargo, en este caso, Winterbottom no ha elegido la estilización estética -admirable, por otro lado- de la película de Vinterberg, para optar por un naturalismo más descarnado, más “sucio”, más realista, también interesante.
En fin, como veis, son incontables los motivos para el placer intelectual que encierra mi muy plural propuesta de esta tarde. Seguro que si os decidís a atenderla tendréis aseguradas muchas horas de animado y gozoso disfrute. Como complemento musical a esta reseña os dejo con Let no man steal your thyme, un bellísimo tema tradicional británico, del folklore irlandés que interpreta la propia Carey Mulligan con Michael Sheen en la banda sonora de Craig Armstrong para la versión cinematográfica de Lejos del mundanal ruido de 2015.
La máquina dejaba el trigo cortado en pequeños montones del tamaño necesario para formar un haz, y de estos se ocupaban en la retaguardia los agavilladores: mujeres sobre todo, aunque había también algunos hombres que llevaban camisas de cuadros y los pantalones sujetos a la cintura con correas de cuero, de tal suerte que eran superfluos los dos botones de atrás, centelleantes y encendidos con los rayos de sol a cada movimiento de su dueño, como un par de ojos en la parte baja de la espalda.
Pero eran ellas las más interesantes de esta cuadrilla de agavilladores, por el encanto que cobra la mujer cuando se vuelve parte de la naturaleza y deja de ser un mero objeto recluido en el hogar como de costumbre. Un campesino en el campo es una personalidad; una campesina es parte del campo: ha perdido en cierto modo sus contornos para imbuirse de la esencia del paisaje y asimilarse con ella.
Las mujeres -o mejor dicho, las mozas, pues eran en su mayoría jóvenes- llevaban sombreros de algodón con grandes velos que aleteaban y las protegían del sol, y guantes para no arañarse con los rastrojos. Una llevaba una chaquetilla rosa claro, otra un vestido de color crema de mangas ceñidas, otra una falda tan roja como las aspas de la segadora; y las demás, las mayores, el tosco sayo o bata marrón -la indumentaria clásica y más propia de las campesinas- que las jóvenes ya iban abandonando. Esta mañana, las miradas se dirigen sin querer a la muchacha de la chaquetilla rosa, por ser las más grácil y la de mejor figura de todas. Lleva el sombrero tan calado en la frente que el rostro queda oculto cuando la moza dobla la cintura, aunque se adivina el color de su tez por un par de mechones de pelo castaño, sueltos por detrás del velo. Si llama tanto la atención es quizá porque no la busca, mientras que las demás no dejan de mirar a su alrededor.
Desempeña su tarea con la monotonía de un reloj. De la última gavilla atada saca un puñado de espigas y les da un golpe con la palma de la mano izquierda, para igualar su longitud. Se inclina luego, avanza y recoge las mieses con las dos manos, las apoya contra las rodillas y pasa la mano izquierda enguantada por debajo del manojo hasta encontrarse con la derecha al otro lado y abrazar la gavilla como una amante. Junta luego los dos extremos del puñado que ha sacado y se arrodilla sobre el haz para atarlo con ellos, sacudiéndose las faldas cada vez que el viento se las levanta. Una parte del brazo desnudo asoma entre el guante de cuero y la manga del vestido, y, conforme avanza el día, los rastrojos arañan su delicada piel femenina, que sangra.
De vez en cuando se yergue a descansar y se ata el mandil suelto o se endereza el sombrero. Se vislumbra entonces el rostro ovalado de una joven atractiva, de ojos profundamente oscuros y largas trenzas, que parecen aferrarse, suplicantes, a todo cuanto rozan. Las mejillas son más pálidas, los dientes más regulares y los labios más finos de lo normal en una campesina.
Es Tess Durbeyfield, o d’Urberville, algo cambiada: la misma, aunque no la misma; en esta etapa de su existencia vive como una extraña en su pueblo natal, aunque no fuese aquella tierra extraña para ella. Tras un largo período de reclusión, ha decidido esta semana salir a trabajar, ahora que ha llegado la época de mayor actividad del año en los campos y ninguna labor que pueda hacer en casa le ofrece un jornal como el que gana con la cosecha.
Thomas Hardy. Lejos del mundanal ruido
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