ÁLVARO CUNQUEIRO. AL PASAR DE LOS AÑOS
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de literatura de Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde se acomoda a un aniversario redondo, una excusa, esta de las efemérides, bastante habitual en nuestro programa. Y es que nuestro invitado de hoy, Álvaro Cunqueiro, murió en Vigo el 28 de febrero de 1981, por lo que el pasado domingo se cumplieron los cuarenta años de su fallecimiento. En diciembre de este 2021 tendremos ocasión de celebrar, también, los ciento diez años (no ciento veinte, como erróneamente afirmo en la emisión radiada) de su nacimiento.
Cunqueiro es un escritor que me entusiasma y al que llevo leyendo desde que yo era un crío (una buena prueba de esa pasión es que, contando la de esta tarde, será el único autor que sume tres participaciones en nuestro espacio). El polifacético creador -poeta, ensayista, dramaturgo, novelista, periodista- mindoniense (su Mondoñedo natal aflora más de una vez en su obra: Ahora tengo en los ojos toda la melancolía y en el oído todo el silencio de Mondoñedo, escribe), ya había aparecido en el programa hace ahora casi siete años, en julio de 2014, con Por el camino de las peregrinaciones, una interesante recopilación de artículos periodísticos sobre la ruta jacobea, publicada por la editorial Alba. Antes, a finales de 2011, os presenté el magistral Las historias gallegas, una edición, formalmente muy defectuosa, de la editorial Paréntesis que albergaba en su seno, en cambio, una obra deslumbrante que incluye sesenta y siete semblanzas de personajes gallegos imaginarios en cuyos “retratos”, rezumando magia e inventiva, Cunqueiro supo captar el espíritu esencial de la galeguidade.
El extenso volumen -más de ochocientas páginas- que ahora quiero proponeros es Al pasar de los años. Artículos periodísticos (1930-1981), una edición ejemplar, como lo son todos los títulos de su insuperable catálogo, de la Biblioteca Castro, la creación emblemática, el buque insignia, de la Fundación José Antonio de Castro, que lleva un cuarto de siglo publicando los grandes clásicos españoles con pulcritud y rigor sobresalientes. La Biblioteca Castro había recogido en 2011, en dos recopilaciones excepcionales, la obra literaria completa en castellano de Cunqueiro, con sus novelas mayores, Merlín y familia, Las crónicas del Sochantre, Las mocedades de Ulises, Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas y Flores del año mil y pico de ave, en el tomo primero, y Un hombre que se parecía a Orestes, Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca, El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes, La otra gente, Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, entre otros libros, cuentos, poesía y ensayo, en el segundo. Os recomiendo vivamente, antes de entrar en el análisis de mi sugerencia de hoy, cualquiera de esos títulos que, por separado, aún pueden encontrarse, en las viejas ediciones de Destino, dentro de su legendaria colección Áncora y Delfín, en librerías de viejo (y en mi biblioteca, donde están todos esos ejemplares magníficamente editados, con encuadernaciones bien sólidas, portadas preciosas y presentación, en general, acogedora y hasta entrañable). Las dos compilaciones corren a cargo de Miguel González Somovilla que introduce cada libro con un bien informado, interesante y esclarecedor estudio preliminar.
Así ocurre también con este Al pasar de los años, en el que podemos disfrutar de un amplio (cerca de cien páginas) e ilustrativo prólogo del responsable de la edición, una sucinta aunque necesaria cronología de la vida y obra del autor, un también reducido pero muy curioso álbum fotográfico, y una bibliografía “esencial”, bien nutrida pese al modesto adjetivo. Además, y a modo de epílogo tras las diez apetitosas secciones que integran el grueso del libro y de las que más adelante os hablaré, el volumen se cierra con un nuevo artículo de Somovilla y otros tres de Francisco Umbral (en realidad una entrevista con el escritor), Francisco Carantoña y Juan Cueto, a cual más sugestivo.
Álvaro Cunqueiro fue un escritor excepcional, dueño de una prosa muy personal, singular e inconfundible, cualquier lector mínimamente familiarizado con su obra reconoce de inmediato un texto suyo. Dotado de una erudición portentosa (yo no soy un erudito, por eso pido perdón si alguna vez me encuentran como tal; a mí lo que me gusta es contar llano y seguido, fantástico y sentimental a la vez; lo que pasa es que a veces está uno distraído), políglota -leía con soltura en francés e inglés, aparte de en gallego y castellano, sus dos lenguas maternas (aunque en sentido literal sólo lo sea el gallego, que aprendió de su madre)-, sus textos (también los periodísticos) rezuman imaginación e inventiva, inteligencia y sensibilidad, magia y humor, sonando siempre muy íntimos y cercanos, tanto cuando recrea la realidad inmediata de su tierra gallega (hoy sorprenden por su actualidad los artículos sobre la contaminación, la fealdad arquitectónica moderna, los incendios, las catástrofes ambientales en los mares), o sus mitos, sus costumbres, sus paisajes y, sobre todo, su paisanaje, como cuando, trascendente, se adentra en el territorio de sus sueños e idealizaciones, sus recreaciones históricas -a menudo ficticias, en todo o en parte-, o sus paseos por los mundos literarios pretéritos (en particular obras medievales casi ignotas), que siempre son un prodigio de saber y fantasía (valga el oxímoron). En cualquiera de estos ámbitos, afloran los postulados básicos que definen su oficio de escritor: la importancia dada a lo literario (siempre tuve la tendencia de transformar la noticia más urgente en literatura); la imperiosa necesidad de la invención (que se manifiesta en la feraz creación de universos quiméricos, regidos por misteriosas y aparentemente inexplicables concatenaciones de fenómenos no siempre regidos por la racionalidad: islas subterráneas, tabernas ancladas en mitad de los océanos, siglos que transcurren en segundos, ángeles, sirenas o fantasmas, a propósito de los cuales comenta la propensión gallega a creer en ellos, pues los fantasmas, como es sabido, nunca son tales, sino otra forma del entendimiento de la realidad); la exigencia, en él natural, de transformar en fecunda poesía la estricta y roma realidad (vacas o paraguas que hablan, pajarillos que “esconden” bellas damas, mujeres a las que se ceba pues su gordura ahuyenta los rayos, entre cientos de ejemplos); el descrédito de una historia hecha solo de datos y fechas y que desprecia las intimidades del alma de las gentes (habría que decirles a los historiadores que aprendiesen a escribir la historia teniendo en cuenta los humanos apetitos y los sueños); el rechazo a la erudición vana, desprovista de humanidad (cuando cifra un hecho histórico en el año mil doscientos, añade… “y pico”, y aún apostilla… “de ave”, porque, rebelde ante el frío academicismo imperante, considera que una de las obligaciones más claras de los poetas es dejar pasmados a los eruditos y los cronólogos); la alegría y el optimismo (yo creo que toda hora es alba), la esperanza y el entusiasmo (soy de la tribu de los esperanzados y los nostálgicos), frente a la angustia, la desesperación y el existencialismo nihilista de los habitantes de la ciudad del desasosiego contemporánea, sumidos en el pesimismo y la tristeza constantes (tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra… y por ello los condena Dante a su Inferno); la ya mencionada presencia del humor (como cuando relata, al referirse a una primera novela infantil, ambientada en el Lejano Oeste, cómo hizo hablar a los rostros pálidos en castellano y en gallego a unos indios sioux -siux en su grafía- que se relamen comiendo requesón azucarado); la reivindicación de los pasados siglos, más lentos, más sabios, más puros, más sencillos, más limpios; la mirada tierna y compasiva, la proximidad y la comprensión hacia lo auténticamente humano (cuando glosa El bosque animado, de Wenceslao Fernández Flórez, confiesa, a mi juicio de un modo muy revelador, que él mismo posee la ternura un poco infantil necesaria para gustar sus historias); el papel destacado de la ilusión y los sueños, que tienen más relevancia en nuestras vidas que los comunes afanes del día a día: no se fracasa por no llegar a ser ingeniero de caminos, sino por no encontrar debajo de la quinta roca el tesoro fosforescente (…) se fracasa por los sueños; el elogio de la simplicidad, de los placeres sencillos, de la felicidad que emana de los pequeños detalles (Montaigne, como nosotros, hablaba de Guevara, paseaba, tomaba el sol y bebía un cuartillo de rojo vino. Más o menos, esto es todo); la magia oculta tras los acontecimientos cotidianos (como cuando ensalza a Lence-Santar, periodista de Mondoñedo, su antecesor en el cargo de cronista de la ciudad, que mandaba a El Progreso de Lugo las noticias que él consideraba más urgentes para sus conciudadanos: Ha venido prematuramente la primavera. Se han vendido en la plaza los primeros guisantes y en el huerto de quien esto escribe han florecido las primeras clavelinas, sabedor, como el propio Cunqueiro, de la verdadera jerarquía de valores de las cosas); la trascendencia que concede, en el mismo sentido, a su humilde profesión de periodista, orgulloso de la modesta capacidad transformadora de su oficio (Lo más propio mío es sumar noticias que muestran lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llamamos la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar en lo que me sea posible y aun bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón a continuar); la voluntad de encandilar y seducir con las historias (la intención última es encantar con la palabra, como el encantador de serpientes con la flauta); el amor a Galicia y el profundo entendimiento de lo gallego, manifestados de continuo sea cual sea el asunto objeto de su atención; y, por último, y a fuer de pecar de redundante, la conciencia de que las verdades que todos, de una manera u otra, perseguimos en nuestras esforzadas existencias (aunque si hay una palabra anticunqueirana es “esforzado”) tienen más que ver con la imaginación que con la realidad, como queda de manifiesto cuando, a propósito de Josep Pla, escribe, en dictum que le puede ser aplicado sin cambiar una coma: la veracidad de Pla es la veracidad de su mirada, no la de la realidad circundante. Esta cualidad esencial de la imaginación como elemento definitorio de su obra, sobresale en el magnífico artículo Mi obispo Guevara, publicado en El Noticiero Universal en febrero de 1975, en el que ensalza la figura del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, al que Cunqueiro leyó mucho desde joven, encontrando en él un referente cercano, señalando que es uno de los más sabrosos escritores de las letras castellanas, gran imaginativo, que sobrándole a él mismo pareceres y sentencias, los ponía en boca de filósofos y sabios antiguos, reyes y tiranos, y no bastándole la nómina grecolatina, aún inventó reyes que no hubo, sabios que nadie conoció y sucesos de los que no hay noticia en las historias, en un “retrato” en el que, sin dificultad, podemos ver la figura del propio escritor.
El libro que ahora os presento se centra en una de las más destacadas manifestaciones del genio literario de Álvaro Cunqueiro, sus artículos periodísticos. Sus primeras colaboraciones en prensa datan de 1930, cuando contaba apenas diecinueve años, y desde entonces su participación en periódicos, revistas, semanarios y hasta programas de radio fue una constante en su vida. Subraya el compilador que hasta tres artículos aparecieron en otros tantos medios en los días posteriores a su muerte, enviados puntualmente por un cumplidor Cunqueiro horas antes de su fallecimiento. Yo me recuerdo con trece o catorce años leyendo, a medias deslumbrado y a medias perplejo, una de sus secciones más reconocibles, El envés, que casi cada día aparecía en la contraportada del Faro de Vigo. Al pasar de los años recoge doscientas muestras (sesenta y ocho de ellas inéditas en libro) de un total -en cálculo aproximado pero fiable del antólogo, que califica el dato de prudente- de veinte mil artículos escritos por el autor (que redactaba, al parecer, dos o tres colaboraciones por día en su vetusta Smith Premier 10, heredada de su padre y cuya foto se incorpora a la edición) y que pueblan, muchos aún sin inventariar, las hemerotecas españolas. Entre ese inaugural 1930 y 1981, año de su muerte, Cunqueiro dejó su firma en más de cincuenta periódicos y revistas, gallegos y del resto de España, singularmente de Madrid y Barcelona. La presente antología aporta textos del citado Faro de Vigo (territorio natural de las expansiones periodísticas del autor), Tribuna Médica, Jano, Medicina y Humanidades, La Voz de Galicia, Sábado Gráfico, El Progreso, El Noticiero Universal, El Pueblo Gallego (cuya redacción estaba al lado de mi casa de la infancia, y en cuyos bares aledaños -en particular en el legendario Eligio- podía verse a Cunqueiro dando rienda suelta a otra de sus grandes pasiones, más allá de la escritura, la gastronómica), Vértice, La Noche (cantaban los vendedores callejeros de periódicos en Vigo: “La noooocheeee", y los niños les contestábamos, irreverentes, “Tu paaaadre en cocheeeee”), La Estafeta Literaria, Vallibria, Los Cuadernos del Norte, Finisterre, Destino, El Sol, Era Azul, Primera Plana, Ya y Radio Nacional de España.
Quiero, antes de abordar el análisis del libro reseñado, aprovechar la ocasión para recomendaros otros repertorios, relativamente recientes, de la inabarcable obra del Cunqueiro articulista. De entre más de una decena de ellos, destacan los seis volúmenes monográficos con los que cuenta la editorial Tusquets en su extenso y variado catálogo: Fábulas y leyendas de la mar, Tesoros y otras magias, Viajes imaginarios y reales, Los otros caminos, El pasajero en Galicia y La bella del dragón, que recogen un copioso número de artículos (algunos de ellos presentes en la antología que ahora os comento) organizados en torno a las muy variadas temáticas a la que aluden sus nítidos títulos.
Entrando ya en el repaso aproximado de las diez grandes secciones del libro, y en consonancia con la esencial condición de poeta de Álvaro Cunqueiro (siempre poeta, pienso, incluso en su abundante obra prosística) que subraya, por encima de otras, Miguel González Somovilla, la antología se abre con un apartado, En el principio fue el verso, en el que podemos leer una veintena de artículos dedicados por su autor al comentario y la glosa de la personalidad o la obra de algunos de sus poetas favoritos, de épocas y procedencias diversas y pertenecientes a tradiciones literarias muy diferentes: los trovadores medievales galaicoportugueses, los surrealistas franceses o sus muy amados líricos anglosajones. Comparecen así las cantigas, el cancionero céltico, los cantos de anónimos rapsodas árabes, junto al sabio rey Alfonso, Martín Códax, Rosalía de Castro (en una reseña de 1964, que celebra la traducción al inglés de la melancólica gallega), Castelao, Juan Ramón Jiménez, Max Jacob, Paul Éluard, Lord Dunsany, Charles Péguy, Octavio Paz, Pere Gimferrer (cuando aún firmaba como Pedro), todos bien conocidos poetas gallegos, del resto de España y universales; pero también otros de repercusión más local, como Eduardo Pondal, Luis Pimentel o Ramón Cabanillas; o un tercer grupo, con Antonio Castillo Trigo y Lucas Miranda y Méndez de Cancio, dos poetas mindonienses del siglo XVII, Fernando Esquío o Manuel Leiras Pulpeiro, de menor eco y solo conocidos por expertos; recreados en textos siempre inteligentes entreverados de versos propios y ajenos, que revelan tanto la amplitud de las lecturas de Cunqueiro como su sensibilidad y su delicado gusto literario.
Para quienes somos gallegos -aunque tan poco “militantes” y tan contrarios al nacionalismo como lo soy yo mismo- la lectura de las colaboraciones recogidas en Un mapa de Galicia, resulta doblemente apasionante, tanto por la consabida belleza y calidad de la escritura cunqueriana, como por la emoción que rezuman las páginas dedicadas a recorrer su tierra. Los montes y los ríos, las parroquias y las ciudades, los campesinos y los pescadores, las catedrales y los conventos, las lluvias y los vientos, las tabernas y los pazos, la mar y los caminos de Galicia, en completa y acertada enumeración del editor, están permanentemente presentes en casi todas -en todas, en realidad- las manifestaciones de su obra, que se abre bien pronto a esta dimensión gallega a partir de un hallazgo adolescente del que se da cuenta en un breve pero revelador texto en la entrada del capítulo: Un día, en los pasillos del instituto de Lugo, (...) me encontré con el mapa de Galicia de don Domingo Fontán. Fue mi gran encuentro con mi país gallego: allí estaba mi tierra, tierra de mi vocación y de mis días, la tierra temporal y la eterna, la tierra que mi lengua —la lengua de mi oscuro acento labriego— necesitaba para sonar. Ese amor por Galicia aflora en el repertorio de temas que abarca la mirada del periodista, muy extenso y, como de costumbre, fascinante: un exhaustivo paseo por el arco de las costas gallegas, desde el Eo hasta el Miño; diversas estampas de pueblos y ciudades -Santiago de Compostela, Vigo, Orense, Sargadelos, Lugo, Pontevedra, por supuesto su querido Mondoñedo-; las habituales invenciones fantásticas: los países de Merlín, el sólito (en él) elenco de brujas, encantadores, fantasmas, quiromantes y adivinos, la fabulada selva de Esmelle, el bosque de Silva, casi tan quimérico como real, las imaginativas reflexiones sobre los vientos locales (y también los chinos), con la mención especial al vendaval, el ventus validus de los latinos, las apreciaciones sobre la gaita, las leyendas sobre la fecundidad de mujeres y campos bajo el influjo de la luna o un divertidísimo relato sobre los paraguas; junto a crónicas más apegadas a la actualidad, en las que su siempre creativo examen se detiene en los incendios forestales (¡ya presentes en un artículo de 1976!), el precio de la industrialización o la entonces novedosa producción de kiwis en Galicia (en una emisión de Radio Nacional, difundida al día siguiente de su muerte).
El mar, el Atlántico gallego, ese abismo ilimitado que se abre en Finisterre, es otra de las constantes en la obra del mindoniense, tal y como se refleja en la decena y media de artículos recogidos en El mar que nos rodea, la cuarta sección del libro. Recurro de nuevo al prologuista para resumir lo esencial de las preocupaciones marinas de Cunqueiro: las olas y los faros, las dornas y los trasatlánticos, las ballenas y los pulpos, los vientos y las corrientes, las sirenas y las islas, que asoman en unos textos que conjugan las reiteradas invocaciones míticas -islas desconocidas, reinos sumergidos, tierras navegantes, tabernas oceánicas, utopías Atlántidas, bestias marinas, genealogías de las sirenas- con la más corriente y prosaica cotidianidad (aunque, insisto, nada resulta prosaico al examinarse bajo la tierna y amable lupa del autor): la pesca del bonito, un viaje a las Cíes, la “actualidad” del pulpo o un cuento prodigioso y conmovedor, El almirante, que os dejo al término de esta reseña, en el que, con la nostalgia del mar como tema subyacente, con el mar como ilusión y sueño, está toda la ternura, la melancolía, la poesía y la sensibilidad del mejor Álvaro Cunqueiro.
Retratos y paisajes es un apartado misceláneo, que agrupa, por un lado, escritos diversos sobre personajes queridos para el autor: el reconocimiento de Fray Antonio de Guevara (“mi” obispo Guevara); las correrías de un Quevedo espía en Venecia; el paso por Barcelona de Cervantes, con el recuerdo del conocido episodio del Quijote en el que Alonso Quijano se topa por primera vez en su vida con una imprenta; Samuel Pepys; Knut Hamsun; Miguel de Unamuno; el ya mencionado Wenceslao Fernández Flórez, gallego universal; su querido Rafael Sánchez Mazas, en texto escrito con ocasión de su muerte; Josep Pla; Agustín Cerezales, que lo antecedió en el cargo de director de El Faro de Vigo, y sobre cuyos cinco hijos borda una crónica admirable; el también admirado Montaigne; la algo decepcionante visita al hamletiano palacio de Elsinor, cuyo relato contiene un apunte significativo sobre el universo de Cunqueiro: es sabido que una de sus obras es una pieza teatral en gallego, O incerto señor Don Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la que “decidió” que non hai no mundo lugar mais venteado que Elsinor. Cuando, en el viaje del que da cuenta en el artículo llega al pie de las ruinas del castillo, desmoronado, sin una sola almena, y entre aquellos poco alentadores restos el fuerte viento deja oír su voz ronca, brota la ironía galaica del autor al recordar su frase: Y acerté; su invención literaria corroborada por la gélida realidad). Además, el apartado alberga divagaciones -dicho sea sin ánimo peyorativo; estas “deambulaciones” intelectuales son siempre de lo más jugoso de Cunqueiro- sobre la lluvia, los rayos y los truenos, la muerte, el ya apuntado desasosiego existencial de la modernidad, los corresponsales periodísticos, el recuerdo nostálgico de la infancia, la defensa de la incorporación de las mujeres en las academias de la lengua, la virtud de la elocuencia y su desaparición entre los políticos “actuales” (en un artículo de 1976), sus primeros pinitos literarios, con el ya referido cuento del Oeste y el indio Nube roja, su pasión por las bolas de nieve de cristal, y, como divertidísimo cierre, El uruguayo parlante, en que glosa la noticia, probablemente apócrifa, que daba cuenta de un niño de aquel país que no bien salido del vientre materno se expresaba con corrección en español.
La pasión gastronómica cunqueiriana, otra de sus señas de identidad (por la que era denostado en los años setenta por la intelligentsia de izquierdas, que veía en ese rasgo una muestra de escapismo y frivolidad, de ausencia de compromiso, de evasión de la única realidad importante, la lucha antifranquista y la reivindicación de los valores y las formas de vida del proletariado) brilla en De varia coquinaria, una sabrosa (nunca mejor dicho) sección, la más extensa del libro, que acoge cerca de treinta artículos con la cocina y la comida, sobre todo gallegas, como centro. Cunqueiro es autor de dos libros espléndidos sobre el arte culinario (escribió más, pero estos dos son fundamentales): La cocina cristiana de Occidente, que vio la luz en 1969 y que yo tengo en una añeja y muy gastada edición de Tusquets de hace casi cuarenta años, y Teatro venatorio y coquinario gallego, anterior, de 1958, en colaboración con su amigo y también gallego ilustre, José María Castroviejo, del que, afortunadamente, obra en mi biblioteca una ejemplar de los solo quinientos de su rara primera edición. Los artículos elegidos nos permiten degustar (y persisto, como se ve, en el fácil campo semántico) los muchos vinos de España, los gallegos -el ribeiro, el albariño, pero también el amandi o el godello-, los aguardientes, orujos, anises, hasta el calvados o el coñac francés y el whisky sajón (del que aprendemos que su etimología, visge beatha, remite al “agua de vida”), entre otros licores. Pero sobre todo, disfrutamos de los placeres de la mesa, en páginas sazonadas por el rastro gastronómico de bacalaos y lacones, codornices y capones, tordos y perdices, sardinas asadas y ostras en escabeche, corzos y ciervos, angulas, lampreas y percebes, empanadas y bonitos, en relatos fantasiosos, como salidos de las mil y una noches, con recetas exóticas, anécdotas espigadas de una historia fabulada, digresiones cultas fruto de la libérrima invención del autor, polémicas sobre el arte culinario, unas reales (en el dilema entre tradición e innovación en la cocina, Cunqueiro opta abiertamente por la alternativa -la de nuestras madres y nuestras abuelas- que procura mantener el sabor natural de las cosas, sin impostados disfraces, sin luminotecnia culinaria) y otras absolutamente imaginarias, como la que refiere a propósito de si es o no “legítimo” el derecho del cocinero a probar sus salsas mojando un dedo en ellas, discusión que enfrentaría al mundo latino, goloso, sensual, sabio y civilizado en las mejores acepciones de ambos términos, con el “anglicano”, rígido, severo, frío y absurdamente racional. Una delicia de capítulo, en donde el escritor de Mondoñedo muestra lo esencial de su personalidad literaria y vital.
Como lo son también los cuatro finales, que debo recorrer ya a vuelapluma. La lectura de los catorce artículos presentados bajo la rúbrica de Aprendiz de brujo permite algunos de los momentos más placenteros del libro, con el lector poseído por una suerte de exultante alegría, asaltado de continuo por carcajadas, admirado de los variados saberes y la muy gallega retranca del autor. Se suceden los textos admirables: conocemos el caso del liliputiense -“muy” liliputiense- encerrado en un membrillo para espiar en la Serenísima República veneciana por encargo del Gran Turco; asistimos a los siempre fallidos pronósticos sobre la suerte de los equipos gallegos en la liga de fútbol, predicciones que se fundan en las cartas del tarot o incluso en las artes quirománticas ejercidas sobre las rudas manos de sus capitanes; nos adentramos en los sutiles arcanos de la margaritomancia, la adivinación por medio de una perla fina; nos sorprende un acre retrato de Sartre a partir de su horóscopo; anticipamos el supuestamente femenino año de 1967, en una aciaga previsión que hoy sería tachada de políticamente incorrecta; se nos informa de la existencia de las vigas de oro, alquitrán o esmeraldina, también las asombrosas caligráficas, hechas de palabras, que sostienen los cielos y el mundo; recorremos los misteriosos mundos de la alquimia; y hay un batallón de brujas, y la Santa Compaña, y gentes difuntas que intrigan en las sombras, y multitud de adivinos, futurólogos, videntes, cabalistas, transmutadores de metales, geománticos e incluso algunos clérigos excesivamente crédulos que toman por verdades las invenciones de Cunqueiro y disputan por la autenticidad de una imagen de la Virgen cuyo origen es una ficción literaria de nuestro autor, que, una vez más y de manera rotunda, aboga por la necesidad de lo maravilloso, de lo irracional, frente al mundo actual de alta tecnología, racional, automatizado, presto a ser dirigido por ordenadores (en un artículo de 1976).
Y esa reivindicación de la imaginación es notoria en Días de curación, otra recopilación fascinante, en la que nos encontramos un sucesión inusitada de curanderos, sanadores, menciñeiros, boticarios, quirurgos aficionados, astrólogos, hechiceros y chamanes de las ferias locales, charlatanes y estrafalarios algunos, en su mayoría extrañas gentes con sorprendentes poderes, capaces de curar enfermedades y dolencias con remedios portentosos, insólitas pócimas recogidas de alguna farmacopea extravagante, brebajes milagrosos o “protocolos” más o menos descabellados, todo ello entre referencias a esotéricos dispensadores de recetas extraídas de la ciencia caldea o arábiga, desconocidos personajes de la mitología hindú, ignorados monarcas medievales, oscuros etnógrafos brasileños o iluminados napolitanos perpetradores de mejunjes truculentos, que se codean con Shakespeare, Proust o Lovecraft. Aparecidas en su mayor parte en la revista Tribuna Médica, dispuesta a acoger el sano y fantasioso irracionalismo de Cunqueiro, por estas colaboraciones inverosímiles desfilan individuos que curan los males “operando” sobre la sombra de los enfermos, transfundiendo sangre de oveja al paciente, pronunciando determinadas palabras mágicas, escrutando los astros o, en una enumeración desternillante pero muy sugestiva, procediendo a la curación por los espejos, las estrellas, el retrato, las apetencias, los tesoros, el agua, las sirenas o la invisibilidad. Sencillamente deslumbrante.
Lo es también la lectura de Notas para un diccionario de ángeles, decena y media de artículos, que hubieran constituido el germen de una obra mayor que nunca llegó a realizarse. En ellos, Cunqueiro, con el habitual respaldo de fuentes históricas, literarias y algunas otras más imaginativas, nos presenta sus enjundiosas divagaciones sobre tan inaprensibles personajes. Sabremos así que existen exactamente 301.655.722 ángeles, y de algunos de ellos llegaremos a conocer sus nombres, sus hábitos, sus orígenes, sus apariciones, sus virtudes, los efectos que provocan, en definitiva los diversos avatares de sus vidas, si es que el concepto “vida” les resulta aplicable. La defensa que hace nuestro invitado de la cierta existencia de estas criaturas le lleva a afirmar, en un texto de 1955, que una de las grandes estupideces de nuestro tiempo es la de rechazar de plano toda explicación sobrenatural de los sucesos del día, contentándose con una explicación científica, esto es, con una traslación al plano moral, sentimental, religioso o intelectual, de un supuesto físico o fisiológico, con lo cual se ha hallado una incoherencia, y el espíritu científico de la época queda satisfecho, en una aseveración que define, en cierto modo, el espíritu todo que impregna su obra.
Para cerrar ya esta muy larga reseña, el capítulo postrero del libro, Al pasar de los años, incluye una docena de artículos sobre el transcurrir del tiempo y su reflejo en calendarios y almanaques, a los que Cunqueiro era muy afecto. En estas páginas se recogen textos que despiden el año que acaba o dan la bienvenida al que está a punto de llegar y también los que celebran los cambios de estación, siendo la otoñal su predilecta: Por ciertas consideraciones y apetencias intelectuales, y aun por la espiritual condición mía (…) figuro entre aquellos cuyas apetencias se dirigen al otoño. De todos ellos, uno, publicado a finales de mayo de 1964 con el mismo título que el del libro cuya reseña ahora finalizo, Al pasar de los años, contiene una suerte de “poética” periodística del autor. No me resisto a transcribirlo casi entero como inspirado y elocuente cierre a este ya muy largo comentario:
Al regresar de Bretaña de Francia, y poniendo al día el almanaque de mesa sobre la mía de trabajo, en lo hoja correspondiente al veintiséis de mayo, me encuentro con la palabra aniversario, escrita hace un par de meses por mí con lápiz rojo. Indica que hace tres años que en este rincón de la última página de Faro de Vigo yo escribo esta sección. Unos novecientos enveses –permítaseme el plural este-, en los cuales he contado los días del mundo y del trasmundo, mis aprendizajes y mis imaginaciones, mis melancolías y mis sueños, mis parvas erudiciones y mis sorpresas ante la variedad de los días, cada uno, para quien no quiere renunciar a la gran palanca del asombro, con un milagro o una sirena -igual da- dentro.
La pregunta que yo me hago, como poeta –que este es mi título- es la siguiente: ¿A qué he sido fiel? A algunos podrá parecer excesiva la respuesta, pero no vacilo en darla: a una interpretación providencialista de la Historia. Leal a un humanismo que tiene como base una alegre expectación del siglo y una aceptación humilde de las grandes riquezas terrenales -que comienzan en la alondra de la mañana y terminan en el diálogo con el amigo, en la hora vespertina, con la taza de vino en la tabla-, mi última pretensión será enseñar la esplendidez de la vida cotidiana, y como los siglos todos concurren al logro de mi lengua, de los amieiros en la orilla del río, del arado en el surco, del ruinoso ábside románico, del cuco de abril, de la dorna en la ría, del recandeo en los castiñeiros, de la música del cincel del canteiro en el granito o del martillo en el yunque de la fragua…Todos los siglos para que esto siga viviendo, esté vivo ante los ojos, pero también todos los siglos viviendo en la memoria y en el amor: los Reyes camino de Belén, César pasando los ríos celtas, Gaiferos haciendo con sus pies el camino francés, Romeo sacando rosas de sus labios para hacerle el amor a Julieta, los trovadores adormecidos sobre las claras violas, y todos los trabajos –incluso los políticos, o esencialmente los políticos-, que han hecho lo que llamamos la civilización occidental (…)
Y una mirada especialmente filial y entrañable al pequeño reino nuestro, a esta Galicia de la cuna y la sepultura, que uno quisiera usada por todos sus hijos, próspera y feliz, y que nunca agota el laude en las bocas fieles. Yo digo mi canción a aquel que conmigo va. A mis lectores cuento mi sorpresa o mi preocupación del día, el recuerdo del último viaje, la impresión de la más reciente lectura, y de todo ello quiero deducir y mostrar que la vida es inmensamente rica y que el aburrimiento es una traición. Lo cual no quiere decir que yo practique una literatura de evasión, o que me conforme con el mal o la injusticia, y que no ame la libertad y busque que la miseria desaparezca. Sirvo en un determinado lugar del campo de batalla de la cultura y sería absurdo el pedirme que contribuyese al desarrollo de la repoblación forestal, de la que por otra parte tengo opiniones a favor de la carballeira y contra el pino, porque una de las cosas que enseña la cultura occidental es a no tener prisa y a operar a largos plazos.
En fin, no dejéis de leer esta excepcional antología de la obra periodística de Álvaro Cunqueiro, os aseguro horas de lectura placentera. Para complementar mi reseña os propongo ahora la escucha de Quen poidera namorla, una maravilla de Luis Emilio Batallán, basada en un poema de nuestro invitado de esta tarde, Novo niño do vento, y que escucho con emoción renovada desde hace casi cincuenta años.
El Almirante
La aldea subía por la montañita, asomándose entre pomares y huertos. Al coronar la cumbre se desparramaba y abría una plaza redonda, presidida por el campanil de la iglesia y el canto alegre de una fuente de ancho pilón, fuente que daba agua por dos caños bulliciosos y opulentos. En el pilón, Migueliño jugaba con sus barcos de papel. Los hacía de todos los tamaños y les ponía nombres de desconocidos, de santos, nombres de esos países remotos que viven solo en los mapas de la escuela. Migueliño quería ser marinero, aunque vivía en una aldea de la montaña, perdida entre caminos; una aldea a donde no llegaba viento de mar ni niebla de mar, ni gentes ni fábulas del mar.
Migueliño sabía los nombres de todos los mares y las cosas exactas que la Geografía física de Dalmau dice de los huracanes y los fuegos de San Telmo, las auroras boreales, los ciclones, el Ecuador y la hermosísima Polar. Migueliño construía barcos de papel; le regalaron una navaja y los construyó de corteza, rojinegros de coda de pino, verdiblancos de rama de álamo. Las horas muertas se pasaba en su oficio naval y en las navegaciones de su escuadra por el pilón de la fuente. Su vocación era patente: Migueliño sería marinero. Lo decía toda la aldea. Desde una ventanita verde lo soñaba Rosiña, que era pecosa y silenciosa y tenía diez años del color de las manzanas.
Cumpliendo Migueliño catorce años, desapareció de la aldea. Sus padres ni lo buscaron.
-Se fue para el mar –decía la madre, que se llamaba Josefa.
El padre, Manuel, gran bebedor, se limpiaba la boca en la manga.
-¡Buen viaje. Migueliño! –comentaba.
Y se echaban los dos a llorar. Él se tiraba más por la bebida y ella iba a la iglesia a pedir a Nuestra Señora. Un día estaba Manuel segando la hierba cuando le llegó el aviso de que Josefa se moría. -
Muere de pena por no ver a su hijo. ¡Buen viaje, Josefiña!
Manuel, es evidente, tenía un sistema. Desde el día de la muerte de su mujer bebió más y más hasta que se encharcó. Cuando un bebedor de vino se encharca ya se queda así para toda la vida. Manuel murió borracho diciéndose a sí mismo:
-¡Buen viaje, Manuel!
De Migueliño nadie sabía nada. Ninguna noticia llegó en años a la aldea de la montañita. Rumores, claro está, había. Que en León vieron un pescador de caña que se le parecía. Que en La Habana lo vieron en un barco. Que había dado tres vueltas al mundo. Que mandaba en un trasatlántico.
Rosiña, desde su ventanita verde, soñaba. Migueliño vendría por el río del molino en su trasatlántico. Pudiera ser que el río fuera pequeño. Vendría en una lancha. ¿Cómo pasaría la represa del molino? Pararía en el molino. Ella iría corriendo. Migueliño le diría algo. Rosiña no sabía construir las palabras de Migueliño. ¿Qué lengua hablaría Migueliño? Todo era muy difícil, pero se arreglaría, como en los cuentos.
Pasaron diez años, la gente de la aldea fue, como siempre, a la feria del pueblo. Bajaban por los caminos sombrizos que llevan al valle, pasaban los puentes, descansaban un poco para comer pan y tocino y bicar un trago. La feria del año era sonada. Había música y fuegos, churrería, títeres, suerte del pajarito, tiro con premio, pitos de colores y polvo y sudor por la gran apretura de la gente. Feria sonada, en un campo ancho, bajo los castaños.
Salvo los muy viejos, y los muy niños, todos los habitantes de la aldea iban a la feria. Iban juntos, para alegrar el camino, a caballo, en burro, a pie. Entraron por el pueblo adelante y se dirigieron a la feria. Antes de llegar al ferial, las mozas se pusieron las medias y los zapatos y se peinaron un poco. Los mozos se sacudieron el polvo con sus grandes pañuelos de hierbas.
Pujó la aldea y se coló en el ferial para darle la vuelta obligada y ver las novedades. Se alineaban las barracas; eran las de siempre. Pero ya no miraron para las barracas. Un hombre avanzaba hacia ellos. Vestía de azul, con gorra de plato. Llevaba galones de oro y unos grandes cordones plateados le cruzaban el pecho. El hombre vestido de fantasía era Migueliño. Lo conocieron todos, aunque tenía el rostro tostado del sol y de la mar, aunque medía siete cuartas, aunque al sonreír al acercarse dejaba ver la sonrisa tres dientes de oro. A Rosiña se le saltaron las lágrimas. El almirante abrazaba a todos sin decir palabra, emocionado, risueño.
-¡Miguel! ¡Migueliño! ¡Almirante!...
Tanto como almirante, no; Migueliño era el encargado de un columpio de barcas que se alzaba, coronado de banderas, entre las barracas del ferial.
Vértice, número XXIV, julio de 1939: pp. 22-23
No hay comentarios:
Publicar un comentario