MARÍA SÁNCHEZ. TIERRA DE MUJERES; ALMÁCIGA; CUADERNO DE CAMPO
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca continúa con la serie, que abrimos con ocasión de la celebración, el pasado 21 de marzo, del Día internacional del árbol y los bosques, centrada en libros cuya temática, cuyo propósito o cuya “atmósfera” giran sobre cuestiones relativas a la naturaleza y el medio ambiente. Tras H de Halcón, de Helen Macdonald que de un modo algo forzado incluía en este ciclo de nature writing, hoy le toca el turno a otros tres libros vinculados, también de un modo no demasiado estricto, al mismo ámbito. Se trata, en primer lugar, de un ensayito -y la denominación no es del todo peyorativa- que ha tenido un extraordinario éxito de ventas y -lo que a mi juicio es más sorprendente- de crítica, multiplicando sus ediciones desde su publicación hace un par de años, en febrero de 2019. Su título es Tierra de mujeres, un relato de difícil adscripción genérica -¿ficción?, ¿ensayo?, ¿memoria personal?, ¿manifiesto político?- firmado por María Sánchez, una joven escritora de poco más de treinta años, y que apareció, bajo el significativo subtítulo de Una mirada íntima y familiar al mundo rural, en la editorial Seix Barral. La misma autora presentó a mediados de 2020, aupada por la enorme repercusión de su primer libro (en realidad, el segundo, pues antes había visto la luz un poemario, Cuaderno de campo, del que también quiero hablaros), otra interesante obra, Almáciga. Un vivero de palabras de nuestro medio rural, que ya desde su rúbrica deja claro el planteamiento y el sentido último del contenido que vamos a encontrarnos entre sus páginas. El libro aparece en Geoplaneta, un sello del gigante editorial español, en una edición muy cuidada, con tapas duras, papel de calidad y preciosas ilustraciones de Cristina Jiménez. Cuaderno de campo vio la luz en 2017 en la editorial La Bella Varsovia. La autora de las tres obras acaba de ser galardonada con el Premio Princesa de Girona de 2021, en su categoría de Artes y Letras, por su labor como poeta, escritora y activista en defensa de la cultura rural, y especialmente del papel olvidado de las mujeres en el campo.
Como mis reseñas son subjetivas, y a ello he apelado siempre, desde el principio de nuestras emisiones, entre otras razones porque carezco de los conocimientos teóricos sobre literatura que pudieran proporcionarme pautas “objetivas”, sustentadas en criterios técnicos, científicos (ambos términos entre comillas) para analizar los libros que comento, puedo permitirme -y además, me veo en la necesidad de hacerlo- el decir que “el personaje literario” de María Sánchez -no la persona, obviamente, a la que no conozco- y su “construcción” mediática me resultan profundamente insoportables, probablemente a causa de mis propios apriorismos ideológicos y ello aceptando, como también resulta evidente, mis mencionadas limitaciones de principio; estoy hablando, pues, de pálpitos, de sensaciones, de una distancia e incomodidad irracionales, aunque, como aclararé a continuación, haya razones que explican -no sé si justifican- ese inicial rechazo.
No me gusta -e, insisto, se trata de una apreciación meramente personal- la literatura (y la pretensión última, al menos aparente, de Tierra de mujeres, es literaria; no se trata de un trabajo académico o divulgativo y se presenta en una colección de narrativa en una editorial -Seix Barral- claramente literaria; además, al parecer, María Sánchez ofreció su manuscrito a Turner, la editorial que había publicado La España vacía, de Sergio del Molino, del que luego hablaremos, pero lo rechazaron porque el prestigioso sello no publica ficción) en la que de manera abierta y explícita se transmite un “mensaje", se defienden unos postulados, un ideario o una “fe” o, peor aún, se le dice al lector qué debe pensar. No me gusta la literatura que es el vehículo para “colocar” un discurso ideológico o político. No me gustan -ni en la literatura ni en la vida- los lemas, las proclamas, los mantras vacíos, las fórmulas huecas.
Tierra de mujeres se mueve, como luego detallaré, en torno a dos grandes frentes, bien que imbricados “naturalmente” entre sí: un primer eje, que ocupa la mayor parte del libro, en el que se reivindica -como no puede ser menos- el importante papel que han desempeñado y desempeñan aún las mujeres en el mundo rural y se denuncia -como no puede ser menos- la falta de reconocimiento o el olvido de su trabajo; y una parte final, que se desarrolla en las cincuenta últimas páginas de una obra por lo demás breve, en la que el discurso inicial se muestra a través del ejemplo y la experiencia particular de tres mujeres de la familia de la autora, su tatarabuela, su abuela y su madre. La vertiente teórica, llamémosla así, es -o a mí me lo ha parecido- panfletaria, empalagosamente combativa, sesgada, rezumante de moralina, reduccionista, pobremente ideologizada, repleta de consignas, eslóganes y recetas simplistas, con una lectura de la realidad que se acomoda al molde previo de las ideas de la autora; en suma, inaguantable. Digámoslo ya: Tierra de mujeres es un texto abiertamente feminista y ecologista. Y a mucha honra, como resulta indiscutible. Pero, desde mi punto de vista -cuestionable, por supuesto-, se puede ser feminista y ecologista y partidario del liberalismo económico o defensor de los videojuegos como eficaz recurso educativo o incondicional del “tierraplanismo” o ferviente prosélito de la última tendencia ideológica imperante en este mercado capitalista global en el que se han convertido nuestras sociedades. Se puede, claro está; y se puede, además, escribir una obra literaria en la que se reivindique -en la trama, en el comportamiento de los personajes, en el punto de vista, en el enfoque, en la visión subyacente de la realidad- el feminismo o el ecologismo o cualquier otra causa con la que se simpatice o se quiera sostener. Ahora bien, lo que a mí -“a mí”, vuelvo a insistir; no pretendo instaurar ley alguna, ¿cómo podría?- me resulta “infumable” en una creación artística -no solo en los libros- es que se me dirija, se me diga explícitamente que “hay que ser” feminista, ecologista o amante de la filatelia. Odio, ya lo he dicho, los mensajes en literatura, y odio en particular lo estandarizado, y por tanto vacío, de un discurso trivial, banalizado por la política, en el que a cada poco te asaltan lo patriarcal y la sororidad, entre aseveraciones rotundas, categóricas, intelectualmente inanes y espiritualmente estomagantes como Queremos un medio rural feminista; Juntas, mejor; Para alcanzar un medio rural sostenible, justo e igualitario … entre otras muchas. O como en este párrafo inenarrable: El Ocho de Marzo [sic por las mayúsculas, un detalle muy revelador del dirigismo partidista de la propuesta: la fecha de la celebración particular, importante pero restrictiva ideológicamente, convertida -elevada- en acontecimiento ecuménico…] de 2018 marcó claramente un antes y un después para las mujeres, para el país, hasta alcanzar todas las ciudades del territorio. Las calles y las plazas se convirtieron en una fiesta. Mujeres de todas las generaciones salieron a la calle para alzar la voz, para hacerse ver como nunca. Yo también formé parte de esa marea violeta tan necesaria y llena de luz. Nos dimos la mano, las voces se convirtieron en una, todas juntas, aunque no nos conociéramos, nos reconocíamos, nos apoyábamos. Éramos hermanas (¿también lo eran los millones de mujeres del PP o Ciudadanos o, anatema, Vox, o las que no “son de nadie”, cuya visión del feminismo es otra diferente?... ¿o solo son hermanas las mujeres que comparten no la defensa de la igualdad jurídica y social entre hombres y mujeres, un principio indiscutible, sino los sesgos políticos, culturales e ideológicos de la versión ultraortodoxa del feminismo que se presenta como “universalmente verdadera”? Y espero que esta reflexión no me convierta a juicio del lector apresurado, en defensor de las políticas de los partidos citados; aunque el hecho de alguien haga una interpretación tan delirante me trae, en el fondo, sin cuidado).
Y todo ello -sigo refiriéndome a esta vertiente combativa del enfoque de Sánchez- contado de un modo algo desmañado, valioso como manifestación de las opiniones personales de la autora, pero irrelevante, a mi juicio, como literatura. Además, la lectura acaba por resultar enojosa y cargante no solo por lo simplista del mensaje, sino también por el énfasis, por el constante subrayado, por la voluntad explícita de la autora de martillear con sus proclamas, como si en su proyecto renunciase de antemano a dejar que el lector piense por su cuenta. En todo momento uno tiene la impresión de que el objetivo último de María Sánchez no sea hacernos pensar en torno a un fenómeno social y económico, cultural y humano, grave, trascendente y por ello necesitado de reflexión profunda, sino en dirigir nuestro pensamiento, hacernos pensar de una determinada manera, ofreciendo al lector, en un mismo paquete, las respuestas a las sin duda interesantes preguntas que plantea. Si a ello le añadimos que, en la mejor -quizá debiera escribir peor- tradición del feminismo militante, la autora parece ser defensora de duplicar la extensión de las frases con el uso frecuente del recurso a los/las (los ganaderos y ganaderas con los que paso prácticamente la mayor parte de mis días. Puestos a ello, ¿por qué no “los ganaderos y las ganaderas”? ¿Por qué no “con los y las que paso”? ¿Escribir un “ganaderos”, omnicomprensivo, sin connotación de género, resultaría, al parecer, discriminatorio o poco “visibilizador” y en cambio se puede mantener -como genérico- ese neutro “los”? En fin...); si a ello añadimos un permanente tono admonitorio y, sorpresa, algo paternalista al empecinarse en guiar nuestra mirada por cauces preconcebidos; si a ello sumamos que la toma de posición combativa de la autora la lleva, incluso, a redactar en femenino, modificándolo -aunque avisando de ello-, un verso de Anna Ajmátova (Unas ya no están y otras están lejos), puede entenderse que la lectura, al menos en mi caso, haya acabado por ser enojosísima. En definitiva, María Sánchez parece escribir para “los suyos” (las suyas, diría ella), y ese reduccionismo simplista me parece moralmente discutible, pero literariamente insoportable.
Y un apunte más, antes de entrar en el comentario, ya breve, del libro. Otro elemento, aparte de los mencionados, que incrementa mi repugnancia (en el sentido de aburrimiento y aversión) hacia el "fenómeno Tierra de mujeres" (aunque de él no sea responsable, imagino, la autora) es el de la conversión de su éxito editorial en un relativo acontecimiento mediático, con esa bien probada capacidad de los medios de comunicación para digerir hasta los fenómenos más, en apariencia, radicales. María Sánchez no ha dejado de aparecer -y, como es obvio, es bien libre de hacerlo, hasta ahí podríamos llegar- en revistas y suplementos “femeninos”, incluidos los muy brillantes de papel couché con los que los diarios nacionales buscan su coartada moral en este universo del postureo que es la cuestión feminista (y hablo de las connotaciones frívolas, obviamente; nada más legítimo y necesario que la reivindicación de condiciones laborales justas y no discriminatorias entre hombres y mujeres, que la exigencia del acceso igualitario a los puestos de trabajo de unos y otras, que la defensa de las mujeres frente a las odiosas agresiones sexuales, etc.). Bajo la rúbrica, empalagosa donde las haya, de “ecofeminismo”, la escritora ha posado para Vogue y El País SModa en un entorno rural, en una opción necesaria, quizá, de cara a multiplicar la difusión de sus libros o potenciar la repercusión de su “causa”, pero algo contradictoria -la frivolización que la moda conlleva, la repetición de convencionales estereotipos que supone- con los postulados que defiende (Estamos hartas de habitar en reportajes de domingo, escribe en Tierra de mujeres). ¡¡Pero quién soy yo para opinar sobre las posturas personales de cada quién!! Intento explicar, tan solo, por qué su publicitado libro me ha decepcionado pese a las muy altas expectativas -la ilusión incluso- con las que me adentré en sus páginas…
No obstante, mi “dictamen” no es tan exagerado como pudiera deducirse de mis palabras anteriores. Me he sentido muy incómodo leyendo el libro, es verdad, pero si desproveemos al planteamiento (literario, insisto, no personal) de su autora, de sus incómodas adherencias ideológicas, hay bastantes aspectos valiosos en su propuesta que a mí, pese a lo molesto, en muchos momentos, de la lectura, me han interesado, me han hecho pensar, e incluso han llegado a conmoverme; tanto como para que ahora esté aquí, recomendando a la audiencia de Todos los libros un libro el acercamiento a su obra.
María Sánchez es veterinaria de campo, conoce bien, por tanto, el tema sobre el que escribe. A su propia experiencia personal y laboral une la tradición familiar: su abuelo fue veterinario y su padre lo sigue siendo. Vengo de una familia que siempre ha estado ligada a la tierra y a los animales, a la ganadería extensiva. Mi infancia está llena de alcornoques, encinas y olivos, algún huerto, despensas y muchos animales, subraya. Su estrecho contacto con el campo, su curiosidad y su mirada atenta al entorno que la rodea, su sensibilidad -que aflora de un modo notorio en un libro tocado por el indudable aliento poético de su autora- y su inteligencia la hacen ser consciente de muchos de los males que hoy aquejan a la realidad rural, en particular aquellos de los que son víctimas las mujeres. En el furibundo alegato que es Tierra de mujeres hay, pues, un análisis general de la situación del campo, y un enfoque más específico guiado por la lectura femenina del asunto.
Desde el primer punto de vista, la tesis que el libro plantea parte del rechazo a la mirada que hoy dirige nuestra sociedad hacia la vida rural. Una mirada, sostiene, bucólica (el campo como el lugar de la “desconexión”, como esa Arcadia inocente e idílica en la que el urbanita se refugia del estrés y la tensión, de los humos y del ruido, del anonimato y la despersonalización de la vida en las ciudades; un planteamiento que se ha reiterado hasta el hastío en los desgraciados días del coronavirus) y paternalista, no solo porque suelen ser hombres quienes la mantienen sino también porque esconde una interpretación restrictiva de la vida en los pueblos, cuyo día a día se muestra, desde esta óptica, como una forma de existencia “menor”, limitada, reducida, incompleta, despreciando las voces, los sentimientos, las inquietudes, los anhelos, los pensamientos, las vidas en realidad, de quienes los habitan. Sánchez se manifiesta así totalmente en contra de la noción de la España vacía, muy divulgada desde la aparición, en 2016, del libro del mismo título de Sergio del Molino, una expresión que ha calado desde entonces en la opinión pública, convertida en un tópico recurrente hasta su sustitución -a mi juicio sin motivo- por la que propugna la escritora cordobesa, la España vaciada, que en este país maniqueo y polarizado, de bandos fuertemente ideologizados, en el que hasta los criterios para usar o no mascarilla, para decir el covid o la covid, para decidir sobre la pertinencia de una señal de tráfico, dependen de la posición apriorística -del ideario, del argumentario político- que se defienda, ha prosperado entre las gentes de adscripción ideológica más “progresista” (quiera eso decir lo que quiera decir). Denuesta María Sánchez ese acercamiento “sepulturero” al campo, un campo que se muestra siempre como “vacío”, un campo de atraso, ignorancia, cerrilidad y ausencia de expectativas, y del que se ignoran las historias, palabras, vidas, semillas, veredas, animales, árboles, vínculos, personas.
Y ese lamento, esa queja, ese grito de protesta -que todo ello es, también, el libro que nos ocupa- se hacen especialmente agudos al detener la mirada en el silenciamiento y la preterición que sufren las mujeres en ese medio rural. El libro se abre así a infinidad de sugestivas ideas en torno a la decisiva presencia femenina en el campo, así como a sus vivencias reales, en una sucesión de reflexiones interesantes que no puedo más que enumerar brevemente en sus ejes centrales. El importante papel que han desempeñado y siguen desempeñando las mujeres en las faenas agrícolas y ganaderas; su, paradójicamente, aislamiento y desaparición (¿Dónde estaban las mujeres?) en cualquier acercamiento “intelectual” al campo (Los libros entre los que crecí, todos esos apuntes y manuales de consulta con los que pasé tantas horas en la biblioteca, guías de animales y de aves, todas esas novelas, esos cuentos y esos poemas, todos, prácticamente en su totalidad, escritos por el mismo sexo. Todos aquellos a los que admiré y seguí: científicos, ecologistas, pensadores, veterinarios, pastores, agricultores, jornaleros, ganaderos, conservacionistas, divulgadores, todos ellos, todos, absolutamente todos, hombres); la necesidad de que las mujeres tomen la voz, su voz hasta ahora acallada, silenciada (¿Quién es el que cuenta la historia?), para dar cuenta de sus vidas; el paralelismo entre la literatura y el campo (Dos mundos que, a primera vista, parecen tan distantes pero que comparten tanto); las significativas nociones de invisibilidad y domesticidad; la dualidad inherente al trabajo femenino, también en el entorno rural, con la agotadora doble jornada (Las llaman mujeres todoterreno como alabanza cuando debería reprocharse y ser visto como algo malo que una mujer esté disponible para todo y para todos siempre. Porque preparan a los hijos para ir a la escuela, cocinan, dejan la casa limpia, bajan al huerto y cuidan las gallinas, arreglan a los suyos (a los vivos y a los muertos), no salen de esa lista infinita de tareas domésticas y siguen «teniendo tiempo». Tiempo para ellos, claro. Porque después de los cuidados, van al campo, a ayudar al marido, al padre o al hermano en las tareas del día a día, sin ni siquiera tener peso en la toma de decisiones o recibir algo a cambio, y, por supuesto, ni hablemos de titularidad compartida o tener un contrato de trabajo); la importancia del mirar, de la observación atenta de una realidad que, a la mayor parte de nosotros, nos pasa desapercibida o, como mucho, solo superficialmente apreciada; el profundo y significativo vínculo, ya desde la etimología, entre cultivo y cultura; lo indispensable de hacerse preguntas acerca, por ejemplo, de lo que hoy se llama la “trazabilidad” de los alimentos que consumimos; la exigencia de que las mujeres rurales encuentren una habitación propia, que ya reivindicó Virginia Woolf hace casi cien años... Y todas estas sugerentes líneas a las que se abre el libro, se presentan entre muy poéticas formulaciones, de metáforas plenas de evocaciones como la de construir una casa, la narrativa invisible, los relatos que descansan en las huellas, en las pisadas (solemos aprender siempre del que nos precede, de ese que se ha mojado los pies pisando primero), el destello y la luz frente a la ocultación y la sombra (¿Qué es lo que sale a la luz y qué lo que queda en la sombra?), y tantas otras.
Esta vertiente “militante” de su obra se complementa con otra versión, más emotiva y sensible, y a mi juicio más interesante, de los asuntos tratados; otro enfoque del que se sirve para recordar, con prosa poética, muy personal, íntima a veces, a las tres mujeres, tatarabuela, abuela y madre, cuyas vivencias alentaron en ella su carrera profesional, su vocación literaria y su conciencia moral (El medio rural era el sustrato fundamental en el que mi familia, tanto materna como paterna, ha ido entrañándose y sucediéndose: el huerto, la despensa, los alcornoques, encinas y olivos, los hermanos, los animales, compañeros de trabajo y sustento). Pepa, nacida entre 1860 y 1870, protagoniza Un alcornoque de trescientos años, un capítulo que incluye una “escena” conmovedora, la mujer despidiéndose del árbol centenario pocos días antes de su ya presentida muerte. El huertecito de mi abuela Carmen es el núcleo sobre el que gira la historia de la abuela analfabeta, solitaria y trabajadora (sus vecinos la llaman Paciencia por su esfuerzo y dedicación continuos a las faenas del campo). El columpio que le había hecho su padre en una encina en la casita del olivar, da pie a las entrañables evocaciones de la madre, en otro capítulo muy emocionante.
En conjunto, Tierra de mujeres resulta una obra miscelánea, repleta de citas literarias, fotografías a mi juicio prescindibles, impresiones personales, recuerdos, notas poéticas y el ya señalado discurso ideológico, con mucho la parte más endeble de la, por otro lado, estimable propuesta de María Sánchez.
En ese territorio de las “ideas”, el libro contiene unas estimulantes reflexiones acerca de las palabras del campo, tan desconocidas -o más- que la propia realidad rural para quienes no habitamos esas tierras. En algún momento, constata la autora, caí en que no entendía muchas de las palabras que usaba mi familia para hablar de su día a día o para comunicarse conmigo, palabras que tantas veces había oído sin prestarles atención. No las conocía. No sabía qué significaban. No formaban parte de mi lengua. A partir de ahí, la en ese momento aún niña, empieza a recoger esas palabras como semillas y a incorporarlas a cuadernos para preservarlas, para resguardarlas, para rescatarlas. El texto se ve salpicado entonces por algunos de esos vocablos, palabras como fardela, el saco o talega de los pastores. Como galiana, un camino más pequeño de los trashumantes. Como cabellano, ese terreno en la sierra que es llano, con lomas y valles pero suaves. Como empollo, la primera hierba que nace en otoño tras las primeras lluvias. Como jabardillo, ese conjunto de aves más pequeño que una bandada. Y ahí, en esa voluntad de conservar ese valioso legado, prácticamente desaparecido, está el germen de Almáciga, la última obra por ahora de la cordobesa, sobre la que no quiero dejar de ofrecer, ya casi en el cierre del espacio, algunos muy breves apuntes.
Almáciga. Un vivero de palabras de nuestro medio rural recoge hasta ciento treinta y tres vocablos y expresiones vinculadas al campo, muchos de ellos desusados -no para sus habitantes, obviamente-, en un de nuevo muy lírico repertorio de manifestaciones léxicas de una sabiduría y una cultura desgraciadamente al borde de la desaparición. Con los mismos mimbres ideológicos y estilísticos que Tierra de mujeres, con las mismas virtudes y carencias, pues, que las ya comentadas, el libro repasa, en capítulos breves, el inagotable léxico del campo, en una fecunda búsqueda de las palabras-semillas que se guardan, se arrojan, germinan, brotan, vuelan y se dispersan, se siembran, se aferran a la tierra y arraigan, crean vida… y “son” la vida, en un paralelismo, que ya estaba en la obra anterior, entre escritura y campo, entre literatura y “tierra”, entre el trabajo del escritor y el del agricultor. Ese es, precisamente, el valor metafórico del título del libro, “almáciga”, a partir de su segunda acepción en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: Lugar donde se siembran y crían los vegetales que luego han de trasplantarse; un espacio, el del libro, el de los cuadernos previos de la autora, en el que esta recopila las palabras (y con ellas la vida que encierran) para lanzarlas, combativa y fervorosamente a un vuelo libre que las dé a conocer y así, por tanto, las preserve.
El texto se articula (más o menos, porque hay no todo el texto obedece a la misma “norma”), en torno a algunos ejes temáticos que “organizan” la aparición de los vocablos. De surcos y azadas recoge palabras y expresiones relativas al cavar, a la tierra, a las manos, a los aperos de labranza, a las acciones vinculadas a la siembra, al quitar las malas hierbas, a los canales que surten de agua a los sembrados, a las acequias, a los regatos. En De frío, ramas y pequeños pájaros, los protagonistas son términos relacionados con la nieve, la escarcha, el rocío y la niebla, las madrigueras y los lugares que sirven de abrigo frente al tiempo inclemente, la especial luz previa a la helada nocturna, los rincones umbríos, las cortezas y las cáscaras de árboles y frutos, las muy bellas denominaciones de los distintos pajarillos. De rebaños trashumantes y veredas presenta el muy rico léxico de los rebaños, los pastores y los utensilios para el pastoreo, los pasos y caminos de los desplazamientos de cabras y ovejas, los refugios en los largos viajes, las plantas de las que se alimentan los animales en sus marchas, algunos tipos singulares de ovejas, las ramas en las que quedan enganchadas retazos de lana de los borregos, las semillas que, a su vez, se prenden al vellón y se esparcen y germinan a cientos de kilómetros de su lugar de origen. Por último, el amplio vocabulario concerniente a la casa y el hogar, al fuego y los leños que lo alimentan, los desvanes y altillos en los que se guardan los aparejos de los animales y los útiles del huerto, los cobertizos, las cuadras y los pajares, comparecen, con su sugerente vocabulario, en De cobijo y lumbre.
Y ya sin apenas tiempo para un comentario más detallado, quiero mencionar también Cuaderno de campo, el poemario que dio a conocer en 2017 a nuestra invitada de esta tarde. Publicado, como he anticipado, en la editorial La Bella Varsovia, el libro lleva ahora, cuatro años después, casi veinte ediciones, una cifra inusitada para una colección de versos. Todos los “parámetros” del mundo de María Sánchez, hasta aquí reseñados, están ya en este libro: la familia (hay tres poemas que son unas emotivas cartas al padre, a la madre y al hermano, respectivamente; hay una conmovedora evocación del abuelo; hay un “repaso” generacional que se retrotrae hasta el bisabuelo); la naturaleza, vegetal y animal, que aparece en toda su crudeza, con una muy “visceral” (en todos los sentidos) presencia de su práctica cotidiana como veterinaria; la dimensión biográfica; la literatura, con una muy estimulante profusión de citas y referencias, Sophia de Mello, Emily Dickinson, Ovidio, Shakespeare, Canetti; la muerte, tan naturalmente presente en la vida “del campo”; la ternura y el cuidado; la mirada femenina, obviamente, aunque sin los molestos subrayados militantes de las otras dos obras comentadas.
En fin, tres libros interesantes -también, a mi juicio, controvertidos, sobre todo Tierra de mujeres-, estos de María Sánchez que han ocupado esta tarde nuestro espacio. Como cierre a la emisión os dejo con La tierra y la mujer, una nana preciosa de Javiera Parra sobre un poema de Gabriela Mistral.
Lo reconozco:
Soy una mujer que es tercera generación: mi abuelo era veterinario, mi padre es veterinario y yo también lo soy. Soy la primera nieta, la primera hija, la primera sobrina. Pero también la primera veterinaria. Vengo de una familia que siempre ha estado ligada a la tierra y a los animales, a la ganadería extensiva. Mi infancia está llena de alcornoques, encinas y olivos, algún huerto, despensas y muchos animales. De pequeña, siempre los admiraba a ellos. Los hombres eran la voz y el brazo de la casa. De hecho, quería ser uno de ellos. De pequeña y hasta bien entrada la adolescencia, odiaba los vestidos, la melena que mi madre se empeñaba en peinarme y las muñecas con las que se suponía que tenía que jugar. Yo quería ser fuerte, corría detrás del rebaño sin miedo y me caía una y otra vez cuando me hacía la valiente sorteando las huellas, demasiado grandes para mi bici, que dejaban por un tiempo los tractores en los carriles. Siempre aparecía la primera cuando mi abuelo o mi padre necesitaban ayuda. Quería ser como ellos. Demostrarles que era tan fuerte y estaba tan dispuesta como ellos. Porque si hay algo que nos queda claro desde pequeños es esto. Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, no se equivocan nunca. Siempre saben lo que hay que hacer. Siempre.
A esa edad, las mujeres de mi casa eran una especie de fantasmas que vagaban por casa, hacían y deshacían. Eran invisibles. Hermanas de un hijo único, como dijo en una ocasión la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luís sobre su infancia. Hermanas de hombres fuertes. Mujeres invisibles a la sombra del hermano. A la sombra y al servicio del hermano, del padre, del marido, de los mismos hijos. Y no puede ser más certero y, a la vez, más doloroso. Porque es ésta la historia de nuestro país y de tantos: mujeres que quedaban a la sombra y sin voz, orbitando alrededor del astro de la casa, que callaban y dejaban hacer; fieles, pacientes, buenas madres, limpiando tumbas, aceras y fachadas, llenándose las manos de cal y lejía cada año, sabedoras de remedios, ceremonias y nanas; brujas, maestras, hermanas, hablando bajito entre ellas, convirtiéndose en cobijo y alimento; transformándose, con el paso de los años, en una habitación más que no se hace notar, en una arteria inherente a la casa.
Pero ¿quiénes son los que cuentan las historias de las mujeres? ¿Quién se preocupa de rescatar a nuestras abuelas y madres de ese mundo al que las confinaron, de esa habitación callada, en miniatura, reduciéndolas sólo a compañeras, esposas ejemplares y buenas madres? ¿Por qué hemos normalizado que ellas fueran apartadas de nuestra narrativa y no formaran parte de la historia? ¿Quién se ha apoderado de sus espacios y su voz? ¿Quién escribe realmente sobre ellas? ¿Por qué no son ellas las que escriben sobre nuestro medio rural?
Videoconferencia
María Sánchez. Tierra de mujeres
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