Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de abril de 2021

IVAN DOIG. VERANO EN ENGLISH CREEK; UNA TEMPORADA PARA SILBAR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Desde la emisora universitaria salmantina os saluda Alberto San Segundo en este primer programa del tercer trimestre del curso. Cerrábamos hace quince días las recomendaciones del segundo trimestre con tres libros, Tierra de mujeres, Almáciga y Cuaderno de campo, de la veterinaria y poeta María Sánchez, que concitaban en sí dos rasgos significativos: la autoría femenina, lo que nos permitía situar mi sugerencia en el seno de un mes de marzo dedicado a la literatura de mujeres, a partir del Día internacional de la mujer que se celebra el 8 de ese mes, y la vinculación -siquiera lateral- de las obras a lo que ha dado en llamarse la nature writing, los textos -novelas, ensayos, crónicas, reportajes, relatos de aventuras- centrados en la naturaleza en sus diferentes manifestaciones, animal, mineral y, sobre todo, vegetal, pues el pasado 21 de marzo se “festejó” el Día internacional del árbol y los bosques. Hoy quiero presentaros un par de libros, que de un modo no directo y sí tangencial pueden conectar con ese movimiento literario tan de moda en los últimos años. Se trata de dos novelas de Ivan Doig, que vivió entre 1935 y 2015, un formidable escritor, nacido y crecido en Montana -el estado del noroeste de Estados Unidos, en la frontera con Canadá- y que centró su obra en ese territorio, a caballo de la realidad y la leyenda, que tan bien conocía. Doig recrea en sus libros una Montana rural, de clima extremo, de paisajes espléndidos, de grandes praderas y montañas imponentes (las que integran las Montañas Rocosas, la bien conocida y escarpada cadena), un mundo primordial, sencillo y salvaje, en el que las peripecias de sus personajes se muestran entre retazos de la historia y la mitología -la de la conquista del Oeste- fundadora del inmenso país norteamericano. La editorial Libros del Asteroide ha publicado dos de sus novelas, las que hoy traigo aquí, Verano en English Creek, que apareció en 1984 como la primera entrega de una trilogía sobre Montana que esperemos acabe viendo la luz íntegramente en nuestro país, y Una temporada para silbar, más reciente, de 2006. Las ediciones españolas, traducidas por Vanesa Casanova y Juan Tafur, respectivamente, son de 2013 y 2011, en orden inverso al de su presentación originaria. 

Verano en English Creek nos presenta, en una narración con elementos claramente autobiográficos, a John Angus -Jik- McCaskill, un adolescente (Tenía catorce años y apenas quedaban tres meses para mi próximo cumpleaños) de English Creek -un pueblo ficticio fruto de la imaginación de Doig, aunque con un evidente anclaje en los escenarios reales de la infancia del autor-, que vive, con la intensidad, la emoción, la curiosidad, la incertidumbre y la perplejidad propias de su edad, los meses estivales de 1939 (un año relevante, con la Segunda Guerra Mundial a punto de empezar, aunque sus ecos sean muy tenues, todavía, en la lejana Montana), en una etapa de su vida en la que el pasado y las costumbres y valores de la niñez siguen vivos en él, aunque ya languidecientes, y comienzan a apuntar los primeros atisbos de una existencia adulta que, sin embargo, aún no puede comprenderse cabalmente; ese complicado y doloroso paréntesis indispensable para cualquier crecimiento (Aquella situación de tener edad suficiente como para estar casi a punto de todo y ser demasiado joven como para entrar de lleno en el meollo de las cosas): ya apenas oruga y todavía no del todo mariposa. Esta es, pues, la primera importante dimensión del libro: estamos ante una novela de iniciación, un fecundo tópico de la literatura universal en el que Doig se adentra con, sin embargo, un muy particular enfoque. 

El libro se narra siempre en primera persona, lo que propicia la identificación del lector con el protagonista, un entrañable Jik cuya voz, cuya perspectiva, cuyos sentimientos y emociones conocemos así de primera mano (un narrador que, en más de una ocasión, se dirige directamente a quienes le leen -¿saben?-, nos interpela, busca nuestra aceptación, nuestra aquiescencia, nos reta -prueben a ir por ahí-, construye con nosotros una suerte de diálogo cercano, casi íntimo). En el curso de esos escasos tres meses -el relato da comienzo en junio y el chico cumplirá quince años el cuatro de septiembre- vivirá todos los “protocolos” de la infancia en aquel perdido mundo rural: los trabajos en el campo, el conteo de las ovejas, las tareas como vivandero, las ocupaciones circunstanciales (de ingeniero de letrinas y de jinete al amanecer y de mecánico para la siega y de rastrillador, además de curioso adolescente de quince años, resumirá con humor), las fiestas comunales, los rodeos, los bailes, las conversaciones con los adultos, las excursiones a caballo por las montañas con su padre, guarda forestal y responsable del Bosque Nacional de la región, las duras tareas de extinción de incendios, los conflictos familiares, la ambigua admiración hacia su hermano mayor, la devoción por su madre, la respetuosa obediencia a su progenitor. Y todo ello experimentado con plena conciencia de hallarse en un momento decisivo de su vida, sabedor de que, con cada nuevo suceso, con cada nueva aventura, protagoniza una suerte de rito de paso que lo hará alejarse -con nostalgia; uno de los rasgos de la obra, como luego veremos- de la niñez irremisiblemente perdida y adentrarse, titubeante, en una realidad desconocida (Empezaba a parecer un verano en el que cada vez que me daba la vuelta, alguna peculiar aventura comenzaba a abrirse paso bajo mis pies), a la vez turbadora y fascinante. En la novela afloran de continuo estas reflexiones del chico en las que, con lucidez, describe el modo en que vive ese “tránsito” juvenil: Es posible que fuera allí mismo donde pasé de la edad de berrear a la de soltar tacos, concluirá, significativamente. Y también: Vaya, ahí estaba yo, en el mismo punto de siempre. Con las mismas dudas que al principio. Tal era la condición crónica de Jick McCaskill, de catorce años y once meses de edad, cuyo pronóstico seguía siendo reservado. La exposición de ese agitado estado del alma del muchacho, con sus conflictos, la permanente expectativa, el ansia de independencia y aventura, el apego a la familia y la añoranza de un vínculo que se diluye, el recuerdo triste de lo que ya se está dejando de ser, la búsqueda de experiencias, la constante sorpresa ante los misterios del mundo, la inagotable curiosidad, el torrencial caudal de preguntas, el interés por conocer el pasado, el origen familiar, los secretos de los padres, el tímido atisbo del amor que aún no merece tal nombre, mera imprecisa atracción hacia las chicas, impregna, con un intenso aroma de nostalgia, la novela entera y es, sin duda, uno de los más consistentes motivos para su disfrute. Como en este elocuente párrafo: No siempre se corresponde lo que decimos con lo que somos capaces de hacer. Mucho después, era ella, afirmará Jik de su madre, más que ninguna otra persona la que volvía una y otra vez al punto donde nuestras cuatro vidas se habían separado. «El verano en que...» empezaba a decir y, como si hubiéramos oído el canto de tres notas de un herrerillo, con aquellas palabras sabía que había vuelto a recordar alguno de los acontecimientos de aquel último verano en English Creek

Como lo es también -elemento decisivo en la brillantez y el interés del libro- la descripción del entorno, en su doble vertiente, histórico/sociológica -el pueblo, sus habitantes, las costumbres de la vida en la Norteamérica rural a finales de los años treinta del siglo pasado-, y ambiental, con la poderosa presencia de una naturaleza grandiosa que marca la existencia de quienes la habitan. 
 
En ese primer frente, el del fiel reflejo de la realidad de un espacio y un tiempo, conoceremos en detalle, pues la narración de Doig es prodigiosa en la recreación del “escenario”, la cotidianidad de los pueblos -la presentación de Gros Ventre, también inventado, nos lleva a la iconografía tantas veces representada en las películas del Oeste, como podréis comprobar en el largo texto que os dejo como cierre a esta reseña-. Un día a día que se ilustra con estampas de las tareas en el campo, las rudas labores de siega, las muchas actividades vinculadas al cuidado y explotación del ganado, la competencia y las disensiones entre vaqueros y pastores “ovejeros”, el dominio depredador de los poderosos -aquí encarnado en la Doble W, la “marca” de Wendell Williamson, que se apropia, por medios no siempre “regulares” de las tierras de los campesinos empobrecidos (sus posesiones vendidas por debajo de su valor, la familia desaparecida de estos lares, como reiterará, en un discurso emocionante, la madre de Jik)-, la elaboración de conservas por las mujeres, las modestas ceremonias religiosas, las desaforadas borracheras de fin de semana de unos hombres sin demasiados estímulos en su tiempo libre, los juegos de los niños y su limitada y a menudo pronto abandonada instrucción (ámbito este, el de la escuela, nuclear en Una temporada para silbar), las fiestas campestres, los cánticos y los bailes (fidedigno y muy apreciable el retrato, en un capítulo formidable, de las square dance, quizá la danza estadounidense más popular, muy reflejada también en el cine), los conflictos entre vecinos, la heterogeneidad de orígenes de los habitantes de la zona -en otro rasgo definitorio de un Estados Unidos de aluvión, cuya historia comienza allí donde empieza la historia de todos los colonos del Oeste americano: en otro lugar-, con el ejemplo paradigmático de los McCaskill, escoceses -la región era conocida, en aquellos días, como “El Paraíso de los escoceses”- cuyos antecedentes y tradiciones aparecen también en el relato. Y está también la presencia -muy difusa y apagada- de las tribus indias, sobre todo los pies negros. Y todo ello engarzado con oportunas y reveladoras referencias a la entonces aún muy joven “biografía” de los Estados Unidos, tanto en las etapas relativas a la aventura originaria de los pioneros, como las que tienen que ver, en un marco más local, con el nacimiento del estado de Montana. En particular, son también magníficas las abundantes alusiones a las consecuencias de la Gran Depresión que aún se hacían notar una década después de su inicio y que se describen con un grado de verosimilitud e intensidad similar a los que definen la gran obra maestra sobre el tema, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, ya comentada en el espacio hace algunos años. 

El marco histórico y social se complementa, indiscernible de él, con el entorno ambiental, la enorme variedad de la naturaleza en la región, los densos bosques, las montañas siempre cambiantes de cumbres heladas, las vastas praderas que poco tiempo atrás aún albergaban interminables manadas de búfalos, la profunda soledad y la ilimitada libertad en los paseos a caballo por los agrestes caminos montañosos, los ríos de aguas limpísimas rebosantes de truchas, la naturaleza extrema, el asfixiante calor estival, los pavorosos incendios, amenaza constante y principal preocupación en verano para el padre de Jik (Llegado ese punto del verano, y además un verano tan cálido como aquel, los incendios ocupaban por completo la mente de cualquier forestal. La gente solía contar ese chiste de un funeral donde el sacerdote preguntó si alguien quería ofrecer algún recuerdo del difunto. El forestal fue el primero en ponerse en pie y dijo: «El viejo Tom no era de lo peor que he conocido. Y a continuación me gustaría añadir algunas palabras sobre la prevención de incendios»), cuyo trabajo como responsable forestal lo llevará -en un capítulo también soberbio, de un dramatismo y un valor metafórico sustanciales en la novela- a enfrentarse con un fuego devorador en el cercano bosque de Two Medicine. 

Y este medio, reconocible en su nítido correlato histórico, lo pueblan una serie de personajes entrañables, principalmente el cuarteto central, la familia McCaskill, con el joven Jik y su conmovedor pasaje al mundo adulto, un chico cuya inocencia y determinación hacen imposible que el lector no se encariñe con él; su hermano Alec, cuatro años mayor y que provocará, al comienzo de la novela, el primer conflicto familiar, con su impetuoso amor juvenil por Leona, su ansia de independencia, su rechazo a iniciar la carrera universitaria que sus padres ansían y para la que está dotado, y su voluntad de convertirse en vaquero, recluyéndose de por vida en el limitado microcosmos que representa English Creek; el padre, Varick McCaskill, del que conoceremos sus antecedentes (Mi padre pertenecía a la primera generación nacida en territorio ignoto. Estoy convencido de que lo mismo ocurrirá cuando nazca gente en la Luna o en otros planetas, en una imagen poderosa que traslada con nitidez las condiciones de esa heroica y seminal aventura de la conquista del Oeste), un hombre sencillo, buena persona y responsable, firme pero comprensivo, distante y, a la vez, afectuoso, entregado con convicción y autoridad a su trabajo en el Servicio Forestal; la madre, Lisabeth Reese, de orígenes daneses -que también se nos relatan, amplificando así el alcance de la novela, dotándola de esa dimensión histórica de la que hablaba antes-, una extraordinaria mujer que la tierna mirada de su hijo ennoblece: inteligente, decidida, valiente, cariñosa bajo la apariencia -muy superficial y ligera- de desapego y autonomía, libre, atrevida, entregada a su familia, enamorada de su marido, volcada en sus hijos, muy consciente de lo que suponía haber nacido mujer en una región en la que predominaban maneras tan masculinas de ganarse el pan; una figura en apariencia menor pero sustancial, que deja huella, en la vida del muchacho y en la del emocionado lector. Y junto a ellos una serie de secundarios en su mayor parte inolvidables, que dan cuerpo a otra de las ideas clave del libro, el valor de lo colectivo, de la solidaridad, de los vínculos comunitarios, tan relevantes en aquel lejano Oeste en el que la supervivencia individual dependía, en gran medida, de la del grupo (de alguna manera me daba la impresión de que existía alguna conexión, de que cualquier historia de una persona del Two estaba ligada a la de cualquier otra persona de esta tierra. Que, para hallar el total, era preciso sumar una parte de cada una de las vidas a todas las demás; así, Verano en English Creek, puede ser leído también como un preciso fresco social): el borrachín Stanley Meixell, con un secreto en su pasado, objeto de la admiración de Jik; Leona Tracy, la guapa novia de Alec, cuya belleza perturba a nuestro joven protagonista; el viejo Toussaint Rennie, historia viva del lugar, que guarda en su memoria cuanto ha sucedido en la región desde el siglo XIX; el legendario Benson English, que dará nombre al pueblo; Velma Croake Bogan Sutter Simms, mujer despampanante que arrastra en sus interminables apellidos la historia múltiple de sus muchos matrimonios; Peter Reese, hermano de la madre de Jik; el fiel amigo Ray Heaney; Walter Kyle, Andy Gustafson, Sanford Hebner, Cañada Dan, Pat Hoy, Prudencio Johnson, y los Busby, los Dode, los Withrow, peones y ganaderos, pastores y trabajadores del campo; el implacable Wendell Williamson; y Marcella Withrow, de aparición casi imperceptible, episódica, pero que acabará casándose con Jik, y no desvelo nada sustancial, pues esta circunstancia no forma parte de la trama y solo se mencionará en el capítulo final del libro en el que, décadas después de los hechos narrados, su protagonista, ya adulto, da cuenta de sus recuerdos. Ese cierre de la novela, con el mucho tiempo pasado, no solo nos permitirá “escudriñar” en el futuro de los personajes con los que hemos “convivido” durante cuatrocientas setenta y cinco páginas (el libro apenas llega a quinientas), conociendo así muertes y nacimientos, giros del destino y evolución de las trayectorias personales, sino que hace explícitas y acentúa las notas de tierna nostalgia que han impregnado la novela entera. He aquí el revelador -sobre todo en el tono- comienzo del capítulo: 

Todas aquellas personas del verano de 1939 en English Creek me acompañan todavía, aun cuando muchas de ellas ya no estén con vida. Cuando abres un libro por primera vez, las páginas se pegan las unas a las otras y, al apartarlas, se separan dejando escapar a regañadientes un sonido. Es algo que nunca vuelve a suceder: ni esa renuencia a separarse, ni ese tenue sonido. Quizá ese sea mi caso, que aquel decimoquinto verano de mi existencia fuera un nuevo libro con sus páginas aún frescas. Mis recuerdos de aquellas personas, de aquellos tiempos y de lo que fue de todos ellos: a ellos dedico las últimas líneas imperecederas de ese libro para poder contemplarlas una y otra vez. 

Y es que -y con ello cierro mi comentario del libro, antes de añadir alguna breve nota sobre la otra novela, también magnífica, Una temporada para silbar- esos rasgos de melancolía, de sencillez, simplicidad y ternura, de profunda humanidad que se concentran en las páginas finales de Verano en English Creek tras haber comparecido de continuo en la narración constituyen otro de los elementos de mayor atractivo -quizá el más sugestivo- de la literatura de Ivan Doig. El tiempo que pasa y nos cambia, los recuerdos de la infancia, las experiencias adolescentes que marcan nuestra vida y la configuran, el crecimiento y la madurez, la amistad y el amor, la relevancia de los vínculos y los afectos familiares, la importancia de la comunidad, el sentido de pertenencia, los valores, el compromiso, la nobleza, la fidelidad, la naturaleza como maestra de vida, los sueños, la búsqueda del sentido último de la vida… son “subtemas” de un libro espléndido que no deberíais dejar de leer. 

Como ocurre también con Una temporada para silbar, del que, por desgracia, ya solo dispongo de tiempo para un resumen apresurado. Baste decir pues, a modo de breve síntesis, que la mayor parte de los elementos destacados apuntados en relación con Verano en English Creek están presentes también en esta otra novela que comparte con aquella escenarios, atmósfera, rasgos estilísticos y, me atrevo a decir, intención por parte del autor. Con una trama argumental distinta, como es obvio, podríamos decir que ambos libros son la misma novela. Montana, sus gentes y sus paisajes, el elogio de la vida rural y la alabanza de la naturaleza (con alguna mención expresa a Thoreau), las montañas y las praderas, las faenas agrícolas, la aún tímida pero notoria industrialización del campo, las pinceladas sobre la historia del país, los colonos de orígenes diversos, los cambios sociales, la infancia, el momento vital del protagonista -la adolescencia- en que se fija la mirada del autor, el papel primordial de la familia, la nostalgia y los recuerdos, la sencillez en las formas de vida, la reivindicación de lo colectivo y la solidaridad, los valores compartidos, la responsabilidad, la bondad, la entrega, son elementos muy relevantes -constitutivos, podríamos decir- de los dos libros. 

En las primeras páginas de Una temporada para silbar conocemos a la familia Milliron, habitantes de Marias Coulee, un pueblo ficticio pero reconocible de Montana (el río Marias es un afluente del Misuri que, efectivamente, surca el estado). Estamos en octubre de 1909. Los Milliron son el padre, Oliver, un esforzado granjero viudo, y los tres hijos, Paul, de trece años, que narrará la historia, Damon y el pequeño Toby. La reciente muerte de la esposa y madre los ha dejado tristes en lo personal y desarbolados en lo relativo a la intendencia doméstica. En un periódico local encontrarán un anuncio que cambiará sus existencias: 

NO COCINA, PERO NO MUERDE 
Viuda se ofrece como ama de llaves. Buenas costumbres, disposición excepcional. Ninguna habilidad culinaria, pero un diez en las demás tareas del hogar. Sueldo negociable, pero debe incluir billete de tren hasta Montana; compromiso de un año de cuidados sin igual para su hogar. Se ruega responder a: Apartado 19, Oficina de Correos de Lowry Hill, Minneapolis, Minnesota. 

La inmediata llegada de la guapa viuda Rose Llewellyn, que acompañada de su hermano Morris -un individuo muy peculiar-, arriba al hogar familiar para hacerse cargo del puesto de ama de llaves, es el desencadenante del libro, en el que un ya maduro Paul, ahora -cuarenta años después, a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo- convertido en Superintendente de Instrucción Pública que vuelve al pueblo con el mandato oficial de cerrar -por razones políticas- la escuela unitaria en la que él y sus hermanos estudiaron, desgrana sus recuerdos de aquel año trascendental en su propia vida y en la de sus allegados. La novela entrelaza las reflexiones de Paul desde su presente de 1957 con, sobre todo, los episodios del curso escolar 1909-1910, fechas ambas vinculadas con dos acontecimientos “objetivos” (en una prueba más de esa seña de identidad de los libros de Doig, las connotaciones históricas de sus obras), de importante valor metafórico en la trama: el paso del cometa Halley, en 1910, y el lanzamiento del Sputnik por la Unión Soviética, que representó el comienzo de la carrera espacial entre Estados Unidos y la URSS. 

En la infancia del muchacho, un chico despierto y muy inteligente, ocupará un lugar destacado esa escuela que ahora, por decisiones de las autoridades educativas que escapan a su control, debe cerrar. La ausencia, en aquellos días de 1909 de la maestra “oficial”, que huirá con un convincente predicador que llega a la zona, dejará las clases en manos del singular Morris Llewellyn, que se convertirá en una figura amada por todos -singularmente lo niños- y decisiva para el futuro académico y profesional de Paul. El libro da cuenta de ese excepcional -en todos los sentidos- curso académico en la escuelita rural en una novela entrañable y, en su sencillez y planteamiento algo tópico, literariamente estimable, más allá de un final algo enrevesado y artificioso, forzado y poco verosímil que disuena del tono y el enfoque del resto de la obra, por lo demás muy apreciable. 

En fin, no dejéis de adentraros en los hermosos parajes de Montana con la lectura de estos dos muy interesantes libros. Os dejo ahora, como cierre a mi reseña, una canción, Follow the Drinking Gourd, que los niños de la escuela interpretan en una escena destacada de Una temporada para silbar. Se trata de una canción popular de la época de la guerra civil americana. Según la tradición, los esclavos que se fugaban de las plantaciones del Sur camuflaban en la letra los hitos de la ruta hacia el Norte, donde los aguardaba la libertad. El título, Sigue la calabaza del agua, hace referencia a las calabazas huecas que usaban para beber y era el nombre en clave de la Estrella Polar. Aquí os la ofrezco en la versión de Richie Havens. 


Aproximadamente en una hora y media, mucho mejor tiempo de lo que yo habría calculado para una cabalgada desde la estación de English Creek, Ratón y yo nos encontrábamos ya en lo alto del pequeño promontorio situado cerca del desvío que llevaba a casa de Charlie Finletter, el último rancho antes de llegar al pueblo. 

Durante el siguiente kilómetro y medio, Gros Ventre parecía un verde banco de nubes: los álamos se inflaban de tal manera que era preciso mirar con atención para encontrar algún rastro de casas entre ellos. Los barrios de Gros Ventre estaban rodeados de dobles hileras de álamos, la primera hilera de árboles recorría el jardín delantero y la segunda separaba la acera de la calle. La misma columnata se repetía al cruzar la calle. Naturalmente todo aquello se había construido hacía cincuenta años o más y desde entonces había transcurrido tiempo suficiente para que los álamos crecieran muchísimo. Junto a las arboledas que ya crecían de antiguo en English Creek antes de que Gros Ventre existiera, los árboles de las calles formaban prácticamente una techumbre que cubría toda la ciudad. Aquel dosel de chopos era maravilloso, especialmente justo antes de que lloviera, cuando las hojas empezaban a temblar y repiquetear como si fueran hojas de papel. Entonces toda la ciudad se estremecía y el sonido repuntaba cuando una ráfaga de viento del oeste preludiaba la lluvia y a continuación el aire se llenaba de agua que caía sobre todo aquel follaje. En Gros Ventre incluso un simple chaparrón nos parecía un verdadero acontecimiento climatológico. 

La carretera de English Creek se adentraba en el pueblo pasando por delante del instituto, uno de esos edificios ajados de dos pisos construidos a base de ladrillo, al parecer la única manera de construir institutos en aquellos tiempos. Sacudí las riendas de Ratón y lo obligué a apretar el paso, para no tener que pensar en aquello más de lo necesario. Debíamos cruzar el pueblo en dirección al extremo noreste, donde estaba la casa de los Heaney. 

Ratón y yo entramos en la calle Mayor por la esquina del banco First National, y en ese punto no pude evitar detenerme un instante para contemplar Gros Ventre aquel Cuatro de Julio, algo que volví a hacer antes de dirigir a Ratón calle arriba en dirección norte. 

La tienda de ultramarinos de Hedwig, con su fachada cuadrada de madera a la antigua usanza y el cartel de Eddy anunciando el pan en la ventana. 

La tienda de ropa de los Toggery, con un tejado de terracota parecido al glaseado de una tarta. 

La droguería de Musgreave, con el espejo detrás de la fuente de refrescos para que cualquiera pudiera sentarse a tomar un batido —suponiendo que alguien pudiera permitírselo, lo cual no siempre era el caso en aquellos tiempos— y controlar así el tráfico del pueblo. 

El taller de coches de Grady Tilton. 

La guarnicionería para la reparación de cuero y sillas de montar de Dale Quint. Quizá para ofrecer una descripción adecuada de Gros Ventre en aquel entonces bastaría decir que aún tenía curtidor pero aún no tenía dentista. Para arreglarse los dientes había que acudir a Conrad. 

Las tabernas, Pastime y Spenger’s, aunque Dolph Spenger llevaba muerto más de una docena de años. 

El cine Odeon, el único lugar en todo el pueblo con su nombre escrito en letras de neón. Otra de las señas de modernidad del Odeon era su costumbre reciente de exhibir la película dos veces el sábado noche, la primera sesión a las siete y media y la segunda a las nueve. 

La oficina de correos, el único edificio nuevo en Gros Ventre desde que yo tenía memoria. Aquel había sido un proyecto del New Deal, con su mural de la expedición de Lewis y Clark alrededor de las cataratas Great Falls del río Misuri en 1805. Puede que Lewis y Clark no fueran desconocidos para los usuarios del servicio postal del Two, pero York, el esclavo negro de Clark que descollaba entre los porteadores como una pantera negra en un campo nevado, sin duda alguna sí lo era. 

La pequeña biblioteca Carneggie con su pared de estuco, sus escaleras y su pórtico ornamentado como si hubieran intentado construir un templo pero se les hubiera acabado el dinero. 

Frente a la biblioteca se encontraba el escaparate más pequeño de la ciudad, donde Gene Ladurie tenía su sastrería hasta que perdió la vista; ahora se ubicaba allí el taller de costura de la WPA. 

El Lunchery, que regentaba Mae Sennett. En las ocasiones en las que acompañaba a mi padre y utilizaba los cheques para comida del Servicio Forestal, siempre elegíamos el Lunchery y pedíamos estofado de ostras. Naturalmente eran ostras enlatadas, pero todavía puedo ver aquel bol con la leche amarillenta por aquel manchurrón de mantequilla que se iba deshaciendo en medio. Si además era Mae Sennett la encargada de servirnos, siempre nos avisaba: «Cuidado con las bayas de ostra», refiriéndose a las perlas diminutas que a veces aparecían en el plato. Tengo que decir que aún hoy no me siento del todo cómodo comiendo en ningún establecimiento que carezca de esa vieja pátina de marfil gastado en las paredes que sí tenía el Lunchery. Una buena prueba de la solera de aquel local y de que su carta ofrecía platos lo suficientemente decentes como para que la gente volviera. 

La oficina del doctor Spence. Ubicado frente a la parcela vacía que había junto al doctor, el despacho del abogado Eli Kinder. Un hombre que, curiosamente, ya era conocido cuando las ovejas cruzaban la calle, cuando los rebaños atravesaban el pueblo camino de los pastos estivales en la reserva de los pies negros. Eli se levantaba muy temprano y solía llegar al centro del pueblo al mismo tiempo que las ovejas. Resultaba extraño verlo, ataviado con traje y corbata, ayudando a esas bolas lanudas calle Mayor arriba, pero Eli había crecido en un rancho en las montañas Highwood y sabía lo que se hacía. 

Los negocios de las calles secundarias: la lechería de Tracy, la serrería y ferretería de Ed Heaney y la empresa de carbón y transportes de Adam Kerz. 

Los edificios de los bancos, que delimitaban lo que podríamos llamar el centro: el First National Bank de Gros Ventre con su fachada de ladrillo y, en diagonal, los ladrillos rojizos de lo que había sido el English Creek Valley Stockmen’s Bank. Este último banco había caído a principios de la década de 1920, cuando la mitad de los bancos de Montana se fueron a pique. Ahora el lugar estaba habitado, si bien no exactamente ocupado, por la barbería de una sola silla de Sandy Staub. Por aquel entonces eran típicas de los bancos las entradas lujosas ubicadas en la esquina más cercana a la intersección de dos calles —los bancos de Gros Ventre se miraban desafiantes exactamente de este modo— y, cuando Sandy se hizo con la propiedad del edificio del Valley Stockmen’s, se limitó a pintar uno de los gruesos pilares de granito que servían de soporte al portal con las franjas características de los barberos. 

¿Me he perdido algo? Naturalmente... En el mismo bloque del Valley Stockmen’s estaba la oficina del periódico, cuya luna proclamaba con la misma tipografía de su mancheta: gleaner. A su lado, una empresa más reciente: el Salone Moderne de Belleza de Pauline Shaw. Se contaba que cuando Bill Reinking vio por primera vez el nuevo cartel vecino, asomó la cabeza por la puerta para preguntar a Pauline si estaba segura de que no le faltaba ninguna «e» a «Belleza». 

En cierta ocasión alguien me dijo que los negocios de todas las ciudades y pueblos del Oeste parecían haberse establecido sin orden ni concierto. No era el caso de Gros Ventre. Durante aquellos años de la Depresión, Gros Ventre daba la impresión de estar sufriendo lo suyo y, después de todo lo que había pasado, se veía erosionada, pero para mí el pueblo mantenía la esencia de lo que debía ser. De su aptitud, quizá esa sea la palabra. Ni muy elegante ni una choza. Firme. La colonización de Gros Ventre se remontaba al momento en que algún conductor de carromatos decidió pasar la noche a orillas de algún riachuelo bajo la protección de los álamos. A medida que fue creciendo la ruta de los cargadores entre Fort Shaw en el río Sun y el sur de Alberta, el lugar se convirtió en una parada frecuente conocida como La Mitad, puesto que estaba a medio camino entre Fort Shaw y Canadá, aunque algunos sospechábamos que para aquellos primeros conductores de carromatos el lugar les parecía estar en mitad de ninguna parte. Gros Ventre creció hasta tener unos mil habitantes cuando las primeras hordas de colonos llegaron a Montana en la primera década del siglo. Mi madre aún recordaba haber llegado al pueblo de niña y ver carromatos y más carromatos de inmigrantes camino de las praderas, con un pañuelo blanco atado a uno de los radios de la rueda de manera que pudieran contar las revoluciones para medir los límites de la tierra reclamada. Más tarde aquella población no varió gran cosa, unas cien personas, arriba o abajo.
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Ivan Doig. Verano en English Creek. Una temporada para silbar

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