MARTA SALÍS (ANTÓLOGA). VIAJEROS
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que esta tarde, en el último día de junio, el último del trimestre y el también postrero de la temporada, despide el curso 2020-2021 con la entrega final de la serie de cuatro que durante este mes hemos dedicado a libros relacionados, de un modo u otro, de manera directa o de forma algo más tangencial, con los viajes. Mi sugerencia de esta tarde, voluminosa y excesiva, se aviene de maravilla, además, con el propósito explícito del ciclo, que no es otro que avivar el espíritu viajero de nuestros oyentes, para todos lamentablemente apagado en estos largos meses pandémicos, recomendando libros que inciten al viaje al mostrar, a través de su presencia literaria, los muchos alicientes y las muchas posibilidades que ofrecen a nuestras siempre rutinarias vidas las expediciones y el nomadeo, los peregrinajes y las trashumancias, los paseos, las travesías y las navegaciones, las andanzas y las aventuras, las correrías y las giras, las visitas, las evasiones, las migraciones y los exilios, las fugas, los traslados y los vuelos, los periplos y los desplazamientos, las excursiones, las caminatas, las marchas, los recorridos, las huidas, los vagabundeos y el lento y libre deambular por territorios desconocidos… todas esas casi siempre apetecibles manifestaciones de la curiosidad y el ansia de descubrimiento del ser humano.
Y es que todas estas variantes -y muchas más- del fenómeno viajero están presentes en la magnífica antología que con el título Viajeros presentó Marta Salís el pasado 2020 en de la colección Clásica Maior de la incomparable y muy querida en el programa Alba Editorial. Con el muy elocuente y algo confuso –por las razones que luego veremos- subtítulo, De Jonathan Swift a Alan Hollinghurst (1726-2017), el libro recoge, en sus cerca de novecientas apretadas páginas, presentados por orden cronológico, sesenta y seis relatos de viaje de otros tantos autores, en su mayor parte nombres bien conocidos de la literatura universal. Con diversos traductores, entre los que se cuenta, en varios casos, la propia Marta Salís, por el precioso volumen, editado con la exquisitez habitual en Alba, desfilan, entre otros muchos, Jonathan Swift, Voltaire, Nathaniel Hawthorne, Julio Verne, Charles Dickens, Mark Twain, Guy de Maupassant, Antón P. Chéjov, Edith Wharton, Ramón María del Valle-Inclán, Katherine Mansfield, Cesare Pavese, Jane y Paul Bowles, Flannery O’Connor, Langston Hughes, Juan Rulfo, Clarice Lispector, Richard Ford y Maggie O’Farrell, que pone fin a la selección de un modo algo equívoco (el referido subtítulo parece fijar el extremo del arco temporal en que se mueve el libro en 2017, año de publicación, efectivamente, de Todo el cuerpo, el relato de la irlandesa que clausura la obra; sin embargo, la mención a Allan Hollinghurst en el epígrafe que encabeza la publicación es errónea, pues su cuento, Reflejos, de 2007, es el penúltimo de una compilación que tampoco se abre, en honor a la verdad, con el relato de 1726 de Jonathan Swift; la editora aclara, no obstante, el aparente misterio, al señalar en el prólogo que hemos querido empezar y terminar el volumen con sendas historias «reales» [de “no ficción”, por lo tanto]: la primera –un pasaje de las memorias de un colono que naufragó en 1610− porque ilustra perfectamente buena parte de todo lo que la literatura, a partir de entonces, recreará, en la imitación o en la parodia; la segunda –un fragmento de un libro de memorias publicado en 2017−, como ejemplo de lo que aún se conserva, tal vez más interesante que lo que ya ha desaparecido, de la forma y el espíritu original de la narración de un viaje). La primorosa edición se ve realzada también por la muy atractiva portada, un póster de 1937 de la compañía Intourist, obra de Nikolái Zhukov, con un título que por sí solo constituye una estimulante invitación a la aventura: De Shepetovka a Bakú. La ruta más corta, barata y cómoda entre Irán/Persia y Europa occidental vía la URSS.
Marta Salís es una prestigiosa traductora, sobre todo del inglés, aunque también del francés, que ha vertido a nuestro idioma, en su larga carrera profesional a, entre otros muchos, Charlotte Brontë, George Eliot, Charles Dickens, Elizabeth Gaskell, Jack London, William Faulkner, James Joyce, Joseph Conrad, Thomas Hardy, Henry James, Edith Wharton, Willa Cather, Edgar Allan Poe, Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald, Oscar Wilde, Mary Shelley, Robert Louis Stevenson, Rudyard Kipling, Guy de Maupassant, Alphonse Daudet, Voltaire, Marcel Schwob, o Gérard de Nerval. Como compiladora es responsable también de varias antologías de relatos, todas en Alba Editorial y todas altamente recomendables: Cuentos de amor victorianos, Cuentos de la nueva mujer, Relatos del mar, Cuentos de Navidad (ya presentado aquí hace unos años) o Relatos de música y músicos, algunos de los cuales aparecerán aquí en emisiones futuras.
En su indispensable prólogo a este Viajeros, Salís nos proporciona una breve historia de la literatura viajera, aporta una sucinta tipología de viajes, viajeros y medios de transporte, resume las líneas maestras de su obra, planteando el propósito y la estructura de la compilación, y adelanta los temas centrales sobre los que giran los relatos. Así, se señala cómo, a juicio de la antóloga, la literatura nace en las historias de sus viajes que el nómada compartía en torno al fuego al regresar a su hogar (El relato del viajero está seguramente en el origen de la ficción narrativa), afirmación que se sustenta con, entre otros, los ejemplos de Heródoto, Plutarco o Rustichello de Pisa, narrador de las peripecias de su compañero de celda Marco Polo, que decoraban sus relatos, como el viajero de vuelta a casa, con mil y una peripecias insólitas, aventuras sorprendentes y sucesos prodigiosos, muchos de ellos fabulosos o meramente inventados, para conseguir la atención o despertar la admiración de sus oyentes y lectores. En el mismo sentido, menciona Salís las crónicas viajeras de los siglos XV y XVI, citando expresamente la Relazione del primo viaggio intorno al mondo, de Antonio de Pigafetta, de la que os hablé aquí hace un par de semanas. En su repaso de los grandes hitos de la literatura viajera afloran obras de diversos géneros -epopeyas, novelas, poemas y cuentos- y bien conocidas, como Gilgamesh, el Éxodo, la Odisea, la Divina Comedia, Los cuentos de Canterbury, el Lazarillo de Tormes, Don Quijote, El progreso del peregrino (un clásico menos conocido en nuestros días; recuerdo ahora que era el “libro de cabecera” de las protagonistas de Mujercitas), La isla del tesoro, o, mucho más recientemente, En el camino, la influyente obra de Jack Kerouac (influyente para toda una generación, la de los sesenta del siglo pasado, de hippies, moteros y autoestopistas, que veían en la carretera una experiencia en cierto modo iniciática y, en consecuencia, un aprendizaje de vida).
Sentadas, muy someramente, las bases del vínculo entre literatura y viaje, el texto preliminar se detiene en la enumeración de diferentes clases de viajes (los viajes forzados, los no deseados, el destierro, la emigración, el exilio, los de conquista, de exploración, de turismo, de peregrinación, de trabajo, de guerra, de huida, los viajes sin vehículo, los viajes inmóviles -del que se desarrolla alrededor de la habitación hablamos aquí hace quince días, a propósito de libro de Xavier de Maistre-, los viajes mentales, los inducidos por drogas, los que sólo ocurren en la fantasía, los deseos o las ensoñaciones, los viajes interiores, anímicos, espirituales, los que conllevan dilemas de identidad, tribulaciones psíquicas, conflictos sociales, relativización de valores culturales, visiones políticas); de las muy variadas personalidades de los viajeros (entusiastas, curiosos, indolentes, asombrados, observadores, renuentes, circunspectos, soñadores, obligados, esforzados, atrevidos, los que no viajen, los que simulan su aventura, los que nunca llegan a partir, los que no saben a dónde se dirigen); de las casi innumerables maneras de viajar (a pie, en burro, a caballo, en barco, en globo, en carreta, en diligencia, en tren, en motocicleta, en coche, en canoa, en avión y hasta en nave espacial), categorías todas que cuentan con relevantes ejemplos en la antología.
El libro presenta, ya se ha dicho, sesenta y seis relatos. Se ofrecen ordenados en función de su fecha de publicación, siguiendo, al decir de la autora de la selección, una línea cronológica evolutiva (tesis-antítesis-síntesis) en el tratamiento y la consideración del viaje como tema. Hay un fragmento de novela, hay algún relato corto que, en algún caso, se aproxima a la nouvelle, hay alguna narración con tintes autobiográficos, pero hay, sobre todo, cuentos. En cualquier caso, ficciones.
Cada uno de ellos viene precedido de una breve nota biográfica de su autor y de una aproximación general a los temas del relato y a sus particulares enfoques del viaje. Entre estos temas centrales resalta Salís la presencia de los diversos motivos y propósitos que impulsan al viajero: por placer o por trabajo, por motivos económicos, por asuntos de dinero, de amor o de guerra, o por alguna firme promesa, grande o pequeña, como recoge Grace James en uno de los cuentos de la antología, La mujer de Hielo; también el deseo de cultura, el ansia de liberación (de ataduras reales o imaginarias), la necesidad de ocio, el cumplimiento de un rito amoroso, la luna de miel… También, las muy variadas circunstancias que rodean el desplazamiento o la aventura, la expedición o el tránsito: los preparativos, la despedida y la partida, el trayecto, los azares, los encuentros inesperados, los compañeros de viaje, las incomodidades, las inclemencias del tiempo y del camino, el aburrimiento, los desencuentros, los peligros y accidentes inesperados (…), la decepción de las propias expectativas, los hallazgos, los imprevistos, y el retorno, la llegada, la acogedora recepción en el confortable entorno cotidiano.
El prólogo se cierra con una reflexión de Margaret Drabble, presente en uno de los cuentos antologados, Un viaje a Citera. La autora británica inicia su relato con una afirmación en la que la antóloga cifra la esencia del espíritu del libro: Hay cierta gente que es incapaz de montarse en un tren sin imaginar que está a punto de emprender un viaje cargado de significado hacia lo desconocido, como si la misma noción de movimiento estuviese ligada indisolublemente a la noción de descubrimiento, como si cada traslado del cuerpo fuese también un traslado del alma.
Partiendo de este marco referencial, el libro se abre con Tempestad, un fragmento de Relación auténtica del naufragio y salvación de sir Thomas Gates, caballero, una carta escrita en 1610 por William Strachey narrando su propia experiencia como náufrago. El relato, que Shakespeare conoció y del que se sirvió para escribir, un año después, La tempestad, anticipa, al decir de la antóloga, la posterior literatura viajera, al introducir algunos de sus tópicos más recurrentes: los peligros que asaltan al viajero, las connotaciones épicas y, en este caso, las alusiones mitológicas y religiosas. Tras él, Desembarco en Brobdingnag, de Jonathan Swift, está extraído -y es el único caso en el libro de un texto no autónomo, que forma parte de otra obra- de Los viajes de Gulliver, que más allá de su actual vinculación a la literatura infantil, refleja las preocupaciones de su autor y su época -el libro es de 1726-, con su crítica a la sociedad de aquel tiempo, sus reflexiones filosóficas y su condición de sátira política. Esas notas de acusación y reproche, de reprobación y parodia acerba, de alegato corrosivo, están también en Historia de los viajes de Escarmentado escrita por él mismo, de Voltaire, que a mediados del siglo XVIII, recorre el mundo en su texto, recogiendo, en contraposición a sus contemporáneos que viajaban por España, Italia, el Mediterráneo disfrutando de la delicias de sus civilizadas sociedades, diversas terribles muestras de la intolerancia, la tortura, el horror y las ejecuciones por motivos, sobre todo, religiosos.
Curioso paseo, de Johann Peter Hebel -y con él nos adentramos en el siglo XIX- es una fábula, muy conocida, sobre un padre, un hijo y un asno, en el que, con tierno sarcasmo -valga el oxímoron- se nos alecciona sobre los males de dejarse llevar por la opinión ajena. Wakefield es también una narración muy difundida, un cuentecito de Nathaniel Hawthorne, que introduce en el libro por primera vez “el viaje no viaje”, al contar la historia de un hombre que, sin motivo aparente y sin explicación previa, sale un día de su casa para no volver a ella hasta veinte años después, sumiendo en la incertidumbre y en la angustia a sus allegados, en particular a su mujer. En ese autodestierro, como lo califica el protagonista, el marido se instalará en una vivienda cercana desde donde contempló a diario su casa, y vio con frecuencia a la afligida señora Wakefield. Una obra maestra de la que os dejo un pasaje al término de esta muy larga reseña. El escritor viajero por excelencia, Julio Verne no podía faltar en una antología del género. Aquí comparece con un relato angustioso, Un drama en los aires, sobre un viaje en globo, que recorre la historia de la navegación aerostática y que envuelve al lector en una atmosfera opresiva y perturbadora. Publicado en 1851, el cuento es un claro antecedente de Cinco semanas en globo, la popularísima novela del francés.
El cuento del niño, de Charles Dickens, es una maravilla, un conmovedor relato alegórico. Un hombre emprende un viaje y en su camino va encontrando, sucesivamente, a un niño, un muchacho, un joven, un adulto y a un anciano. De todos aprende y a todos va dejando atrás. Su viaje, a su término lo sabremos, es el de la vida, con sus etapas, sus descubrimientos y sus despedidas. De Dinamarca procede un escritor para mí desconocido, Carl Bernhard, que firma, en 1852, El vellocino de oro, también emotivo y con una cierta voluntad didáctica. Un joven ambicioso abandona a su madre, a su amada y a sus amigos en su pequeña aldea danesa para lanzarse al mundo y a la obsesiva consecución de la riqueza, que ejemplifica simbólicamente en mitológico el vellocino de oro. Ausente de su tierra durante más de veinte años, las cosas, a su vuelta, serán bien distintas, como pone de manifiesto un relato espléndido que transmite una valiosa lección moral. Apenas diez años posterior, Un viaje a caballo por Palestina es un cuento -uno de los más largos de la antología- de Anthony Trollope que, a través de la anécdota que recoge su título, nos presenta a dos personajes que recorren los parajes de Tierra Santa, en un periplo que, probablemente, hoy no resistiría la tiranía de la corrección política, pues la visión colonial, ofensiva y racista, permea una historia por lo demás magnífica, con la presencia de muchos de los elementos clásicos de la literatura viajera y una sorpresa final desconcertante. El carruaje fantasma, de Amelia Edwards, escritora y egiptóloga, en cierto modo una adelantada a su época, es un relato de 1864, en el que su protagonista, perdido en la nieve en una noche inclemente, acaba haciendo un viaje siniestro, entre el sueño y el delirio de ultratumba, cuyos ecos, con distintas variantes, resuenan en muchas narraciones actuales del género de terror.
El explícito y revelador título del cuento de Mark Twain seleccionado, Canibalismo en el tren, refleja, en efecto, el suceso al que apunta, aunque el tratamiento de la historia narrada, irónico y humorístico, lo convierte en una parodia de los protocolos políticos en la asamblea legislativa norteamericana. Idéntico tono jocoso, aunque algo menos abiertamente mordaz, comparece en El viaje circular, un relato de Émile Zola publicado en 1877 en el que una pareja de recién casados logra consumar su amor, en una algo atribulada luna de miel con final feliz. De Guy de Maupassant, uno de los grandes cuentistas franceses, la antología recoge el que, quizá, es su relato más conocido. Bola de sebo, de 1880, reúne en una diligencia a una decena personas pertenecientes a distintos estamentos sociales, que huyen del terror de la guerra franco-prusiana, en un viaje por una Francia ocupada por los ejércitos enemigos en el que se ponen de manifiesto los prejuicios de clase, la hipocresía social, y con un personaje central entrañable, la prostituta Bola de sebo, que dará lecciones de moralidad a sus cobardes y miserables acompañantes burgueses y de las “altas esferas”. El cuento, que está en la base remota del clásico de John Ford The stageacoach -La diligencia-, es inolvidable.
El brevísimo Un viaje en vapor, de Meïr Aron Goldschmidt, impregnado de un aire simbólico, onírico, de película de Bergman (aunque su autor es danés, no sueco), con la presencia de la muerte apuntando al final de la travesía, es, pese a ello, un relato precioso, algo triste e inquietante. Bellísimo es también, rezumando nostalgia y melancolía, América, de Arthur Schnitzler, un cuento en el que el continente aludido en el título opera en el plano real y en el metafórico, en la extrañeza del presente y el bello recuerdo que se desvanece. Desde otra perspectiva radicalmente distinta, Cortejo de invierno, es una humorada ligera, escrita por una para mí desconocida Sarah Orne Jewett. El cuento, de 1889, narra, dejando en su transcurso al lector con una sonrisa en la boca, el invernal viaje de una viuda y su cochero, dos solitarios que lo serán menos al término de su helador trayecto.
A continuación, el libro presenta dos relatos consecutivos con la muerte como motivo final. En el primero de ellos, El judío errante, de Rudyard Kipling, un hombre, aterrorizado por el inexorable fin que a todos nos espera encadena un viaje tras otro, siempre en dirección al este, convencido de que, como le habían dicho “los hombres de ciencia”, si das la vuelta al mundo hacia el este, ganas un día. Su insensata búsqueda de la salvación -su, en realidad, descabellada huida del tiempo- concluirá tras décadas de frenéticos desplazamientos, ya anciano, los labios resecos, las manos temblorosas y los ojos que se volvían eternamente hacia el este, en un austero bungaló de Madrás, aún corriendo contra la eternidad y con un inútil cronómetro en la mano. De “nuestro” Clarín, la antología recoge el magistral -aunque muy triste- El dúo de la tos. Dos enfermos de tuberculosis, un hombre y una mujer que viajan de continuo huyendo de la muerte, coinciden en un gran hotel frente al mar, al que han llegado buscando un lugar propicio para afrontar su mal. Tras una noche en que la, sin llegar a conocerse, su dolorosa soledad se rompe levemente al percibir el sonido apagado de sus respectivas toses en habitaciones cercanas, los viajeros, solos, débiles, angustiados, melancólicos y declinantes, abandonarán el hotel, cada uno por su lado -dos existencias que apenas se han rozado por azar en un encuentro tan solo imaginado, deseado, intuido, en su insomnio nocturno- en busca de consuelo en alguna otra ciudad, en alguna otra posada, en alguna otro hospital, en algún último sepulcro. Conmovedor es también El polizón, de Emilia Pardo Bazán, de la que conmemoramos este año los cien de su muerte. El viaje que aquí comparece es el de la emigración, en un relato que de desarrolla en el momento de la dramática partida de cientos de aldeanos y campesinos gallegos que se disponen a iniciar, en un vapor atracado en los muelles de la bahía coruñesa (la Marineda literaria de la autora), su forzada y a la vez llena de esperanza travesía a una promisoria América. Al territorio de la costa atlántica, aunque al otro lado de la frontera, pertenece también el portugués José Maria Eça de Queirós, que en La perfección retoma el personaje de Ulises y lo recrea desde una perspectiva singular que encuentra un ángulo novedoso desde el que explorar el relato clásico. Ulises, que durante ocho años ha vivido plácidamente en la isla de Ogigia, retenido por los infinitos placeres de la diosa Calipso, añora su Ítaca natal, no tanto por la necesidad de volver al hogar y reunirse con Penélope y Telémaco como por, hastiado de tanta divina perfección, reencontrarse con normalidad de su ser mortal, hacia la que zarpará surcando los mares en pos de los trabajos, las tormentas, las miserias… ¡el deleite de las cosas imperfectas! Una joya literaria.
Como lo son también los dos cuentos recogidos en la antología de sendos nombres mayores de la literatura universal, Anton Chéjov y Joseph Conrad. Del primero podemos leer En la carreta, un relato lleno de melancolía en el que una maestra, que ve como quedan atrás la lozanía y las ilusiones de su juventud, que se consume en una vida solitaria, estéril, rutinaria, anodina, sin otro futuro que no fuera la escuela, el camino de ida y vuelta a la ciudad, y de nuevo la escuela, de nuevo el camino, que añora una intensidad de vida que le está, ya, definitivamente negada (Tenía ganas de pensar en unos ojos bonitos, en el amor, en esa felicidad que nunca llegaría), percibe fugazmente, tras un encuentro casual en el curso de uno de sus acostumbrados y desganados viajes en carreta, la esperanza de una existencia lograda, un vano atisbo de emoción, un sentimiento de alegría y felicidad con el que evoca el recuerdo de sus primeros años, joven, bonita y elegante, en una habitación cálida y luminosa, entre sus familiares queridos. Juventud, uno de los cuentos más destacados de Conrad, se desarrolla en el ambiente marino que caracteriza lo mejor de la literatura del polaco. En una reunión de cinco amigos unidos por un fuerte vínculo con el mar y una común trayectoria en la Marina mercante, uno de ellos, Marlow, recuerda su primer viaje por los mares de Oriente -también su primera travesía como segundo de a bordo-, en el que, con apenas veinte años y con toda la ilusión propia de la etapa vital que da nombre al cuento, se enfrentará a una azarosa y accidentada aventura, toda una experiencia iniciática, a bordo del Judea, un barco desvencijado que a duras penas soportará los embates de unas desatadas fuerzas de la naturaleza. Un relato épico y memorable, uno de los más destacados de un libro repleto de maravillas.
Tras él, la selección nos ofrece tres cuentos con el tren como medio de transporte. Un viaje, de Edith Wharton, es el último relato publicado en el siglo XIX de los que se recogen en el libro. Se trata de un trayecto “de vuelta”, un regreso a Nueva York de un matrimonio en el que el entusiasmo inicial ha dado paso a un final, imprevisible y dramático, que se sustanciará en los compartimentos del ferrocarril. Corazones y manos, consecuentemente el primer cuento del siglo XX, obra del muy popular en su tiempo O. Henry, nos sitúa en un vagón de un tren en el que, casualmente, acaban coincidiendo una joven mujer y un antiguo conocido que viaja, en su condición de alguacil, esposado a un delincuente. Con un tono ligero y festivo, un previsible giro final introduce en la historia, sin embargo, leves notas de ternura y melancolía. A Willa Cather, de la que ya presenté en este espacio, hace algunos años, su apreciable novela Mi Antonia, se debe Una muerte en el desierto, ambientada en una casa aislada en el polvoriento desierto de Wyoming, en unos paisajes habituales en la obra de la norteamericana, a la que llega -y de la que partirá-, en un tren que “enmarca” el relato, un hombre que revivirá, con una joven mujer que agota sus últimos días, un amor de juventud oscurecido por la sombra afantasmada, lejana aunque persistente, del hermano del viajero.
En Santa Baya de Cristamilde, un cuento brevísimo de 1904, Ramón María del Valle-Inclán nos lleva a un escenario gallego, el del santuario mencionado en el título para mostrarnos un peculiar viaje, muy común en las tierras galaicas: el de las romerías, en este caso, un modesto y telúrico peregrinaje en el que seres deformes, mendigos, enfermos varios -ciegos, leprosos, tullidos, apestados- y, sobre todo, endemoniadas, avanzan en una escena esperpéntica hacia la ermita que alberga la imagen de la santa de la que esperan la curación de sus males. El rezo cristiano se combina, para reforzar quizá las posibilidades sanatorias de la experiencia con la brusca inmersión en las rugientes aguas del mar cercano. Fantasmal es, también, Una voz en la oscuridad, de William Hope Hodgson, relato fantástico en un mar nebuloso y con la inquietante y sobrecogedora presencia de un extraño y terrorífico hongo. De un momento esencial en el viaje, la despedida, trata el intenso y muy bello Aloha Oe, de Jack London, ambientado en los muelles de Honolulu, en los que Dorothy Sambrooke, la joven hija -sólo quince años- de un senador norteamericano, embarcada de regreso a su país tras un mes en Hawái, a donde ha viajado acompañando a su padre en misión comercial, se despide de su fulgurante y episódico amor tropical, un muchacho con rastros de sangre nativa en las venas, del que lo separarán para siempre el barco que zarpa y, sobre todo, los prejuicios raciales. Aloha Oe es, además de la rúbrica que encabeza el cuento, el título de una canción que tiene un especial valor para los enamorados, que la cantarán a lo largo del relato. Ella constituirá el acompañamiento musical a mi reseña.
El premio Nobel Thomas Mann nos traslada, en El accidente ferroviario, a un viaje en tren -uno más de los que muchos que aparecen en la selección- en el que todo -los distintos compartimentos, la variedad de equipajes, el diferente trato recibido de los revisores y los mozos, y especialmente las reacciones ante un leve descarrilamiento- sirve al escritor para enfatizar las ostensibles diferencias de clase entre los viajeros. La Mujer de Hielo, escrito por la británica, nacida en Tokyo, Grace James, participa de las notas de exotismo, atmósfera tenuemente afantasmada e irreal delicadeza que asociamos a la singular cultura japonesa, en cuyo folklore se basa la autora. Un cuento triste, pero muy bello. Ambos rasgos, belleza y melancolía, están presentes en El viaje, de Luigi Pirandello. Una joven viuda, que a sus escasos treinta y cinco años -no tan pocos para la época, el relato es de 1910- lleva trece encerrada en la soledad sombría de una vida de luto en un oscuro pueblo siciliano, en la que se agosta tras la muerte de su marido, que la redujo a una existencia anodina y opresiva y al que nunca quiso, tendrá la ocasión de hacer un viaje, en compañía de su cuñado, saliendo del angosto espacio en el que consume sus días. Pese a lo dramático de la circunstancia que motiva el viaje, la mujer vivirá una experiencia embriagadora, exultante y feliz. Una joya espléndida de otro de los premios Nobel incorporados a la selección.
En otro registro bien diferente, La docena del fraile, de Saki, es un despropósito humorístico en el que dos antiguos amantes que, tras años de separación, se reencuentran en la cubierta de un vapor con destino a Oriente, y fantasean de modo disparatado con una boda a la que cada uno acudiría cargado de hijos de sus respectivos matrimonios. Y humor hay, pero no sólo, en La potestad de la viuda, de la escritora feminista norteamericana Charlotte Perkins Gilman. Tras el funeral de su marido y la consiguiente lectura del testamento, la esposa, merced a una inesperada vuelta de tuerca en la historia, dejará con un palmo de narices a sus tres desapegados hijos e iniciará una nueva y liberadora vida camino de Australia, Nueva Zelanda, Madagascar y la Tierra del Fuego.
En el libro tiene cabida también la experiencia metafísica de Fernando Pessoa, en un cuento, Viaje nunca hecho, que participa de los rasgos más significativos de su obra: la reflexión existencial, los límites de la identidad, el cuestionamiento del sentido de la vida, el absurdo de nuestro paso por el mundo, el conflicto con la realidad, en un relato entresacado del inagotable Libro del desasosiego. Uno de los pocos autores españoles presentes en la recopilación, “nuestro” Miguel de Unamuno, es el autor de Mecanópolis, que nos traslada, en una especie de distopía desasosegante, con tintes oníricos, a un universo deshumanizado en el que las máquinas llevan el control del mundo. Y otro nombre mayor de la literatura universal, James Joyce, comparece también con un relato extraído de Dublineses, su excepcional colección de cuentos. Se trata de Eveline, otro de los mejores logros del libro, en el que su protagonista, una joven cuyo nombre da título a la narración, se debate entre la fuga con un enamorado que le permitirá conocer una nueva y liberadora vida, y la permanencia en el hogar familiar, previsible y anodino, rutinario y mediocre, pero al que lo une un poderoso y magnético vínculo, hecho de conformidad y miedo. En A la deriva, del uruguayo Horacio Quiroga, un hombre, tras haber sido mordido por una serpiente venenosa, se lanza, impotente y angustiado, a un viaje desesperado y febril en canoa por el río Paraná en busca de un imposible remedio que detenga los efectos de la letal ponzoña.
De nuevo en el fecundo universo ferroviario, En la estación. Esbozo del natural, es un cuento trágico de Isaak E. Bábel, con trenes, guerra, muerte y alcohol, el letal vodka ruso. Con notas humorísticas, pero en el fondo también triste, El pasajero perpetuo, del ucraniano Stefan Grabiński, nos presenta a un hombre enajenado que vive sus tristes días entre su insulsa profesión de escribiente y funcionario judicial, y una suerte de viajes simbólicos o sucedáneos de viaje que “emprende” cada día, acudiendo puntualmente a la estación del ferrocarril para remedar los gestos y rituales del viajero, la (ficticia) compra de billete, la impaciente expectativa de la sala de espera, el paseo nervioso en el andén, el arduo abrirse paso entre los viajeros, el difícil acomodarse en el compartimento, la conversación con el revisor, la charla informal con los demás pasajeros… para, a la postre, en el último momento y con el tren a punto de partir, renunciar al viaje, descender apresuradamente del vagón y volver, maleta en mano y arrastrándose por las estrechas callejuelas de su ciudad, volver a casa para dormir algunas horas antes del amanecer, porque a la mañana siguiente le estaría esperando la oficina, y a partir de las tres, como hoy, como ayer, como hacía ya años inmemorables, su viaje simbólico. La gran Katherine Mansfield, cuentista magistral, es la autora de El viaje, una travesía algo misteriosa de una niña y su abuela. El gran cazador de Aluk a quien se le rompió el corazón al ver el amanecer sobre su poblado, del escritor y explorador danés, de madre inuit, Knud Rasmussen, cuenta una historia, con aires de leyenda, del folclore del pueblo inuit, en la que un padre, que nunca ha abandonado su aldea, y su hijo, ansioso por conocer mundo, viajarán en busca de nuevas tierras y nuevos horizontes, para acabar volviendo al poblado en un emotivo retorno que provocará una insoportable conmoción en el progenitor. El caos reptante, del norteamericano H. P. Lovecraft, el maestro del terror gótico, que me gustó mucho en mi juventud y que ahora leo con indiferencia, resultándome incluso tedioso, relata un viaje alucinante, provocado por una sobredosis de opio, en el que el lector se transporta a un universo muy habitual en sus libros: misterio y espanto, atmósfera onírica, ambientes mórbidos, extraños parajes, sonidos y efectos diabólicos, terror agazapado, moradas malditas, belleza perversa, fétidas excrecencias y vapores nauseabundos, horror y muerte, pesadilla y destrucción. De Hermann Ungar, el algo retorcido escritor checo, Marta Salís elige para su antología El viaje de Colbert, un nuevo ejemplo de aventura imposible, frustrada, irrealizable, en un cuento con un oscuro fondo de lucha de clases, que aflora en la relación entre un estirado burgués y su rencoroso criado. Checo es también, y como él, judío y escritor en alemán, Franz Kafka, del que podemos leer La partida, un “fogonazo” brevísimo, apenas quince líneas, en el que un hombre parte con la única meta de “marcharme de aquí”, en un planteamiento muy acorde con el inexplicable absurdo que envuelve la literatura del autor de La metamorfosis -o La Transformación, como rezan algunas de sus más recientes traducciones-. La marcha al exilio, un título bien explícito sobre su contenido, es un relato de una tristeza sobrecogedora sobre la emigración. Escrito por el irlandés Liam O’Flaherty, es, a mi juicio, uno de los momentos culminantes del libro. En él asistimos a la sombría fiesta de despedida de dos de los ocho hijos del matrimonio Feeney, Mary y Michael, que viajarán a Estados Unidos, a causa de la pobreza y en busca de unas expectativas de vida imposibles en su tierra.
Un para mí desconocido Premio Nobel danés, Johannes V. Jensen firma ¿Llegaron al ferry?, un acelerado viaje en moto con un final trágico que incluye ciertas reminiscencias mitológicas. Premio Nobel también, e igualmente ignoto, es el ruso Iván A. Bunin. Su aportación a la antología, Insolación, es magnífica, la descripción de una fugaz, perturbadora, intensa e inolvidable historia de amor en el curso de un viaje en barco que dejará una huella indeleble en uno de sus protagonistas. Dos de los más extensos relatos del libro corresponden a dos figuras mayores de la literatura universal, William Somerset Maughan y Cesare Pavese. Del británico podemos leer P&O, nombre de la compañía naviera a la que pertenece el trasatlántico en el que se desenvuelve la peripecia narrada, un viaje desde Yokohama hasta Europa, que se desarrolla sobre todo frente a las costas de Singapur, Java y Adén, y que reúne a personajes de diferentes clases sociales en un periplo marcado por la presencia de la muerte. En el caso del italiano, su cuento se mueve en las coordenadas pesimistas habituales de su obra. Viaje de bodas nos presenta una pareja pobre, de vida precaria pero envuelta aún en la ilusión romántica de la juventud, que recupera de modo algo tardío, el viaje de casados que en su momento no pudieron realizar. El fracaso, la angustia existencial, la incomunicación, la soledad, la insatisfacción y la profunda infelicidad, consustanciales a la literatura de Pavese, acabarán marcando la experiencia. Otro nombre fundamental de la historia literaria, esta vez norteamericano, Tennessee Williams, es el autor de Una manzana regalada, con el protagonismo de un joven de diecinueve años que se mueve por su país en autostop, una modalidad de viaje que no había comparecido aún en el volumen. El cuento se detiene en un inesperado encuentro entre el muchacho y una mujer negra, en el que una difusa pulsión sexual entre ambos acaba por resolverse en frustración. De una extraordinaria dureza, La refugiada Conchita Mosquera, del de nuevo para mí desconocido Mogens Klitgaard, un escritor danés muy comprometido con las causas de la izquierda, resistente contra el nazismo invasor de su país en la segunda guerra mundial, nos presenta a la muchacha del título, una chica española de apenas diecinueve años, que, con un hijo a sus espaldas, huye del país en los días finales de la guerra civil, en una larga caminata -su falta de medios la obligan a desplazarse a pie- que la lleva desde su pequeño pueblo de Huesca hasta una despreocupada Niza, en donde la aparente felicidad de los habitantes de la desahogada Costa Azul contrasta con la infelicidad, las privaciones, el hambre, la indefensión y la ausencia de expectativas de la infortunada joven. En La vida secreta de Walter Mitty, un título clásico de James Thurber, que ha sido la base de alguna conocida película, el viaje es el de la fantasía, el de las quimeras, el de los sueños. Walter Mitty es un hombre anodino, de existencia aburrida y vulgar, sometido por su impositiva mujer, que conjura inútilmente el gris tedio de su vida con la invención de aventuras formidables en las que se imagina como héroe de formidables peripecias, arriesgadas y atrevidas, muy distintas a las que protagoniza en el discreto transcurrir de sus días.
El poeta negro americano, Langston Hughes, muy activo en la defensa de las justas causas de su raza en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX, es el autor de Desayuno en Virginia, un cuento moral, optimista y aleccionador, en el que dos jóvenes negros, soldados de permiso en los días de la segunda guerra mundial, sufren en un viaje en tren el trato discriminatorio de los responsables del vagón restaurante que se niegan a servirles por la prescripción legal que limita al uso del local a personas blancas. En su desagradable incidente encontrarán el inesperado apoyo de un hombre blanco que los invitará a su propio compartimento. El matrimonio Bowles, Jean y Paul, tiene una presencia contigua en la selección, pues Idilio guatemalteco, el cuento de Jane, y Un episodio distante, un título mayor de su marido, son relatos de 1944 y 1947, respectivamente, y comparecen de modo consecutivo debido al orden cronológico de la antología. En el primero de ellos, un viajero algo estirado, se ve envuelto en una poco atrayente experiencia erótica en el curso de una estancia en Guatemala. El cuento de Paul Bowles, desasosegante y lleno de violencia, nos traslada a un territorio habitual de su obra, Marruecos, a donde un lingüista acude en su estudio de inexploradas variantes del magrebí. Su imprudencia, su insensatez y un comportamiento irracional lo llevarán a verse envuelto en una serie de incidentes siniestros que cambiarán de modo dramático su vida. Inquietante es también el clima que envuelve El estallido de un trueno, un magnífico cuento de Ray Bradbury, una historia opresiva, angustiosa y magistral. Ambientado en un 2055 en el que la ciencia permite los viajes al pasado, su protagonista retrocede sesenta millones de años en una aventura fatal que permite al autor, aparte de recrear la amenazante presencia de los dinosaurios, mostrar todas las posibilidades metafísicas que conlleva la vuelta atrás en el tiempo y el riesgo de alterar irremisiblemente, a partir del apenas perceptible cambio en el aleteo de una mariposa pretérita, el curso entero de la existencia por venir. Y lo perturbador está presente también, ¡y de qué manera!, en Un hombre bueno es difícil de encontrar, una pieza sobrecogedora de Flannery O’Connor en la que afloran los rasgos más reconocibles de la escritora norteamericana: tortuosos escenarios sureños, asfixiantes entornos familiares, la aflictiva e inevitable presencia del mal, almas torturadas, personajes desequilibrados y funestos, oscuras connotaciones religiosas, dolor, sufrimiento y muerte.
El cuento de Juan Rulfo, el gran clásico de la literatura mexicana, nos lleva, ya desde su título, Paso del Norte, a la trágica vivencia de la migración desde México a Estados Unidos. Fechado en 1953, su lectura resulta, sin embargo, absolutamente vigente, pues la realidad descrita sigue estando, por desgracia, de muy triste actualidad. El relato, que ya había aparecido en la prestigiosa colección El llano en llamas -con la novela Pedro Páramo, las dos obras mayores de Rulfo-, es un espléndido exponente de su literatura, el uso del lenguaje, la presencia del mundo indígena, el protagonismo sufriente de los débiles, de los desfavorecidos, la exposición de la injusticia del mundo, el fatalismo y la tristeza. El viaje que en El planeta imposible propone Philip K. Dick, otro gran nombre de la ciencia ficción, junto a Ray Bradbury, es intergaláctico. En una nave espacial, unos visitantes del futuro se acercan a un planeta Tierra devastado (Un globo rojo y sin brillo, suspendido entre pálidas nubes; los restos coagulados de antiguos mares bañaban su quemada y corroída superficie. Sus acantilados, agrietados y erosionados, se elevaban imponentes. Las llanuras habían sido excavadas y despojadas de toda vegetación. Grandes pozos horadaban la superficie, una infinidad de úlceras abiertas) para que uno de los viajeros, una anciana con trescientos cincuenta años a sus espaldas, antigua habitante terrícola, recupere sus recuerdos en vísperas de su muerte. La aparición en la antología de Un viaje a Citera, de la para mí desconocida Margaret Drabble, ha sido un auténtico descubrimiento. El encuentro entre una mujer y un desconocido en un compartimento de tren abre una serie de expectativas inesperadas en una historia que opera como metáfora de algunos de los elementos más significativos del viaje: la huida de la soledad, la apertura a lo imprevisible, la febril excitación que conlleva el movimiento, la aventura de lo desconocido, las ilusiones, la tenue -a veces intensa- pulsión erótica que acompaña al desplazamiento (De joven –le contó–, pensaba que habría una mujer esperándome en cada compartimento de tren, en cada avión, en cada hotel), los encuentros fugaces, la sorpresa, el misterio. El tren, esta vez cargado de un fondo de opresiva amenaza, es también el escenario de El idioma de la «f», de la brasileña Clarice Lispector. La inquietud y el desasosiego de su protagonista, que sufre el acoso de dos hombres en la estrechez de un vagón, la llevarán a forzar su comportamiento, en una estrategia desesperada que la conducirá, primero, a dejar el tren, después a la cárcel y, finalmente, y por un oscuro azar, a salvar su vida, sustituida por otra infortunada viajera.
Otra historia magnífica es la que relata Richard Ford, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2016, en el espléndido Rock Springs. Un hombre, fracasado, desafortunado en la vida, delincuente de poca monta y perseguido por la justicia, robará un coche, un vistoso Mercedes, para emprender en él, con su amante y su hija, un viaje, lleno de ilusión y esperanzas, pero a la postre frustrado y decepcionante, en busca de una vida mejor en Florida. Un muy significativo exponente de la corriente literaria -el realismo sucio- que tiene en Ford uno de sus más destacados representantes. El antepenúltimo cuento seleccionado es Vuelta a casa, de la escritora de Rabat Laila Lalami. Como apunta su título, estamos ante un retorno al hogar, en concreto el de Aziz, un joven marroquí que, tras cinco años en España, a donde llegó atravesando en patera el estrecho de Gibraltar, regresa a Casablanca. El reencuentro con su madre, con su mujer, con su mundo familiar y, sobre todo social, le provocan sensaciones de extrañeza, extranjero ya en todas partes, desarraigado y precario trabajador, explotado y anónimo, en Madrid y ya definitivamente ajeno y desubicado entre los “suyos”, en lo que fue su hábitat natural, del que lo separa su experiencia de emigrante. Reflejos, de Alan Hollinghurst, es, que recuerde, la primera narración del libro de temática abiertamente homosexual, y en ella la pareja protagonista, un cincuentón más bien aburrido y su muy joven (veinticuatro años menor) y desapegado amante, pasa un malogrado fin de semana en Roma durante el cual las irreconciliables diferencias de planteamiento y expectativas de vida entre ambos, ya presentes antes de la partida, se hacen notorias e irremediables. Por fin, en Todo el cuerpo, un cuento aparentemente autobiográfico de la irlandesa Maggie O’Farrell, la voz narradora -la de una muchacha que, decepcionada por las inesperadas malas notas en su último curso en Cambridge, acepta sin pensarlo demasiado una invitación de un amigo y vuela a Hong Kong sin ningún propósito definido- da cuenta de su trayectoria académica malograda antes de su comienzo, describe su juvenil confusión vital y relata las convulsas vicisitudes de su viaje transoceánico, mientras muestra el germen de su incipiente carrera como escritora.
Y con este exhaustivo repaso al inabarcable contenido de este Viajeros, editado por Marta Salís, os dejo ya hasta el próximo curso. Espero que en septiembre, cuando Todos los libros un libro se reencuentre con sus oyentes en una nueva temporada, todos hayáis podido acrecentar vuestra experiencia viajera, ampliando así los límites de vuestra habitual cotidianidad. Como despedida de la emisión y del curso, y después del breve fragmento prometido del Wakefield de Nathaniel Hawthorne, os ofrezco Aloha Oe, la canción que suena en el cuento del mismo título de Jack London y una de cuyas estrofas, muy oportunas para la ocasión, reza Mi amor por ti. Mi amor quedará contigo hasta que volvamos a vernos. Aquí la oímos en la interpretación de The Rose Ensemble.
Recuerdo haber leído en algún viejo periódico o revista la historia, que aseguraban verídica, de un hombre –llamémoslo Wakefield– que se ausentó una larga temporada del hogar conyugal. El caso, contado de manera tan abstracta, no es muy extraño, ni puede considerarse malo o descabellado sin aclarar debidamente las circunstancias. Sea como sea, y aunque diste mucho de ser el más grave, quizá sea el atropello conyugal más insólito del que se haya tenido noticia, amén de una monstruosidad digna de hallarse en el catálogo de las rarezas humanas. El matrimonio residía en Londres. El marido, fingiendo que se marchaba de viaje, alquiló unas habitaciones en la calle contigua a su domicilio; y, sin que su mujer ni sus amigos supieran nada de él, y sin el menor motivo para autodesterrarse, vivió allí más de veinte años. Durante este tiempo, contempló a diario su casa, y vio con frecuencia a la afligida señora Wakefield. Y, después de tan largo paréntesis en su felicidad conyugal –cuando todos le daban por muerto, su herencia se había repartido, nadie recordaba su nombre y su mujer llevaba mucho tiempo resignada a una viudez otoñal–, entró una noche tranquilamente por la puerta, como si llevara un día ausente, y fue un amante marido hasta su muerte.
En líneas generales es lo único que recuerdo. Pero este incidente, aunque lleno de originalidad, sin precedentes y probablemente irrepetible, me parece de los que despiertan la simpatía del género humano. Cada uno sabe en su fuero interno que no cometería semejante locura, pero tiene la sensación de que otros podrían cometerla. Yo, al menos, he pensado a menudo en esta historia, con asombro siempre, pero convencido de su veracidad, imaginando el carácter de su protagonista. Cuando un asunto nos causa tanta impresión, merece la pena dedicar algún tiempo a meditar sobre él. Si el lector lo desea, puede hacer su composición de lugar; y, si prefiere recorrer conmigo los veinte años que duró el capricho de Wakefield, le doy la bienvenida; confío en que habrá unos principios y una moraleja, aunque no logremos encontrarlos, expresados con claridad y concisión en la frase final. Siempre es bueno reflexionar, y cualquier episodio sorprendente encierra una enseñanza.
Wakefield. Nathaniel Hawthorne
Videoconferencia
Marta Salís. Viajeros