Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de junio de 2021

DAVID BARRIE. LOS VIAJES MÁS INCREÍBLES
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el añejo espacio -llevamos más de diez años en antena- de propuestas de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde continuamos con una recomendación apasionante, aunque ciertamente insólita, dentro de nuestra serie viajera, con la que ocuparemos todas las emisiones de este junio prevacacional en el que contemplamos con una cierta -relativa- esperanza las posibilidades de viaje que, quizá, pueda ofrecernos el verano. Mi consejo de hoy es Los viajes más increíbles, un libro escrito por el británico David Barrie, un hombre polifacético del que luego os ofreceré una breve semblanza biográfica, y presentado el pasado año, en traducción al español de Joan Lluís Riera, por la editorial Crítica, uno de los sellos absorbidos por el gigante Planeta. El volumen, en una edición muy cuidada, con pastas duras y papel de calidad, incluye las ilustraciones originales de Neil Gower. Por si el lector alberga algún tipo de duda acerca de cuáles son los increíbles viajes a los que alude el nombre del interesante ensayo queden todas resueltas en cuanto se sepa su subtítulo, Maravillas de la navegación animal, que encierra, de manera inequívoca, las claves de su sugerente contenido, del que sus protagonistas son, en efecto, decenas -centenares, incluso- de muy viajeras especies animales. 

David Barrie estudió Psicología y Filosofía en la Universidad de Oxford. Como nos informa la editorial en la solapa del libro, creció en la costa sur de Inglaterra, donde se enamoró del arte de la navegación. Con numerosas experiencias en ese dominio, del Reino Unido a las Azores, de Hong Kong a Manila, en las islas Hébridas, Noruega, el Caribe y la Columbia Británica, forma parte del Royal Institute of Navigation y del Royal Cruising Club. Su trayectoria profesional, ya se ha dicho, es variada y se ha desenvuelto en terrenos muy heterogéneos: marinero en un ferri, diplomático, analista de inteligencia, gestor cultural y activista. Además, proviene de una estirpe literaria, pues es sobrino bisnieto del dramaturgo J. M. Barrie, el autor de Peter Pan. 

Desde mi ventana veo volar un grajo. Parece decidido, entregado a una misión que solo él conoce. También veo un abejorro que realiza sus metódicas visitas a las flores del jardín. Una mariposa bate deprisa sus alas por la pared, se desplaza con presteza, se para un instante y luego sigue volando. Un gato camina por el sendero y se desliza bajo los arbustos. Por encima de todos ellos, un avión a reacción lleno de gente inicia su descenso hacia Heathrow. 

Basta con mirar a nuestro alrededor para ver animales, grandes y pequeños, humanos y no humanos, en marcha hacia algún lugar. Quizá estén buscando comida o pareja, tal vez migrando para huir del frío del invierno o del calor del verano, o simplemente volviendo a su casa. Algunos realizan viajes que dan la vuelta al mundo, otros apenas se entretienen por el vecindario. Pero tanto si se trata de un charrán ártico que vuela de un extremo a otro de la Tierra, como de una hormiga del desierto que corre de vuelta a su hormiguero con una mosca muerta entre las mandíbulas, tiene que saber orientarse y encontrar su camino. Es, simple y llanamente, cuestión de vida o muerte. 

Así, de este modo subyugante, que imposibilita abandonar la lectura, comienza el prefacio de Los viajes más increíbles. La constatación de que el movimiento es la clave de la supervivencia de los animales suscita en el muy curioso autor infinidad de preguntas a las que este libro pretende dar respuesta. ¿Cómo encuentran las avispas sus colmenas después de deambular horas y horas por los campos? ¿Y las aves sus nidos? ¿Cómo vuelven las tortugas de un extremo a otro de los océanos, para depositar sus huevos en las mismas playas en las que nacieron? Y los pueblos indígenas, ¿cómo se desplazan por mar o por tierra sin perder en ningún momento las referencias que los sitúan en el espacio? He aquí la cuestión fundamental que aborda el estudio de Barrie: ¿Cómo se orientan y navegan los animales, incluidos los humanos?; y junto a ella, algunos corolarios referidos al modo en que establecemos mapas mentales en nuestros desplazamientos cotidianos, a la utilidad de la memoria, de la observación minuciosa y también de la intuición a la hora de tomar decisiones que guíen nuestros movimientos, a la posible y quizá grave renuncia a algunas habilidades básicas de orientación que hemos utilizado durante siglos y que los avances tecnológicos actuales están dejando en el olvido. 

Estructurado en tres grandes partes, el divulgativo ensayo analiza, en la primera de ellas, La navegación sin mapas, que ocupa diecisiete capítulos y más de la mitad de la extensión del libro, el modo en que se mueven y orientan los animales (sin, obviamente, usar GPS). En la segunda, El santo grial, y en ocho capítulos, se estudia la utilización por distintos animales de algo parecido a los mapas, de diferentes tipos, así como los indicios de la existencia de representaciones del mundo afines a mapas en el cerebro. En la parte final, ¿Por qué es importante la navegación?, se recogen, en dos breves apartados, las implicaciones que tienen para el ser humano las investigaciones sobre la navegación animal. Cada capítulo se organiza en torno a una anécdota central, que hila la argumentación que se desarrolla en el texto y que permite la presentación de las contrastadas tesis científicas que se defienden en él y que se recogen en las cerca de cuarenta referencias bibliográficas y en la treintena de páginas de citas finales. Un breve pasaje en cursiva que presenta algún ejemplo de navegación animal, por lo general enigmático y que no acaba de encajar cómodamente en el discurso principal, sirve de estimulante separación entre capítulos. 

Cierra David Barrie esta presentación introductoria con un triple aviso al lector. En primer lugar, aclara que no nos encontramos ante un texto científico ni exhaustivo. Contando con unos destinatarios que no son especialistas, ha aligerado el contenido, sin perder rigor, pero minimizando la presencia de terminología técnica, aunque, en ocasiones, la complejidad de los razonamientos, a veces algo abruptos, puede llegar a obstaculizar la lectura (puedo entender que al lector le dé vueltas la cabeza, afirma, en un pasaje particularmente intrincado). Además, subraya que más allá de la inevitable subjetividad de sus tesis, que reflejan sus propios intereses, los numerosos “encuentros”, personales y bibliográficos, con los muchos científicos que recorren el libro -entre ellos varios Premios Nobel- permiten dotar a su texto de un carácter objetivo que explora tesis solventes, plausibles, y por ello relevantes. Por último, aclara su voluntad y su convicción de que la experimentación científica con animales debe hacerse siempre con la premisa indiscutible de no infligir sufrimiento, un principio que, en el terreno de las ideas, admite legítimas razones a favor y en contra (Exactamente de qué modo decidimos qué experimentos con animales están justificados no es una cuestión sencilla, pero como mínimo deberíamos hacer todo lo que esté en nuestras manos para asegurarnos de no infligir dolor. Para ser franco, no estoy para nada seguro de que sepamos lo bastante sobre animales como los crustáceos y los insectos como para confiar en nuestro juicio sobre estas cuestiones). Consciente, sin embargo, del hecho de que no toda la comunidad científica respeta dicho postulado, no tiene reparo en aceptar la validez y la utilidad de las investigaciones llevadas a cabo -con resultados apreciables y valiosos- sin atender a ese imperativo “moral”. Sería erróneo suponer, afirma de modo autoexculpatorio, que los científicos responden a estándares más altos que el resto de la gente. El libro está poblado así de descripciones de diferentes experimentos en los que se somete a los animales a infinidad de “perrerías” a mi juicio disculpables: mariposas a las que se raspan las escamas de sus alas para insertar en ellas minúsculos marcadores de posición, palomas con lentes de contacto esmeriladas que las “ciegan” para comprobar así la influencia de la falta de vista en sus desplazamientos, insectos desprovistos de sus antenas, hormigas a las que se las engaña cambiándoles la representación externa de su territorio y confundiéndolas, por tanto, para observar su muchas veces desconcertada reacción, aves a las que se anestesia para privarlas de referentes externos y a las que, en esas condiciones, se las traslada a miles de kilómetros de distancia para verificar si siguen manteniendo las pautas de movilidad acostumbradas, gaviotas a las que se secciona el nervio trigémino para verificar cómo la pérdida afecta a su detección de los campos magnéticos; finos electrodos insertados en el cerebro de animales vivos para registrar las tenues señales eléctricas, de apenas una diezmilésima de voltio, que producen sus neuronas individuales, verificando así la actividad cerebral durante los procesos de orientación; tortugas hembra a las que se lija la dura coraza de su caparazón para incorporar en él, con fuertes pegamentos dispositivos de seguimiento, que los machos destrozan con sus embestidas en sus furiosas coyundas; y tantas otras intervenciones practicadas en interés de la ciencia. 

En el primer gran bloque del libro se expone una larga lista de ejemplos de fascinante “movilidad” animal. Conocemos así a la mariposa monarca, que un David niño, con apenas siete años, descubre tras su iniciación al mundo de los lepidópteros a cargo de un maestro excepcional, Mr. Steadman. El enorme insecto -sus alas pueden alcanzar diez centímetros de envergadura- aparecía de vez en cuando en Inglaterra desde su hábitat originario en Norteamérica, fenómeno sorprendente que despertó la imaginación del muchacho y lo llevó a plantearse la gran pregunta -¿cómo demonios encontraba el camino?- que, a la postre, lo conduciría a escribir el libro que ahora os presento. A partir de ese momento iniciático, y en su larga investigación de décadas, comparecen las pioneras de la navegación animal, las primeras bacterias que, hace 3.900 millones de años, y necesitadas del movimiento para sobrevivir, utilizaban asombrosos mecanismos para acercarse al alimento indispensable para su pervivencia y para alejarse de lo que puede suponerles un peligro (como el exceso de calor, acidez o alcalinidad). Entre esos recursos cita a los flagelos, que mueven motores microscópicos; el magnetismo, que en las bacterias magnetotácticas permiten la orientación a través de unas minúsculas partículas magnéticas que operan como agujas de brújula microscópicas, un “dispositivo” que más adelante podremos encontrar en organismos bastante más complejos, como las aves; o formas simples de memoria, como las que usan los mohos mucilaginosos, que se desplazan, sin repetir lugares que ya han explorado, hacia las fuentes de glucosa que les permitirán sobrevivir. En experimentos de laboratorio -el libro está repleto de ensayos e investigaciones inauditas, como mágicas- este portentoso moho es capaz de abrirse paso entre montañas de copos de avena organizados según pautas que reproducen la estructura de las ciudades de los alrededores de Tokio, construyendo una red de túneles para acceder y distribuir los nutrientes que extrae de los copos, una malla que acaba asemejándose al verdadero sistema de ferrocarriles de las cercanías de la capital nipona. Y está el Caenorhabditis elegans, un gusano que parece usar el campo magnético de la Tierra para guiarse. Y los tritones, que encuentran el camino de vuelta a sus estanques desde distancias de hasta doce kilómetros, sirviéndose también de una suerte de brújula magnética. Y las cubomedusas o avispas de mar, unos animales de los mares tropicales australianos de dolorosa picadura, que carecen de cerebro, pero tienen, al menos, veinticuatro ojos de cuatro tipos distintos con los que se orientan a partir de referencias que localizan por debajo y por encima de la superficie del agua. 

La mención a las estrategias de orientación ocular permite a Barrie hablarnos de la memoria visual de los seres humanos, capaces de reconocer 10.000 imágenes, aunque sólo las hayamos visto breve y fugazmente. Y ello le lleva a presentar supuestos en los que nuestra orientación se fundamenta en un sistema de reconocimiento de puntos de referencia. Cita el libro el caso, recogido de la película Apolo13, en el que su protagonista, el astronauta Jim Lovell, encarnado en el film por Tom Hanks, recuerda un episodio de su pasado como piloto naval en el que, en la más absoluta oscuridad, con los dispositivos electrónicos de su avión apagados por una avería, logró localizar a ciegas su portaviones a partir de una alfombra de plancton bioluminiscente que seguía la estela de la nave. También es reseñable -y bien conocida- la experiencia de los inuit, que en las vastas extensiones heladas de Groenlandia, construyen figuras simbólicas que dejan en la nieve y que, junto a las montañas, los acantilados, los fiordos o los glaciares naturales, les permiten dirigir sus pasos en la dirección pretendida. Y los pueblos marineros del Pacífico, que se guían por el Sol y las estrellas. Y los aborígenes australianos, que, desentrañan las pistas de un paisaje aparentemente uniforme gracias a largas y complejas canciones que los ayudan a ubicarse en sus desplazamientos. Y, de entre ellos, es igualmente curiosísimo el caso de los Guugu Yimithirr, de Queensland, que, necesitados de manejarse de continuo en su vida diaria con pautas de orientación, acaban por borrar de su léxico términos “neutros” como izquierda y derecha, para impregnar su lenguaje cotidiano con vocablos relativos a la dirección y el movimiento: si uno de ellos está leyendo un libro orientado al norte y otro hablante le pide que avance varias páginas en la lectura, la expresión utilizada será que «vaya al este», porque las páginas se pasan en ese sentido. 

Partiendo de esta consabida experiencia humana, aflora en el libro un nuevo elenco de animales que se mueven, como nosotros, a partir de puntos de referencia preestablecidos. Las hormigas rojas y las avispas excavadoras que estudió el entomólogo francés Jean-Henri Fabre (1823-1915) en experimentos sencillos pero interesantísimos adoptan pautas de movilidad regidas por elementos visuales, desmontando las tesis primeras que basaban en el olor la facilidad para encontrar el camino del hormiguero o la colmena. Sus argumentos, demostrados de modo ingenuo pero eficaz mediante el uso de instrumentos que modificaban el color o la apariencia del camino utilizado habitualmente por los insectos, se han revelado consistentes. Y hay un espacio para las abejas del sudor, que deben su nombre a que les gusta lamer la transpiración humana, que se desplazan a oscuras por las selvas de la América tropical beneficiándose de su desmesurada sensibilidad a la luz (pueden detectar un solo fotón de luz); y otro para peces como la sardinita ciega mexicana, que, gracias a unos ultrasensibles poros en sus costados, se aprovecha de las ondas de presión que genera su propio movimiento en el agua para localizar objetos en su entorno, o la perca trepadora, que, habitante de los poco movedizos estanques, utiliza elementos estáticos como puntos de referencia visuales, o anguilas, tiburones y peces elefantes, sensibles a campos eléctricos que les permiten guiarse en la más absoluta oscuridad. 

Es apasionante el caso del cascanueces, una especie de cuervo que pasa por ser extraordinariamente inteligente. Sobrevive a los crudos inviernos del noroeste americano en el que vive, gracias a que hace acopio de semillas durante los meses de verano. Para asegurarse de que nadie se las robe, las guarda en lugares distintos -valles, bosques, cimas de montañas-, que se localizan en una extensión de 260 kilómetros cuadrados. Una sola ave puede llegar a esconder más de 30.000 semillas en hasta 6.000 escondites distintos, y, con una memoria prodigiosa, recuerda todos esos emplazamientos durante meses partiendo de -la ciencia no lo sabe aún con certeza- características sobresalientes que identifican cada escondrijo -árboles o bloques de piedra- o registrando algún tipo de panorámica «instantánea» del lugar. Algo similar ocurre con las palomas, y Barrie se detiene en analizar su larga historia de eficaces mensajeros, que se remonta al tiempo de los romanos. 

La utilización del Sol como señal de referencia para el movimiento, permite al autor presentar la brújula solar compensada, un invento que corrige las desviaciones de la posición del astro en función de la latitud y el momento del año, del que es responsable el mismo Ralph Bagnold del que hablábamos aquí hace quince días en relación con las aventuras del conde László Almásy y su legendario club Zerzura. El mecanismo opera también en los animales, como pudo demostrar Sir John Lubbock (1834-1913), aristócrata y, en calificativo de Barrie, polímata británico, en sus estudios con hormigas negras, a las que “acompañaba” en su búsqueda del camino de vuelta al hormiguero sustituyendo el papel del sol con velas que servían a su misma función orientadora para los insectos. De un modo similar, el, al parecer, excéntrico médico suizo Felix Santschi (1872-1940), sometía a “sus” hormigas a idénticas “trapisondadas”, aunque de muy valiosa relevancia científica: les colocaba una pantalla que impedía que pudieran ver el Sol, y les presentaba mediante un espejo la imagen del astro reflejada desde la dirección opuesta, provocando que las hormigas cambiaran la dirección de su recorrido en 180 grados y consolidando de paso la tesis de la brújula solar “natural”. Con métodos similares pudo “dirigir”, igualmente, el movimiento nocturno de los insectos. 

Karl von Frisch, que con Konrad Lorenz y Niko Tinbergen fundó la etología, el estudio científico del comportamiento animal en el medio natural, y ganó con ellos en 1973 el Premio Nobel, centró una de sus exitosas investigaciones en el comportamiento de las abejas melíferas, de las que descubrió el lenguaje de su danza, con el que se comunican entre ellas y se transmiten información imprescindible para su supervivencia. Las abejas de la miel se ven obligadas a explorar los alrededores de su colmena en busca del néctar y el polen de los que depende la subsistencia del enjambre, en unos viajes de aprovisionamiento que las llevan, en ocasiones, a más de veinte kilómetros. Von Frisch descubrió, con un ingenioso experimento en que las dirigía con un plato aromatizado, cómo las abejas “expedicionarias” revelaban al resto de la comunidad, por medio de sus “meneos”, las coordenadas de sus fuentes de alimento o de los lugares idóneos para establecer una nueva colmena. Asimismo, pudo comprobar cómo la velocidad y los movimientos de su danza aportaban información sobre la calidad de los hallazgos localizados y sobre la distancia y la dirección desde la colmena a la que se encontraban. Los códigos utilizados por los insectos permitían inferir una especial sensibilidad a la polarización del sol. Y es que, durante estas maratonianas sesiones de danza, la orientación de los meneos de las exploradoras cambia de acuerdo con el cambio gradual en el acimut del Sol, incluso cuando se encuentran en el interior de una colmena dentro de una habitación oscura. 

Hay numerosas alusiones en el libro a la navegación en sentido estricto, al desplazamiento por el mar. Resulta sorprendente cómo, durante mucho tiempo, los marineros se lanzaban a sus arriesgados viajes por océanos desconocidos en épocas en las que, como es obvio, se carecía de instrumentos de navegación. La determinación de la latitud resultaba relativamente factible gracias a la posición de la Estrella Polar y el Sol, pero la longitud, en alta mar y a miles de kilómetros de tierra, resultaba absolutamente imposible. Barrie analiza algunos de las imperfectas herramientas -la corredera, la brújula magnética y la sonda- que permitían el arte de la navegación por estima con el que lograban una cierta aproximación en sus cálculos (las distintas estimaciones de la anchura del océano Pacífico, hechas por los navegantes españoles en el siglo XVI, diferían en miles de kilómetros). El libro se puebla entonces de numerosos ejemplos de expediciones perdidas a causa de los errores en unos cálculos desmesuradamente imperfectos. Cuando no son dramáticas, algunas anécdotas resultan hilarantes, como el episodio, extraído de la obra autobiográfica de Mark Twain, Pasando fatigas, en el que una expedición en el desierto se eterniza en un bucle permanente de vueltas en círculos. La divertida historia, es la excusa perfecta para digresiones técnicas sobre la navegación inercial, los desplazamientos de los submarinos, la tendencia del ser humano al movimiento en espiral (con el experimento de Souman con individuos obligados a caminar a ciegas) o nuestra dificultad para regir nuestros pasos por señales únicamente “internas”, sin puntos de referencia exteriores. 

Hay un capítulo apasionante sobre sobre la hormiga del desierto, el caballo de carreras del mundo de los insectos, un animalillo extraordinariamente dotado para la orientación, que logra usando diferentes mecanismos: la sensibilidad a la luz polarizada, la utilización del flujo óptico que les permite calcular cuánto se han alejado de su colonia, la memorización de puntos de referencia espaciales, el aprovechamiento de “señales” como la dirección del viento, las minúsculas vibraciones del entorno o el olor, las poderosas potencialidades de un cerebro diminuto -“sólo” unas 450.000 neuronas frente a los 85.000 millones de los humanos- pero muy eficiente. En Cómo guiarse por la forma del cielo, una vez conocido el escalofriante dato según el que más del 80 % del mundo y más del 99 % de la población de Estados Unidos y Europa viven bajo cielos con contaminación lumínica, se nos pone en contacto con los pueblos primitivos de Polinesia y Micronesia, que, aún en la actualidad, se orientan en alta mar siguiendo la posición de las estrellas y del Sol, el color de las aguas, la forma de las olas, la densidad de las nubes y el reflejo de la luz en ellas. Algunas estas misteriosas formas de fijar la posición y de tutelar los desplazamientos, una suerte de GPS natural, se dan también en el mundo animal. Así, en otro apartado apasionante, Cómo encuentran las aves el norte verdadero, nos informamos de la singular aventura de una cigüeña que, en 1822, apareció en el campanario de una iglesia alemana, atravesada por una flecha inequívocamente africana. Marcadas, originariamente, con cintas, hilos de plata o, más adelante, etiquetas de aluminio, las aves han mostrado a los investigadores los insólitos desplazamientos de los que son capaces. En la actualidad, el desarrollo tecnológico permite una geolocalización y un seguimiento preciso de sus increíbles vuelos, permitiendo a la ciencia averiguar con gran exactitud los mecanismos que rigen sus peregrinajes. Barrie se detiene en el comentario de las sorprendentes hazañas voladoras de especies capaces de atravesar continentes como el charrán ártico, el tordo charlatán, el busardo chapulinero o la barnacla carinegra, e. incluso. Sobrevolando el mar, como el cernícalo del Amur, que protagoniza el récord de kilómetros sobre el agua de entre todas las rapaces, 4.000 kilómetros en su viaje desde el suroeste de India hasta el África Oriental. Experimentos con cucos y azulejos confirman la orientación a partir de las estrellas, mediante una suerte de brújula interior que albergan en sus minúsculos cerebros. 

Resulta imposible dar cuenta de las muchas portentosas maravillas de las que se da cuenta en el libro. Los asombrosos escarabajos peloteros, que no pierden la línea recta en su fatigosa tarea de “sísifos” animales, guiados por la Luna y la Vía Láctea. Las pulgas de mar, que todos hemos visto en las orillas de las playas, obligadas por su constitución -si se secan, mueren, pero si se sumergen en agua salada, se ahogan- a acertar en sus infatigables saltos en busca del grado de humedad necesaria, para los que se rigen por el Sol y la Luna. Los grandes pavones, mariposas gigantescas cuyos machos perciben el olor sexual despedido por una pareja potencial a una distancia de kilómetros y pueden seguirlo hasta su fuente, lo que lleva a Barrie a reflexionar, en páginas deslumbrantes, sobre el valor del olfato en los salmones… y también en los humanos, para lo que traerá a colación el conocido párrafo de Proust y la magdalena de su tía Leoncia. Las capacidades olfativas son también esenciales en el movimiento de las palomas, los albatros, los fulmares, los patos petreles y las pardelas, especialmente sensibles a un compuesto, el sulfuro de dimetilo, que, reconocido en el aire, las ayuda a localizar su destino. Incluso en mar abierto, el olfato, junto a las señales magnéticas de la tierra, resulta decisivo en la orientación. El sonido, en cambio, es el referente principal que guía los desplazamientos de los murciélagos, dotados, como es sabido, de un sonar prodigioso. Otro tanto parece ocurrir con los delfines, las marsopas y las ballenas, también, de nuevo, con las palomas. El capítulo en el que se refieren los pormenores de la navegación por el sonido es deslumbrante, en una sucesión de informaciones asombrosas: los viajes de los inuit por el mar de Groenlandia, reconociendo su destino entre la niebla a partir de los singulares cantos de los escribanos nivales, cuyos machos marcan el territorio con sus dulces melodías, o calculando su posición en función del ruido de las olas al romper; los pescadores de Ghana que logran encontrar los peces introduciendo el remo en el agua, al actuar la pala plana del remo como una antena direccional que recoge los imperceptibles ruidos de los peces bajo el agua, lo que permite al pescador localizar su posición poniendo la oreja contra el puño del remo; las extrañas pérdidas de rumbo en las palomas mensajeras cuyos recorridos coincidían con la trayectoria de los aviones Concorde, que en tanto potentísimos generadores de infrasonidos, inutilizaban la sensibilidad natural de los alados a los sonidos de muy baja frecuencia; o el caso de Brian Borowski, un canadiense de cincuenta y nueve años, que nació ciego pero muy pronto aprendió por su cuenta a “medir” el espacio haciendo chasquidos con la lengua o con los dedos para determinar así la posición -mediante el sutil eco de los sonidos emitidos- de los obstáculos que surgían en su camino. 

Con una mayor complejidad técnica, pero igualmente subyugante es el capítulo en que se explica la “sensibilidad” de infinidad de animales -moscas y termitas, caracoles y tiburones, abejas y aves- a la intensidad del campo magnético de la Tierra. Todos están dotados de una llamada “brújula de inclinación”, que les permite, una vez convenientemente calibrada, fijar el rumbo en la dirección que elijan. Es también fascinante el mecanismo de orientación de las ya mencionadas mariposas monarca, sus viajes interminables, su hibernación en el norte de Michoacán, en México, a donde llegan por millones, en un itinerario lleno de peripecias, que parte en los Estados Unidos y en el que se alternan la excitación sexual propiciada por la primavera, las cópulas frenéticas, la posterior puesta de huevos, y la sucesiva repetición -en otros individuos, pero del mismo grupo- que afectan varias generaciones en desplazamientos de miles de kilómetros en apenas setenta y cinco días. Las muchas investigaciones realizadas sobre los fabulosos insectos nos hablan de cerebros prodigiosos, muy complejos y sofisticados, que, a partir de las entradas sensoriales de sus antenas, pueden “medir” la posición del Sol y “construir” patrones para guiar sus movimientos en función de la polarización de la luz. Idéntica admiración suscitan otros lepidópteros, como la vanesa de los cardos, la gamma y la increíble mariposa bogong. La bogong, la señora oscura de las montañas nevadas, que cría en el sur de Queensland, en Australia, ve cómo su progenie, recién salida de la pupa, migra en poblaciones de mil millones de individuos hacia las montañas Snowy, de Nueva Gales del Sur, siendo capaces de ubicar, llegadas a su destino, una diminuta hendidura en una montaña a más de mil kilómetros de distancia cruzando un territorio que les es desconocido hasta localizar un sitio en el que nunca antes han estado. Y todo eso lo hacen por la noche, con unas pocas gotas de néctar por combustible y con la ayuda de un cerebro del tamaño de un grano de arroz

Descritos de este modo, exhaustivo y pormenorizado, los distintos procedimientos que siguen los animales para orientarse sin la ayuda de mapas, son precisamente estos los que protagonizan la segunda gran sección del libro, pues muchos de ellos se mueven siguiendo una especie de representaciones mentales equivalentes, en esencia, a la que reflejan planos y documentos cartográficos similares. En un capítulo muy ilustrativo, Barrie nos habla de los distintos modos de orientación -la egocéntrica y la alocéntrica- que seguimos humanos y animales en nuestros desplazamientos. Cuando navegamos de modo egocéntrico -y el autor pone el ejemplo del turista que llega a una ciudad desconocida-, buscamos las relaciones con los objetos del entorno que nos servirán de pistas para encaminar nuestros pasos en la vuelta al hotel o en recorridos similares en jornadas posteriores. Nuestro cerebro procesa referencias cercanas, edificios, locales, objetos del mobiliario urbano, dirección de giro, anuncios o señales de tráfico. Ese modo de navegación, extrayendo información “útil” sobre la distancia, el espacio y el tiempo transcurrido, es compartido, como hemos visto, por muchos de los animales hasta aquí mencionados. Por contra, cuando, como en alta mar o en el desierto, no hay puntos de referencia que nos ofrezcan datos fiables acerca de nuestra posición, necesitamos mapas para situarnos, y en ello consiste, precisamente, la navegación alocéntrica, de la que esta sección del libro proporciona infinidad de muestras en el mundo de los seres “irracionales”. Y es que muchos animales pueden fijar su posición cuando se encuentran en un lugar que no les resulta familiar, donde no tienen a su disposición ningún punto de referencia que puedan reconocer, pudiendo también determinar el rumbo y la distancia hasta su objetivo. Las distintas señales olfativas y acústicas, astronómicas y geomagnéticas que perciben y procesan pueden resultar indispensables para situarlos y guiarlos a su destino. Y el libro se abre así a la descripción de experimentos con albatros, estorninos, palomas, gorriones de corona blanca, carriceros, salmones, tortugas marinas. Y hay historias increíbles como resultado de los estudios combinados de la física cuántica y la química, la geofísica, la biología celular y molecular, la electrofisiología, la neuroanatomía y, naturalmente, la biología del comportamiento: la presencia de la magnetita en el interior de diversos órganos de los seres vivos, un minúsculo magnetorreceptor que facilita la ubicación a partir del campo magnético de la Tierra, que es perceptible en las narinas de truchas y salmones o en el pico de las palomas; la brújula magnética, ya referida, localizada, según otras tesis, en los ojos de algunos pájaros, de la mosca del vinagre o las cucarachas; la influencia del hipocampo en la orientación de las ratas o los perros, y también de los humanos, con el increíble caso de Henry Molaison, un joven canadiense epiléptico para el que ni la medicación más potente resultaba eficaz por lo que, como último recurso, sus médicos decidieron, con su aprobación, realizar una operación que implicaba la resección de buena parte de sus dos lóbulos temporales y de las dos partes de su hipocampo, con interesantes consecuencias científicas que pusieron de manifiesto el conflicto al respecto entre el conductismo y las más modernas teorías de la neurociencia, que defienden la existencia de mapas cognitivos en el cerebro animal, y en el humano. 

Con la “excusa” del experimento de Molaison, el texto de Barrie se adentra en el estudio de la navegación en el cerebro de los humanos, la sección postrera del libro. En páginas admirables surgen la conexión entre orientación -o más exactamente desorientación- y enfermedad de alzheimer; el mayor tamaño del hipocampo de los taxistas de Londres, que tienen que memorizar miles de rutas distintas por la ciudad para obtener una licencia, frente al de los conductores de autobús de la misma ciudad, que repiten una y otra vez la misma ruta; el vínculo entre navegación geográfica y conceptual; el corolario de este descubrimiento, aún por demostrar: prescindir del GPS y habituarse a buscar las rutas sin ayuda electrónica puede, a la vez que estimular la capacidad estrictamente orientativa, desarrollar nuestra creatividad, facilitar nuestras relaciones sociales y prevenir la demencia (Durante mucho tiempo se ha creído que el pensamiento y nuestra inteligencia, tan sumamente flexible, dependían del funcionamiento de la corteza prefrontal, pero hoy sabemos que esta no se basta por sí sola. Actividades tan dispares como llevar una conversación, gestionar las relaciones sociales, tomar decisiones sensatas, manejar ideas, hacer planes para el futuro o incluso ejercer nuestra propia creatividad son imposibles sin un hipocampo sano). 

Y es de aquí, de esta interesante conexión entre la capacidad de orientación y las habilidades intelectivas, emocionales y sociales, de donde surge la derivación final del libro, que ocupa su sección postrera. A partir de las reflexiones acerca del “sentirse perdido”, el “pavor al bosque” o “el terror de la desorientación” extraídas de la obra de Primo Levi o Rebecca Solnit, Barrie plantea, con tintes algo apocalípticos, el aciago futuro que espera a nuestra especie si, a causa de la omnipresencia de dispositivos electrónicos, de la dependencia tecnológica, de nuestra incapacidad de observar y mirar con detenimiento nuestro entorno, ensimismados ante el magnetismo de las pantallas, de nuestra confianza ciega en los programas informáticos, en los que “delegamos” las tareas “operativas” e incluso, muchas veces, las decisorias, perdemos nuestras más básicas habilidades para la navegación de las que hacen uso, de manera tan eficaz como sorprendente, el resto de animales. En particular, llama la atención el lamento del autor ante el auge del GPS, instrumento formidable, uno de los grandes logros tecnológicos de los tiempos modernos, pero cuyo indiscriminado auge nos está apartando del mundo natural. E incluso, en una propuesta ciertamente combativa, anima a los lectores a dejar a un lado nuestros móviles y sistemas electrónicos de navegación siempre que podamos, a no ser que queramos perder del todo nuestros talentos para la navegación

Y, en una dimensión complementaria, el tono admonitorio con el que Barrie concluye su ensayo, lo lleva a analizar las dramáticas consecuencias y los efectos perniciosos del progreso sobre la natural evolución de muchas especies animales, incluida la nuestra. El uso generalizado de herbicidas, la contaminación lumínica, las derivadas del cambio climático, los cambios en la circulación de las grandes corrientes oceánicas y en los sistemas de vientos, la destrucción de ecosistemas, provocan alteraciones fundamentales en los mecanismos de orientación de tortugas y ballenas, de aves e insectos. Y ello llevará consigo pérdidas irreparables para nuestras existencias. El libro se cierra, así, con un alegato en contra del antropocentrismo que rige nuestro culpable paso por el mundo (El antropocentrismo es una fuerza destructiva y peligrosa que debemos superar si realmente queremos dar los pasos necesarios para limitar los daños que estamos causando al mundo en el que vivimos), capaz de conducirnos -lo está haciendo ya- a un holocausto biológico de lóbregos, amenazantes, funestos, indeseables y fatales resultados. 

Interesante propuesta, pues, la de este Los viajes más increíbles, de David Barrie, que vio la luz hace ahora un año en la editorial Crítica y cuya lectura os recomiendo. Como lo hago también con la canción que complementa musicalmente mi reseña. Forzando un poco el nexo con el tema del libro, o propongo un tema que interpretan The All Seeing I con la impagable colaboración del simpar Tony Christie. Escrita en 1998 por, entre otros, Jarvis Cocker, Walk Like A Panther es una canción sobre el abandono amoroso, la aceptación del fracaso y la dignidad en la derrota, que sólo se vincula a los viajes animales por algunas de las estrofas de su estribillo: camina como una pantera, salta como un salmón, vuela como un águila, merodea como un león en África… ¡camina como un hombre! Un pequeño clásico contemporáneo. 


El gran misterio magnético 

Se ha abierto la caza de los sensores que permiten a los animales detectar el campo magnético de la Tierra. Durante la última década, más o menos, este desafío ha concitado científicos de campos tan dispares como la física cuántica y la química, la geofísica, la biología celular y molecular, la electrofisiología, la neuroanatomía y, naturalmente, la biología del comportamiento, y es posible que haya que reclamar la ayuda de otros campos. La recompensa para quien finalmente halle las respuestas bien podría ser un premio Nobel. 

Cuando los científicos hablan de la navegación visual, auditiva, inercial u olfativa lo hacen con un buen conocimiento de los mecanismos sensoriales implicados. Saben cómo son los ojos, los oídos y los olfatos, y cómo funcionan, aunque obviamente los detalles varíen enormemente entre distintos grupos de animales. Tanto las pardelas como los escarabajos peloteros usan los ojos para ver, pero ven cosas distintas; un salmón puede percibir en el agua sustancias químicas que no le dirían nada a un ave o una mariposa, y los murciélagos hacen cosas con el oído que pocos animales pueden hacer. Para algunas especies, los científicos también tienen un buen conocimiento de cómo se procesan las señales procedentes de los órganos sensoriales en el sistema nervioso central, incluso hasta detalles como los patrones de activación de neuronas individuales. 

Cuando se trata de la navegación geomagnética, sin embargo, la imagen es mucho más borrosa. A día de hoy hay tres teorías radicalmente distintas, y cualquiera de ellas, o incluso las tres, podrían resultar ser correctas. Además, tampoco podemos descartar algún otro mecanismo totalmente distinto que hasta el momento ni siquiera hemos imaginado. 

Este es un tema tan complejo y técnico que no puedo ofrecer aquí más que una sucinta descripción del estado de nuestro conocimiento. 

Uno de los problemas al que se enfrentan los científicos interesados en cómo perciben los animales el campo magnético de la Tierra es que este penetra fácilmente los tejidos vivos. Eso significa que un magnetorreceptor no tiene por qué estar en la superficie del animal (como en el caso de la vista, el oído y el olfato), sino que puede estar sepultado en su interior. Y tampoco tiene que ser grande. Incluso es posible que no se encuentra en un único lugar: el sistema podría basarse en células individuales dispersas por todo el cuerpo, literalmente de la cabeza a la cola. Así pues, es posible que no exista una estructura que podamos identificar como responsable. 

Pero hay esperanza. Sabemos cómo responden a los campos magnéticos las bacterias magnetotácticas, y también sabemos que habitan en la Tierra desde hace muchísimo tiempo. Llevan en su interior unas microscópicas cadenas cristalinas de magnetita que les permiten alinearse con el campo magnético que las rodea de una forma completamente pasiva, igual que la aguja de una brújula. Si la capacidad de detectar el campo magnético de la Tierra mejora sus expectativas de crecer y reproducirse, es posible que muchos o quizá todos los animales hayan heredado un mecanismo basado en la magnetita. Pero ¿cómo funcionaría eso en un organismo multicelular? 

Por lo que sabemos, una retícula de unos cuantos millones de células con magnetita podría bastar para detectar pequeños cambios en la intensidad del campo magnético de la Tierra. No es fácil obtener indicios fiables de la presencia de magnetita en un animal porque es muy fácil contaminar las muestras de tejido (hasta las partículas de polvo volcánico que flotan en el aire pueden causar problemas); con todo, se ha encontrado en insectos, aves, peces e incluso humanos.
 
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David Barrie. Los viajes más increíbles

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