SAUL KELLY. EL OASIS PERDIDO
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el veterano espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, inaugura hoy, en este último mes del curso 2020-2021, una breve serie de cuatro emisiones dedicadas al viaje. Como es habitual en nuestro programa, cuando se acerca el verano, con su promesa de días interminables y jornadas ociosas, solemos incluir entre nuestras propuestas algunos libros que, casi literalmente, nos transporten a otros lugares o que, al menos, alienten ese afán viajero que atraviesa en estas fechas a muchos de nosotros. Y así, ahora, durante las cuatro semanas que nos quedan antes de cerrar la temporada, voy a ofreceros otras tantas sugerencias que tienen como centro textos que refieren viajes singulares, ciertamente especiales, insólitos incluso la mayor parte de ellos, y todos, sin excepción, muy sugestivos e interesantes.
La opción que he elegido para mi comentario de esta tarde ya la había apuntado hace unos meses cuando os hablé aquí de El paciente inglés, la gran novela de Michael Ondaatje, y de su correlato cinematográfico, la película, de igual título y también espléndida, de Anthony Minghella. El personaje principal de ambas obras, el conde húngaro László Almásy, que en su doble aparición “artística” aparecía revestido de una personalidad en gran parte inventada, construida para la ficción, convenientemente “estilizada” para encajar tanto en el propósito literario del escritor como en el planteamiento fílmico del director, existió realmente y sus verdaderas peripecias en el norte de África estaban en el germen de la creación del autor canadiense, primero, y de su reformulación, después, por el realizador británico. A partir de esa referencia, pues, hoy os hablaré de un formidable libro que indaga en los hechos reales en que se basaron, ciertamente con mucha libertad artística, novela y película.
El oasis perdido, escrito en 2002 por Saul Kelly, profesor de Historia Internacional en el londinense King’s College y que publicó en nuestro país en diciembre de 2018 Desperta Ferro Ediciones con el subtítulo de Almásy, Zerzura y la guerra del desierto en traducción de Javier Romero Muñoz, es una investigación apasionante, basada en una ingente documentación, sobre el grupo de románticos exploradores (quizá no tanto, su lírico idealismo teñido en algunos casos por los intereses económicos, las inclinaciones ideológicas y la utilidad militar), amigos entre sí, de diferentes nacionalidades, aunque sobre todo británicos pero también alemanes, neozelandeses, italianos o egipcios, que en los años treinta del pasado siglo, financiados por la reconocida Royal Geographic Society de Londres, se lanzaron al desierto de Libia, en una aventura arqueológica y geográfica que acabó revistiendo graves connotaciones políticas y bélicas, buscando la localización del mítico oasis de Zerzura y rastreando también ciudades perdidas, yacimientos inexplorados y civilizaciones desaparecidas; sus almas, y también sus pasos, guiados por el magnético influjo de las Historias de Heródoto.
El libro, de una exhaustividad y una abundancia de fuentes apabullantes, se presenta con algunos complementos muy atractivos: el interesante prefacio de su autor a la edición original, firmado en Cambridge en 2001; un sucinto pero necesario elenco de los protagonistas principales, que aparecen en una sección preliminar encabezada por la obvia rúbrica de Dramatis personae; un par de mapas, minuciosos y detallados, indispensables para moverse con soltura -y con placer- en la multitud de escenarios de la obra, en su mayor parte ubicados en las vastas zonas desiertas situadas entre Egipto, Libia, Sudán y el Chad, un laberinto de oasis, pozos, desfiladeros, dunas, lechos secos de ancestrales ríos, esporádicas colinas, interminables mares de arena, pistas polvorientas, grandes construcciones geológicas, rastros difusos de visitantes pretéritos y grutas de imposible acceso; y una oportuna cronología que recoge, ordenados en el tiempo entre los años 1930 y 1952, los principales acontecimientos que se narran en el ensayo. El volumen cuenta además con diversos enjundiosos apéndices: un listado de los abundantes acrónimos que afloran de continuo en sus trescientas cincuenta páginas; un elemental glosario de palabras árabes; una bibliografía con más de doscientos títulos, entre libros, revistas, documentos de archivos, correspondencia, entrevistas o películas; y un exuberante índice analítico, con cerca de mil entradas, que por sí solo da idea del rigor, propio de un muy solvente historiador de reconocida “extracción” académica, que guía en todo momento la redacción de la obra. Aparecen también, salteadas entre las páginas del libro, setenta y una fotografías registradas por los propios participantes en las distintas operaciones referidas, que ayudan aún más al lector -por si la potencia del relato no fuera por sí misma suficiente- a trasladarse a los convulsos años y los exóticos “decorados” en los que tienen lugar los apasionantes episodios de los que el libro da cuenta (Por cierto, la impresionante majestuosidad de la región queda reflejada de manera admirable en la película de Minghella, pese a que, paradójicamente, está rodada en Túnez.) Como curiosidad, el volumen reproduce también un menú de una cena del Club Zerzura (que integra a los apasionados exploradores y al que luego aludiré), celebrada el 25 de junio de 1935, que junto a la lista de los platos incorpora las firmas de los asistentes.
Comenta Kelly en su prólogo que la “atracción de Zerzura” no ha estado solo en el origen de El paciente inglés, que, como se ha dicho, hace revivir, en un ámbito de ficción y con una consciente y no escondida voluntad de creación literaria, a alguno de los personajes, singularmente Almásy, de la historia “real”, sino que son muchas las manifestaciones artísticas y, en general, culturales -sobre todo novelas y películas, pero también biografías, ensayos y libros de historia- que desde la Segunda Guerra Mundial se han dejado llevar por el irresistible magnetismo que despiertan los inhóspitos paisajes del desierto libio; por la audacia y la intrepidez, por el añejo y hoy desusado “espíritu deportivo” de los arrojados hombres que lo surcaron; también por las traiciones, el doble juego y la ambigüedad moral de algunos de ellos; y, claro está, por el siempre hechizante reclamo que encierran las historias bélicas, mucho más las que, como las que se vivieron en el norte de África en los días de la segunda contienda mundial, están naturalmente revestidas de un componente de leyenda. Pero, por más informativos y amenos que sean estos relatos, ficticios y no ficticios -apunta el autor, que antes ha citado una veintena de ellos- ninguno explica la verdadera historia: la de la búsqueda, emprendida por Almásy y el resto de exploradores del desierto, del legendario oasis de Zerzura. El oasis perdido nace, pues, con esa pretensión, muy ambiciosa y, a mi juicio, a la postre lograda, de contar esa verdadera historia, en un sobresaliente esfuerzo de investigación tras el que el autor consigue reconstruirla a partir de entrevistas con los supervivientes, así como con la consulta de una ingente cantidad de fuentes, primarias y secundarias, tanto británicas como alemanas, tanto húngaras como egipcias.
Zerzura “operó” durante siglos como un mito. La vibrante indagación de Kelly recoge algunos de sus antecedentes. Durante toda la Edad Media muchos textos hablaban de un oasis escondido. El nombre Zerzura, que parece significar “oasis de pajarillos” (siendo “zarzar”, la palabra árabe para estorninos o gorriones), había sido mencionado por primera vez en el siglo XIII por el gobernador sirio de El Fayún, que aludía a él para referirse a una aldea abandonada al sudoeste del citado oasis. El libro de las perlas ocultas, un tratado de magia del siglo XV, en el que se señalaban los lugares en que están ocultos los tesoros de Egipto, se prevenía de la presencia de los yinn o espíritus que los custodian y se indicaba la manera de vencerlos por medio de encantamientos e incienso, situaba a Zerzura en un wadi (valle o cauce seco) cercano a la ciudad de Wardabaha y la describía blanca como una paloma, en su puerta hay grabada un ave. Coloca con tu mano la llave en su pico y abre la puerta de la ciudad. Entra y hallarás grandes riquezas, y al rey y la reina durmiendo en su castillo. No te acerques a ellos y llévate el tesoro.
La primera referencia europea a Zerzura figura en un libro escrito en 1835 por una figura también legendaria, el explorador y pionero de la egiptología sir John Gardner Wilkinson, quien tuvo noticia de un oasis denominado Wadi Zerzura, situado en el suroeste de Egipto, cerca de su frontera occidental con Libia y de la meridional con Sudán, aunque en esos días ninguno de los dos países existía formalmente como tal. Wilikinson recogía una información, más bien evanescente, según la cual el lugar habría sido “descubierto” en 1826 por un árabe, de los muchos magrebíes que se acercaban a esos parajes sureños “a la caza” de esclavos, que buscaba un camello extraviado. Con estas difusas connotaciones de enigma, con el halo de misterio y vaguedad que lo rodeaba, el oasis -del que se conocía su fehaciente existencia en algún momento del pasado, pero había “desaparecido” en el presente de la época- siguió despertando, ya en el siglo XX, el irrefrenable interés de viajeros y exploradores, de geógrafos y arqueólogos, seducidos todos por el reto del desvelamiento de sus coordenadas y el acceso a los secretos que pudiera encerrar. Así, en el libro conocemos, por citar solo tres antecedentes significativos de los conspicuos miembros del Club Zerzura, al aventurero alemán Gerhard Rohlfs, antiguo soldado de la Legión Extranjera francesa y primer europeo en cruzar África, desde el Mediterráneo al golfo de Guinea, que en 1874 trató de alcanzar Kufra, el referente más cercano por el oeste del Gilf Kebir, la inmensa meseta, entonces aún sin nombre, en cuyo enclave debía encontrarse el soñado destino. Incapaz de avanzar entre los imponentes cañones de arena, debió desistir de su búsqueda. También llama la atención la peripecia del funcionario egipcio Ahmed Hassanein Bey, un experto esgrimista que había participado en los Juegos Olímpicos de París en 1924, exponente destacado de la clase dirigente turca en Egipto que, tras diversas vicisitudes, hubo de abandonar el proyecto, enfermo, ante las muchas penalidades que suponía. Y resulta igualmente curiosa la presencia en la zona de la megalomaníaca Rosita Forbes, una escritora de viajes británica, hija de un terrateniente de Lincolnshire e intrépida amazona, que, para consolarse por el fracaso de su primer matrimonio con un coronel gruñón y adúltero, había marchado a Oriente en busca de aventuras y romances. Rosita acompañaría a Hassanein Bey para continuar sola tras la enfermedad del egipcio, el cual, no obstante, más serio y riguroso, sería el que a la postre obtendría logros geográficos más consistentes al reincorporarse a la expedición. Los electrizantes lances vividos en el desierto por la bella y alocada exploradora -estuvo a punto de morir de sed, se salvó en varias ocasiones de ser asesinada, recibió amenazas y fue objeto de emboscadas a cargo de las tribus locales, tuvo que ser rescatada in extremis en varios incidentes, sufrió caídas del camello, se fracturó una clavícula, se perdía de continuo en aquellos arenales ilimitados y sin referencias; episodios todos debidos, en gran medida, a su absoluta falta de pericia, a la carencia de los mínimos conocimientos necesarios para desenvolverse en empresas de ese calibre y a su lamentable manejo de la brújula-, discurrían paralelos a sus hazañas en la vida social cairota, y unas y otros, correrías entre las dunas y triunfos en los salones mundanos, seguro que darían para alguna sugestiva película.
Zerzura persistía, no obstante, en preservar su hermético misterio. Sus “perseguidores” multiplicaban las expediciones, ampliaban su radio de acción, se arriesgaban en trayectos más y más amplios, buscaban pistas por doquier, interrogaban a los nativos, inquirían a unos y otros, arrancaban testimonios de los miembros de los clanes locales, rastreaban tradiciones, consultaban antiguos textos árabes y buceaban en las fuentes de la Grecia clásica, singularmente en los explícitos pasajes de Heródoto, que ya se refería, hacia el año 450 antes de Cristo, a la inhóspita vastedad del desierto libio y a los paréntesis de frescor que representaban sus oasis escondidos. La mayor parte de ellos se habían convertido en detectives del desierto, obsesionados por encontrar huellas de su ambicioso y quizá inexistente ideal.
Pero Zerzura no acababa de aparecer. Tan pronto como un explorador revelaba una pista prometedora en un número de la revista de la Royal Geographical Society, que parecía relacionar Zerzura con un lugar concreto, en el número siguiente aparecía otro artículo, escrito por algún otro explorador, que le contradecía y citaba una fuente que situaba el oasis en otro punto. A mediados de los años treinta, para muchos la existencia del “oasis perdido” de Zerzura no [era] más real que la de la piedra filosofal. Y en este mismo sentido, otro documento de la época se alude a Zerzura como el recuerdo de las viejas historias de un anciano.
En cualquier caso, y como se puede apreciar, en torno a 1935 la zona hervía de expedicionarios y buscadores (en muchos momentos de la lectura del libro me ha asaltado aquella frase de Anatole France, tantas veces repetida, que reza: hubo un tiempo en el que el desierto estaba lleno de anacoretas; cámbiese anacoretas por aventureros, aristócratas, bellezas demi-mondaines, espías, agregados comerciales, hombres de negocios, sensuales bailarinas de la danza del vientre, empresarios, cazadores, diplomáticos, militares, vividores, turistas varios y, obviamente, lugareños de toda condición, y se tendrá una imagen aproximada de la turbamulta que atravesaba en aquellos días esos rincones “despoblados”).
Este fascinante microcosmos, este palpitante estado de cosas, se describe…¡¡solo en las primeras veinte páginas del libro!!, cuyo núcleo central, que se extenderá durante otras trescientas, empieza exactamente el 8 de abril de 1935, fecha en la que el Daily Mail publicó el siguiente anuncio: «El rey ha aprobado la concesión de la medalla de fundador de la Royal Geographical Society al comandante R. A. Bagnold, jefe de la expedición de 1929-1930 en busca del “oasis perdido” de Zerzura, en el sur del desierto de Libia». Otro diario, el Daily Telegraph, más allá del dato objetivo alusivo al reconocimiento al explorador, añadía un comentario en que señalaba, de un modo significativo, que en el transcurso de sus viajes Bagnold nunca halló el oasis perdido de Zerzura. Incluso pone en duda su existencia. Aunque, por otro lado, existen pruebas de que sí existe […] Vastas extensiones del imponente mar de arena no han sido nunca contempladas por ojos humanos. ¡He aquí una oportunidad para el joven aventurero! El aura romántica de Zerzura ejercía, como refleja el apunte periodístico, un considerable atractivo sobre el público británico, pues a la natural inclinación de las gentes por los secretos milenarios y las gestas heroicas, se unía una suerte de compensación, aunque fuera vicaria, por la deprimente realidad de la vida cotidiana: escasez y desempleo en Gran Bretaña a causa de la Gran Depresión e inseguridad en el extranjero provocada por los grandes dictadores.
En este contexto aparece Ralph Bagnold, que era en ese momento el explorador más importante del desierto libio. Proveniente de una familia de militares (su abuelo había servido en la Compañía Británica de las Indias Orientales y su padre, coronel, llevó a cabo parte de su carrera profesional en Chipre, Sudáfrica, Egipto y Sudán), él mismo con una amplia trayectoria viajera, con escalas en Jamaica, en los países de destino de su padre, en Francia durante la Gran Guerra, en la India y muy pronto en Egipto, era también militar e ingeniero de profesión y como tal se desempeñó en El Cairo, lo que le permitió dar rienda suelta a su espíritu aventurero entre pirámides, restos arqueológicos, riscos pedregosos, dunas infranqueables y yermas y polvorientas planicies sin horizonte. Ese carácter inquieto y activo (era delgado y comedido, siempre estaba en forma), aventurero y decidido, lo había llevado, aparte de a involucrarse en infinidad de expediciones y empresas en el extremo nororiental de África -logros por los que se haría acreedor a la condecoración de la Real Sociedad Geográfica-, a fundar el Club Zerzura con algunos de sus colegas de profesión y compañeros de fatigas en las áridas pistas del desierto. El Club - nunca lo fue en el sentido estricto de la palabra, con sede, estatutos, cuotas de ingreso, etc.- era, más bien, una comunidad indefinida de individuos que para ser considerados miembros debían cumplir un requisito muy general: haber tomado parte activa en la búsqueda del oasis perdido de Zerzura o en la exploración general del desierto libio. Con esas premisas, un día de 1930, en un bar griego de Wadi Halfa, una escala obligada en la ruta que combinaba barco y ferrocarril entre Asuán, en Egipto, y Jartum, en Sudán, el grupo de amigos constituyó “formalmente” el Club. Los componentes, gentlemen cosmopolitas entusiastas de la aventura, acostumbrados a desenvolverse casi con igual soltura embutidos en un smoking y disfrutando del sofisticado ambiente de los clubes nocturnos como cubiertos de polvo en pantalones cortos y salakot desatascando un camión hundido en un mar de arena, solían encontrarse en Londres una vez al año, coincidiendo con la reunión y cena anuales que celebraba la Royal Geographical Society en la última semana de junio. El Club se reunía en el Café Royal tras las sesiones oficiales para compartir sus hazañas en el desierto, intercambiar fotografías y películas de sus aventuras y proyectar nuevas iniciativas. Aparte del propio Bagnold, en la historia narrada en el libro alcanzarán un especial protagonismo el comandante Pat Clayton, que topografió gran parte del desierto libio, Orde Wingate, aventurero y soldado, un individuo excéntrico que atravesaba el desierto en bicicleta, el aviador Penderel, Teddy Mitford, Rupert Harding Newman, del Real Cuerpo de Tanques, Bill Kennedy Shaw y Guy Prendergast, ambos omnipresentes en mil y un proyectos en la zona, Sir Douglas Newbold, Sir Robert y lady Dorothy Clayton-East-Clayton, la pareja que inspiraría los personajes de Geoffrey y Katherine Clifton en la novela de Ondaatje, entre los británicos; el Barón Von der Esch, los agentes Klein y Mühlenbruch, espías, John Eppler, también llamado Hussein Gaafar, hijo ilegítimo de una mujer alemana que más tarde se casaría con un egipcio llamado Gaafar y criado en Alemania y en Egipto, y Peter Sandstette, que según le conviniera escondía su auténtica identidad bajo el nombre de Peter Muncaster, entre los alemanes; el comandante Lorenzini, el “león del Sáhara”, y el también comandante Rolle, oficial de la Compañía Auto-Sahariana, de la parte italiana… y, descollando sobre todos ellos, el conde László Almásy, aristócrata húngaro, amante y experto practicante de la caza mayor, aventurero, aviador, entusiasta del motor, dominador del inglés, el alemán, el italiano y, obviamente, su lengua materna magiar. Su vida agitada y turbulenta incluye el descubrimiento -al menos en su propia versión de los hechos- del oasis de Zerzura y el desempeño como oficial de inteligencia húngaro en Egipto durante la década de 1930, como oficial del Abwehr, el servicio de inteligencia alemán en la segunda guerra mundial, labor que parece compatibilizó con la entrega de información estratégica a los británicos. Tras la contienda, fue capturado en la Hungría ocupada por los soviéticos y liberado en 1947 por el espionaje británico, para acabar siendo el responsable del Instituto del Desierto egipcio poco antes de su muerte. Las ambigüedades de su figura, su don de gentes, su “homosexualidad depredadora” ejercida sobre muchachos y adultos, su oscura atracción por la nigromancia, el ocultismo, la astrología (con los explícitos vínculos de estos “saberes” con Egipto) y los rituales homoeróticos, su cercanía al fascismo, su más que probable condición de espía doble, lo alejan totalmente del personaje “romantizado” que encarnó Ralph Fiennes en la película de Anthony Minghella.
Los integrantes de esta suerte de amistoso clan fueron los responsables de infinidad de aventuras geográficas y arqueológicas y de destacados logros de esa misma índole en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. El primer gran eje del libro recoge esas apasionantes peripecias y permite al lector conocer los intentos de apertura de nuevas rutas; el trazado de mapas de territorios ignotos; el rastreo de las huellas del ejército del rey Cambises y otras hazañas legendarias recogidas por Heródoto; el descubrimiento de pinturas rupestres en gargantas excavadas en su tiempo por las lluvias, con grutas que albergan dibujos e imágenes de nadadores, pues el hombre de la Edad de Piedra había utilizado las cisternas naturales de agua de lluvia para nadar en esa hoy desértica zona; el hallazgo de vasijas y cerámicas de siglos pretéritos, de restos geológicos y vestigios del Paleolítico (cristales de sílice de veintiocho millones y medio de años, procedentes quizá de la cola de un cometa que no llegó a impactar contra la tierra), de fósiles de animales (pues muchos de los wadis son los lechos secos de ríos que ocho mil años atrás fluían impetuosos dando albergue en sus proximidades a una fauna hoy inimaginable de jirafas, elefantes y cocodrilos). En coches, camiones, avionetas, aeroplanos y hasta a pie o, como se ha señalado, en bicicleta, los inquietos viajeros se adentraron valientemente en ese otro mundo, un mundo sin árboles, ni plantas, ni agua, ni hombres, y casi sin rasgo alguno, guiados por el noble afán de descubrir los miles de “tesoros” que se escondían bajo su arenosa superficie.
Pero el supuesto romanticismo de sus intenciones encubría, en realidad, otras motivaciones y otros fines, más oscuros, que, además, ocultaban a sus socios, disimulando entre ellos el verdadero objetivo de sus viajes. Cuando los movimientos de tropas en la región, de un extraordinario valor geoestratégico y, por tanto militar, comenzaron a ser ostensibles en la última mitad de la década de los treinta, en los años inmediatamente anteriores al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, las primitivas finalidades, viajeras, culturales y “deportivas”, que los movían -unidos en un afán común, compañeros todos, al fin, al margen de sus nacionalidades diversas- cedieron paso a propósitos más prosaicos y menos desinteresados. Con el oasis de Zerzura situado en el triple punto de unión de Egipto, Sudán (ambos bajo el protectorado británico; aliado, pues) y Libia (dominada por Italia y las fuerzas del Eje), enclave nuclear de conflicto, en consecuencia; con las tropas italianas “inundando” la región para convertir en realidad el sueño de Mussolini de crear un imperio en África; con el Afrika Korps del Mariscal Irwin Rommel, el Zorro del Desierto, intentando dominar el frente mediterráneo de la guerra, como nueva vía de ataque sobre el sur europeo y oriente medio; con los británicos pretendiendo asegurar su control sobre el canal de Suez, decisivo para el devenir de la contienda, defendiendo las posibles rutas de invasión enemiga a través de lo más profundo del desierto en Egipto y Libia, el conocimiento que nuestros protagonistas tenían de la zona, su facilidad para desenvolverse con soltura en aquellos desoladores paisajes, sus relaciones y sus contactos, su familiaridad con el idioma, las gentes, los lugares, los convirtieron, cada en su bando, en elementos indispensables y decisivos en la batalla que se desarrolló en ese inmenso y muy difícil territorio. El oasis perdido se adentra así, en la mayor parte de sus páginas, y siguiendo a los miembros del Club, fundamentalmente al voluble y ambiguo Almásy, en ese escenario bélico, en el que se describe el clima de sospechas mutuas, desconfianza y paranoia de quienes hasta hacía poco habían sido amigos -y muchos, aunque adversarios, continuaban siéndolo- y ahora combatían bajo banderas enfrentadas, y también, en una sucesión electrizante de episodios, las operaciones de las diferentes fuerzas militares por hacerse con el gobierno de esa importante -para el resultado final de la conflagración- parte de África.
El grueso, por tanto, del libro se centra en dar cuenta, con una precisión, un detalle y una exhibición de datos sobresalientes por parte de su autor, de esa turbulenta década -entre 1935 y 1945, más o menos- en el convulso noreste africano, y de los movimientos -de gentes, de tropas, de armas, de ejércitos, de vehículos blindados, de carros de combate, de avionetas y aeroplanos, de espías, de gobernantes, de diplomáticos- y las operaciones -incursiones, dobles juegos, maniobras de distracción, engaños, avances y retrocesos, conexiones radiotelegráficas, bombardeos, ametrallamientos, batidas, expediciones, razzias y toma de poblados, interrogatorios, intrigas, redadas, detenciones, secuestros- que, antes y durante la guerra, perturbaron ese cardinal escenario militar. Convertidos por el terrible destino bélico en miembros de ejércitos rivales, los integrantes del Club, obligados a romper los lazos que los unían y tomar partido, protagonizarán en esos años una larga serie de emocionantes -y, en algunos casos, terribles- episodios (Kennedy Shaw escribiría que la nueva situación lo llevaba a hacer en serio lo que antes hacía por placer). Y así, se suceden -en un muchas veces complicado encadenamiento de nombres, siglas, fechas, datos, que dificultan ligeramente una lectura por lo demás arrebatadora- las operaciones del LRGD, el Long Range Desert Group (Grupo del Desierto de Largo Alcance), creado por Bagnold, para boicotear, detrás de las líneas italianas y alemanas en el extremo occidental del desierto libio, el despliegue de sus ejércitos; las réplicas germanas, con la Abwehr llevando a cabo acciones de espionaje, especialmente destacadas la Salam y la Kondor, organizadas por un Almásy, escurridizo y ambiguo, que conspira para llenar El Cairo de espías nazis. Y surgen nombres de leyenda en la historia de la Segunda Guerra Mundial -popularizados con mucha frecuencia en el cine, con su carga épica-: la batalla de El Alamein, punto de inflexión decisivo en la contienda en el frente norteafricano; Tobruk, de tanta resonancia fílmica; y las peripecias del grupo de Bletchley Park y Enigma y el desciframiento de códigos secretos nazis, que recientemente vimos reflejadas en la pantalla; Rebeca, la novela de Daphne du Maurier que la que se basaría la excepcional película homónima de Hitchcock, y que se usaba como libro de claves para la transmisión y desencriptado de mensajes ocultos; y el propio Rommel, de connotaciones míticas; y un jovencísimo “activista” proclive al Eje, Anouar el Sadat; en un marco, el exotismo de Egipto, el Nilo, la naturaleza desoladora, la inmensidad del desierto, las tormentas de arena, el calor, la sed, el frío, la lluvia y la fatiga, la benéfica excepción de los oasis, también legendario.
En fin, muchos son, pues, los motivos para viajar a Zerzura con este El oasis perdido de Saul Kelly. De todos ellos, subrayo ahora, como cierre a esta reseña, la dimensión romántica del libro, transcribiendo las palabras de Bagnold para describir su sueño:
Me gusta pensar en Zerzura como una idea que no podemos describir con una palabra, algo que espera a ser descubierto en algún lugar remoto e inaccesible, si uno es lo suficientemente arrojado como para intentar su búsqueda. Algo indefinido, con contornos diferentes según el individuo que lo piense; para un árabe, puede ser un oasis o un tesoro oculto, para un europeo, un yacimiento arqueológico, una nueva planta o mineral o, simplemente, el anhelo de encontrar algo todavía desconocido.
Como complemento musical de mi comentario os dejo con la romántica versión del clásico Where or when que en la película El paciente inglés interpreta la Shepheard´s Hotel Jazz Orchestra.
El antiguo historiador griego Heródoto fue uno de los primeros en referir, hacia 450 a. C., la inhóspita vastedad del desierto libio: «[…] la parte interior más allá de la costa y de los pueblos de que está sembrada es madre y región de fieras propiamente, a la cual sigue un arenal del todo árido, sin agua y sin viviente que lo habite» Este desierto sin vida, el más extenso sobre la Tierra, se extiende desde las orillas del Nilo hacia el oeste a lo largo de 1200 kilómetros y en dirección sur por la misma distancia desde la costa del Mediterráneo. El desierto de Libia tiene, aproximadamente, la misma forma y tamaño que el subcontinente indio. En esta inmensa región, las lluvias son muy infrecuentes y la superficie es demasiado estéril como para que pueda crecer vegetación que permita sostener vida animal o humana. El sol brilla la mayor parte de los días, ardientemente caluroso en verano, pero apenas templado con los vientos del invierno. Las temperaturas invernales pueden ser bajo cero y de 50 ºC a la sombra las estivales. Un antiguo proverbio árabe dice: «Cuando Dios creó Sudán, se echó a reír». Millones de años de temperaturas extremas han quebrado y triturado los depósitos de rocas calizas y arenisca. El viento ha barrido los restos para dejar un paisaje extraño, desolado, lunar, con imponentes mesetas de rocas melladas que se alzan sobre inacabables planicies de pedregales pardos. Se han formado grandes sistemas arenosos, de largas vetas que cubren amplias porciones del territorio, el mayor de los cuales es el Gran Mar de Arena. Dispersas a intervalos irregulares, con frecuencia de varios centenares de kilómetros, se hallan las depresiones de los oasis, por lo general rodeadas de acantilados y lo bastante profundas como para acceder a la cuenca artesiana, la única fuente de agua permanente en este territorio. La mayoría de oasis son pequeños – poco más de un kilómetro cuadrado, o menos, de vegetación– y carece de presencia humana. Pero permiten la vida a unos cuantos animales: zorros y jerbos o ratas del desierto, varios lagartos y alguna que otra serpiente. En los inmensos espacios que separan los diminutos oasis no hay vida en absoluto y nada, excepto las dunas, se mueve.
VideoconferenciaSaul Kelly. El oasis perdido
No hay comentarios:
Publicar un comentario