ANTONIO PIGAFETTA. LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO; XAVIER DE MAISTRE. VIAJE ALREDEDOR DE MI HABITACIÓN
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos a Todos los libros un libro, ese singular reducto en Radio Universidad de Salamanca en el que, cada miércoles desde hace ya más de diez años, Alberto San Segundo se empecina en su muy agradable labor de afrontar las inclemencias del mundo ofreciéndoos interesantes recomendaciones de lectura. Y el plural es especialmente apropiado porque nuestra semanal propuesta, centrada de modo habitual en un libro, a menudo se abre a sugerencias complementarias, en mi indisimulado afán de multiplicar en la escasa audiencia que nos sigue las posibilidades de disfrute lector. Así ocurre también esta tarde, con dos muy atractivas referencias, ambas girando sobre el tema viajero, en una pauta que inaugurábamos hace siete días con El oasis perdido, el apasionante libro de Saul Kelly que nos llevó a los exóticos parajes del desierto libio, tan propicio a la aventura, y que, tras la emisión de hoy, tendrá su continuación en los dos próximos programas, los últimos por este curso.
Y es que, pese a las forzosas limitaciones que nos impone la pandemia, el ansia de viajar sigue bien presente en mi ánimo, e imagino que en el de la mayoría de nuestros oyentes. Por ello, siendo junio, con las vacaciones veraniegas avizorándose en el horizonte, muy cercanas ya (toda la noche oyeron passar páxaros, en una cita muy oportuna, dada el asunto que nos concierne), un mes singularmente propicio para avivar ese espíritu viajero, me sumo de nuevo ahora a ese propósito con dos libros formidables que constituyen otras tantas manifestaciones diametralmente opuestas entre sí pero, en ambos casos, especialmente reveladoras de la esencial naturaleza del viaje. Se trata de, podríamos decirlo así, los dos grandes polos de la experiencia viajera: el excesivo, el agitado, el que transcurre repleto de peripecias y sucesos e incidentes y avatares, el que ejemplifica “el viaje” por excelencia, el, en cierto modo, paradigma de la aventura, representado en la vuelta al mundo; y, por otro lado, el extremo más modesto, más aparentemente limitado, más tranquilo y sosegado, el viaje inmóvil, el “no-viaje”, el que hacemos, con la fecunda y poderosa fuerza de nuestra mente, con nuestra desbordante imaginación, sin salir de nuestro cuarto. Como emblema de la opción inicial traigo hoy aquí la crónica de la primera circunnavegación del planeta, contada por uno de sus más conspicuos participantes, Antonio Pigafetta, y publicada por Alianza Editorial en 2019, en una magnífica edición a cargo de la muy sabia Isabel de Riquer, con el título de La primera vuelta al mundo. El libro que ilustra la perspectiva opuesta es, quizá ya lo habéis adivinado, pues ha sido muy mencionado en estos pesarosos días de confinamientos y restricciones de movilidad, Viaje alrededor de mi habitación, la excepcional y muy singular obra de Xavier de Maistre que vio la luz en la colección de “Grandes clásicos” de la Editorial Funambulista en 2007.
En junio de 2019, hace ahora, pues, dos años, ya traía aquí La primera vuelta al mundo, el libro que, con el mismo título con el que se presenta el de Pigafetta, publicó el prestigioso historiador, docente en varias universidades y catedrático emérito en la de Sevilla, José Luis Comellas. Entonces, cuando se cumplían los quinientos años del inicio de la expedición de Magallanes y Elcano que, partiendo de Sanlúcar de Barrameda y a lo largo de tres años, recorrería entera, por primera vez, la circunferencia de la Tierra, yo os proponía la lectura de una obra, la del sabio profesor, que publicada en 2012 por la editorial Rialp, constituía un deslumbrante acercamiento a la aventura de los arriesgados descubridores, con apasionantes capítulos que incluían agudos análisis sobre el estado del mundo en la época y los presupuestos geográficos, técnicos, políticos y económicos que propiciaron el viaje; las semblanzas de sus principales protagonistas; la relación de los preparativos, gestiones e incidencias previas a la partida; la descripción de las muchas sufridas peripecias de la navegación: el paso del Atlántico, el recorrido por las costas de Sudamérica, el muy dificultoso pasaje por los enrevesados y caprichosos meandros del estrecho austral, la interminable travesía del mal llamado océano Pacífico, la llegada a los primeros territorios asiáticos, el encuentro con los deseados tesoros de las Molucas, la muerte de Magallanes y el ascenso de Elcano a la dirección del proyecto, el nuevo y fatigoso recorrido por el Atlántico, evitando las acogedoras costas africanas para eludir la presencia portuguesa; la arribada a Sevilla mil ciento veinticinco días después (uno menos para los expedicionarios, a cuenta de la rotación terrestre) y la gloria final; cerrándose el volumen con los comentarios sobre la imperecedera huella en el mundo entero -imperecedera en sentido literal: sigue viva cinco siglos después- de la inusitada y fecunda aventura.
En ese libro, Comellas se refería, en distintas ocasiones, a Antonio Pigafetta, italiano de Vicenza, que formaba parte de la expedición y que en su transcurso redactó una suerte de diario: la “Relación” o el Primer Viaje en Torno del Globo. Es ese relato original de Pigafetta el que se recoge en las cerca de trescientas páginas de La primera vuelta al mundo. Relación de la expedición de Magallanes y Elcano (1519-1522), que así reza el título completo del libro. De ellas, las noventa iniciales constituyen el soberbio estudio preliminar de Isabel de Riquer, que también traduce el texto y lo anota con muy interesantes aclaraciones. Entre las muchas versiones que el diario de Pigafetta ha conocido en nuestro país (de Riquer consigna una larga docena, desde la primera de 1522, de Francisco López de Gómara, hasta la postrera, de Martín Casariego para Espasa-Calpe en 2004) se cuenta otra en Alianza Editorial, de 1999, casi idéntica en contenido, salvo actualizaciones y cambios menores, a esta de 2019, aunque aquella es formalmente más modesta, en la clásica edición de bolsillo de Alianza, y la que ahora os recomiendo es más ambiciosa (como corresponde a su aparición en el año del quinto centenario de la gesta) y se ofrece en un formato más voluminoso, con tapas duras, cinta separadora, papel de gran calidad, tipografía muy acogedora y excelentes ilustraciones de mapas de la época y de algún instrumento de navegación. Al apetitoso ensayo inicial, rezumando erudición, y a la posterior transcripción íntegra del texto del italiano se suman un par de apéndices finales en los que se recogen el Itinerario de la primera vuelta al mundo y un Índice de personajes europeos de la Relación de Pigafetta, ordenados por su inclusión en cada una de las cinco naves que protagonizaron la expedición, la Trinidad, la San Antonio, la Concepción, la Victoria y la Santiago, junto a otros no presentes en los barcos. Como curiosidad, en un dato de importancia menor pero significativo del cuidado que se ha puesto en la edición conmemorativa, la obra se cierra con un colofón en el que, junto a un bello dibujo de un navegante abismado en el manejo de sus instrumentos de medición, se informa al lector de que el libro se terminó de preparar el día 3 de octubre de 2019, quinientos años después de que Pigafetta viera tiburones y peces voladores junto a la nave en la que viajaba, circunstancia que, en efecto, se hace constar en la entrada correspondiente a ese día del diario del, por una vez, no excesivamente “imaginativo” italiano que, por lo demás y como luego comentaré, era bastante dado a la exageración.
No quiero entrar en la presentación de mis impresiones sobre la fascinante crónica marinera sin antes adelantar una muy breve semblanza de la responsable de la edición. Isabel de Riquer Permanyer (hija del escritor y filólogo Martí de Riquer, nombre indispensable de la cultura catalana y española) es doctora en Filología Románica y profesora emérita de Literatura Románica Medieval de la Universidad de Barcelona. Con una trayectoria académica brillantísima, en la que se suceden la docencia en diversas universidades, los ensayos, los estudios de literatura comparada, las traducciones, los premios, los proyectos de investigación y la pertenencia a diversas sociedades científicas, su sabiduría y su conocimiento de los textos épicos, líricos y narrativos medievales escritos en diferentes lenguas románicas afloran de continuo en su brillante edición de la Relación de Pigafetta, a cuya plena comprensión y disfrute contribuye con un análisis riguroso, detallado, profundo y esclarecedor que ilumina y enriquece la lectura del texto al que precede.
La edición se abre con la transcripción de las palabras de García Márquez a propósito del relato del italiano, pronunciadas el 8 de diciembre de 1982 cuando, ante el rey de Suecia y la familia real, la Academia Sueca, los premiados aquel año y los embajadores de todo el mundo, recibía el Premio Nobel de Literatura:
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos.
La declaración del escritor colombiano pone de manifiesto las dos grandes dimensiones de la obra que ahora os presento: su condición de documento histórico, de testimonio fidedigno, de crónica puntual de las muchas incidencias habidas en ese viaje excepcional; y, a la vez, dada la innegable tendencia a la fantasía del narrador, su “valor” novelesco, su consideración de imaginativa ficción, capaz de recrear y embellecer, con excesos y deformaciones, con exageraciones y aportaciones “creativas”, la realidad, ya de por sí sorprendente para ellos, con la que los expedicionarios se encontraron en su muy largo periplo.
En su estudio introductorio, Isabel de Riquer nos ofrece, en primer lugar, una somera descripción del estado de cosas que propiciaría la colosal aventura náutica: con comentarios sobre el importante papel que desempeñaban las especias en la medicina, en la cocina, en la sociedad de la época; la consiguiente necesidad de abrir la llamada “Ruta de la Especiería”, una vía marítima hacia el sudeste asiático que ahorrara los muchos costes y las frecuentes dificultades y peligros que conllevaba la ruta terrestre de las caravanas; el enfrentamiento de poder entre las dos potencias coloniales de aquellos tiempos, España y Portugal; los tratados político-geográficos -singularmente el de Tordesillas de 1494- en virtud de los cuales ambos países se repartían el mundo a un lado y otro de “La Raya”, el meridiano situado a 370 leguas al oeste de Cabo Verde (todo lo conquistado hacia el este de dicha línea, pertenecería a Portugal, para España lo descubierto en dirección opuesta). Hay, también, una igualmente breve semblanza de los dos protagonistas principales de la gesta, Magallanes y Elcano.
Tras la descripción de los preparativos del viaje, cuyas vicisitudes resume en apenas dos páginas, de Riquer estudia la figura de Pigafetta, examina con agudeza las Relaciones de viajes, con esa doble -o triple- vertiente ya reseñada por García Márquez, su valor histórico y científico, verídico y realista, por un lado, y literario, fabulado y abiertamente inverosímil, por otro. El análisis del diario del italiano, del que luego quiero hablaros, da paso al de otras Relaciones de la primera vuelta al mundo, al que sigue su presentación de los diversos manuscritos -no se ha conservado ninguno autógrafo- y primeras ediciones impresas del libro de Pigafetta, para concluir con una oportuna bibliografía a la que se incorporan las ya reseñadas traducciones españolas, las ediciones italianas modernas consultadas, algunos libros sobre los aspectos lingüísticos del texto original y una decena de referencias relativas a lo que la profesora catalana denomina “el nuevo mundo de Pigafetta”, con publicaciones más o menos recientes -Chatwin, Theroux, Zweig- en torno a los viajes y los descubrimientos relacionados con el objeto del texto glosado. Pero, más allá de toda esta información, valiosa y en sí misma apasionante, sobre los “alrededores” del relato del vicentino, es en dicha narración, es en el extraordinario diario de Pigafetta, que la experta filóloga escruta, desmenuza, comenta y anota de manera exhaustiva, en donde reside el interés fundamental del libro.
Pigafetta, que aparece dos veces en el elenco de los tripulantes de las naves magallánicas conservada en el Archivo General de las Indias de Sevilla (como Antonio Lombardo, en la lista de hombres de armas que en caso de necesidad reemplazaban a otro, y en una segunda ocasión, con el mismo nombre, pero esta vez en condición de criado de Magallanes), no era el escribano oficial del viaje y se desconocen sus tareas en la expedición, aunque él afirma haber realizado alguna misión diplomática. Durante el propio transcurso de la aventura fue cumplimentando su diario, que entregó al rey de España, Carlos V, a su término. En su retiro en Italia, y durante ocho años, en Vicenza, Roma y Venecia, fue redactando su libro, a partir de las anotaciones del viaje, pero comprobando las fechas de cada etapa, consignando el santo del día, dando minuciosa cuenta de datos y coordenadas geográficas, de la bonanza del clima o de las tempestades, (…) de los enfrentamientos y de los acuerdos con los indígenas y de las características de cada planta, de cada animal o de cada isla, embarullándose a veces en el itinerario indonesio, en palabras de la prologuista. En esa “reconstrucción” de unas vivencias no siempre recordadas con absoluta precisión, se colaron, obviamente, elementos de su subjetividad, sus emociones personales, su patente voluntad de omitir aquellos detalles que, conscientemente, quería ocultar. Además, es notorio, al parecer de los expertos, el eco en el texto de otros libros de viajeros y navegantes italianos, portugueses y españoles, que habían referido por escrito sus experiencias, de manera que el resultado final entremezcla personajes históricos y acontecimientos reales con elementos librescos provenientes de las modas narrativas de los relatos de descubrimientos.
Escrito en su lengua italiana -no la hablada sino la que se utilizaba literariamente-, la crónica de Pigafetta es una permanente fuente de asombro y disfrute para el lector, pues el narrador describe aquel universo sorprendente que se presenta a sus ojos, con minuciosidad y exactitud primorosas, deteniéndose en infinidad de detalles, contados con una mezcla de inocencia primigenia y racionalidad “protocientífica”, que aún en nuestros días resultan apasionantes: la exuberancia de las islas y las playas, la sencillez edénica de la vida primitiva (Los pueblos que la habitan no son cristianos y no adoran nada; viven según los usos de la naturaleza y llegan a vivir ciento veinticinco o ciento cuarenta años), la insólita desnudez de los indígenas (Van desnudos tanto los hombres como las mujeres, viven en casas muy grandes llamadas boíi y duermen en redes de algodón atadas por cada punta a troncos gruesos dentro de la misma casa, que se llaman hamacas) y sus desprejuiciados hábitos sexuales, escandalosos para un texto de la época, que él describe con naturalidad (Los habitantes de todos estos pueblos van desnudos, tan sólo llevan una tela de palma en torno a sus vergüenzas. Los hombres y los niños llevan un hilo de oro o de estaño, del grosor de una pluma de oca, que les atraviesa de parte a parte la punta del miembro. En los extremos de este hilo, algunos llevan una especie de estrella con puntas y, otros, algo parecido a la cabeza de un clavo. Muchas veces quise ver [los miembros de] los ancianos y de los jóvenes porque no podía creerlo. En mitad del hilo de metal hay un agujero por el cual orinan. El metal y las estrellas están fijos y ellos dicen que son sus mujeres las que quieren esto porque, si no fuera así, no querrían tener relaciones con ellos. Cuando ellos quieren tener relaciones con las mujeres, y aún no están dispuestos, lo cogen cuando no está erecto y empiezan muy despacio a introducir primero una estrella y luego la otra. Cuando ya están dentro y el miembro se pone a punto, lo dejan allí hasta que se ablanda, pues de lo contrario no podrían sacarlo fuera. Tienen esta costumbre porque su naturaleza es débil. Pueden tener todas las mujeres que quieran, pero sólo una es la esposa principal; y también: cuando los jóvenes de Java se enamoran de alguna bella muchacha se atan un hilo con ciertos cascabeles entre el glande y el prepucio. Se colocan bajo la ventana de su enamorada y, haciendo como si orinaran, se sacuden el miembro haciendo tintinear los cascabeles hasta que la joven los oye. Enseguida ella se acerca y consiente a sus deseos, siempre con el sonido de los cascabeles, porque a estas mujeres las excita oír dentro de ellas este sonido. Cuanto más escondidos llevan los cascabeles más fuerte es el sonido que hacen), sus costumbres “aberrantes” (Estos hombres y mujeres tienen el mismo aspecto que nosotros. Comen carne humana, la de sus enemigos, no porque sea buena sino por cierta costumbre), sus rituales, sus tatuajes y sus adornos, sus alimentos, sus embarcaciones, sus viviendas, sus armas, sus usos medicinales y sus prácticas curatorias (Cuando a esta gente le duele el estómago en vez de purgarse se meten en la garganta dos palmos o más de una flecha y vomitan una sustancia de color verde mezclada con sangre, porque comen cierta clase de cardos. Cuando les duele la cabeza se hacen un corte transversal en la frente y lo mismo se hacen en los brazos, en las piernas o en cualquier parte del cuerpo perdiendo gran cantidad de sangre. Uno de los prisioneros que estaba en la nave explicaba que esto pasaba porque la sangre no quería estar en aquella parte del cuerpo y por esto producía el dolor), sus ceremonias mortuorias (Cuando muere uno de ellos [dicen que] aparecen diez o doce demonios llenos de tatuajes bailando muy alegres alrededor del muerto. Hay uno que es más alto que los otros que grita y alborota más que ninguno. Entonces todos se pintan igual que el demonio: al demonio grande le llaman Setebós y a los otros Cheleule. El prisionero, siempre con señas, nos dijo haber visto a los demonios con dos cuernos en la cabeza y pelos largos hasta cubrirles los pies y echando fuego por la boca y por el culo).
Y el relato se detiene en una fauna desconocida, extravagante y fantástica: pingüinos (Continuamos costeando por la misma ruta hacia el polo antártico hasta encontrar dos islas llenas de patos y de lobos marinos en tan gran número que no se puede explicar; en una hora llenamos las cinco naves. Son de color negro y las plumas son iguales en el cuerpo y en las alas; no vuelan y se alimentan de peces. Estaban tan gordos que no pudimos desplumarlos sino que tuvimos que desollarlos. Su pico es como el de los cuervos. Los lobos marinos son de diferentes colores, gordos como terneras y con la cabeza igual a la de éstas, las orejas pequeñas y redondas y los dientes largos. No tienen piernas sino que las patas están unidas al cuerpo y se parecen a nuestras manos con uñas pequeñas y con la misma piel que tienen las ocas entre los dedos. Serían muy temibles si pudieran correr; nadan y viven de los peces), mejillones (En este puerto hay una gran cantidad de conchas alargadas que se llaman missiglione [mejillones], no son comestibles y tienen dentro unas perlas muy pequeñas), extrañas especies de pájaros (Vimos muchas clases de pájaros, entre ellos uno que no tenía culo. Hay otros que cuando la hembra quiere poner los huevos se coloca sobre la espalda del macho y éste los empolla; estos pájaros no tienen patas y viven siempre en el mar. Hay otros que sólo viven de los excrementos de los otros pájaros, como el llamado cagasella al que vi volar detrás de otros pájaros hasta que éstos se ven obligados a expulsar sus excrementos y enseguida el pájaro los agarra. También vi muchos peces que volaban y otros en grupos, tan juntos que parecían una isla), aves del paraíso (Estos pájaros son del tamaño de los tordos, con la cabeza pequeña y el pico largo, sus patas miden un palmo y son delgadas como una pluma de escribir. No tienen alas sino que en su lugar tienen plumas muy largas de muchos colores y grandes penachos. La cola es también como la del tordo y todas las plumas del resto del cuerpo son de color oscuro. Sólo vuelan cuando hace viento. Aquí cuentan que estos pájaros vienen del paraíso terrenal, por esto les llaman bolon divata, que significa «pájaros de Dios»), llamas o guanacos (Este animal tiene cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola de caballo; relincha como este último), distintos tipos de peces (En este mar Océano se puede pescar abundantemente. Hay tres clases de peces más largos que un brazo que se llaman doradi, albacori e bonniti [doradas, albacoras y bonitos]. Estos últimos van detrás de unos peces que vuelan y que se llaman colondrini [golondrinas de mar], son más largos que un palmo y muy buenos para comer. Cuando alguno de estos peces que vuelan se encuentra con un pez de aquellos tres que he dicho antes, salta inmediatamente fuera del agua y vuela mientras tiene las alas mojadas, más allá de un tiro de ballesta. Mientras vuela va siguiendo la sombra que hacen bajo el agua los otros peces; en el instante en que los peces voladores caen al mar los atrapan y se los comen. Es un espectáculo bellísimo de ver) y tantos otros, que suscitan la admiración y el pasmo de todos.
Y otro tanto ocurre con la flora, ubérrima y copiosa, sobrecogedora: el drago canario (en una de estas islas de Gran Canaria no se encuentra ni una gota de agua de manantial, a no ser cuando al mediodía baja una nube del cielo que rodea un gran árbol de dicha isla cuyas hojas y ramas destilan gran cantidad de agua; y al pie de este árbol hay una zanja a manera de estanque a donde cae toda el agua de la que los hombres y los animales, tanto los domésticos como los salvajes, se sacian abundantemente cada día), el árbol del clavo (El árbol es alto y grueso, más o menos como el cuerpo de un hombre. Las ramas se alargan hacia el centro y tienden a unirse en la copa; las hojas parecen las del laurel y la corteza es de color aceitunado. Los clavos nacen en la punta de las ramitas en grupos de diez o de veinte), el coco (Los cocos son los frutos de la palmera; y así como nosotros tenemos pan, vino, aceite y vinagre, estos pueblos sacan cada una de estas cosas de estos árboles. Fabrican el vino de la siguiente manera: primero hacen una incisión en el corazón de la palmera que llaman palmito, de donde sale un licor blanco y dulce aunque un poco agrio, como el mosto. Lo recogen por la noche con cañas tan gruesas como una pierna y aún más, para beberlo por la mañana y lo mismo por la mañana para beberlo por la noche. Esta palmera da un fruto que se llama coco y es grande como la cabeza de un hombre, más o menos), el betel (Esta gente siempre está mascando una fruta a la que llaman areca que se parece a la pera. La dividen en cuatro partes y luego la envuelven en las hojas del mismo árbol, que llaman betrel y que se asemejan a las hojas de morera, mezclándolo con un poco de cal. Cuando las han mascado bien las escupen y la boca se les pone rojísima. Todos los pueblos de esta parte del mundo hacen lo mismo porque es beneficioso para el corazón y si dejaran de hacerlo se morirían).
La enumeración de prodigios es interminable, deslizándose en ocasiones hacia el territorio de la leyenda: enanos de orejas enormes (El piloto viejo que nos trajimos del Maluco nos dijo que cerca de allí había una isla llamada Arucheto en la que los hombres y las mujeres tienen la altura de un codo y las orejas del mismo tamaño y así una les sirve de colchón y la otra de manta); demonios benefactores (Nos explicaron que cuando van a cortar el sándalo se les aparece el demonio bajo diferentes aspectos y se ofrece para ayudarles en cualquier cosa. Después de estas apariciones los hombres caen enfermos durante algunos días); gigantes patagones (Era tan grande, aunque bien proporcionado, que nuestras cabezas llegaban apenas a su cintura; tenía la cara completamente pintada de rojo, amarillo alrededor de los ojos y en las mejillas llevaba pintados dos corazones. Los pocos pelos que tenía en la cabeza estaban teñidos de color blanco); pájaros de dimensiones desmesuradas (cerca de Java Mayor, en dirección al norte, en el golfo de la China, que antiguamente era llamada Signo Magno, crece un árbol enorme en el que viven ciertos pájaros llamados garuda que son tan grandes que pueden transportar un búfalo o un elefante), hombres descabezados (Por la noche daban vueltas por allí algunos de sus hombres que se ponían ciertos ungüentos y parecía que no tenían cabeza), decoración corporal imposible (Cerca de esta isla viven unos hombres que tienen unos agujeros en las orejas tan grandes que pueden meter los brazos a través de ellos), aves de extrañas costumbres (en las orillas de los ríos de este reino viven grandes pájaros que no comen ningún animal muerto si antes otro pájaro no le come el corazón), mujeres de evanescente sexualidad (en la isla de Ocoloro, al sur de Java Mayor, sólo viven mujeres a las que fecunda el viento).
Como es natural, en la crónica de Pigafetta también hay espacio para la exposición de las duras circunstancias de la travesía (pienso que nadie más se atreverá nunca a cruzar este Océano), con referencias a los sucesos que se desenvuelven en el interior de las naves, aunque no tan frecuentes ni descritas con tanta intensidad como las que aluden a las maravillas del “exterior”. Así, podemos conocer detalles sobre el itinerario de las naos, las rivalidades y enfrentamientos entre la tripulación, los altibajos de la navegación, el contacto con los indígenas, el sobresaliente papel de Magallanes como capitán (en un relato “sesgado” en su favor, dada la devoción que el cronista le profesa; y buen ejemplo de ello es que Elcano no aparece citado ni una sola vez), la procura de especias, los sufrimientos a bordo -el hambre, la sed, las muertes (de los cerca de trescientos hombres que iniciaron el viaje apenas dieciocho, los más flacos y destrozados que podía ser, volvieron, tres años después, al puerto de partida)-, los conflictos con los reyezuelos locales…
Analiza Isabel de Riquer, y con su mención cierro esta parte de mi reseña, tres aspectos especialmente destacados de la narración del italiano: su preocupación por las lenguas de las gentes con las que se topa, hasta el punto de incorporar a su relación diversos ejemplos del vocabulario indígena (el de los habitantes del Verzín -Brasil-, el de los indios patagones, el de la lengua bisaya de Filipinas, el de estos pueblos moros -Malasia-); su similar interés por los gestos y por la comunicación mímica con sus interlocutores, que se refleja en un texto plagado de muestras de los esforzados y, a la postre, eficaces, intentos de los expedicionarios por hacerse entender con los indígenas (un hombre de aspecto gigantesco se presentó ante nosotros. Estaba sobre la arena casi desnudo, cantaba y danzaba al mismo tiempo, echándose polvo sobre la cabeza. El capitán envió a tierra a uno de nuestros marineros, con orden de hacer los mismos gestos que él en señal de paz, y los hizo); y, por fin, el extraordinario uso que los exploradores hacen de los regalos como modo de ganarse la confianza de las gentes con las que topan, como medio para pagar rescates y, claro está, como útil expediente para obtener valiosas riquezas a cambio de un puñado de baratijas. Como recoge la catedrática en su texto preliminar: Al regresar los supervivientes del viaje alrededor del mundo habían dejado, casi dos mil leguas atrás, decenas de tijeras, sillas de cuero, gorros de terciopelo y cientos de anzuelos, cuchillos, clavos de hierro, cascabeles, y cuentas de vidrio que habían servido para comprar especias y alimentos frescos, para pagar rescates y para evitar muertes.
Como puede deducirse, pues, son muchas las razones por las que merece la pena acercarse a esta excepcional edición de la Relación de la expedición de Magallanes y Elcano, que no puedo comentar ya con más detalle por nuestras habituales limitaciones de tiempo.
En las antípodas del portentoso muestrario de vicisitudes, sucesos, accidentes, prodigios y arriesgadas aventuras que recoge el relato de Pigafetta, Viaje alrededor de mi habitación representa en cambio la versión más mesurada, más juiciosa, menos esforzada y atrevida de la práctica viajera. Su autor es Xavier de Maistre, militar, pintor, escritor y hermano de Joseph de Maistre, el conocido filósofo contrarrevolucionario. Exiliado de su Saboya natal cuando la región fue anexionada a Francia, vivió en distintos países europeos, sobre todo Rusia e Italia, siendo en Turín en donde se ubica el “referente externo” del libro que ahora comento. La edición original de su obra es de 1795 (aunque una nota a pie de página habla de una interrupción de cinco años en su escritura, y menciona la fecha de 1794, lo que hace pensar que quizá la redacción se hubiera llevado a cabo en distintas etapas, a causa de los graves acontecimientos de la Revolución de 1789, a la que se alude en más de una ocasión en el texto: la verdad, cayendo en medio de nosotros como una bomba, ha destruido para siempre el palacio encantado de la ilusión), y es la que sirve base a la traducción de Puerto Anadón, que incorpora las notas de otra posterior, de 1839. Con numerosas recepciones en nuestro país (hay una destacada de Austral, de 1950, con traducción de Nicolás Salmerón y García, entre otras muchas), la versión que ofrece la editorial Funambulista incluye los magistrales grabados del conocido ilustrador decimonónico francés Gustave Staal, y un epílogo, Semblanza de Xavier de Maistre, del crítico Sainte Beuve, otra destacada figura de la cultura gala del siglo XIX, traducido por Juan Max Lacruz Bassols, que firma también un ilustrativo postfacio, El falso viajero inmóvil. Como un elemento más que relaza el atractivo de una edición espléndida, la portada, bellísima, recoge un detalle de El rincón tranquilo de la sala de estar, un cuadro de 1899 de Carl Larsson, un pintor sueco que vivió a caballo de los siglos XIX y XX, que permite evocar el “clima” en el que se desarrollará la obra.
En 1790, de Maistre, que da cuenta del lance en el libro, narrado en una primera persona inequívocamente autobiográfica, se bate en duelo en Turín -motivado por un affaire amoroso-, como consecuencia del cual es arrestado y condenado al “confinamiento” forzoso en su vivienda durante cuarenta y dos días, justo al comienzo del carnaval, lo que acrecienta aún más, la, en principio, incómoda molestia que supone su forzada reclusión. Lejos de desesperarse e insultar al cielo por su aciaga suerte, el escritor ve en la restrictiva circunstancia una ocasión propicia para reflexionar sobre la experiencia, refiriéndola en el libro: He emprendido y ejecutado un viaje de cuarenta y dos días alrededor de mi habitación. Las interesantes observaciones que he hecho, y el placer continuo que he experimentado a lo largo del camino, me impulsaban a hacerlo público; la certeza de ser útil me ha decidido a ello.
Desde muy pronto revela de Maistre el porqué y el propósito de su obra: No querría, por nada en el mundo, que se sospechase que he emprendido este viaje únicamente por no saber qué hacer, y forzado, de alguna manera, por las circunstancias: aseguro aquí, y juro por todo lo que amo, que deseaba emprenderlo mucho tiempo antes del suceso que me ha hecho perder la libertad durante cuarenta y dos días. Este retiro forzoso fue sólo una ocasión para ponerme en camino más pronto. Y así, persuadido de que cualquier hombre sensato se sentirá interesado por la nueva manera de viajar que introduzco en el mundo, decide ofrecer a los lectores un recurso asegurado contra el aburrimiento y un alivio a los males que soportan. Unos lectores entre los que se encuentran los enfermos, que ya no tendrán que temer las inclemencias del aire y de las estaciones; los cobardes, que estarán al abrigo de los ladrones, y no encontrarán precipicios ni barrancos; los perezosos y los indolentes, a los que su propuesta les proporcionará un placer que no les costará ni esfuerzo ni dinero; los anacoretas y los hastiados del universo, que por diversos motivos han renunciado al mundo; y todos los que posean al menos un cuartucho donde poder retirarse y esconderse de todo el mundo, a todos los cuales propone entregarse a su peculiar viaje de la imaginación, siguiéndola por todas partes a donde le plazca conducirnos.
Para ello, decide recoger en su diario, con minuciosidad admirable, todo cuanto pequeño “acontecimiento” se desarrolla entre las paredes de su habitación. Y advierte: Que no se me reproche ser prolijo en los detalles, es la costumbre de los viajeros. Cuando se parte para subir al Mont-Blanc, cuando se va a visitar la ancha abertura de la tumba de Empédocles, nunca falta la descripción exacta de las mínimas circunstancias, el número de personas, el de los mulos, la cantidad de provisiones, el excelente apetito de los viajeros, en fin, todo, hasta los traspiés de las monturas, todo queda cuidadosamente registrado en el diario, para la instrucción del universo sedentario.
A partir de ahí, en efecto, de Maistre registra todos los extremos de su inusitado periplo. Y así el lector conoce las coordenadas de su habitación, los “itinerarios” de sus recorridos (la atravesaré a menudo a lo largo y ancho, o bien en diagonal, sin seguir ni regla ni método alguno. Incluso haré zigzags y recorreré todas las líneas posibles en geometría), los diferentes muebles con los que se topa, la butaca (Me deslicé hasta el borde de mi butaca, y, poniendo los dos pies en la chimenea, esperé pacientemente la comida. Es ésta una postura deliciosa, y sería, creo, muy difícil encontrar otra que reuniese tantas ventajas y que fuese tan cómoda para las paradas inevitables de un largo viaje); la cama (¿Existe un escenario más propicio a la imaginación, que despierte ideas más enternecedoras que el mueble en el que me abandono algunas veces?); los cuadros (y entonces aparecen Rafael, y Correggio y alguno de su autoría, en una pauta muy notoria del libro, las referencias cultas, artísticas, literarias y filosóficas); el espejo (una de las maravillas del paraje por donde me paseo); la silla de la que se caerá, en uno de los episodios narrados en los que aflora el humor, perceptible en todo el texto; el escritorio que guarda las cartas en cuya lectura se deleita (¡Cómo goza tristemente cuando mis ojos recorren las líneas trazadas por un ser que ya no existe!); una rosa seca que decora una estancia; el busto del padre muerto; la biblioteca, compuesta sobre todo de novelas (y entonces comparecen el joven Werther, de Goethe, y Milton, Sterne, Racine). Y nos son presentados también el criado Joannetti, que está acostumbrado a los frecuentes viajes de mi alma, la perrita Rosina, ese ser cariñoso que no ha dejado jamás de amarme desde la época en que comenzamos a vivir juntos, y se alude a alguna visita, y se evoca a la amada, la señora de Hautcastel.
En este escenario “físico”, el narrador echa a volar su imaginación: cada objeto, cada situación, cada nueva mínima circunstancia aviva un recuerdo, induce a la reflexión, es la causa de una digresión. El “traje de viaje” con el que se atavía para estar en casa, es la excusa para una disquisición sobre la su influencia de la vestimenta sobre el espíritu de los viajeros; la contemplación de los cuadros lo lleva a una “discusión” sobre la preeminencia entre el arte y la música; el recuerdo de su amante permite comentar la realidad, la fuerza y la duración del afecto de las damas hacia sus amigos, también meditar sobre los encantos y las turbulencias, las palpitaciones y la melancolía del amor; la visión de Rosina lanza su mente a ponderar la fidelidad animal; y la imagen reflejada en el espejo despierta su ironía sobre la coquetería femenina (He visto mil veces a damas e incluso donceles olvidar en el baile a sus amantes, el baile y todos los placeres de la fiesta, para contemplar, con una gran complacencia, ese cuadro encantador, e incluso honrarlo de vez en cuando con un vistazo en medio de la contradanza más animada); la visión de su biblioteca permite un inciso sobre la lectura, un país mil veces más delicioso que el Edén, un mundo imaginario que acoge desde la expedición de los Argonautas hasta la Asamblea de los Notables, desde los últimos confines de los infiernos hasta la última estrella fija más allá de la Vía Láctea, hasta las lindes del Universo, hasta la puerta del caos, he aquí el vasto campo por el que me paseo de arriba abajo, sin prisas y con toda tranquilidad, pues tengo tiempo y espacio de sobra. Es ahí donde transporto mi existencia, en pos de Homero, Milton, Virgilio, Ossian. Y hay excursos sobre Satán y su caída (uno de los viajes más bellos que nunca hayan sido hechos, después del viaje alrededor de mi habitación), sobre la inevitable muerte (El hombre no es nada más que un fantasma, una sombra, un vapor que se disipa en los aires), sobre la medicina, sobre la horrible disonancia entre los pobres que piden en la calle y su propia vida regalada, su lujo inútil.
De continuo asaltan al ocioso personaje apreciaciones sobre el divagar, sobre el encantador país de la imaginación, sobre el placer de entregarse a la meditación, al lento discurrir de las horas, al gozoso descubrimiento de nimiedades, mientras se atiza el fuego o se hojea un libro. Me han prohibido recorrer una ciudad, un punto, llega a afirmar, pero me han dejado el universo entero: la inmensidad y la eternidad están a mis órdenes, dueño de una libertad que hace recorrer a su alma cien millones de leguas en un instante.
Ese desdoblamiento entre la limitación que impone la estrechez del espacio y la poderosa amplitud de la imaginación permea toda la obra, en lo que quizá constituye su núcleo esencial: la dualidad entre lo que el narrador llama el alma y la bestia. Son muchas las ocasiones en los que se pone de manifiesto esa separación entre la potencia animal de los rayos puros de la inteligencia, entre las tentaciones del cuerpo, deseoso de moverse en el mundo, y los transportes del espíritu, que vaga, etéreo, por sus nebulosas estancias. Transcribo a continuación, para cerrar ya esta reseña, algunos de esos pasajes, los más significativos, en los que está la clave de este muy peculiar viaje interior que el autor nos propone y que encierra una valiosa enseñanza para nosotros en estos tiempos de pandemia, que nos obligan a alejarnos de la realidad exterior y encerrarnos -espero que con provecho y hasta con disfrute- en nuestra naturaleza íntima.
¿Existe un gozo más adulador que el de ampliar así la existencia, ocupar a la vez la Tierra y los cielos, y desdoblar por así decir su ser? ¿No es el deseo eterno y nunca satisfecho del hombre el de aumentar su poder y sus facultades, el querer estar donde no está, recordar el pasado y vivir en el futuro? Quiere ordenar ejércitos, presidir academias, quiere ser adorado por las bellas, y si posee todo esto, añora entonces los campos y la tranquilidad, y envidia la cabaña de los pastores: sus proyectos y esperanzas se topan sin cesar contra las desgracias reales inherentes a la naturaleza humana; no sabría encontrar la felicidad. Un cuarto de hora de viaje conmigo le mostrará el camino hacia ella.
No se crea que en lugar de mantener mi palabra, dando la descripción del viaje alrededor de mi habitación, divago para salir adelante: sería un error, ya que mi viaje continua realmente, y mientras mi alma, replegándose sobre sí misma, recorría, en el capítulo precedente, los recovecos tortuosos de la metafísica, yo estaba en mi butaca sobre la que me había recostado, de manera que las dos patas anteriores se habían levantado dos pulgadas del suelo, y balanceándome a derecha e izquierda, ganando terreno, había llegado inconscientemente muy cerca del muro. Es el modo en que viajo cuando no tengo prisa. Allí mi mano había cogido mecánicamente el retrato de la señora Hautcastel, y la otra se entretenía limpiando el polvo que lo cubría. Esta ocupación le procuraba un tranquilo placer, y ese placer se transmitía a mi alma, aunque estuviese perdida en las vastas llanuras del cielo: pues está bien observar que, cuando el espíritu viaja así por el espacio, se mantiene unido a los sentidos por no sé qué lazo secreto, de suerte que, sin desatender sus ocupaciones, puede tomar parte de los gozos tranquilos de la otra; pero si ese placer aumenta hasta un cierto punto, o si se conmueve por un espectáculo inesperado, inmediatamente el alma retoma su lugar con la rapidez del rayo.
Sin embargo, nunca sentido más claramente que soy “doble”. Mientras echo de menos mis goces imaginarios, me siento consolado por fuerza: un poder secreto me arrastra; me dice que tengo necesidad del aire, del cielo, y que la soledad se parece a la muerte. Heme aquí dispuesto; mi puerta se abre; vago errante bajo los espaciosos pórticos de la calle del Po; mil fantasmas agradables revolotean ante mis ojos. Sí; he aquí aquel hotel, aquella puerta, aquella escalera; me estremezco por anticipado. Así es como se siente, antes de catarlo, un gusto ácido al cortar un limón para comerlo. ¡Oh, mi bestia, mi pobre bestia, cuidado con lo que haces!
Os dejo, para cerrar esta segunda sesión viajera de Todos los libros un libro en este junio esperanzado, con un tema musical cercano, en su letra, al asunto que nos ocupa. Stephen Heller, músico del siglo XIX, compuso Voyage autour de ma chambre, Op.140, que aquí interpreta al piano Andreas Meyer-Hermann
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Antonio Pigafetta. La primera vuelta al mundo
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