Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de junio de 2023


GABRIELE TERGIT. LOS EFFINGER; SYBILLE BEDFORD. EL LEGADO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, un miércoles más, os trae propuestas lectoras diversas elegidas siempre con un doble criterio, uno relativamente objetivo, el de su indudable calidad, al menos a ojos de quien os habla, y otro más subjetivo y personal, pues, en todos los casos -y ya sobrepasamos con creces los quinientos programas, con cerca de ochocientos libros comentados-, se presentan aquí obras que encajan en mis muy particulares filias como lector (no demasiado competente pero sí fiel, todo sea dicho). 

En mi también doble recomendación de esta semana se dan ciertas coincidencias. Por un lado, el protagonismo recae en dos escritoras, fallecidas ambas, una, la alemana Gabriele Tergit, hace más de cuarenta años; la otra, Sybille Bedford, en 2006. Hay, igualmente, otro indudable vínculo entre los libros de las dos escritoras, su carácter de sagas familiares, expreso y muy concentrado en la monumental Los Effinger, de Gabriele Tergit, y más diluido -por razones que luego comentaré- en El legado, de la también germana aunque nacionalizada británica Sybille Bedford. Además, las dos novelas son abierta y claramente autobiográficas, añadiendo un nuevo elemento en común a mi dual sugerencia de esta tarde. Su origen judío, su oposición al totalitarismo hitleriano, su huida de Alemania en los años 30 a causa de la amenaza nazi, son otros aspectos coincidentes en sus trayectorias vitales, que afloran también en sus novelas. 

Mi primera propuesta quizá exigiría un análisis algo más detallado del que por diversas razones hoy puedo permitirme (aunque solo fuera por su extensión: novecientas bien apretadas páginas). Los Effinger, de Gabriele Tergit, es, como digo, una saga familiar. Publicada en España hace un año, más o menos, por Libros del Asteroide, con la traducción de Carlos Fortea (al que se le escapa -y al corrector de la editorial- un fallito sangrante en la página 477, preveerse), la novela es la obra mayor de su autora, que la dio a la luz en 1951, pasando entonces desapercibida, incluso en su país, en donde se recuperó en 2019, y logrando en ese tardío redescubrimiento un excepcional éxito de ventas, que posibilitó el que ahora se haya dado a conocer a muchas otras lenguas.

Gabriele Tergit, nacida en Berlín en 1894 y fallecida en Londres hace cuatro décadas, en 1982, fue un personaje muy interesante, injustamente olvidado. Periodista y escritora muy reconocida durante la República de Weimar, judía y de clase alta, elementos esenciales en su novela, estudió Historia y Sociología en varias universidades alemanas, doctorándose en Filosofía. Su trayectoria profesional se asoció siempre al compromiso en contra de las injusticias y del fascismo que, primero larvado y luego ostensible, se adueñó en esos años de la sociedad alemana. A partir de 1933, y ante las muy patentes amenazas nazis, huyó a Praga, primero, y Tel Aviv, después, para acabar recalando en Londres, ciudad presente también en Los Effinger, en donde continuó con su labor literaria y su tarea de denuncia y combate frente a los totalitarismos. 

Quiero, antes de hablaros de su obra emblemática, hacer una breve mención a otra novela, previa a la que traigo esta tarde. Käsebier conquista Berlín, que en España publicó la editorial Minúscula, en traducción de Cristina García Ohrlich, es también magnífica. Un artículo de prensa que informa, casi por azar, ante la necesidad de rellenar un hueco en una edición tardía de un periódico, de la actuación de un cantante anodino, el Käsebier del título, da pie a una vertiginosa sucesión de episodios, narrados mediante chispeantes diálogos, en los que las fuerzas vivas del Berlín de 1929, empresarios, constructores, financieros, arquitectos, promotores inmobiliarios, periodistas, aristócratas, miembros de la alta sociedad, artistas y literatos, músicos y directores de cine, políticos, banqueros, abogados y arribistas varios, también los ciudadanos de a pie hacen crecer la carrera del confundido individuo y lo encumbran y lanzan al estrellato con la pretensión de aprovecharse del fenómeno que han creado y enriquecerse sin disimulo. La acción va adentrando así al lector una vorágine de negocios oscuros, corruptelas, chantajes, sobornos, intrigas, maquinaciones, fraudes, cohechos y especulaciones, en la que cada uno de los personajes, guiados por un febril afán de lucro, pretende aprovecharse de los demás mediante la venta dolosa de todo tipo de “productos Käsebier”: muñecas, cigarros, libros, discos, ropa, zapatos, pisos y hasta un teatro. Todo ello en una época de convulsiones económicas (singularmente el crack del 29) y políticas (la peligrosa incubación del “huevo de la serpiente”, el despiadado totalitarismo nazi), la de los años veinte y treinta del siglo pasado, entre las dos guerras mundiales, que constituyen el telón de fondo de un relato que opera así como un formidable fresco de un tiempo crucial en la historia de Alemania y de Europa entera. 

Muchos de estos elementos -sin los rasgos de comedia ligera y “vodevilesca” que caracterizan la patética peripecia de Käsebier (que, pese a dar nombre el libro es sólo un protagonista tangencial en él, con contadas y muy sucintas apariciones en su trama)- comparecen también en la novela que hoy os presento, cuyo subtítulo, Una saga berlinesa, es suficientemente explícito acerca de cuál es el contenido que va a encontrarse el lector que se adentre en sus páginas. Tergit nos narra las existencias de dos familias, los Goldschmidt y los Effinger -muy pronto vinculadas por varios matrimonios entre sus miembros- entre 1878 y 1948, y, en paralelo al relato de sus vicisitudes personales y familiares, como escenario de sus vidas -que es mucho más que ello, adquiriendo carácter de eje central del libro-, la evolución de la sociedad alemana en esos setenta años, por los que discurren los grandes acontecimientos no solo del entonces convulso país germano sino también los de Europa y el mundo entero. A través de 151 capítulos muy breves, que funcionan como instantáneas de algunos momentos o episodios significativos de las vidas de sus protagonistas -fuertemente imbricados en el acontecer de la vida “externa”-, conoceremos el desarrollo industrial propiciado por los avances tecnológicos, las sucesivas crisis financieras, los cambios socioeconómicos, el desastre de la Gran Guerra, la ruina y las quiebras, la especulación y el fraude, la venalidad y la corrupción del período de entreguerras, el germen del nazismo con el tímido señalamiento y la incipiente persecución de los judíos, y, por encima de todo, los avances, el florecimiento -demasiado luminoso el término para la oscura realidad que describe-, el auge y el apogeo del delirio nacionalsocialista, que acabaría por fraguar en la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración y de exterminio y el Holocausto. 

El carácter fragmentario del texto, esas someras estampas en las que el talento de Tergit divide su novela; el uso de ciertos elementos técnicos, como el recurso a las repeticiones, leitmotivs que se repiten en más de un capítulo (a modo de ejemplos paradigmáticos, “un día detenido en el tiempo”, que aparece, en distintas versiones, con cambios ligeros, en los capítulos 25, 68, 131 y en el Epílogo (¡Qué día de primavera aquel sábado de marzo del año 1913! ¡Qué dulzura a las nueve de la mañana!), o “en las cuencas de Inglaterra”, que aflora en los capítulos 13, 18, 70, 91, 133 y 145, entre otros (En las cuencas de Inglaterra se acumulaba el carbón. En las siderurgias se acumulaban las barras. En América se hacía la cosecha. Como siempre, los granjeros de Canadá segaban el trigo. Como siempre, los negros cosechaban el algodón, con el pañuelo en la cabeza); el juego de las innumerables voces y las variadas perspectivas desde la que se cuenta la historia, un relato coral con hilos que se abren siguiendo a infinidad de personajes, que brotan de los dos frondosos árboles genealógicos; la agilidad de la narración, vivaz y amena; la bien medida utilización de las elipsis, que dosifican la información que se aporta en cada episodio y permiten avanzar en el tiempo de un modo muy vivo, convierten la lectura de Los Effinger en un ejercicio adictivo, en una experiencia lectora apasionante y magnética. 

No cabe siquiera un somero resumen de una obra tan voluminosa. Baste con decir que en la segunda mitad del siglo XIX, dos hermanos, Karl y Paul Effinger, hijos de un modesto relojero judío de Baviera, llegan a Berlín para abrirse camino en la vida. Su inteligencia y su esfuerzo, su denodada voluntad, los harán prosperar y conseguir una posición industrial relevante en el prometedor negocio de la fabricación de automóviles, creando la empresa Automóviles Effinger. Sus respectivas bodas con las hermanas Klara y Annette Oppner, herederas de los Goldschmidt, una importante familia de banqueros berlineses, acrecentarán su fortuna, les proporcionarán una más que desahogada situación económica e incrementarán su posición en la sociedad. El libro atraviesa cuatro generaciones de las vidas de estas dos familias -a la postre solo una, al entremezclarse sus sangres- en este doble plano, ya señalado: la esfera íntima, personal, familiar, de sus miembros, con un destacado protagonismo de las mujeres; y el escenario social, convulso y conflictivo, tristemente trágico de aquellas décadas decisivas en la construcción de nuestro mundo actual. 

A lo largo de ese recorrido, Tergit nos muestra una ambiciosa panorámica de la sociedad de aquel tiempo, en el que comparecen, con una minuciosa recreación de los detalles, la vida cotidiana de las gentes -ropas, bailes, mobiliario, costumbres, comportamientos domésticos, ceremonias religiosas y civiles, comidas familiares, tradiciones, bodas, restaurantes y cafés, estrenos teatrales-; las pasiones y emociones más universales -el amor, los celos, la dignidad, las ambiciones, los sueños, la hipocresía, los enfrentamientos entre parientes, las enemistades, los engaños, las aspiraciones, los deseos, las desilusiones y los miedos, la alegría y la desesperanza-; y también, como se ha dicho, las coordenadas de la realidad “externa”: las reivindicaciones femeninas y su creciente presencia en la sociedad; las transformaciones sociales (eso era Berlín. También para él habría trabajo, posibilidades, máquinas, carbón, vapor y motores); el papel de los intelectuales (hay referencias a escritores y dramaturgos, Arthur Schnitzler, Ibsen) y la efervescencia cultural berlinesa; los avances del progreso (La gente, pensó, se considera tan espantosamente inteligente que ya no cree en Dios. Todos están borrachos de fe en el progreso y en unos tiempos cada vez mejores) y la añoranza del sosiego perdido en aras del acelerado signo de los tiempos (la gran Babel, Lilith, creadora y destructora al mismo tiempo: la máquina de vapor, la locomotora); las convulsiones políticas; las luchas obreras; la precariedad y la miseria de gran parte de la población (calles desoladas, llenas de vendedores ambulantes, abarrotadas de trajes gastados que colgaban de las ventanas de las plantas bajas y había que pagar por meses, barrios pobres en los que no había ni árboles ni setos. Delante de las puertas había mujeres que ya no parecían mujeres; llevaban sucios delantales azules o tenían panzas demasiado gruesas o demasiado flacas, y todas eran viejas); las amenazas del comunismo y sus dictatoriales y uniformizadoras miserias; el debate sobre el sionismo y la cuestión sobre la identidad judía; las raíces y el caldo de cultivo del antisemitismo; el conflicto entre la razón y la ciencia, cuyos notables logros empiezan a evidenciarse de un modo general (Reinaba la atmósfera indefinible de una gran esperanza intelectual), frente a la progresiva instauración de la brutalidad y la sinrazón, ejemplificada de modo salvaje en la locura nazi. 

Hay, ya para terminar, varios temas, además de los mencionados, que cruzan el libro entero, ejes centrales de la ambiciosa propuesta literaria de su autora: las trayectorias, contadas en paralelo, aunque claramente divergentes, de “los dos mundos”, ricos y pobres, industriales adinerados y sufrientes proletarios; el permanente conflicto entre el Bien y el Mal, entre los principios éticos y el egoísmo y el ansia de poder; el secular enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo (lo nuevo siempre era hostil); la ilusión por el futuro (Caminamos hacia un siglo luminoso) y, por el contrario, la cruel y decepcionante realidad; el progresivo entontecimiento de las gentes, seducidas por los cantos de sirena de los embaucadores (una voz bien modulada podía convencer a la gente de lo que quisiera), arrastradas por la agitación estupefaciente de las banderas, las canciones, los símbolos (Con una bandera se guía a la gente hacia los genocidios, hacia las piras, hacia las cacerías de brujas, quizá incluso, además de todo eso, a la Tierra Prometida), enardecidas por las grandes palabras vacuas: la grandeza de la patria, el castigo del malvado enemigo; las duras condiciones de vida del proletariado; las controversias que genera el maquinismo, la explotación en las fábricas y la apropiación de la “plusvalía” por los empresarios inmisericordes; las emancipadoras teorías del socialismo; el latente conflicto de la raza, presente en la cuestión judía; los terribles males que provocan las guerras; la lamentable situación de los refugiados; la hiriente paradoja que supone el hecho de que los judíos perseguidos y aniquilados constituyeran las fuerzas más vivificantes y generadoras de riqueza de Alemania, individuos emprendedores que eran, sobre todo, ardientes patriotas alemanes que habían combatido en la guerra del 1870 o de 1914, o financiado campañas de Bismarck. Su gran tragedia fue ser excluidos y arrancados de lo único que conocieron y amaron, su país, su cultura

No hay, en cambio, en El legado, el libro de Sybille Bedford que cierra mi propuesta de esta tarde, este tono comprometido y militante de Los Effinger, pues siendo sus autoras contemporáneas -aunque quince años mayor Tergit (1894-1962) que Bedford (1911-2006)- tienen orígenes sociales y trayectorias vitales bastante disímiles. El legado es la primera de las cuatro novelas de inspiración autobiográfica de su autora, a las que he accedido por uno de estos gozosos azares que nos depara internet. Hace tres meses, con ocasión de mi reseña de los libros de Tove Ditlevsen, Cristina, una de las habituales seguidoras del canal del programa en YouTube, me recomendó, en un comentario al espacio, un par de novelas que, dado mi carácter, que me “obliga” a intentar no dejar escapar nada que pueda resultar valioso, compré inmediatamente. El legado era la primera de ellas, que pude leer entonces y que ahora traigo al espacio. Ese mismo afán “totalizador” (una suerte de neurótico “FOMO”, fear of missing out, miedo a estar perdiéndome algo), me llevó a comprar los otros tres libros de la serie (en una búsqueda complicada, pues las ediciones españolas son de hace diecisiete, la más reciente, y treinta y cinco años, la más vetusta), de cuya segunda entrega estoy disfrutando estos días. Y pese a que aún no los he leído todos, me atrevo a sugeríroslos también pues, por ahora, me están interesando mucho. Os dejo un breve apunte sobre la errática trayectoria editorial de todos ellos y os avanzo unas breves y entusiastas palabras sobre El legado. Esta novela, la primera del ciclo, es de 1956, aunque solo ha aparecido en España en 2016, presentada por Gatopardo y con traducción del inglés de Isabel Margelí, que incurre en algún “catalanismo”, como, por ejemplo, en “Y si crees que estoy de más, no vengo” (por “no voy”). Favorita de los dioses, segunda de la serie, se publicó en 1963, y llegó a nuestro país en 1988, en el seno de la editorial Edhasa, traducida por Antoni Pascual. Un año después, Edhasa dio a la luz también, y con el mismo traductor, Un error de orientación, la tercera. Por fin, la que cierra el ciclo, Fragmentos de vida. Una educación nada sentimental, de 1989, fue presentada aquí por la editorial Salamandra, traducida por Libertad Aguilera Ballester, en 2006. Como puede colegirse de este disparatado baile de fechas, editoriales y traductores, no estamos ante el contexto más propicio para poder apreciar la obra completa como debiera, aunque debo aclarar aquí que el concepto de “serie” aplicado al conjunto de las cuatro novelas no alude a una unidad en cuanto a los personajes que las protagonizan o la cronología de sus tramas, sino al reflejo en sus escenarios y sus tramas de la biografía real de la autora, muy evidente en las cuatro, en particular, al parecer, en Una educación nada sentimental. Pueden, por tanto, leerse de manera independiente (empero, Favorita de los dioses y Un error de orientación sí que están unidas por un vínculo argumental, con sus dos figuras esenciales, Constanza y su hija Flavia, trasuntos obvios de Sybille y su propia madre, ocupando el centro de ambos libros). 

Vayamos, pues, con El legado, no sin antes presentaros someramente a su autora. Sybille Bedford tuvo una vida agitada, brillante, intensa, cosmopolita, repleta de viajes, peripecias y experiencias. Nacida en 1911 como Sybille Aleid Elsa von Schoenebeck, en Charlottenburg, un barrio de Berlín, sus padres -con gran parecido con los de la narradora de su novela- fueron Maximilian von Schoenbeck, un aristócrata alemán, un barón católico, y Elisabeth -Lisa- Bernhardt, también alemana, hija de un rico hombre de negocios, judía y treinta años menor que su marido. Cuando el matrimonio se separó, siendo una niña -Lisa había abandonado a la familia, persiguiendo amantes en el extranjero-, Sybille quedó a cargo de su padre, que tras la Primera Guerra Mundial había perdido su fortuna y que descuidó la educación de la pequeña (al parecer, ésta no aprendió a escribir hasta que tenía unos ocho años, desarrollando más tarde una escritura que incluso ella encontraba difícil de leer). Tras la prematura muerte de su progenitor, su madre la reclamó desde Italia, instalándose con ella, primero en el país transalpino y luego en Sanary-sur-Mer, en la Costa azul francesa. Lisa era una mujer independiente, inestable, adicta a la morfina, conocida en la Riviera gala como Madame Morphesani (en una recensión en The Guardian sobre la biografía de Bedford, a cargo de Selina Hastings, he podido leer que a menudo la chica debía “detener el coche” para ayudar a su madre a inyectarse la droga, lo cual influiría en su posterior agitada vida sentimental: When one of your jobs in adolescence has been to stop the car suddenly to help mummy shoot up with morphine then it stands to reason that your idea of romance is not a quiet night in), pero su vida mundana le permitió a Sybille codearse con un grupo de hombres y mujeres cultos, educados, inteligentes y sensibles de todo el mundo, sobre todo centroeuropeos, alternando viajes y estancias en Gran Bretaña e Italia. Se hizo amiga de Thomas Mann y de su esposa, Katia, de Stefan Zweig, de Aldous Huxley y de su mujer, Maria, siendo Huxley, del que Bedford escribiría una biografía, el que la introduciría en el mundo literario. 

Alejada de su país de origen en 1933, a partir del ascenso del nazismo, pues su judaísmo por línea materna provocó que el Reich congelara sus cuentas bancarias y la obligara a abandonar su patria (no regresé hasta la década de 1960, escribe en el prólogo a El legado), en 1934, y necesitada de un pasaporte para poder desplazarse libremente por un mundo en el que planeaba la sombra del conflicto bélico, buscó un matrimonio por conveniencia. Sin fondos en ese momento, nadie acudió a su oferta de 50 libras por el trámite, teniendo que casarse, al fin, pagando 100, con un irrelevante Walter Bedford, ex novio del mayordomo de algún conocido. A partir de ahí, su nuevo apellido la acompañaría de por vida, no así su marido, “desaparecido” tras el simulacro burocrático; ni ningún otro posterior, pues Sybille era una mujer lesbiana (curiosamente, antifeminista y poco proclive a la militancia en causa alguna; al parecer, en alguna ocasión respondió con una negativa a una propuesta de colaboración que le había hecho la “Sociedad Gay de Oxford”) que encadenaba parejas y amantes sin recato, en una sucesión de romances plagados de celos, disputas y venganzas. En el prólogo al libro que ahora presento menciona a “amigas” y compañeras de viajes como Esther Murphy Arthur, Evelyn Gendel, a quien está dedicada El legado y que abandonaría a su marido para vivir su relación con Sybille; también aparecen -aunque no siempre con un vínculo sentimental o sexual con ellas declarado o conocido- Martha Gellhorn, casada con Hemingway, Laura Archera, segunda mujer de Huxley, Allanah Harper, que financiaría su primera novela. Algo más tarde llegaría Eda Lord, a quien conoció en 1955 y que seguiría con ella hasta su muerte -la de Lord- en 1976. Bedford había viajado años antes a California, en donde empezó una nueva carrera de periodista y reportera judicial (su primera novela, tardía, no apareció hasta bien mediados los años cincuenta), falleciendo en Londres, en 2006, a la edad de 94 años. 

La historia de la redacción y aparición de El legado es curiosa, por momentos divertida y encaja perfectamente en esa atmósfera de sofisticación y cosmopolitismo que envolvió la vida de su autora. Empecé a escribir esta novela como un deber sagrado durante un caluroso agosto romano, en 1952, confiesa en su introducción a la novela. Recuperándose de la desidia, la desesperación y las dudas que suscitaba cada nuevo rechazo editorial a sus intentos de publicación, confortablemente instalada con Evelyn Gendel en un ático del centro de la capital italiana, en la que viviría siete años, estimulada por el poderoso influjo de la obra de Ivy Compton-Burnett (Mientras cuidaba de mi jardín (que había erigido con mis manos en el erial de un terrado, a base de baldosas, cuerdas y macetas de terracota y sacos de tierra y estiércol de cabra) o contemplaba la puesta de sol, observando cómo de improviso el cielo se llenaba de vencejos, con la primera copa de vino tinto, frío, de la Toscana en la mano, o paseando de noche y cruzando, sola, piazzette y calles de Roma, entusiasmada con la belleza y la gloria, revoloteaban en mi mente Hermanos y hermanas, Hijas e hijos y mordaces diálogos burnettianos; pero de pronto cesaron. Ahora iba por libre), Sybille encuentra, por fin, “su voz” y encara firmemente la redacción de su novela. La descripción del “clima” en que se gestó el libro no puede ser más estimulante -y envidiable-, aparte de aportar luz sobre el “universo Bedford”, que tan presente está en sus novelas. No me resisto a transcribir un largo pero significativo fragmento del prólogo citado: 

Por la mañana trabajaba en una habitación con los postigos cerrados, acarreando palabras de aquí para allá como piedras para un tramo de camino. Teníamos un piso alto en una de las callejuelas entre Piazza di Spagna y Piazza del Popolo: al abrir los postigos veías la fachada de color ocre de la Villa Medici y los árboles oscuros de los lejanos jardines Pincianos. En las tardes de verano nos encerrábamos a leer; en invierno, a la luz sesgada del sol, me ocupaba de nuestro terrado florecido. En la época de calor —de mediados de abril a noviembre, con suerte—, si no cenábamos con amigos en la calle, comíamos y bebíamos allá arriba, bajo las hojas y el cielo, con platos, cubiertos y vasos que subíamos en cestos hasta lo alto de la escalerilla; más tarde nos quedábamos en la perfumada oscuridad, escuchando música y soñando hasta bien entrada la noche… Si miro atrás, fue una época estupenda. Pero de todos ellos, el recuerdo más vívido en mi memoria son los paseos: horas y horas deambulando, paseando y contemplando bajo el resplandor del mediodía y en las espectaculares noches, Via Sistina, Quattro Fontane, Piazza Navona, Campo di Fiore, Foro Traiano, Tempio di Vesta, Campidoglio, Botteghe Oscure…, exaltada, fundiéndome con el color, el esplendor, la grandiosidad y el tumulto, con el majestuoso batiburrillo de Roma. Durante años viví poseída. 

Eso y el trabajo de excavación que era mi libro iban a la par con una vida doméstica agradable, tranquila y afectuosa. Una amiga, Evelyn (Evelyn Gendel), que durante mi reclusión se dedicaba a sus propias investigaciones, mantenía alejados a los intrusos, iba al mercado, hacía de pinche de mi cocina, y, como la monarquía británica, estaba siempre dispuesta a animar, alertar y aconsejar. Era una neoyorquina que, más adelante, se convirtió en una prestigiosa y admirada editora literaria. Por entonces era joven y entusiasta, y estaba ansiosa por conocer la exótica Europa, que intentaba ver con ojos proustianos; pero, sobre todo, era un ser humano admirable, colmado de bondad, buena voluntad y gentilezza. 

Pero no solo el encanto romano fue el causante de la pulsión escritora de Bedford, sino que los estímulos procedían de otras fuentes, igualmente excitantes: No escribí la totalidad de El legado inmersa en la euforia romana, ni mucho menos, pues, como todos los años, pasé una temporada con mi otro gran amor, Francia. En vacaciones, con Esther Murphy Arthur, otra amiga americana, asombrosa encarnación jeffersoniana, fuente de oratoria y erudición, cuyas excentricidades encubrían una naturaleza frágil y tierna. ¡En estas acogedoras y vivificantes circunstancias -permitidme el inciso- hasta yo podría escribir una novela! 

En cualquier caso, una vez terminado el libro, las influyentes amistades de Sybille, en concreto Martha Gellhorn, lo ofrecieron a diversos agentes literarios en Inglaterra y Estados Unidos. Tras diversas negativas y rechazos, un año después de la finalización de la escritura y con Bedford instalada en Londres, en marzo de 1956, El legado se publicó resultando un fiasco casi absoluto y cosechando una crítica negativa tras otra. Por un afortunado azar, el libro llegó a manos de Nancy Mitford -cuyas novelas presenté en Todos los libros un libro en febrero de 2012- que se lo envió al escritor Evelyn Waugh con el perentorio mandato de su lectura. Waugh, conocido entre nosotros sobre todo por ser el autor de Retorno a Brideshead, cuya traslación televisiva en los primeros ochenta supuso un éxito mundial, escribió una elogiosa reseña en que supuso el despegue definitivo de la carrera de Sybille Bedford que, como cierre a su preámbulo a El legado, aporta una divertida anécdota sobre la recepción del libro por Waugh. Desconocedor el británico de quién podría estar bajo lo que a todas luces, y a su juicio, era un seudónimo, al parecer aventuró: Un militar cosmopolita, sin duda, con conocimientos acerca del gobierno parlamentario y del periodismo popular, a quien desagradan los prusianos y agradan los judíos, y convencido de que todo el mundo habla francés en casa. Y Bedford apostillará, pues sí, me identificaba felizmente con ello (salvo por lo de militar)

La narradora de la intrincada historia de pasiones, matrimonios, traiciones y escándalos que se nos cuenta en El legado es una niña, hija de Julius Felden y su segunda esposa, la encantadora e inquieta Caroline. Con una voz poco “intervencionista”, que permanece siempre en segundo plano, llegando a menudo, incluso, a desaparecer, y con una mirada retrospectiva, la pequeña -que es claramente la propia Sybille, aunque los referentes que identifican a los protagonistas, sus nombres y apellidos, aparecen disimulados y no coinciden con los reales (¿cuánto de ese material es autobiográfico? ¿Cuánto ocurrió de verdad? En cierto modo una buena parte lo es, tanto por lo que respecta al ámbito privado como al público. En todo caso, ese legado no es mi historia, puesto que la mayor parte ocurrió antes de que yo naciera. La primera persona del singular, que empleé tal vez torpemente, se desvanece cual «gato de Cheshire» muy pronto, afirma en el prólogo, que, aviso al lector, hay que leer tras la finalización de la novela)-, cuenta libremente los recuerdos de su infancia y adolescencia, presentando las vidas de multitud de personajes para, a través de ellos, retratar una etapa agitada y apasionante de la Europa central de entre dos siglos, el XIX y el XX (la historia transcurre entre 1870 y 1914), décadas decisivas para que germinaran en ellas las semillas de los intensos episodios que vivió el viejo continente -y el mundo entero- en los años que siguieron (escribe Bedford, de nuevo en esas ya mencionadas páginas preliminares, dando, de paso, explicación del porqué del título de su novela: ¿Sirvió de base para la enorme monstruosidad que vino después? ¿Nos dejaron algún legado los acontecimientos privados que aquí esbozo? Escribir sobre ellos me hizo pensar que sí lo dejaron; de ahí el título). 

El legado se centra en dos familias -aunque hay una tercera, con un peso algo menor- que acabarán unidas, algo a regañadientes, por el matrimonio de sus hijos, los judíos Merz y los católicos von Felden. Melanie Merz era la primera esposa del padre de la niña, muerta muy joven. Su familia, que, de inicio, se había mostrado reticente a aceptar la boda de la chica con Julius von Felden a causa de las creencias religiosas de éste, acabó por acogerlo entre ellos, hasta el punto de que, fallecida Melanie, seguirán aceptándolo como “hijo de la casa”, pasándole una asignación anual incluso cuando, diez años después, Julius contraería un nuevo matrimonio con Caroline, madre de la narradora. Los Merz pertenecían, por nacimiento, a la alta burguesía judía de Berlín, los Oppenheim, los Mendelssohn y los Simon, a la aproximadamente docena de familias cuyo dinero aún procedía de la banca y los negocios pero que también ejercían el mecenazgo y cultivaban las artes y las ciencias, y cuyas mansiones, con sus fiestas musicales y sus cuadros, constituyeron verdaderos oasis en la capital prusiana durante los últimos ciento veinte años. Pese a que se trataba de descendientes directos de Henrietta Merz, amiga de Goethe, una mujer cultivada, capaz de hablar inglés, alemán, francés, español, latín, griego y hebreo, y de leer el sueco, que mantenía un salón en el que cultivaba un círculo amplio de amistades y muchos amantes, los abuelos Merz con los que la niña se relacionó en la inmensa residencia de la Voss Strasse, suegros de su padre, no habían heredado aquellas inquietudes, gustos o ideas de su antepasada. Como cuenta la narradora: Si algunos miembros del círculo social al que podrían haber pertenecido cenaban al son de la música de Schubert y Haydn, hacían donaciones para la investigación, añadían paisajes de Corot a sus Boucher y Delacroix y, algunos, adquirían su primer Picasso, los Merz colocaban más timbres y tapicerías más mullidas. En Voss Strasse no se oía música fuera del salón de baile o del cuarto de los niños. No viajaban nunca. Nunca salían al campo. Nunca iban a ninguna parte, salvo para tomar las aguas, y, en tal caso, viajaban en vagón privado y se llevaban sus propias sábanas. […] No leían nunca. Había una sala para fumadores y una sala de billar que nadie utilizaba, pero no una biblioteca, ni siquiera testimonial, y no recuerdo haber visto ningún libro en esa casa. 

Los Felden, en cambio, eran una antigua familia terrateniente que gozaba de una posición desahogada, sin llegar a ser rica ni a poseer una especial distinción. En su linaje se mezclan participantes -obligados- en alguna cruzada, caballeros rurales cultivados, diplomáticos sin excesivo fuste, profesionales de las armas, miembros -escasos, pese a su catolicismo, y de muy baja relevancia- de la Iglesia e, incluso, como el propio Julius, que heredó el título de barón de su padre, aristócratas sin demasiado brillo. Gentes, en fin, sin especial distinción ni demasiado patrimonio, que viven en su desahogado encierro en el campo, bastante al margen de la vida social. Julius von Felden es un buen ejemplo de estos rasgos de independencia y aislamiento público (Habría preferido la soledad o, más bien, una intimidad circunscrita a la compañía de animales y objetos de arte), un dandy coleccionista de arte que vive sin trabajar en el sur de Francia e insiste en viajar con sus tres simios. 

Junto a ellos, y de un modo algo tangencial, aparecen los Bernin -Clara Bernin es la esposa de Gustavus, hermano de Julius-, cuyo padre, el conde Bernin Sigmundshofen, es el patriarca de una de las grandes familias, también católica, de Alemania del Sur y una figura pública. Presidente del Parlamento regional, con una extraordinaria proyección política e implicado en causas encaminadas a potenciar el crecimiento de la Europa católica, en un contexto internacional poco propicio para ello, con sus conflictos territoriales, sus alianzas coloniales, el anticlericalismo de unos y la conexión con el eslavismo musulmán de otros. 

Las tres familias, de costumbres, valores y creencias religiosas diversas, proporcionan una imagen representativa de la Alemania de finales del siglo XIX, con su opulencia terrateniente y financiera, las amargas tensiones sociales, el presagio de una lejana pero ya palpable catástrofe. Por un lado -los Merz-, los rentistas judíos de Berlín, en el corazón del Norte prusiano y protestante; y por otro el sur católico con su vertiente rural -los Felden-, volcada en el pasado y las tradiciones, y su dimensión más moderna, abierta a Europa, que ejemplifican los Bernin. Los lazos entre ellas, anudados a partir de dos matrimonios -Julius/Henrietta y Gustavus/Clara-, se verán “tensionados” con ocasión de la trágica peripecia del Johannes Felden, hermano pequeño de Julius, alistado por la fuerza en el cuerpo prusiano de cadetes, cuya dramática vivencia militar, que incluye abusos, reclusión, castigos, brutalidad, huidas, una inclemente persecución policial y una detención por disparar a un soldado de su regimiento, acabará por tener consecuencias en la vida política de una Alemania que tiene aún recientes los ecos de la guerra austro-prusiana -el sur frente al norte- que rompió en 1866 la Confederación Germánica e hizo nacer el Imperio Austrohúngaro, que, a su vez tendría su amargo final tras la Primera Guerra Mundial. 

Este telón de fondo enmarca la trama novelesca, narrada sin demasiadas descripciones y sí a través de diálogos chispeantes, vivaces, de alta capacidad evocadora, con un tono que se desenvuelve entre la ironía, corrosiva a veces, y el tono nostálgico y melancólico, como corresponde a la lúcida conciencia de un tiempo y un mundo condenados a desaparecer. Una historia en la que destaca esta constante imbricación de lo personal y lo colectivo y en la que aflora -a través de las experiencias de sus numerosos y bastante excéntricos personajes, que “saltan” de Berlín a París, del sur de España al Mediterráneo francés- la vida en sus manifestaciones más universales en las que el lector puede -pese a lo singular y específico del entorno retratado- reconocerse, como se advierte en este -de nuevo- largo fragmento: La vida, según la triste y concisa expresión francesa que lo pone todo en su sitio, nunca es tan mala ni tan buena como uno cree. La vie, voyez-vous, ça n’est jamais si bon ni si mauvais qu’on croit. Nunca es tan mala; nunca es tan buena… ¿Cuándo? ¿En el instante de la calamidad, en el umbral del miedo? ¿Cuando te dan la mala noticia, cuando salta la trampa, cuando la pérdida te alcanza? ¿En los momentos bajos, de tedio y apatía? ¿En las etapas de renovación, en la transfiguración del amor, en la euforia del trabajo, en la gracia de una nueva visión, en el tan esperado ahora? ¿O luego, cuando las puertas se cierran, una tras otra, y el remordimiento se retuerce en el corazón como una espiral de acero? Nunca es tan buena, nunca es tan mala, sino una monótona y llevadera duermevela, sostenida por pequeñas provisiones de esto y aquello, y debilitada después por infortunios y sobresaltos; un andar adormilado, a menudo nada incómodo, a través de los años; un tránsito irreversible y constante… ¿La vida, la retahíla de vidas, la suma de la vida? ¿Es un consuelo? ¿Es toda la verdad? ¿Es inevitable? 

En fin, dos libros magníficos (tres, si sumamos las aventuras del algo insulso Käsebier), de lectura imprescindible, que os procurarán largas horas de placer. Os dejo ahora con un fragmento de Los Effinger que describe de modo muy elocuente la galopante inflación en la Alemania de entreguerras. Tras él, un tema que suena también en la radio en una “escena” de la novela de Tergit, el clásico Tea for Two. Aquí os lo ofrezco en una versión de 1924, contemporánea, pues, de la época que se recrea en la obra literaria. Se trata de su primera grabación, a cargo de Helen Clark y Lewis James. 


Las cuencas mineras de Inglaterra estaban vacías, el carbón se había agotado. Había dado la vuelta al mundo en mil barcos negros para que se pudiera fabricar hierro y los mil mortales proyectiles y cañones y las granadas que se hacían con él. 
En América se había recogido la cosecha y el cereal yacía en el fondo del mar, alimento para los peces procedente de mil barcos destruidos. En Europa se cosechaba, se cosechaba mucho menos, porque los campesinos habían sido empleados para la guerra y solo los ancianos, las mujeres y los niños trabajaban. 
Como siempre los negros habían cosechado el algodón con el pañuelo en la cabeza. Y el algodón yacía en el fondo del mar, vestimenta para los peces procedente de mil barcos destruidos. Todos los almacenes de la tierra estaban vacíos, el mundo estaba hambriento. La cosecha era pequeña, los precios subían. En la humeante Lancashire traqueteaban las máquinas, nada se había sustituido, nada se había reparado durante años. Se hilaba poco, se tejía poco. Los precios subían. 
En Alemania ya no había nada y se necesitaba todo. Y no había oro para pagar, así que ya no llegaba algodón a Alemania, ni cuero, ni cereal. 
Hombres de caras enrojecidas estaban en las bolsas alemanas. ¿A cuánto cotizaba el algodón? Más caro. Todas las mercancías estaban más caras. Los comerciantes compraban, aún iban a estar más caras. 
Y al hombre de cara enrojecida le llamaba por teléfono un rubio pálido y bajito: 
—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, veintiocho peniques el kilo. 
Y el hombre de cara enrojecida compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. 
Dos horas después el hombre de cara enrojecida llamaba a un moreno alto y gordo: 
—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, treinta y dos peniques el kilo. 
Y el moreno alto y gordo compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. 
Dos horas después el moreno alto y gordo, con un negro cigarro en la comisura de los labios, llamaba por teléfono: 
—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, cuarenta peniques el kilo. 
Y un rubio alto y flaco compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. 
Y él mismo llamaba por teléfono dos horas después: 
—¡Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, cuatro chelines el kilo! 
Y todos volvían a gastar en dos horas el dinero ganado en dos horas. Iban a los grandes hoteles, cuyo brillo decaía porque no habían cambiado los dorados, porque no habían cambiado las alfombras, porque no habían cambiado las vajillas. Se sentaban y pedían champán, rompían las copas, manchaban, gritaban y rugían.

Videoconferencia
Gabriele Tergit. Los Effinger; Sybille Bedford. El legado

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