Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de junio de 2023

BYUNG-CHUL HAN. INFOCRACIANO-COSAS; LA SOCIEDAD DEL CANSANCIO

Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo os da la bienvenida una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que finalizando ya su decimotercera temporada os ofrece esta tarde una nueva e interesante propuesta lectora. Con el título de Infocracia y el explícito subtítulo de La digitalización y la crisis de la democracia, la editorial Taurus presentó en abril de 2022 y en traducción de Joaquín Chamorro Mielke, el penúltimo libro (por ahora, su prolífica producción deja anticuado cualquier comentario a este respecto; esta reseña la escribí hace ahora un año, cuando el libro veía la luz y ya resulta obsoleta) del que podríamos llamar el “pensador de moda”, el “filósofo estrella”, el surcoreano Byung-Chul Han. Nacido en 1954, nuestro invitado cuenta con una trayectoria académica ciertamente singular, pues estudió Metalurgia en su país natal para, a los veintiséis años, dejar atrás su formación inicial y viajar a Alemania sin apenas conocimiento del idioma. Cursó Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura alemana y Teología en la Universidad de Múnich. En 1994 se doctoró por la primera de dichas universidades con una tesis sobre Martin Heidegger. Dio clases de filosofía en la universidad de Basilea, fue profesor de filosofía y teoría de los medios en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe y desde 2012 es profesor de Filosofía y Estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Extraordinariamente productivo, con casi una veintena de obras publicadas -escritas en alemán-, algunos de sus libros se han convertido en auténticos best-sellers mundiales, con una muy importante repercusión crítica. 

Debo decir, no obstante, que durante mucho tiempo me resistí al “universo Byung-Chul Han”. Seguía con asiduidad sus intervenciones públicas, leía entrevistas y reseñas sobre sus sucesivas publicaciones en medios de comunicación, aunque sin decidirme nunca, no sé por qué extraños motivos, a acercarme a sus libros, pese al interés que desde hace años me suscita. La lectura de Infocracia, que me ha deslumbrado, me ha dejado también el amargo regusto de no haberme adentrado antes en, al menos, sus títulos más representativos, carencia que estoy intentando suplir en estos últimos meses -he leído ya, aparte de este Infocracia que hoy os comento, La sociedad del cansancio y No-cosas, sobre los que quiero dejar también aquí un par de breves apuntes, al término de mi comentario principal-, de un modo reposado, pues siendo su escritura sumamente sugestiva, riquísima de ideas, muy estimulante en su apertura a infinidad de hilos que propician la reflexión, hay en ella -al menos en los tres libros que ya he podido leer- una relativa complejidad que exige el sosiego y la tranquilidad de la lectura. Entrevistado en 2014 por Francesc Arroyo para El País, y a una pregunta de su interlocutor sobre la relación entre eros y el pensamiento (Byung-Chul Han venía de presentar La agonía de Eros), comentó: “Creo que para responder a eso necesitaría antes pensar durante un par de semanas”. Y en la misma entrevista, más adelante, al comentar su llegada a Alemania sin conocimiento del idioma alemán, respondería al periodista: “Yo quería estudiar literatura alemana. De filosofía no sabía nada. Supe quiénes eran Husserl y Heidegger cuando llegué a Heidelberg. Yo, que soy un romántico, pretendía estudiar literatura, pero leía demasiado despacio, de modo que no pude hacerlo. Me pasé a la filosofía. Para estudiar a Hegel la velocidad no es importante. Basta con poder leer una página por día”. 

Una página por día. No llega a tanto detenimiento mi lectura de Infocracia, pero sí diré que he dedicado un par de días a leer y digerir (sin cerrar del todo, como es obvio, este último proceso, que se ha prolongado durante semanas en la pausada elaboración de esta reseña) cada uno de los cinco muy breves capítulos en los que el ensayo, que no alcanza las noventa páginas de texto “en sí”, se estructura. 

La tesis de fondo del libro puede resumirse brevemente. La omnipresencia de los dispositivos digitales en nuestras vidas alcanza proporciones difícilmente imaginables hace tan sólo una década y está transformando de un modo igualmente inusitado todas las áreas en las que se desenvuelve la existencia humana: el trabajo y el ocio, la educación y la medicina, el comercio y los transportes, el consumo y la cultura, las relaciones personales y las costumbres cotidianas. No hay espacio, público o privado, que escape a la desmesurada capacidad de penetración de internet, de las inasibles redes que “vehiculan” los dispositivos electrónicos. Tampoco la política, tampoco la democracia. De un modo muy burdo y ostensible (salvo para la mayor parte de sus “víctimas”, que permanecen ignorantes en su “adormecimiento” digital), ejércitos de bots (programas informáticos que simulan la personalidad humana) dirigen la opinión pública con información interesada; infinidad de sitios de internet propalan mentiras y noticias falsas para sembrar el odio, construyendo y potenciando estados de opinión radicalizados; millones de troles condicionan los debates políticos y mediatizan las campañas electorales y los procesos de gestación de normas con mensajes en general provocadores, ofensivos e insultantes, difamatorios y cargados de odio y siempre mal informados y falsos. De un modo más avieso y por ello, a mi entender, más peligroso, esta “hiperabundancia” de información y las sutiles estrategias que los grandes grupos empresariales propietarios de las modernas plataformas de comunicación (Twitter, Instagram, YouTube, Whatsapp), que aprovechan en su beneficio la “economía de la atención”, manteniendo “secuestrada” la voluntad de los impasibles consumidores, cada uno un dócil esclavo que se cree libre, auténtico y creativo [y que] produce y se realiza a sí mismo, contribuyen de manera subliminal a la generalizada pérdida de conciencia de los ciudadanos, ensimismados en sus burbujas electrónicas, debilitadas sus habilidades cognitivas “fuertes” (el saber, la experiencia y el conocimiento) por esta vertiginosa aceleración de estímulos, facilitando de este modo el sometimiento de la mayoría (voluntaria y gustosamente aceptado) a una dominación en apariencia invisible y por tanto inasible: el dominio se oculta fusionándose por completo con la vida cotidiana. Se esconde detrás de lo agradable de los medios sociales, la comodidad de los motores de búsqueda, las voces arrulladoras de los asistentes de voz o la solícita servicialidad de las smarter apps. El frenesí comunicativo e informativo en que se han convertido nuestras vidas, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia. 

Byung-Chul Han desgrana los argumentos a favor de su tesis en cinco capítulos a cuál más sugerente. En el primero de ellos, El régimen de la información, se parte de un “juego” dual, la comparación entre el sistema de dominación convencional -el “régimen de la disciplina”-, al que nuestras sociedades desarrolladas llevan ajustándose desde la Revolución industrial, y el moderno “régimen de la información”, una refinada forma de dominio en la que la información y su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determinan de modo decisivo los procesos sociales, económicos y políticos. Antes, incluso, de ambos, se examina el régimen premoderno de los soberanos y las estrategias que en él se siguen para conseguir la sujeción de los súbditos. 

En el régimen “pre-electrónico” que actualmente da sus últimos coletazos, el sometimiento de los ciudadanos -sostiene Byung-Chul Han a partir de la obra de Michel Foucault- nace del poder que dimana de la propiedad de los medios de producción. El capitalismo industrial actúa sobre los cuerpos, exprimidos en las fábricas, explotados como máquinas, entrenados para su conversión en ganado laboral. El control de los individuos, desprovistos de energías, convertidos en engranajes de los burdos mecanismos de la industria, se ejerce a través de la disciplina, de la sumisión violenta, de la imposición opresiva, del castigo, de la vigilancia continua (y aquí aflora el análisis de la obra de Orwell, de su Big Brother por tantos motivos tan actual), ante las que cabe, al menos como idea, la rebelión, pues la gente es consciente, al ser notorias y ostensibles las estrategias de dominación, de su condición esclavizada. 

En el moderno capitalismo de la información, que se basa en la comunicación y la creación de redes, el poder está en el acceso a la información, en los datos que permiten un control y una vigilancia permanentes, lo que conlleva que las técnicas de disciplina clásicas -la estricta reglamentación del trabajo o el adiestramiento físico- queden obsoletas. Una idea central de nuestro mundo vertiginoso es la de la economía de la atención. El dinero, el negocio, está en los datos, por lo que en esta sobreabundancia de información, la clave es conseguir que los consumidores estén permanentemente absorbidos por sus dispositivos, en una frenética e interminable sucesión de clics, likes, scrolls y swipes (por jugar con la invasiva jerga onomatopéyica que nos asalta por doquier) que proporcionan beneficios a las grandes corporaciones que los inducen. La dependencia digital da lugar a un fenómeno novedoso -aunque ya se anticipaba en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, en el siglo XVI- según el cual los individuos aceptamos gustosos el sojuzgamiento y la sumisión, disfrutando de un estado de entretenimiento ininterrumpido, pues enganchados a las redes lo estamos también a quienes las manejan con sofisticadas técnicas basadas en la psicología del comportamiento. Asumiendo -y cultivando- nuestro vínculo constante con los estímulos que nos ofrece de continuo internet, atrapados en sus diabólicas redes, aceptamos también dócilmente un sistema que degrada a las personas a la condición de datos y ganado consumidor. De tal manera que, frente a la “tiranía” clásica -que por su propio carácter impuesto alienta la desobediencia, la insubordinación y la rebeldía-, en la prisión digital como zona de bienestar inteligente no hay resistencia al régimen imperante. El poder disciplinario es autoritario, da órdenes, su autoritarismo es burdo y ostensible; por el contrario, el régimen de la información susurra, sugiere, invita, persuade, su poder dictatorial pasa desapercibido, se esconde, se disfraza, resulta “sexy”. 

A partir de esta idea, se presentan reflexiones sobre conceptos como la visibilización, la vigilancia, la transparencia, el aislamiento y la comunicación, el consumo, los influencers, la libertad, la ideología como intento de explicación “narrativa” del mundo y el “dataísmo” como cuantificación totalitaria de las existencias todas, anticipadas ya las decisiones, previstos los comportamientos, adelantadas ya las elecciones, conocido -y dirigido por tanto- el futuro a partir de la “omnisciencia” algorítmica. El ciudadano aparece así desprovisto de voluntad, de capacidad de decisión, sometido al imperceptible poder de las redes, pues así como Carl Schmitt, antes de la Segunda Guerra Mundial, afirmaba que “Soberano es quien decide el estado de excepción”, y tras ella, con los incipientes avances electrónicos, se vio obligado a reformular su dictamen en un “Soberano es quien dispone de las ondas del espacio”, Byung-Chul Han parafrasea al controvertido jurista alemán señalando que, inmersos en la revolución digital, Soberano es quien manda sobre la información en la red; y de él -de ellos- todos somos súbditos. 

El segundo capítulo, del mismo título que el libro, Infocracia, analiza las amenazas a la democracia que entraña la digitalización del mundo. El tsunami de información desata fuerzas destructivas, al apoderarse (también) de la esfera política provocando distorsiones en los procesos democráticos. La democracia degenera en infocracia. Han explica las tres fases de ese proceso. En un primer momento, las sociedades nacidas de la Ilustración se basaban en la cultura del libro. Los libros son el saber ordenado, sistematizado, son la reflexión, la argumentación pausada, el debate razonado, el diálogo y la discusión, el contraste de las ideas, la existencia de un saber “objetivo” -o al menos de un marco común convencional mayoritariamente aceptado-, una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas, a la que se puede acceder con el análisis, la explicación y la prueba, que permite que los ciudadanos formen su criterio y elijan consciente y reflexivamente. Los libros y lo que suponen son, por tanto, la base de la democracia. En la cultura de masas, en cambio, cuyo emblema fue el televisor, el infoentretenimiento conduce al declive del juicio humano y sume a la democracia en una crisis. La política se convierte en espectáculo, los debates televisivos en los que prevalece la apariencia, los gestos, la estética, las formas, dirimen los procesos electorales. Los ciudadanos son espectadores pasivos que se rinden a la diversión. La estructura horizontal de la democracia parlamentaria, en donde se puede hablar y replicar, confrontando las propias ideas con las del resto de ciudadanos, se vuelve vertical, anfiteatral, pues los medios de masas cautivan al público como oyente y espectador, pero al mismo tiempo le privan de la distancia de la “madurez”, de la posibilidad de hablar y contradecir. En consecuencia, la democracia se convierte en telecracia. El discurso degenera en espectáculo y publicidad. Desaparecen el esfuerzo del conocimiento y la disciplina en el análisis, arrumbados por el negocio de la distracción y del espectáculo. 

En la etapa en la que ahora vivimos -la infocracia- la pantalla electrónica, la touchscreen, nos hace abandonar esa pasividad televisiva para convertirnos a todos en emisores activos. No obstante, el aluvión de información constituye una auténtica infodemia que nos afecta en el plano cognitivo, fragmenta nuestra percepción y debilita la profundidad y la intensidad de nuestro pensamiento. La aceleración digital arrastra la realidad a un «permanente torbellino de actualidad» que hace imposible detenerse en la información, sume al sistema cognitivo en estado de inquietud y reprime las prácticas cognitivas que consumen tiempo, como el saber, la experiencia y el conocimiento. El cortoplacismo general de la sociedad de la información imposibilita la reflexión profunda y la toma racional de decisiones, procesos que exigen tiempo, maduración y sosiego. La superficialidad resultante daña irremisiblemente la democracia, al impedir la acción racional y las opciones juiciosas, y al posibilitar, por el contrario, las elecciones basadas en los afectos, que consumen menos tiempo y aparecen, para los ciudadanos, con un mayor potencial de excitación que el normal funcionamiento de la democracia, lenta, larga y tediosa. Olvidando la razón, pues, se imponen las fake news frente a los hechos, los tuits frente a los argumentos bien fundados, los memes de impacto inmediato frente a la siempre morosa y a menudo tardía comprobación de la verdad, la publicidad personalizada en las redes sociales a partir de los perfiles psicométricos que se elaboran usando los datos que voluntariamente dejamos en nuestro paso por la red frente a la autonomía y el libre albedrío que, en teoría, deberían guiar nuestras decisiones. Los ciudadanos -afirma categórica y muy acertadamente el filósofo surcoreano- dejan de estar sensibilizados para las cuestiones importantes, de relevancia social. Están más bien incapacitados por haber quedado reducidos a un ganado manipulable de votantes que tiene que asegurar el poder a los políticos. En esta infocracia, en esta guerra de la información, ya no hay lugar para el discurso, por lo que la democracia se hunde en una jungla impenetrable de información

El tercer capítulo, El fin de la acción comunicativa, sigue este hilo argumentativo partiendo de una breve pero profunda glosa al ensayo Inteligencia colectiva, escrito en 1998 por Pierre Lévy. En él, el teórico de los medios de comunicación sostenía la tesis (que en su momento fue recibida y compartida con alborozo por millones de ingenuos bienintencionados entre los que me cuento) según la cual el auge de los medios electrónicos iba a permitir una democracia digital aún más directa que la llamada «democracia directa». Frente a la rigidez y la progresiva pérdida de representatividad de la democracia parlamentaria, las posibilidades de universalidad, inmediatez y retroalimentación connaturales a la generalización de los dispositivos electrónicos posibilitarían el advenimiento de un tiempo de continuas tomas de decisiones y evaluaciones, una democracia presencial, en la que el teléfono inteligente devendría en una suerte de Parlamento móvil. Los hechos, sostiene Byung-Chul Han para impugnar tal optimista previsión, han demostrado el carácter ilusorio de ese vaticinio de una democracia en tiempo real. Y es que la comunicación en las redes sociales basada en algoritmos no es libre ni democrática. Quienes participan en las redes con sus opiniones y comentarios no forman un colectivo responsable y políticamente activo, no crean, en realidad, una “opinión pública” que pueda sustentar el juego democrático. Por el contrario, la incesante publicación de información privada, la inflación de informaciones anodinas, la ridícula elementalidad de los influencers banales y sus insustanciales followers, desintegran el espacio público de discusión. Los usuarios de las redes son -somos- zombis del consumo y la comunicación, en lugar de ciudadanos capacitados. Ganado consumista profundamente despolitizado. 

La permanente difusión de información ha acabado con casi toda posibilidad de una comunicación real. En los sistemas de información y comunicación convencionales prevalece lo “centrípeto”, ejes que dirigen y focalizan la atención pública, determinando los asuntos relevantes para la sociedad, centrando el interés de los ciudadanos y permitiendo, por tanto, el debate y la discusión organizados en torno a ellos. Las redes son, por el contrario, centrífugas, disuelven el núcleo común de referentes objetivos, desintegran al público en enjambres fugaces e interesados, egoístas y autorreferenciales. La digitalización conlleva la desaparición del “otro”. La formación de la opinión pública en las democracias convencionales exige el discurso y la comunicación plena, lo que a su vez presupone la existencia de interlocutores con los que poder contrastar las ideas en debate. Me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. En el discurso democrático es necesaria la imaginación, que me permite, «ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy», recoge el autor citando a Hanna Arendt. Solo la voz del otro presta a mi afirmación, a mi opinión, una cualidad discursiva. En la acción comunicativa cabe siempre, por definición, la posibilidad del cuestionamiento de mi propio discurso, de que el otro nos desvíe de nuestras propias convicciones. Sin la presencia del otro, que me escucha y puede replicarme, mi opinión no es discursiva, no es representativa, no es, pues, democrática, sino autista, doctrinaria y dogmática tal y como revela el narcisismo egotista de internet. 

No hay ya, pues, acción comunicativa en sentido estricto, nadie escucha porque, por un lado, las redes nos dan lo que les damos, esto es, a nosotros mismos. Opera el filtro burbuja: la muy copiosa cantidad de información que dejamos cada segundo en internet permite a los algoritmos (las máquinas pronosticadoras) crear un prototipo muy afinado de la personalidad de cada usuario y, en consecuencia, predecir cuáles van a ser sus opciones de futuro y ofrecer, por tanto, las alternativas de consumo, pero también las ideas y la información que se acomodan, supuestamente, a los deseos y la voluntad de ese “yo” digitalmente construido (o quizá revelado). Cuanto más tiempo paso en internet, más se llena mi filtro burbuja de información que me gusta, que refuerza mis creencias. Solo se me muestran aquellas visiones del mundo que están conformes con la mía. El filtro corta el paso a otras informaciones. De ese modo, el filtro burbuja me enreda en un «bucle del ego» permanente. El mundo se convierte así en un enjambre de egos ensimismados (el otro está en trance de desaparición), cada uno de los cuales muestra un horizonte de experiencias cada vez más limitado. Ello conduce a la desintegración de la esfera pública democrática, pues son precisamente las cuestiones que quedan fuera del interés individual inmediato las socialmente relevantes, las que constituyen la base y la razón de ser de la democracia

Pero, al decir del pensador surcoreano, no es sólo esta personalización algorítmica de la red lo que está provocando la actual crisis democrática. El fenómeno se da también fuera de internet, este auge del yo ciego y sordo a lo común, el autoadoctrinamiento y la autopropaganda tienen ya lugar offline. La verdadera comunicación, el intercambio discursivo propio de la democracia, presupone la existencia de una serie de presupuestos culturales o prácticas socialmente asimiladas que determinan prerreflexivamente la acción comunicativa. Y aquí comparece Habermas: Cuando hablantes y oyentes se comunican entre sí frente a frente sobre algo en un mundo, se mueven dentro del horizonte de su mundo vital común; este permanece entre los participantes como un fondo holístico intuitivamente conocido, aproblemático e integral. Ese fondo común, esas premisas objetivas, esas referencias compartidas, esa verdad aceptada siquiera por convención y acatada por la sociedad entera, están en trance de desaparición. Esa sociedad homogénea que comparte los mismos valores y tradiciones culturales, esa identidad común básica ya no existe. La globalización y la consiguiente hiperculturalización de la sociedad están ya disolviendo los contextos culturales y las tradiciones que nos anclan en un común mundo de la vida

No hay ya “verdad” compartida, pues las redes nos abocan a una “desfactificación” del mundo en la que los hechos son cuestionables pese a su evidencia (el caso de Trump, citado en el libro, es el paradigma de esos procesos). No hay ya identidad común, pues al no aceptarse un marco general de referencia, internet provoca el tribalismo identitario y segregador. La información ha dejado de ser un recurso para el conocimiento, para convertirse en un medio para el apuntalamiento de los sentimientos de identidad y pertenencia tribales (y de nuevo surge Trump como ejemplo revelador). Os dejo, como cierre a esta reseña, con un interesante fragmento en el que se desarrolla esta idea. 

Si la infocracia pone en riesgo la acción comunicativa, ella implica también la crisis de la racionalidad, asunto del que se ocupa el penúltimo capítulo del libro, Racionalidad digital. Lo racional lleva consigo la capacidad para expresar opiniones razonadas, para pensar y actuar eficazmente en el ámbito instrumental conforme a lo pensado. Dicha capacidad ha de ir acompañada de la posibilidad de aprender de los posibles fallos, lo que conlleva la refutación de las hipótesis erradas y la corrección del fracaso en las actuaciones. Es decir: razonamiento, argumentación reflexiva y aprendizaje. En un mundo como el actual, en el que la información que puede procesarse es tan vasta y compleja que la hace de imposible manejo para la racionalidad limitada de los individuos, el corolario inmediato es la falibilidad de las decisiones particulares, sobre todo si se comparan con la aparentemente irrefutable visión divina y global que proporcionan el big data y la inteligencia artificial. La “certeza” que deriva del procesamiento de millones de datos que permiten las modernas técnicas computacionales, hace obsoleto el razonamiento discursivo, basado en argumentar y convencer al otro, a la comunidad, formando opinión pública. ¿Argumentar “quién”, cuando la limitación natural del entendimiento humano finito, a todas luces insuficiente, no llega a utilizar -ni a conocer- siquiera la millonésima parte de la información que la inteligencia artificial puede manejar? ¿Convencer de qué, cuando la “verdad” se manifiesta de modo categórico en la indiscutible rotundidad de los datos, en la insuperable eficacia de los superordenadores, capaces de tomar decisiones más inteligentes, incluso más racionales, que los individuos humanos? A esta nueva forma de racionalidad que no necesita el discurso ni la comunicación, Byun-Chul Hang la llama racionalidad digital, subrayando la pretensión de sus defensores -los dataístas- de que puede ofrecer una verdadera comprensión del funcionamiento de la sociedad y tomar medidas para resolver nuestros problemas. En consecuencia, para el dataísmo imperante se puede prescindir por completo de la política, en tanto instrumento para la institucionalización y la resolución de los conflictos sociales. Los políticos serán entonces sustituidos por expertos e informáticos que administrarán la sociedad más allá de los principios ideológicos e independientemente de los intereses del poder. La política será sustituida por la gestión de sistemas basada en datos. La infocracia será así una posdemocracia digital en la que las decisiones socialmente relevantes se tomarán utilizando el big data y la inteligencia artificial. La idea del individuo libre que actúa de manera autónoma y decide en función de su razón y pensamiento, limitados, por definición, frente a la descomunal potencia de las máquinas, desaparece. Cuando la computación cuántica alcance sus ya hoy previsibles gigantescas dimensiones, se dispondrá de datos completos sobre el comportamiento de casi toda la humanidad —y, además, sin interrupción, por lo que la política y la gobernanza [serán] sustituidos [sic por el masculino] por la planificación, el control y el condicionamiento. El filósofo surcoreano alerta de la gravedad del proceso en marcha y señala, siguiendo a Shoshana Zuboff: Lo que aquí está en juego es la expectativa que cada ser humano abriga de ser dueño de su propia vida y autor de su propia experiencia. Lo que está en juego es la experiencia interior con la cual conformamos nuestra voluntad de querer y los espacios públicos en los que actuar de acuerdo con esa voluntad

Estas distorsiones patológicas que provoca la sociedad de la información están produciendo un nuevo nihilismo, caracterizado fundamentalmente por la crisis de la verdad, locución que da título al capítulo final del libro. El maremágnum de información que fluye por doquier desde fuentes individuales imposibles de controlar, acaba por provocar -como se ha señalado- la desinformación, la desaparición -o la irrelevancia- de las verdades comprobables, la desfactificación del mundo (no hay hechos objetivos, sustituidos por los hechos alternativos, realidades paralelas, sin correlato real, construidas a su antojo por quien emite la información), la disipación del mundo común que debiera servir de referencia última a nuestro comportamiento. La crisis de la verdad, señala el pensador surcoreano, se extiende cuando la sociedad se desintegra en agrupaciones o tribus entre las cuales ya no es posible ningún entendimiento, ninguna designación vinculante de las cosas. En la crisis de la verdad, se pierde el mundo común, incluso el lenguaje común. La verdad es un regulador social, una idea reguladora de la sociedad. Y desaparecida la verdad, sometida a la arbitraria interpretación de cada individuo o grupo, la democracia de tambalea. 

El poder siempre ha mentido, pero hasta la actual sociedad digitalizada, esa mentira consciente reconoce la existencia de la verdad, aunque la orille o la eluda para satisfacer sus intereses. Quien miente acepta la distinción entre verdad y mentira, aunque intente quebrar aquella con sus palabras o sus actos. Hoy, en cambio, el nuevo nihilismo al que se refiere Byung-Chul Han, es indiferente a la mentira y por tanto socava la distinción entre verdad y mentira y, en consecuencia, imposibilita la confianza en los hechos, en la realidad, en la verdad (La información se acompaña de una desconfianza básica. Cuantas más informaciones distintas recibimos, mayor es la desconfianza). La libertad de expresión se convierte, por tanto, en una farsa, en cuanto equivale a la libertad para que cualquiera emita su opinión personal, su impresión subjetiva -por arbitraria, infundada, absurda y ajena a los hechos objetivos que resulte- y, si obtiene una suficiente relevancia pública en el incontrolable ágora electrónica, se imponga como cierta (una libertad concedida a todo el mundo para decir cualquier cosa; de hecho, cualquier cosa que a uno le guste o que le beneficie. Se hacen sin el menor escrúpulo afirmaciones que ni siquiera guardan relación con los hechos). Así proliferan las teorías conspiracionistas, las mencionadas fake news, los discursos políticos nacidos de las emociones al margen de cualquier atisbo de razón. «I don’t trust books. They’re all fact, no heart», afirmó el presentador de televisión Stephen Colbert, que habría acuñado el neologismo truthiness, describiendo así este fenómeno que supone la definitiva postergación de la razón, de las ideas, de los libros, y su sustitución por el “corazón”, los afectos, las emociones, los likes

La verdad es la promesa de alcanzar un consenso razonable en lo que se dice, para lo cual hay que aceptar que la pretensión de validez de los propios argumentos debe soportar la prueba de su verificación fáctica, de su contrarréplica razonada, del contraste discursivo, del reconocimiento de la convención más o menos universalmente admitida. Si los planteamientos científicos, las resoluciones judiciales, los criterios de los expertos, las decisiones institucionales, los programas políticos, se impregnan de este relativismo estructural, situándose en el mismo plano que los disparates de cualquier ignorante advenedizo desinformado, esas “instancias” de validación de la verdad son ignoradas y pierden su eficacia. La crisis de la verdad es siempre una crisis de la sociedad. Sin la verdad, la sociedad se desintegra internamente. La infocracia, que al prescindir de la razón mercantiliza las relaciones humanas (no importa la verdad sino la “mercancía” que se quiere vender, se trate de bienes o ideas), sustituye a la democracia. 

En fin, no hay apenas tiempo para un comentario medianamente detallado de los otros dos libros, también magníficos, que he podido leer de Byung-Chul Han. Basten pues, dos muy sucintas síntesis. No-cosas, que publicó igualmente Turner en 2021, traducido también por Joaquín Chamorro Mielke, participa de este muy reconocible universo de Byung-Chul Han. Las “no-cosas” son objetos que no tienen una presencia física, pero que sin embargo tienen una gran importancia en nuestra vida cotidiana. El ejemplo paradigmático lo constituyen los datos. En la era digital en la que vivimos, los datos se han convertido en una especie de moneda de cambio. A cambio de información personal, como nuestro nombre, dirección de correo electrónico, gustos y preferencias, podemos acceder a servicios gratuitos en línea, como el correo electrónico, las redes sociales y las plataformas de vídeo. Sin embargo, a menudo no somos conscientes de que, al proporcionar nuestros datos, estamos creando una “no-cosa” que puede ser utilizada para fines que no siempre son transparentes o éticos. Cita el filósofo coreano, en la introducción al libro y como referencia y metáfora descriptiva de sus tesis, la novela La policía de la memoria, en la que la escritora japonesa Yoko Ogawa habla de una isla sin nombre. En ella, unos extraños sucesos intranquilizan a los habitantes de la isla. Inexplicablemente, desaparecen cosas luego irrecuperables. Cosas aromáticas, rutilantes, resplandecientes, maravillosas: lazos para el cabello, sombreros, perfumes, cascabeles, esmeraldas, sellos y hasta rosas y pájaros. Los habitantes ya no saben para qué servían todas estas cosas. La novela describe un régimen totalitario que elimina cosas y recuerdos de la sociedad con la ayuda de una policía de la memoria similar a la policía del pensamiento de Orwell. El libro de la japonesa, dice Byung-Chul Han, puede leerse en analogía con nuestra actualidad: también hoy desaparecen continuamente las cosas sin que nos demos cuenta. La inflación de cosas nos engaña haciéndonos creer lo contrario. A diferencia de la distopía de Yoko Ogawa, no vivimos en un régimen totalitario con una policía del pensamiento que despoja brutalmente a la gente de sus cosas y sus recuerdos. Es más bien nuestro frenesí de comunicación e información lo que hace que las cosas desaparezcan. La información, es decir, las no-cosas, se coloca delante de las cosas y las hace palidecer. No vivimos en un reino de violencia, sino en un reino de información que se hace pasar por libertad. En el mismo sentido, hoy el mundo se vacía de cosas (…) La digitalización desmaterializa y descorporeiza el mundo. También suprime los recuerdos. En lugar de guardar recuerdos, almacenamos inmensas cantidades de datos. Los medios digitales sustituyen así a la policía de la memoria, cuyo trabajo hacen de forma no violenta y sin mucho esfuerzo. Partiendo de estas premisas, el libro se adentra en interesantes cuestiones como la sobreproducción que inunda de objetos y estímulos nuestras vidas y, con ello, la hace perder significado y sentido; el carácter efímero de todo lo que nos rodea; la exigencia de rendimiento y productividad, realzada por la búsqueda constante, inducida por la tecnología, de emociones instantáneas y alicientes que provocan la satisfacción inmediata; la crítica a la inteligencia artificial, que nunca alcanza el nivel conceptual del saber, porque solo es capaz de proporcionar un conocimiento rudimentario. Se queda en las correlaciones y el reconocimiento de patrones, en los que, sin embargo, nada se comprende; la necesidad de recuperar la sustancia de la existencia a través de las cosas tangibles, de las cuales la gramola en la que centra sus reflexiones en el último capítulo del libro representa un atisbo de humilde esperanza: En el pasado, los japoneses solían despedirse de las cosas que habían tenido un uso personal durante mucho tiempo, como las gafas o los pinceles para escribir, con una ceremonia en el templo. Hoy, quizá sean pocas las cosas a las que daríamos una digna despedida. Ahora las cosas están casi muertas. No se utilizan, sino que se consumen. Solo el uso prolongado da un alma a las cosas. Solo las cosas queridas están animadas. Flaubert quiso ser enterrado con su tintero. Pero la gramola es demasiado grande para llevármela a la tumba. Mi gramola es, creo, tan vieja como yo. Pero seguro que me sobrevivirá. Hay algo que consuela en este pensamiento… 

El agotamiento del ser humano, la constante demanda de rendimiento, la falta de tiempo para la reflexión y la contemplación, la permanente obligación de estar constantemente ocupados y disponibles que nos imponemos a nosotros mismos, la autoexplotación y la consunción emocional, la actividad incesante y el inclemente grado de exigencia al que nos sometemos, la búsqueda desaforada de positividad y superación personal, nos impiden encontrar un sentido de satisfacción duradera y de bienestar, produciendo en nosotros altos niveles de estrés, ansiedad y depresión. He ahí, de modo muy resumido, la tesis principal de La sociedad del cansancio, cuya tercera edición ha visto la luz en Herder Editorial en 2022, en traducción de Arantzatzu Saratxaga Arregi y Alberto Ciria. 

Vivimos agotados, exigidos por el imperioso mandato del éxito y de la felicidad, del reconocimiento y las desaforadas expectativas vitales, extenuados por el constante bombardeo de información y la necesidad de estar siempre conectados, exhaustos por la falta de tiempo, consumidos por la urgencia, por la comunicación constante, por la dependencia de las redes sociales y las aplicaciones de mensajería, por la hiperconexión, ansiosos en nuestra soledad no buscada. En esta tiránica “sociedad del cansancio” no hay tiempo para la reflexión, el descanso y el autocuidado. Byung-Chul Han propone que repensemos nuestra relación con el tiempo, el trabajo y la comunicación, que resistamos la presión del rendimiento constante y busquemos un equilibrio saludable entre la actividad y el descanso, potenciando las relaciones personales, la contemplación, la salud, el equilibrio y el bienestar emocional. 

No cabe prolongar más esta reseña ya demasiado extensa. Os dejo con el fragmento de Infocracia anteriormente mencionado, con un tema, Wonderful world, de Sam Cooke, citado en No-cosas, que sirve como complemento musical a mi comentario, y con la recomendación entusiasta de que os lancéis a la lectura de la muy estimulante obra de Byun-Chul Han. 

En la acción comunicativa, cada participante supone la validez de sus convicciones. Si no es aceptada por otros, se abre un debate discursivo. Este es un acto comunicativo que intenta llegar a un entendimiento entre las diferentes pretensiones de validez. En él se emplean argumentos destinados a justificar o rechazar las pretensiones de validez. La racionalidad inherente al discurso se denomina racionalidad comunicativa

La pretensión de validez de las tribus digitales como colectivos identitarios no es discursiva, sino absoluta, porque carece de racionalidad comunicativa. En esta se dan ciertas reglas. Respecto a la opinión expresada, presupone tanto la capacidad de criticar como la de justificar: «Una afirmación cumple con el requisito previo de la racionalidad si, y solo si, se funda en un conocimiento falible, si hace, por tanto, referencia al mundo objetivo, es decir, a hechos, y es compatible con un juicio objetivo». En el universo posfactual de las tribus digitales, un enunciado ya no hace referencia alguna a hechos. Prescinde así de toda racionalidad. No es criticable ni está obligado a justificar lo que sostiene. Sin embargo, los que lo respaldan reafirman su sentimiento de pertenencia. El discurso es así sustituido de este modo por la creencia y la adhesión. Fuera del territorio tribal solo hay enemigos, otros a los que combatir. El tribalismo actual, que puede observarse no solo en las políticas identitarias de derechas, sino también en las de izquierdas, divide y polariza a la sociedad. Convierte la identidad en un escudo o fortaleza que rechaza cualquier alteridad. La progresiva tribalización de la sociedad pone en peligro la democracia. Conduce a una dictadura tribalista de opinión e identidad que carece de toda racionalidad comunicativa. 

La comunicación actual es cada vez menos discursiva, puesto que pierde cada vez más la dimensión del otro. La sociedad se está desintegrando en irreconciliables identidades sin alteridad. En lugar de discurso, tenemos una guerra de identidades. La sociedad pierde así lo que tiene en común, incluso su sentido comunitario. Ya no nos escuchamos. Escuchar es un acto político en la medida en que integra a las personas en una comunidad y las capacita para el discurso. Crea un «nosotros». La democracia es una comunidad de oyentes. La comunicación digital como comunicación sin comunidad destruye la política basada en escuchar. Entonces solo nos escuchamos a nosotros mismos. Eso sería el fin de la acción comunicativa.
 
Videoconferencia 
Byung-Chul Han. Infocracia

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