Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de junio de 2023

AZAHARA ALONSO. GOZO; YUN SUN LIMET. SOBRE EL SENTIDO DE LA VIDA EN GENERAL Y DEL TRABAJO EN PARTICULAR

Hola, buenas tardes. Un miércoles más, Todos los libros un libro os ofrece, desde Radio Universidad de Salamanca, una nueva recomendación de lectura. Una sugerencia que esta semana, como tantas otras veces, se presenta en plural, pues en estas últimas entregas del espacio previas a las vacaciones veraniegas estoy multiplicando mi “oferta” proponiéndoos muchas y muy variadas lecturas que puedan, por un lado, satisfacer a oyentes de gustos muy diversos y, por otro, aportar abundante “combustible” literario para quien, libre de ocupaciones en esas semanas estivales, en las que el ocio y el descanso colman nuestros días, quiera entregarse con fruición al disfrute de los libros. 

En concreto, esta tarde serán dos las obras de las que quiero hablaros o, más exactamente, una principal y una suerte de corolario que nace de ella. Y es que no es infrecuente, antes al contrario, que un libro lleve a otro libro; la lectura contagia, abre ventanas, se ramifica, exige profundizar en otras vías paralelas o complementarias; la lectura inquieta, pide atención, nos hace indagar, despierta conexiones insospechadas, induce a la curiosidad, impele al conocimiento, a saber más, a agotar un determinado tema, a recorrer otros caminos a los que un determinado libro alude, apunta apenas, sugiere o evoca o inspira o extiende su dominio, en un proceso interminable aunque gozoso que nos lleva a un recorrido lector arborescente, casi infinito, cruzado por suculentos frutos que son semilla, a su vez, de nuevas búsquedas, de nuevos estímulos lectores, de nuevos territorios por explorar, de nuevos descubrimientos. Así ocurre en el caso del título que esta tarde ocupa el lugar principal del espacio, un libro excelente, de gran interés, singular y muy original que incluye en su seno, como luego veremos, un gran número de referencias a otras obras literarias, musicales, culturales en torno a los temas que constituyen su objeto central, gran parte de las cuales “reclaman” del lector que continúe ahondando en ellas, enlazando un libro tras otro en una suerte de “mil y una noches” librescas. Se trata de Gozo, el, a mi juicio, excepcional debut en la narrativa (es autora de un poemario y una recopilación de aforismos previos a este libro) de Azahara Alonso, jovencísima escritora asturiana -nació en 1988-, que publicó Siruela hace unos meses, en este mismo 2023. 

Como ocurre tantas otras veces en Todos los libros un libro, estamos ante una obra inclasificable, de difícil adscripción genérica, una mezcla de diario, ensayo, crónica y libro de viajes (en este sentido, el libro guarda ciertas concomitancias con Cuadernos perdidos de Japón, de Patricia Almarcegui, que yo presenté aquí en los primeros días de 2022), en la que su autora nos cuenta su experiencia personal a principios de la década de 2010 en la isla de Gozo -el título es, pues, polisémico-, una de las veintiuna islas del archipiélago maltés, situada al sur de Sicilia y al este de Túnez, un lugar entonces no demasiado conocido, hoy infestado por el turismo que ya entonces empezaba a despuntar, en el que recala, con el dinero de una beca para aprender inglés -destinado a cubrir un mes de su estancia pero que yo quería que durase al menos un año, como escribe- acompañada de su pareja -un J. de muy apagada y lateral presencia en su relato- y provista de una maleta, una mochila y varias capas de lo puesto.
Ya en las primeras páginas conocemos las razones, más allá de la excusa de la ayuda económica, que la llevaron al viaje: fui a la isla porque había terminado de estudiar [Alonso es licenciada en Filosofía] y solo sabía lo que no quería hacer. Un motivo confesado aún con más nitidez en este largo fragmento que, no obstante su extensión, quiero ofreceros pues resulta altamente revelador del espíritu que guía el libro y encierra además, en germen, lo esencial de su planteamiento: 

En aquella época, a principios de la década de 2010, muchos jóvenes nos íbamos una temporada con un ordenador portátil y el poco dinero del que disponíamos. La tasa de desempleo era sonrojante, y pensábamos que una estancia en el extranjero facilitaría las cosas a nuestra vuelta. Tampoco parecía mala idea bajar el ritmo. Era algo que había oído al acabar el bachillerato, el tiempo libre más largo de mi vida hasta entonces: «¿Por qué no te tomas unos meses para aprender a conducir, para leer, para pensar, para saber qué quieres hacer en el futuro?». Pues porque no entra en la cabeza de nadie, decía yo ciegamente. Hay unas obligaciones ineludibles, también las de la reputación, y cómo va una a permitir que la consideren holgazana o maleante durante un año. Las cosas se hacen todas apretadas, con prisa y pasándolo un poco mal o no se hacen. Y así fue hasta que decidí mudarme allí, y también después, al volver, porque la isla es un paréntesis de tierra firme. 

Gozo da cuenta de esa estancia, que acabará por ser de un año, en la pequeña isla mediterránea (con un tamaño similar al de una de las provincias más pequeñas de España y una población de un tercio de la que tiene la ciudad grande [así se denomina a ¿Madrid? a lo largo del libro]), en una narración que, desde mi punto de vista, resulta sobresaliente por tres razones principales. En primer lugar, la estructura miscelánea, hecha de retazos, de piezas mínimas, de recortes, que acaban por fraguar en un todo coherente. Cita Alonso, a este respecto, en un texto para la sección making of de la revista Zenda, una de las líneas de la letra de Voodoo child, la legendaria canción de Jimi Hendrix: I pick up all pieces and make an island (recojo todas las piezas y hago una isla), en metáfora muy pertinente. En este sentido, Gozo es un relato fragmentario, construido a partir de decenas de muy breves epígrafes, capítulos muy cortos que incluyen digresiones, notas, reflexiones varias, observaciones al paso, divagaciones, descripciones del entorno de la isla, sucintas semblanzas de algunos de sus pobladores, apuntes sobre la historia del lugar, anécdotas e impresiones de la vida cotidiana, y también ideas, pensamientos y consideraciones, tanto de naturaleza introspectiva, centrados en sus vivencias personales, en su propia identidad y en su particular trayectoria vital, como -en lo que supone la dimensión más “ensayística” de la obra- de un carácter más genérico, abstracto, filosófico, con anotaciones relativas al valor del trabajo en nuestras apresuradas sociedades, al ocio y la ocupación del tiempo, al turismo y el viaje, y a otros tantos temas adyacentes. 

Sobre todas estas cuestiones, Alonso, que escribe “en femenino”, no pretende levantar un ensayo teórico, ni construir un cuerpo coherente y cerrado de pensamiento, sino que va presentando sus experiencias y argumentaciones en un discurso heterogéneo y plural, saltando de un tema a otro entre las muy abundantes y ya referidas menciones a libros, escritores, filósofos y ensayistas. El libro está salpicado así de citas de Georges Perec, Roland Barthes, Derrida, Maurice Blanchot, Séneca, Gil de Biedma, Yun Sun Limet, Susan Sontag, Paul Lafargue, Peter Handke, Carmen Martín Gaite, Richard Larson, Annie Ernaux, Bertrand Russell, Virginie Despentes, Chantal Maillard, Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Luis Buñuel, Dean MacCannell, Marc Augé, Le Corbusier, John Ashbery, Bob Black, William Faulkner, Lewis Hyde o Thomas Bernhard, en una muestra muy reveladora de la enorme variedad de influencias y lecturas que acaban por desembocar en el libro que tenemos entre manos. Otro tanto ocurre con la música, con significativas “apariciones” de temas como el Love her madly de The Doors, el imperecedero Je t’aime, moi non plus de Jane Birkin, el clásico American woman de los canadienses The Guess Who, el Nowhere to run de Martha & The Vandellas, que suena, asociado a un personaje, la excéntrica Eileen, de una cierta relevancia en el relato, o el Since I've been loving you, de Led Zeppelin. 

En segundo lugar, me ha resultado altamente estimulante la vertiente viajera del libro, con la presentación de la realidad de Gozo y del pequeño pueblo en el que se desenvuelve la estadía de su autora. El poderoso magnetismo del sol y del mar azul, la atracción de la vida retirada, sencilla, inocente y primordial, la fascinación que provocan los encuentros con desconocidos, la exploración de lugares muchas veces ni siquiera imaginados, los muchos encantos (El archipiélago es casi un paraíso no solamente geográfico, sino también de bienestar cotidiano) que se ofrecen a la mirada de un viajero capaz de detenerse y degustar con calma y sin apresurados agobios los múltiples alicientes de un mundo desconocido, que encierra un descubrimiento en cada nimio detalle cotidiano, despiertan en el lector un ansia por cambiar de vida, por alejar la rutina, por explorar nuevos horizontes, nuevos paisajes, nuevas gentes, nuevas aventuras, en una experiencia lectora que aviva el entusiasmo y la exaltación, la intensidad y el deseo, la apasionada búsqueda de excitación, de arrebato, de belleza. 

Uno acompaña extasiado a la narradora en su recorrido por la isla, que nos cuenta en observaciones rezumantes de “color local”. Ya desde la llegada, primero en avión y luego en barco desde la isla principal, hay algún apunte de esta índole (Durante una parte del giro en el aterrizaje veía tierra, pequeños cúmulos de luces, algunas de colores. Eran pueblos de la isla grande, organizados en torno a iglesias, y en una de ellas, la más colorida, con decenas de bombillas verdes, amarillas, rojas y azules, celebraban una de las últimas fiestas de la temporada). Y a partir de ese descubrimiento inicial se suceden las anotaciones que dan cuenta de aquel entorno insular y de la vida en él. La gratuidad del acceso en barco, siendo obligatorio el pago, en cambio, por salir de la isla (La metáfora es muy fácil, apostillará); el contacto “inaugural” con los lugareños, en particular con Ronnie, el taxista, que nos llevó en su viejísimo taxi, una belleza un tanto estropeada; las dificultades para la relación con los nativos (nunca estrechamos demasiado los lazos durante mi estancia); las peripecias para encontrar alojamiento tras huir despavoridos del lóbrego apartamento originariamente concertado, infestado de gusanos y cucarachas (Y así fue como nos encontramos en la calle, en una isla diminuta en medio del Mediterráneo con dos maletas, dos mochilas y dos cajas de cartón llenas de todos los tipos posibles de pasta italiana); la posterior aventura del alquiler; el encuentro salvífico con Frances y Joe, que acabarían por ser sus amables caseros, dueños del ático que sería su hogar durante su estancia; la belleza de la casa, con enormes ventanales que se abrían a dos terrazas, orientadas respectivamente a este y a oeste. Desde una se veía la Ciudadela y el mar; desde la otra, las huertas vecinas; lo cercano y familiar de la vida en el pueblo, de lo que es muestra la siguiente afirmación: gracias a la simpatía de los carteros, en Navidad varios envíos nos llegaron con la indicación «El ático que está sobre el supermercado de la isla»; las peculiaridades de las costumbres locales, tan marcadas por la influencia británica -la conducción por la izquierda, las pintas de cerveza, los buzones y las cabinas telefónicas característicamente rojos-; lo enrevesado del idioma local (hablan un idioma rarísimo, entre el árabe, el inglés y el italiano), con una gramática, ligada al árabe, muy compleja; los detalles de la geografía urbana y rural; el sonido de las omnipresentes campanas de las trescientas sesenta y cinco iglesias y capillas que pueblan la isla (Everyday there is somewhere different to pray, como dicen los isleños); el carácter laberíntico de una isla sin embargo limitada, abarcable y de camino fácil (en una hipotética tarde, confiesa la narradora, podría recorrerla de norte a sur, casi de este a oeste); los enclaves turísticos: Il-Fanal ta’ Gordan, el faro de mediados del siglo XIX, la Azure Window, la gigantesca formación rocosa, que se levantaba sobre el mar y que en 2017, años después de la estancia de Azahara Alonso, se vendría abajo como consecuencia de una tormenta; las notas del pasado histórico maltés, Malta como lugar estratégico en el Mediterráneo, como enorme Enfermería en la Segunda Guerra Mundial (el sanatorio improvisado en el que los soldados heridos iban a recuperarse), el insoportable auge turístico actual, su nueva condición de parque de atracciones del viejo continente, su economía basada, en gran parte, en el juego y las apuestas (sabremos así que Malta es el país pionero en la regulación del juego online, con un auge desmesurado de la concesión de licencias para su desarrollo, con todas las grandes empresas del sector instaladas en la isla.) 

En esta vertiente del libro queda constancia, también, de los encuentros, las gentes (aunque el contacto estrecho con los isleños es casi imposible, y siempre será consciente de su carácter de forastera), las elocuentes pinceladas sobre la cotidianidad local: el repartidor de fruta que se allega a la casa para ofrecer unos jugosos melocotones -Do you like peaches?- (los melocotones serán el motivo que la editorial elegirá como imagen de la portada del libro), las compras en los mercadillos, fresas, granadas, limones, pomelos, naranjas e higos (Estábamos saboreando la isla a través de su huerta), la mujer que sostiene por la cola un pescado, el señor que aparece por sorpresa desde la altura de una cabina de teléfono y que saluda afable, el barrendero rasta (¡Hey, miradme, soy el Bob Marley isleño!), los dueños de las barcas que la llevan a los islotes, que abandonan su profesión original de pescadores a causa de la mayor rentabilidad del turismo, un gato atropellado cuyo cadáver se perpetúa en la calzada, las cucarachas que patalean bocarriba en las aceras, las llaves de las casas puestas por fuera, las puertas siempre abiertas, las apacibles horas de la vida ociosa, el desayuno somero y reposado -el té, los higos, el pan y el queso-, la mañanera contemplación del mar y el faro desde las amplias ventanas (A nadie le extrañaba que pudiese pasarme un tercio del día mirando el mar cuando lo tenía cerca), las tareas de intendencia, la lectura, el contacto con “el mundo” a través del ordenador, el almuerzo preparado en la terraza, los lentos paseos por la muy limitada isla, buscando lugares escondidos, la vuelta a casa con la noche ya acechando, la compra de un par de pastizzi que, acompañados de una ensalada, solucionarán la cena, de nuevo los libros, las nocturnas ráfagas de luz del faro, las persistentes campanas, el sueño plácido. 

Pero, pese a lo atrayente del panorama que describe (lo más parecido a la encarnación del paraíso), Alonso no es complaciente ni mitifica su experiencia, no idealiza ni ahorra los detalles menos confortables de la realidad de la que da cuenta: la progresiva invasión de las cadenas de hamburguesas, la comida aceitosa despachada en los restaurantes sobre ruedas -una afrenta a la dieta mediterránea- en unos puestecitos desperdigados por carreteras, playas y aparcamientos, humo y fritanga, la fumata blanca del país más obeso de Europa, las playas atiborradas de turistas británicos “a la Benidorm”, la agobiante capital de tráfico imposible -apesta a gasolina y humo-, las horrendas atracciones turísticas masivas, homogéneas, indistinguibles de las que afloran en medio mundo, como el Popeye’s Village, la reproducción del pueblo del personaje de los dibujos animados; la imposible búsqueda de empleo -las limitaciones económicas la llevan a tener que trabajar-, punteada, como en todas partes, de ofertas precarias, sueldos miserables, jornadas extenuantes, condiciones indignas. 

Y es en este dominio, el del desaforado y depredador turismo y el del oprimente trabajo, en el que se muestra el tercer gran aliciente del libro. Gozo resulta un texto muy sugestivo también -y sobre todo- por cuanto provoca el interés y la reflexión en quien lo lee -o los acentúa, si es que ya existían antes, como es mi caso- acerca de uno de los temas sustanciales de este muy acelerado primer cuarto de siglo (¡y lo que se avecina!), marcado por la productividad, las prisas, la ansiedad que deriva de nuestra febril hiperconectividad, la enajenación de unas vidas entregadas a trabajos tan a menudo alienantes, la depresión, la insatisfacción y el alocado discurrir de white rabbits en que convertimos nuestro paso por el mundo. 

El desencadenante de este eje más “filosófico” del libro es la pregunta que otros -y ella misma- se hacen sobre el sentido de su estancia en Gozo: ¿era una pausa, un paréntesis?, ¿era una huida?, ¿unas vacaciones?, ¿una búsqueda de identidad personal?, ¿un intento genuino de construir otro tipo de vida alejado del convencional? En la isla flotaba entonces sobre los días una pregunta: ¿a qué quería dedicarme?, escribe, apuntando al detonante último de su experiencia viajera. A partir de ahí, el libro encadena reflexiones variadas sobre diversos temas relacionados con el principal: el valor del trabajo en nuestras sociedades; las extensas y muchas veces absurdas jornadas laborales (Cuatro horas de trabajo presencial, dos horas de desplazamientos, seis en casa -artículos, correcciones, preparación de clases, aulas online, emails, lectura- y un par más de compras, cocina y prisas de cualquier tipo antes de dormir, sin olvidar la meditación que, además de relajarme, me haría ser más productiva al día siguiente); la irritación y la inquietud, el abatimiento y la angustia, los desequilibrios y el decaimiento que a menudo acompañan nuestra desorbitada consagración al trabajo (Algunos buscan el sentido de la vida en el trabajo y lo encuentran. Creo que es porque hay un acuerdo tácito: casi todo el mundo piensa que una de las cosas más importantes es sentirse útil, por eso la humanidad se reproduce, por eso las personas se obligan a ejercer profesiones que les llenen y aporten algo a la sociedad, por eso caen por estrés en una depresión nerviosa y encuentran la salida volcándose en la causa que allí les llevó. Es nuestra enfermedad, pero como la tenemos todos, apenas reparamos en ella); el sometimiento del “núcleo central” de nuestras vidas a los designios y los propósitos ajenos (aquellas personas, aunque con gesto amigable y la mayor ecuanimidad de la que eran capaces en su cargo, decidían mis horarios, mis días libres, mis posibilidades de movimiento); la entrega, en el compromiso laboral, no solo del tiempo de trabajo sino de la disponibilidad íntegra de nuestra persona, de nuestra “alma” entera («Los trabajadores ya no existen. Existe su tiempo», escribe Franco Berardi. Por ese tiempo nos pagan. Ya no entregamos solo nuestra mano de obra: si somos buenas trabajadoras, hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad); la lastimosa precariedad de las ocupaciones juveniles (breves empleos, sueldos míseros y becas a cambio de tiempo libre (libre de verdad) para nosotros); el tiempo que, por causa del trabajo, se dilapida en actividades insatisfactorias, muertas en su condición de mero tránsito, de intervalos, de paréntesis carentes de significación (quien utiliza el transporte público para ir al trabajo a diario invierte en ello uno o dos años de su vida); la insensata carrera en pos del progreso a cualquier precio (no siempre hemos vivido deseando más de lo que podemos permitirnos, y no hablo de querer ser mejores o tener más amistades, por ejemplo, sino del ansia acumulativa de cosas, de experiencias, de todo lo que media el dinero), observable también entre los habitantes del “paraíso” maltés, dispuestos a soportar el cambio en su apacible estilo de vida por el turismo, por los puestos de trabajo que genera (el encanto de esta isla reside en la dificultad para entrar y salir de ella. No todos sus habitantes piensan lo mismo, y han empezado a ansiar una idea de progreso tan rápida y peligrosa como las habituales); el afán de riquezas materiales y el ansia de dinero que guían a las sociedades capitalistas (y frente a ello la reflexión de Faulkner recogida en el libro: El dinero no me interesa tanto como para salir corriendo a ganarlo. A mí me parece que se trabaja demasiado en el mundo, lo cual es una pena. Una de las cosas más tristes es que lo único que puede hacer un hombre durante ocho horas al día, un día tras otro, es trabajar. No se puede comer, beber o hacer el amor durante ocho horas al día); el generalizado rechazo a la ociosidad, y su corolario, el descanso teñido de laboriosidad productiva (se trataría de desaprender una orden, la que dicta que «nuestro ocio es para consumir o (…) tiene que ser productivo». Porque es cierto: el consumo vacacional —con su aparente lujo, su pompa cutre, con el espejismo de otro modo de vida, aunque se parezca tanto a este— es una versión más del trabajo); las vacaciones como recuperación a la postre fallida de los días de la infancia (Cuando me pregunto por qué solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo (…) Y es reconquista también porque su antecedente está en la infancia. En ella aprendí a tener apetencias no domesticadas, a cultivar el capricho de invertir un día completo en cosas inútiles); los horrores del turismo, sus contradicciones estructurales (una de las paradojas del turismo contemporáneo: el anhelo compartido y ya imposible de ir a un lugar desierto), sus itinerarios “obligatorios”, la artificiosidad de sus rituales (Xiapu es un pueblo al sur de China que se ha reinventado como decorado para que los visitantes hagan allí fotos y las compartan a través de Instagram, el evangelio virtual que predica su mensaje y calcina el bendito mundo desconocido), los espacios inertes, vacíos, desprovistos de sentido, los “no lugares”, en locución acuñada, ya en 1990, por Marc Augé, que el fenómeno genera: aeropuertos, estaciones de ferrocarril, salas de espera, zonas de tránsito (El usuario mantiene con estos no lugares una relación contractual establecida por el billete de tren o de avión y no tiene en ellos más personalidad que la documentada en su tarjeta de identidad); las absurdas listas de “lo que hay que ver” (el turista tiene carácter de conquistador, pero solo fuera de horario (no ve nada reseñable en su rutina, nada fotografiable en su ciudad, para la que está cegado). El turista es un trabajador ejerciendo su labor de días libres); la perentoria, casi patológica servidumbre fotográfica que conlleva (Las quinientas fotos del fin de semana de escapada romántica, las casi indistinguibles mil doscientas que suma una pandilla tras el viaje a un paraíso de catálogo); la imposibilidad del viaje auténtico, sin planes, sin reloj, sin objetivo, un lento y fecundo deambular carente de propósito expreso; el ansiógeno deseo de estar permanentemente en otra parte, noble y vivificante, en principio, pero fuente en último término de zozobra e inquietud; los rituales de la cotidianidad en nuestras vidas dominadas por la exigencia de lo eficiente, lo provechoso, lo lucrativo; las compras y los supermercados diseñados para “optimizar” el tiempo; la imposición de hábitos compulsivos, el constante “tener que”; las prisas; la espera (Cuando nuestro día viene marcado por la jornada de trabajo, en esas ocho horas sobrantes, las horas «para lo que queramos», hay un tiempo que inevitablemente debemos destinar a la espera. En la cola de una tienda, en la de la consulta médica, en la del tren); las colas (Parece la condena de la civilización, pero hacer cola es también un rito, una forma de la democracia, el espacio de espera por antonomasia). 

Y por entre tanto frenesí, el libro nos habla también de la necesidad de desconectar, de no hacer, de entregarnos a lo inútil (quiero que todos mis días sean libres) y de la extremada dificultad que supone el poder llevar a cabo tales atrevidos propósitos (Pocas cosas cuestan tanto como no hacer nada en este mundo obsesionado con ser productivo); del poco reconocido encanto de las rutinas, del acomodo a lo conocido y confortable, sin la búsqueda desaforada de novedades, de estímulos, de “experiencias” y sin la connotación de huida que ello supone (yo solía pensar que la rutina es una de las peores imposiciones, pero no tiene por qué resultar tan inconveniente. Puede haber un ritmo —de vida o de trabajo— que nos enseñe, dentro de lo mismo, a descubrir las variaciones, a manejar los tiempos mientras interpretamos y perfeccionamos la pieza de nuestra obligación de ser. Es la virtud de la repetición); del auténtico y primordial sentido de la existencia, la “buena vida” (en inglés la pregunta es preciosa: «Are you living for good?»); de la posibilidad de “ser uno mismo” (Disponer o no disponer de una misma, esa es la cuestión); de los días de la infancia, ese paraíso perdido; de los años sabáticos (como cierre a esta reseña os dejo un estimulante decálogo sobre esta “práctica” que Alonso incorpora a su texto); de la desposesión como horizonte deseable; de, en suma, la plena entrega a los escasos y sencillos placeres cotidianos como rebeldía frente a la inflexible dictadura de la productividad: remolonear con tu pareja al despertarte (…) en el fondo está el gesto o un deseo: apagar la alarma y sentir sin prisa el tacto, el calor del otro, olvidar el tren que Sísifo pierde

Y todo ello, la exposición de tan acuciantes asuntos, aparece trufado de referencias y citas históricas, literarias, ensayísticas: la demografía durante la Revolución industrial, influida por las duras condiciones laborales (la clase obrera (…) no podía prácticamente reproducirse, porque cada persona trabajaba más de catorce horas diarias y la esperanza de vida era de unos cuarenta años); las luchas obreras por la jornada de ocho horas y su reivindicación en 1866 por la Asociación Internacional de los Trabajadores; el alegato de Paul Lafargue, yerno de Marx, contra el trabajo en su transgresor El derecho a la pereza (Es preciso que [el proletariado] retorne a sus instintos naturales; que proclame los “Derechos de la pereza”, un millón de veces más nobles y sagrados que los tísicos “Derechos del hombre”); la también beligerante postura de Bertrand Russell en pro del abandono del yugo del trabajo en las sociedades industriales y [de] una defensa de la pereza, pese a que, contradictorio, defendía igualmente que la ociosidad es la madre de todos los vicios; el rechazo al turismo de Luis Buñuel: Nunca he viajado por placer. Esa afición por el turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me atan los recuerdos; las Recetas contra la prisa, un texto de 1960 de Carmen Martín Gaite que incluye esta atinada y muy anticipadora observación: Tiene uno prisa, la tiene siempre, metida en el organismo, donde se ha ido incubando como una enfermedad. […] Tanto es así que al tiempo de pensar se le suele llamar perder el tiempo, porque el ser humano se ha hecho esclavo de la prisa y siente como inerte y sin consistencia todo lo que no lleva su marca angustiosa; el conocido poema de Gil de Biedma (En un viejo país ineficiente,/algo así como España entre dos guerras/civiles, en un pueblo junto al mar,/poseer una casa y poca hacienda /y memoria ninguna. No leer,/no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,/y vivir como un noble arruinado/entre las ruinas de mi inteligencia); las atrevidas declaraciones de Bob Black en su muy radical libro La abolición del trabajo: Nadie debería trabajar jamás (…) el trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función de él. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar.

¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él? Estas preguntas esenciales, que nuclean la propuesta de Azahara Alonso, aparecen transcritas, así, en su literalidad, de un libro de la escritora Yun Sun Limet. Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular se publicó en Francia en 2014 y apareció en nuestro país en Errata Naturae, en el año 2016 en traducción de Sara Álvarez Pérez. Su mención en el texto de Gozo despertó mi interés, razón por la que, una vez leído, y confirmados sus muchos alicientes de una obra de difícil catalogación, me decido recomendarlo aquí como cierre -ya breve- a mi reseña de esta tarde. 

Limet, nacida en Seúl en 1968, de nacionalidad belga y residente habitual en París, es una creadora multidisciplinar, podríamos decir. La nota biográfica que ofrece su editorial española nos habla de sus estudios de cinematografía, de su doctorado en la Universidad París VIII, de su actividad docente, de su trabajo en el mundo de la edición, de sus varias novelas, ensayos y artículos. Discípula y amiga del filósofo francés Jacques Derrida, el recuerdo de la última conversación con su maestro, ya mortalmente enfermo de cáncer y a pocos meses de su fallecimiento, acudirá a su mente cuando ella misma es diagnosticada de una enfermedad “denominada evolutiva” y por tanto de, también, funesto pronóstico. El tratamiento y la larga y tediosa estancia en el hospital que supone, la llevan a reflexionar en esas jornadas interminables y anhelantes sobre el sentido de su vida (He pensado mucho en las grandes etapas de mi existencia durante estos últimos días). La vida “extramuros” sigue (Desde la ventana de mi habitación de hospital puedo ver los edificios de viviendas del barrio. Balcones repletos de flores, terrazas con mesitas. Por la noche, los apartamentos se iluminan. Se percibe el movimiento en su interior, hay siluetas que pasan. La vida está ahí. Bien cerca. Casi al alcance de la mano) y, en su interior, ella se pregunta acerca de sus logros vitales (sé que he perseguido un objetivo sin alcanzarlo en realidad del todo, pero ¿acaso alguna vez se alcanza? Ser libre); indaga en ese deseo de libertad, de poder vivir según elecciones que le dan sentido a esta vida; analiza la contradicción flagrante que supone el que para conseguir satisfacer esa noble aspiración, para poder ganarse la vida con un trabajo que responda a un deseo personal y esencial, uno deba hacer carrera, perderse, sacrificar su tiempo, su libertad, precisamente, olvidando quizá de paso los objetivos que se había marcado en la vida; comprueba que pasamos más tiempo de nuestra vida con personas que no nos importan nada, o bastante poco, que no hemos elegido, que el sistema nos impone, que con aquellos que amamos, gracias a los cuales nuestra vida tiene sentido. Pienso en esa jefa de prensa de una importante editorial que un día descubre que su hija anda. La niñera le revela que, de hecho, hace ya varios días. Se ha perdido los primeros pasos de su hija. Fue la niñera quien asistió a ese momento tan importante, tan feliz. Momento del que se ha visto privada a causa de su trabajo. Y el cabreo se hace incontrolable. Y, entonces, las tres preguntas fundamentales, el eje central de su muy singular ensayo: ¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él? 

Porque Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular es, en efecto, una suerte de ensayo, aunque muy particular. Limet transcribe, presentándolos bajo la rúbrica de “Cartas” -estaríamos también, pues, ante un texto epistolar-, los treinta y nueve correos electrónicos que, sin fechar, aunque incluyendo la dirección de sus destinatarios, escribe a tres amigos, Rose, Grégoire y Madeleine, dándoles cuenta de su situación personal y de los avances de su terapia, de sus especulaciones en torno al sentido del trabajo en nuestras sociedades y de las notas sueltas que lleva tomando desde hace tiempo sobre el valor del trabajo en la historia del hombre, desde la Antigüedad clásica -en la que sobresale el influjo y la obra de Séneca- pasando por la Edad Media y la Revolución industrial hasta llegar a nuestros días. 

Así, el libro está atravesado por infinidad de “influjos”, digresiones y cavilaciones muy sugestivos sobre estos tres ejes, que, imbricándose entre sí, recogen menciones -en enumeración heteróclita- a la maldición divina con la que se castiga a Adán y Eva por su pecado original; a las series fotográficas de Lewis Hine a principios del siglo XX, centradas en el trabajo infantil; a las canciones de Jacques Brel (los metros “llenos de ahogados” en Voir un ami pleurer) y de Georges Brassens (“pobres miserables que cavan la tierra, cavan el tiempo”, en Pauvre Martin); a las actividades laborales en el Neolítico o Mesopotamia; a los cómics de Astérix y las anacrónicas huelgas de los obreros de las pirámides en la estancia en Egipto del personaje; a la siniestra ambigüedad de la expresión “Recursos Humanos”; al situacionismo de Guy Débord y su ser libre solo; a la necesidad de “vivir cada instante”; el contradictorio valor del ocio (Mediante un curioso retorno del movimiento pendular, el otium contemporáneo se convierte en el trabajo manual antaño despreciado por los romanos. El ocio que ofrecen las tiendas de jardinería abiertas los domingos); al valor de lo sagrado en nuestros tiempos descreídos, en los que, sin embargo, el trabajo se ha convertido en la religión dominante; al trabajo como redención en la época medieval, como modo de limpiar la “mancha” primigenia; al rechazo de la ociosidad y la entronización del “time is money” de Benjamin Franklin; al ansia por la productividad; a la casi siempre fugaz convivencia con las compañeras de habitación en el hospital; a la enfermedad y a la muerte; a la nostalgia por la salud perdida (¿Volveré a brillar algún día? El tiempo pasa, envejecemos, sin duda es un dulce sueño) y a los sueños de una felicidad recobrada; a los tejedores del siglo XIX; a las obras de Marx y Engels; a los vínculos -débiles pero necesarios- que nos proporciona el trabajo; a la alienación por el trabajo imperante tras el fin del Antiguo Régimen; a los beneficios y los inconvenientes que conllevan las máquinas; a la felicidad que deriva del vivir el instante eterno; a De brevitate vitae y De otio, la obras de Séneca -de las que se extractan diversos fragmentos- en la que reflexiona sobre el tiempo de la vida y la mejor manera de utilizarlo con el mayor discernimiento (Cada uno deja que su vida se arruine y sufre el deseo del futuro, el disgusto del presente. Pero aquel que destina todo su tiempo al provecho personal, que organiza sus días como si cada uno fuese una vida entera, ni desea el mañana ni se amedrenta ante él); a la ociosidad libremente escogida; al tripalium, el instrumento de tortura destinado a castigar a los esclavos en Roma, origen etimológico del vocablo “trabajo”; al tiempo perdido en ocupaciones impuestas, que aceptamos por inercia, por insulso servilismo (tengo la sensación de estar rodeada por seres que me roban ese tiempo precioso que no recuperamos nunca); al obligado impasse que lleva consigo la enfermedad y que desencadena la reflexión sobre el uso del tiempo en la irrefrenable y ciega cotidianidad, condicionada por el hecho de que haya que sufragar las necesidades y pagar las letras de un piso, financiar las vacaciones, el ocio; al trabajo como motor de nuestras sociedades; al agradecimiento a las enfermeras y a todas las personas que trabajan en los hospitales con humanidad y dulzura; al supuesto valor positivo del trabajo en las sociedades posmodernas, liberado, gracias a la tecnología, de toda su carga opresiva; a la literatura como proveedora de significado a la existencia y al fin último del trabajo del escritor: mediante las palabras darle sentido a nuestras vidas. La editorial contribuye a este heterogéneo elenco de atrayentes subtemas con el colofón con el que cierra la edición, al advertir que el libro se terminó de imprimir en mayo de 2016, dos siglos después de aquella noche en que una marabunta de hombres, mujeres y niños quemara la fábrica de hilados de William Cartwright en Nottinghamshire, dando inicio a una revuelta que se extendió de inmediato por los condados de Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución industrial, dejando como resultado seis fábricas calcinadas, miles de heridos en la represalia, quince luditas muertos y otros catorce ahorcados ante las murallas del castillo de York, así como el bello relato de una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un único objetivo: discutir de igual a igual con los nuevos explotadores industriales

En fin, dos libros excelentes para acometer con entusiasmo esta nueva etapa que ahora se nos avecina, los dos meses -más o menos- de unas vacaciones escolares que, como siempre, se nos antojan como el territorio más propicio para la lectura. Desde Todos los libros un libro os deseamos que así sea, que descanséis y disfrutéis de las muchas recomendaciones literarias que han salido al aire este curso desde nuestro espacio. Antes de la despedida, os dejo el decálogo del año sabático de Azahara Alonso y una canción, Dans mon île (En mi isla), un clásico de 1957, creado, e interpretado aquí, por Henry Salvador, el también legendario cantante y guitarrista, originario de la Guayana francesa, de cuya muerte se han cumplido este 2023 los quince años. 

¡¡Feliz verano a todos!! ¡¡Volveremos a estar con vosotros el próximo 6 de septiembre!! 


¿QUÉ ES un año sabático? Ahora me hago una idea: 

1. Debe durar doce meses o, al menos, un curso escolar. Si dura un poco menos o un poco más, es difícil contarlo. «Me he tomado un trimestre sabático» suena francamente extraño. 

2. Lo que se hace durante ese tiempo debe estar bajo el signo de la inutilidad. Se puede, por ejemplo, escribir, pero si se lleva a cabo un proyecto, ya no es tan sabático. 

3. No queda claro si su existencia es un planteamiento o una resolución: es difícil determinar si se sabe que un año es sabático antes o después de vivirlo. Casi imposible saberlo mientras se vive. 

4. En ese tiempo, el sujeto que lo disfrute deberá responder, casi semanalmente y a distintas personas, preguntas acerca de su economía. «Pero ¿y de qué vives, si puede saberse?» suele ser la habitual. La respuesta más efectiva es: «Del aire». 

5. Sus principios activos funcionan mejor fuera de contexto, por eso va asociado a un cambio de residencia temporal. Sirve para esto la casa del pueblo o una habitación en otro país. Mucho mejor si a ese destino no se puede acceder por tierra. 

6. Se da en soledad o en unidades mínimas de relación (en pareja, por ejemplo). 

7. Produce contrariedades: se piensa un poco más, desaparecen las excusas para no hacer lo que una no quiere hacer (a cambio, aprende a decir no), se familiariza con los horizontes de fin de fiesta y se vive así con la espada de Damocles como el péndulo que da la hora sobre la propia cabeza. 

8. Produce beneficios: se resuelven cosas pendientes (nunca laborales, véase punto 2), se ve con más claridad, la respiración termina por llegar al diafragma sin esfuerzo y lavar los platos no es un sacrificio tres veces repetido cada día, sino la oportunidad de aprender qué verdad física mueve las burbujas o quién y cuándo inventó el estropajo. Se aprende a pasear o, mejor dicho, se desaprende a andar con prisa. Se ven fotos antiguas como en la infancia y una se pregunta quién fue de verdad toda esa gente. 

9. No se vuelve igual a la vida de antes. Por supuesto, nadie es la misma persona dos días diferentes, pero tras esta experiencia la agenda es un ente más ajeno, viscoso, sin sentido. 

10. Un año sabático es lo contrario de un año entre rejas, lo opuesto a una condena. De este modo, la reinserción es esencialmente una pérdida de libertad.

Videoconferencia 
Azahara Alonso. Gozo

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