Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de mayo de 2024


LARRY MCMURTRY. LA ÚLTIMA PELÍCULA. HUD, EL SALVAJE; SIMON EDELSTEIN. CINES ABANDONADOS EN EL MUNDO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro continúa hoy esta especial serie cinematográfica que desde la vuelta de las vacaciones de Semana Santa y durante todos los meses de abril y mayo estamos dedicando a esa tan fecunda relación que se establece, desde hace ya más de un siglo, casi desde los orígenes del séptimo arte, entre el cine y la literatura, con frecuentes vínculos y trasvases de uno a otro universo. Con alguna vaga excusa conmemorativa os he hablado aquí, en las dos primeras entregas del ciclo, de Las uvas de la ira, la magistral novela de John Steinbeck, recomendada por mí con entusiasmo junto a su no menos fundamental correlato fílmico, la película del mismo título de John Ford; y de otro doble clásico, literario y cinematográfico, Matar a un ruiseñor, con la original novela de Harper Lee y su estupenda recreación para la gran pantalla en la también formidable cinta de Robert Mulligan; y más adelante, de las tres obras de Daphne du Maurier adaptadas a la gran pantalla por Alfred Hitchcock, Rebecca, Los pájaros y La posada Jamaica. En la mayor parte de los casos, mis sugerencias no se limitaban a los correspondientes libros y películas, sino que se ampliaban a otros títulos, reportajes periodísticos o discos, con incursiones, incluso, en alguna ocasión, en el terreno de la fotografía. 

Esta dimensión plural de mis propuestas se mantiene hoy porque van a ser tres los libros y dos las películas, todos muy interesantes, que quiero proponeros en la presente edición del espacio. Se trata de dos novelas magníficas, de un mismo autor, el tejano Larry McMurtry, La última película y Hud, el salvaje, y de sus respectivas traslaciones al cine, The last picture show, dirigida en 1971 por Peter Bodganovich, y Hud, el más salvaje entre mil, realizada por Martin Ritt en 1963. Y siendo el declive y cierre de un cine un hilo que subyace a la trama de La última película, una obra maestra en cada una de sus dos aproximaciones, aprovecharé ese leve pretexto para hablaros también de otro libro, muy curioso y singular, Cines abandonados en el mundo, un muy vistoso volumen obra de Simon Edelstein. 

Quiero abrir la reseña con una somera presentación de Larry McMurtry, un escritor no demasiado popular para el “gran público” y que, sin embargo, cuenta con una sobresaliente trayectoria como novelista y guionista cinematográfico. Nacido en 1936 en Texas, un entorno, territorio emblemático de la mitología del western, muy presente en sus libros, escribió novelas, ensayos y guiones para el cine y la televisión. Aparte de los dos títulos que hoy os traigo, sobresalen también la inconmensurable -en todos los sentidos- Lonesome Dove, Paloma solitaria, con la que ganó el premio Pulitzer en 1985, que dio pie a una serie televisiva, y que protagonizará una reseña monográfica en alguna de las últimas emisiones de Todos los libros un libro por este curso, en apenas un mes. Fue autor de la novela que está en la base de La fuerza del cariño, una exitosa película de 1983, con cinco Oscars en su haber, dirigida por James L. Brooks y protagonizada por un excelente elenco de intérpretes: Shirley MacLaine, Debra Winger, Jack Nicholson, Danny DeVito y Jeff Daniels. También es responsable como guionista de una secuela de The last picture show, Texasville, que también llevaría al cine Bodganovich, en la que se retoman los personajes de la novela inicial en un entorno situado treinta años después de su primera aparición literaria y cinematográfica. En 2006 McMurtry obtendría el Oscar al mejor guion adaptado por Brokeback Mountain, la estupenda película de Ang Lee. 

Empezaré mis comentarios centrándome en el libro de The last picture show, publicado en España en 2012 por Gallo Nero Ediciones con traducción de Regina López Muñoz, un título que en su versión cinematográfica, con más de medio siglo a sus espaldas -la novela es de 1966 y la película, como he señalado, se estrenó cinco años después-, sigue bien presente en la memoria de quienes entonces la disfrutamos asombrados y conmovidos, aunque no estoy muy seguro de que se trate de una obra especialmente conocida entre las generaciones más jóvenes. En este sentido, y a modo de curiosidad meramente anecdótica, aunque creo que puede elevarse a categoría, me han sorprendido, en mi rastreo internáutico en busca de información, los comentarios de jóvenes lectores norteamericanos, absolutamente “infectados” por la ideología woke, que denuestan el libro, ajenos a sus muchos motivos de interés, a causa de algunos episodios -de sexo, violencia y hasta “abuso” animal- que hoy ofenden la corrección política imperante. O tempora, o mores. Ellos se lo pierden. 

La historia transcurre durante la década de los cincuenta del pasado siglo en la ficticia ciudad de Thalia, en Texas, trasunto evidente de Archer City, la pequeña población -de escasos mil quinientos habitantes según compruebo en internet- en la que McMurtry vivió la mayor parte de su existencia hasta su muerte en 2021. Se trata, en cierto modo, de una novela coral, con cerca de una decena de personajes que dejan pasar sus días en un pueblo en decadencia que no ofrece expectativa vital alguna a sus habitantes. De entre todo ellos, la trama gira en torno a dos jóvenes, Sonny Crawford y Duane Jackson, que apenas dejan atrás la adolescencia y que enfrentan la monotonía y la falta de perspectivas -son pobres y la posibilidad de acceder a la universidad está fuera de su alcance- alternando las clases y los entrenamientos de baloncesto y fútbol americano, con circunstanciales trabajos de subsistencia, emborrachándose con su escaso grupo de amigos, frecuentando el billar, el café del pueblo y el cine local, haciendo escapadas a los alrededores en sus desvencijadas camionetas -en alguna ocasión su tedio y su curiosidad juvenil los llevan, incluso, al no muy lejano México- y explorando las muy limitadas ocasiones de dar rienda suelta a sus pulsiones sexuales con las pacatas chicas de la zona, con las que conseguir -en los asientos de un coche, en las filas traseras del autobús escolar o en las butacas más escondidas del cine- un tímido avance bajo sus blusas o entre sus herméticos jeans resulta un logro solo en parte satisfactorio y siempre frustrante. 

Sonny, núcleo central del relato, es un buen chico, sensible, enamoradizo, vulnerable. Sale -por inercia- con Charlenne, un muchacha fea, vulgar y poco inteligente que ni siquiera le gusta. Su padre, Frank, había sido director del instituto de Thalia hasta que tuvo un brutal accidente de coche. Una noche, cuando volvía de un partido de fútbol del colegio, chocó lateralmente con un camión de ganado. La madre de Sonny murió y Frank resultó malherido, incapacitado, tras seis operaciones, para seguir enseñando. Embotado por los medicamentos y el alcohol (Frank Crawford no era el único drogadicto del pueblo, pero sí el que tenía la mejor excusa), arruinará su vida, sobrevivirá al frente del salón de dominó del pueblo y se desentenderá de su hijo, al que conocemos, desamparado y solitario, viviendo en una pensión de mala muerte (su habitación estaba tristemente fría y olía a polvo), en donde mata su aburrimiento leyendo ejemplares atrasados del Reader’s Digest y revistas deportivas ya mil veces releídas. Duane, por el contrario, pese a ser, como su amigo, otro infeliz “desgraciado” e igualmente sensible, presenta, en apariencia, un vida más lograda. Trabaja en uno de los muchos campos petrolíferos de la región y sale con Jacy, la chica más guapa y deseada del pueblo, hija de una de las familias más adineradas de Thalia. Es también, sin embargo, todavía, un niño, incapaz de digerir -de imaginar siquiera- el más que previsible rechazo de ella (él siempre había pensado que uno conseguía a la persona que realmente amaba. Así ocurría en las películas), una adolescente caprichosa y “pija” que, como sus propios millonarios padres, repudia la ordinariez y la falta de futuro del chico, aunque se sienta atraída por las dosis de aventura que encierra su relación con él. Ambos muchachos viven su banal y desventurada cotidianidad envueltos, más allá de la fuerza y energía de su juventud, en el clima de orfandad -no solo literal-, tristeza y melancolía que impregna la novela y al resto de sus personajes, todos ellos tocados por alguna suerte de desamparo, aunque todos también memorables en los prodigiosos retratos que de ellos hace el autor, un escritor formidable, capaz de subrayar con habilidad, talento, sensibilidad y delicadeza los detalles significativos, sean cómicos, trágicos o, sobre todo conmovedores, de la casi siempre entrañable personalidad de sus criaturas. Billy, el niño retrasado, al que Sonny cuida con cariño y que, sin hablar y encerrado en sí mismo, barre una y otra vez las calles del pueblo y el salón de billar en que su dueño, Sam el León, lo ha acogido. Sam es también propietario de ese cine abocado a su definitivo cierre. Es un hombre mayor, solitario, con un pasado tortuoso que se intuye -alguno de cuyos episodios conocemos a lo largo de la novela-, un vaquero “crepuscular”, de otro tiempo, íntegro, fuerte, entero ante el devastador paso del tiempo (—¿Siempre es tan triste hacerse mayor? —quiso saber Sonny—. Nadie parece disfrutar mucho. —Oh, no tiene por qué ser triste —replicó Sam—. Solo el ochenta por ciento del tiempo, más o menos) y la pérdida de las ilusiones, austero, noble y ejemplar. Y está Jacy, la adolescente confundida, egocéntrica y superficial, consciente de su atractivo (Tú a quien de verdad amas es a ti misma, y lo que más te gusta es ser consciente de tu belleza) y perdida en la ridícula ligereza de su insustancial vacuidad (La vida no es en absoluto como tendría que ser, dirá, enfurruñada ante el peso de la realidad). Y su madre, Lois Farrow, una mujer de fuerte personalidad, valiente, decidida, independiente y libre, pese a vivir en la jaula de oro de su matrimonio de veinte años con un patán que se hizo millonario con el petróleo y por cuyo brillo dejó pasar su intenso amor de juventud (Ser rico aquí te vuelve loco. Todo es anodino y vacío, y no hay nada que hacer salvo gastar dinero). Aún muy atractiva, objeto de deseo para la entera población masculina (era una mujer mucho más guapa que las que aquellos hombres veían en casa, y por eso la rondaban sin cesar), disimula su hartazgo, su hastío vital, su tedio existencial (la vida es muy monótona. Las cosas se repiten una y otra vez. Creo que en esta parte del país resulta más monótona que en otros lugares, pero tampoco estoy segura… Puede que sea así en todas partes. Yo ya estoy harta. Todo pierde interés si lo haces con frecuencia) con escarceos eróticos alejados de toda prudencia, desinhibidos encuentros sexuales y coqueteos con el alcohol. Y está Ruth Popper, la insatisfecha esposa del entrenador del instituto, prematuramente envejecida, olvidada por su marido en una tediosa e insoportable vida conyugal (me he sentido muy sola durante años. La soledad es como el hielo. Cuando has estado solo un tiempo ya ni te das cuenta de tu propia frialdad. Es como si yo fuera una nevera que nunca han descongelado, nunca jamás). Y también su esposo, violento y reprimido, cobarde, insensible, escondiendo en su hipócrita imagen de virilidad extrema sus íntimas y culpables contradicciones. Y destaca igualmente -aunque en un segundo plano- la figura de Genevieve, la camarera de la cafetería, también profundamente sola desde que su marido sufriera un accidente en la plataforma petrolífera en la que trabajaba y quedara inválido, atándola a su estéril atención, a dos hijos que cuidar, a un hogar que mantener, a la irremisible pérdida de sus sueños (Genevieve volvió al café vacío, deseando por un instante volver a ser joven y libre, y poder atravesar Texas a toda velocidad hasta Río Grande). 
 
Todos ellos son, como se ve, seres abandonados, solitarios, desilusionados, fracasados, aunque resulta fácil encariñarse con ellos. Y es que todo en el libro es melancólico, triste, desolado, nostálgico, desesperanzado, y parte de la (mucha) belleza que encierra su lectura deriva del talento del autor para transmitir esa atmósfera de soledad, pesadumbre y desamparo existencial que puede vislumbrarse en numerosas descripciones a lo largo de la novela, no solo en la psicología de sus personajes sino también en el “dibujo” del paisaje: 

Cuando a Sonny le dieron las entregas que debía realizar, cruzó aprisa la calle para subirse al camión que estaba en la gasolinera, un International verde muy viejo. Los muelles del asiento casi atravesaban la gomaespuma, y la mayor parte del caucho de los pedales se había desgastado. Aun así, seguía funcionando, y Sonny aceleró el motor unas cuantas veces y puso rumbo a Megargel, un pueblo aún más pequeño que Thalia. A campo abierto el viento del norte soplaba con mucha fuerza por la carretera, dificultando el manejo del camión. De vez en cuando una brizna de ambrosía se colaba por el alambre de espino, cruzaba a ras del asfalto y quedaba atrapada en la alambrada del otro lado. La hierba seca de los pastos tenía un color entre gris y marrón, y el deshojado mezquite era de un negro grisáceo. Unos cuantos novillos Hereford deambulaban sin mucho entusiasmo contra el viento; eran los únicos indicios de vida. No había absolutamente nada entre Thalia y Megargel salvo cincuenta kilómetros de paisaje solitario. Excepto unos pocos ranchos desconchados por la arena, lo único que había que ver era una larga sucesión de crestas castañas atravesadas por el ulular del viento. Sonny se dijo que tal vez en Texas llamaban a ese fenómeno «melancolía del Norte» porque era difícil no entristecerse cuando soplaba. Lamentó no haber pedido a Billy que lo acompañara en las entregas matinales. Billy no hablaba, pero le hacía compañía; y cuando no había nadie por la carretera ni en la cabina Sonny a veces tenía la extraña sensación de estar conduciendo el camión en círculos por un lugar completamente deshabitado. 

A veces Sonny se sentía como si fuera el único ser humano del pueblo. Era una desagradable sensación que solía experimentar por la mañana temprano cuando las calles estaban completamente vacías, como cierta mañana de sábado de noviembre. La noche anterior, Sonny había jugado su último partido de fútbol americano con el equipo del instituto de Thalia, aunque no era ese el motivo por el que se sentía tan raro y tan solo. Se debía, simplemente, al ambiente del pueblo.

Thalia, que conoció una mejor época con el gran auge del petróleo, es ahora un lugar desolado, con los campos petrolíferos agotándose, el negocio ganadero yéndose a pique, la tierra seca, el viento inclemente, el calor asfixiante en verano y el frío helador en invierno, en un paisaje desértico punteado por las torres de perforación, en el que no hay más alternativa que el tedio o la huida. La verosímil caracterización del entorno es uno de los grandes logros del libro, que captura de modo magistral la esencia de un perdido pueblo texano y ese deprimente clima de triste decadencia, de ausencia de futuro, como en esta muy elocuente descripción de una noche en una ciudad cercana a Thalia: entraron en una sala de fiestas barata donde vieron a un montón de catetos con patillas bailando con sus novias canijas por la pista de baile. El cine decrépito, que sin apenas espectadores está a punto de echar el cierre (lo que explica el título del libro), aparece como metáfora de ese inevitable ocaso. 

McMurtry aprovecha este marco para reflejar a través de él unos cuantos temas universales: la opresiva soledad, la amistad incondicional, el hacerse mayor y el paso de la adolescencia a la edad adulta, la búsqueda de identidad, la pérdida de la inocencia, el peso de las convenciones sociales, el amor, su ilusión y sus decepciones, el aburrimiento y el tedio, los sueños casi siempre frustrados, el paso del tiempo y el inexorable avanzar de nuestras vidas hacia la muerte. También, en clave más local: el auge y la caída del milagro del petróleo, el fin de una época, el cambio en la sociedad americana, que se abre a la expansión y el crecimiento económicos, la llegada de la modernidad, el éxodo a las ciudades y el declive rural, la amenazante sombra de la guerra de Corea. Y, como un eje sustancial en la novela, la obsesiva compulsión sexual de una sociedad reprimida, en otro gran acierto del libro, la capacidad para revelar tanto el puritanismo religioso exacerbado de los habitantes del pueblo como para, a la vez, presentar la omnipresencia del sexo en las mentes de jóvenes y adultos, hombres y mujeres, solteros y casados; en una descarnada “fotografía” de un impulso poderoso que en ocasiones el autor plasma en su dimensión más salvaje -insoportable y prescindible, a mi juicio, por más que contribuya mostrar esa vertiente agreste y brutal de una población primitiva, en un pasaje, que por fortuna no está en la película, en el que los chicos copulan con una vaquilla- y que en otras se muestra en su faceta más romántica, lírica y liberadora. 

Todos estos rasgos, los personajes, el entorno, la tenue trama argumental, los temas principales y, sobre todo, la atmosfera melancólica, están presentes también en la versión cinematográfica del libro, una obra maestra aún superior a la novela, en una de esas raras ocasiones en las que, desde mi punto de vista, la obra literaria es superada por su recreación fílmica. Dirigida por Peter Bodganovich, desde su estreno ha sido considerada un clásico del cine de Hollywood. Fue nominada a ocho Oscars de la Academia, obteniendo dos estatuillas, una para Ben Johnson como mejor actor de reparto en el papel de Sam el León y otra para Cloris Leachman como mejor actriz secundaria por su convincente e intensa interpretación de Ruth Popper. Además, la película sirvió de lanzamiento de las carreras de varios de sus jóvenes actores, como Jeff Bridges (Duane), Timothy Bottoms (Sonny) y Cybill Shepherd (Jacy) que, vistos desde la distancia de los años, parecen auténticos niños. Destacada también la presencia poderosa de Ellen Burstyn como Lois Farrow. El guion fue escrito por el director y el propio McMurtry, siguiendo fielmente la estructura fijada por el autor en su novela. La fotografía de Robert Surtees, espléndida, en blanco y negro, recoge la soledad de los personajes, el lánguido declive del pueblo polvoriento, el decrépito salón de billar, el triste café y el cine, emblema de un pasado que se acaba, símbolo del fin de una era y de la inevitable marcha del progreso. 

Y la mención de ese cine, metáfora de un tiempo y de unas vidas cuyos momentos de esplendor ya se han perdido para siempre (como lágrimas en la lluvia, por seguir con las referencias cinéfilas) sirve de introducción a mi segunda propuesta libresca de esta tarde, el monumental y extraordinariamente interesante Cines abandonados en el mundo, un espléndido volumen que con un ilustrativo prefacio de Francis Lacloche recoge cientos de fotografías de Simon Edelstein, un director de fotografía y operador de cámara suizo que durante catorce años recorrió una treintena de países del mundo entero capturando con su cámara el encanto, la fascinación, el magnetismo y la decadente belleza de centenares de salas de cine en ruinas, desmanteladas, derruidas, olvidadas, reconvertidas o, como señala expresamente el título, simplemente abandonadas, cubiertas por escombros y maleza, cascotes, desechos y desperdicios. El libro, publicado por la editorial Jonglez en edición magnífica, gran formato, papel satinado e imágenes de gran calidad, apareció en nuestro país en 2020 con la traducción de Patricia Peyrelongue para la traslación a nuestro idioma de los breves y escasos textos que acompañan las fotografías. 

La obra se articula en tres secciones bien diferenciadas. En la primera, Cines abandonados, nos encontramos con salas “fosilizadas” en zonas suburbiales, en edificios a los que la desidia de las autoridades ha condenado al desgaste y la muerte lenta, con locales víctimas de la corrupción inmobiliaria que, en ruinas, albergan los restos de un brillo pretérito. Viajamos, en este apartado, a la India, donde la pasión por acudir a las salas de cine aún subsiste (treinta millones de indios las visitan cada día, pese a que, el precio de la modernidad, los preciosos locales art déco son progresivamente sustituidos por centros comerciales) y en donde visitamos lugares de esplendor desvanecido, inmensas salas con ventiladores inutilizados, asientos rotos, cortinajes desgarrados. Y ahora estamos en Nueva York, en el Loew's Kings, inaugurado en septiembre de 1929, con sus 3.676 plazas rodeadas de un entorno suntuoso: imponentes lámparas de araña, paneles de caoba, opulenta iluminación art déco. Cerrado en agosto de 1977, Edelstein nos da cuenta de su deterioro, la infiltración del agua de lluvia, los efectos del vandalismo, también de su reapertura en 2015, con un concierto de Diana Ross. Y el algo errático recorrido nos lleva a Alejandría, a Detroit y San Francisco, a Los Ángeles, Le Havre y La Habana, a Jaipur, a Lisboa, a Escocia, al palentino Vallejo de Orbó, a Casablanca, al Texas de McMurtry, a California y a Birmania, y en todos estos lugares la cámara nos muestra bellísimas fachadas semiderruidas, conservando aún jirones de anuncios, paneles destrozados, restos de letreros, la naturaleza haciendo acto de presencia entre sus deteriorados lienzos que se mantienen frente a la devastación del tiempo, intentado ocultar, ingenuamente, la destrucción que, pese a todo, se adivina tras su portada. 

Y el periplo nos lleva de nuevo a Norteamérica, en una serie de fotos de autocines, que encarnan a la perfección el mito cinematográfico de Estados Unidos. Con el paso de los años, su número ha decrecido, de los 4.600 rutilantes de 1950 a los pocos cientos actuales. Vemos su declive, comidos por los hierbajos, y su triste reconversión en aparcamientos, cafeterías, guarderías, locales comerciales, campos de deporte. La avezada mirada del fotógrafo se detiene ahora en los carteles, las añejas tipografías, sus estilos decadentes, los títulos de las últimas películas resistiendo torpemente, con la mayor parte de las letras perdidas, como dentaduras melladas, con los escasos neones sobrevivientes apagados, oscuros, tristísimos en su inutilidad. Y Edelstein nos muestra los antiguos, trasnochados, obsoletos nombres de las salas pretéritas, infinidad de cines de evocadores rúbricas: Palace, Moderno, Central, Coliseo, Monumental, Ideal, Apolo, Picadilly, Rialto, Edén; muchos Concorde, Meliès y Lumière, en Francia, infinidad de Odéon en el mundo entero, más de 300 solo en Inglaterra y Estados Unidos, la extraña atracción de la “X”: Lux, Pax, Vox, Rex, Excelsior, Roxy. 

Seguimos viajando, Birmingham, Oporto, Bruselas, Sicilia, Meknes, Sheffield, Beirut. Y en la capital libanesa nos topamos con una suerte de búnker de hormigón, el cine Dôme, llamado coloquialmente “el huevo”, su construcción nunca llegó a terminarse. Las dos torres que debían flanquearlo, siguiendo el modelo del World Trade Center, provocarían, nos dice el autor, la ironía de la historia: las torres de Nueva York serán destruidas y las de Beirut nunca construidas. Y comparecen salas de Bucarest, Roma, Córcega y Marrakech, con el Ciné Théâtre Palace, construido en 1926, copia del cine Eden de los hermanos Lumière, y en el que actuó Nat King Cole y Rita Hayworth presentó Gilda. Y el RKO Proctor's de Newark, Nueva Jersey, que surge, como por arte de magia, escondido tras una puerta oculta en una anodina tienda de ropa: un gigantesco teatro que albergaba 4.000 asientos, ahora desventrados, languideciendo en un espacio fantasmal, con destartaladas filas de butacas de perdida uniformidad a causa del paso del tiempo, cortinajes hechos jirones, techos desmoronados, restos de ladrillos, paredes cuarteadas, bellos frescos desconchados, pantallas rotas, linternas inservibles, carcomidas vigas al aire, heteróclitos amasijos de cascotes, maderas y hierros. Y ahora es Mallorca, y Connecticut, y Bombay, y Trípoli, y Nueva York, y el capítulo se cierra en Benarés, un local devastado, los escasos vestigios del Picture Palace asaltado por los monos, alguna vaca que deambula pacífica entre las ruinas, las tapicerías rajadas de las butacas, las plantas invadiendo el espacio, una radio olvidada, una lata de aceite, polvo, hollín y cal por todas partes. 

La segunda sección del libro, Lugares de vida que resisten, nos muestra a los heroicos, espectrales últimos pobladores de estos ámbitos condenados a la extinción. Con su inquisitiva cámara, Edelstein atisba una sonrisa tras el cristal de una taquilla, una broma compartida delante de los puestos de golosinas de la barra de refrescos, el chirrido familiar de una butaca desplegada, la mirada concentrada de un proyeccionista..., crepusculares muestras de una vida que aún late en estos lugares mágicos que se niegan a sucumbir al signo de los tiempos. Y en el mundo entero, Palermo, Calcuta, Lausana, Katmandú, Islamabad, Dacca, Tánger, Viena, Chicago, Orán, varados en un mar de decrepitud, comparecen taquilleros, proyeccionistas en sus polvorientos e inquietantes cubículos repletos de extraños artefactos, como amenazantes robots de otra época, vendedores de palomitas, dulces y tabaco, cajeras, amables dispensadores de refrescos al frente de sus muchas veces precarios puestos, colas de impacientes espectadores, parejas que se besan, hombres solitarios, adormilados en sus asientos, acomodadores, limpiadoras, clandestinos fumadores agazapados en los lavabos. Y nos encontramos también con circulares recipientes de latón para las películas, carteles, anuncios, facturas y recibos, viejas entradas, fotos de actores y actrices, postales, antiquísimos cuadros de mandos de no se sabe qué desaparecidas maquinarias, calendarios de medio siglo atrás, modernos cubículos para la venta de billetes, suntuosos vestíbulos, carteleras luminosas, que dan paso a unas páginas -Los Ángeles, Berlín, Vancouver, Liverpool, París- llenas de luces resplandecientes, coloridos destellos, neones rozagantes, atractivas refulgencias. Y no podían faltar los inmensos carteles publicitarios, que anuncian las películas en paneles de dimensiones colosales; y el fotógrafo nos lleva entonces a Atenas, y allí nos presenta a Vassilis Dimitriou, de 82 años, el último cartelista de Europa, y a su “heredera” Virginia Axioti; y, después, en Bangalore, a Matthanna Chinnapa; y en Viviez, en Francia, a Guy Brunet, que vive en una antigua carnicería en la que repinta los carteles de los clásicos del cine; habitantes, todos, de un quimérico universo hecho de villanos de rostros aviesos, héroes de tamaño descomunal, mujeres fatales de provocativa e incitadora sensualidad, guerreros, enamorados, indios y vaqueros, reconocidos actores, directores, músicos, mitos de la fábrica de sueños, como Raj Kumar, la encarnación del mito del imperecedero Bollywood. Muerto en 1996, a su funeral asistieron dos millones de personas y del fervor popular que suscitaba su figura dan fe algunas impactantes fotografías. Esta parte del libro finaliza con un repaso a algunos de los voluntariosos “viajeros del cine” que con sus furgonetas precarias, sus destartaladas camionetas, sus austeros medios de locomoción, llevan el cine itinerante, surcando carreteras imposibles, a todos los rincones del mundo. Carpas, tiendas de campaña, sábanas, paredes, improvisados escenarios al aire libre, permiten que la magia del cinematógrafo seduzca hasta el último habitante de la tierra. 

Por fin, la tercera parte del libro, El tiempo de las reconversiones da cuenta de las diferentes -y en algunos casos ciertamente llamativas- formas en que las salas de cine se adaptan a unos tiempos en los que los dispositivos electrónicos, el auge de las plataformas audiovisuales, el cambio de los hábitos de entretenimiento y ocio de las modernas sociedades están haciendo perder a los cines gran parte de la inmensa fuerza que poseyeron hasta hace apenas tres décadas como lugares de esparcimiento y cultura, de distracción y también de aprendizaje. Los promotores inmobiliarios han aprovechado la crisis y se han lanzado sobre los locales vaciados, apetitosa tentación para el negocio y la especulación. Edelstein documenta este proceso ofreciéndonos imágenes de recintos convertidos en bingos, en iglesias diversas -evangélicos, mormones, testigos de Jehová (también a la inversa, cines instalados en templos, la realidad dando la razón a la metáfora)-, en comercios de todo tipo, de ropa (el cine Avenida, de Madrid, construido en 1928 y transformado hoy en un H&M), de alfombras, supermercados, librerías, tiendas de segunda mano, restaurantes, aparcamientos, sex-shops. Añejas salas de pasado glorioso que ahora albergan oscuros establecimientos en los que se proyectan películas asiáticas de serie B, de artes marciales, films indios con deplorables bandas sonoras en las que la música no está sincronizada con la imagen o cintas porno visionadas por una audiencia siniestra. Hay también fotos de quienes usan los derruidos locales para aposentarse en ellos y asegurar su supervivencia, mitigando la miseria de sus vidas con la ilusión de un hogar. Volvemos a Orán, Calcuta, Montpellier, Bangkok, Roma o La Habana (antes de la revolución cubana de 1959, La Habana tenía 135 salas de cine), algunos de los escenarios de esta “repoblación” de los cines abandonados, convertidos ahora en viviendas, “ocupados” y destinados a actividades varias: academias de baile, gimnasios, clases de boxeo. 

El libro se cierra con cinco imágenes muy reveladoras. En Barcelona, una soleada tarde de verano, los peatones cruzan frente a la fachada del cine París. La mañana siguiente las excavadoras dominan la escena, el local muestra sus tripas al aire. Años después, el solar se ha convertido en una tienda de Zara. Magnífica metáfora del melancólico declive de los cines que tan bien ilustra este formidable Cines abandonados en el mundo

Y ya sin apenas tiempo retomamos el “territorio McMurtry” con mi doble y sucinto comentario a otra de sus novelas, Hud, el salvaje, publicada en nuestro país en 2013, también por Gallo Nero Ediciones y también con traducción de Regina López Muñoz, y de la película en ella basada, Hud, el más salvaje entre mil, dirigida en 1963 por Martin Ritt. El libro, publicado en 1961, es la opera prima de su autor y en ella están ya no solo la época -los primeros años cincuenta del pasado siglo- y el marco espacial -esas solitarias y decadentes poblaciones rurales de Texas-, sino también los temas principales, ciertos rasgos de los personajes y, sobre todo, el lirismo y la melancolía de la atmósfera que envuelve a La última película, de tal manera que el lector tiene la impresión de que Hud es, en cierto modo, un borrador, una especie de texto preparatorio en el que se esbozan las líneas maestras de lo que acabaría por ser la obra fundamental de su autor. Y todo ello -su, a mi juicio, presumible condición de “anticipo”, de primera tentativa-, sin desmerecer en absoluto la calidad de una novela también soberbia, intensa, lúcida y conmovedora. Su título original -de resonancias lamentablemente perdidas en su versión en español- es Horseman, pass by, que deriva de las tres últimas líneas del poema Under Ben Bulben, de William Butler Yeats, grabadas en la lápida del poeta y que ya desde la portada apuntan a una muy relevante y apreciable dimensión metafísica del libro, relativa a la fugacidad de la vida, al inevitable paso del tiempo, a la insoslayable muerte, a la finalmente trágica condición humana: Cast a cold eye/On life, on death/Horseman, pass by! (Echa un frío vistazo /a la vida, a la muerte/¡Jinete, pasa de largo!). En este sentido, la novela, más allá de su más o menos relevante armazón narrativo, destaca por la soberbia recreación de un clima, de una atmósfera, tristes, melancólicos, que aflora incluso en la caracterización de los personajes secundarios (Había algo triste en él, una melancolía muy arraigada que casi podía percibirse a través de sus desgastados Levi’s y la ajada camisa de caqui) y, de modo muy evidente, en los principales. 

Estamos a comienzos de la década de 1950 (la “banda sonora” del libro, espléndida, incluye muchos temas de esos años; además, uno de los momentos más significativos de la historia que se nos cuenta aparece expresamente fechado en 1954). Lonnie Bannon, un muchacho de diecisiete años (cumplirá dieciocho en un septiembre al que no llegará la acción de la novela, que se desarrolla en un asfixiante verano tejano), vive en el rancho de su abuelo Homer a escasas millas de Thalia, que repite como escenario de una trama que gira sobre los conflictos de la familia Bannon en un contexto social marcado por el paso de una América rural, hecha de inmensas extensiones de tierra, ranchos que albergan grandes rebaños de ganado, rodeos y otros espectáculos vaqueros, reminiscencias de un no tan lejano pasado de “western” -si no en el tiempo al menos en espíritu-, que ahora se ve sometida a cambios, los campos atravesados por los pozos petroleros, la tentación del dinero fácil, el auge del capitalismo y, como consecuencia, el declive y el abandono de los antiguos valores -lealtad, dignidad, compromiso, respeto a las tradiciones y los añejos códigos del oeste- que la modernidad amenaza con arrumbar definitivamente. Junto a Lonnie, que hasta en el nombre recuerda al Sonny de La última película, y su abuelo Homer, nacido en 1868, en otra datación precisa de la obra, en el rancho vive también Hud Bannon, el hijastro del viejo patriarca, que con treinta y cinco años, cínico, desdeñoso y mujeriego, un carácter violento y agresivo y una personalidad inmoral y carente de freno alguno, campa a sus anchas por el domicilio familiar, y también por el pueblo y por la existencia entera, obrando a su antojo y sometiendo a cuantos le rodean a las imposiciones y caprichos que nacen de su irascible y brutal egoísmo (nadie se sentía lo bastante fuerte como para ponerlo en su sitio). Junto a ellos, otro personaje destacado y de alto valor simbólico en la trama es Halmea, la joven criada negra, una presencia que introduce en la obra el conflicto racial, en su punto álgido en la sociedad norteamericana en aquellos años (si es que ha habido alguna época en que la desigualdad y la discriminación hubieran dejado de ser igualmente críticas). Con menor peso aparecen la abuela Jewel, segunda esposa de Homer y madre de Hud, una sombra que apenas cruza el libro en ciertos momentos episódicos; Jesse, un jornalero contratado por el abuelo, un vagabundo que recorre las regiones ganaderas yendo de pueblo en pueblo, saltando de un trabajo a otro en busca de una imposible estabilidad; y otras figuras menores, trabajadores del rancho, habitantes del pueblo, asistentes al rodeo, autoridades sanitarias -una enfermedad del ganado constituye un elemento central del relato-, de comparecencia esporádica. 

Lonnie, cuya voz narra la historia, es como Sonny en La última película, como probablemente el propio Larry McMurtry en su infancia, un chico inocente, curioso y desconcertado, enamoradizo, inquieto, inseguro, solitario, melancólico, despertando a la vida, al sexo, al amor, soñador (Allí sentado, con la única compañía del viento y las sombras, pensaba en todas las cosas importantes en las que debía pensar: mis méritos, miedos y ambiciones. Pensaba en las noches salvajes que me esperaban, cuando tuviera mi propio coche y pudiera atravesar el condado para asistir a bailes y rodeos. Escogía a los chicos que me acompañarían y a las chicas con las que retozaríamos; me hacía feliz anticipar todas las imprudencias que cometería en los años venideros), confuso y desorientado ante los cambios (—Antes se vivía mejor aquí —expliqué—. Añoro el pasado) e indeciso frente a la dimensión moral que llevan consigo: la noble lealtad al abuelo y sus ideales, la admiración que le provoca el oscuro magnetismo de Hud, la atracción natural hacia Helmea, el hartazgo de su existencia (estoy harto ya de todo esto), el ansia por conocer otra vida (Seguía tentándome la idea de largarme a algún sitio) y la melancólica culpa por dejar atrás la limitada cárcel que supone el rancho Banner, la desazón y el desasosiego adolescentes, la pulsión sexual, el arrebato violento que encierra su represión, la, hay que insistir, profunda soledad (me sentí solo, inquieto y excluido). El abuelo, un anciano cuya forma de vida tradicional se ve amenazada por los nuevos tiempos, representa esa vieja guardia, aferrada a sus creencias y tradiciones, mientras que el personaje de Hud encarna la fatuidad, la imprudencia, la irresponsabilidad, la carencia de escrúpulos, el desprecio por el pasado asociados con la modernidad, en un enfrentamiento que acabará por ser dramático dentro de una novela en la que la violencia, larvada inicialmente y desatada en su final, alcanza una relevancia sobresaliente. 

Y esta vertiente psicológica, íntima, desde la que McMurtry nos presenta a los personajes, con los temas “asociados” ya referidos: los cambios, el pasado y la tradición, la búsqueda de identidad, el hacerse mayor, la violencia, el sexo, todos ellos ya presentes en The last picture show, corre en paralelo, al modo en que lo hacían, igualmente, en aquella novela, a la otra dimensión, la colectiva, que aflora en las líricas descripciones del pueblo y la zona y de su geografía, tanto en la caracterización física de Texas, una amplia extensión verde, castaña y grisácea al sol bajo un cielo raso (las colinas florecientes, las vastas y desoladas praderas, resecas en verano, los rebaños de reses, las torres de extracción, los barracones de los operarios del petróleo, los galpones de los jornaleros del campo y los vaqueros, los porches de las casas, apacible reducto para la conversación tras las largas jornadas, los rediles del ganado, las camionetas destartaladas, el viento y el polvo, los declinantes locales nocturnos en los que trabajadores agotados ahogan en alcohol su falta de expectativas, las muchedumbres en el rodeo, el clima de exaltación en de los concursos de monta de animales, el calor inclemente, sofocante), sino también en los apuntes del marco histórico ya comentados (el ocaso de la agricultura, la crisis ganadera, los conflictos y la explotación racial, el papel de la mujer) que nos permite conocer a los Estados Unidos de aquellos días. 

La película dirigida en 1963 por Martin Ritt y protagonizada por Paul Newman como Hud, Melvyn Douglas en el papel del abuelo Homer Bannon, Patricia Neal, interpretando a Alma Brown, la atractiva mujer blanca en la que se reconvierte la negra Helmea de la novela, y un más bien anodino Brandon De Wilde poco convincente a sus veintitantos años como el casi adolescente Lonnie, obtuvo tres premios Oscar de las siete nominaciones para las que fue seleccionada: el gran Melvyn Douglas y la muy sensual Patricia Neal, magníficos en sus papeles secundarios, y James Wong Howe por su espléndida fotografía en blanco y negro. Contó además con un par de grandes nombres de la historia del cine en su elenco: Elmer Bernstein, como compositor de una música en la que el delicado rasgueo de una guitarra enfatiza la atmósfera de soledad y desolación así como el carácter íntimo y sensible de ciertos pasajes; la genial Edith Head encargada de un vestuario centrado, en la práctica totalidad del filme, en distintas variaciones de la ropa vaquera; y claro, un Martin Ritt con una amplia trayectoria de director “comprometido”, llegando a tener problemas con el macarthysmo, y cuya presencia resulta sobresaliente en los movimientos de cámara, los encuadres singulares, los elegantes raccords

La película presenta cambios sustanciales con respecto al libro: la ya mencionada desaparición del personaje de color, lo que en sí mismo supone un cierto “aligeramiento” de la posible “conflictividad” temática de la novela, desprovista así la historia de su carga racial; un cierto edulcoramiento de la figura de Hud, del que, sin obviar sus rasgos más incómodos, se dibuja un perfil algo más amable, un precio exigido, quizá, por el protagonismo de Paul Newman, ya entonces una estrella de irresistible tirón popular; la rebaja en la violencia brutal y descarnada de la novela, en la que -sin destripar nada de la historia- hay una violación y un probable asesinato, insoportables en el texto, y atenuada la primera y desaparecido el segundo en la cinta; o el desplazamiento del núcleo central de la trama de la figura de Lonnie y su tortuoso paso a la edad adulta al enfrentamiento entre padre e hijo que siendo crucial en el libro aquí se eleva como el motivo principal de la cinta. 

En definitiva, una gran película, esta Hud de Martin Ritt, como lo es The last picture show y como lo son, igualmente memorables, las dos novelas en las que se basan. Altamente interesante también mi quinta referencia de esta tarde, el excelente volumen Cines abandonados en el mundo, de Simon Eldestein. Os dejo ahora, como cierre a mi -para variar- muy larga reseña con una canción de Hank Williams, un músico muy presente en los dos libros de Larry McMurtry. De la decena larga de títulos que salpican ambas historias, elijo Cold, cold heart, una canción a la que se alude en Hud, la novela. Antes, un fragmento de La última película, en donde se muestra la triste soledad de Sonny. 


En cuanto empezó el partido se dio cuenta de que él ya no formaba parte de nada. No como Bobby Logan, o como el entrenador Popper, quien formaba parte esencial de todo aquello: iba a un lado y a otro por la línea de banda, poniendo mala cara a los árbitros; todo el mundo sabía que el entrenador estaba allí. Incluso los jueces de línea eran parte del conjunto; y hasta los novatos y los de segundo año que calentaban banquillo: por lo menos, ellos iban uniformados. Pero Sonny estaba al margen de esa escena, igual que Jerry; este último ya estaba acostumbrado, pero Sonny aún no se había hecho a la idea. Anhelaba jugar en el campo. Llevar la cadena, medir la distancia, eso no era nada; era como ser invisible para todo el mundo salvo para los árbitros. Sonny era un antiguo alumno; un cero a la izquierda. Le invadió una sensación similar a la que experimentaba por las mañanas, con la diferencia de que esta nueva percepción era peor: entonces se había sentido solo en el pueblo, pero allí, de pie en las líneas de banda, sujetando la cadena, se sintió como si ni siquiera estuviera en el pueblo; no estaba en ninguna parte. 

Videoconferencia
Larry McMurtry. La última película

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