Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de mayo de 2024

BENJAMÍN LABATUT. MANIAC; UN VERDOR TERRIBLE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El pasado 10 de abril, coincidiendo con el comienzo del último trimestre del curso, que cierra la temporada radiofónica de nuestro espacio, iniciábamos aquí una serie, que hoy llega a su sexta entrega de un total de siete, dedicada a las muy fructíferas relaciones entre literatura y cine. En los cinco primeros programas del ciclo, os propuse la lectura de algunos libros, todos excelentes, que han sido objeto de traslación cinematográfica en películas en su mayoría también magistrales: Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, Rebecca (con las “propinas” de Los pájaros y La posada Jamaica) y La última película (junto a Hud, el salvaje) obras literarias de John Steinbeck, Harper Lee, Daphne du Maurier, autora de Rebecca y sus “añadidos”, y Larry McMurtry, quien escribió las dos postreras; y de los responsables de las correspondientes versiones en la gran pantalla: John Ford, Robert Mulligan, Alfred Hitchcock, que llevó al cine los tres títulos, un cuento y dos novelas, de Du Maurier, y Peter Bodganovich y Martin Ritt, directores de The last picture show y Hud

En el caso de esta tarde, no se trata, en realidad, de un texto literario que haya sido a llevado al cine, sino de una novela, una excepcional novela, cuyo universo, su temática, parte de su trama argumental e incluso alguno de sus personajes, aparecen también en una película, de relativamente reciente actualidad y que ha ocupado en estos meses las primeras planas de periódicos y noticiarios a partir de su abundante “cosecha” de premios en los últimos Oscar “hollywoodyenses”. MANIAC, escrito así, con mayúsculas, es el título del deslumbrante libro, una novela que escapa a cualquier rígida clasificación genérica escrita por Benjamin Labatut y cuyo paralelismo con la triunfal Oppenheimer, la gran película de Cristopher Nolan, resulta, a mi juicio, más que evidente. 

Benjamín Labatut es un escritor chileno nacido en 1980 en Róterdam, aunque, transcurrida su infancia y adolescencia en La Haya, se instaló en Santiago de Chile, donde vive actualmente. Tras dos o tres publicaciones de diversa índole -un libro de relatos, algún texto de difícil catalogación-, su salto al primer plano del escenario literario mundial se produjo en 2020, cuando, en la editorial Anagrama, responsable igualmente de MANIAC, vio la luz Un verdor terrible, un libro magnífico, que también quiero recomendaros y que se convirtió en un brillante fenómeno editorial, traducido a treinta y dos idiomas, siendo ganador del Premio Galileo y el Premio Municipal de Santiago, y finalista de dos galardones de prestigio mundial, el Premio Booker Internacional y el Premio Nacional del libro en Estados Unidos para obras literarias traducidas al inglés. Desenvolviéndose en un ámbito similar al que luego describiré en MANIAC, el de la ciencia y los científicos, el libro, de no fácil adscripción genérica, a caballo de la ficción literaria, el ensayo divulgativo, la biografía parcialmente imaginaria, la recreación histórica y hasta la crónica periodística, merecería una emisión íntegra, dado el interés de su propuesta, la vastedad de los asuntos que trata y los múltiples aspectos, tanto estilísticos como de contenido, que resultan reseñables. Hay un muy notorio hilo conductor que guía el texto -en apariencia digresivo, mezclando historias y tiempos y personajes, realidad documentada y detalles inventados-, una serie de temas que constituyen el núcleo central del libro: la desmesurada evolución de la ciencia (Podemos despedazar átomos, deslumbrarnos con la primera luz y predecir el fin del universo con solo un puñado de ecuaciones, garabatos y símbolos arcanos que las personas normales no pueden entender a pesar de que gobiernan sus vidas hasta el más mínimo detalle. Pero no es solo la gente común: los propios científicos han dejado de entender el mundo. Mira la mecánica cuántica, por ejemplo, la joya de la corona de nuestra especie, la teoría física más precisa, hermosa y con mayor alcance que hemos inventado. Está detrás de internet, de la supremacía de nuestros teléfonos celulares, y ofrece la promesa de un poder computacional solo comparable a la inteligencia divina. Ha transformado nuestro mundo hasta volverlo irreconocible. Sabemos cómo usarla, funciona por una suerte de milagro, y sin embargo no hay un alma en este planeta, nadie vivo o muerto, que realmente la entienda. La mente no puede lidiar con sus paradojas y contradicciones), la superación de los límites racionales del conocimiento (el mundo que Heisenberg había descubierto era incompatible con el sentido común), las dificultades para comprender la creciente complejidad de nuestro universo (la súbita constatación de que eran las matemáticas –y no las bombas atómicas, los computadores, la guerra biológica o el apocalipsis del clima– las que estaban cambiando nuestro mundo a tal punto que en tan solo un par de décadas, a lo sumo, sencillamente no seremos capaces de entender qué significa ser humano), los riesgos a los que conduce el desarrollo tecnológico de las últimas décadas propiciado por descubrimientos científicos descomunales, las consecuencias para el destino de la humanidad de los hasta hace poco inimaginables avances de la física cuántica, de la teoría de la computación, de la experimentación biológica, la capacidad de la ciencia para construir “monstruos”, artificios “poshumanos” que cuestionan la moral, los valores, las verdades, que desafían las certezas (En el sustrato más hondo de las cosas, la física no había encontrado una realidad sólida e inequívoca (…) regida por un dios racional que tiraba de los hilos del mundo, sino un reino de maravilla y extrañeza, hijo del capricho de una diosa de múltiples brazos jugando con el azar), la razón, los principios éticos por los que nuestra especie -mal que bien- se ha venido rigiendo hasta nuestros días (Cuándo empezó toda esta locura. ¿Cuándo dejamos de entender el mundo?). 

Para llevar a cabo tan ambicioso y poco convencional proyecto, Labatut presenta, de un modo muy original y brillante, determinados episodios, todos singulares y significativos, de las vidas de algunos destacados científicos, Fritz Haber, Karl Schwarzschild, Alexander Grothendieck, Shinichi Mochizuki, Albert Einstein, Louis de Broglie, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg o Niehls Bohr, en situaciones y momentos en los que se produce un hallazgo, un descubrimiento, una revelación que muestra a la vez los límites y las posibilidades del conocimiento humano (Las historias que me atraen, ha afirmado el chileno en alguna entrevista, son aquellas en las cuales un ser humano se topa de golpe con algo que no es capaz de comprender). Y así, en relatos plagados de anécdotas, teorías, experimentos y delirios científicos, referencias culturales, apuntes biográficos, informaciones de todo tipo y narraciones entrelazadas, en inteligentes invenciones (esta es una obra de ficción basada en hechos reales. La cantidad de ficción aumenta a lo largo del libro; mientras que en «Azul de Prusia» [el primer y magistral capítulo] solo hay un párrafo ficticio, en los textos siguientes me tomé mayores libertades, tratando de permanecer fiel a las ideas científicas expuestas en cada uno de ellos), en capítulos apasionantes de lectura “magnética” (sorprende la irresistible atracción de un texto poblado de menciones a funciones de ondas, cálculos estadísticos, partículas subatómicas, objetos cuánticos, movimientos gravitacionales, ecuaciones, curvatura del espacio, enigmas matemáticos, paradojas físicas; y capaz, pese a todo ello, de provocar una lectura absorbente y hechizada, cierto que en ocasiones algo de no fácil comprensión para el profano), por el libro desfilan -en un repaso que forzosamente he de hacer a vuelapluma- infinidad de historias sorprendentes. 

Es el caso de las que se relatan en Azul de Prusia, el deslumbrante capítulo que abre el libro, con Fritz Haber como protagonista, el químico que creó el pesticida Zyklon sin saber que los nazis terminarían utilizándolo en los campos de exterminio para asesinar a miembros de su propia familia, en unas páginas en las que comparecen la invención del color que da título al capítulo; el descubrimiento del cianuro; los métodos clásicos de obtención de nitrógeno a partir de los huesos de los muertos; Frankenstein o el moderno Prometeo, el anticipatorio libro de Mary Shelley (una referencia que está también en la película de Nolan), con su alerta sobre el avance ciego de la ciencia; el genio matemático y padre de la computación Alan Turing, que se suicidó mordiendo una manzana inyectada, precisamente, con cianuro (en otro guiño que puede rastrearse en Oppenheimer); o el sentimiento de culpa de Haber, que llegaría a ser Premio Nobel de Química, por las dañinas consecuencias de su sustancial descubrimiento de un método para extraer nitrógeno del aire, porque su invención había alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible, en un texto que explica el título del libro. Y está también Karl Schwarzschild resolviendo abstrusos problemas matemáticos en las trincheras de la Gran Guerra, entre estallidos de mortero y nubes de gas, devorado por una enfermedad de la piel; lo innovador de sus demostraciones -la singularidad de Schwarzschild- chocó con el escepticismo de Albert Einstein. Y conocemos a Shinichi Mochizuki, creador de una nueva rama de las matemáticas, imposible de concebir (Para comprender mi trabajo es necesario que desactiven los patrones de pensamiento que han instalado en sus cerebros y que han dado por sentados durante tantos años). Y Alexander Grothendieck, un genio precoz de las matemáticas (Cuando (…) aún era un estudiante de pregrado en la Universidad de Montpellier, su profesor Laurent Schwartz le pasó un artículo que había publicado hacía poco y que incluía catorce grandes problemas no resueltos. Su idea era que Alexander eligiera uno de ellos para su tesis de grado. El joven, que se aburría enormemente en clases y era incapaz de seguir instrucciones, volvió tres meses después. Schwartz le preguntó cuál había elegido y qué tan lejos había podido avanzar. Alexander lo miró sin entender. Los había solucionado todos), cuya exacerbada inteligencia lo llevó al delirio místico, a la enfermedad mental y a la soledad, y que, extraordinariamente lúcido, avisaba de los peligros de la ciencia: No eran los políticos los que acabarían con el planeta, les dijo, sino los científicos como ellos que caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis

Y en otra fascinante sección del libro, Cuando dejamos de entender el mundo, que incluye una turbadora y emotiva intrahistoria ambientada en una clínica para enfermos de tuberculosis, asistimos, simultáneamente asombrados y perplejos, al feroz enfrentamiento entre Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, padres de la mecánica cuántica y defensores de teorías opuestas sobre la física, disputa en la que, con la presencia tutelar de Niels Bohr, afloran, como es natural, el principio de incertidumbre del primero y el famoso gato, a la vez vivo y muerto, del segundo. Y precursor también fue Louis de Broglie -excéntrico amante del art brut, aparte de científico brillante y adelantado (La tesis que tienen en sus manos demuestra que para cada partícula de materia –sea un electrón o un protón– existe una onda asociada que la transporta por el espacio, conclusión que Einstein saludó con entusiasmo: Es el primer débil rayo de luz en este dilema del mundo cuántico, el más terrible de nuestra generación)-, que en su ensimismamiento creativo, rayano en la locura, llegó a encerrarse en su casa durante tres meses, sin apenas comer ni beber; cuando su hermano forzó la puerta, temeroso de lo que podría encontrarse, avanzó por los pasillos y salones repletos de estatuas de basura, viendo por primera vez las escenas del infierno dibujadas a crayón, hasta que llegó a la sala principal de la muestra, en la cual se alojaba una réplica perfecta de la catedral de Notre Dame –incluyendo los rasgos de cada una de sus gárgolas–, fabricada solo con excrementos. Hay, además, un epílogo, de título El jardinero nocturno, muy bello, y que, en otro registro literario -es Labatut el que habla en primera persona-, opera como resumen del libro. 

En octubre de 2023, y siguiendo, en cierto modo, la estela temática de Un verdor terrible, se publicó MANIAC, que también está alcanzando, a escasos meses de su aparición, un extraordinario éxito de ventas y crítica. MANIAC es una novela; singular, original, especialísima, pero novela, ficción al fin, por mucho que su base real sea muy consistente, sus personajes individuos históricamente existentes, la mayor parte de los pasajes y episodios narrados constatables documentalmente. En síntesis muy reduccionista, el libro, en su mayor parte, narra la vida de John von Neumann, el científico húngaro de origen judío, nacido en Budapest en 1903 y fallecido en 1957 en Estados Unidos, país en el que se había nacionalizado veinte años antes. Neumann, un genio de una inteligencia descomunal (Fue el ser humano más inteligente del siglo XX), destacó en muy distintas áreas científicas: matemáticas, física cuántica, teoría de juegos, lógica, ciencias de la computación, economía, cibernética, entre otros muchos campos. Fue -y por ello ha pasado a la historia- uno de los padres, quizá el más relevante, de la bomba atómica (una de las ideas más diabólicas en la historia de la humanidad, tan peligrosa y cínica que es un verdadero milagro que hayamos sobrevivido), principal responsable, pues, por su papel sobresaliente en el Proyecto Manhattan, la investigación sobre las armas nucleares llevada a cabo por el Gobierno de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, de las terribles explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki que pusieron fin a la contienda, abriendo a la vez una imparable escalada armamentística, que llega a nuestros días y cuyas probables, dramáticas e irreversibles consecuencias han planeado -y siguen haciéndolo- sobre el ser humano (Lo que estamos creando ahora es un monstruo cuya influencia va a cambiar la historia. ¡Si es que queda algo de historia!). 

Para dar cuenta de la trayectoria personal y profesional de von Neumann, Labatut no se ajusta a una semblanza biográfica al uso, sino que elige un planteamiento literario muy poco convencional. El libro aparece estructurado en tres partes, de muy diferentes extensión y alcance. La primera de ellas, Paul o El descubrimiento de lo irracional, apenas treinta deslumbrantes, dramáticas y terribles páginas, se abre con un comienzo sobrecogedor: En la madrugada del 25 de septiembre de 1933, el físico austriaco Paul Ehrenfest entró en el Instituto Pedagógico del profesor Jan Waterink para niños discapacitados en Ámsterdam, le disparó a Vassily, su hijo de catorce años, y luego se pegó un tiro en la cabeza. Vassily padecía síndrome de Down y en sus cortos años de vida había sufrido muy duras incapacidades físicas y mentales que obligaron a su padre a recluirlo en diversos sanatorios y hospitales. El científico, de origen judío, íntimo amigo de Einstein, entusiasta profesor, dedicado en cuerpo y alma a la enseñanza, espantado ante la llegada de los nazis al poder, sabedor del aciago futuro que esperaba a su hijo discapacitado -a finales de mayo de aquel año Alemania había legalizado la esterilización eugenésica- trasladará al chico a la clínica de la capital holandesa en la que, al poco tiempo, sumido en la depresión, abrumado por la frenética corriente de sinrazón que imperaba en la sociedad alemana, pondría fin a la vida de ambos. La torturada figura de Ehrenfest permite al autor adentrarse en uno de los ejes temáticos de su libro, el de la irracionalidad. Ehrenfest se “borra” de un mundo que cambia de manera acelerada y que ya no puede entender ni desde el punto de vista social, ni desde el personal, ni desde el científico. En lo social, lo aterra la siniestra influencia del nazismo -y eso que aún estamos en 1933, el horror solo se muestra en germen-, la arbitrariedad del Reich, con su desprecio a los judíos, su pseudociencia eugénica y su odio homicida, el infierno enloquecido hacia el que se encamina la sociedad de su tiempo. En lo personal son su propia inestabilidad psicológica, su incapacidad para soportar la incertidumbre reinante, su carácter depresivo, sus conflictos sentimentales (estaba partido en dos, desgarrado entre la sincera devoción que sentía hacia su esposa y la dolorosa euforia que le causaba [su amante] Nelly) los que lo sumen en un estado de angustia paralizante, de desesperado sufrimiento, de ausencia de energía y expectativas vitales (¿Por qué la gente como yo está condenada a seguir viviendo?). Por último -en un plano anticipatorio en esas primeras páginas del libro y que acabará por resultar central en el resto de la novela-, su cosmovisión científica -Ehrenfest es uno de los fundadores de la física cuántica-, basada en la racionalidad, en la lógica, en la exactitud y previsibilidad matemáticas, su creencia en el orden, las certezas, el convencimiento de que el mundo estaba protegido y cada cosa estaba en su lugar, cobijadas por una fuerza que hermanaba el dolor y el placer, la luz y la oscuridad, el orden y el caos, con la vida y la muerte enroscadas en una espiral, entrelazadas de tantas formas que nunca seremos capaces de separarlas; toda esa armonía inspiradora se ve desbaratada por la irracional evolución de la ciencia, por la rapidez de los nuevos descubrimientos, por los vertiginosos avances que afloran en los artículos y en las charlas de sus colegas, rebosantes de ideas, supuestamente revolucionarias, en las cuales él no veía otra cosa que la industrialización de la física y que provocan en él un desconcierto tal que ya no era capaz de distinguir un orden razonable en el universo, no reconocía leyes naturales ni patrones, solo una vorágine vasta y desmedida en expansión constante, preñada de caos, infectada por el sinsentido y desprovista de cualquier tipo de inteligencia o ley. Los insondables abismos, de hondura imprevisible, hacia los que se dirige la ciencia, la fuerza oscura e inconsciente que se estaba infiltrando poco a poco en la cosmovisión científica, lo superan y lo espantan, lo desgarran y mortifican, privando de sentido a su vida y su trabajo: 

La razón hoy está desvinculada de los aspectos más profundos y fundamentales de nuestra psique, y temo que nos arrastrará hacia delante por el hocico, como a una mula borracha. Sé que lo ves tan claro como yo, pero la mayor parte del tiempo me siento solo, como si fuese el único ser humano capaz de dar testimonio sobre cuán bajo hemos caído. Estamos de rodillas, rezando al dios equivocado, una deidad infantil y cruel que se esconde en medio de un mundo corrupto que no puede gobernar ni comprender. ¿O es que lo hemos creado, a nuestra repugnante imagen y semejanza, y luego nos hemos olvidado de ello, como los niños que dan luz a los monstruos que los acechan, sin darse cuenta de que son ellos mismos quienes tienen la culpa de sus desvelos? 

Monstruos, deidad cruel e infantil, creación repugnante, razón desvinculada del alma, metáforas de un desarrollo científico (del que la locura, el fanatismo, el delirio hitlerianos corren en paralelo a modo de “ilustración” emblemática y reveladora) que nos estaba empujando hacia un futuro en el cual nuestra especie ya no tendría un lugar, sino que sería reemplazada, más temprano que tarde, por algo completamente monstruoso. Todo ello será la causa última de la cruenta escena con la que se abre el libro, en una historia aparentemente descontextualizada del resto de la obra. 

Pero solo aparentemente, porque esa idea matriz (que ya vislumbra Goya ciento cuarenta años antes de la bomba nuclear: el sueño de la razón produce monstruos) es el leitmotiv de la sección central de la novela (y de la obra entera, en realidad), John o Los delirios de la razón, doscientas cincuenta páginas que giran sobre John von Neumann, cuya vida y obra Labatut nos presenta en una larga veintena de “acercamientos” contados en otros tantos capítulos por una quincena de personajes (algunos repiten) pertenecientes a su esfera personal (la madre, Margit, su hermano, Nicholas Augustus, sus dos esposas, Mariette Kövesi y Klára Dan, su hija, Marina) y a la profesional (con un elenco de lo más destacado de la ciencia de la época: Eugene Wigner, George Pólya, Theodore Von Kármán, Gábor Szegö, Richard Feynman, Oskar Morgenstern, Julian Bigelow, Sydney Brenner y Nils Aal Barricelli). Mientras en la primera parte del libro era la voz del novelista la que daba cuenta de los hechos relevantes de la figura del protagonista de ese apartado, Paul Ehrenfest, aquí la aproximación a Von Neumann se hace, al modo de una indagación o un expediente policial, a través de los testimonios de esos diversos narradores, en una alternancia de voces (de identificación, en ocasiones, algo confusa o caótica) que permite al lector, a partir de la pluralidad de puntos de vista, “construir” su propia imagen del “biografiado”. Siguiendo esta perspectiva coral vemos al científico en tres dimensiones fundamentales, imbricadas en un hilo más o menos cronológico: anécdotas y detalles de su vida personal y profesional; observaciones y apuntes sobre su psicología, su carácter y su compleja personalidad, indescifrables incluso, en muchos casos, para quienes compartieron su vida con él; y, claro está -en un rasgo “marca de la casa” Labatut-, las ideas y las teorías, los axiomas y los teoremas, los problemas y los debates científicos -expuestos con rigor aunque de manera accesible para cualquier lector con un mínimo de formación- que estuvieron en el centro de la revolucionaria etapa de la física, las matemáticas, la química, la ingeniería, la cibernética o la estadística que se vivió en la primera mitad del siglo XX (una era de transformaciones sin precedentes) y en la que se encuentra el germen de la investigación nuclear, de la teoría cuántica y (en un efecto que llega a nuestros días, se prolongará en el futuro y ocupa la tercera parte del libro) del desarrollo de la inteligencia artificial, innovaciones todas que cambiarían el mundo conocido de una manera incontrolable y peligrosa, incorporando desde entonces a las vidas de la humanidad entera un enorme, imprevisible y espantoso riesgo de autodestrucción total (¿Cómo pudimos traer esos demonios al mundo? ¿Cómo nos atrevimos a jugar con fuerzas tan terribles que podían borrarnos de la faz de la Tierra, o enviarnos de vuelta a un tiempo previo a la razón, cuando el único fuego que conocíamos brotaba de los rayos que dioses iracundos nos lanzaban desde el cielo mientras nosotros temblábamos en las cavernas?). A este respecto, y de manera muy significativa, una de las tres partes en las que se subdivide esta sección nuclear -en todas las acepciones del término- del libro, se abre con dos citas que recogen sendos textos del propio John Von Neumann y de Robert Oppenheimer (aparte de los científicos que “hablan” en la obra, en el texto de Labatut afloran muchos otros, como Oppenheimer, Einstein, Niels Bohr, David Hilbert, Leo Szilard, Enrico Fermi, Kurt Gödel, algunos de los cuales, como el mismo Oppenheimer, aparecen también en la película de Christopher Nolan). Von Neumann: Todos éramos niños de pecho respecto a la situación que había surgido, a saber, que de pronto estábamos lidiando con algo capaz de hacer estallar el planeta. Oppenheimer: Sabíamos que el mundo no iba a ser el mismo. Algunos rieron, algunos lloraron, casi todos permanecieron en silencio. Yo recordé aquel verso de las escrituras hindúes, de la Bhagavad Gita: Vishnu está tratando de persuadir al príncipe para que cumpla su deber; para impresionarlo, adopta su forma de múltiples brazos y le dice: «Ahora me he convertido en la Muerte, la Destructora de Mundos». Supongo que todos pensamos en eso, de una u otra forma

Así, en la dimensión “personal”, el primero de los enfoques de la biografía del genio (el cerebro de von Neumann podía indicar un paso evolutivo más allá del Homo sapiens), conocemos episodios muy reveladores de la prodigiosa infancia en Budapest de Jancsi (apócope de su nombre húngaro, Neumann János Lajos), el niño superdotado que deslumbraba a sus maestros (ese niño de diez años había resuelto, en un instante y sin esfuerzo alguno, problemas que le habrían devanado los sesos a cualquier matemático competente). A través de las palabras de su madre (inventadas, pese a la más que probable base real; no se olvide que estamos ante una obra de ficción), sabemos que, diferente desde el principio, es un niño temerario, chismoso, travieso, extravagante, mimado, feroz, que come todo el día y lee toda la noche. De su hermano es una anécdota muy elocuente, la enloquecida fascinación de Jancsi por el avanzado telar mecánico que su padre llevó a la casa, un mecanismo automático que podía tejer tapices, brocados y textiles siguiendo patrones almacenados en tarjetas perforadas, un muy incipiente germen de lo que en la actualidad es la computación, que llevaría a Neumann, años después, a desarrollar ese método de las tarjetas perforadas para almacenar la memoria de sus computadoras. Son muchas -y muy destacadas- las manifestaciones, constantes a lo largo de su vida, de su intelecto superior, de su portentosa singularidad (En este mundo solo hay dos tipos de personas: Jancsi von Neumann y el resto de nosotros), sus asombrosas hazañas intelectuales infantiles (había aprendido a leer antes de cumplir los dos años; que sabía hablar alemán, inglés, francés, latín y griego antiguo; que a los seis años ya era capaz de dividir, mentalmente, dos números de ocho dígitos, y que un verano, muerto de aburrimiento después de que su padre lo dejara encerrado en la biblioteca familiar por haberle prendido fuego al cabello de su profesor de esgrima, se aprendió de memoria los cuarenta y cinco tomos de la historia general de Wilhelm Oncken), su formación enciclopédica (Se enroló en el programa de ingeniería química en el Eidgenössische Technische Hochschule de Zúrich (una institución tan exigente que Albert Einstein no pudo siquiera pasar el examen de ingreso) y a la vez se matriculó como alumno de matemáticas en la Universidad de Budapest, y también estudió en la Universidad de Berlín. No conozco a nadie capaz de asumir un peso tan grande y salir triunfante, pero a él le tomó solo cuatro años obtener un título de ingeniero químico y un doctorado en matemáticas), su meteórica carrera (solo tenía veintisiete años y ya era un profesor titular en Princeton que viajaba sin descanso entre América, Budapest, Gotinga y Berlín), su capacidad de absorber conocimiento de todo lo que lo rodeaba, su ansia lectora (Leía con avidez, día y noche. En una ocasión lo vi llevar dos libros al baño por temor a que se le acabara el primero antes de haber terminado), su memoria ilimitada y extrañísima (a los cuarenta años podía citar, palabra por palabra, un libro que había leído a los seis, pero luego sufría al no poder recordar el nombre de un colega), la lucidez de su pensamiento incontenible (su mente padecía un hambre voraz. A lo largo de su vida tuvo que revolotear de una rama de la ciencia a otra, incapaz de contenerse, como esos desdichados colibríes que deben comer sin cesar a riesgo de morir), su desmesurada pasión por la lógica, su claridad deslumbrante. Esa descollante brillantez (he conocido a mucha gente brillante a lo largo de mi vida. Conocí a Planck, a von Laue y a Heisenberg. Paul Dirac fue mi cuñado, Leo Szilard y Edward Teller fueron algunos de mis amigos, y también trabajé con Einstein. Pero ninguno de ellos tenía una mente tan rápida y aguda como la de János von Neumann. Lo dije en presencia de esos hombres, más de una vez, y nadie me contradijo), es percibida por sus empequeñecidos colegas (Crecer tan cerca de él fue una maldición. A menudo me pregunto si mi horroroso complejo de inferioridad (que ni siquiera el Premio Nobel pudo disminuir) es consecuencia de haber tratado a Jancsi durante la mayor parte de mi vida) como excepcional (un alienígena había aterrizado entre nosotros), revolucionaria y también, en cierto modo, amenazante (había sabido, en ese mismo instante, que von Neumann cambiaría el mundo, aunque no fuese capaz de imaginar cómo). 

Pero esta genialidad intelectual va acompañada de unas extraordinarias limitaciones psicológicas (Me parece que esa facilidad de pensamiento también tenía su lado oscuro), marcadas por el exceso y la hiperactividad de su mente, eléctrica, volcánica e incandescente, hasta el punto de que a su lado Albert [Einstein] parecía una tortuga ponderosa y aburrida. Unas insuficiencias que las declaraciones de sus dos mujeres y de alguno de sus colaboradores ponen de manifiesto. Mariette Kövesi, que lo conoce, cuando ella tenía tres años y él pocos más, en un ambiente familiar de prósperos miembros de la alta burguesía judía de Budapest y con la que se casaría en 1929, desvela, más allá del prodigio de su mente, su torpeza para la vida “normal” y su discutible condición como persona: El gran von Neumann. Un verdadero mensch [buena persona]. ¡Dios de la ciencia y la tecnología! ¡Rey de los consultores! ¡Padre de la computación! Me muero de risa. Si los demás lo conocieran tanto como yo… Ese tipo no podía atarse los zapatos. ¡Inútil! Peor que un bebé. Si lo dejabas solo en casa, se moría de hambre frente a los fogones de la cocina. Un bobo, adorable, pero bobo al fin. Tal vez por eso siempre lo quise. Me preocupé por él hasta el último día de su vida. Y su segunda esposa, Klára Dan, corrobora ese diagnóstico: uno de los grandes misterios de la vida, o de mi vida, al menos, es que un individuo tan inteligente como mi esposo pudiese ser, al mismo tiempo, un completo idiota. Vemos así a un individuo ensimismado (era un ser sin esperanza, a la deriva, perdido y lleno –como yo siempre lo estuve, a reventar– de energía, potencial y deseos que no podía satisfacer, ya que no era capaz de encontrar nada que los contuviera, nada a lo que entregarse por completo), carente de empatía (no entendía las inseguridades que torturan al resto del mundo; nuestras incertidumbres, la incomodidad, la falta de autoestima que atormenta a las personas comunes y corrientes, le eran ajenas, porque siempre fue más inteligente y mejor que los demás), tortuoso en la relación con el otro sexo (era el más asqueroso de todos en cuanto a sus relaciones con las mujeres). Su deslumbrante capacidad para la ciencia no oculta una pobre calidad humana; así lo ve el ingeniero y físico Theodore Von Kármán: Era como hablar con dos personas al mismo tiempo. Brillante pero infantil, profundo pero increíblemente superficial. Tan chismoso ¡y tan borracho! Y añade: Espiritualmente, era un ignorante, sin duda, pero creía en la lógica de manera incuestionable (…) Más que un ser humano, parecía una máquina que fabricaba artículos. Sus carencias emocionales, psicológicas, espirituales se exacerban cuando, huyendo del nazismo, se instalará en Estados Unidos: En América, von Neumann se convirtió en un mercenario, una mente a sueldo, cada vez más seducido por el poder y por quienes lo ejercen. Desde las distintas facetas de este retrato prismático de von Neumann, la fotografía humana del personaje resulta vulgar, mediocre, deplorable (Había algo levemente siniestro en János. Escalofriante incluso. Un aura de inteligencia que irradiaba desde sus grandes ojos marrones y que incluso el más idiota (…) era capaz de distinguir, porque él no podía enmascararla del todo con sus comentarios vulgares, su verborrea incontenible y sus chistes judíos de mal gusto que, por supuesto, no hacían reír a nadie), poseído por su ciega pasión científica, enloquecido por su proyecto delirante, por su racionalidad exacerbada (para mí fue una inspiración. Pero también lo encontré un poco repulsivo, porque estaba claramente excitado, preso de un ardor que jamás vi en otro científico). 

Y todo ello se muestra de un modo muy notorio en la tercera faceta que Labatut nos ofrece en su construcción literaria de von Neumann, esa vertiente científica del libro que concentra lo esencial de su interés, en unos capítulos que se leen con la fruición y el placer de una subyugante novela. En este sentido resulta crucial la incorporación del personaje al famoso, ya histórico y aún controvertido Proyecto Manhattan, esa inusual concentración de ingenieros, matemáticos y físicos, todos grandes lumbreras en sus respectivos campos, venidos del mundo entero y encerrados en un laboratorio ultrasecreto en Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, entregados a la tarea, de todo punto demencial -por la escala del proyecto, la velocidad con que pasaban las cosas y el arma que estábamos construyendo-, de fabricar, en una vertiginosa carrera contra los nazis, una bomba atómica que decantara la guerra hacia el lado aliado (Si Hitler tenía la bomba antes que nosotros, era el fin del mundo. Estábamos convencidos de eso. Los alemanes tenían toda la ventaja. La fisión había sido descubierta en el Instituto Kaiser Wilhelm durante las vacaciones de Navidad de 1938, cuando Lise Meitner y Otto Frisch dedujeron cómo se podía dividir un átomo de uranio. Así que tuvimos que trabajar como locos para tratar de alcanzarlos). El relato de esta empresa, grandiosa, épica, alucinada es trepidante y en él se suceden situaciones y episodios extraordinarios: los entresijos de la construcción del artefacto, con la descripción de los retos científicos y técnicos que conllevaba y de las fases seguidas en su superación; la realización de las primeras pruebas y simulaciones de la detonación del aniquilador ingenio; las estrictas exigencias de las autoridades en relación con el secreto de los experimentos; los consiguientes lances de espionaje, con la presencia de algún topo que pasaba información a los soviéticos; los inconmensurables riesgos derivados de la fabricación y uso de la destructiva bomba, tanto a muy corto plazo, con la posibilidad, ciertamente factible, de que la explosión le prendiese fuego a la atmósfera y que todos los seres vivos del planeta muriesen calcinados por el fuego o por la falta de oxígeno, como a largo plazo, con la sombra del apocalipsis universal, tal como refleja el acrónimo que alguien inventó para la implementación más torcida de una de las ideas de von Neumann: MAD, abreviatura de Mutually Assured Destruction. Destrucción mutua asegurada; las dudas y discrepancias surgidas entre la comunidad científica acerca de la conveniencia de seguir con las investigaciones, con la carta, firmada por más de ciento cincuenta miembros del Proyecto Manhattan, con la petición al presidente estadounidense de no usar la bomba contra los japoneses; el empecinamiento fanático de von Neumann en, por el contrario, implicar al gobierno, el ejército y la industria privada en lo que Einstein una vez llamó «las grandes tecnologías de la muerte», su férrea voluntad de promover que Estados Unidos lanzara un ataque nuclear sorpresa contra la Unión Soviética (Si ustedes me dicen que los bombardeemos mañana, yo les digo que lo hagamos hoy. Si ustedes me dicen hoy a las cinco, yo digo ¿por qué no a las tres?), una intención no fundada en una arbitraria y despiadada obstinación, sino basada, por el contrario, en la profunda convicción de que para alcanzar la paz debíamos desatar una tormenta nuclear que destruyera por completo la URSS, antes de que ellos pudiesen desarrollar sus propias bombas atómicas. El futuro que él imaginaba, una vez que se disipara la radiación nuclear y contabilizáramos a los muchos millones de muertos, era una larga Pax Americana, un periodo de estabilidad más extenso que cualquiera que el mundo haya conocido, a costa de un precio descomunal; la oposición de Oppenheimer (Con la creación de la bomba atómica, los físicos conocieron el pecado, y este es un conocimiento que no pueden olvidar.» Eso dijo Oppenheimer. Un hombre convencido de que tenía las manos manchadas de sangre. Muy especial ese tipo, más grandilocuente y brillante que cualquiera que haya conocido). 

Y, finalizada la guerra tras la hecatombe nuclear, el libro da cuenta de la evolución posterior de las investigaciones, en las que se encuentra el embrión de las tecnologías de la computación; de la creación -alentada por el exacerbado radicalismo del húngaro y por lo ilimitado de sus saberes- de un ordenador -¡en 1950!- tan poderoso que pudiera llevar a cabo los enormes cálculos necesarios para crear la bomba de hidrógeno; de la utilización del talento de infinidad de computadoras, en sentido literal, pues se trataba de mujeres, para hacer cálculos a una velocidad asombrosa (Era escalofriante ver a esas mujeres (casi todas eran mujeres) comportándose como máquinas, operando de la misma forma en que lo hacen las computadoras de hoy); de la posterior construcción de pequeños ordenadores -ridículos en capacidad, potencia y velocidad en relación con los actuales (Una vez le pregunté si realmente creía poder replicar la vida en una memoria de cinco kilobytes. Era todo lo que teníamos. Cinco kilobytes)- para hacer frente a tareas de una complejidad creciente; de la invención de una máquina prodigiosa, capaz de transformar el pensamiento humano desatando el poder de la computación ilimitada: el analizador matemático, integrador numérico y computadora, la Mathematical Analyzer, Numerical Integrator and Computer, la MANIAC (así bautizamos a nuestra máquina); de la utilización del superpoder de MANIAC para acelerar la carrera armamentística termonuclear (las bombas de hidrógeno cobraron vida en el interior de los circuitos digitales de una computadora antes de estallar en nuestro mundo. Porque habría sido casi imposible crear armas termonucleares sin la máquina de von Neumann); de las diversas pruebas para verificar la eficacia de los mortíferos instrumentos, como, a modo de ejemplo paradigmático, el ensayo, en otoño de 1952, en una isla del atolón Enewetak en el sur del Pacífico, protagonizado por Ivy Mike, un monstruo verdadero, el primer prototipo del arma más letal creada en la historia de la humanidad, [que] explotó con una fuerza quinientas veces mayor a la de las bombas que usamos para masacrar a doscientos cincuenta mil personas en Japón; del siniestro precipicio al que se abrió la humanidad entera tras la creación de ese poder demoledor. Esta segunda sección se cierra con el deceso del científico víctima de un cáncer, diagnosticado en un estado muy avanzado, con metástasis en la clavícula, que le obligaría a someterse a una operación de emergencia. El libro da cuenta también de sus últimos y angustiosos días (Creo que mi padre sufrió la pérdida de su mente más de lo que yo vi sufrir a ningún otro ser humano, en cualquier otra circunstancia, dirá su hija), hasta su muerte en febrero de 1957. 

Pero desde la explosión de la bomba H hasta su fallecimiento, von Neumman desarrolla una intensa y ardorosa actividad intelectual, incluso en su lecho de muerte (sufrió inmensamente, pero incluso cuando estaba alucinando por el dolor, de alguna manera lograba recuperarse lo suficiente para tener nuevas ideas, Dios sabe cómo. Una vez me dijo que había imaginado un mecanismo que le permitiría, en sus palabras, «escribir solo con la conciencia, sin la necesidad de medios físicos», aunque nunca logró desarrollarlo. Pero sí hizo muchas otras cosas mientras agonizaba), trabajando en frentes muy diversos, canalizando su desbordante interés por el cerebro y los mecanismos del pensamiento, su enamoramiento de la biología y la autorreplicación y poniendo en marcha innovadoras ideas sobre la computación, las máquinas autorreplicantes y los autómatas celulares. En lo que parecían absurdos delirios de un hombre moribundo, Jancsi estaba persuadido de la posibilidad de crear una máquina que tuviera vida propia y, convencido de ello, intentó crear un esquema integral de autorreplicación que abarcase la biología, la tecnología y la teoría computacional, aplicable a todo tipo de vida, ya fuese en el mundo físico o en el reino digital, en este planeta o en cualquier otro. La llamó la «Teoría de los autómatas autorreplicantes», y trabajó en ella hasta que ya no pudo sostener un lápiz. Aun incompleta, es una maravilla: con la misma claridad y precisión de todas sus obras anteriores, estableció las reglas lógicas que subyacen a la autorreproducción, años antes de que supiéramos cómo la vida en la Tierra había implementado una versión de aquel modelo a través del ADN y el ARN. Pero Jancsi no estaba pensando en seres biológicos. Él soñaba con una forma de existencia completamente nueva. Su teoría considera lo que sería necesario para que entidades no biológicas –sean mecánicas o digitales– comenzaran a reproducirse y ser sujetos de un proceso evolutivo. Mi amigo dedicó prácticamente toda su energía mental, cada vez más escasa, a concebir formas de desencadenar un segundo Génesis

Esta iluminadora, atrevida, anticipatoria e inquietante conexión entre desarrollo armamentístico, investigación nuclear, innovaciones en la biología, progreso tecnológico y avances en las ciencias de la computación (la carrera armamentista le dio la financiación necesaria a Johnny para construir la MANIAC, y luego esa máquina permitió la fabricación de las bombas), abre el libro a su tercera, asombrosa, soberbia, fascinante, perturbadora, inolvidable y muy brillante sección, centrada en el desarrollo de la inteligencia artificial. Titulada Lee o Los delirios de la inteligencia artificial, no hay tiempo ya apenas para comentar la genialidad, la belleza y la perfección de sus cien páginas, cuya lectura, por sí sola, justifica la adquisición del libro. Baste decir que en ella, con un brío narrativo excepcional, Labatut nos narra la historia del campeón surcoreano Lee Sedol, nacido en 1983, maestro de Go 9.º dan, apodado “la piedra fuerte”, el jugador más creativo de su generación en ese juego oriental enrevesado, complejísimo, inabarcable en sus millones de variaciones posibles (Labatut transcribe, en unas líneas que provocan vértigo, la cantidad de posiciones que las reglas permiten en un tablero de Go, una cifra inconcebible que nadie pudo calcular con exactitud hasta el año 2016: 208.168.199.381.979.984.699.478.633.344.862.770.286.522.453.884.530.548.425.639.456.820.927.419.612.738.015.378.525.648.451.698.519.643.907.259.916.015.628.128.546.089.888.314.427.129.715.319.317.557.736.620.397.247.064.840.935), entrelazada con la crónica de la relativamente reciente aunque acelerada y frenética evolución de la investigación computacional, a partir de los hallazgos de, entre otros, von Neumann. De este modo, el texto nos ofrece apuntes sobre el juego, sobre sus orígenes de leyenda, sobre su historia, sobre la sencillez de sus reglas -una paradoja, dada la dificultad del desarrollo de las partidas-, sobre la deslumbrante trayectoria del surcoreano, iniciada como niño prodigio, imbatido en el juego ya a los cinco años, sobre su entorno familiar, sobre su carencia de educación formal y su anodina vida personal, amante del K-pop hasta el punto de que se pasaba las tardes escuchando a un grupo de seis chicas que coreaban canciones de amor y saltaban por el escenario vestidas con diminutas minifaldas (lo que provocaba la irritación de su mujer y la vergüenza de su pequeña hija), sobre su descomunal talento y su arriesgado estilo de juego, sobre su filosofía de vida y los valores que guiaron su dedicación profesional al Go (Yo no pienso, yo juego. El Go no es un juego o un deporte, es una forma de arte. En juegos como el ajedrez o el shogi se empieza con todas las piezas sobre el tablero, pero en el Go se empieza con el vacío, se empieza con la nada, y luego los dos jugadores van añadiendo blanco y negro sobre el tablero, y crean una obra de arte. La infinita complejidad del Go, toda su belleza, brota de la nada), sobre su ascensión a lo más alto de la clasificación mundial (A los treinta y tres años, Lee Sedol ya había ganado el segundo mayor número de títulos internacionales en toda la historia del Go, y era considerado un virtuoso del más alto calibre). 

Y justo en ese momento, cuando Lee Sedol estaba en la cima de su carrera, fue desafiado a jugar un campeonato de cinco partidas contra un sistema de inteligencia artificial: AlphaGo, creado por Google DeepMind, la compañía de investigación y desarrollo en IA, creada en 2010. La competición se jugó en el Hotel Four Seasons de Seúl, en marzo de 2016, y el relato de su apasionante transcurso constituye el núcleo central de esta última sección de la novela, con la imbricación de los dos planos ya mencionados, la endiablada dificultad del Go y sus insondables enigmas y la ilimitada potencia de cálculo de un entonces todavía embrionario sistema de inteligencia artificial que hoy, ocho años después de la confrontación, asombra y alarma al mundo. Hay espacio, así, para que el lector conozca el progreso de la ciencia en este excitante ámbito: los vislumbres de von Neumann en relación con la autorreplicación (sobre todo en un artículo muy breve pero poderoso sobre lo que se necesita para crear una máquina que se replique a sí misma); las exploraciones de Alan Turing en torno a la posibilidad de dar vida a una inteligencia no humana, mediante la programación informática (La clave de su enfoque era lograr que dicho programa aprendiera de manera similar a como lo hacen los niños, recibiendo retroalimentación constante de un «padre» humano); la genialidad anticipatoria de Demis Hassabis, creador de AlphaGo, un niño prodigio del norte de Londres que a los cuatro años de edad vio a su padre jugando al ajedrez contra su tío, y les preguntó si acaso podían enseñarle cómo mover las piezas por el tablero. A las dos semanas ninguno de ellos podía vencer al chico; la accidentada carrera empresarial de DeepMind, ignorada en sus inicios por los inversores, logrando repuntar tímidamente cuando una de sus creaciones, Deep Blue, el programa de IBM, derrotó al campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, a finales de los noventa, y objeto de compra multimillonaria por Google en 2014. Y todo ello ilustrado con los grandes hitos de este irrefrenable proceso de dominio de los ordenadores sobre el ser humano: tras la estruendosa victoria sobre el ruso en 1997, las computadoras se volvieron superiores a los seres humanos en el ajedrez, y en su enfrentamiento con Lee Sedol, AlphaGo abriría, en su ya legendaria jugada 37 de la segunda partida, una nueva era para la humanidad: Cuando los historiadores del futuro observen nuestra época y traten de encontrar el primer destello de la inteligencia artificial, es muy posible que lo hallen en una jugada de la segunda partida entre Lee Sedol y AlphaGo, que tuvo lugar el 10 de marzo de 2016: el movimiento 37. De la inquietante capacidad de la inteligencia artificial para contener el universo da prueba otro dato asombroso que Labatut nos ofrece: el número de partidas posibles en un juego de Go, incluyendo entre ellas la absurdas, las irracionales, las descabelladas, las que ni siquiera un principiante consideraría, excede un gúgolplex [10 elevado a 10 elevado a 100], una cifra tan vasta que es físicamente imposible escribirla en su forma decimal completa, ya que para hacerlo necesitaríamos más espacio del que hay disponible en todo el universo. Pero no solo esa inconmensurable capacidad de cálculo está ya al alcance de la inteligencia artificial, sino que en su enfrentamiento con el surcoreano, la máquina demostró, además, su creatividad: Yo estaba seguro de que AlphaGo funcionaba a partir de un cálculo de probabilidades, y que era solo una máquina. Pero luego vi esta jugada y cambié de parecer. Sin duda, AlphaGo es creativo. Ese movimiento me hizo ver el Go bajo una nueva luz. ¿Qué significa la creatividad en el Go? Porque esa jugada no solo fue buena, o poderosa, o completamente nueva. Fue significativa, y llena de sentido, afirmaría Lee tras la revolucionaria jugada. ¿Cómo era posible que el equipo de DeepMind hubiese programado un algoritmo para que jugara de esa manera?, se preguntaron, estupefactos. La realidad es que no lo habían hecho. El movimiento 37 no formaba parte de la memoria de AlphaGo, tampoco había sido fruto de una regla preestablecida, o el producto de una heurística general que hubiese sido codificada a mano en su cerebro de silicio. Fue creada por el propio programa, sin ninguna intervención humana

He ahí el siguiente paso en esta evolución demoníaca: los expertos construyeron una nueva máquina, que a diferencia de las anteriores, no se nutría de ninguna experiencia -humana- previa sino que simplemente le dieron las reglas y la dejaron jugar contra sí misma. Al principio ejecutaba movimientos al azar, completamente irracionales, pero en un abrir y cerrar de ojos evolucionó hasta ser imbatible. Se ha transformado en la entidad más poderosa que el mundo haya conocido en Go, ajedrez y shogi. Su nombre es AlphaZero, en lo que constituye el desasosegante punto final del libro. 

Y en esas estamos, en un acelerado, desbocado, inimaginable proceso de transformación tecnológica de efectos imprevisibles y que quizá nos lleve, desde la experiencia germinal de la investigación atómica propiciada por las teorías de von Neumann, a una suerte de civilización “poshumana”. Y de esa imprevisibilidad de la ciencia, de los riesgos que el crecimiento progresivo, exorbitante del saber científico y de los descubrimientos que conlleva, habla también -y poniendo el foco en el mismo momento iniciático, la experiencia del Proyecto Manhattan- Oppenheimer, la excepcional película de Cristopher Nolan, sobre la que ya solo puedo dejar algunas muy breves notas. La cinta, estrenada en el mundo entero hace casi un año, el pasado julio, se alzó en la reciente ceremonia de los Oscars con siete galardones, otorgados, en la vertiente artística, a la película, al director, a su actor principal, Cillian Murphy y al actor secundario, Robert Downey Jr., ambos soberbios, y, también, a la fotografía, la banda sonora y el montaje, también espléndidos, como, en general, lo es la entera construcción técnica de la cinta (en este sentido, y como curiosidad reveladora, Nolan filmó con cámaras de 65 milímetros, una opción complicada y muy cara, que ya había puesto en práctica en Interstellar y Dunkerke y permite una mayor calidad de imagen y audio, al parecer deslumbrante si la película se ve en una de las escasas salas -apenas una treintena- que en el mundo admite la proyección en 70 milímetros). 

Como en el caso de MANIAC, la película es una particular biografía de su protagonista, el físico estadounidense Robert Oppenheimer, otro de los padres de la bomba atómica. La singularidad, en este caso, consiste en que el acercamiento a su figura se circunscribe, en su mayor parte, a una etapa muy concreta de su vida pues, basada en un libro monumental, Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, la biografía escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin, la película gira sobre la inusitada experiencia vivida por un puñado de científicos del grandioso Proyecto Manhattan (que duró tres años, involucró a cuatro mil personas empleadas y supuso el gasto de dos mil millones de dólares) en Los Álamos, en un escenario coincidente con el de la novela de Labatut, aunque con la ausencia absoluta de von Neumann, al que ni siquiera se cita. Dentro de ese marco general, el filme presenta dos partes distintas, que se entrelazan de un modo muy brillante y eficaz, con el uso de flashbacks y el cambio del color al blanco y negro. En primer lugar, la historia de cómo se desarrolló la bomba atómica, con las repercusiones filosóficas y morales de la relación entre los científicos y el impacto que sus hallazgos tienen en la vida de las personas, en este caso la muerte de cientos de miles de civiles tras el bombardeo de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. La actuación introspectiva e intensa de Murphy traslada al espectador las dudas, el sentimiento de culpa, la responsabilidad, la angustia, los miedos, la ansiedad y la zozobra de Oppenheimer, haciéndole reflexionar sobre las consecuencias del desarrollo tecnológico y de los avances científicos, en la dimensión central de la obra, que conecta con muchas de las preocupaciones que hoy alarman a la humanidad. La segunda parte de la película trata sobre lo que le sucedió a Oppenheimer después de la guerra, cuando se convirtió en una autoridad en política nuclear global y fue marginado por la clase dominante estadounidense bajo el pretexto de su antigua conexión con el comunismo durante los años del macartismo. Y esta vertiente “política” se desarrolla en dos tiempos, conectados entre sí, un perturbador interrogatorio -una encerrona, en realidad- a cargo del Comité de Actividades Antiamericanas, en el que se cuestiona a un Oppenheimer ya investigado por el FBI y el Departamento de Seguridad interna del Proyecto Manhattan a causa de esas supuestas relaciones con el Partido Comunista durante la Guerra Fría, descreditándolo ante la opinión pública y limitando su posición e influencia; y una comisión en el Senado norteamericano en la que se evalúa el nombramiento del antiguo jefe del científico, Lewis Strauss, Presidente de la Comisión de Energía Atómica, como miembro de la Cámara. Por entre estos dos planos principales afloran infinidad de otros episodios y subtramas de interés: la destacada trayectoria académica de un Oppenheimer juvenil, ya infeliz y un punto desequilibrado; una historia romántica con una amante, que interpreta Florence Pugh; el matrimonio con Kitty, papel que corresponde a Emily Blunt; el contacto con Albert Einstein, Niels Bohr y otros científicos; el drama judicial, por así llamarlo; las intrigas y el juego sucio, tanto entre los investigadores como entre las autoridades y responsables políticos; el desafortunado encuentro de Oppenheimer con el presidente Truman, interpretado por un Kevin Bacon irreconocible… 

Estos diferentes frentes se nos ofrecen con un virtuosismo técnico sobresaliente. El ritmo acelerado, la fragmentación cronológica de la narración, el cambio de escenarios y la presencia de numerosos personajes, la envolvente, estremecedora y en ocasiones terrorífica banda sonora de Ludwig Göransson, la fotografía, prodigiosa en color y en blanco y negro, de Hoyte Van Hoytema y el montaje, también espectacular, de Jennifer Lame, hacen que las tres horas de proyección pasen en un suspiro, embebido el espectador en una experiencia inmersiva magistral. 

En fin, no hay tiempo para más. Dos novelas, MANIAC y Un verdor terrible, y una película, Oppenheimer, las tres excepcionales, constituyen mi ambiciosa propuesta de esta tarde, que ahora cierro con una canción citada en el último libro de Benjamín Labatut y con uno de sus más esclarecedores fragmentos. Heartbreak Hotel, de Elvis Presley, “suena” en el capítulo de la novela narrado por Marina, la hija de von Neumann, y ahora complementa musicalmente esta desmesurada reseña, en una grabación de 1956. Y una estampa de los últimos momentos del científico, devorado ya por el cáncer, y en la que, pese a ello, se nos da cuenta de sus inconmensurables logros, le pone el punto final. 


Cuando el cáncer se extendió a su cerebro y empezó a destruir su mente, el ejército de Estados Unidos lo recluyó en el Centro Médico Militar Walter Reed. Dos guardias armados custodiaban la puerta. Nadie podía verlo sin el permiso explícito del Pentágono. Un coronel de la Fuerza Aérea y ocho aviadores con el más alto nivel de autorización secreta fueron puestos a su disposición a tiempo completo, a pesar de que muchos días no era capaz de hacer otra cosa que gritar como un demente. Era un matemático judío de cincuenta y tres años, un extranjero que había emigrado a Estados Unidos desde Hungría en 1937, y sin embargo, a los pies de su cama, estaban el contraalmirante Lewis Strauss, el presidente de la Comisión de Energía Atómica, el secretario de Defensa, el subsecretario de Defensa, los secretarios de la Fuerza Aérea, el Ejército y la Marina, y los jefes del Estado Mayor Militar, atentos a cada una de sus palabras, añorando un chispazo final del genio que les había prometido un control divino sobre el clima del planeta, el mismo que creó la primera computadora moderna, las bases matemáticas de la mecánica cuántica, la teoría de los juegos y del comportamiento económico y las ecuaciones para la implosión de la bomba atómica, el profeta que anunció la llegada de la inteligencia artificial, las máquinas autorreplicantes, la vida digital y la singularidad tecnológica, agonizando frente a sus ojos, perdido en el delirio, muriendo al igual que cualquier otro hombre.

Videoconferencia
Benjamín Labatut. MANIAC

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