Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de mayo de 2024

MARTIN AMIS. LA ZONA DE INTERÉS; LA FLECHA DEL TIEMPO
  
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece hoy un programa que es una suerte de continuación de los de las semanas precedentes, con los que comparte un cierto hilo conductor, aunque con algún elemento diferente que lo hace singular. Desde el pasado 10 de abril, nuestro espacio se ha detenido en libros, en su mayor parte de gran calidad literaria, que han sido objeto de traslación a la gran pantalla en películas también muy estimables cuando no obras maestras. Es el caso de, entre otras, Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, Rebeca y La última película, obras de John Steinbeck, Harper Lee, Daphne du Maurier y Larry McMurtry que estaban en la base de excelentes películas homónimas dirigidas por John Ford, Robert Mulligan, Alfred Hitchcock y Peter Bodganovich, todos los cuales, libros y filmes, cuentan con, al menos cincuenta años de antigüedad. Además, y hace solo siete días, os hablaba aquí de MANIAC, la excepcional novela de Benjamín Labatut y, en paralelo, de la película de Cristopher Nolan, Oppenheimer, que sin vínculo expreso alguno con el libro, sí comparte el marco de referencia en que ambos se mueven. 

Esta semana clausuramos esta serie cinéfila con mi recomendación de un libro, relativamente reciente, de 2014, que ha visto su versión en el cine hace solo unos meses, a mediados de 2023, un título -el cinematográfico- que obtuvo, entre otros muchos galardones, el Gran Premio del Jurado del festival de Cannes. Se trata de La zona de interés, novela del escritor Martin Amis y película del también británico Jonathan Glazer. Pero además de su inclusión, como cierre, en este ciclo de propuestas literarias vinculadas al cine, el título aparece aquí por otro motivo, y es que hace diez días, el 19 de mayo, se cumplió el primer aniversario de la muerte de Amis, uno de los escritores más brillantes de una generación que ha dado una destacada cantidad de novelistas de talento: Kazuo Ishiguro, Julian Barnes, Hanif Kureishi, Ian McEwan, Vikram Seth y Graham Swift, todos ellos abundantemente publicados en España, a partir de los años ochenta del pasado siglo, por la editorial Anagrama. 

La primera edición española de La zona de interés es de octubre de 2015 y apareció en el seno de la editorial Anagrama en traducción de Jesús Zulaika. Amis, del que he leído casi todos sus libros y cuya obra prácticamente íntegra ha visto la luz en la editorial catalana, es el autor de títulos formidables como El libro de Rachel, su primera novela, Éxito, la magnífica Dinero, Campos de Londres, Tren nocturno, La información, otra obra excepcional, Kobe el temible, Lionel Asbo: El estado de Inglaterra o La casa de los encuentros, que yo presenté en Todos los libros un libro hace ahora diez años y que guarda un cierto paralelismo con mi propuesta de hoy, al estar centrada en la realidad de los campos de internamiento soviéticos, en los más sórdidos y fríos sótanos del gulag, mientras que La zona de interés pone el foco, bien que de un modo ciertamente singular, en otra experiencia igualmente cruenta, la de los campos de exterminio nazis, en particular el de Auschwitz. En ambos casos, Martin Amis nos muestra el horror hitleriano y el estalinista de un modo libre, descarnado y sin ningún tipo de prejuicio o de anteojeras ideológicas, lo cual resulta llamativo -o al menos poco usual- en relación con el delirio del socialismo real, pues mientras a casi nadie le cabe duda alguna, sea cual sea la opción ideológica o política que uno elija para situarse en la vida, a la hora de repudiar la experiencia nacionalsocialista hitleriana, hasta el punto de que hoy en día existe una absoluta unanimidad sobre la indiscutible realidad de la monstruosidad nazi, sin que quepa debate sobre el asunto en los ámbitos científico, académico o teórico, en los que se acepta como incontrovertible la verdad de un genocidio suficientemente probado, con evidencias, testigos, documentos que dan fe y acreditan la horrenda realidad de los inhumanos campos de concentración (una unanimidad que no desmiente sino que confirman algunos minoritarios y extremistas grupúsculos de entidad escasamente relevante), sin embargo, no ocurre otro tanto con la experiencia estalinista de la Unión soviética. Todavía el marxismo, sostenía Amis, y la tesis sigue estando vigente, goza de un inexplicable prestigio intelectual, incompatible con la devastación y el espanto y la abyección y la tortura y las violaciones y los asesinatos y los millones de muertos debidos a Stalin y su frío terror organizado. Unos episodios todavía no suficientemente descritos en la literatura, un silencio sorprendente, y sospechoso, dada la magnitud de la aberración y la barbarie. Razones todas por las que merece la pena leer aquel La casa de los encuentros reseñado hace una década y por las cuales resulta también aconsejable adentrarse en este más actual e igualmente magnífico La zona de interés, en el que, una vez más, se manifiesta el espíritu controvertido, atrevido, polémico y hasta provocador de Amis. 

No obstante, antes de entrar en el análisis del libro que centra la presente emisión quiero hablaros brevemente de otra novela de su autor, también extraordinaria, también vinculada -aunque de un modo más indirecto- al ámbito del nazismo, el Holocausto y Auschwitz y que, pese a los treinta años largos transcurridos desde su publicación, yo he releído ahora precisamente por su conexión con el tema que nos ocupa: La flecha del tiempo, publicado por primera vez en 1991 y aparecido en España en 2010, en Anagrama, como el resto de su obra, y en traducción de Miguel Martínez Lage. El libro es lo suficientemente interesante, original y subyugante, y resulta además, en muchos sentidos, tan “anticipatorio” de La zona de interés que hoy protagoniza nuestro espacio, que sería, por sí mismo, merecedor de una reseña autónoma, detallada y exhaustiva. No es, sin embargo, la ocasión para llevarla a cabo, por lo que, reprimiéndome, me limitaré a daros cuenta de modo sucinto de su muy singular trama argumental y a subrayar algunos aspectos por los que su lectura me parece altamente recomendable. 

Quien acceda a La flecha del tiempo a partir de estas palabras podrá legítimamente preguntarse por la pretendida conexión del libro con La zona de interés y la cruel experiencia del Holocausto que constituye el núcleo esencial de esta última obra. Y es que durante ciento cincuenta de las más de doscientas páginas de la novela, dicho asunto no comparece más que de modo muy episódico, secundario y menor, hasta el punto de poder pasar inadvertido para el lector que desconozca ese vínculo: una referencia sobre los judíos hecha al paso, una imagen ominosa -pero que a esas alturas de la obra surge descontextualizada y, por tanto, enigmática y difícilmente inteligible- de una silueta masculina ataviada con algo así como una bata blanca (una bata blanca y almidonada, impecable, de médico). Y botas negras.... Por el contrario, la novela se inicia con un episodio absolutamente alejado, en el espacio y el tiempo, a ese motivo sustancial. El protagonista, Tod Friendly, es un anciano al que conocemos en la actualidad (recuérdese que el libro es de 1991) en su lecho de muerte, en Wellport, Estados Unidos, reviviendo -literalmente- de una experiencia inexplicable: Desperté del más negro sueño y me encontré rodeado de médicos. El capítulo avanza y con él, el extraño episodio queda atrás. Pasan las semanas y es dado de alta del hospital. Al poco de llegar a su hogar, sufrirá un infarto mientras se ocupa de su jardín. Se suceden las estampas de su vida, encuentros con mujeres, su trabajo como médico, luego un traslado a Nueva York desde donde ha estado recibiendo crípticas cartas cifradas, contacto con un misterioso Reverendo Nicholas Kreditor, problemas con la acreditación de la ciudadanía estadounidense. Y ahora hay un viaje a Europa, en barco, en 1948, “hacia la guerra”, y muchas experiencias más. Como quizá puede colegirse de esta muy peculiar síntesis, que probablemente haya sumido al lector -al oyente- en una cierta perplejidad, la historia de este proteico Tod Friendly (el adjetivo cobrará pleno sentido si se avanza un poco más en mi reseña) está contada “al revés”, en el elemento estilístico más significativo, desconcertante, atrevido, aunque sobresaliente y magistral, de una novela llena de “experimentos”. En efecto, Amis cuenta la trayectoria vital de su personaje yendo de adelante hacia atrás, pero no al modo acostumbrado en los casos en que un escritor usa este tipo de recurso, es decir, enlazando pasajes que reflejan la vida de los personajes en distintos tiempos, empezando por los días del presente, prosiguiendo con los inmediatamente anteriores y finalizando con los más remotos, contados todos ellos siguiendo las reglas de la lógica y la causalidad (y son muchas las obras, también en el cine -el recurrente “X años antes”-, que se ajustan a esta estructura en flashback), sino -y por ello el “tour de force” literario es verdaderamente arriesgado (y, siendo exitoso, altamente elogiable)- rompiendo el convencional nexo causa/efecto, de tal modo que los hechos del presente “preceden” a los del pasado y, en cierto modo, los provocan, son su germen y fundamento, su causa y razón. Y, por ello, el Tod Friendly al que Amis nos muestra en las primeras páginas del libro “volviendo” de su muerte, retrocederá en el tiempo y, cuando llega a esa Europa inmersa en la Segunda Guerra Mundial -ahora convertido ya en un joven John Young- seguirá rejuveneciendo, despojándose de identidades falsas, será Hamilton de Souza en Lisboa y se refugiará en el Vaticano, donde adquirirá una nueva y definitiva personalidad, Odilo Unverdorben, con la que atravesará los Alpes, en dirección a Alemania, se esconderá en refugios de montaña, pajares y granjas, para llegar por fin a Alemania, recuperando su identidad primitiva, la de un siniestro médico nazi, un asesino ejecutor de judíos en Auschwitz, encargado de la administración del gas venenoso que asfixiaba a sus indefensas víctimas en las cámaras del campo: Era yo, Odilo Unverdorben, quien se encargaba personalmente de retirar los cartuchos de Zyklon B y de confiárselos al farmacéutico de la bata blanca, en una confesión que permite conocer la clave última del libro y que, además, sirve como ejemplo revelador de la “implacable lógica regresiva”, como ha señalado un crítico, con arreglo a la cual se estructura su audaz propuesta inversa: él introduce los cartuchos, que previamente ha recibido de los farmacéuticos, en los dispositivos de las cámaras de gas, si leemos la confesión bajo la óptica de la razón discursiva convencional. 

En una segunda muestra del prodigioso talento de Martin Amis, la estructura narrativa introduce una sorpresa adicional para el simultáneamente estupefacto y maravillado lector, consistente en la creación de una segunda voz narrativa, la de la conciencia o el alma de su personaje central, que corre en paralelo a las peripecias “retroactivas” de su “doble”. Este narrador en tercera persona -en ocasiones utiliza el “nosotros”, la primera persona, para referirse a la experiencia que comparte con su alter ego-, “cree” que la flecha del tiempo corre, en efecto hacia atrás, y, confuso (También es posible que me falten datos para hacerme un juicio cabal de las cosas. Sea como fuere, para mí el mundo no tiene pies ni cabeza. Por ejemplo, estoy indisolublemente unido a Tod, pero él no sabe de mi existencia. Y me siento solo), por tanto, describe los acontecimientos vividos sin acabar de entenderlos (Fíjense en esto. Rejuvenecemos. En serio. Y nos fortalecemos. E incluso crecemos), en un estado de permanente desconcierto (¿Por qué entro en casa caminando hacia atrás? Espera. ¿Se pone el sol, o amanece? ¿Cuál… cuál es la secuencia del viaje que estoy haciendo? ¿A qué reglas obedece? ¿Por qué cantan los pájaros de ese modo tan raro? ¿Hacia dónde me encamino?). La brillantez de Amis -también su fino humor y ciertas dosis de exhibicionismo- se muestran aquí en toda su plenitud, porque la narración está repleta de pasajes en los que la descabellada lógica del relato obliga al lector a reconsiderar los hechos descritos desde una perspectiva insólita. Así, por ejemplo, ciertos diálogos que hay que reinterpretar (—Neib. Neib —dice la dependienta de la farmacia. —Neib —me sumo a sus monosílabos—. ¿Lat éuq? —Mm-mmm. Isa, Isa —dice la dependiente mientras desenvuelve mi loción para el cabello), la cronología invertida (Todos los días, cuando Tod y yo terminamos de leer la Gaceta, la devolvemos al quiosco. Me fijo bien en la fecha. Y ¿saben qué pasa?: después del 2 de octubre es 1 de octubre. Después del 1 de octubre es 30 de septiembre), la extrañeza del pago de los servicios sanitarios (Las madres le pagan sus servicios con antibióticos, los cuales a menudo parecen la causa del dolor de los bebés), las consultas médicas en las que los pacientes “entran” ilusionados y “salen” envueltos en pesadumbre (A decir verdad, no se les ve demasiado animados cuando se marchan. Retroceden, se alejan de mí con los ojos muy abiertos. Y ya está: se han ido. Hacen sólo una pausa para cumplir con una obligación que encuentro bastante absurda: llamar quedamente a la puerta al salir); la incomprensible desaparición de la gente (Sé que la gente desaparece. Cuando desaparece, ¿adónde va a parar? Esa pregunta no hay que hacerla jamás. Nunca. No es asunto tuyo. Los niños pequeños que ves por las calles empequeñecen sin cesar. Llega un momento en que es necesario confinar sus movimientos a un cochecito, y después a una especie de mochila. O bien los llevan en brazos y procuran apaciguarlos; claro, les entristece tener que marcharse. Durante los meses finales lloran más que nunca. Y ya no sonríen. Las madres se dirigen después al hospital. ¿Adónde, si no?), las inconcebibles “rupturas” con las amantes (para cuando haya llegado a tomarles verdadero aprecio, a ellas y a sus deliciosas manías, empezarán a retroceder, irreversiblemente, alejándose de mí, con besos cada vez más leves, con brevísimos apretones de mano, con el roce de una pantorrilla enfundada en una media por debajo de la mesa, con una sonrisa. Responderán con evasivas a las flores y los bombones. Sí, eso ya lo he vivido antes. Luego, un buen día, te miran como si no te conociesen. Y después te enteras de que han cambiado de trabajo, de que se han ido a vivir a otra ciudad. De repente, tienen hijos que han de matricular en la universidad, o viven con algún vejestorio al que llaman su marido), el inconcebible proceso que supone el alimentarse (Comer tampoco tiene ningún atractivo. Primero apilo los platos limpios en el lavavajillas, que funciona estupendamente, diría que al igual que todos los demás electrodomésticos que me ahorran trabajo, hasta que llega un hijoputa gordinflón vestido con mono y los estropea con sus herramientas. Pero de momento funciona. Así que sacas un plato sucio, recoges unos restos de comida del cubo de la basura y esperas un poco. Pronto mi garganta envía a mi boca una serie de masas informes de diversos alimentos, y después de darles un habilidoso masaje con la lengua y los dientes, los escupo al plato, donde acabo de esculpirlos con el cuchillo, el tenedor y la cuchara. Por lo menos, esto es bastante terapéutico, a no ser que te las tengas que ver con una sopa o un puré. Eso sí que puede ser su muerte. Después viene el laborioso proceso de enfriar los alimentos, reunirlos, envasarlos y llevarlos al supermercado, en donde, todo hay que decirlo, se me retribuye con prontitud y generosidad por mis ímprobos esfuerzos. Luego, me paseo entre los estantes con un carrito o una cesta, dejando los botes y los paquetes en su lugar correspondiente) e, incluso, la ironía cáustica de Amis no se para en barras, el defecar (¿Son figuraciones mías, o esta manera de vivir es realmente extraña? Por ejemplo, toda la vida, todo el sustento, todo lo que tiene algún sentido (y buena parte del dinero) derivan de un solo aparato doméstico: la cadena del retrete. Al terminar el día, antes de tomarme el café, allá voy. Y ya está allí: ese humillante y cálido olor. Me bajo los pantalones y tiro de la mágica cadena. De pronto, ahí está todo, incluido el papel higiénico, que desdoblo y enrollo después, con destreza, en el portarrollos. Acto seguido, me subo los pantalones y aguardo a que se me pase el dolor. El dolor, tal vez, de todo el proceso, de tanta dependencia. No es de extrañar que gritemos al hacerlo. Un rápido vistazo al agua limpia en la taza). 

Además de estas muy llamativas singularidades, la novela interesa -y con ello pongo fin a mis comentarios sobre ella- por la propia fuerza de la narración, que describe varias vidas en una; por el esfuerzo que exige a la inteligencia del lector, obligado a reconstruir los chocantes episodios adaptándolos a la estructura argumentativa “normal”; por el mencionado y muy explícito sentido del humor -polémico también, como apuntaré a propósito de La zona de interés, por aparecer junto a los dramáticos sucesos del exterminio-; por los continuos juegos verbales (Tod es muerte en alemán; Friendly, amigable, como la vida norteamericana del protagonista; Young, apela a la juventud del personaje; Unverdorben es incorrupto, pero en la realidad “al contrario” del libro, quizá sea inocente); y, sobre todo, por los temas “serios” que trata: la ruptura de la percepción convencional del tiempo, y por tanto la reflexión sobre su irremisible transcurso; la inversión de la cronología como metáfora de la subversión de los valores que representa el nazismo; la necesidad de recuperar el pasado y la dificultad de la memoria; la imposible y en el fondo irreal construcción de la propia identidad, hecha de fragmentos deslavazados que solo adquieren consistencia por un deliberado acto de voluntad; el inevitable y fatal destino, la fatalidad y el libre albedrío; la maldad y su consabida banalidad; la mayor parte de los cuales están presentes también en La zona de interés, otra excepcional novela. 

El comienzo de La zona de interés no puede ser más idílico. Ella volvía de la Ciudad Vieja con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida —casi una columnata— de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes… “Ella” es Hannah Doll y el narrador nos la presenta con tintes dulces, delicados, algo etéreos, hasta románticos, aunque con algún detalle inquietante: Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas, también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza hacia atrás, y la garganta tensa (…). Ahora las tres cruzaban el camino de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hierro, y siguió hacia delante. Y entraron en el Kat Zet; en el Kat Zet I. 

Kat Zet es el modo en que se transcribe la pronunciación en alemán de KZ, la abreviatura de Konzentrationslager, campo de concentración. Hannah Doll (a quien en otro pasaje de la obra se describe como ajustada al ideal nacional de la feminidad joven: impasible, rústica, de constitución idónea para la procreación y el trabajo duro) es la esposa de Paul Doll, el comandante de uno de esos campos, el muy terrible de Auschwitz, trágico lugar de exterminio de millones de judíos, la Zona de Interés, que incluye amplios terrenos, talleres y dependencias varias y el centro residencial de las SS. Ese fragmento inicial marca el tono de la novela, en la que se nos muestra el lugar desde una perspectiva insólita, no acostumbrada: estamos en agosto de 1942, los días luminosos de verano, la vida fluyendo plácidamente, madres paseando con sus hijas, jardines rebosantes de coloridas flores, inocentes juegos infantiles, invernaderos con plantas y hortalizas, apacibles excursiones campestres, ricas comidas servidas en el comedor de los oficiales, tediosa burocracia en las oficinas, cálidas reuniones en las alcobas. A su alrededor, en un plano apenas visible, se oculta, solo intuida, otra vida, si se la puede llamar así, la de cientos, miles de personas que sufren, tiemblan, lloran y se extinguen en un silencio solo a veces roto por algún grito, algún lamento, algún disparo. 

La primera gran muestra del extraordinario talento de Amis que se destaca, entre otras muchas, en esta su particular aproximación al horror del Holocausto, es este planteamiento tangencial, podríamos decir, oblicuo, que consiste en hacer que el lector se transporte a los escenarios del exterminio, que no los abandone en ningún momento de su lectura, pero sin mostrarlos más que de manera lateral, indirecta, en sordina, porque el relato se centra en la experiencia -“paralela” a la atrocidad, aunque imbricada, indiscernible, causa necesaria de ella- de los responsables del campo, de las autoridades y los oficiales nazis en su despreocupada cotidianidad, ese entorno agradable que, día tras día, en su funcionarial rutina, dejarán atrás, con solo traspasar las alambradas a pocos metros de sus “hogares”, para entregarse a su labor de verdugos, a la humillación, la explotación, los abusos, las violaciones, los asesinatos, las masacres, los experimentos criminales, a la “pulcra”, eficaz y muy racional aniquilación de millones de seres humanos indefensos, que comparece, sin embargo, bajo la apariencia de un trivial e insustancial protocolo administrativo. 

No obstante, pese a que el autor elige que el escenario de la novela sea un, por así decirlo, “Auschwitz sin Auschwitz”, la poderosa y fatal realidad del horror del campo aflora como un persistente telón de fondo de la despreocupada vida de los asesinos a través, y ello constituye otro de los aciertos mayores de libro, de la recurrente presencia del olor, el tufo hediondo y pestilente de los cadáveres, de las cremaciones, de las vísceras vaciadas por el terror, que “flota”, repugnante y ominoso, como inmaterial pero constatable testigo de la barbarie, en numerosos pasajes del libro, impregnado así de una atmósfera de espanto y pavor: 

El olor en el Bloque 4 era un olor diferente; no era la rotunda putrefacción del prado de la pira, ni el olor difuso de las chimeneas (el del cartón con podredumbre húmeda, además, que recordaba, con su leve tufo a materia carbonizada, que los seres humanos venimos de los peces). No, era el olor fuerte y amedrentado del hambre: los ácidos y gases de digestiones frustradas, con una ligera emanación de orina. 

¿Sabe que aquí en la ciudad, aproximadamente de 6 de la tarde a 10 de la noche, nadie puede probar bocado? 
—¿Por qué no? 
—Porque el viento cambia de dirección y sopla desde el sur. Por el olor, Sturmbannführer. El olor nos llega del sur. 
—¿Y llega hasta aquí? Oh, tonterías —dije riendo con desenfado—. Son 50 kilómetros. 

El tufo era peor que nunca, y seguía empeorando y empeorando por momentos… Sentí que estaba en uno de esos sueños de cloaca que todos tenemos de vez en cuando…, ya saben, en los que parece que caes en un geiser espumeante de inmundicia caliente, como cuando se descubre una fabulosa bolsa de petróleo, y el líquido sigue saliendo y saliendo y anegándolo todo sin que tengan el menor efecto tus intentos de evitarlo. 

¿Y qué era aquel tufo almibarado (que las paredes y los techos eran incapaces de atajar)? 

Y este atípico acercamiento a un tema por lo demás muy transitado en la literatura y en infinidad de otras manifestaciones culturales se hace con una propuesta literaria y una estructura también originales y controvertidas, ajenas a clichés o simplificaciones reduccionistas. Porque, Amis, en lugar de contar, como tan a menudo ocurre en las novelas, desde la voz de un narrador omnisciente que, en cierto modo, siempre tiende a dotar de una pátina de objetividad al relato de los hechos (una apariencia de neutralidad que distancia al autor de la historia a la que se enfrenta, de tal manera que el lector pueda, libre de todo apriorismo, de toda influencia, formar su propia opinión sobre aquello que se le cuenta), cede en este caso la palabra a tres personajes, cada uno de los cuales habla, en distinta medida, desde la posición de los asesinos, de los victimarios, en una propuesta, interesante aunque arriesgada, que explica en parte la controversia y la polémica que han acompañado al libro desde su presentación. Incluso desde antes, pues cuando todavía era un manuscrito, se conoció que los habituales editores franceses y alemanes de Amis se habían opuesto a su publicación. Por parte de las editoriales, Galimard en Francia y Hanser Verlag en Alemania, se apuntaron motivos crematísticos -las supuestamente desorbitadas exigencias económicas del escritor- y razones literarias, pero ninguno de los dos prestigiosos sellos admitió lo que desde distintos frentes se sospechaba: el muy poco convencional enfoque con el que Amis había encarado un asunto tan sensible y delicado. Y es que, desde ciertos puntos de vista, la apuesta del británico puede resultar no solo políticamente incorrecta sino incluso irrespetuosa, en tanto esa voz de los verdugos se ofrece en un tono de naturalidad, en conversaciones informales, ligeras, banales, de una cotidianidad insulsa y despreocupada, con humor incluso -el ácido y negro humor seña de identidad de la literatura de Amis-, que, insisto, para algunos puede resultar en exceso desconsiderado, ofensivo o hasta cruel al afrontar unos hechos ya de por sí rodeados de atrocidad y brutalidad. 

El primero de los tres personajes cuyos relatos se van alternando en los seis grandes capítulos de la novela, es el oficial Angelus "Golo" Thomsen, alto, rubio, perfecto ario -el tonto del culo islandés, lo llama por su apariencia nórdica una de las muchas mujeres que frecuenta sexualmente, en una dimensión esta, la de la promiscuidad, el libertinaje, el abuso y la explotación sexual, muy presente en el libro. Sobrino de Martin Bormann, el secretario privado de Hitler, su difusa función en el campo, más allá de su tarea principal de seductor en serie (yo me había aprovechado mucho sexualmente de mi proximidad al poder), es servir de enlace entre el Reich y IG Farben, el conglomerado de la industria química que en Auschwitz financiará la construcción de un nuevo recinto (el Kat Zet III, que se sumará a los ya en funcionamiento Kat Zet I y II: Financiado enteramente por IG Farben, el Kat Zet III se había creado, con un escrúpulo literal, siguiendo el modelo de los Kat Zet I y Kat Zet II. Los mismos focos y las mismas torres de vigilancia, las mismas alambradas de espinos y de alta tensión, las mismas sirenas y patíbulos, los mismos guardias armados, las mismas celdas de castigo, el mismo entablado para la orquesta, los mismos postes de los azotes, el mismo burdel, el mismo Krankenhaus [hospital o enfermería] y el mismo depósito de cadáveres) con fines de investigación de guerra aprovechando la mano de obra esclavizada de los prisioneros de los campos en sus intentos de sostener el esfuerzo bélico alemán. 

Paul Doll es el comandante del campo, trasunto literario del sanguinario Rudolf Höss (hay un libro excelente, que yo presenté aquí en abril de 2015, sobre su figura: Hanns y Rudolf, de Thomas Harding, una mezcla de ensayo histórico y biografía novelada, publicado en 2014 por Galaxia Gutemberg), que, efectivamente, fue responsable de Auschwitz desde comienzos de 1940 hasta los primeros meses de 1945 cuando, en medio de la caótica liberación del recinto, logró escapar, haciéndose con una identidad falsa, para ser localizado algún tiempo después escondido en un granero de un pequeño pueblo en el norte de Alemania, en la frontera con Dinamarca. Detenido y juzgado, Höss fue colgado en el propio campo de Auschwitz, escenario de su crueldad, el 17 de abril de 1947. El Paul Doll de la novela de Amis es un individuo mediocre -soy un hombre normal con sus necesidades normales, dice de sí mismo-, caricaturesco, ridículo, patético, grotesco, un viejo borracho -así lo llaman sus hombres- que fuma a escondidas de su mujer, frente a la que se siente íntimamente empequeñecido, a la que en el fondo teme y con la que mantiene una insatisfactoria vida sexual hecha de sometimiento y cumplimiento obligado, por parte de ella, del “débito conyugal”. Este individuo anodino, banal, que, sin embargo, se considera a sí mismo la punta de lanza de este gran programa nacional de higiene aplicada en que consiste la planificación y puesta en práctica de la “solución final”, solventa con pasmosa naturalidad las crueles obligaciones propias de su cargo, las “enojosas” actividades burocráticas que conlleva la sangrienta intendencia del campo, las cuales, sin embargo, lo evaden de sus celos, sus caprichos infantiles, sus ansiedades y lascivias, sus arrebatos de violencia injustificada. 

El tercer narrador es el judío polaco Szmul, uno de los esclavos de la SK, los Sonderkommando, los cuervos del osario, encargados de llenar y vaciar las cámaras de gas del campo (Casi todo nuestro trabajo se hace entre los muertos, con tijeras pesadas, las tenazas y los mazos, los cubos con los residuos de gasolina, los cucharones, las trituradoras). Szmul es, por un lado, un hombre triste, cuyo destino conmueve (Somos los hombres más tristes del campo. De hecho somos los hombres más tristes de la historia del mundo. Y de todos estos hombres tristísimos yo soy el más triste. Y se trata de una verdad demostrable, e incluso mensurable. Soy, con cierta diferencia, el primer número, el número más bajo…, el número más antiguo. Además de ser los hombres más tristes que hayan existido, somos también los más repulsivos. Y sin embargo, nuestra situación es paradójica. Cuesta entender por qué somos tan repulsivos siendo como somos seres que no hacemos ningún daño. La cuestión es que podría argüirse que, en contrapartida, tampoco hacemos ningún bien. Pero somos infinitamente repulsivos, y también infinitamente tristes), aunque, a la vez, su ingrata tarea repele, en tanto es el líder de los judíos que ayudan a los nazis en su trabajo de exterminio y eliminación de sus congéneres, una actividad no exenta de oprobio y vergüenza, pues permite a quienes las llevan a cabo no solo salvar sus vidas, o al menos retrasar su muerte, a costa del cruel asesinato de sus semejantes sino también, en más de un caso, traficar de manera ultrajante con los bienes que las víctimas dejan atrás antes de adentrarse en los hornos. Su relato, que siempre aparece de modo más breve que el de los otros dos narradores, se mueve entre estos dos extremos, lo abyecto de su colaboración con los monstruos criminales a los que obedecen, en ocasiones con saña, y lo conmovedor y trágico de su circunstancia («O te vuelves loco en los primeros diez minutos», se dice con frecuencia, «o te acostumbras a ello.»). Szmul es, en cierto modo, un mártir, responsable, por tanto, de dar testimonio de la ignominia (Märtyrer, mucednik, martelaar, meczonnik, martyr: en todas las lenguas que conozco, la palabra viene del griego martur, que significa «testigo». Nosotros, los Sonders, o algunos de nosotros, daremos testimonio), y héroe, también, con sus ambigüedades (Hay aún tres razones, o excusas, para seguir viviendo: la primera, para dar testimonio; la segunda, para exigir una venganza mortífera. Yo estoy dando testimonio, pero el espejo mágico no me devuelve la imagen de un homicida. O no todavía. La tercera, y más crucial, que salvamos una vida (o la prolongamos) en cada transporte: a veces ninguna, a veces dos; una media de una por transporte. Y un porcentaje del 0,01 no es un porcentaje del 0,00. Y son invariablemente varones jóvenes). 

De manera muy sutil, Amis, deja pistas acerca del modo en que las palabras de los tres “relatores” llegan al lector. Szmul dice: enterraré todo lo que he escrito, en el termo, debajo del grosellero espinoso. Y, en virtud de ello, no todo yo moriré; y Thomsen, al comienzo de la novela, señala: Mi cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad sus hojas, apuntando, quizá, al medio en que sus reflexiones quedarán reflejadas; por último, de manera algo más difusa, Doll redacta sus delirios infantiles y narcisistas y emite informes y cruza correspondencia y telegramas con las autoridades del régimen, sentado ante su escritorio, del que le distrae la llegada de la criada: Estaba en casa, inclinado sobre mi escritorio, sumido en una meditación cansada, cuando oí unas pisadas que se acercaban y luego se detenían

La zona de interés es también una historia de amor (cuyo desarrollo, esencial en la novela, no quiero siquiera esbozar), pues Thomsen se obsesiona primero y se enamora después de esa Hannah Doll fría, despótica, e insensible ante el mal que la rodea, y la presencia de esta dimensión tan “vital” en un escenario dominado por la muerte constituye otra de las posibles causas del rechazo o hasta el escándalo que su publicación pudo provocar. La evolución futura de esta historia romántica, si la podemos llamar de este modo, así como el destino final de los personajes se muestran en una suerte de recapitulación postrera -Lo que vino después-, muy emotivo y del que tampoco voy a desvelar ningún detalle salvo que obligará al lector a modificar, de manera relevante, sus impresiones y su valoración sobre la personalidad y el comportamiento de los protagonistas que se habían mostrado hasta entonces. 

Por lo demás, y a través de esta vía inusual y muy audaz literariamente, el libro (extraordinariamente documentado, como puede deducirse de su epílogo, en el que Amis da cuenta de las muchas y muy diversas fuentes en las que se basó para escribirlo) constituye una sobresaliente exploración de los temas que normalmente comparecen cuando se analiza el fenómeno del Holocausto. El consabido, y tantas veces traído aquí por mí, de la banalidad del mal, presente en muchos pasajes que retratan la insustancial “normalidad” de la vida de los oficiales nazis aparentemente ajenos -y, de no ser así, inmunes al menor atisbo de culpabilidad- a la tragedia que perpetran una vez traspasados los escasos metros que separan sus hogares de las zonas de exterminio (sirva de ejemplo significativo la carta entre el jefe de personal de IG Farben y el comandante Doll, que no requiere comentario: El transporte de 150 mujeres se realizó de forma correcta y llegaron en buenas condiciones. Sin embargo, nos fue imposible obtener resultados concluyentes ya que todas ellas murieron durante los experimentos. Volvemos a solicitar que sean tan amables de enviarnos otro grupo de mujeres de la misma cantidad y el mismo precio); la interesada complicidad, la connivencia despiadada y culpable de burócratas, empresarios, ingenieros (que tan bien describió Éric Vuillard en El orden del día, igualmente comentado aquí), como constatamos en este fragmento espeluznante: Las figuras que atrajeron mi atención (…) no eran los hombres vestidos de rayas, que formaban colas o avanzaban deprisa en hileras o se enredaban unos con otros en una especie de amasijo de ciempiés que se movieran a una velocidad antinatural, como extras en una película muda, desplazándose mucho más rápido de lo que les permitía su fuerza o su constitución, como en obediencia a una manivela frenética manejada por una mano furibunda. Las figuras que atraían mi atención no eran los Kapos que gritaban a los prisioneros, ni los suboficiales de las SS que gritaban a los Kapos. No. Lo que atraía mi mirada eran las figuras con traje de calle de ciudad, los planificadores, ingenieros, administradores de las fábricas de IG Farben de Frankfurt, Leverkusen, Ludwigshafen, con cuadernos de tapas de piel y cintas métricas retráctiles amarillas, pasando airosamente por delante de los cuerpos de los heridos, los inconscientes y los muertos; los oscuros abismos de la naturaleza humana, la brutalidad, violencia y la deshumanización de la experiencia de los campos como inexplicable muestra de la degradación de la humanidad a la que solo nuestra especie es capaz de llegar; la complicidad y la responsabilidad moral de los que obedecen o, sencillamente, se “dejan llevar” (Eramos obstruktive Mitläufer. Íbamos con la corriente. Íbamos con la corriente, colaborábamos, haciendo todo lo posible por arrastrar los pies y arañar las alfombras y los entarimados, pero íbamos con la corriente. Hubo centenares de miles de alemanes como nosotros, tal vez millones; un concepto, este de mitläufer, que era el eje central de otro libro excepcional que reseñé en Todos los libros un libro hace unos años, Los amnésicos, de Géraldine Schwarz); el sufrimiento humano, la frágil esperanza y la resistencia en un entorno de opresión extrema, sobre todo a través del personaje de Szmul, que, pese a sus contradicciones, refleja el poder de la humanidad para perseverar incluso en las circunstancias más desesperadas. 

En fin, una excepcional novela que está en la base de una muy distinta aunque igualmente formidable película del director británico Jonathan Glazer, ganadora de dos Oscar, ambos de importancia, a la mejor película internacional y al mejor sonido (y luego explicaré porque resulta descollante este galardón), tres Baftas, el Premio del Jurado y el de la Asociación de la Prensa en Cannes, entre otros muchos. La cinta es una adaptación muy libre, hasta el punto de constituir un creación artística totalmente diferente, de la novela de Amis, con la que solo comparte el título, la ubicación de la acción, el temible lager de Auschwitz, y la voluntad, presente en la novela, como ya hemos reseñado, pero desarrollada de modo más extremo en la versión cinematográfica (Amis aún describe en ocasiones la barbarie dentro de los lugares del horror y asesinato, opción que Glazer elude), de ofrecer la dramática experiencia del exterminio desde la lejanía -mediante el recurso técnico del “fuera de campo”, empleado, como luego veremos, de manera magistral- al posar su mirada, en apariencia fría y desapasionada, en lo que ocurre en la vivienda del comandante, en sus costumbres y rutinas familiares, en las gratas y apacibles existencias del militar, su mujer, sus hijos, sus compañeros de “trabajo”, sin conceder apenas protagonismo a lo que, de manera más convencional, siempre ha mostrado el cine: el retrato frontal del espanto, que aquí solo percibimos a través de alusiones indirectas, nunca expuesto abiertamente sino de un modo oblicuo e incidental, aunque igualmente sobrecogedor. 

No hay, pues, ni rastro del retrato a tres bandas, a tres voces, nada hay siquiera de las figuras de Thomsen y Szuml, ni del resto de personajes, singularmente los amigos de Golo, las prisioneras a las que frecuenta, que aparecen en el libro. Nada, por lo tanto, tampoco de las vicisitudes de la indefinida historia de amor, ni de las diversas tramas argumentales que se desarrollan en el “juego” entre los tres narradores; nada, por supuesto, del lenguaje ni del tono irónico. No están, siquiera, Paul y Hannah Doll, ficciones creadas por Amis, sino sus correlatos “reales”, los auténticos Rudolf Höss y su mujer Hedwig, que ocupan el centro de la trama, junto con sus cinco hijos, unos cuantos sirvientes, algunos amigos, un puñado de oficiales y, de manera incidental, los empresarios y ejecutivos de IG Farben que negocian los términos de la ampliación del campo. La película describe, en su mayor parte, la vida, algo austera, predecible, ordenada, sin excesos, de la familia: el jardín, las llamativas flores, un invernadero, la piscina repleta de niños, los juegos infantiles, los baños en el río, los picnics campestres, las labores domésticas, las conversaciones triviales, las comidas, las charlas conyugales, alguna discusión, los cotilleos de las mujeres, la salida de Rudolf hacia el trabajo, Hedwig que se afana en la intendencia del idílico hogar. A esta existencia sana, propicia, feliz, tranquila, corriente, convencional se le yuxtaponen las leves “anotaciones” del “otro mundo”, que atisbamos gracias a apuntes sutiles, como si Glazer quisiera huir de los subrayados, de los mensajes consabidos, demasiado explícitos: los altos muros, coronados por alambre de espino, que circundan la casa y la separan de las “otras” dependencias; las diversiones de los niños contaminadas inconscientemente por esa otra realidad apenas atisbada (el encierro en el invernadero, los juegos bélicos, los tambores que emulan el repiqueteo de las armas); la insensible Hedwig Höss probándose el abrigo de piel de un cautivo judío asesinado, escogiendo los bienes más codiciados de las víctimas expoliadas, amenazando por su torpeza a una criada, sin ira, sin énfasis, con naturalidad, indicándole que podría hacer que su poderoso marido esparciera sus cenizas por el pueblo polaco de la que la muchacha procede; el omnipresente humo de las chimeneas; y, sobre todo, el ruido constante, un rumor machacón e insistente, un zumbido persistente y opresivo, como de máquinas en continuo funcionamiento (los motores de la muerte, ha escrito algún crítico), punteado por sonidos de trenes, disparos amortiguados, gritos autoritarios y chillidos desgarradores (cuyo excepcional tratamiento técnico le ha valido el Oscar al mejor sonido a Johnnie Burn). Todo ello acompañado de una banda sonora inquietante, obra de Mica Levi, en un tratamiento sobresaliente del “fuera del campo” que recogen las cámaras, que trae al espectador todo lo que Glazer no quiere mostrar: los convoyes de los trenes, los andenes atestados, los brutales miembros de las SS, sus perros despiadados, los hombres, los ancianos, las mujeres, los niños, aterrorizados, desnudos, sufrientes, los barracones para prisioneros, los fusilamientos, los patíbulos, las cámaras de gas, los crematorios. Solo por esta dimensión “sonora” la película ya resultaría magistral. 

Hay, ya para terminar, algunos “experimentos” técnicos que a mí me han resultado menos atractivos e, incluso, en mi profunda ignorancia, superfluos, prescindibles, como si el director quisiera dejar constancia de su “firma”, de su muy personal virtuosismo estilístico, con propuestas algo huecas, retóricas, narcisistas: la larga apertura de la película con la pantalla en negro; los encuadres “atrevidos”; los “raccords” poco convencionales (el apagado de las luces en la casa, el recorrido por los pasillos, el deambular por las dependencias oficiales, con un singular entrelazamiento de planos); las tomas largas e ininterrumpidas; los escasos primeros planos; las escenas oníricas, filmadas con una cámara de visión nocturna y que pese a su “excentricidad” en relación al resto de la cinta, son intensas y dramáticas, conmovedoras, y en las que, en blanco y negro, vemos a una niña que por la noche deja manzanas en el campo, supuestamente para los prisioneros, en una historia que parece tener una base real, según he podido leer en alguna reseña. Todo ello puede parecer al espectador -así me ha ocurrido a mí en más de un momento- una superficial apuesta de “artista”, de intelectual, pero es justo reconocer que, a la vez, reflejan una elogiable voluntad del director de alejarse de los acostumbrados discursos moralizantes que apelan y halagan las emociones más primarias del público. 

En fin, una novela magnífica (como lo es también La flecha del tiempo y, en general, la obra entera de Martin Amis, fallecido hace ahora un año y cuya figura hoy celebramos) y una película no menos excepcional. Ambas, obras imprescindibles. Os dejo con un texto, muy breve, entresacado de uno de los parlamentos de Szmul; en sus palabras, emotivas, conmovedoras, percibimos un vislumbre de fe en el ser humano, un atisbo de humanidad, tenuemente esperanzador, en un mundo atroz. Tras él, una pieza a la que se alude en la novela, una de aquellas canciones de amor (tomadas de operetas sentimentales) ingenuas y ardientes que se escuchan en el Club de Oficiales en las desenfadadas fiestas que se celebran a escasos metros de la ignominiosa aniquilación. Se trata de Sag’ zum Abschied seise Servus (Di adiós dulcemente cuando nos separemos, traduce Zulaika) compuesta por Peter Kreuder para la película de 1936 Burgtheater. Aquí os la ofrezco en la voz de Greta Keller acompañada por Peter Kreuder y su Orquesta. 


El impulso de matar es como la onda de marea alta de un río, una ola empinada que avanza contracorriente. Contracorriente de lo que soy o de lo que fui. Hay una parte de mí que confía en sentir ese impulso al final. 

Pero si han de llevarme a la cámara de gas (aunque probablemente sea demasiado conocido para eso, y se limiten a llevarme aparte para darme el tiro en la nuca…, pero imaginemos que se da el caso); si me llevan a la cámara de gas, me moveré entre los condenados. 

Me moveré entre ellos y le diré al anciano del abrigo de astracán: «Péguese todo lo que pueda a la rejilla de ventilación, señor.» 

Y al niño del traje de marinero: «Respira hondo, chico.»

Videoconferencia
Martin Amis. La zona de interés

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