Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de junio de 2024

CORMAC McCARTHY. MERIDIANO DE SANGRE; MANU LARCENET. LA CARRETERA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os presenta la penúltima emisión por este curso 2023-2024. Y esta proximidad a las vacaciones me hace incurrir una vez más en una de las pautas más habituales de nuestro programa al llegar estas fechas, la recomendación de obras voluminosas, muy propicias, por tanto, para ser disfrutadas en estas ya cercanas semanas veraniegas de descanso y holganza, con largas jornadas libres para dedicar a la lectura. Aunque, teniendo en cuenta la naturaleza del libro del que esta tarde quiero hablaros, no sé si el verbo disfrutar es el más adecuado. 

El 13 de junio de 2023, mañana, pues, se cumple un año, moría en Santa Fe, Nuevo México, el escritor estadounidense Cormac McCarthy, uno de los nombres mayores de la literatura contemporánea de su país y, a mi juicio, del mundo entero. Autor muy de mi gusto, pese la extraordinaria violencia que “inunda” su literatura, a lo largo de mi vida he leído bastantes de sus obras, la excepcional “Trilogía de la frontera”, tres novelas, Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades de la llanura, que, muy vinculadas temáticamente a mi sugerencia de hoy, espero poder comentaros aquí el curso que viene (entre otras razones para no saturaros ni con programas sobre su autor ni, como más adelante explicaré, al mundo del wild west). Me han entusiasmado, también, entre otros, libros como el monumental Suttree e, igualmente, No es país para viejos y La carretera, dos novelas magistrales, con una extraordinaria recepción crítica y de lectores, como también ocurrió con sus respectivas adaptaciones cinematográficas, de una de las cuales os hablaré luego. De estas dos últimas presenté mi reseña en Todos los libros un libro en octubre de 2015. En el caso concreto de La carretera, el libro vuelve a estar estos días de actualidad porque acaba de publicarse en nuestro país un muy interesante cómic del dibujante francés Manu Larcenet, en el que adapta la novela con un grafismo espectacular -y lo manido del adjetivo no resulta aquí trivial-, con imágenes de un detallismo soberbio que trasladan de manera formidable el carácter distópico del libro. Quiero aprovechar esta aparición editorial, presentada en el sello Norma con traducción de Eva Reyes de Uña, para recuperar mis palabras de presentación de la novela en aquella emisión de hace casi nueve años. 

La carretera es una novela genial, Premio Pulitzer en 2006, una obra mayor en la trayectoria de un escritor que, como acabo de señalar, cuenta en su biografía literaria con un buen puñado de logros magistrales. En España apareció en 2007, en la editorial Mondadori y con traducción de Luis Murillo Fort. En un mundo apocalíptico, en las ruinas de una civilización devastada tras lo que pudo ser un holocausto nuclear o una guerra total o alguna otra desmesurada catástrofe planetaria (aunque en el libro no se menciona expresamente la causa de tal terrible destrucción), un padre y su hijo deambulan por un territorio inhóspito y desolado, sin apenas rastro de vida, en busca de una salvación que parece imposible de imaginar. Con un carrito de supermercado en el que hacen acopio de unas cuantas latas de comida, de pobres restos de alimentos que encuentran entre los edificios derruidos, de algunas mantas viejas, de prendas de ropa recogidas aquí y allá, de rudimentarias herramientas confeccionadas de manera artesanal, ambos supervivientes se encaminan hacia el sur, hacia el mar, atravesando el espacio quemado y vacío de lo que quizá algún día fue Estados Unidos, con la esperanza de hallar -entre tanta desolación- vestigios de alguna comunidad de hombres buenos que mantenga viva la memoria de una sociedad libre y feliz; una sociedad -previa al holocausto- que en sus recuerdos aparece como algo difuso y perdido, un sueño evanescente en el que, entre retazos de una niebla densa, aparecen episodios de la infancia, ríos transparentes en los que truchas de cuerpos musculosos agitaban sus aletas entre fresco musgo, días felices en una playa, la sombra fugaz y huidiza de una esposa muerta, la intuición de un amor olvidado… 

En su caminar, padre e hijo recorren un paisaje mortecino y gris, entre árboles carbonizados, notoria ausencia de vida y el impreciso recuerdo de especies animales borradas de la faz de la tierra. El aire, envuelto en un humo ceniciento, es irrespirable, obliga al uso de elementales mascarillas fabricadas con telas burdas. El hollín, la ceniza cubren con una capa densa los pocos restos de los edificios, del mobiliario, de las construcciones que permanecen en pie. La lluvia permanente, los temblores de tierra, el horizonte siempre oscuro, dibujan un escenario dantesco, aterrador, que induce a la desesperanza, hostil. Bandas de saqueadores aparecen de entre las sombras, amenazantes, cubiertos de harapos, demacrados, mutilados, dispuestos a todo por conseguir un alimento que escasea. Impera el canibalismo, un cuerpo joven ofrece la posibilidad de una comida sustanciosa en una realidad en la que los escuálidos supervivientes se despedazan por una vieja lata de judías o un frasco de zumo encontrados milagrosamente entre los restos de alguna vivienda ya muchas veces arrasada. En ese entorno espeluznante, inhumano y salvaje, padre e hijo encarnan la fe, el amor, la compasión. Pese a tanta desolación, pese al panorama de muerte que acompaña la peripecia de los protagonistas, pese a que cada página rezuma dolor y sinsentido, brutalidad y barbarie, la novela nos transmite un impulso vitalista. El fatigoso caminar de los protagonistas, su sufrimiento, su padecer, su enfermedad, su búsqueda doliente nos muestran, sin embargo, la esperanza, el afán del hombre por encontrar sentido a una existencia tantas veces desprovista de él. Porque La carretera es, también, una novela metafísica, a mí me ha recordado en muchos momentos a Samuel Beckett, un Beckett más narrativo, menos austero, más optimista. Pero en ella están también el absurdo, el sinsentido, el silencio, la espera. La carretera es una novela que nos habla del lugar que el ser humano ocupa en el mundo, de la búsqueda de sentido, del valor de la paternidad; es también, por ello, en cierto modo, una novela religiosa, en la que, en algún momento, los protagonistas rezan, imploran, manifiestan una difusa añoranza de algún Dios, una novela en la que lo sagrado, la vertiente espiritual del ser humano, tienen un papel relevante. 

En el libro están tres de los elementos más representativos de la literatura de Cormac McCarthy. En primer lugar, la ambientación, que sea cual sea la época en la que se sitúan sus novelas, remite al territorio de la mitología clásica de Estados Unidos, el del western: grandes extensiones deshabitadas, naturaleza extrema y hostil, feroz y despiadada, desiertos, fronteras, un universo árido, baldío, inclemente, mortecino, atroz, poblado por hombres solitarios, asociales, de una violencia desmedida, pioneros y cowboys de virilidad testosterónica, vagabundos errantes, prostitutas y asesinos a sueldo, seres condenados al despojamiento, la errancia, la soledad y la incomunicación. En segundo lugar, sus temas recurrentes, la violencia, la crueldad, la ausencia de compasión, el conflicto entre el bien y el mal, la difusa línea divisoria entre civilización y barbarie, la lucha por la supervivencia, la referida búsqueda de sentido, la exploración de los rincones más oscuros de la naturaleza humana, la irrelevancia de la tenue huella de nuestro paso por el mundo -y, en abierto contraste, la necesidad de luchar por preservarlo, de recordarlo, de dejar testimonio de él- en un tiempo y un espacio de dimensiones cósmicas. Y por último, el tercer rasgo distintivo de la novelística de Mc Carthy es su propia escritura, su singular y muy identificable estilo, la prosa envolvente, austera, concisa, brillantísima, carente de ornamentos retóricos, la puntuación mínima (que convierte sus páginas, incluso desde el punto de vista tipográfico, en superficies “compactas”), los diálogos cortantes, lacónicos, las frases breves y directas, las descripciones poderosas y precisas, la manera de describir los paisajes, con una inusual atención al detalle, el ritmo ágil, rápido, el lenguaje arcaizante, el deslumbrante y vasto léxico, en apariencia paradójico, dada la economía en el uso de palabras, las construcciones sintácticas sencillas, sin digresiones ni desvíos, haciendo un uso escaso de las subordinadas. 

Las tres características -ambientación, temas universales y austeridad estilística- están presentes también en las adaptaciones, al cine y al cómic, de la novela, cada una de ellas, claro está, con las singularidades propias de los respectivos géneros. Así, la película de John Hillcoat estrenada en 2009 es una bastante fiel traslación del libro a la pantalla. Algunos críticos han resaltado la inversión en el tratamiento que hace el texto de sus dos principales frentes “emocionales”: la descripción del horror de un universo sin valores, en el que la depredación, la despiadada lucha por la supervivencia, la ausencia de normas y leyes, el asesinato y el canibalismo imperan por doquier, y el reflejo de la conmovedora, tierna, muy sensible, sentimental, delicada y cariñosa relación entre padre e hijo. En la novela prevalece el espanto, el pánico, la repugnancia y hasta el miedo, mientras que, siempre al decir de esos críticos -pienso en una reseña de The Guardian firmada por Peter Bradshaw-, Hillcoat relegaría esos aspectos más crudos para enfatizar los aspectos más desgarradores, melodramáticos y hasta sensibleros del protector y amoroso vínculo paternofilial. No estoy en absoluto de acuerdo con ese dictamen y os doy, tan solo, dos pruebas de ello, cierto que no demasiado objetivas y sí ancladas en mi propia experiencia personal como espectador. Las imágenes de los cadáveres abandonados por doquier, la explícita presencia de individuos desnudos, mutilados, fantasmagóricos, encerrados en sótanos siniestros y utilizados como “reserva alimenticia” por las bandas de supervivientes, la constante confrontación de los protagonistas con restos humanos, con rastros de sangre y vísceras, sus frecuentes encuentros con seres de una condición casi espectral, con rostros macilentos, cuerpos demacrados, lisiados, sucios, envueltos en ropajes mugrientos, son de tal intensidad que, confieso, yo he debido retirar la mirada de la pantalla en más de una ocasión, incapaz de soportar tanta truculencia. Pero, a la vez, prueba inequívoca, a mi juicio, del logrado equilibrio que, en este sentido, nos ofrece la película, no he podido contener las lágrimas en los momentos en los que, tanto la dificultad de su imposible propósito, de su inalcanzable meta, como la entrañable sensibilidad con la que se nos muestra el trato entre el niño y su padre, con los cuidados, la protección, la atención, la ayuda y la vigilancia del adulto, y la necesidad de seguridad, de afecto, de sentido, la preservación de la bondad, del noble fuego que arde en el alma del chico, provocan la exaltación emocional de un espectador contagiado por la intensa humanidad, el amor, la esperanza y la generosidad que rezuma la obra. A la excelencia de la película contribuyen la magistral interpretación de Viggo Mortensen en el rol del padre; la del pequeño Kodi Smit-McPhee, enternecedor en un muy difícil papel para un niño de diez años, y, ya en apariciones menores; la de Charlize Theron, muy bella y convincente en los escasos (pero más “significativos” que en el libro) flashbacks del tiempo “pre-apocalíptico”; la de Robert Duvall, en una fugaz secuencia en la que demuestra su excepcional talento; y la de Guy Pearce en apenas una decena de planos. Por encima de todo, y en el apartado “técnico-artístico”, sobresale el español Javier Aguirresarobe como director de una fotografía espléndida e inolvidable, reflejando con una belleza inenarrable ese escenario gris, ceniciento, opresivo, surcado por incendios, terremotos, explosiones, tormentas, nevadas, en el que la luz del sol se ha extinguido o no llega a la Tierra, y en el que la naturaleza ha dejado de existir como tal, en una sucesión de parajes yermos, devastados, árboles secos, quemados, que se continúan en las estampas “urbanas”: coches desventrados, calles repletas de escombros, edificios derruidos, naves industriales desiertas, centros comerciales arrasados, locales abandonados, torres de la luz desplomadas, cables eléctricos colgando. Igualmente soberbia es la banda sonora obra del genial Nick Cave (en estas semanas, y en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, estoy dedicando tres emisiones a su obra musical que, creo sinceramente que no deberíais perderos), acompañado de su inseparable Warren Ellis. 

El cómic de Manu Larcenet es también memorable. Jugando con una reducida paleta -un gris solo leve y excepcionalmente coloreado-, prescindiendo casi por completo del texto, ilustrando el silencio, por así decirlo, ocupando páginas enteras con meras imágenes, sin comentarios -no hay apenas narración, solo escasos y brevísimos diálogos, onomatopeyas, resoplidos, a veces una sola letra, “H”, dos, “Hr”, tres “Mhr”, para expresar un estado de ánimo-, logra transcribir a la perfección, con extraordinaria fidelidad y también, paradójicamente, con una gran originalidad, la atmósfera de desolación, de oscuridad, de desesperanza y de brutalidad de la novela original, consiguiendo trasladar al fascinado lector, simultáneamente sobrecogido y emocionado, aterrado y conmovido, la salvaje experiencia, la odisea de dimensión mítica, de ese padre y ese hijo enfrentados al horrible, despiadado, pavoroso y violento fin del mundo. Una maravilla de consulta indispensable. 

Más allá de estas notas, a modo de recordatorio, sobre las tres versiones, literaria, cinematográfica y la más reciente en el territorio del noveno arte, de La carretera, esta tarde, para conmemorar el primer aniversario de la muerte de CormacMc Carthy, he elegido a Meridiano de sangre, la que, quizá, es la obra maestra de su autor y una de las novelas más importantes de la literatura del siglo XX. Publicada en 1985, en España vio la luz en 2001 el seno de la clásica Editorial Debate, hoy propiedad del grupo internacional Penguin Random House. Mi edición, en Mondadori, hoy también bajo el manto protector de Random House, es de 2007. En todas ellas, la traducción, muy relevante, como luego veremos, es de Luis Murillo Fort, uno de los traductores con una más destacada carrera en su ámbito y que ha vertido a nuestro idioma la mayor parte -una decena- de las novelas del norteamericano publicadas en España. Quiero, antes de presentaros la novela, su argumento y sus elementos más notables (de los que, por otra parte, no quiero revelar demasiado por no perturbar su lectura “inocente”), hacer un breve comentario sobre la traducción, que el lector imagina desde las primeras páginas compleja y esforzada; impresión corroborada al leer la muy sugerente entrevista que Michael Scott Doyle, de la Universidad de Carolina del Norte, hizo a Luis Murillo Fort en 2008 y que se publicó en 2010 en la revista TRANS. En ella, Murillo comenta su larga trayectoria traduciendo a McCarthy, centrándose en particular en dos de sus títulos, Suttree y este Meridiano de sangre que protagoniza el espacio de esta tarde. Una experiencia, la de verter a nuestro idioma al estadounidense, que califica, de modo elocuente, como una agradable tortura, y de la que la interesante conversación nos deja muchas reveladoras claves. De entrada, y anticipando ya lo que constituye no solo un elemento fundamental del libro sino también de la obra entera de Cormac McCarthy, la desmedida violencia que inunda -nunca mejor dicho- sus obras, Murillo responde, jocoso, ante la pregunta de cómo afronta profesionalmente la traducción de textos con unos escenarios y una temática tan negativos, crudos y repugnantes, afirmando que en Meridiano de sangre lo único que hice fue comprarme un delantal para que no me salpicara la sangre. Aviso para navegantes, pues, dedicado a quienes siguen mi reseña, pues ese rasgo, lo cruento, lo feroz y sangriento de la historia que se nos cuenta, puede ser un obstáculo para espíritus sensibles, una barrera infranqueable para estómagos delicados. 

Es reseñable también, y lo percibe de inmediato el lector de la novela, la precisión y el detalle del autor en las descripciones, de paisajes, de plantas, de animales (pequeños búhos que se agazapaban en silencio y cambiaban el peso de pata y también tarántulas y solpugas y vinagrones y las crueles migales y lagartos de collar con la boca negra del chowchow, mortales para el hombre, y pequeños basiliscos del desierto que evacuan sangre por los ojos y pequeñas víboras de las arenas parecidas a deidades agradables, silenciosas e iguales en Yeddah como en Babilonia), de espacios físicos, de objetos, de armas, lo que conlleva una especial dificultad en la traducción. McCarthy es un hombre muy meticuloso en toda clase de asuntos técnicos, por ejemplo, cuando habla de armas, señala Murillo, para apostillar: En las novelas de McCarthy, me he encontrado a menudo con dificultades respecto a armas de fuego. Conseguí contactar con una persona que dirige una revista dedicada a estas cosas en el norte de España. Le hice una consulta una vez y fue muy amable, de modo que estoy en contacto con él, y cuando me toca traducir algún McCarthy sé que voy a recurrir a él para que me aclare algo, lo cual permite apreciar la ingente tarea que conlleva el ofrecer al lector en español el texto que éste va a encontrarse entre las manos. 

Otro tanto ocurre con el lenguaje del libro, que antes he calificado de arcaizante. El traductor explica en su entrevista el modo -complejo y siempre subjetivo- en que resuelve los problemas que aparecen cuando en el texto originario surgen palabras que pertenecen a otra época, o que, lamentablemente, se han ido perdiendo. Debo decir que, con frecuencia, hay que interrumpir la lectura para consultar en el diccionario términos desconocidos y de los que el contexto no permite la interpretación exacta. Señala Murillo, de modo muy esclarecedor, en relación con un vocablo que aparece en Suttree: Pondré el caso de una palabra que no sabía cómo traducir: slutlamp. No estaba seguro de si era antigua o no, pero en cualquier caso, no era una palabra de uso corriente. Después de consultar y ver qué era exactamente en inglés, encontré una palabra antigua o anticuada y muy poco utilizada en castellano, candilejo. Candilejo es una especie de candil, es decir, un tipo de lámpara, y tiene que ver también con las candilejas que son las luces que hay en los teatros. Entonces pensé, slutlamp para un angloparlante medio no es una palabra muy corriente, por lo tanto yo tengo que utilizar otra palabra que tampoco sea corriente en castellano o en español. Entonces encontré ésta, que yo no utilizo, como muchas personas en inglés no utilizarían normalmente slutlamp, y me pareció que era una buena solución. Cuando el lector de la traducción en español encuentre esa palabra, pues pueden pasar varias cosas. Una, que sea un lector curioso y diga, «candilejo», ¿qué será esto?» y que la busque en el diccionario. Otra posibilidad es que adivine cuál es el significado por el contexto de la frase. Entiende qué puede ser, aunque no sepa exactamente en qué consiste un candilejo, o en su caso, un slutlamp, pero por el contexto adivina que es un tipo de lámpara, y no le importa saber más. Y habrá otro tipo de lector que no conocerá la palabra y que le importará tres pitos seguir siendo ignorante respecto a ella. Prueba adicional de esta complejidad de la traducción lo constituye el hecho de que ya en una de las citas iniciales del libro aparezca un término, “escalpar”, no recogido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. El verbo inglés scalp alude a “arrancar la cabellera", y esa siniestra acción, para la que el traductor “inventa” el verbo “escalpar”, que en su terrible significado, aflora por doquier en la novela. 

Hay otro aspecto relativo a la traducción que creo necesario resaltar pues va a afectar a la experiencia de quien decida -llevado o no por mi reseña- a adentrarse en el libro, y es la ostensible ausencia de comas en la literatura de McCarthy y en esta novela en particular. Anota Murillo: McCarthy escribe prácticamente sin comas, va acumulando frases separadas por un and: hizo esto and hizo lo otro and hizo lo otro. Yo siempre he procurado respetar ese ritmo un poco hipnótico, que es tan característico de este autor. Lo que ocurre es que, volviendo a lo de antes, como en español las frases son más largas, cuando uno lee mentalmente una parrafada de McCarthy en versión española, necesita inventarse de vez en cuando una coma porque si no, se asfixia, se queda sin aire. Y tampoco se trata de ir matando lectores, claro, porque hay pocos. Así que yo no intente dulcificar el texto a base de ponerle comas, sino que quise mantener esa manera de puntuar, para mi tan rara, de McCarthy. Y, de vez en cuando, solo muy de vez en cuando, introducía una coma si como lector me parecía que era necesario añadir algo, para tomar un respiro. Más avisos para navegantes intrépidos, pues. 

Y hechas estas precisiones, en apariencia menores pero a mi juicio muy relevantes, paso a daros ya alguna pista sobre Meridiano de sangre que pueda estimular vuestra lectura, creedme que muy cautivadora, interesante y satisfactoria, pese a su insoportable brutalidad. Resulta imposible esbozar siquiera algo similar a un argumento para una obra inclasificable, que participa de las notas del western, el relato histórico o la novela metafísica, pero en la que -como ha escrito algún crítico- todo parece suceder, pero en realidad no pasa nada: un grupo de hombres cabalga un tiempo, acampa un tiempo, filosofa un tiempo, mata un tiempo. El protagonista -ni siquiera tiene sentido este término, pues no hay, en propiedad, una narración centrada en un personaje- es un chico sin nombre (“el chaval”, como traduce Murillo el “the Kid” originario) al que conocemos con apenas catorce años. Nacido en 1833, en Tennessee, la madre muerta en el parto, un padre leñador sin peso en su vida, una hermana perdida en alguna parte, a esa edad abandonará su casa y se entregará a una existencia errática y tortuosa, plagada de vicisitudes violentas (No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la violencia ciega). Viaja de un lado a otro, se curte en innumerables peleas (a puñetazos, a patadas, a botellazos o a cuchillo. Todas las razas, todas las castas), acumula cicatrices, está al borde de la muerte (Cierta noche un contramaestre maltés le dispara por la espalda con un pistolete. Al volverse para darle su merecido recibe otra bala debajo del corazón), encadena ocupaciones pasajeras, trabaja en un aserradero, trabaja en un lazareto para diftéricos. De un granjero recibe como paga un mulo viejo y a lomos de dicho animal en la primavera del año 1849 llega a la ciudad de Nacogdoches, capital, veinte años antes, de la efímera república de Fredonia, el primer intento de separación de México por parte de colonos anglosajones de Texas y situada en la región que en ese momento es el centro del conflicto entre México y Estados Unidos. A partir de ahí, el chaval se verá envuelto, sin propósito conocido, en las guerras indias entre los americanos europeos blancos, los mexicanos ya independizados de España y los pobladores indios originarios, en disputa por los territorios fronterizos de Texas. Formará parte de tropas irregulares para el exterminio de los indios, sobrevivirá a una terrible matanza perpetrada por los indígenas comanches, será arrestado en Chihuahua por su condición de forajido y logrará huir de su condena alistándose en el siniestro grupo de Glanton, un personaje de existencia real, jefe de una fuerza paramilitar contratada por los líderes regionales mexicanos para proteger de los apaches a los ciudadanos, en una labor en la que, entre otros alicientes, se les prometen cien dólares por cada cabellera que arranquen. En sus expediciones criminales, la banda, en un enloquecido paroxismo de violencia, asesina a indios inocentes, a habitantes de cuanto pueblo atraviesan e incluso a soldados mexicanos, dejando a su paso un rastro de destrucción robos, violaciones, incendios y devastación absoluta, una orgía de aniquilación, matanzas, torturas, asesinatos y sangre. Sirva este otro largo párrafo, que describe a la espeluznante turba entrando en un pueblo al que acabarán por arrasar, como muestra del entorno en el que se desarrolla la acción y del “tono” que impregna la novela: 

Vieron una jauría de humanos de aspecto depravado recorrer las calles montando ponis indios sin herrar, medio borrachos, barbados, bárbaros, vistiendo pieles de animales cosidas con tendones y provistos de toda clase de armas, revólveres de enorme peso y cuchillos de caza grandes como espadones y rifles cortos de dos cañones con almas en las que cabía el dedo gordo y los arreos de sus caballos hechos de piel humana y las bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes luciendo escapularios o collares de orejas humanas secas y renegridas y los caballos con los ojos desorbitados y enseñando los dientes como perros feroces y en aquella tropa había también unos cuantos salvajes semidesnudos que se tambaleaban en sus sillas, peligrosos, inmundos, brutales, en conjunto como una delegación de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana. 

Durante tres décadas, más o menos, hasta 1878, con obvias elipsis de años, asistimos, a lo largo de cuatrocientas páginas, al deambular del personaje por las regiones del sudoeste norteamericano viviendo infinidad de situaciones de ese mismo cariz y rodeado de una caterva de seres de idéntica naturaleza: 

Después de varios meses como empleado de la caravana dejó su puesto sin avisar. Fue de sitio en sitio. No evitaba la compañía de otros hombres. Se le trataba con cierta deferencia por haber sabido adaptarse a la vida más allá de lo que cabía esperar dada su juventud. Se había hecho con un caballo y un revólver, lo más elemental del equipo. Trabajó en distintos oficios. Tenía una biblia que había hallado en las minas y siempre la llevaba encima a pesar de que no sabía leer. Por su indumentaria frugal y oscura algunos le tomaban por una especie de predicador pero él no pretendía ser testigo de nada, ni de las cosas presentes ni de las futuras, él menos que cualquiera. Eran lugares remotos para las noticias, aquellos que visitaba, y en aquellos tiempos de incertidumbre los hombres brindaban por gobernantes ya depuestos y saludaban la coronación de reyes ya asesinados y bajo tierra. De estos fastos materiales tampoco aportaba datos y aunque era costumbre en aquel desierto detenerse ante cualquier viajero para intercambiar noticias, él parecía viajar sin noticia alguna, como si las cosas del mundo le resultaran demasiado degradantes para cambalachear con ellas, o quizá demasiado triviales. 
Vio hombres asesinados con armas de fuego y con cuchillos y con sogas y vio batirse a muerte por mujeres cuya tarifa ellas mismas fijaban a dos dólares. Vio buques procedentes de la China amarrados con cadenas en los pequeños puertos y balas de té y de sedas y de especias abiertas a espada por menudos hombres amarillos que hablaban como los gatos. En aquella costa solitaria donde las empinadas rocas acunaban un mar oscuro y murmullante vio planear buitres, la envergadura de cuyas alas empequeñecía a las aves menores hasta el punto de que las águilas que chillaban más abajo parecían chorlitos o golondrinas. Vio montones de oro que apenas habrían cabido en un sombrero apostados a una sola carta y perdidos y vio osos y leones obligados a pelear a muerte con toros salvajes y estuvo dos veces en la ciudad de San Francisco y por dos veces la vio arder y nunca regresó, partiendo a caballo por la ruta del sur donde toda la noche la forma de la ciudad ardió reflejada en el cielo y ardió una vez más en las negras aguas del mar donde los delfines pasaban entre las llamas, incendio en el lago, entre maderos que caían y gritos de las víctimas. 

Aparte del sanguinario Glanton y del discreto chico, la banda cuenta con un elenco de miembros a cuál más espeluznante: Toadvine, un asesino algo menos enloquecido que sus compañeros de matanzas, que no tiene orejas y lleva grabadas a fuego en la frente las letras H T y más abajo, casi entre los ojos, la letra F (siglas de “Horse Thief Fraymaker”, “ladrón de caballos y buscalíos”); Tobin, un ex sacerdote (ha guardado los hábitos de su oficio y asumido las herramientas de esa vocación superior a que todo hombre hace honor. El cura prefiere ser un dios él mismo que servir a ese Dios) con todavía algún resquicio de humanidad; el capitán White, un fanático convencido de sus delirios supremacistas (Nos enfrentamos, dijo, a una raza de degenerados. Una raza mestiza, poco mejor que los negros. Puede que ni eso. En México no hay gobierno. Qué diablos, en México no hay Dios. Ni lo habrá nunca. Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse (…) Nosotros seremos el instrumento de liberación de un país lóbrego y atribulado); David Brown, terrorífico con su collar de orejas humanas que arranca a sus víctimas (se detuvo y bajó de su montura y recuperó el saco de monedas y cogió el cuchillo del chico y también su rifle y su cebador y su chaqueta y le seccionó las orejas al chico y las colgó de su escapulario y luego montó y partió); los dos John Jackson, blanco uno y negro el otro, cuyo odio encarnizado los llevará a un destino funesto -igual que el del resto de facinerosos; siento el spoiler, por otro lado previsible-; entre otros de presencia más episódica aunque no menos bestial. Y al mando de esa funesta patulea, liderando las acciones de todos ellos con su influencia diríase que “sobrenatural”, un magnetismo carismático, un liderazgo espiritual, si tal noble vocablo pudiera ser aplicado a un contexto tan espantoso, el Juez Holden, el personaje principal del libro, un individuo enigmático y perturbador, una creación literaria inolvidable por su despiadada crueldad, su violencia desmedida, su amoralidad, su depravación, su frialdad, su ambición, pero también por sus reflexiones filosóficas, su educación, su refinada cultura y su portentosa inteligencia. Llevaba un sombrero redondo de ala estrecha y estaba rodeado de toda clase de hombres, vaqueros y boyeros y mayorales y carreteros y mineros y cazadores y soldados y buhoneros y jugadores y vagabundos y borrachos y ladrones y él estaba entre la hez de la tierra y los mendigos de toda la vida y estaba entre los vástagos fracasados de dinastías del este y en medio de aquella abigarrada asamblea el juez estaba y no estaba sentado con ellos, como si fuera una clase muy distinta de hombre. En su iluminador estudio sobre el libro, el prestigioso e influyente crítico Harold Bloom, que considera a la novela una de las grandes obras maestras de la literatura norteamericana, equiparando a su autor a Melville o Faulkner, comenta sobre Holden: El Juez es el libro, y el juez es, salvo Moby Dick, la aparición más monstruosa de toda la literatura estadounidense. El Juez es la violencia encarnada. La caracterización física del Juez es ya aterradora, un hombre descomunal, con el cráneo rapado, calvo como un huevo, sin rastro de barba y ojos sin cejas ni pestañas, armado con un rifle engastado en plata alemana con un nombre en latín incrustado en hilo de plata debajo de la quijera, en latín: Et in Arcadia ego (una referencia a las Bucólicas, de Virgilio, cuyo significado literal, Y en la Arcadia yo, ha sido comúnmente interpretado como Y en la Arcadia -ese Paraíso feliz- también yo -la Muerte- reino). Un albino de dos metros de altura y ciento cincuenta kilos de peso, que nunca duerme, baila y toca el violín con extraordinario arte y energía, habla cinco idiomas, domina múltiples ciencias, mata sin remordimientos, viola y asesina a niños pequeños, y, omnipotente, dice que nunca morirá. Su poderosa, oscura, indescifrable y críptica presencia a mí me ha recordado, en todo momento, al coronel Kurtz de Joseph Conrad, el personaje de El corazón de las tinieblas, a cuya representación cinematográfica, en la ya clásica Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, encarnada por un inmenso -en todos los sentidos- Marlon Brando, remite, incluso iconográficamente. E igualmente, he pensado en algunos de los personajes de Orson Welles, no solo por su colosal complexión. También hay en él ecos de Shakespeare en tanto su figura ejemplifica algunos de los temas de las obras “universales” del dramaturgo inglés: la ambición desmedida, la traición, la violencia, el poder, la inmoralidad, la condición humana, el conflicto, la tragedia. 

El crudo relato de la interminable sucesión de tropelías perpetrada por esta jauría salvaje constituye la base del, llamémosle así, desarrollo argumental de una novela que, más allá de ese a menudo literalmente insufrible, aunque muy brillante, planteamiento narrativo, interesa por muchas otras razones, algunas ya apuntadas al inicio de esta reseña, cuando presenté los rasgos generales de la obra de McCarthy. Está, en primer y destacado lugar, el tratamiento literario de la violencia, que no se edulcora ni estiliza, sino que se muestra en toda su despiadada brutalidad, convertida en arte, terrorífico pero deslumbrante. Constantes masacres, feroces linchamientos, torturas gratuitas, ejecuciones impunes, cuerpos de bebés colgando de arbustos, evisceraciones, arrancamientos de cueros cabelludos, heridas sangrientas, mutilaciones terribles se suceden sin parar poniendo a prueba la resistencia del lector. No hay, sin embargo, una glorificación o una justificación de esa violencia (que, por otro lado, no se da solo en los episodios más cruentos; también existe en las relaciones entre los miembros de la banda, regidas por las tensiones internas, las rivalidades, los odios) sino tan solo una voluntad -muy evidente- de plasmarla en toda su aspereza y complejidad, cada acto de violencia descrito con un realismo crudo y despiadado, como meras manifestaciones de una fuerza destructiva primordial inherente al hombre que trasciende cualquier sentido de ética o moralidad. De hecho, la violencia en la novela no aparece siquiera como un medio para la consecución de un fin -poder, riqueza, venganza- sino como expresión de la oscuridad inherente a la condición humana, de las zonas más sombrías de nuestra naturaleza, que afloran por encima de cualquier intento de contención o control, de cualquier atisbo de una civilización, unas leyes y una moralidad que, en el pensamiento de Holden, se revelan como meras construcciones artificiales que intentan -vanamente- ocultar nuestras pulsiones más “genuinas”. Una violencia, tan común en el western, pero que Meridiano de sangre lleva al extremo. No es sólo el western definitivo, el libro es la dramatización oscura definitiva de la violencia. Nuevamente, no veo a nadie superándolo en ese sentido, en afirmación, de nuevo, de Harold Bloom. Debo indicar aquí, en un breve paréntesis, que tras los muchos intentos -todos fallidos: Ridley Scott, Clint Eastwood, Todd Fields, Tommy Lee Jones, James Franco o Terrence Malick- desde la publicación del libro en 1985 de llevarlo a la pantalla, parece que la novela tendrá por fin, en 2025, su adaptación cinematográfica, a cargo de John Hillcoat, el director de La carretera, en una producción, al parecer, de Francis, hijo del escritor. 

Otra dimensión muy destacada del libro tiene que ver con el peso que en el relato tienen la naturaleza y el paisaje, que adquieren, en la poderosa narración de McCarthy, un papel protagonista. Recorremos así un entorno muy duro, implacable y despiadado que refleja la violencia y la brutalidad de la condición humana. Los personajes atraviesan vastas extensiones de un desierto, pese a todo, denso y claustrofóbico, se pierden en espacios inhóspitos y desolados, se juegan la vida ascendiendo montañas por sendas estrechas al borde del abismo, cruzan ríos de caudal vigoroso e irrefrenable, sometidos a un sol abrasador, a vientos polvorientos, a tormentas de arena, a interminables ventiscas, a tempestades de nieve. La naturaleza, descrita con imágenes muy precisas, muy vivas y detalladas, opera así también como un recordatorio constante de la fragilidad y la insignificancia del hombre frente a las fuerzas insuperables del medio natural, de su difícil lucha por la supervivencia. También como emblema de la muerte, pues es constante la presencia de cadáveres, animales muertos, restos óseos, aves carroñeras, árboles marchitos, parajes agostados. 

En Meridiano de sangre hay también una vertiente de “novela histórica” (ciertamente singular), pues los hechos descritos en ella recrean sucesos efectivamente ocurridos en la frontera de Estados Unidos y México a mediados del siglo XIX. Así, el libro es una particular y descarnada crónica -forzosamente crítica, aunque ese cuestionamiento no aflore de modo expreso en la narración- del proceso de expansión y conquista del Oeste en aquellas décadas y, por tanto, de la construcción de la identidad de los Estados Unidos como nación. La visión convencional de unos arriesgados y entusiastas colonos que atraviesan el continente guiados por el espíritu de aventura y el ansia de libertad, movidos por nobles aspiraciones civilizatorias y por una valiente búsqueda de oportunidades, se convierte aquí, merced a la perturbadora prosa de McCarthy, en una historia de codicia y ambición, de dominio y ferocidad, de violencia y desprecio de la ley, de fuerza bruta y destrucción, de injusticia, despotismo y venganza, ejemplificada en el exterminio de los pueblos indígenas y la aniquilación de su cultura, sus tradiciones y sus formas de vida (también de la fauna, con un episodio, demoledor, de la bárbara matanza de bisontes). Otro tanto ocurre -el cuestionamiento de la versión tradicionalmente aceptada de los hechos- en lo que se refiere al ancestral conflicto entre los dos países fronterizos. En Meridiano de sangre están la usurpación de los territorios mexicanos -singularmente Texas, pero también California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma- por el vecino del norte; los conflictos armados entre ambas naciones, en particular la Guerra Mexicano Americana entre 1846 y 1848, algunos de cuyos episodios atraviesan el libro entero; los enfrentamientos violentos -no solo militares, sino civiles- entre los colonos blancos y la población mexicana, con las tribus indígenas como sufriente tercero en discordia. 

Hay aún otro aspecto a destacar en la novela: la abundancia de elementos metafóricos en el relato que amplían su alcance y permiten una visión más profunda de la terrible historia narrada. Al alto valor simbólico, ya comentados, de la omnipresente y salvaje naturaleza, del depravado y corrupto Juez Holden, puedo añadir ahora, el papel del chico, símbolo -bien que repleto de aristas- de la inocencia perdida y de la búsqueda de redención y de identidad en un mundo desgarrado y carente de sentido. También las metáforas del meridiano y la sangre, que ya desde el título apuntan a un punto de inflexión o de no retorno -el meridiano- en el que la violencia y la injusticia se vuelven omnipresentes y abrumadoras, insoportables, y al cruento tributo -la sangre- que conllevará la expansión hacia el oeste y a la conquista del territorio (Un gran charco de sangre comunal rodeaba a los asesinados. Había formado una especie de budín en el que se apreciaban numerosas huellas de lobos o perros y sus bordes se habían ido secando hasta adquirir el aspecto de una cerámica color vino. La sangre corría en oscuras lenguas por el suelo uniendo las lajas como una lechada y penetraba en el atrio donde las piedras estaban ahuecadas por los pies de los fieles y de sus padres antes que ellos y habíase abierto camino escalones abajo para gotear entre las huellas escarlata de los carroñeros). E igualmente, el desierto como correlato del alma humana, la oscuridad como reflejo de la maldad y la corrupción, la animalidad bestial de los hombres, se subrayan de continuo en el texto. En otro plano, el estilístico, la novela abunda en el uso de metáforas visuales y sensoriales muy evocadoras, a menudo oscuras y enigmáticas (la constelación de Casiopea ardía como una rúbrica de bruja en la negra faz del firmamento; tenían fijos en la lumbre sus ojos negros como ánimas de cañón; el soldado estaba negro y encogido en el barro como una araña enorme; En aquel purgatorio de arena no se movía otra cosa que las aves carnívoras) y de comparaciones inesperadas, creativas (Degenerados ambulantes que avanzaban hacia al oeste como una plaga heliotrópica), entre otros recursos literarios, como la ya citada austeridad de su prosa, concisa, poética, despojada de adornos innecesarios, con frases cortas y directas, lo que contribuye a reflejar la atmósfera descarnada de la trama; los escasos diálogos, las imágenes evocadoras (Las montañas eran de un azul puro en el amanecer y por todas partes gorjeaban pájaros y el sol cuando salió por fin iluminó la luna allá en el oeste y quedaron así enfrentados a una punta y otra de la tierra, el sol incandescente y la luna su réplica pálida, como si hubieran sido los extremos de un tubo común más allá de los cuales ardían mundos más allá de toda comprensión). 

Cierro ya esta muy larga reseña con mis habituales propuestas de un fragmento significativo del libro y una canción que le sirva de acompañamiento musical. He querido dejaros un texto relativamente “amable” de la novela, o al menos no cruzado por la inclemente y desaforada violencia que impregna la obra entera. Se trata de un largo pasaje que describe, de un modo muy revelador de la calidad de la prosa de McCarthy, una expedición del grupo de desharrapados “soldados”, en un capítulo, el cuarto del libro, bellísimo aunque, como parece inevitable, se cierre con una masacre de inconcebible ferocidad que, por ello, os evito. Con respecto a la música, he elegido el tema principal de La carretera, del mismo título que la película, The road, compuesto, como el resto de la banda sonora del film, por Nick Cave y Warren Ellis, tal y como anticipé al comienzo de esta reseña. 


Dos días después empezaron a encontrar huesos y prendas desechadas. Vieron esqueletos semienterrados de mulas con los huesos tan blancos y bruñidos que parecían incandescentes incluso en aquel calor sofocante y vieron alforjas y albardas y huesos de hombres y vieron un mulo entero cuya carcasa renegrida estaba dura como el hierro. Siguieron adelante. Bajo un mediodía deslumbrante atravesaron el páramo como un ejército fantasma, tan pálidos de polvo que parecían sombras de números borrados en una pizarra. Los lobos los seguían más pálidos aún y se agrupaban y saltaban a ras de tierra y apuntaban al cielo sus flacos hocicos. Por la noche daban de comer a los caballos a mano y los abrevaban directamente de unos cubos. No había más enfermos. Los supervivientes yacían callados en aquel vacío de cráter y observaban las blanquísimas estrellas cruzar la oscuridad. O dormían con sus corazones extranjeros latiendo en la arena como peregrinos extenuados en la superficie del planeta Anareta, aferrados a una anonimia que giraba en la noche. Siguieron adelante y los calces de los carros adquirieron un brillo de cobre por la acción de la piedra pómez. Hacia el sur las cordilleras azules parecían ancladas en la imagen más pálida que les devolvía la arena, como reflejos en un lago, y ya no había lobos. 

Decidieron cabalgar de noche, jornadas silenciosas salvo por el traqueteo de los carros y el resollar de los animales. Extraño grupo de ancianos bajo el claro de luna con los bigotes y las cejas teñidos de blanco por el crepúsculo. A medida que avanzaban, las estrellas se daban empellones y cruzaban el firmamento dibujando arcos para morir del otro lado de las montañas negras. Acabaron conociendo bien el cielo nocturno. Ojos occidentales que veían más bien construcciones geométricas que los nombres dados por los antiguos. Atados a la estrella polar daban la vuelta a la Osa Mayor mientras Orión aparecía por el suroeste como una enorme corneta eléctrica. La arena era azul a la luz de la luna y las llantas de los carros giraban entre las siluetas de los jinetes como aros relucientes que viraran y rodaran exangües y vagamente náuticos cual finos astrolabios, y las gastadas herraduras de los caballos eran como una plétora de ojos que parpadearan a ras del suelo del desierto. Vieron tormentas tan distantes que ni siquiera se las oía, silenciosos relámpagos corno sábanas de luz y la negra espina dorsal de la cordillera parecía palpitar antes de ser engullida de nuevo por las tinieblas. Vieron caballos salvajes correr por la llanura, batiendo sus sombras en la noche y dejando a su paso en el claro de luna un polvo vaporoso, apenas una alteración cromática. 

El viento sopló durante toda la noche y el polvo finísimo les ponía los dientes de punta. Arena en todas partes, arenilla en todo lo que comían. Y por la mañana un sol color de orina asomó legañoso entre los lienzos de polvo a un mundo turbio y sin accidentes. Los animales flaqueaban. Decidieron detenerse y montar un campamento sin leña y sin agua y los maltrechos ponis gimotearon acurrucados como perros. 

Aquella noche atravesaron una región salvaje y eléctrica en donde extrañas formas blandas de fuego azul corrían por el metal de los arreos y las ruedas de los carros giraban corno aros de fuego y pequeñas formas de luz azul pálido iban a posarse en las orejas de los caballos y en las barbas de los hombres. Toda la noche fucilazos sin origen visible temblaron en el oeste más allá de las masas de cúmulos, convirtiendo en azulado día la noche del desierto lejano, las montañas en el repentino horizonte negras y vívidas y ceñudas como un paisaje de un orden distinto cuya verdadera geología no era la piedra sino el miedo. La tormenta se acercó por el suroeste y los relámpagos iluminaron el desierto a su alrededor, azul y árido, grandes extensiones estruendosas surgidas de la noche absoluta corno un reino diabólico invocado de repente o tierra suplantada que no dejaría rastro ni humo ni ruina llegado el día, como no los deja una pesadilla. 

Se detuvieron en la oscuridad para dejar descansar a los animales y varios hombres metieron sus armas en los carros por miedo a atraer los relámpagos y uno que se llamaba Hayward dijo una oración pidiendo lluvia. 

Oró así: Dios Todopoderoso, si eso no se aparta demasiado de tus designios eternos, qué te parece si nos envías un poquito de lluvia. 

Videoconferencia
Cormac McCarthy. Meridiano de sangre

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