COLM TÓIBÍN. LONG ISLAND
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que como cada semana sale al aire en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura -a menudo plural- que selecciono teniendo en cuenta criterios -siempre subjetivos, claro está, pero movido por una modesta aunque atrevida pretensión de objetividad- de interés y calidad. Esta tarde quiero hablaros de un escritor que yo empecé a leer de modo algo tardío, hace ocho años, más o menos, pese a que llevaba muchos más apareciendo en las páginas de cultura y en los suplementos literarios de los periódicos, y siendo objeto de estudio en revistas y medios especializados en el mundo entero, con sus libros publicados y aplaudidos por doquier. Llevado por un absurdo e injustificado pálpito irracional, un extraño impulso no necesitado de explicación, convencido por la fuerza de la mera intuición de que esos libros no iban a interesarme, confrontado a la imposibilidad objetiva de leer todo lo que llega a nuestras librerías y viéndome, por tanto, obligado a seleccionar, obedecí a mi poco sensato presentimiento y, una y otra vez, dejé pasar la ocasión de conocer la literatura del irlandés Colm Tóibín, pues de él estoy hablando.
Sin embargo, en el verano de 2016, y a raíz del estreno un año antes de Brooklyn, un filme nominado al Oscar y a los Bafta, dirigido por John Crowley con guion de Nick Hornby y protagonizada por Saoirse Ronan; una película basada en la que quizá es la obra mayor -y sin duda la más popular y la de mayor reconocimiento crítico- de su autor, me lancé a las librerías para hacerme con algunos de sus libros. Leí así la citada Brooklyn y también Nora Webster y El testamento de María, tres novelas formidables que me cautivaron y despertaron, como quizá era de esperar, mi admiración y mi entusiasmo. De ellas os hablé aquí, en Todos los libros un libro, en enero de 2017, en una reseña que, no habiendo sido emitida en la actual versión del espacio -en formato dialogado y con la emisión en YouTube complementaria a la radiada-, voy a recuperar en parte esta tarde como introducción a un nuevo libro de Tóibín que acaba de ver la luz en nuestro país hace unos meses, poco antes del verano. Se trata de Long Island, la última novela del escritor de Enniscorthy (dato éste, el de su origen, muy revelador para la interpretación de su obra, como comentaré más adelante), que es una secuela, escrita casi quince años después de su antecedente, de la mencionada Brooklyn. Presentada por la editorial Lumen, que acoge en su catálogo casi una decena de obras de Tóibín, su lectura puede abordarse de manera independiente, al margen de la de su predecesora, no solo porque su trama se abre y se cierra en sí misma (no está tan claro que se cierre, como luego veremos), por lo que su desarrollo tiene autonomía propia, sino también porque el autor incluye en su transcurso algunos “apuntes”, salteados aquí y allá, que permiten al lector acceder a los hechos del pasado con incidencia o repercusión en los que se están narrando. En cualquier caso, yo recomiendo que se lea antes Brooklyn, y de paso Nora Webster (a la que las dos novelas de la “serie neoyorquina” hacen referencias incidentales pero reveladoras), ya que, más allá de poder acceder de un modo más completo al universo vital de sus personajes, su lectura resulta altamente gratificante, pues se trata de dos obras excepcionales. Empezaré, pues, con un recordatorio de mis palabras sobre ambas en mi reseña de hace ocho años, para después presentaros la también excelente Long Island.
Brooklyn vio la luz en España en el año 2010. No obstante, como he dicho, yo no llegué a ella hasta su reedición de Lumen en 2016 en traducción de Ana Andrés Lleó. Nora Webster se presentó asimismo en 2016 en traducción esta vez de Antonia Martín Martín. Sin conexión temática alguna con estos títulos quiero recomendaros igualmente El testamento de María, una joya, una maravilla, una novela breve magistral, aparecida dos años antes, en 2014, también en la prestigiosa editorial catalana, traducido por Enrique Juncosa. Se trata de una recreación humanísima y conmovedora de la vida de la Virgen María, desprovista de sus connotaciones religiosas, una doliente y atribulada mujer judía que sufre por el trágico -y para ella inexplicable- destino de su hijo.
Brooklyn nos traslada a los primeros años 50 del pasado siglo en Enniscorthy, la pequeña población del condado de Wesford, lugar, en el sudeste de la República de Irlanda, en el que, como hemos visto, nació el propio Toíbín, su obra impregnada de elementos autobiográficos. Eilis Lacey es una chica más o menos anodina, de vida austera, que, finalizados sus básicos estudios de contabilidad, pasa a trabajar en una tienda de alimentación para contribuir así a paliar la precariedad económica de una familia -su madre May y su hermana mayor Rose (sus hermanos Pat, Jack y Martin, de vidas independientes, tienen una presencia menor, inapreciable casi, en el libro)- que tras la muerte del padre se desenvuelve con grisura y austeridad. La aparición de un sacerdote católico, el padre Flood -de lejana y remota amistad con el fallecido-, que vuelve al pueblo desde Nueva York para pasar unas vacaciones, abre a la chica la posibilidad -alentada sobre todo por la generosidad de la madre y de la hermana- de una optimista perspectiva de mejora vital, dejando atrás los estrechos horizontes del acostumbrado y previsible Enniscorthy y abriéndose a las posibilidades de crecimiento que ofrece un trabajo en unos grandes almacenes de Brooklyn, que el cura garantiza, encargándose además de facilitar a la chica los trámites para el viaje y de proveer las condiciones mínimas de su alojamiento y estancia en alguna casa de huéspedes en su propia parroquia en Norteamérica. El libro nos narra en su primera parte la modesta existencia de Eilis en su pueblo natal, las vicisitudes de su trabajo con la odiosa señorita Kelly, los entresijos de su insustancial vida familiar y, especialmente -pero eso será un rasgo esencial de la novela entera y me detendré en su análisis más adelante- las interioridades de su alma. De ese primer eje de la novela quedan apenas unos minutos en la apreciable versión cinematográfica. En las partes segunda y tercera asistimos a los días de la chica en Brooklyn, su perplejidad y su temor ante lo desconocido, su triste estancia en la pensión de la señora Kehoe, otra dama desagradable y fría, sus inicios en la vida laboral, sus actividades caritativas en la parroquia del padre Flood y el conocimiento de un buen chico, Tony, con quien se relacionará y que aportará algo de luz a su, de nuevo y pese al cambio de continente, apagada vida. En la sección cuarta y postrera, Eilis se ve obligada a volver a Irlanda, por razones que no quiero adelantaros, como tampoco quiero desvelar qué sucede a su retorno al hogar familiar. Aunque algo tendré que acabar revelando, en tanto Long Island, como luego veremos, retoma la vida de la chica veinte años después, por lo que el solo hecho de situaros en el escenario de esta última novela implica necesariamente referirme a aspectos de su pasado que afectan al desarrollo final de los acontecimientos de la primera de ellas.
En cualquier caso, más allá de la discreta trama, el libro interesa por su enorme capacidad de penetración en la personalidad de Eilis. Su desconcierto frente a la vida, su aprensión ante el futuro incierto, su soledad y su desamparo, su tenacidad en el estudio, su bondad, su timidez y sus miedos, su búsqueda de identidad y del propio lugar en el mundo son mostrados con sutileza y sensibilidad, con belleza y emoción. Conocemos, sobre todo, sus dudas, pues la chica se debate entre ambos “escenarios”, valorando los atractivos de cada uno de ellos y añorando con nostalgia el universo que deja atrás (pensando una y otra vez en las mismas cosas, en todo lo que había perdido). En Brooklyn recuerda apenada y con pesadumbre su existencia pueblerina y limitada pero acogedora y familiar, cuestionando, desconsolada y tristísima, su inútil presencia en el país ajeno, aunque la aparición de Tony en su vida cambiará esta percepción. Y entonces, casada en secreto con él, y de vuelta a Enniscorthy, será el recuerdo de la muy tímida felicidad de los últimos días en Norteamérica el que la aflija, alimentando el deseo de su vuelta, hasta que el renacido contacto con la madre, con los amigos (en particular con Jim Farrell, con quien vivirá un tímido atisbo de incipiente relación romántica, alimentada por su mejor amiga, Nancy) y con las personas y los lugares acostumbrados de su pueblo natal, vuelva a sembrar de incertidumbre su titubeante personalidad: Se sentía extraña, era como si fuera dos personas, una que había luchado contra dos fríos inviernos y muchos días duros en Brooklyn y se había enamorado allí, y otra que era la hija de su madre, la Eilis que todo el mundo conocía, o creía conocer, afirma, siendo consciente, además, de que ella, siempre, en cualquier situación, pertenecía a otro lugar. Y es esta honda “prospección” en la conciencia y el espíritu, en el sentimiento y la voluntad de la chica lo más relevante del libro, ya que, a fin de cuentas, y tal y como ha señalado el autor en alguna entrevista, una novela no trata de grandes conceptos, de cosas abstractas, sino del frío, los colores, los sabores… y Brooklyn trata del encuentro de una joven irlandesa con el nuevo mundo, especialmente con el amor… Y de lo que pasa cuando un inmigrante es extranjero en los dos países, e incluso de sí mismo.
Con Nora Webster se produce un fenómeno parecido: un hilo argumental leve, trivial, de escasa trascendencia, pero con una densidad emocional, una profundidad en el análisis de los sentimientos, de los deseos y los impulsos de los personajes que su lectura se hace inolvidable. La base de la historia narrada es, hecho confesado abiertamente por el autor, autobiográfica, aunque el enfoque no lo es. Colm Toíbín tiene doce años cuando su padre muere, en 1967, y su madre, que ronda los cuarenta y cinco, queda viuda a cargo de dos hijos pequeños y con dos hijas algo mayores estudiando ya fuera de casa. La novela parte de esa misma situación, siendo Nora Webster el nombre literario elegido para la principal protagonista femenina, desde cuyo punto de vista se cuenta la historia en la que se modifican también los nombres reales del padre, Maurice en la novela, Michael en la realidad, y de las hijas y los dos hijos, siendo Donal, el mayor, el trasunto del propio escritor. Por cierto, no quiero dejar de mencionar un curioso juego circular y autorreferencial de las dos novelas que comento, un detalle menor, anecdótico, aunque pueda quizá tener mayor significación. En las últimas páginas de Brooklyn, la madre de Eilis menciona una visita de Nora Webster -también había ido Nora Webster, dijo, con Michael-, con un Michael del que no se especifica otro dato sobre su identidad. ¿Quiso Toíbín llamar en Brooklyn al marido de esa Nora fugaz con el nombre “real” de su padre, Michael, recurriendo años después en la segunda novela al “inventado” Maurice? Por otro lado, y por cerrar este paréntesis de curiosidades, como digo quizá no tan fútiles, mencionaré que el final un tanto abierto de Brooklyn, en el que no sabemos del todo qué futuro espera a Eilis, se desvela en parte en las primeras páginas de Nora Webster, cuando la madre de la chica, en una visita -ahora a la inversa- que hace a la propia Nora, le informa de la situación “actual” de su hija, cuando han trascurrido algunos años del desenlace del primero de los dos libros, unidos así -además de por los grandes temas tratados y por el estilo elíptico y sutil de Toíbín, de los que hablaré al final de esta reseña- por un doble vínculo ingenioso y delicado y claramente premeditado por su autor. Además, Nora Webster vuelve a hacer acto de presencia -de nuevo de modo incidental y muy secundario- en Long Island, transcurridas ahora dos décadas de aquella su primera aparición. Por resumir, el universo de Enniscorthy está presente en varias de las obras de Tóibín, que intercala en sus novelas, salpicadas en uno y otro pasaje, referencias a lugares y personajes relacionados con su lugar de nacimiento o incluso, convenientemente disimulados, con su propia biografía, en particular con la figura de la madre, sustancial en la obra entera del irlandés.
La nueva vida de Nora tras la muerte de su esposo se desenvuelve -en sus elementos externos- sin acontecimientos sobresalientes. En su situación de precariedad económica, la mujer vive el duelo e intenta sobreponerse a él con la vuelta al trabajo -que Toíbín nos cuenta con detalles de su vida laboral, la dificultad de “reacomodarse” tras tantos años de inactividad, lo aburrido de sus tareas administrativas y contables, la intransigencia de su jefa, la simpleza de su joven compañera de oficina, una insólita reunión sindical-, relacionándose con algunas otras mujeres del pueblo, revitalizando su vieja afición por la música, asistiendo a clases de canto, reuniéndose con familiares, singularmente con los hermanos de su marido, Jim y Margaret, y, sobre todo, ocupándose de sus hijos, en particular los dos pequeños, el mencionado Donal y Conor. Todo se centraba en los cuatro hijos, en su futuro, piensa, y así, la tartamudez de Donal, las quejas de Conor sobre su raqueta de tenis, los peligros de que Fiona, la hija mayor, viaje a Dublín en autostop, el temor a las consecuencias de implicación política de su otra hija, Aine, son los asuntos que centran su atención, todavía muy afectada por la ausencia de su marido.
Poco a poco el tiempo va pasando y en la vida de Nora empiezan a tener más peso los hechos de la vida exterior, va renaciendo una suerte de ilusión: se implica en las reivindicaciones laborales en la empresa, hay un interés -siquiera latente, apenas palpable- por los conflictos políticos que vive Irlanda, y en su existencia se abren algunos proyectos en relación con la música: audiciones, grabaciones, conciertos. Y eso es todo, en esencia: la vida sigue, nada excepcional, nada demasiado relevante, nada extraordinario.
Y sin embargo, como en Brooklyn, es la vida interior de su personaje lo que Colm Toíbín nos muestra con maestría. Aparecen así las dos caras de una personalidad compleja, una mujer que puede ser terrible (durísima la “escena” en que abandona a Donal en el internado), intransigente, rígida, severa, antipática, controladora, quisquillosa, incapaz de cuidar intensamente -¿de amar?- a sus hijos, pero también perdida y llena de dolor por su viudedad (era el mundo lleno de ausencias), sufriendo su soledad cuando desaparece el principal pilar en que se sostenía su vida (Conque eso era estar sola, pensó. No era la soledad que venía experimentando, ni los momentos en que sentía la muerte de Maurice como un mazazo a todo a su ser, como si hubiera sufrido un accidente de tráfico; era ese deambular en un mar de gente con el ancla levada, en que todo era extrañamente vago y confuso). Y con el paso del tiempo aparece también la mujer que ansía su liberación, que lucha por su crecimiento personal, por encontrar el propio espacio que la presencia de Maurice le quitaba, la mujer que redescubre en la música clásica sus mejores posibilidades, la mujer sensible, la que sueña con cantar y obtener logros en esa vertiente artística y cambiar de vida dejando atrás su insípido presente, la que se preguntaba si era la única persona que no tenía nada entre la grisura de sus días y el absoluto esplendor de esa vida imaginada.
Y en las dos novelas -y como ocurrirá también en Long Island- están muy presentes los mismos ejes temáticos, que parecen representar -he leído numerosas e interesantísimas entrevistas con Colm Toíbín, hasta “empaparme” de su pensamiento y su sensibilidad- las principales preocupaciones del autor: el exilio, la inmigración, los problemas políticos de Irlanda, el paso de la tradición a la modernidad, el mundo rural y las ciudades, la identidad, la importancia de la familia y de las madres, el abandono y la pérdida, la muerte (A veces, nos cruzamos con ellos, con los que nos han dejado, los que ya no están. Llevan consigo algo que nosotros aun no conocemos... Es un misterio, dice Nora Webster), la dificultad de elegir, la duda. Y, sobre todo, en los dos -en los tres- libros sobresale el poético y delicado y muy sensible modo de contar las historias, el indudable magisterio literario del escritor, capaz como pocos de mostrar lo íntimo, el silencio, la pena, el peso de la ausencia, lo insignificante en apariencia pero auténticamente revelador del núcleo central de una vida, las emociones, los secretos (sin énfasis, sin subrayados, de un modo leve, difuminado, como impreciso, levísimo: Quería crear una poesía amarga del silencio, dice Toíbín en una entrevista, a propósito de Nora Webster. Cuando, a veces, se habla en la novela hay una poesía que va más allá de la entonación. La idea era que eso se convirtiera en un poder subterráneo, que el lector no lo detectara, pero lo sintiera. No se habla de tristeza, pero está ahí; no se habla del dolor, pero está ahí; en los actos, en los gestos, en el tono de la voz, en las sensaciones, en los pensamientos. Es la fuerza de lo que no se dice pero sabes que está. El poder de sugerir o describir antes que adjetivar. Con esa sutileza el lector termina de construir esas imágenes o ideas que quiero transmitir); capaz de profundizar en la psicología de los personajes; capaz de revelar cosas de uno mismo (siendo ese “uno mismo” tanto el personaje como el propio autor como, sin duda, el lector). Y a través de todo ello, apuntado también con pinceladas, con sutileza, con pequeños detalles, no con líneas fuertes ni grandes brochazos (si fuera pintor, dejaría algo en blanco para que el espectador imagine lo que habría ahí, afirma Toíbín en la entrevista antes citada), el marco social, la espléndida recreación de la Irlanda de hace setenta años, tan pobre, tan triste.
Todas estas características -temas de referencia, rasgos de estilo, sensibilidad y capacidad de penetración psicológica- están también en Long Island, articulado, claro está, en un marco argumental distinto. Traducido por Antonia Martín, que en el “baile” de traductores al que Lumen somete la obra de Tóibín es la más recurrente, el libro nos sitúa en Lindenhurst, en Long Island, en donde, con un salto temporal de veinte años (la trama se desarrolla en la segunda mitad de los setenta -en la novela no se especifica la fecha, pero las referencias a Vietnam y el Watergate, a Nixon y a Bernardette Devlin, la joven activista irlandesa, muy popular en aquellos años, a los conflictos de Belfast y Derry, permiten una datación más que aproximada- con Eilis habiendo cumplido los cuarenta), volvemos a encontrarnos con la protagonista de Brooklyn, que vive con su marido Tony Fiorello, al que vemos ahora convertido en fontanero (ella se ocupa de la contabilidad de un garaje), y sus dos hijos, Rosella y Larry, dieciséis años el muchacho, algo mayor su hermana, ya universitaria. La familia vive en una calle sin salida en la que los Fiorello han construido cuatro viviendas para que las habite -de modo algo promiscuo: unos y otros salen y entran sin límites en las casas de los demás- el profuso clan italo-americano: los padres de Tony, en particular la muy presente madre, Francesca, estricta, inteligente y resuelta, sus cuatro hijos -Tony, Mauro, Enzo y Frank-, tres nueras -la propia Eilis, Clara y Lena (Frank, soltero, abogado, probablemente homosexual -lo es también Tóibín- y algo desclasado, vive en Manhattan)- y once nietos. Desde su retorno hace dos décadas, al final de Brooklyn, Eilis, que mantiene sus vínculos sentimentales con Irlanda y se cartea habitualmente con su madre, no ha vuelto, sin embargo, a su país de origen. Tampoco acaba de encajar del todo en su cotidianidad “italianizada”, hecha de largas comidas familiares, chistes recurrentes, “batallitas” repetidas una y otra vez, aceptación sumisa de la autoridad masculina. Ella, independiente y con ideas propias, capaz de replicar a su suegro a propósito de las manifestaciones y las protestas estudiantiles contra la guerra de Vietnam, a las que el patriarca del clan se opone y ella defiende (—A mí no me gustaría que un hijo mío tuviera que ir a la guerra —dijo Eilis—, así que creo que se manifiestan en mi nombre), acaba encontrando un espacio propio, un reducto de paz interior, modesto y poco “significado”: los domingos por la mañana no acudirá a las agobiantes reuniones familiares (no se le daba bien participar en las bromas bulliciosas y las réplicas ingeniosas que se hacían en la mesa. Los lunes todavía la acompañaba el irritante sonido de las voces que competían por hacerse oír) y se quedará en casa con la edición dominical del New York Times (Eilis disfrutaba cuando se acercaba la hora de que los demás se fueran a la comida y la dejaran leyendo el periódico, escuchando la radio o mano sobre mano), en un detalle menor pero significativo de un cierto desajuste vital, de una leve desubicación existencial, de una tenue insatisfacción personal -con notas de asfixia, incluso- de la mujer (y también de una evolución en el personaje desde Brooklyn; ahora ya no es pasiva, ni sumisa: —¿Es que no puedes controlarla?, le dirá Enzo a su hermano Tony tras la discusión, antes referida, de Eilis con su padre).
Una tarde, cuando Tony aún está en su trabajo y los chicos no han llegado todavía a casa, Larry desde el Instituto, Rosella de la pasantía en la que hace sus prácticas, Eilis recibe la visita de un desconocido, un irlandés de voz y actitud agresivas, que le comunica, airado, que su propia esposa está embarazada y espera un hijo de Tony, y que cuando nazca el niño no piensa criarlo sino que se desentenderá de él depositándolo en la puerta de la casa de Eilis.
La actitud del visitante encaja, a juicio de Eilis, en los valores, la personalidad y el modo de proceder de los hombres irlandeses, y aunque la advertencia, que resultaría poco creíble en el estrecho y asfixiante entorno de Enniscorthy, en donde todos se conocen y no se toleraría una actitud así, le suscita dudas, acaba por parecerle, no obstante, verosímil y probable en el más anónimo contexto norteamericano.
Con esta imprevista, sorprendente y perturbadora aparición empieza Long Island. El incidente tiene lugar en la segunda página del libro, por lo que no estoy destripando ningún secreto que deba permanecer oculto y cuya revelación perjudique el disfrute lector. La vida de Eilis se ve alterada de modo drástico (A menos que la visita del hombre hubiera sido una artimaña, una parte de la vida de Eilis había llegado a su fin). Decidida a no permitir que la situación afecte a su vida, encara a su marido, resuelta a no aceptar al niño, negándose a ocuparse de él (Bajo ningún concepto voy a cuidar del bebé. Es asunto tuyo, no mío, le dirá a un acobardado Tony que, sin embargo, reconoce la infidelidad). Se enfrenta también a su suegra, pues no está dispuesta a admitir siquiera que Francesca se haga cargo del pequeño (La criatura será un miembro de la familia, nos guste o no. Tony es el padre, sostendrá, categórica, la madre de Tony; a lo que ella replicará: —No será miembro de mi familia. Me da igual quién sea el padre).
La firmeza de su decisión, lo insostenible de la situación, la inevitable crisis matrimonial que se desencadena tras los hechos, la perplejidad y la inquietud de sus propios hijos ante lo extraño de las circunstancias y la fría distancia que perciben entre sus padres, el asfixiante paso del tiempo -se acerca agosto, fecha prevista del parto y, por lo tanto, de la ejecución de la amenaza- llevan a Eilis a volver a Irlanda para pasar el verano, aprovechando la cercanía del octogésimo aniversario de su madre y sin un propósito decidido ni una duración previsible para su viaje. Una vez en Enniscorthy (Eilis viaja sola, aunque sus hijos, que nunca han estado en Irlanda ni conocido a su abuela ni a su familia materna, se reunirán con ella al terminar el curso académico), Eilis se reencuentra con su pasado, casi inalterado en la figura de su madre -severa, intransigente, obstinada, aparentemente distante, renuente a aceptar los cambios que su recién llegada hija introduce en su vida- y de sus vecinos, entre los que no acaba de encontrarse a gusto, demasiado extravagante (su ropa, su peinado, su insólito -en aquel contexto- coche de alquiler), tras su experiencia neoyorquina, para la vulgaridad pueblerina de sus antiguos conciudadanos. En Enniscorthy están, todavía, Jim Farrell, aún soltero y ahora propietario del viejo pub de su familia, y Nancy, que se casó con un amigo de entonces, George Sheridan, tuvo tres hijos de él, enviudó joven y es dueña de un pequeño y polémico negocio (los clientes tardíos, borrachos, perturban por la noche el descanso de los vecinos) de fish and chips. Nancy, sola tras sus muchos años de viudedad, y Jim, no del todo repuesto del repentino e inexplicado abandono de Eilis veinte años antes (Había pensado en Eilis con frecuencia desde la última vez que la vio, hacía ya más de veinte años. Y deseaba creer que ella también había pensado en él. Quizá no todos los días, pero sí de vez en cuando), se ven a escondidas en la casa de éste y, sin que todavía hayan difundido su relación, se han comprometido, sin demasiado entusiasmo, a un matrimonio que piensan celebrar al terminar el verano, cuando se apaguen los ecos de la boda de Miriam, una de las hijas de Nancy. La reaparición de Eilis, trayendo consigo los recuerdos del pasado, aún muy vivos, alterará la plácida normalidad de las vidas de todos ellos. Los rescoldos, aún “activos”, del lejano amor de Jim por Eilis se avivan, provocando en él las dudas ante su previsto futuro con Nancy. La propia Eilis vacila pues reconoce en ella rastros de un genuino sentimiento hacia quien fuera su fugaz enamorado de hace décadas. Renacen en ella la incertidumbre, la pasividad, la indefinición que la habían caracterizado en su primer retorno a Ennyscorthy, en Brooklyn, y, en una suerte de juego dual vuelve a verse en una encrucijada similar a la de veinte años antes; una encrucijada que se multiplica (en una ampliación del registro literario que maneja Tóibín, alternando el foco del relato, no centrado ya exclusivamente en Eilis, como ocurría en la primera novela, y desplazándolo también a Jim y Nancy) en los respectivos dilemas de ambos. Los titubeos, las oscilaciones del ánimo, la indecisión, las dificultades para elegir impregnan los pensamientos de los tres personajes.
Así, Eilis fluctúa entre las ensoñaciones en que se ve viviendo con Jim en la modesta casita al borde de los acantilados propiedad de su hermano Martin o instalándose con él a su vuelta a Long Island, y la constatación de los muchos obstáculos a los que debería enfrentarse en esas situaciones. Además, también añora la realidad abandonada. Sus constantes dudas, su irresolución, la harán pensar en su propia trayectoria vital, tan a menudo marcada por las directrices de otros, tan a menudo sometida a la aprobación ajena. Ahora, con su vida por fin estabilizada, la imprevista irrupción del hijo fruto de la infidelidad de Tony, su vuelta a Irlanda, amenazan con perturbar su organizada vida.
Pero la maestría de Tóibín nos permite adentrarnos también en la cabeza de Jim y Nancy, cada una de sus voces tan convincentes como las de su protagonista principal. Jim se debate entre la casi inminente expectativa de una existencia tranquila y apacible con Nancy, que lo rescate de su soledad de décadas, y la añoranza y el recuerdo de Eilis, la revivida ilusión que despierta en él la llegada de su antiguo amor. Pero hay en él, igualmente, miedo a una nueva decepción, aprensión ante el riesgo que entraña el futuro desconocido y falta de resolución ante la responsabilidad que supone su decisión (ni Eilis ni Nancy saben de la “existencia” de la otra en la vida de Jim), sea cual sea. Y también Nancy, anclada aún a su pretérito y nunca olvidado amor por George, se ve asaltada por las dudas.
Y esta triple perspectiva constituye el núcleo central de una novela espléndida en la que, como telón de fondo -y como resulta inevitable- “pasan cosas”, pequeños sucesos externos a la íntima vivencia de los personajes pero que contribuyen a “enmarcar” el relato de sus sentimientos y emociones: remembranzas de la vida en Long Island -el entorno italoamericano, las conversaciones con Rosella y Larry, el trabajo de Eilis en el garaje del señor Dakessian, las apariciones de Frank, el hermano “distinto” de Tony-, la cotidianidad de Enniscorthy, los parroquianos del pub de Jim, los problemas en el negocio de Nancy, la presencia de los hijos y los hermanos de Eilis, la boda de Miriam, una singular operación inmobiliaria, un paseo por la playa, unas compras en Dublín, los chismorreos de los lugareños, las vicisitudes de los tiernos y románticos encuentros nocturnos entre Jim y Nancy y, sobre todo en el último cuarto del libro, complicaciones y enredos cuando la acción se acelera y los secretos de unos y otros irán desvelándose.
Pero lo inolvidable de Long Island -y de Brooklyn y Nora Webster-, ya se ha dicho, es el talento de Colm Tóibín para comunicar al lector la vida interior de sus criaturas, para penetrar en su personalidad, en sus pensamientos e impresiones, en sus sueños y sus frustraciones, en sus deseos y sus anhelos, en su búsqueda de la felicidad, en su soledad, su desorientación y su tristeza. Sobresaliente son también su inteligencia, su agudeza y su capacidad de introspección psicológica, su sensibilidad, su magistral capacidad para hacer partícipe al lector de los secretos, de lo que no se dice, de lo más íntimo de los personajes: gestos, miradas (Ella no quería que se le acercara ni que la abrazara. Él advirtió que lo observaba e intercambiaron una mirada llena de pesar), detalles aparentemente accesorios (como cuando Eilis se entera de la infidelidad de Tony: Subió a su dormitorio y lo inspeccionó como si fuera una extraña en su propia casa. Recogió el pijama que Tony había tirado al suelo por la mañana y se preguntó si debería dejar de lavarle la ropa. Y enseguida se dijo que no tenía ningún sentido), evocaciones, silencios, omisiones (Desde hacía días no se le iba de la cabeza la imagen de Jim alejándose por aquel sendero de Cush. Si hubiera mirado atrás siquiera un segundo, la habría visto observarlo inmóvil, preguntándose por qué él no se giraba), elipsis (estaba seguro de que habría logrado persuadirla de que sería más feliz con él aunque tuvieran que abandonar la ciudad o incluso el país. Pero nunca tuvo esa oportunidad. No supo más de ella).
Ya muy fuera de tiempo, quiero hacer una breve y última digresión y recomendaros también la lectura de Madres e hijos, de título inequívoco, una extraordinaria colección de cuentos. En la antología, presentada por Lumen con edición y prólogo de Andreu Jaume, traducción de Antonia Martín y fotografía de portada de “un” Pedro Almodóvar que no sé si es “el” Pedro Almodóvar, aunque creo que sí, están todos los temas de la narrativa de Tóbín, aparte de la referida presencia de las relaciones familiares, en particular las maternofiliales recogidas en el título (como en “Una canción”, auténticamente genial, “Un viaje” o “El quid de la cuestión”, que adelanta algunos personajes de Long Island y Brooklyn): la psicología femenina (en los excepcionales “Silencio”, “Un trabajo de verano”, “Famous blue raincoat” o “Dos mujeres”), Irlanda, los abusos sexuales en la Iglesia de aquel país, tema recurrente en casi cualquier escritor irlandés, la inmigración, el desarraigo y la pertenencia, la identidad, la muerte, el paso del tiempo, el amor, también el homosexual (presente en dos cuentos, con un muy explícito tratamiento del sexo, rozando lo obsceno), España, y en particular Barcelona (con dos relatos ambientados en la Barcelona de los primeros años de la Transición, en los que Tóbín residió en la ciudad catalana, y un tercero en el que los sucesos de la guerra civil en Cataluña, en 1938, extienden su influencia a una situación del presente), entre otros. Y todo ello con el particular estilo delicado, sensible, profundo, elíptico, simultáneamente distanciado y cercano, propio del irlandés y muy oportunamente analizado por Andreu Jaume en su ilustrativo prólogo.
En fin, no os perdáis Brooklyn ni Long Island -ni tampoco ningún otro de los libros de Colm Tóibín-, simples historias de vidas ordinarias que, de modo conmovedor, inteligente y emotivo, nos interpelan, pues hablan de sentimientos universales. Historias, además, muy tiernas, llenas de encanto y sensibilidad, de gracia y dulzura. Es una historia muy bonita, le dice la modista dublinesa a Nancy cuando, mientras se prueba el vestido de la boda de su hija, ella le cuenta su romance secreto con Jim. Y añade: O sea, también es triste, pero aun así me alegro mucho por usted. Delicada belleza y enternecedora melancolía, esos son, en síntesis reduccionista pero elocuente, las notas más sobresalientes de mis propuestas de esta tarde, que espero que disfrutéis.
Os dejo ahora con el texto postrero de Long Island. Resulta evidente que, siendo el cierre de la novela, constituye en sí mismo un spoiler más que obvio. Pero os lo ofrezco por un doble motivo, por su alto grado de significatividad, pues refleja de manera elocuente el núcleo central y el espíritu del libro, y porque refleja el ya mencionado carácter abierto de la novela, que, como se podrá deducir de su lectura, ofrece un final indeterminado, no clausurado. En cualquier caso, podéis omitirlo por preservar la incógnita argumental hasta el término de la lectura.
El acompañamiento musical lo pone The Old Bog Road, una canción irlandesa, citada también en Long Island, escrita a partir de un poema de Teresa Brayton, una militante irlandesa que vivió entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX. Su letra, muy oportuna como ilustración a la temática de los libros presentados, juega con un doble escenario: el del duro trabajo de los inmigrantes en Broadway y el de las añoradas tierras de Irlanda, entre lamentos por la fría soledad del “nuevo mundo” y la nostalgia y los tristes recuerdos de la tierra natal, la melancólica evocación de la madre muerta y de un tierno amor de juventud, de destino trágico. Aquí la escucharéis en la versión de Foster & Allen.
Bajó y se quedó en el recibidor con la luz apagada. Sabía lo que deseaba hacer. Deseaba salir a hurtadillas a la calle, donde esperaba no tropezarse con nadie. Y luego caminaría despacio, al abrigo de las sombras, hasta la casa de Eilis. Pediría verla, pese a lo tarde que era. La imaginó dirigiéndose hacia la puerta mientras su madre la llamaba desde el fondo de la vivienda o desde una habitación de arriba y le preguntaba quién era, quién acudía a esas horas de la noche. Él no entraría, se quedaría en el umbral y, en un susurro, repetiría la pregunta que había hecho antes a Eilis. Sin embargo, cuando intentó imaginar la reacción de ella, no vio a nadie. La puerta principal de la casa estaba abierta, pero el recibidor se hallaba desierto y solo se oía la voz de la madre, que repetía: «¿Quién es? ¿Quién viene a estas horas de la noche?».
En su recibidor, Jim trató de ver a Eilis, de oír lo que pudiera decirle. Se apoyó en la pared y cerró los ojos. Tal vez al día siguiente se le ocurriría qué hacer. De momento esperaría, no haría nada. Oiría su propia respiración y estaría preparado para abrir la puerta a Nancy cuando llegara a medianoche. Eso es lo que haría.
Videoconferencia
Colm Tóibín. Long Island
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