TED GIOIA. EL CANON DEL JAZZ
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde está relacionada con la celebración, el próximo 30 de abril, del Día internacional del jazz. Es por ello por lo que quiero presentaros un libro -no solo esencial para los amantes y expertos del género e indispensable como obra de consulta para estudiantes e historiadores, sino también de gran interés para cualquier aficionado a la música- escrito por una de las mayores autoridades en el universo jazzístico, Ted Gioia. La obra, de título El canon del jazz, apareció en España el pasado 2013 -el original es de un año antes- en la editorial Turner, con un subtítulo muy revelador, Los 250 temas imprescindibles, y la traducción de Víctor V. Úbeda. En la misma editorial, y también en su colección Noema, se habían publicado, en sendas ediciones de 2004 y 2012, su monumental Historia del jazz, del mismo modo altamente recomendable; Blues, de 2010, un exhaustivo estudio sobre la música del Delta del Mississippi; y, en este mismo año, el formidable Canciones de amor, al que dedicaremos el curso próximo más de una edición de mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, al igual que estamos haciendo, en dos lunes consecutivos, con este El canon del jazz del que ahora quiero hablaros y en cuyas páginas me he basado para completar esas dos emisiones mencionadas, la que salió al aire el pasado 25 de abril y la que lo hará el próximo 2 de mayo. Algunas otras publicaciones del crítico, profesor, músico, historiador, compositor y productor de jazz esperan su traducción a nuestra lengua, como las muy apetecibles y prometedoras -desde mi particular gusto- Work songs y Healing songs, ambas de 2006.
Como declara el autor en la larga y esclarecedora introducción que os dejo como cierre a mi comentario, el origen del presente libro puede encontrarse en la adolescencia del investigador, cuando el joven Gioia, entonces un aprendiz de músico, echaba en falta, al que tener que “enfrentarse” a algunas de las piezas exigidas en sus estudios, una recopilación o antología o catálogo de los dos o tres centenares de temas clásicos del jazz, los grandes estándares cuyo conocimiento le reclamaban sus maestros y cuya interpretación era requerida de continuo en sus estudios musicales. Ante la inexistencia de una obra de ese género, y llegada ya su madurez -Gioia ronda los sesenta años-, decidió cubrir por su cuenta esa constatada carencia y elaborar él mismo un completo elenco, una minuciosa relación de los doscientos cincuenta títulos imprescindibles en la historia del género.
Con un explicativo preámbulo que, como digo, cierra esta reseña, algunas notas finales no demasiado relevantes para el lector común y una breve última indicación que aclara los criterios con los que se analiza cada tema, el libro consiste sustancialmente -seiscientas cincuenta de sus seiscientas ochenta páginas- en el estudio detallado de cada una de las canciones seleccionadas, que se presentan por orden alfabético y de las que se ofrecen infinidad de datos técnicos, anécdotas, informaciones varias sobre sus creadores o sus diversos intérpretes, análisis sobre conciertos o grabaciones, noticias sobre el origen teatral o la recepción cinematográfica de las composiciones, examen de sus a menudo numerosas versiones, opiniones, críticas, curiosidades y muchos otros comentarios de diversa índole, que aparecen siempre penetrados por una inmensa y desbordante erudición, un extraordinario rigor y una muy notable capacidad para contar con amenidad y entusiasmo las muchas veces sorprendentes historias de decenas de los grandes clásicos del jazz y aun de la música popular.
No procede desmenuzar aquí -ni tampoco sería materialmente posible- los muchos elementos de interés que contienen las notas con las que Ted Gioia glosa cada pieza. Por ofrecer tan solo una muestra a vuelapluma -y escogiendo, casi al azar, un único ejemplo para cada letra del alfabeto; ausentes en el repertorio la Q, la U, la X y la Z-, en el libro os encontraréis la extraña vinculación con el zen de All the things you are; la transformación de Blue moon de sus orígenes como melodía de inspiración religiosa en la canción de amor que conocemos; la repetición de una misma nota trece veces seguidas en el inicio de Come rain or come shine, seguida de una docena y media adicional en el resto de la composición (esto no es una melodía, afirma Gioia, es una dieta salvaje de adelgazamiento musical); la conocida frase de cierre, una de las más memorables de cualquier canción popular de la época, de Don’t blame me (Culpa a todos tus encantos, que se derriten entre mis brazos, pero no me culpes a mí); las censuras sufridas por Easy to love, en cuya letra las menciones a “el dulce amanecer” y “las tostadas y el café” fueron rechazadas por sus insidiosas connotaciones de un desayuno en pareja; las muchas peripecias vividas desde su creación por Fly me to the moon, incluido su viaje -real- a nuestro satélite a bordo del Apolo XI; el llamativo origen de Georgia on my mind, nacida cuando un saxofonista amigo propuso a su autor, Hoagy Carmichael, la conveniencia de componer una canción sobre el ambiente sureño norteamericano, proporcionándole además una “esclarecedora” pista para estimular su creatividad: Deberías empezar así: “Georgia, Georgia”, a lo que, al parecer, Carmichael respondió con sarcasmo: Gracias, es una ayuda inestimable; la vinculación entre el movimiento armónico y melódico de How Insensitive (Insensatez), de Antonio Carlos Jobim, con el del preludio en Mi menor de Chopin; la aparición, en cierto modo fallida pues no ganó el Oscar, preterida por otra pieza excepcional, It might as well be spring, de I fall in love too easily en Levando anclas, la película de 1945 protagonizada por Frank Sinatra, que interpreta el tema; el también cinematográfico origen de Just you, just me, que oímos en Marianne, película de 1929, cuando surge de la voz de Laurence Gray, el cual, con el acompañamiento de un ukelele algo fantasmal, acaba provocando el arrobo de la bella Marion Davis, a la sazón amante en la vida real del magnate William Randolph Hearst; el frenético pataleo que provocaba en las audiencias la escucha de King Porter Stomp, la añeja pieza -quizá nacida en 1905- de Jerry Roll Morton; la complejidad compositiva de Lonely woman, en la que el enrevesado, vanguardista y anticipador talento de Ornette Coleman casi imposibilitó versiones posteriores de su complicada y por ello inaccesible partitura; la sorprendente calidad de My one and only love, la majestuosa balada de Guy Wood, inesperada por ser su creador un convencional compositor inglés que hacía canciones para el programa infantil de televisión Capitán Canguro; las discusiones -inacabadas- acerca de la autoría y hasta el título (¿con o sin artículo?) de (A) Night in Tunisia, unida
para siempre, más allá de disquisiciones estériles, al talento de Dizzie Gillespie; el equívoco que encierra la expresión ¡Oh, Lady be good!, con la que Gershwin puso nombre a la pieza que interpretaría, entre otros muchos destacados artistas, Ella Fitzgerald: (Jamás en mi vida he oído a nadie usar en una conversación la frase “lady be good” [sea buena, señora],aunque algunas mañanas, durante el desayuno, he estado tentado de decírsela a mi mujer, solo por ver cómo reaccionaba. Me han asegurado que, en la década de 1920, esta exhortación, aunque sobre el papel instaba a la señora en cuestión a ser “buena”, en realidad equivalía a pedirle que fuese un poco “mala”); la comprensible relevancia que tuvieron durante la Gran Depresión las canciones que hablaban de dinero, Pennies from heaven la más popular de entre todas ellas; la acalorada discusión entre Thelonius Monk y Miles Davis, compositor e intérprete, respectivamente, de Round Midnight, tras la versión que ofreció el segundo en la edición de 1955 del festival de jazz de Newport (al parecer, a la vuelta del festival, el pianista, que iba en el mismo coche que Davis, le dijo al trompeta que no había tocado bien la canción. Los dos astros del jazz se enzarzaron en una discusión tan acalorada que Monk mandó al conductor que parase y se apeó del vehículo. “Dejamos a Monk donde se coge el ferry –recordaría después Davis–, y nos volvimos a Nueva York”); el carácter retrospectivo de la letra de The shadow of your smile, lo que la hace gozar de muchas simpatías, al decir de Gioia, entre artistas de edad provecta, afirmación que sustenta en numerosos ejemplos, con Benny Carter grabando una versión a los ochenta y ocho años como muestra destacada; la particular aversión del escritor a Tea for two (Cuesta entender por qué los músicos de jazz le tienen tanto aprecio a esta composición: la melodía es monótona y más propia de una canción infantil de pacotilla. De hecho, prefiero tocar “María tenía un corderito” o “En el barquito de caramelo”: al menos estas melodías no se te grapan a la cabeza como una migraña crónica. El encadenamiento armónico de “Tea for Two” es la secuencia II-V de toda la vida, y el tema B suena sospechosamente parecido al A, como si las frases melódicas se hubiesen racionado y reciclado en época de escasez. Con respecto a la letra, cuanto menos se diga mejor); la progresiva ralentización de las interpretaciones de The very thought of you con el paso de los años; la aparición de The way you look tonight en el cine cuando Fred Astaire da a conocer al público la canción, a la postre ganadora de un Oscar, en una película de 1936 titulada Swing Time (En alas de la danza); pero -cosa rara en este artista famoso por sus números de canto y baile- sin mostrar ni una sola vez los pies. En la escena en cuestión, Astaire se sienta al piano y le canta la pieza a Ginger Rogers, cuyo ademán es aún menos elegante, metida como está en el baño con la cabeza llena de champú; la poco indicada presencia de You don’t know what love is, una de las baladas más sombrías y melancólicas del repertorio jazzístico, en una película de humor, interpretada por los cómicos Abbot y Costello... entre una infinidad de atractivos exponentes del conocimiento y la amena erudición de Ted Gioia, a los que solo lastra, quizá, una excesiva insistencia en aspectos demasiado técnicos, de imposible comprensión y disfrute para el profano.
En cualquier caso, os recomiendo vivamente este El canon del jazz. 250 temas imprescindibles; aparte de una excepcional fuente de aprendizaje, el libro os entretendrá y, además, mejorará el disfrute de vuestras escuchas jazzísticas. Como no puede ser de otra manera, una de las piezas comentadas en el libro, en este caso Blue moon, en la interpretación de Ella Fitzgerald, cierra esta reseña.
Introducción
En mi adolescencia, mientras aprendía a tocar jazz, no dejaba de toparme con canciones que los músicos de más edad daban por hecho que yo conocía. Con el tiempo me di cuenta de que estas composiciones, unas doscientas o trescientas, constituían la piedra angular del repertorio jazzístico. Así como un músico clásico estudiaba las piezas de Bach, Beethoven o Mozart, un intérprete de jazz tenía que aprenderse esas canciones.
De hecho, no tardé en constatar que el conocimiento del repertorio era aún más importante para un músico de jazz que para uno clásico. El intérprete clásico al menos sabe de antemano qué composiciones van a interpretarse en el concierto, pero el de jazz no siempre goza de esa ventaja. Recuerdo los lamentos de un amigo al que contrataron para acompañar a un célebre músico de viento en un festival de jazz y hasta que no estuvo en el escenario, delante de seis mil personas, no le dijeron qué temas iban a tocar. Estos episodios son habituales en el mundo del jazz, una subcultura muy peculiar que valora tanto la espontaneidad como las bravuconadas. Otro colega, pianista de talento, hubo de vérselas con un líder de grupo aún menos dispuesto a colaborar, un famoso saxofonista que se negaba a revelar a sus músicos los nombres de los temas ni siquiera cuando se hallaban ya en el escenario. El tipo se limitaba a tocar una breve introducción con el saxo tenor, luego marcaba el ritmo con el pie… y con esas pistas tan exiguas mi amigo tenía que adivinar la canción y la tonalidad. Así es esta forma artística, para bien o para mal.
De joven también pasé mis bochornos por culpa de canciones clásicas con las que no estaba familiarizado, pero por suerte nunca delante de miles de espectadores. Enseguida descubrí lo que, sin duda, también han tenido que aprender infinidad de músicos de jazz, y es que el estudio exhaustivo del cancionero jazzístico no es una actividad episódica de interés meramente histórico, sino una herramienta indispensable para la supervivencia. El músico de jazz que no domine estas composiciones no tardará en quedarse en paro.
El problema es que en mi época nadie te daba una lista. Y el típico chaval de mi generación (o de las siguientes) tampoco encontraba muchas de esas piezas fuera del mundo del jazz: la mayoría se había compuesto antes de que yo naciese, y ni siquiera las incorporaciones más recientes al repertorio formaban parte del menú televisivo al uso ni sonaban en la radio comercial. Algunas de las canciones procedían de Broadway, pero no siempre de los musicales más taquilleros: muchas aparecían por primera vez en espectáculos fallidos o ignotos, o en revistas de compositores relativamente desconocidos. Otras se estrenaban en películas, o procedían de las grandes orquestas, o las daban a conocer cantantes populares ajenos al mundo del jazz. Unas pocas piezas, como “Autumn Leaves” o “Desafinado”, tienen sus orígenes muy lejos de la tierra natal del jazz. Y, por supuesto, muchas fueron obra de los propios músicos de jazz y forman parte del legado de Miles Davis, Thelonious Monk, Duke Ellington, John Coltrane, Charlie Parker y otros artistas capitales.
Mi formación en este género musical dependió tanto del azar como del esfuerzo. Con el tiempo aparecieron los llamados fake books, antologías de partituras simplificadas que aclaraban parte del misterio, aunque yo nunca vi ninguna de esas ediciones, que solían ser piratas, hasta que tuve casi veinte años. La primera vez que tuve entre mis manos The Real Book −la colección de partituras de jazz que empezó a circular clandestinamente en la década de 1970−, hasta el sumario me pareció una revelación, y estoy seguro de que no fui el único. Los aspirantes a músicos de hoy en día no se imaginan lo hermética que era esta forma artística hace apenas unas décadas: ninguna de las universidades a las que asistí ofrecía un curso de jazz, ni siquiera una simple asignatura. La mayoría de los manuales no servía para nada, y la peculiar cultura del género tendía a fomentar un aura de misterio y competitividad. Simplemente saber el nombre de las canciones que uno tenía que aprenderse ya representaba un enorme paso adelante; conseguir una partitura, aunque fuese simplificada, era un lujo inusitado.
Pocos años después, cuando empecé a enseñar piano de jazz, recopilé una pequeña lista de las canciones que debían aprender mis alumnos y la tonalidad en que solían tocarse, un rudimentario precedente de la obra que el lector tiene ahora en sus manos. Más tarde, cuando empecé a escribir sobre jazz, seguí estudiando esas mismas piezas pero bajo otro prisma: lo que pretendía era desentrañar la evolución de esas composiciones a lo largo del tiempo; entender cómo las habían tocado los diferentes músicos de jazz y qué cambios habían ido experimentando en virtud de esas interpretaciones.
Muchas veces, a lo largo de esos años, me habría gustado tener un breviario de ese corpus musical, un solo libro que me guiase a través del cancionero jazzístico y me orientase hacia las grabaciones clásicas. Cuando empecé a instruirme en las sutilezas de ese canon artístico hubo algunos libros que me sirvieron de ayuda, sobre todo American Popular Songs (1972), de Alec Wilder; pero ni los mejores de esos manuales dejaban de limitarse indefectiblemente a una pequeña porción del repertorio −canciones, más que nada, de Broadway o de Tin Pan Alley, la industria de la música popular estadounidense−, sin ocuparse apenas de la relación de esta música con el jazz. El libro que me hacía falta cuando daba mis primeros pasos no existía, y sigue sin existir. Mi propósito era ahondar en esas composiciones en tanto fuentes de inspiración de grandes interpretaciones jazzísticas: un enfoque que solía alejar a los músicos de la intención original del compositor. Quería una guía que tratase esas obras como componentes básicos del arte del jazz, como trampolines hacia la improvisación, como invitaciones a la reinterpretación creativa.
Este libro aspira a ser un estudio de esa índole, un repaso al repertorio clásico del jazz como el que me habría gustado que alguien me hubiese regalado en su día: un vademécum que me habría ayudado como músico, como crítico, como historiador y, sencillamente, como amante y entusiasta de este género artístico. Hasta cierto punto, esta obra representa el fruto de todas las experiencias que he tenido con estas espléndidas composiciones a lo largo de varias décadas. Las piezas que en su momento me resultaban misteriosas, e incluso amenazantes, terminaron convirtiéndose en amigas de confianza, compañeras de innumerables horas, y he disfrutado a lo grande de esta oportunidad de escribir acerca de ellas y de comentar mis versiones predilectas. Los lectores familiarizados con mis otros libros sin duda percibirán en estas páginas un tono más personal, un tratamiento más desenfadado: es la orientación que fue pareciéndome más apropiada conforme indagaba en un material que a estas alturas se ha convertido en una parte tan fundamental de mi existencia.
Permítaseme un último comentario sobre el criterio que he aplicado para seleccionar los materiales que integran este libro. He elegido las piezas en función de la importancia que poseen en el repertorio jazzístico actual. He escogido las composiciones que más probabilidades tiene de oír el aficionado contemporáneo y que más suelen pedirse a los músicos. Este baremo me ha llevado a descartar algunos temas que en su día tuvieron mucho eco en el mundo del jazz −“The Sheik of Araby”, “Some of These Days”, etc.− y a incluir otros que tal vez se hayan grabado en menos ocasiones pero se han interpretado con más frecuencia en los últimos años. En resumidas cuentas, mi selección es un reflejo del jazz en tanto actividad pujante y actual.
Así y todo, me preocupa el escaso número de composiciones recientes que reseño en estas páginas. De haber escrito un libro sobre mis canciones de jazz favoritas o de los compositores de jazz que más admiro, la lista de temas destacados habría sido un tanto distinta; pero esta tarea la dejo para otra ocasión. El temario del jazz no es tan fluido hoy como lo era en otros tiempos, y el mismo proceso de codificación que cristalizó en obras como The Real Book también ha dificultado que se incorporen piezas nuevas al cancionero. Asimismo, aunque un puñado de artistas de jazz ha intentado abogar por un material más reciente −composiciones de Radiohead, Björk, Pat Metheny, Kurt Cobain, Maria Schneider, etc.−, estas canciones aún no tienen suficiente tirón en el mundillo del jazz para justificar su inclusión en este libro. Lamento esta situación, aunque respeto la cruda realidad. Sería de agradecer que el repertorio fuese más expansivo y maleable, y por mi parte estaría encantado de que el género cambiase hasta el punto de dejar desfasada esta antología.
Mientras tanto, he aquí un análisis de las piedras angulares del canon jazzístico hoy vigente, títulos que han conformado la banda sonora de mi vida. Sirva este libro de homenaje a esas composiciones y a las mentes creativas que no solo las parieron, sino que también las han reinterpretado y revitalizado a lo largo de los años, y que, al trasladar viejas canciones a nuevos territorios, me han servido de inspiración.
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