JENNIFER EGAN. MANHATTAN BEACH; EL TIEMPO ES UN CANALLA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Llegamos al término del mes de marzo y cerramos también esta breve serie que durante las últimas cuatro semanas hemos dedicado a libros escritos por mujeres -y protagonizados también, en la mayor parte de los casos, por ellas- en una peculiar celebración de la femineidad que nuestro espacio lleva a cabo con ocasión del Día internacional de la mujer.
En el caso de hoy os presento a una escritora con una trayectoria literaria ya dilatada, con alguna colección de cuentos y varias novelas a sus espaldas, una de las cuales, El tiempo es un canalla, obtuvo diferentes premios, en particular el prestigioso Pulitzer, en 2011, año de su publicación en Estados Unidos. Se trata de la norteamericana Jennifer Egan, autora de la que acaba de aparecer en nuestro país hace escasas semanas Manhattan Beach, una novela formidable que os proporcionará, si os decidís a adentraros en sus casi quinientas páginas, momentos de extraordinarios placer y satisfacción. El libro aparece en la editorial Salamandra en traducción de Carles Andreu, responsable igualmente de la versión española del mencionado El tiempo es un canalla, del que también quiero hablaros brevemente en esta mi reseña de hoy y que había sido presentado en España en 2011 por la editorial Minúscula dentro de su colección Tour de force.
Manhattan Beach sigue la vida de Anna Kerrigan desde 1934, cuando da comienzo la historia que se relata en el libro y es una niña de apenas once años, hasta 1943 cuando, ya con veinte, es una joven que se abre paso en la difícil existencia de los Estados Unidos -de Nueva York en particular- en los días de la Segunda Guerra Mundial. Anna es hija de Eddie Kerrigan, al que la muchacha adora, un personaje algo misterioso pero entrañable, que tras perder su trabajo en la Bolsa como consecuencia del crack del 29, acaba por ganarse la vida como recadero de un mafioso, Dexter Styles, un acomodado propietario de clubes nocturnos y conocido gánster, para el que funge de solvente mensajero y eficaz correveidile. La descripción que se nos hace de él en un pasaje de la novela refleja con precisión la naturaleza discreta y oscura, aunque arriesgada, de su función y lo aparentemente anodino de su carácter: El mensajero ideal no tenía afiliaciones con ninguno de los interesados, vestía y se comportaba de manera neutra y era capaz de restar a esos intercambios el aire turbio que tenían por naturaleza. Eddie Kerrigan era ese hombre, alguien que parecía moverse con comodidad en todas partes: hipódromos, pistas de baile, teatros o reuniones de la Sociedad del Santo Nombre. Tenía un rostro agradable, un acento neutro y mucha experiencia a la hora de deslizarse entre unos y otros mundos. Eddie sabía convertir una entrega en algo informal: “Toma, casi se me olvida: de parte de nuestro amigo.” “Vaya, muchas gracias.”
El primer gran “núcleo argumental” del libro, presente sobre todo en sus capítulos iniciales, lo constituye la historia familiar de Anna, con su algo elusivo padre, a menudo ausente (¿A qué se dedicaba su padre realmente?, ¿Era peligroso?, se preguntará, avivada su curiosidad retrospectiva por las novelas de Ellery Queen y Agatha Christie que lee ya de adulta); con su madre, Agnes, ama de casa que renuncia progresivamente a su vida social tras haber sido una de las chicas “Follies de Z” (alusión inequívoca a las exitosas revistas musicales del Broadway de ese tiempo, creadas y dirigidas por Florenz Ziegfeld y que fueron objeto de recreación cinematográfica en diversas películas del Hollywood de los años cuarenta, en una de las muchas y bien documentadas referencias “realistas” a la sociedad de la época); y con Lydia, la hermana minusválida, confinada en su parálisis en una silla de ruedas, apenas capaz de musitar algunas pocas palabras, de precaria vida cercana a lo meramente vegetal, pero auténtico “centro irradiador” de la sensibilidad de Anna, de sus intensos afectos, de sus cariñosos sentimientos y sus tiernas emociones, protagonista de los pasajes más conmovedores del libro. La Anna niña vive a caballo de esos dos mundos, el de su padre, con el que pasea de la mano por los barrios neoyorquinos mientras él realiza sus “encargos”, y el de su madre y su hermana, más íntimo, más profundo (cada vez que Anna pasaba del mundo de su padre al de su madre y Lydia, sentía como si hubiera abandonado una vida y la hubiera cambiado por otra más profunda. Y cuando volvía con su padre, recorriendo la ciudad de su mano, era de su madre y de Lydia de quienes se deshacía, hasta el punto de que a menudo se olvidaba por completo de ellas. Iba y venía una y otra vez, adentrándose en cada ocasión en un lugar más y más profundo, hasta sentir que ya no podía bajar más. Pero siempre podía, nunca llegaba al fondo). La escena “nuclear” de esa primera fase de la novela es un algo enigmático encuentro entre Eddie y Dexter Styles en la mansión de éste en Manhattan Beach, que despierta la fascinación y las sugestiones, el estupor y la aprensión, las preocupaciones y los miedos de la niña, en un episodio que vinculará para siempre a los tres personajes y mostrará a Anna un primer y tímido atisbo de su vida adulta, de su soledad, de la ausencia del padre.
Y es que, en una elipsis formidable, la extraña, repentina e inexplicada “desaparición” de Eddie en 1937, de la que, de entrada, no se nos da cuenta en el relato, abre otra etapa de la novela que nos presenta a la chica ya en 1942, trabajando en las fábricas portuarias, ocupada en medir piezas de barcos que pasarán a formar parte de buques de guerra, esperando un novio, anhelando su independencia, abriéndose al mundo y, voluntariosa y tozuda, ansiando cumplir su sueño infantil de enfundarse un traje de buzo y participar en operaciones submarinas, apasionada por el mar desde pequeña. Los destinos de Anna, del mafioso “acomodado” -siempre lejos de mancharse las manos en trabajos sucios- Styles e, in absentia, de Eddie, volverán a cruzarse en palpitantes lances que no puedo desvelar.
Pero la novela es mucho más que la trayectoria personal y familiar de la chica (en la que no puede faltar, claro está, una intensa aunque problemática y compleja historia de amor). Atraídos, sin duda, por su peripecia vital, son muchas otras las “subtramas” que además nos atrapan e interesan, conectadas en su mayoría con la minuciosa descripción del entorno en el que se desarrolla la obra. Me refiero a los que podríamos denominar “detalles realistas”, muy bien documentados, que constituyen el escenario o telón de fondo de la trama argumental; un “marco” que acaba por resultar fundamental en sí mismo, superando incluso en interés, en algunos casos, a la atracción que suscita la propia historia.
Destaca, en primer lugar, la fidedigna fotografía de algunos episodios que definieron la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos: los efectos de la Gran Depresión, visibles tanto en el hundimiento económico de los Kerrigan y en el forzado y peligroso cambio de actividad laboral de Eddie, como en la precariedad de las vidas, en una cierta tristeza y sordidez ambientales; también la presencia de la Ley Seca, la época de la prohibición, con su correlato de negocios turbios, bandas mafiosas, disputas entre clanes “étnicos” (Kerrigan es, obviamente -el apellido lo delata-, irlandés; Dexter Styles disfraza con su patronímico sobrevenido, su pertenencia al bando de los “maccheroni” o “spaghetti”, como se designa en la novela a la facción italiana), oscuros y fraudulentos pactos con la policía, componendas con la ley, sindicalistas corruptos y, en el lado brillante del camino, rutilantes nightclubs, esplendoroso glamour, champán y sofisticación, alegres orquestas de baile, drogas y mujeres de “vida fácil”.
Esta perspectiva realista sobresale por encima de todo en los capítulos que se desarrollan en los años de la Segunda Guerra Mundial, tanto en la retaguardia neoyorquina, reflejada con fidelidad y verosimilitud, como en los escenarios bélicos marinos, que comparecen también en capítulos de una poderosa fuerza narrativa. La maestría literaria de Jennifer Egan transporta al lector, en la primera de ambas vertientes, a aquellos lugares y aquellos días en los que tras el ataque a Pearl Harbour Estados Unidos entraría en la contienda mundial: la vida lejos del frente, marcada por la guerra (Su vida era una vida de guerra; la guerra era su vida); la aparición de cadáveres de soldados alemanes en las playas de Long Island; la cotidianidad sin hombres (o apenas sin ellos: sólo quedan los muy jóvenes, los rechazados en el Ejército, los demasiado mayores; el resto movilizados); el consiguiente reclutamiento de mujeres para las tareas en las fábricas, despobladas de sus habituales ocupantes; la industria de la guerra y, dentro de ella, la frenética actividad de los astilleros de Brooklyn, esenciales en la construcción de buques de guerra para combatir en Europa y Japón; el abigarrado microcosmos de los muelles del West Side en Nueva York; la conciencia y el compromiso colectivos en el esfuerzo común para ganar la guerra; las privaciones y el racionamiento, los salvíficos cupones; los intentos de normalidad con los estrenos de cine (especial mención a Casablanca, entre otras películas citadas en el libro), los actores y actrices de Hollywood (James Cagney o Lana Turner, por referir sólo dos de los muchos aludidos en el texto; ambos con presencia en el noir, una dimensión esencial de la narración, como luego se verá), los musicales en las emisoras radiofónicas, los grupos de chicas coqueteando en los clubes nocturnos con los soldados de permiso, las mujeres casadas en su ansiosa y ambigua espera; los azares y las convulsiones, la conjunción de energía y voluntad, de fortuna y ánimo que llevarían a Estados Unidos a convertirse en el gran imperio mundial que ha llegado a ser en la actualidad. Y aún está la peripecia como buzo de Anna, que permite a la autora recrearse en los pormenores de la reparación naval, del submarinismo de profundidad, a partir de las experiencias contrastadas de la primera mujer submarinista del ejército de Estados Unidos… Todas estas facetas del prisma poliédrico que es el libro aparecen con nitidez en el transcurso de la lectura, y son otros de los motivos para su disfrute.
Y hay igualmente un amplio excurso -a la postre sustancial en el devenir de la historia de Anna- sobre la importante labor de la marina mercante en la evolución y el desenlace de la guerra, en unos capítulos apasionantes -que brotan inesperadamente en la novela, creando en ella una suerte de narración paralela o autónoma- en los que nos adentramos en un “decorado” naval, en el que vemos puertos exóticos, submarinos alemanes, torpedos, barcos hundidos, náufragos, motines y rescates épicos, en unas escenas bélicas de lectura también arrebatadora, hecha de emoción y aventuras y giros inesperados y tensión e incertidumbre.
Por otro lado, Manhattan Beach es, también, una novela negra, con bastantes ingredientes de los títulos clásicos del género -Anna, ya se ha dicho, devora novelas de misterio que la vinculan sentimentalmente a su padre ausente: Ellery Queen, Rex Stout, Raymond Chandler, Agatha Christie-: garitos clandestinos de juego y apuestas ilegales, negocios ilícitos, sobornos y extorsiones, bandas mafiosas, deslumbrantes gánsteres de conspicua presencia en el mundo y capos ancianos de existencia inapreciable y apariencia inocente, pero ejerciendo un liderazgo siniestro y brutal, enfrentamientos entre italianos e irlandeses por hacerse con el control de los muelles y, por extensión, de la ciudad entera, asesinatos, desapariciones, venganzas, matones deshumanizados, cuerpos hinchados flotando en las infectas aguas del Hudson como carrozas en un desfile, y tantas otras señas de identidad -aunque aquí aparecen en segundo plano, como en sordina- de la literatura y el cine negros.
Y en cada una de estas vertientes de esta novela memorable aflora el ingente trabajo de documentación de la autora, que ella misma pone de manifiesto en una sección final de agradecimientos muy reveladora de la magnitud de este “eje” realista del libro y por la que desfilan expertos en la historia de Nueva York; especialistas en el arsenal naval de la capital norteamericana; trabajadores de los muelles de Brooklyn; documentalistas y bibliotecarios; responsables de archivos, repertorios de fotografías y material impreso variado sobre las construcción de barcos en la guerra; buceadores militares; la ya citada primera submarinista de profundidad del Ejército de los Estados Unidos, Andrea Motley Crabtree; veteranos de la Segunda Guerra Mundial, radiotelegrafistas y oficiales de ingeniería, guardias armados navales y marineros; autores de monografías sobre el litoral neoyorquino; profesores especializados en embarcaciones pequeñas, en datos náuticos, en historia económica, en supervivencia marina, en utensilios de inmersión, en literatura y publicaciones periodísticas de la época; también, en otro orden de cosas, la escritora confiesa haber consultado algunas obras indispensables sobre las bandas mafiosas irlandesas en el Nueva York de las primeras décadas del pasado siglo. Con semejante material analizado y con el indudable talento literario de Egan, no es de extrañar que Manhattan Beach sea capaz de transportar al lector, con rigor y autenticidad extremos, a los lugares y los momentos recreados.
Y por entre tantas facetas de esta ambiciosa novela, en el desarrollo de la adictiva narración -que se ofrece con una estructura no siempre lineal, que da saltos en el tiempo y combina escenarios y se abre a derivaciones varias-, la autora presenta aún algunos otros temas que permean la trama y la dotan de profundidad. La evolución y los cambios, no sólo los naturalmente derivados de la guerra, sino los más hondos y que suponen un giro drástico de la sociedad norteamericana y el mundo en general (Lydia, pensará Anna, era un último elemento estable entre tantos cambios violentos): al finalizar el conflicto Estados Unidos se convertirá -ya se ha apuntado- en la gran potencia mundial que es hoy (Rose no había acertado con lo de que el mundo volvería a ser un lugar pequeño; por lo menos, no volvería a ser el mundo pequeño que había sido antes de la guerra. Demasiadas cosas habían cambiado. Y entre aquellos cambios y realineamientos, Anna se había colado por una grieta y se había escapado). La oscuridad, real y metafórica: la de la ciudad con las luces apagadas en casas y calles para evitar ataques aéreos, la triste grisura de la vida en la retaguardia -la oscuridad propia de los años de guerra-, la peligrosa negrura de la noche para la joven Anna (Allí había notado por primera vez el poder de succión de la oscuridad y sus peligros, la noche, el sexo, el alcohol, los hombres acechantes), la impenetrable opacidad submarina que acompaña su trabajo como buzo, y, también, la ceguera sobre el destino de su padre, las enigmáticas tinieblas en que se mueven los gánsteres, el velado e imprevisible futuro que se presenta ante ella. El mar, también en su doble vertiente, literal y simbólica, ese mar plácido y dulcísimo pero capaz de albergar en su seno agitación y amenaza (El mar, tan extraño, violento y hermoso): en la cita inicial de Herman Melville en su Moby Dick (Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre); la poderosa atracción que despierta en Anna (De pronto vio con claridad que siempre había querido bucear para poder caminar por el fondo del mar), que desde su puesto en la fábrica observa a los buzos con un espasmo de envidia y deseo; la germinal escena, ya comentada, en Manhattan Beach; la “repetición” de ese momento iniciático en la excursión con Lydia a la playa, en lo que, sin duda, es el episodio más enternecedor -más trágico también- del libro; la omnipresencia marina en una ciudad entonces marcada, “definida”, por el agua (los neoyorquinos no nos damos cuenta hoy de que vivimos en el mar pero entonces era una ciudad portuaria, todo se focalizaba en los muelles, afirma la propia Jennifer Egan en una reciente entrevista). Y, por último, en una suerte de hilo conductor que atraviesa el libro, la desasosegante búsqueda -ésa que a todos concierne- de un lugar propio en el mundo, a través, en el caso de Anna, de la añoranza del padre perdido, de su espera, de la necesidad de cubrir su vacío…
Sin tiempo ya apenas, os ofrezco un breve comentario sobre El tiempo es un canalla, el libro que le dio el Pulitzer en 2011 a Jennifer Egan pero que, a mi juicio, resulta menos interesante -siendo valioso y altamente recomendable- que este por tantos motivos magistral Manhattan Beach. Presentada con el título original de A visit from the goon squad, la premiada propuesta literaria de la norteamericana se aleja de las notas de clasicismo de su última publicación. El tiempo es un canalla, de lectura también excitante, es mucho más arriesgada y experimental y aparece repleta de juegos, de alternativas estilísticas novedosas, de recursos técnicos sorprendentes, de opciones estructurales innovadoras y atrevidas, de propuestas narrativas poco convencionales y, todo sea dicho, algo arriesgadas, en una trama no lineal ciertamente enrevesada, caracterizada por un desorden buscado y que combina perspectivas y tonos diferentes, que se proyecta en múltiples direcciones, que abarca distintos espacios temporales y que implica a infinidad de caracteres.
En síntesis, la novela sigue a un puñado de personajes a lo largo de medio siglo, desde los agitados años setenta hasta, en una proyección vagamente futurista, 2020. Vinculados todos, de un modo u otro a la escena del rock y la industria musical -el libro aparece repleto de referencias de discos, canciones y artistas de las últimas décadas del siglo XX-, los protagonistas principales son un productor -en el pasado (aunque no sé si resulta correcta la mención al pasado cuando los tiempos oscilan de atrás para adelante y se mezclan de continuo) integrante de una banda punk-, su secretaria -que en los distintos tiempos de la obra asume otras ocupaciones y roles dispares-, diversos miembros del grupo, parientes, amigos y amantes de unos y otros, entre los que se cuentan periodistas, casados “maduritos” adictos a la seducción, jóvenes estudiantes, ancianas viajeras, cantantes más o menos fracasados, en una fauna variopinta y disparatada que, como digo, comparece en etapas diferentes de sus vidas en una amalgama de historias que casi pueden leerse de modo autónomo -en una opción que, en ocasiones, es la única que le queda al lector algo confundido en los vaivenes temporales y las interrelaciones de los personajes- y que se ofrecen al modo de un rompecabezas que quien se adentra en el texto debe completar.
El tema explícito del libro es el paso del tiempo, el deterioro y la destrucción, los estragos que lleva consigo el transcurso de una vida. La añoranza de la juventud perdida, las ilusiones y sueños rotos -en un tratamiento nada ñoño o empalagoso, muy al contrario, descarnado y escéptico-, el envejecimiento, los dramáticos cambios que trae el tiempo, la irremisible muerte, son asuntos adyacentes al principal, que aflora ya desde las citas iniciales, ambas de Proust -de En busca del tiempo perdido- y ambas inequívocas. En este sentido, el texto aparece plagado de referencias -algunas muy explícitas- a ese motivo central: la batalla contra el tiempo, siempre perdida (El tiempo es un canalla. El canalla ha ganado), los recuerdos de la infancia (Tuvo un fogonazo de cómo habían sido de pequeños), lo fugaz y transitorio de toda aventura humana (Lo desconcertó que unos símbolos tan definitorios y universales pudieran perder su sentido tan solo por el paso del tiempo), y hasta la alusión al mito de Orfeo y Eurídice como metáfora del mirar atrás, del pasado irrecuperable (la inefable conciencia de que todo está perdido).
Más allá del interés intrínseco de las singulares y algo descabelladas historias -escaso si no hay una predisposición especial hacia el “universo” descrito-, y de las sugerencias hacia las que se abren los temas tratados, en El tiempo es un canalla destaca la originalidad -ya referida- de su particular propuesta estética. La amplitud y variedad de ángulos, voces y planteamientos desde los que se narra la acción; la constante alteración de perspectivas temporales; el intervencionismo de la autora, que se inmiscuye en su texto y “opina” (Pero nos estamos desviando del tema); las proyecciones de futuro, en las que el relato se detiene y congela durante unos momentos -algunas breves frases- en los que el narrador nos anticipa qué ocurrirá en la vida de tal o cual personaje décadas después, para, completado ese paréntesis extemporáneo, continuar con su relato “en presente” y olvidando para siempre la digresión (Dentro de treinta y cinco años, en 2008, este guerrero [un mero “figurante”, una presencia episódica de fugaz aparición que un personaje contempla en un viaje a Kenia] se verá involucrado en los enfrentamientos tribales entre los kîkûyû y los luo y morirá en un incendio. Habrá tenido cuatro mujeres y sesenta y tres nietos, uno de ellos, un niño llamado Joe, heredará su lalema: un puñal de caza de hierro que ahora lleva colgando a un costado, enfundado en una vaina de piel. Joe irá a Columbia, donde estudiará ingeniería, y se convertirá en un experto en tecnología robótica visual capaz de detectar pequeños movimientos irregulares (el legado de haber pasado la infancia escrutando los pastos por si aparecía un león. Se casará con una estadounidense llamada Lulú y se quedará a vivir en Nueva York, done inventará un escáner que se convertirá en un instrumento de uso estándar para la seguridad de masas. Él y Lulú se comprarán un ático en Tribeca y colocarán el puñal de caza de su abuelo en una urna de plexiglás, justo debajo de un tragaluz, en un ejemplo paradigmático de la novedosa iniciativa); la incorporación de un capítulo “futurista”, fechado en 2020, con abundantes menciones a artefactos, dispositivos, costumbres o prácticas algo estrafalarios presentados con jerga posmoderna; incluso -en el paroxismo de esta experimentación formal- un largo capítulo de más de setenta páginas compuesto en su totalidad por la transcripción de diapositivas de Power point.
En fin, por muy diversos motivos ambos libros -Manhattan Beach y El tiempo es un canalla- resultan extraordinariamente interesantes y por ello os recomiendo su lectura. Os dejo ya, como complemento musical a mi reseña, y entre las decenas de temas que inundan los dos textos, con I’ve heard that song before, una pieza que grabaron en 1942 Harry James y Helen Forrest y que suena en un fonógrafo portátil mientras las parejas bailan abrazadas en Union Square, en un pasaje de Manhattan Beach.
Sonó el silbato del tren. Agnes percibió la impaciencia de su hija para que se marchara y le entraron ganas de aferrarse a ella, como si abrazándola pudiera despertar la necesidad de que la abrazaran. La estrechó desesperadamente, intentando abrir por la fuerza aquella parte de Anna que llevaba tanto tiempo cerrada sobre sí misma, inalcanzable. Durante un momento, los hombros fibrosos que tenía entre las manos le parecieron los de Eddie. Con aquel abrazo, Agnes se despedía de toda su vida: de su marido, de su hija mayor y de aquella hija menor tan frágil a la que había amado más que a nadie. Subió al coche cama de segunda clase y enseguida se asomó por la ventana del vagón para seguir diciéndole adiós a su hija. El tren empezó a moverse, levantando toda una bandada de brazos que se agitaban. Agnes cayó en la cuenta de que aquélla era la misma estación (y tal vez incluso el mismo andén) adonde, con diecisiete años, había llegado buscando fortuna. Mientras agitaba la mano, Agnes pensó: “Éste es el fin de la historia.”
El tren se perdió tras una curva y los brazos de todos cayeron a la vez, como si alguien hubiera cortado de pronto el hilo que los mantenía levantados. La gente se marchó rápidamente para dejar sitio a una nueva oleada de viajeros que debían subir al tren del andén contiguo y a los seres queridos que habían acudido a despedirlos. Anna se quedó donde estaba, contemplando la vía desierta. Luego subió por las escaleras hasta el vestíbulo de la estación, apartándose para dejar paso a soldados y familias. Poco a poco fue imponiéndose una conciencia nueva: no la esperaban en ninguna parte. Hacía apenas unos minutos se apresuraba a bajar las escaleras rodeada de gente, pero de repente no tenía motivos para correr, ni siquiera para caminar. La extrañeza de aquella sensación se acrecentó todavía más cuando Anna se encontró de nuevo en la Séptima Avenida. De pie en la penumbra, se preguntó si debía enfilar hacia la izquierda o hacia la derecha. ¿A la parte alta o baja de la ciudad? Llevaba dinero en el monedero, podía ir a donde quisiera. ¡Cómo había anhelado la libertad de no tener que preocuparse por su madre! Y, no obstante, ésta había llegado como una especie de flojera similar a la que, momentos antes, había invadido los brazos de los familiares que se despedían haciéndolos caer al mismo tiempo en cuanto el tren se había perdido de vista.
Se encaminó hacia el norte, rumbo a la calle Cuarenta y dos, decidida a ver una película en el New Amsterdam. Cuando llegó a la puerta del cine hacía sólo diez minutos que había empezado La sombra de una duda. Podía sentarse en la misma sala (tal vez incluso en la misma butaca) donde, de niña, había visto bailar a su madre. Pero a esas alturas, Anna ya no tenía ganas de sentarse sin más a ver una película de miedo, quería la determinación que parecía impulsar a todo el mundo en la calle Cuarenta y dos: grupos de marineros risueños, chicas con el pelo recogido y fijado con laca, parejas mayores, mujeres con abrigos de piel, todos caminando a paso presuroso en la semioscuridad. Anna los observó inquisitivamente. ¿Cómo sabían adónde ir?
Jennifer Egan. Manhattan Beach
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