MARIA VAN RYSSELBERGHE. HACE CUARENTA AÑOS
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os recibe una semana más, en los estudios de Radio Universidad de Salamanca, para ofreceros una recomendación de lectura que pueda llegar a interesaros. No hay duda, esta tarde, del éxito de nuestra pretensión porque Hace cuarenta años, el breve librito -poco más de sesenta páginas- de Maria Van Rysselberghe que presentó en nuestro país la editorial Errata Naturae en 2012 es una maravilla de calidad indiscutible. El libro tiene ya más de ocho décadas, pues algunos de sus fragmentos aparecieron por primera vez en una revista literaria en 1934 y 1935, publicados bajo el seudónimo de Maria Saint-Clair. Su edición completa, de 1936, y la reedición que la popularizó, en 1968, se presentaron también bajo esa misma identidad simulada. La edición española, que traduce Regina López Muñoz, incluye una ilustrativa nota previa de los editores y un también sustancioso y muy penetrante epílogo de Natalia Zarco.
Maria Van Rysselberghe había nacido en Bruselas -su verdadero nombre era Maria Monnom- en 1866 en el seno de una familia culta vinculada al mundo del arte y de la edición. Casada con el pintor Théo Van Rysselberghe, del que tomó el apellido, e íntima amiga de André Gide, su destacada presencia en la historia de la literatura le viene dada por el hecho de que durante tres décadas fue tomando apuntes sobre diversos aspectos de la vida y la obra del escritor, llegando a completar hasta diecinueve cuadernos de notas en torno a su figura. El resultado de esa minuciosa labor casi notarial, Notas para la historia auténtica de André Gide, fue publicado y es conocido como Los cuadernos de la “Petite Dame” -Maria era de muy baja estatura- que tradujo en España para Alianza Editorial una de las grandes figuras de la traducción de nuestro país, prematuramente fallecida hace casi veinte años, Esther Benítez. De la estrecha relación entre Maria y Gide da cuenta el sorprendente hecho de que el Nobel francés, homosexual reconocido, guardando las apariencias ante el mundo con un matrimonio blanco con una prima, hubiera elegido a la hija de su amiga, Elisabeth, como madre de su única descendiente. Otros datos biográficos de la escritora significativos en relación con el libro del que esta tarde quiero hablaros son la amistad de la pareja con otro pintor y poeta de la época, Émile Verhaeren (que editaba sus poemas en el sello familiar de Maria), y con su mujer, la pintora Marthe Massin. Además, el gusto por los balnearios del Mar del Norte con sus inmensas playas solitarias, en una de las cuales tendría una residencia el matrimonio, aflorará igualmente en la novela.
Hace cuarenta años cuenta la historia de un amor adúltero no consumado (una suerte de oxímoron que explicaré a lo largo de esta reseña) que tiene lugar un verano, precisamente en una casita en la playa, la casita de la duna, en la que residen los largos meses estivales la narradora, su marido Antoine y la pareja amiga compuesta por Hubert y Agnés; pintor el marido, pintor y poeta el amigo y escritora la esposa de éste. Estamos, como puede deducirse por estos datos, ante un texto biográfico en el que la autora “esconde” la realidad atribuyendo nombres inventados a sus protagonistas, para narrar, “cuarenta años después”, la historia, la verdadera historia, de la apasionada atracción mutua que surge entre ella y Hubert en los días en que los otros dos cónyuges están ausentes por motivos diversos. En este sentido, el relato de una inolvidable y fugaz -inolvidable, en gran medida, por fugaz- “aventura” amorosa vivida en verano conecta con otros dos títulos, posteriores en el tiempo, que aparecerán en nuestro espacio en meses venideros: el entrañable Agua salada, de Charles Simmons y el igualmente excepcional Un verano en el campo, de James Lloyd Carr.
Maria Van Rysselberghe dio a la luz su libro cuando los principales protagonistas ya habían fallecido y no podían, por tanto, sufrir con la verdad revelada en él. Las últimas frases de la novela, intensas y llenas de emoción como lo son casi todas en una obra que rezuma lirismo y aliento poético, aluden a este hecho:
El corazón sobre el que tan hondo marcaste tus pasos, amplia sombra, consiguió reverdecer de nuevo; sin duda, tanto o más que antes. Pero nadie logró ocupar el espacio del que tú te adueñaste. Nadie estuvo a la altura; nadie tenía ni la exigencia ni la generosidad necesarias.
Puesto que sólo yo sobrevivo; puesto que, después de tantos años, mis recuerdos pueden ver la luz sin herir ya a nadie a mi alrededor, te los regalo, querida sombra. Es lo más hermoso que he cosechado para regalarte, y la sed que me dejaste sigue siendo tuya. (29 de julio de 1894 - 29 de julio de 1934).
La autora abre su novela -pues novela es, al “ficcionalizar” la realidad- con una cita de su amigo André Gide: Me gustaría que el recuerdo de mi felicidad perdurara más allá del tiempo, situando así el núcleo del libro -o al menos uno de ellos, esencial- en la idea del recuerdo. El vibrante amor que experimenta la pareja protagonista, al ser contenido, al ser refrenado, al -de algún modo- no “realizarse” hasta el final, permitirá alimentar en la memoria la remembranza de lo vivido con unas cualidades de exaltación, de fuerza, de entusiasmo, de pasión que no comparecerían si las vicisitudes del siempre aburrido acontecer de la vida cotidiana hubieran desgastado, afeándolo, el recuerdo de tan arrebatado idilio. Y en la mirada retrospectiva, el episodio evocado aparece como glorioso y revestido de una suerte de encantadora magia, no sólo -como ahora veremos- por la propia calidad y el vigor de la vivencia mientras ella tuvo lugar, o por lo efímero de su transcurso, un tiempo breve, pasajero y por ello palpitante; también por su circunscripción a un ámbito espacial limitado -la ya mencionada casita de la duna-, que aparecerá como el territorio de leyenda en el que lo excepcional, el “milagro”, pudo ocurrir. La narradora, al comienzo de su texto y en distintos momentos del mismo, interpela a la casa, se dirige a ella como otra protagonista principal de su relato, estableciendo, ya desde las primeras páginas, un paralelismo entre ella misma, entre su alma -su entero ser- transfigurada por la experiencia amorosa y el privilegiado espacio que le dio refugio: Es a ti a quien debo evocar en primer lugar, casita de la duna. Todos tus sonidos han quedado dentro de mí como el del mar en las caracolas; tu escalera de madera gemía bajo los pasos más ligeros, el viento marino hacía temblar todos tus aparejos, el molino de enfrente daba vueltas con crujidos de carruaje y, en las noches de luna, sus aspas rayaban tu blancura con amplias sombras que oscilaban. Te confundo a ti, frágil refugio vibrante como una criatura sobresaltada, conmigo misma: somos el melancólico espacio de esta historia, la historia de un breve instante, de un acorde cuya resonancia se ha prolongado a lo largo de toda una vida.
El núcleo central del libro lo constituye la narración, demorada y profunda, exaltada y ardiente, refinada y elegante, del amor que surge entre Maria y Hubert. En las semanas en que conviven en la casa de la playa -algunas en absoluta y cómplice soledad, otras “soportando” la presencia de Antoine o Agnés por separado o de ambos conjuntamente, e incluso compartiendo transitoriamente el lugar con alguna amiga en visita repentina- se despierta entre ambos un sentimiento -que ya se apuntaba desde mucho antes del encuentro veraniego- de irresistibles arrebato y fascinación mutuos. Conscientes, sin embargo, de su situación, casados ambos e imbuidos de una férrea voluntad de no dañar a sus cónyuges, de no mentirles (¡Ah! ¡Si pudiera contárselo todo...! ¡Si pudiéramos contárselo todo a los dos...! Pero sembraríamos demasiado dolor a cambio de nuestro alivio), de mantenerse fieles a ellos, a la por otro lado fecunda y valiosa normalidad de sus respectivos matrimonios, deciden rehuir las alternativas egoístas (Lo que estamos haciendo es miserable, y me siento totalmente responsable. Estaría bien que tratáramos de comportarnos, lejos de ellos, como si estuvieran aquí... No cambiaría nada de lo que palpita dentro de nosotros) y reducir el terreno de su enloquecedor afecto, “desviándolo” hacia las conversaciones, la lectura de libros y poemas -Flaubert, Baudelaire, los propios versos de Verhaeren, entre ellos-, el arte, la cultura, las ideas, la contemplación del otro, el feliz reconocimiento de su estado alterado de conciencia, de su sensibilidad hipertrofiada, la formulación de sus deseos, de sus ardorosos anhelos, la entrega a sutiles juegos de seducción, la construcción de una “burbuja” de potencia cegadora -acotada, como se ha dicho, en el tiempo y en el espacio- que nutra su memoria el resto de sus días con el recuerdo de un amor impecable y eterno, de una perfección sin mácula.
Girando, pues, sobre esa “constricción” voluntariamente aceptada por los amantes -se amarán como en un sueño, por así decirlo-, la descripción de su éxtasis pasional es deslumbrante, contagiando al lector con la excitación y la vehemencia de la perturbadora conmoción que los invade. Resultaría temerario por mi parte pretender glosar la gracia y la sutileza de la prosa de Van Rysselberghe, si bien no hacerlo, no intentar ofreceros al menos una aproximación a la belleza con la que se dibuja el ímpetu y la emoción del enamoramiento en este libro único podría hacerme reo de omisión culpable. Recurro por ello a la solución fácil, dejaros aquí algunas de las frases con las que los enamorados alimentan su embriagadora enajenación: ¿Acaso podía yo saber la forma que el amor tomaría en ti, y que tendrías esos ojos tan tiernos y acerados a la vez, pequeño corazón intenso?; Conforme se iba aproximando, notaba un batir de alas en el pecho que me ahogaba; Todo lo que mirábamos juntos, hasta el cielo estrellado, me parecía más grande, más preñado de significación. Una vez me dijo: «Elijamos una estrella, y cuando estemos separados la buscaremos a la misma hora»; ¿Acaso sabe uno lo que ama de las personas?; La calidez espiritual a la que me tenía acostumbrada, para la que parecía estar hecha y que me revelaba mi más profunda vocación, despertaba en mí una necesidad devastadora…
En fin, ante la imposibilidad de dar cuenta de la infinidad de pasajes en donde se expresa ese irrefrenable y poderoso encendimiento, os traslado ahora una muestra somera del léxico empleado por la autora en la descripción de su pasión: embriaguez, fuego, instante sagrado, abandono irreparable, temblar, corazones fragorosos, dulzura, intenso, se rompen las barreras, quisiera morir, confusión, abismo, desfallecer, radiante, felicidad, luz brillante, ola de ardor, ahogo, jadeantes, voluptuosidad, gracia, fervor, fuerza, necesidad, devastación, vacío, desamparo, lágrimas… Un elenco suficientemente representativo, como puede deducirse, del inflamado “clima emocional” de la novela.
Algunos de estos términos, por lo demás reiterados -radiante, ola de ardor, luz brillante-, enlazan metafóricamente con el entorno -la playa, la arena, el mar, el sol-, que se presenta así como el correlato “natural” de la pulsión amorosa, como, por otro lado, ocurre en tantas experiencias similares -y con ello no rebajo en absoluto la nobleza de la vivencia de la protagonista- que cualquiera -casi cualquiera- ha podido vivir en un estío que es siempre propicio para las efusiones románticas (y hablo -espero que se me entienda- de los “amores” de verano, no de las aventurillas, ligues o meros amoríos transitorios y superficiales). Véanse algunos relevantes ejemplos de este protagonismo del paisaje (el más destacado y explícito, el que os ofrezco como cierre a esta reseña): El tiempo era el más apropiado para espolear mi valor. El aire tenía algo de enaltecedor: el viento y el sol parecían disputarse el mar; las olas transparentes se fruncían en una espuma brillante y rompían despacio con un sonido explosivo. O también: A nuestro alrededor todo era intolerablemente apacible: el azul del cielo, el agua con su fluidez irisada, la cadencia muelle de las olas, el dulce calor.
Pero más allá de la exposición del inusual y encendido idilio, y de la recreación del también palpitante paisaje, la lectura de Hace cuarenta años interesa por cuanto recoge y explicita algunas cuestiones relevantes que suelen “revolotear” sobre los amantes mientras se deleitan -o padecen- este tipo de experiencias. Me refiero a una serie de ideas que afloran siempre que el amor se manifiesta no solo como gozoso placer sino también como opresivo conflicto. Así, la noción del amor sin límites, sin dimensiones, brotando de profundidades ignotas, una permanente renovada invención, en la que todo está por hacer y cada suceso, cada detalle, cada minucia representan un descubrimiento inesperado, una emoción nueva, frente al carácter clausurado del matrimonio, acotado, restringido siempre a lo previsible, a lo consabido; también, la urgencia del amor (La urgencia me dolía; mis pasos, mi sangre, todo se aceleraba; y para cuando caí en sus brazos esa tensión descontrolada estaba en su cénit), su inusitada lucidez, pues quienes aman “saben” con un modo superior, más agudo, de conciencia (Nuestras miradas eran terriblemente lúcidas; pero de nuevo nos exaltábamos de manera imperiosa, pues al saberlo sin quimeras veíamos nuestro amor de forma más clara y urgente); el disfrute de la espera del amado (Saberse esperada: ¡qué auténtico deleite!) y la simultánea angustia por su imaginada pérdida (La descarnada verdad de las cartas de Flaubert nos calaba hasta los huesos; y cuando me leía, mientras me estrechaba contra él, “Te habré amado mucho antes de dejar de quererte”, me lo decía a mí también, con una angustia infinita; la misma con que lo escuchaba yo); la experiencia del amor como quimera, como sueño que los enamorados viven en su interior, transportados, elevados a un ámbito ajeno a la realidad (¡Ah! ¡Lo que uno sueña...! ¡Y la realidad!, exclama Hubert. Y más adelante, Maria: Había perdido el sentido de la realidad. Tuve la sensación, no obstante, de que todo transcurría con normalidad); la voluntaria aceptación de la entrega, del ofrendarse obediente en manos del amante, del libre sometimiento a una sumisa y placentera disponibilidad y, a la vez, la exigencia de mantener la libertad que fundamenta nuestra individualidad (Carezco de esa voluntad que querrías ver en mí; pero bien sabes que haré lo que quieras, porque el único pecado para mí sería defraudarte); el reconocimiento del carpe diem, de la fugacidad inevitable del momento, de lo imposible de su durabilidad (Mira, estamos tan plenamente colmados como quienes más seguros están de su porvenir. Nosotros sólo tenemos el presente. ¡Piensa en todo lo que en él depositamos! Sé que puedes soportar ese peso sin flaquear. No dejemos que nada se pierda, ni de nosotros ni de la vida; aceptémosla tal y como viene; todo puede ser muy hermoso, hasta las lágrimas que nos guardamos de derramar... Nada puede hacer que esto no exista; nunca nada podrá hacer que esto no haya existido. Me gustaría dejarte de este momento un recuerdo que te elevara por encima de ti misma y te transportara... durante mucho tiempo); la consecuente exigencia, a partir de la conciencia del término (Todo esto ya nunca volverá a existir), de preservar en la memoria lo excepcional del acontecimiento vivido (habrá que conservar todo esto intacto en lo más hondo de nosotros. Los corazones se robustecen con semejantes recuerdos), “construyendo” deliberadamente los recuerdos que sostendrán a los amantes cuando la “agitación” se haya disipado (¡Cuán dulce fuiste para nosotros, tibia noche de verano!); el ambivalente atractivo de la tentación, del saberse “jugando con fuego” y, en consecuencia, el peso de los remordimientos, de la culpa; las dudas ante la necesidad de poner fin a la tortura y la imposibilidad de sustraerse al embeleso que conlleva (¿Dónde está la cobardía: en marcharse, en quedarse...?); la melancolía -hecha de añoranza y felicidad, de alegría y soledad, de ternura y triste nostalgia- cuando, retrospectivamente, se examinan los hechos de un pasado que ya nunca volverá (Aquí termina «nuestra» historia; después ya sólo tuve la mía).
Esto es, también, Hace cuarenta años, una suma de emociones, de sentimientos, de impresiones, de sensaciones… una fascinante recreación del hipnótico encantamiento del amor. No deberíais dejar de leerlo.
Os dejo ahora, antes del elocuente fragmento final elegido como muestra representativa de la atmósfera que se respira en la novela, con el barítono austríaco Bernd Weikl interpretando el himno de Hans Sachs en la ópera Los maestros cantores de Nuremberg de Richard Wagner, que cobra protagonismo en una breve escena del libro.
Nuestra vida había perdido su hermoso orden. Hubert sufría arrebatos repentinos y violentos: «Vamos, salgamos a pasear al aire fresco de la mañana. Me siento como si acabara de nacer». Caminaba con los brazos abiertos y los dedos muy separados, el pelo claro revuelto; y cuando se volvía hacia mí ofreciéndome las manos, me quemaba como una llama. O bien, de repente, ordenaba: «Ven, vamos a mirarnos en el espejo». Y ambos mirábamos nuestros rostros muy juntos y alumbrados por la misma felicidad. Decía que nunca debíamos olvidar aquello. A veces me pedía la toquilla o el pañuelo, pero enseguida se corregía: «No, ¿qué haría yo con eso? No tengo ningún lugar secreto. Para nosotros todo debe quedar aquí». Con el dedo índice muy estirado tocaba su corazón y el mío, luego su frente y la mía, y afirmaba: «Hay que pensar lo que uno ama».
Algunas noches, en medio de una lectura, se levantaba: «Ven, ven —siempre me llamaba de manera imperiosa, irresistible—. Ven, salgamos a la noche». Tiraba de mí, me arrebujaba en su abrigo. Caminábamos deprisa, tropezando con los hoyos y las piedras. A menudo hacíamos una parada en el pequeño cementerio que olía a boj y a manzanilla, y volvíamos por caminos flanqueados de viejos sauces que de noche adoptaban formas extrañas.
Pero siempre preferíamos el mar y su llanura de arena: arena húmeda, elástica bajo nuestros pies, en la cual su bastón trazaba mi nombre. Dorada arena que pisábamos sin dejar huellas, y sobre la cual nuestras sombras fundidas se volvían livianas. Materia viva y mullida, menos severa que la tierra. Cuando caminábamos, en silencio, solía detenerse en seco para volverse hacia mí y estrecharme el brazo: semejante dulzura me desbordaba de tal modo que notaba cómo el corazón se me dilataba dolorosamente, formando unas ondas que tardaban en atenuarse. Cuando nos cansábamos de andar atravesábamos el primer repliegue de la duna. Había allí algunas depresiones que habíamos tomado para nosotros, profundas y vastas como alcobas. A menudo las buscábamos durante largo rato antes de dar con ellas. Los momentos que allí pasábamos eran cambiantes como el mar: unas veces llenos de risas y frescura; otras, turbios e incómodos. Él me decía entonces: «Vete, siéntate lejos de mí». Y así, mudos y abrumados, dejábamos de manera mecánica que la arena se escurriera entre nuestros dedos, provocándoles un desgaste abrasador.
Le gustaba calentar entre sus manos mis pies helados por el oleaje. Y tus pies se dormían en mis manos fraternales, recitaba mientras los abrazaba.
Conforme se ponía el sol, colmando de azul los surcos de la arena, volvíamos a casa por los caminos de tierra firme en los que la vida nos parecía más real, más insalvable. Pero ese instante, despojado de todo lo accesorio, era tan hermoso que nada daba motivo a las sombras.
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