KATE CHOPIN. EL DESPERTAR
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, y con el inminente 8 de marzo en el horizonte, abrimos aquí una serie que se desarrollará durante cuatro emisiones, todas las del mes, dedicadas a festejar el día internacional de la mujer, con otras tantas sugerencias centradas en la literatura femenina. Libros escritos y protagonizados por mujeres que, en la mayor parte de los casos, dan cuenta de los sentimientos, las emociones, las preocupaciones y, en general, la condición de la mujer a través de diversos enfoques, de muy distinto propósito e intención, nacidos de geografías, épocas y planteamientos teóricos también muy heterogéneos.
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, y con el inminente 8 de marzo en el horizonte, abrimos aquí una serie que se desarrollará durante cuatro emisiones, todas las del mes, dedicadas a festejar el día internacional de la mujer, con otras tantas sugerencias centradas en la literatura femenina. Libros escritos y protagonizados por mujeres que, en la mayor parte de los casos, dan cuenta de los sentimientos, las emociones, las preocupaciones y, en general, la condición de la mujer a través de diversos enfoques, de muy distinto propósito e intención, nacidos de geografías, épocas y planteamientos teóricos también muy heterogéneos.
En el caso de esta tarde os aconsejo la lectura de una novela espléndida, de cuya publicación se cumplen este 2019 los ciento veinte años, un texto de finales del siglo XIX que, pese a lo crudo y hasta lo hostil de su recepción por parte de sus contemporáneos, ha llegado a nuestros días rezumando frescura y mostrando una vigencia, una actualidad y una pertinencia en sus propuestas que lo hacen extraordinariamente atractivo para el lector de hoy. Os hablo de El despertar, el título de la norteamericana Kate Chopin, que presentó el pasado año la editorial Mármara en su colección La balsa de piedra, con traducción de Esther García Llovet y un ilustrativo epílogo del poeta, profesor, crítico y también traductor Jorge Urrutia.
El despertar ya había sido objeto de anteriores ediciones en nuestro país. Especialmente destacada es la de Cátedra de 2012, una versión presentada por Eulalia Piñero Gil, profesora de clara militancia feminista, que acompaña su traducción de un interesante estudio -marcado por su “adscripción ideológica”- sobre la autora, su tiempo y su obra. También merece la pena la publicada en 2011 por Alba Editorial, en un volumen titulado El despertar y otros relatos que incluye diecisiete cuentos más y cuenta con la solvente traducción de Olivia de Miguel que, a su vez, había ofrecido una primera versión del texto en 1986, en la editorial Hiperión. Podéis buscar en internet un más que curioso trabajo de la propia de Miguel -una traductora de reconocido prestigio- en el que se “disecciona”, con rigor y meticulosidad, cada una de sus dos distintas "recreaciones" del texto, con explicaciones acerca de las opciones elegidas para -con veinticinco años de diferencia entre ambas- trasladar al castellano el original de Kate Chopin, en un estudio que imagino debe constituir un auténtico deleite para quien se dedique profesionalmente a la traducción.
La presente edición de Mármara, muy agradable como objeto, aparece en un acogedor y muy manejable formato de bolsillo que, casi minúsculo, hace honor, en efecto, a su nombre y puede llevarse en la americana o el abrigo y “esconderse” -casi- en el hueco de las manos. El encanto “exterior” no se corresponde, sin embargo, con la falta de pulcritud formal de la que adolece el texto, plagado de errores tipográficos cuando no directamente de faltas de ortografía. La ama de llaves (en una alternativa algo errática, pues en otros pasajes se dice, adecuadamente, el ama de llaves); ¿qué noche le biene mejor? (hasta el corrector de Word refunfuña cuando transcribo el salvaje barbarismo); dieron rienda suelta a un buen humor y alegría que no decayó en toda la noche (una concordancia incorrecta); cualquier comienzo, en especial los de un universo propio, son siempre imprecisos, confusos, caóticos, y extremadamente perturbadores (otro poco disculpable error de correspondencia); no le gustaba que el olor a humo y a vino permanecieran en la sala (de nuevo, un inexplicable fallo en la concordancia), cuando una noche Arobin la llamo (una tilde que se esfuma), son, entre otros muchos, algunos de los disparates que trufan el texto e incomodan su pleno disfrute. El recurrente descuido no es achacable en exclusiva, pienso, a la traductora, pues aflora también en el epílogo del profesor Urrutia: en una en el fondo jocosa errata allí se habla de una relación extramatrimonial que se hace púbica (lo cual, si se me permite el inciso sarcástico, es a lo mínimo a lo que debe aspirar una relación adúltera que se tenga por tal).
Kate Chopin nació en 1850 en St. Louis, Missouri, aunque pasó una parte esencial de su vida en Louisiana, en concreto en Nueva Orleans. Esta condición de “sureña”, de miembro de una sociedad mestiza, se percibe en su novela, centrada en ese espacio algo híbrido -en razas y lenguas, en costumbres y valores- del territorio criollo del golfo de México. Formando parte -por nacimiento y por matrimonio- de los círculos más relevantes de la sociedad, sus ideas, siempre independientes y libérrimas, se alejaron del “tono” conservador, religioso y hasta puritano de su entorno, a cuyo moralismo pacato se opuso con rebeldía. Feminista adelantada a su tiempo, su negativa a aceptar el papel subsidiario de la mujer en una sociedad encorsetada por las convenciones sociales y sometida a unos rígidos esquemas morales que ahogan su individualidad la lleva a adoptar una postura vital que trasciende su existencia cotidiana (bastante convencional y mundana, aunque tras la muerte de su marido, con cinco hijos y solo treinta y cuatro años, se alejará del mundo recluyéndose en la lectura y la escritura) y que aflorará en El despertar, como luego veremos.
La breve novela que ahora os traigo es la gran obra maestra de su, como se ha dicho, controvertida carrera literaria. Resumiendo hasta el esquema su trama argumental, el relato narra un año de la vida de Edna Pontellier, una joven mujer -solo veintinueve años- casada con un rico y algo anodino comerciante de Nueva Orleans, que un verano, en su estancia con su marido y sus dos hijos frente al mar de Grand Isle -un enclave de vacaciones que la propia Kate Chopin frecuentaba-, se enamorará de Robert, hijo de una amiga, madame Lebrun, y avezado y presumiblemente frívolo amante de mujeres casadas. La descripción de la pasión amorosa, de los encontrados sentimientos -ardor y culpa, anhelos y frustración- que durante un año -el círculo de la historia referida se cierra un verano después- atenazan a la joven, la exposición del encantamiento y las dudas que acompañan su “despertar” a una vida que se abre a la emoción sentimental, al deseo y la ilusión, rompiendo los aburridos límites de una cotidianidad insustancial, constituye uno de los dos ejes principales de un libro que tiene en el feminismo, en las, por así decirlo, “tesis” sobre el papel de la mujer, sobre su liberación frente a un rol conyugal y social, intelectual y sexual restrictivo, otro de sus núcleos esenciales.
El despertar al que de modo explícito alude el título y que Edna experimentará es, pues, doble: el de las emociones y los sentimientos, el de la sexualidad y el deseo, por un lado; y el del pensamiento y la conciencia, el de la inteligencia y las ideas por otro, en una propuesta de mayor ambición y complejidad que los consabidos folletines románticos de la época, quizá más simples, más romos, que solían limitarse a la mera descripción del arrebato amoroso.
La protagonista vive, desde esos primeros días de intensa sensibilidad estival, una suerte de descubrimiento y apertura a una realidad nueva que hasta entonces le resultaba desconocida y, por ello, le estaba negada. El texto recoge en numerosas ocasiones la mención a esta epifanía profana a través de metáforas inequívocas, distintas aunque compartiendo un campo semántico directa o indirectamente conectado con la “revelación”: una voz que surge en su interior y le habla de otra vida posible; una presencia que, casi literalmente, la despierta de un sueño de largos años sin sentido; la acuciante necesidad de que algo, no se sabe qué, ocurra, un suceso, algún hecho, una aparición, que rompa la insulsa monotonía de sus planos días conyugales.
El elemento decisivo, el desencadenante que propicia esta revelación es, claro está, el amor, que de un modo inicialmente tímido y casi imperceptible, acaba por convertirse en una pasión romántica de irrefrenable potencia. Habituada casi desde jovencita a distintos enamoramientos apasionados -que nunca la habían hecho, sin embargo, perder su compostura- Edna se ve ahora, tras los años de gris matrimonio, envuelta en un marasmo de emociones, arrastrada por las pasiones como las olas lo hacían al encontrarse con su espléndido cuerpo, en una de las muchas referencias marinas del libro, al operar el mar, con su calidez y su peligro simultáneos, acogedor y amenazante a la vez, como metáfora de la locura de un amor que, ciego, atrae y atemoriza, seduce y amedrenta a la par. Un mar que por todo ello será, en un segundo plano no obvio, uno de los “personajes” esenciales de la novela.
Cualquiera que haya experimentado en su vida -siquiera una vez- la impetuosa vivencia del impulso amoroso, sobre todo cuando este se produce en circunstancias difíciles o con obstáculos que entorpecen su libre desenvolvimiento (“barreras” materiales, distancia, oposición familiar, rechazo, prejuicios u hostiles convenciones sociales, diferencias de clase o de edad, relaciones adúlteras, etc.), identificará en El despertar los síntomas de ese dulce padecimiento, pues Edna los sufre todos, sin excepción, y Kate Chopin los describe con sutileza y precisión, con elegancia y belleza, tanto los más gratos, los que tienen que ver con la exaltación y el fervor, con el hechizo y el deleite, con el deseo y la plenitud que acompañan siempre a ese “torbellino” amoroso, como los menos amables, los que generan sufrimiento y dolor: las dudas, el miedo, la confusión, la culpa. Así, la protagonista pasará por las distintas fases de ambos “frentes emocionales”. En el primero de ellos, podemos observar su nerviosismo e inquietud al coincidir en público con el amado (aún no “reconocido” como tal); su difuso anhelo -ni siquiera formulado- ante la posibilidad de un nuevo encuentro; la añoranza y nostalgia en su ausencia; los episodios de una tenue obnubilación mental, con la imagen de Robert “colonizando” su cerebro cada minuto del día; su necesidad -con manifestaciones físicas de la adicción: ahogos y lágrimas- de su presencia constante; sus repentinos raptos de deseo; y tantos otros ejemplos -siempre expresados de un modo contenido y sutil, como corresponde a la época y la clase social del personaje- del ansia amorosa cuando esta se presenta en circunstancias que hacen complicada su realización.
Igualmente, la vemos -en especial al inicio de la novela- desorientada y revuelta, desazonada y perpleja, consciente (aunque no acobardada por ello) de las graves consecuencias, matrimoniales, familiares, económicas y sociales, a las que la conduce su pasión: el miedo a perder la confortable placidez de una vida en el fondo lograda, el terror de lo prohibido, el vértigo del abismo, la culpabilidad ante un marido cariñoso y entregado, ante unos hijos de los que, sin embargo, la separa un cierto creciente desapego. Atracción y rechazo, deleite y pavor, inclinación y huida, ilusión y temor, disfrute y arrepentimiento pueblan, pues, el universo emocional de una protagonista que conmueve por cuanto nos reconocemos en su humanidad, en sus ambivalentes y a menudo contradictorios sentimientos.
Pero esta ambivalencia en el fondo no es tal, pues más allá de su sorpresa y ofuscación iniciales, Edna comprende pronto cuáles son sus auténticas necesidades, cuáles sus convicciones más genuinas, cuál su voluntad esencial, y esas certezas, en tanto aluden al rechazo de las convenciones y la reivindicación de la propia individualidad, convierten El despertar en una novela de una vigencia y una actualidad palpitantes, en estos tiempos en los que la causa feminista copa las portadas de los periódicos impregnando la vida social entera.
La protagonista vive el deslumbramiento amoroso como una especie de liberación, comienza a darse cuenta de que la sujeción a las pautas que la sociedad ha creado para ella -en realidad para ellas, las mujeres todas- es un pesado lastre que debe dejar atrás si quiere ser feliz. El “hechizo” del amor opera como un filtro que le desvelará la auténtica realidad de su entorno gris, el cual, gracias a la transformación que el deseo induce, se coloreará y avivará vislumbrando a través de él la posibilidad de una existencia plena, fecunda, alegre, lograda. Kate Chopin describe con verosimilitud ese tortuoso proceso de cambio, ese despertar a la conciencia de una protagonista que, arrebatada por la impetuosa energía de su pasión, cuestionará los principios y valores admitidos, prescritos y normalizados por la sociedad burguesa, en relación con el amor, el matrimonio y la familia, las relaciones conyugales, la fidelidad y el adulterio, la maternidad, la sexualidad y el deseo femeninos, y, en definitiva, con el papel que las mujeres deben desempeñar en el mundo.
Así, avanzando más y más en su determinación con el transcurrir del tiempo, Edna empezará por experimentar en su interior una fortísima sensación de independencia, ahogada por los estrechos límites de su reducida existencia. Más adelante, cuestionará y rechazará -todavía en su fuero interno- los códigos -sociales, económicos, sentimentales, familiares, sexuales- que ha heredado y que marcan sus días. Por último, en este acelerado curso de aprendizaje vital, en este arduo parto a una nueva vida, acabará por hacer suyas, en la práctica, las decisiones fruto de la profunda reflexión suscitada por su turbulenta vivencia: Había tomado la firme decisión de no volver a pertenecer a otra persona jamás en la vida, leemos.
La joven y convencional muchacha que encontramos al inicio de la novela, sumisa, sometida, plegada de modo inconsciente a los dictados que imponen los valores de su tiempo, se convertirá al término de la obra -para bien y para mal (y no puedo profundizar en un análisis que me llevaría a desvelar un elemento esencial de la trama)- en una mujer que adquiere la plena condición de individuo sin limitaciones; una mujer que gobierna su vida, que ya no necesita las opiniones o la estimación ajena, que dice lo que piensa sin miedos, sin frenos impuestos, que abandona el ridículo disfraz con el que hasta ese momento debía presentarse ante el mundo; una mujer que domina, que vuela alto, que no necesita de nadie, que es dueña de su propia conciencia, que lleva las riendas en su atribulado paso (cuáles no lo son) por la existencia, que acabará incluso por trasladarse a un domicilio particular, independiente, dejando atrás la casa conyugal (en busca de una “habitación propia”, la misma, desde un punto de vista abstracto y general, que la que reivindicará Virginia Woolf treinta años más tarde). Una mujer que, también en el terreno sexual, accede a su más radical emancipación: Yo ya no soy una posesión del señor Pontellier de la que pueda disponer a su antojo. Yo me entrego a quien yo decida.
Desde su nueva posición, Edna se compadece de aquellas otras mujeres, sus amistades de apenas unos meses atrás, que todavía no han “despertado” -y quién sabe si lo harán alguna vez- ni, por tanto, conocido esa feliz metamorfosis que ella experimenta: Sintió lástima -pensará- por madame Ratignolle, conmiseración por una existencia gris que nunca iría más allá de la ciega conformidad, una vida en la que ningún momento de angustia perturbaría su alma, en la que nunca conocería el salvaje sabor del delirio.
Pero su atrevimiento, su valiente apuesta tiene riesgos. Edna será feliz en su “liberada” condición recién adquirida, pero también sufrirá la incomprensión de su mundo, de su marido, de sus amistades, y conocerá el aislamiento social y la soledad. En consecuencia, su estado emocional oscilará entre extremos casi radicalmente opuestos: la alegría exacerbada y el desánimo con ribetes de depresión: Había días -reflexiona- en que era muy feliz sin saber por qué. Feliz de estar viva, de respirar (…). Otros días se sentía triste sin saber por qué, cuando no merecía la pena estar alegre o animada, viva o muerte, cuando la vida no le parecía más que un grotesco sinsentido y los seres humanos gusanos sin más objetivos que luchar inútilmente contra la aniquilación final.
Del mismo modo, la propia Kate Chopin será objeto, en su vida real, de numerosas críticas descalificadoras por parte de quienes veían en El despertar un ataque a la tradición, a la moral, a los principios y valores establecidos. Tachada de transgresora, de subversiva -también de “feminista”, escandalosa y hasta obscena-, el libro fue retirado de las bibliotecas públicas y su autora proscrita en los círculos sociales que frecuentaba. La novela no sería reeditada hasta algunos años después de la muerte de Chopin, con una extraordinaria recepción. Sólo en los años setenta El despertar obtendría el reconocimiento que actualmente se le prodiga, considerándose desde entonces una de las grandes obras de la literatura norteamericana del XIX.
Ya para terminar quiero llamar la atención sobre el estilo, una escritura que rezuma belleza literaria, sencillez y elegancia, expresividad, delicadeza y emoción, en una narración que consigue transmitirnos, con sutileza y sensibilidad, la ensoñación y el deleite que embriagan a la joven mujer, también su fortaleza y su convicción, su decisión y su fuerza. La presencia metafórica del mar, ya apuntada; las escenas en la playa, en las que es imposible no encontrar referencias -no explícitas, no pretendidas- a la pintura impresionista; la descripción del entorno, los balnearios, las flores, los actos sociales, los conciertos; la importancia de la música, que puntea las escenas más dramáticas, las más románticas y sensibles también, convierten la lectura del libro, más allá de la valoración que suscitan sus distintas propuestas “intelectuales” -psicológica, política, social-, una experiencia deliciosa.
Mademoiselle Reisz, una anciana pianista, un personaje secundario pero muy relevante en El despertar, interpreta un Impromptu de Chopin en una escena fundamental del libro. Ante la imposibilidad de saber -el texto no lo menciona- cuál es de entre los cuatro compuestos por el músico polaco, os ofrezco ahora la pieza Fantasía Impromptu, Op. 66 como complemento musical a mi reseña, en la interpretación de Valentina Igoshina.
—Si yo fuera joven y estuviera enamorada —dijo mademoiselle, girándose en el taburete y apretando sus manos sarmentosas entre las rodillas mientras miraba a Edna, que estaba sentada en el suelo leyendo la carta—, creo que tendría que ser de un hombre de un grand esprit; con ambiciones superiores y el talante para llevarlas a cabo, un hombre por encima de sus pares, lo bastante como para llamar la atención. Creo que si yo fuera joven y me enamorase, no sería de un hombre de un calibre inferior a la devoción que le dedicara.
—Ahora es usted quien miente y pretende engañarme, mademoiselle, o es que nunca se enamoró y no sabe nada del amor. Si no, dígame —prosiguió Edna, agarrándose las rodillas y levantando los ojos, mirando la cara torcida- ¿por qué cree usted que una mujer sabe el motivo de amar? ¿Cree que escoge a quien ama? ¿Cree que se dice a sí misma: “¡Adelante! He aquí un distinguido caballero, un futuro presidente, voy a enamorarme de él”, o “voy a entregar mi corazón a este músico tan famoso que está en boca de todos”, o “voy a enamorarme de este financiero que controla el mercado mundial”?
—Está usted tergiversando mis palabras, ma reine. ¿Está enamorada de Robert?
—Sí —dijo Edna. Era la primera vez que lo admitía y su rostro se iluminó hasta el rubor.
—¿Por qué? —preguntó su compañera—, ¿por qué lo ama si no debería?
Edna se dejó resbalar hasta el suelo donde acabó de rodillas frente a mademoiselle Reisz, quien tomó su cara radiante entre sus manos.
—¿Por qué? Porque su pelo es castaño y su frente despejada, porque abre y cierra los ojos, porque tiene dos labios y la barbilla cuadrada y un meñique que no puede enderezar porque se lo dobló jugando de niño, porque...
—Porque sí, en resumen— rio mademoiselle—. ¿Qué piensas hacer cuando vuelva? -preguntó.
—¿Hacer? Nada. Alegrarme y ser feliz por estar viva.
Ya se encontraba feliz por estar viva con la sola idea de su retorno. El cielo húmedo y gris, tan deprimente hacía un rato, le parecía ahora vibrante, estimulante; mientras volvía a casa empapada de lluvia.
Se detuvo en una confitería para encargar una gran caja de bombones para sus hijos, que estaban en Iberville. Les escribió una nota mandándoles miles de besos y todo su amor.
Por la tarde, antes de cenar, escribió una encantadora carta a su marido en la que le comunicaba sus intenciones de mudarse temporalmente a la casita de la esquina, y su idea de dar una cena de despedida. Se lamentaba de que él no fuera a estar ahí para compartir el momento, ayudarla con el menú y entretener a los invitados. Su carta era de un entusiasmo contagioso.
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