BRUNO PATINO. LA CIVILIZACIÓN DE LA MEMORIA DE PEZ
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde Radio Universidad de Salamanca os saluda Alberto San Segundo en una nueva emisión de nuestro espacio, en el que semanalmente os ofrezco una recomendación de lectura elegida con criterios de interés y calidad. En el caso de esta tarde mi propuesta es una suerte de complemento y corolario de la de hace quince días. Recordaréis nuestros oyentes más habituales que hace tres semanas, y aprovechando, con un cierto retraso, el comienzo del curso, os presentaba una serie educativa de nuestro espacio. Entonces os hablé de La escuela no es un parque de atracciones, el libro de Gregorio Luri sobre los males de la enseñanza en nuestros días y el futuro de la educación en las próximas décadas. Hace quince días era Nuccio Ordine y su planteamiento en pro de la presencia de los clásicos en las aulas, quien protagonizaba la segunda entrega de la serie. En ambos casos ya apuntaba -como lo hacían también las obras comentadas, sobre todo la de Luri- que uno de los problemas que hoy acucia a la profesión docente es el de la falta de atención, la pérdida de concentración, el aburrimiento y la falta de estímulos de un alumnado cuya “formación” social, por así decirlo, más allá de los muros de la escuela, se conforma a partir del uso continuado de pantallas y dispositivos electrónicos que con su poderosa capacidad de atracción “capturan” la voluntad de los jóvenes -y de los que no lo son tanto- imposibilitando, o dificultando extraordinariamente, su adaptación a otros contextos, otras pautas, otros ritmos, más lentos y sosegados, más rigurosos y reflexivos y, en cualquier caso, menos complacientes con sus instintos y deseos superficiales, como son los que “impone” el día a día en los centros de enseñanza en nuestro país.
Tras el obligado paréntesis de nuestra emisión del lunes pasado, dedicada a festejar el centenario de Miguel Delibes, hoy retomamos ese hilo conductor, el de la influencia que sobre nuestra capacidad de atención ejerce la sobreexposición a los móviles y las redes sociales, aunque esta vez en un enfoque más amplio y general que el meramente educativo. A este respecto quiero hablaros de un pequeño ensayo -breve y de rápida lectura, aunque su estimulante “poso” exige la lenta degustación, el análisis, el debate y el estudio demorados durante días, semanas incluso- muy sugestivo e interesante. Se trata de La civilización de la memoria de pez, que es como se ha traducido en España el título original francés, La civilisation du poisson rouge (La civilización del pez rojo, en su traslación literal). El libro, escrito por Bruno Patino, y que en ambos idiomas cuenta con idéntico significativo subtítulo, Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, se presentó en Francia en 2019 y en nuestro país este mismo año, a comienzos del verano, en traducción de Alicia Martorell Linares, dentro del sello Alianza Editorial. A propósito de la traducción, solvente, me gustaría sin embargo comentar un par de, quizá, leves “fallitos”: el uso del término incompletud, que no admite nuestra Real Academia (aunque sí su contrario, completud, por lo que puede disculparse la introducción del neologismo), y la expresión a pesar de que su existencia estaba hecha de ruido y furor, que obvia la doble referencia implícita a Faulkner y Shakespeare -El ruido y la furia- que probablemente el autor haya deslizado en el texto original (de hecho, en otro pasaje del libro surge la misma mención, esta vez “correctamente” citada; pero puede que no haya tal voluntad del autor, y yo me esté “columpiando” abiertamente; mis disculpas anticipadas, en ese caso).
Bruno Patino es un periodista francés con una amplia trayectoria internacional en los medios de comunicación, tanto en la prensa escrita y la digital como en la radio y la televisión. Entre otras muchas experiencias profesionales, fue director de France Culture, siendo actualmente director editorial de Arte France, la prestigiosa cadena cultural del país vecino. Es también profesor y decano de la escuela de periodismo Sciences Po y autor de numerosos libros sobre la prensa, internet y, en general, el mundo digital.
El planteamiento de su obra, sustentado en una sesentena de referencias bibliográficas, entre libros y artículos, que se citan a su término, parte de la constatación de un hecho innegable, que cualquiera puede observar en su entorno más inmediato y, sobre todo, en sí mismo y en su propio comportamiento cotidiano: la conexión permanente -día y noche- y la constante “dedicación” a las pantallas -sobre todo táctiles- de los ciudadanos en nuestras sociedades desarrolladas, los que, como nosotros, no pueden dejar de sentir vibraciones en el fondo de sus bolsillos; los que, en el transporte público, avanzan con el ojo clavado en el teléfono, concentrados en el espacio-tiempo de sus pantallas, han producido como consecuencia la reducción de nuestro tiempo de atención y la merma de nuestra capacidad de concentración a unos escasos nueve segundos. A partir de ese momento, sostiene Patino, nuestro cerebro se desengancha. Necesita un nuevo estímulo, una nueva señal, una nueva alerta, otra recomendación. A partir del segundo número diez. Un segundo más que el pez rojo al que alude el título originario, ese solitario y melancólico pez que todos hemos visto -y tenido en nuestras casas, incluso, de pequeños- en sus esféricas peceras, vagando ensimismado en la interminable rutina de su estrecha cárcel e incapaz de recordar más allá de esos ocho segundos “de vida” -lo han calculado los expertos e investigadores de Google- a que lo condenan su biología y el insoportable tedio de su reducido universo.
Sentada esta premisa -e insisto, no de manera arbitraria o caprichosa, sino con el aval de estudios científicos solventes-, Patino analiza las importantes consecuencias, los muchos efectos perniciosos -las patologías- que lleva consigo, tanto en un plano individual como colectivo, un hecho de tal trascendencia (de orden casi antropológico, pues puede provocar, quizá lo está haciendo ya, un cambio esencial en la naturaleza humana); también sus principales causas (la tesis del autor es que no estamos ante un “mal” implícito a la tecnología o internet en sí, sino a su manipulación interesada por parte de algunos servicios y plataformas digitales, en particular los GAFAM, Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft); y, por último, las posibles (y deseables, a juicio de Patino, esperanzado y optimista) actuaciones, alternativas y medidas de resistencia para frenar esta inesperada y peligrosa deriva de un “invento” -internet- con unas posibilidades pese a todo formidables.
Vivimos en un mundo de seres dependientes de las múltiples señales que emiten sin parar nuestros teléfonos móviles, drogadictos hipnotizados por las pantallas, enganchados a las conexiones digitales. Somos -cito de nuevo el libro- como peces, encerrados en la pecera de las pantallas, sometidos al ritmo de notificaciones y mensajes. Nuestra mente da vueltas en redondo, de tuits a vídeos de Youtube, de snaps a correos, de lives a push, de aplicaciones a newsfeeds, de mensajes provocadores escritos por un robot a imágenes filtradas por un algoritmo, de datos manifiestamente falsos a buzz fuera de lugar. Como peces, creemos que vamos a descubrir un universo a cada instante, sin darnos cuenta de la repetición infernal en la que nos encierran las pantallas digitales a las que entregamos nuestro tesoro más preciado: nuestro tiempo.
Leyendo a Patino conocemos las escalofriantes cifras que “fotografían” esta nuestra lastimosa adicción. Cada uno de nosotros se abalanza, frenético, sobre su dispositivo electrónico, acaricia, febril, con su índice la pantalla deslizante, y se sumerge inquieto, expectante, excitado y vagamente culpable, en el renovado abismo de los avisos y comunicaciones, de las aplicaciones y los mensajes, cada dos minutos, treinta veces por cada hora que está despierto, una vez cada tres horas de sueño, 542 veces al día, 198.000 veces al año.
Pero eso no es todo. En 2016, fecha a la que se remite el estudio, el tiempo medio que se dedica a diario al teléfono es 4 horas 48 minutos en Brasil, 3 horas en China, 2 horas 37 minutos en Estados Unidos y 1 hora 32 minutos en Francia. Según la fundación Kaiser Family, en Estados Unidos los jóvenes consagran cinco horas y media por día a tecnologías relacionadas con el ocio, videojuegos, vídeos en línea y redes sociales y un total de ocho horas diarias al conjunto de sus pantallas conectadas. Un tercio de sus vidas, considerando además que el 22% no tiene ninguna actividad, ni escolar ni profesional, entre los 22 y los 30 años, una cifra que se ha duplicado en quince años.
Y aún hay más. Cada minuto, 480.000 tuits alimentan la plataforma del pájaro azul, 2,4 millones de snaps se publican en Snapchat, mientras que 973.000 personas en todo el planeta se conectan a Facebook. De momento, «solo» 174.000 personas consultan Instagram, pero la cifra va aumentando cada mes. La lista de lo que ocupa a los humanos conectados durante 60 segundos da vértigo: 38 millones de mensajes, 18 millones de SMS, 1,1 millones de «swipes» en Tinder (nos referimos al movimiento lateral del índice para pasar de un perfil a otro en este portal de citas), 4,3 millones de vídeos vistos en YouTube, 187 millones de correos electrónicos...
El escenario, estremecedor, es el de una pandemia (y espero no resultar de mal gusto con la comparación, cuando aún tenemos al coronavirus rondando, destructivo). Y, en efecto, como nos recuerda el pensador francés, un estudio del Journal of Social and Clinical Psychology valora en 30 minutos el tiempo máximo de exposición a las redes sociales y las pantallas de Internet, más allá del cual existe riesgo para la salud mental. La enumeración de esos riesgos, de esas patologías, de esos trastornos de la personalidad y el comportamiento ocupa una parte destacada de La civilización de la memoria de pez. El síndrome de los durmientes centinelas, que renuncian a abandonarse al sueño profundo por si, en ese tiempo, “llega” algún aviso de interés. La nomofobia (no mobile phone phobia), el padecimiento -pánico, ansiedad, temor- que se siente al no poder disponer del móvil durante un tiempo. El phnubbing (contracción de los términos phone, de teléfono, y snubbing, «desprecio»), tan común, que sufren -¿sufren?- quienes son incapaces de dejar de consultar el celular, incluso en mitad de una conversación o cualquier otra actividad (comprendidas las prácticas sexuales). El síndrome de ansiedad, caracterizado por la necesidad permanente de dar cuenta en las redes, y de inmediato, de cualquier suceso, por banal que sea, de nuestras existencias. La esquizofrenia de perfil, que impide a quienes la padecen diferenciar las distintas identidades con las que se presentan en la vida virtual, perdiendo incluso -en los casos más graves- el vínculo con su personalidad “real”. La atazagorafobia, el miedo a la indiferencia ajena, al olvido de los seguidores -o peor aún, a su desaparición-, a la ausencia de respuesta a nuestras intervenciones en las redes, al escaso número de likes, de “amigos”. La atenuación, que consiste en la búsqueda compulsiva, el rastreo enfermizo en internet de datos sobre vidas ajenas.
Todos estos procesos, que en grados más o menos atenuados padecen quienes usan habitualmente el móvil, “operan” de un modo, ya, totalmente inconsciente, generando reacciones -tolerancia, compulsión, adicción- similares a las que provocan las drogas o el juego. Bruno Patino relata el famoso experimento de Skinner que ofrece una explicación anticipadora -el psicólogo norteamericano murió en 1990, cuando internet tenía solo un año de vida- al fenómeno. Las teorías comportamentales que formuló nacieron de un laboratorio de ciencias del comportamiento en Harvard… ¡en 1931! Encerrado un ratón en un cubo transparente, con un dispositivo que accionado por el roedor le proporciona alimento, el animal acaba por dominar el mecanismo, aprendiendo que si pulsa el botón va a obtener satisfacción inmediata. Hasta ahí nada novedoso en la constatación del rápido aprendizaje del ratón. Lo interesante, de cara a la tesis que sostiene el libro es que, una vez controlado el mecanismo, cuando el ratón “sabe” qué relación causa-efecto existe entre el su movimiento y la “aparición” de comida, se produce un cierto cansancio, un desistimiento por parte del ratón, que “decide” accionar el artilugio solo cuando tiene hambre. Así, el intento de control del animal fracasa, en cierto sentido, pues él mismo acaba por ser el “dueño” del proceso. Ello llevó a Skinner a introducir una variante en el experimento. Pese a que, inicialmente, a los nuevos ratones se les ofrece la misma alternativa -si aprietan el botón obtendrán comida- pronto el sistema empezó a funcionar de manera errática: unas veces, al pulsar, en efecto caía alimento, pero otras no; en ocasiones salía “algo” de comida, en otras, cantidades ingentes. El desconcierto del animal y, sobre todo, la incertidumbre, el desconocimiento de en qué momento iba a obtener su recompensa, mantenía al roedor pegado al mecanismo, apretándolo compulsivamente, desvinculada ya su acción repetitiva de toda necesidad física, de un hambre real. El experimento de Skinner mostró la desviación del comportamiento que producen los sistemas de recompensa aleatoria. En lugar de crear distancias o desánimo, la incertidumbre produce una compulsión que se transforma en adicción. La posibilidad de ganar, por muy pequeña que sea, impide que se puedan alejar del mecanismo. Como la recompensa es irregular, es imposible para el sujeto sometido al experimento elaborar un comportamiento que le sirva para dominar a la máquina. Las reacciones químicas que se producen en su cerebro -en síntesis, una desbordante inyección de dopamina, la molécula del placer, cada vez que aprieta el botón- son las mismas que operan en los humanos y tan poderosas que mantienen indefectiblemente enganchada a la “víctima” a su premio (que es a la vez su castigo). Esos procesos son los que permiten a los casinos y casas de apuestas disponer de todos los recursos psicológicos a su alcance para manipular la voluntad de los jugadores, o, a otra escala y con distintos matices, a los hipermercados “orientar” la compra compulsiva mediante la disposición de los expositores, el tamaño de los carritos, la colocación de los productos, la configuración de las “rutas”, todo ello pensado para “excitar” el deseo de compra.
Algunas plataformas digitales, señala Patino, aplican mecanismos similares, captando la atención de los usuarios mediante un sistema de recompensas aleatorias cuyo efecto sobre los que se dejan llevar es similar al de las máquinas tragaperras. Y además cuentan con una ventaja adicional frente a los sistemas “clásicos” de explotación de las adicciones, y es que los propios individuos, quienes van a ser manipulados, ofrecen voluntariamente los datos, la información necesaria para personalizar el “ataque” y hacerlo más eficaz. Todos los conocimientos de la psicología comportamental son usados así por las plataformas para, y de nuevo la cita literal es necesaria, la alerta permanente, la explotación de nuestra pasividad, el halago de nuestro narcisismo y el anuncio inmediato de lo que vendrá. No se trata, pues, de una serie de efectos casuales, impensados o sobrevenidos de modo azaroso. Por el contrario, la tesis de La civilización de la memoria de pez es que las grandes empresas de Silicon Valley recurren a ellos de forma deliberada. La dependencia no es un efecto secundario de nuestros hábitos de conexión, es el efecto que persiguen numerosas interfaces y servicios que estructuran nuestro consumo digital. Como nos recuerda la cita inicial de Bill Clinton -¡Es la economía, estúpido!-, nuestro sistema económico, ahora reconvertido en un capitalismo digital, ha encontrado en la audiencia cautiva, y en su corolario, el apetecible filón de los datos que voluntariamente cedemos, su moderno “petróleo” y, lo exprimirá sin límites si no se le opone resistencia.
Patino se extiende entonces, y no hay ni tiempo ni espacio para desarrollar su brillante exposición -debéis leer el libro-, en infinidad de ideas subyugantes (mis notas de lectura superan el centenar) en relación con su tesis, a algunas de las cuales, las más estimulantes, quiero referirme en un repaso a vuelapluma. He aquí algunas de ellas: La descripción del actual datacapitalismo. Las reflexiones sobre la creciente -e imilitada- hiperproducción que ofrecen las herramientas digitales, su constante crecimiento, y, en consecuencia, su necesidad de “luchar”, afinando las estrategias de captación de la atención, por el siempre reducido tiempo disponible de los consumidores. El círculo vicioso de esa economía de la atención, su paradoja “constitutiva”: Captar el tiempo de los usuarios conectados proponiéndoles ganar tiempo, lo cual, como ya se ha esbozado, solo puede lograrse con el autosometimiento. El consiguiente desarrollo de las tecnologías de la persuasión, activas desde hace más de veinte años -el libro habla de 1998- en los laboratorios de Silicon Valley. El influjo de un curioso personaje, B. J. Fogg, y sus ordenadores carismáticos. Las investigaciones en captología, el arte de captar la atención del usuario, lo quiera o no, a partir de la observación -nada casual y sí muy significativa- de los comportamientos adolescentes. El diseño -el dark design- de interfaces digitales, grafismos y protocolos técnicos de las plataformas, con la intención de generar dependencia en el usuario, mediante la utilización de los conocimientos y los recursos que proporcionan la Psicología y las modernas neurociencias. La producción de efectos para “encadenar” la atención del consumidor (y, a la postre, “consumido”), de los que resulta especialmente interesante la categorización que hace el filósofo Yves Citton y que recoge Patino: 1) los mensajes o alertas que se cuelan de rondón en nuestro paisaje mental son herramientas de creación de atención cautiva; 2) la propuesta de cualquier tipo de recompensa alimenta la atención atractiva; 3) el desarrollo de mensajes entretenidos, chocantes o serios incide sobre la atención voluntaria; 4) la atención aversiva procede del miedo a perderse algo importante (FoMO [Fear Of Missing Out]). El rastreo de los orígenes de internet, que no nació así, con esta actual voluntad depredatoria sino, bien al contrario, como un intento utópico de facilitar la comunicación de la humanidad. Los movimientos libertarios que vieron en la red de redes, anónima e incontrolada, el paraíso de la libertad. Las reacciones actuales de muchos de los inventores y desarrolladores de las modernas tecnologías, que se alejan, arrepentidos, del monstruo que han contribuido a crear (paradigmático el ejemplo de los grandes gurús de Silicon Valley, que envían a sus hijos a colegios en los que se prohíbe el uso de dispositivos electrónicos). El papel de la prensa (con una “cala” en la mítica escena del director del periódico en El hombre que mató a Liberty Valance) y los medios de comunicación tradicionales, aliados primero y enemigos después de sus competidores digitales, al verse superados -y arruinados- por la magnitud de un fenómeno que le arrebata la publicidad de la que viven (Google y Facebook absorben del 75 al 80% de toda la nueva publicidad. En Estados Unidos, por ejemplo, el 44% de los ingresos publicitarios vienen de la economía digital (90.000 millones de dólares de un total de 200.000 millones), y la mitad de estos ingresos queda en manos de Google y de Facebook). El aprovechamiento y la explotación del tiempo -el de ocio, el tiempo muerto, el de los desplazamientos, incluso el sueño- por parte de los gigantes digitales en un estiramiento imposible de nuestras jornadas (En 2018, las 24 horas de un ciudadano estadounidense duran más de 30 horas. El sueño absorbe 7 horas al día; la comida, la limpieza, la vida social, un tiempo similar, 6 h 55, y el trabajo, 5 h 13. A estas 19 h 08 minutos se suman 12 h 04 por día consagradas a las pantallas, los medios de comunicación y el mundo digital. La mitad de una vida. La mitad de una vida es comercializable. La mitad de una vida está comercializada). La hiperexcitación de los sentidos y el bombardeo de estímulos, y la generación de hábitos de ansiedad e impaciencia en los consumidores, incapaces ya de esperar, inquietos ante cualquier demora mínima -en no importa qué ámbito- que “retrase” la satisfacción de su imperioso deseo (el 30% de [los usuarios] no esperan al cuarto segundo de un vídeo de Facebook para pasar a otra cosa, a otras alertas que les llaman la atención, otros vínculos, otros push. La misma impaciencia se da en el ámbito musical. Deezer o Spotify han cambiado la naturaleza de la industria musical: antes se trataba de vender discos, ahora deben conseguir que sus títulos se escuchen al menos durante 11 segundos. Porque es el umbral de la remuneración y los usuarios tienen la misma impaciencia respecto a Spotify que respecto a Facebook cuando se trata de descubrir. Los creadores de música, la que se destina a ser escuchada en estas plataformas, lo saben: los 10 primeros segundos son definitivos para tener una posibilidad de existir. Crear, en este universo, es crear una adicción instantánea). La “desaparición” del deseo, hecho de espera, de anhelo, de inquietud, de incertidumbre, y con él, la muerte de la conversación, del conocimiento profundo, del amor, que exigen tiempo, que “son” tiempo y frustración y renuncia y esperanza e ilusión y expectativa y carencia. La construcción de burbujas, de realidades simplificadas, acordes a nuestros perfiles, elaborados a partir del rastro que dejamos en la red, de modo que las plataformas nos ofrecen una y otra vez lo que “se supone” que nos va a satisfacer, lo que coincide con nuestra propia visión del mundo, en un bucle perverso, un círculo vicioso que nos perpetúa en lo que “somos”, “adoctrinándonos” con nuestras propias opiniones y nuestros sesgos y prejuicios. El caldo de cultivo que este modo de proceder supone para el auge de las teorías de la conspiración. La proliferación de lo fake, que se crea conscientemente mediante robots que inundan el espacio digital de mentiras reiteradas que acaban por conformar la opinión pública, aquejada así de un relativismo generalizado: Humanos falsos, estadísticas falsas, cuentas falsas, sitios web falsos, contenidos falsos unen sus fuerzas para obtener dólares (o euros) verdaderos. Por supuesto, están los bots, esos algoritmos que generan de forma automática conexiones en las redes sociales o crean falsas consultas en sitios web fantasmas para hacer creer a los publicistas que alguien mira sus anuncios o hace clic en ellos. Las estrategias basadas en las emociones, el emotional triggering, disparadores que provocan choques emocionales, conscientes las grandes empresas de que el impacto, las sorpresas, la ira, la rebelión, el escándalo, la risa, las emociones que obnubilan la razón y apelan a las creencias, a las fantasías personales, a las convicciones infundadas, atrapan y, por tanto, “son” dinero. La primacía de lo superficial y lo fútil, de lo irrelevante, lo exagerado, lo extremo, lo ligero y lo banal frente al conocimiento, la sabiduría, el rigor, lo serio o lo profundo. Y tantos otros temas apasionantes.
Pero ante este panorama apocalíptico, el autor se resiste. No está escrito, afirma, que la economía de la atención sin freno y sin límites deba ser el único modelo de desarrollo de las plataformas. Consciente de la reversibilidad del proceso, y convencido también de que cuestionar y oponerse a esas perversas dinámicas de la atracción no supone anclarse en una trasnochada rebelión antitecnológica que nos retrotraiga a una realidad limitada en la que debiéramos prescindir de las muchas ventajas que internet y sus derivaciones han aportado a nuestras vidas individuales y colectivas, Patino cierra su libro con una propuesta, optimista y positiva -combatir y sanar- que reivindica un uso emancipador y profundamente democrático de los medios digitales. Presenta así, en las páginas finales de su obra, algunas jugosas alternativas y soluciones para salir de la memoria de pez, que aparecen bajo las rúbricas de cuatro combates y cuatro recetas. Se trata, desde el punto de vista de la “batalla”, de combatir las ideas preconcebidas en relación al estado de cosas actualmente vigentes, lo que conlleva, entre otras ideas, la regulación del uso de los mecanismos de captación del tiempo y la atención que utilizan las plataformas, privilegiando las funciones “naturales” de estas y reduciendo sus procedimientos demasiado invasivos; cambiar el marco jurídico de las plataformas, potenciando un modelo -distinto al que, por desgracia, existe hoy día- de irresponsabilidad y obligándolas a responder de lo que albergan o de lo que en ellas sucede; y por último, desarrollar ofertas digitales que se desempeñen con otras lógicas diferentes a las de la economía de la atención.
Junto a los cuatro combates, las cuatro “recetas” giran, de un modo u otro, sobre un eje central, la desconexión. En un párrafo muy relevante, con el que no puedo estar más de acuerdo y que operará en mi reseña como el habitual texto de cierre, se concreta esta idea sencilla y, a la vez, en nuestros acelerados días, profundamente revolucionaria:
No acceso a la música, sino al silencio, no a la conversación, sino a la meditación, no a la información inmediata, sino a la reflexión. Los seminarios de desintoxicación tecnológica se multiplican. Los retiros espirituales en los monasterios han cambiado de naturaleza: antes había que escapar del mundo para encontrar a Dios, ahora hay que escapar de los estímulos electrónicos simplemente para encontrarse con uno mismo. Aislarse de las redes para volver a vivir en el mundo. El reto no está en desaparecer, ni en negar las potencialidades extraordinarias de la sociedad digital. Simplemente tenemos que comprender que la libertad se ejerce desde el control. Y este control no requiere tanto una ascesis como una simple moderación.
En relación con este postulado elemental, se habla de crear espacios privilegiados -santuarios-, libres de conexión: colegios, reuniones profesionales, ámbitos familiares; de preservar tiempos de pausa, de intimidad, ajenos a la intromisión digital; de realizar tareas de “pedagogía”, de explicación activa sobre el uso correcto de los medios electrónicos y sobre los negativos efectos que la sobreexposición a su tentador influjo puede acarrear; o de, en fin, promover iniciativas de “deceleración” en las conversaciones, en la información, en el consumo, en los hábitos cotidianos, en las prácticas sociales (Patino sugiere, entre otras propuestas, establecer media hora de lectura obligatoria en la escuela). Todo ello con la intención de “reconstruir” entre todos un modelo de sociedad digital -el que intuían originariamente sus creadores, cargado de utopía y humanismo- que aproveche las fecundas oportunidades que propicia la tecnología e impida que las plataformas lo organicen a su depredador antojo. A no ser, concluye el autor, que queramos una vida poblada de humanos de mirada hipnótica que, encadenados a sus pantallas, ya no sean capaces de mirar hacia arriba.
Una de las citas iniciales del libro recoge un fragmento de la letra, muy apropiada al objeto tratado, de Hotel California, el clásico de los Eagles: Last thing I remember, I was running for the door I had to find the passage back to the place I was before Relax, said the night man, we are programed to receive You can check out any time you like but you can never leave. Ella ha de ser, pues, inevitablemente, la canción que acompañe hoy esta reseña.
La civilización de la memoria de pez
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