MIGUEL DELIBES. LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA
JAVIER GOÑI. CINCO HORAS CON MIGUEL DELIBES
JESÚS MARCHAMALO. DELIBES EN BICICLETA
(Una vez más, la calidad de las grabaciones -en ambos formatos, audio y vídeo- está muy lejos de ser digna. Las dejo aquí, pese a todo, confiando en que la benevolencia de los escasos oyentes que aún siguen el programa pueda disculpar las muchas deficiencias)
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de libros que se emite desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca. El próximo 17 de octubre, dentro de solo tres días, pues, se cumplirán cien años del nacimiento de Miguel Delibes, uno de los grandes escritores españoles del siglo XX. Delibes dejó a su muerte en marzo de 2010, hace ya una década, una vasta obra literaria, sobre todo novelas, pero también ensayos, artículos periodísticos, libros de viajes y de caza, de la que era un encendido aficionado y un apasionado practicante. Miembro de la Real Academia Española de la Lengua, Premio Cervantes y Príncipe de Asturias de las Letras, Premio Nacional de Literatura, Premio Fastenrath, Premio de la Crítica… por citar solo los principales, Doctor honoris causa por diversas universidades, fue, además de muy respetado por la crítica, un escritor muy leído, con una notable repercusión pública, muy popular incluso, con muchos de sus libros convertidos en best-sellers, favorecidos, bastantes de ellos, por la constante traslación al cine de su obra. Títulos como El camino, Los santos inocentes (reeditados hace unos meses con prólogos de Sergio del Molino y Manuel Vilas, respectivamente), El disputado voto del señor Cayo o Las ratas, entre otros, conocieron un sobresaliente éxito en su doble versión, literaria y cinematográfica. También Retrato de familia, una adaptación de su novela Mi idolatrado hijo Sisí, o La guerra de papá, basada en El príncipe destronado, llenaron en su día las salas. Y de todos son conocidas obras como El hereje, su último gran éxito, Premio Nacional de Literatura en 1988, Diario de un cazador, que obtuvo el mismo galardón en 1955, o Cinco horas con Mario, que en montajes y etapas diferentes se ha representado en los teatros de todo el mundo desde 1979, en que se llevó por primera vez a las tablas con la inolvidable interpretación de Lola Herrera.
Mi particular celebración del centenario no tendrá, sin embargo, a ninguno de los títulos citados como centro, sino a otra de las obras del vallisoletano, quizá de no tan notorio alcance popular. Hoy voy a hablaros de la primera novela de Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada, con la que obtuvo el Premio Nadal en enero de 1948. Quiero aprovechar la ocasión para recomendaros también la lectura de otros dos libros de reciente aparición, provocada, claro está, por el aniversario, que tienen a Delibes como protagonista. Cinco horas con Miguel Delibes es una larga entrevista del crítico y periodista cultural Javier Goñi con el autor castellano. Publicada por primera vez en 1985, la editorial Fórcola la reeditó en enero de este año, con alguna ligera incorporación añadida ahora respecto a la versión original. Además, interesa también el librito, delicioso, de Jesús Marchamalo, Delibes en bicicleta, que ha visto la luz hace unos meses en Nørdica Libros con graciosas ilustraciones de Antonio Santos, muy bellas.
La razón por la que -descartando la opción más previsible, que me llevaría a haber elegido para mi reseña de hoy algunas de las grandes obras de Miguel Delibes, El hereje, El camino, La hoja roja o Los santos inocentes, magistrales y que yo leí con entusiasmo en su momento- he preferido ocuparme ahora de La sombra del ciprés es alargada es un poco azarosa y tiene su origen en el confinamiento impuesto por el coronavirus. Por circunstancias personales tuve que pasar las semanas de aislamiento en Vigo, en la que había sido la casa de mis padres, ahora, desde la muerte de ambos, prácticamente cerrada. En esos días interminables, sin libros que “llevarme a la boca” (hasta que, por fin, pude encargarlos por internet) repasé ansioso los estantes de la biblioteca familiar, exigua pero para mí entrañable, en la que yo me había sumergido en mi adolescencia. Ahí apareció -en realidad reapareció- una selección de los primeros premios Nadal, que mi padre compró puntualmente a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, como acreditan en sus guardas la fecha y la firma de mi progenitor, por entonces aún entusiasta o voluntarioso lector (aunque tengo la impresión, que ya no podré corroborar, que la destinataria de aquellos libros puntualmente adquiridos era, en realidad, mi madre). El galardonado en 1955, El Jarama, ya no estaba entre los conservados, el interés literario de mi padre ya para entonces decaído o volcado en otras preocupaciones. Sí estaban, en cambio, todos en sus estupendas ediciones de la colección Áncora y Delfín de la barcelonesa editorial Destino, ya un poco ajadas y con las páginas amarillentas, aunque conservando la encuadernación en tela y el amable formato, Nada, de Carmen Laforet, Viento del Norte, de Elena Quiroga, Nosotros, los Rivero, de Dolores Medio, Siempre en capilla, de Luisa Forellad (mujeres todas, ¡y en pleno franquismo!), La muerte le sienta bien a Villalobos, de Francisco José Alcántara, y la ópera prima de Delibes que ahora quiero comentaros, de cuya lectura casi infantil guardo escasos recuerdos.
La sombra del ciprés es alargada es, a mi juicio actual de adulto, una muy notable novela, calificación que no dudo en elevar a sobresaliente si consideramos que es el debut literario de un autor que la escribió con solo veintisiete años. Con dos partes bien diferenciadas (Delibes reniega de la resolución que en su momento dio a la segunda, como confiesa en su conversación con Goñi), el libro nos presenta a Pedro, un niño de apenas diez años, huérfano de padre y madre, de los que no guarda recuerdo, que es conducido por su tío, que no puede hacerse cargo de él, a Ávila, en donde quedará a cargo de don Mateo Lesmes, un maestro, con una austera y despojada visión de la vida, que lo acogerá en su casa, con su familia, proporcionándole un hogar y una educación a cambio de una compensación económica que sufragará su pariente, deseoso de librarse del niño. Ambientada en el primer cuarto del siglo pasado (hay, que yo recuerde, dos “dataciones” temporales en el libro, una alusión a un periódico madrileño, el ABC -hace tiempo que sale en Madrid un periódico nuevo-, cuya fundación es de 1903; y la presencia de una guerra -quizá la civil española- en algunos episodios de la segunda parte de la obra, con el muchacho ya en su bien avanzada juventud), la novela nos lleva, siempre de la mano de Pedro, que la narra en primera persona, a conocer, de entrada, el microcosmos abulense del niño -don Mateo, su esposa doña Gregoria, su pequeña hija, Martina, el amigo Alfredo que, a poco de su llegada, arribará también a la sombría (en todos los sentidos) vivienda del maestro en condiciones similares a las de nuestro protagonista-; aunque, sobre todo, nos permitirá introducirnos en la compleja, afligida y temerosa conciencia del chico -precoz para un niño de diez años-, moldeado intelectual y sentimentalmente, a falta de otras influencias, por el recalcitrante pesimismo de su tutor. En la segunda parte, Pedro, que ha abandonado Ávila para completar en Barcelona sus estudios en la Escuela de Náutica, saldrá del estricto caparazón que lo constriñe en la ciudad castellana, comenzará a vivir su vida, viajará por el mundo como capitán de barco, conocerá a una mujer, Jane, en Estados Unidos y…
Y si dejo en suspenso la continuación de la trayectoria vital del personaje no es solo por evitaros el desentrañamiento de algún hecho sustancial en la trama argumental de la novela, en el fondo no demasiado relevante (pese a que los haya, y de trascendencia) sino, sobre todo, porque, como ocurre tan a menudo, no son los acontecimientos “externos” narrados lo que importa en el libro, sino el transcurrir interior de la personalidad de su protagonista, más aún en una obra marcada por un destacado carácter filosófico, que ahonda en las profundidades del pensamiento, en los vericuetos reflexivos, en los conflictos psicológicos, en la oscura visión del mundo, en la angustia existencial, en las turbulencias intelectuales del malhadado Pedro.
Dos son los elementos fundamentales del libro sobre los que quiero ahora llamar la atención: lo singular de su estilo, muy depurado ya en un escritor tan joven, y la sugerente propuesta temática, que refleja las tesis del autor.
Desde el punto de vista formal, la novela es magnífica aunque ciertamente inusual. Y es que la prosa de Delibes en La sombra del ciprés es alargada es muy literaria, muy culta, estilizada y artificial, muy elaborada y hasta ampulosa, algo anacrónica, lo cual contrasta con los registros coloquiales, el habla popular, la sencillez y el despojamiento, la nitidez y la “limpieza” más presentes en el cuerpo principal de su obra posterior y que constituirán las señas de identidad de su literatura, por las que ha llegado a ser reconocido y valorado. Aquí, en cambio, la voz narradora -y la de todos los personajes, que se mantienen en un registro lingüístico idéntico, extraordinariamente intelectual- es la de un filósofo, la de un profesor universitario, la de alguien que se sitúa -inconscientemente- por encima de su lector, no a su lado, alguien que, en cierto modo, “enseña”, alguien que articula su pensamiento con precisión, adentrándose en los recovecos de las ideas, analizándolas, matizándolas, desmenuzando sus más sutiles pormenores (Nuestra vida en esta época tampoco se caracterizó por la variedad. Alfredo y yo nos movíamos coaccionados por los actos ya vividos. Hallábamos en esta conducta iterativa un encanto superior al hecho de disfrutar lo no frecuente, lo extraordinario, lo excepcional, a no ser que esto, por su carácter relevante y atractivo, nos animase a dejar con gusto la distracción cotidiana). Su adjetivación es ya, pese a su juventud, brillante (Era un vaso de una leche pastosa, sincera, espléndida), su expresión, algo abigarrada, retórica (Encauzado el verano por unas veredas tan uniformes se nos fue como una ilusión, cuando casi no habíamos empezado a saborearlo. Me acordé de mayo y de cómo había pensado entonces que las vacaciones estivales eran una cosa a la que apenas si se les veía el fin. Transcurridas ya, empecé a darme cuenta de que nada hay largo en la vida por muy largo que quiera ser. Había vaciado un año de mi existencia desde el día que mi tío me llevara a casa de don Mateo a bordo de una carretela descubierta. De entonces acá me quedaba la huella de unos cuantos días, muy pocos, que destacaban sobre la uniformidad de los demás con características peculiares. Opiné, para mis adentros, que si la vida normal se componía de otras sesenta unidades como ésta, tenían mucha razón los que afirmaban que la existencia era un soplo, el transcurso fugaz de un instante, una realidad que sólo daba tiempo para meditar que, aun pareciéndonos mentira, ya habíamos vivido la vida que nos correspondía), el léxico erudito, refinado, abundante en vocablos cultos, hoy desusados, probablemente también en 1947: undísono, matrera, bore, mesmedad, desmarrido, lene, acítara, flébil, ínsitas, ostial, desdejado, subitáneo, entre otros muchos (El rigor léxico de Delibes aparece de manera notoria en las conversaciones con Javier Goñi, cuando glosa el uso que él mismo hace de “lúdicra” para señalar: otros dicen lúdica, pero en realidad es lúdrica, es mucho más fea la palabra, pero es así; lo que suscita la inevitable réplica de su interlocutor: Pones cara de académico; y su contrarréplica inapelable: Sí, sí, pero es lúdrica, que conste). Hay usos nominales que aparecen como trasnochados para el lector actual y que al de hace setenta años le provocarían una cierta sensación de distancia, de, insisto, hallarse en presencia de una académica y quizá pedante prosa profesoral: substancia, obscuridad, substraer. Llaman la atención los muy vallisoletanos leísmo y laísmo, constantes en todo el texto (“abracé al animal izándole con cariño”; “sus palabras se habían volcado sobre mi ser, empapándole como si fuese una esponja”; “la advertimos”) y un par de errores ortográficos -en mi edición del 48, aunque corregidos en las actuales- en la insistente acentuación de “fue” y en la uve de “estiva”. El principal problema formal es, no obstante, la ya reseñada uniformidad en la expresión de todos los personajes: los niños de doce años, los adultos con formación, las sirvientas casi analfabetas, los mendigos de la calle, los sencillos marineros embarcados, todos hablan como si fueran catedráticos universitarios. Una evidente limitación objetiva que, sin embargo, no supone un especial hándicap para el lector, al comprender este, muy pronto, que La sombra del ciprés es alargada es una novela de tesis y que, como tantas otras veces sucede en una primera obra, el autor se ve en la “necesidad” de comunicar, por todos los medios, su mundo interior, su personal visión de la existencia, todo lo que, a esas edades, “se lleva dentro” y pugna por brotar.
Y es que la novela es, en efecto, más allá de su argumento -un leve hilo conductor-, un vehículo para la transmisión de las ideas y opiniones del juvenil Delibes, reflejadas en el a menudo muy sentencioso Pedro. El libro, que podríamos calificar, casi, de “metafísico”, está así repleto de cavilaciones y análisis introspectivos sobre la amistad, el compromiso, la entrega, el deseo, la conformidad y la expectativa, la aceptación y el sufrimiento, la ilusión y la pérdida, la felicidad terrenal y la gloria eterna, la vinculación con el mundo y el “desasimiento” de él, la imposibilidad del amor y la omnipresente realidad de la muerte, cuestiones todas que apelan, claro, al cuestionamiento radical del sentido de la vida por parte del protagonista. Miguel Delibes confiesa reiteradamente -lo hizo en una entrevista de 1966, lo vuelve a subrayar en la conversación con Javier Goñi- que hay una serie de motivos o ambientes que se reiteran en mi producción: muerte, infancia, naturaleza y prójimo; para precisar más adelante: en ellos se centra mi preocupación -muerte, prójimo- o mi vocación -naturaleza, infancia. En el caso de esta su primera novela, son, sobre todo, la muerte, la infancia y la relación con el otro, la dimensión social de nuestra personalidad, los temas que ocupan la mente de Pedro. La presencia de la naturaleza, que en la obra posterior del vallisoletano será una constante, con su combativo mensaje ecologista, es aquí meramente residual o, al menos, lo es en relación con esa vertiente “luchadora” y de abierta y explícita reivindicación de los sencillos valores de una vida natural que se pierde y de la preservación del medio ambiente que aflorará en otras de sus creaciones.
Pedro es, y a ello contribuye el que desde los diez años reflexione con la gravedad de un académico, un “niño viejo”. Su soledad, su falta de raíces y, ya se ha dicho, la influencia de su mentor, lo hacen obsesionarse con la muerte, no solo en su manifestación física material -la desaparición de la vida biológica, del cuerpo- sino en su expresión simbólica y espiritual: el paso del tiempo y la existencia como pérdida constante, como permanente abandono de lo que nos conforma, el carácter finito de todo lo que nos rodea, las personas, los afectos. Su pensamiento, conformado desde los doce años a partir de las enseñanzas de don Mateo, se resume en una constatación primaria: en tanto que la muerte acecha inexorablemente -más o menos lejana de nuestro acontecer presente-, y con ella el fin de todos nuestros afanes, la consunción de cuanto hemos construido, el olvido, la caducidad, la finitud, la extinción de lo que somos, de nuestros anhelos, de nuestras posesiones, de nuestros logros… lo sensato es, entonces, no crear vínculos con nadie ni con nada, despegarnos de las cosas y de las personas, no “tomar” para así no tener que “dejar”. El desasimiento, la renunciación, el retraimiento, la desconexión del mundo, la ausencia de todo afán, la eliminación del deseo, el aislamiento, la misantropía, la falta de compromiso se constituyen así en el norte que guiará los pasos del protagonista, que aspira a desarrollar su individualidad propia y primitiva sin necesidad de echar mano de recursos extraños a sí. Y para ello Pedro renuncia incluso, y sobre todo, al amor, porque, ¿para qué permitir que brote la atracción que nos lleva hacia otra persona, para qué estimularla, para qué dejarse arrastrar por su tentación, para qué crear una comunidad de sentimientos, para qué la unión con alguien si fatalmente uno de los dos ha de enterrar al otro? Desde muy joven, herido por la experiencia de una muerte cercana -que no quiero desvelar-, construye un cuerpo teórico, y una aplicación práctica, que lo lleva a rehuir las relaciones personales, a evitar profundizar en “el alma” de quienes tiene más cerca y a quienes le unen ciertos afectos, a huir de toda afinidad, a hundirse -y la connotación negativa que entraña el término es voluntaria por mi parte- en una vida autónoma, obscura, huraña. El mundo rebotaba en mí; ni yo pasaba de su costra ni él rebasaba la superficie de mi piel. Delibes conforma así una suerte de metafísica del desasimiento, de cuyos postulados básicos puebla las reflexiones de su personaje. Quedarse en poco; Al tener acompaña el temor a perderlo, que ocasiona tanta intranquilidad como el no poseer nada; No querer nunca a nadie más porque le daba miedo; Vivir es ir perdiendo.
Detrás de esta vida despojada, de esta visión pesimista y oscura de la existencia (Profundizaba más sobre las cosas y me martirizaba con posibles penas venideras, frecuentemente sin razón alguna), de este nefasto transcurrir de los días en el abatimiento y la desdicha, está, claro, la muerte, el gran tema de La sombra del ciprés es alargada, presente ya en el título (en el libro hay toda una teoría acerca de la innegable relación existente entre los hombres y los árboles; entre el aspecto externo de los árboles y la conformación del alma de los hombres: la sombra del pino es redonda, acogedora, protectora, benéfica, vital; la del ciprés es afilada, corta como un cuchillo, amenaza, hiere, lleva consigo el anticipo de la muerte: Me percaté de que hay temperamentos que parecen agujas y temperamentos que parecen dedales. Temperamentos incisivos y temperamentos receptores. Imaginé que una sombra determinada cobija a los hombres en la vida lo mismo que en la muerte. Adiviné que la sombra que a mí me cruzaba el corazón era alargada y fina como la de un ciprés).
La vida de Pedro es una estéril lucha por sobreponerse a la lúcida -y a la vez equivocada- visión que lo aflige: Ahora veía que la muerte lo llenaba todo en el mundo con su vacío desolador. Racional hasta el delirio, solitario y fatalista, indiferente y apático, determinista y amargado, escéptico y temeroso de la vida, incapaz para la felicidad (Yo me era a mí un desdibujado misterio, un confuso remolino en el seno del cual giraba vertiginosamente mi propia conciencia. Me poseía un raro sentimiento de nebulosidad que me vedaba conceptuarme de una manera positiva, convincente y radical), la aparición de Jane, el reconocimiento del irracional y poderoso impulso que lo atrae hacia ella, agitará su conciencia y lo llevará a un punto de inflexión en su vida, cuya resolución prefiero no adelantaros.
De algunos de estos rasgos presentes en la obra primera de Delibes -y de muchos más-, en particular de la obsesión por la muerte que lo angustiaba en su infancia, se habla en Cinco horas con Miguel Delibes, el libro de Javier Goñi que acaba de reeditar Fórcola. En enero de 1985, en cinco horas más o menos estirables, como de reloj daliniano, una por tarde, de lunes a viernes, el periodista mantuvo con el escritor, en su casa de Valladolid, unas sustanciosas conversaciones que presentó en libro, en otoño de ese mismo año, en una pequeña editorial hoy desaparecida, Anjana Ediciones. Con un nuevo prólogo y un nuevo epílogo de 2020, que se añaden a los ya presentes en el volumen primitivo, el libro, que incluye las reproducciones de algunas páginas mecanografiadas de su original, con las correcciones a mano de Delibes, y se cierra con una completa bibliografía del vallisoletano y un índice onomástico de las personas citadas en la entrevista, se organiza en torno a los ejes temáticos que, con una cierta flexibilidad, centraron cada una de las horas de charla. Así, en el jugoso diálogo, seguiremos al escritor en el repaso de su infancia y sus inicios literarios, con los recuerdos del Valladolid de los años veinte, los juegos en el Campo Grande, el padre cazador y el abuelo francés, su inicial interés por el dibujo y la pintura y sus primeros pinitos como caricaturista, sus lecturas adolescentes y juveniles, sus estudios de Comercio, su incorporación como redactor al El Norte de Castilla, la guerra civil, su matrimonio, los hijos, su oposición a la plaza de catedrático de la Escuela de Comercio, la obtención del Premio Nadal y el impulso definitivo a su carrera literaria. En la segunda hora, Con la escopeta al hombro por los campos de Castilla, comparecen la caza y el estrecho vínculo del escritor con el mundo rural, y el comentario sobre sus novelas más conocidas situadas en ese entorno, Diario de un cazador, Los santos inocentes, Las ratas, El disputado voto del señor Cayo. La tercera sección repasa su carrera como periodista, cuya etapa más significativa coincide con su dirección en El Norte de Castilla; en 1976 rechazaría, a causa de la reciente muerte de su mujer, el ofrecimiento que se le hizo para dirigir El País. Sus opiniones políticas, marcadas por su condición de burgués, liberal, progresista y provinciano, como se definía, afloran en el penúltimo capítulo del libro, en el que habla de los temas que preocupaban en el presente en que tuvo lugar la entrevista: la incorporación a la OTAN, su oposición al franquismo, los problemas con la censura, su relación con el Rey Juan Carlos, también sus viajes y los libros que escribió sobre ellos. Por último, la quinta hora, que Goñi titula, muy significativamente, Un ecologista en un mundo que agoniza, recoge la preocupación, muy vigentes aún hoy día, treinta y cinco años después, por el deterioro del medio ambiente, por la destrucción de la naturaleza, por el acelerado modo de vida del ser humano actual que, de continuo, olvida sus raíces, todo ello entre apuntes y explicaciones sobre la presencia de estos temas en sus libros.
Algunos de los episodios en los que de un modo u otro está presente la bicicleta, que el escritor desgrana en las cinco horas de amistosa charla con Javier Goñi son recreados también por Jesús Marchamalo en Delibes en bicicleta, un muy breve libro -apenas veinticinco páginas de texto en dieciseisavo, descontadas las preciosas ilustraciones de Antonio Santos- que publicó Nørdica hace unos meses. Y así, en un relato amable, entrañable, cercano, muy tierno y afectuoso, Marchamalo, que es el comisario de la exposición sobre el escritor, en la Biblioteca Nacional, dentro del Año Delibes, una iniciativa de la Fundación Miguel Delibes para este 2020, prevista para el mes de marzo y pospuesta a septiembre a causa de la pandemia, repasa algunas reveladoras anécdotas de la vida del autor de La sombra del ciprés es alargada: El Quijote que el padre lee cada verano; los curiosos procedimientos con los que el progenitor enseña a nadar y montar en bicicleta al niño; las enseñanzas del abuelo francés, sobrino lejano del músico Léo Delibes, sobre todo dos rasgos de la educación francesa que heredará Miguel: el amor por la naturaleza y la exaltación de la vida al aire libre; la permanente huida, también en bicicleta y aún de chico, de los guardias de la porra, por la doble irregularidad en la que incurría en sus pedaladas, al viajar tres hermanos subidos al artefacto y al no haber pagado el padre la tasa municipal sobre vehículos de dos ruedas; el enamoramiento de su mujer y la romántica visita a la familia de ella, en un viaje, también en su predilecto y muy ecológico medio de transporte, desde Molledo, en donde veraneaba él, a Sedano, donde lo hacía ella, más de cien kilómetros de abnegado esfuerzo; el inusitado modo en que se enteró de la concesión del Premio Nadal, pues antes de que se diera a la luz pública la decisión del jurado, él lo supo como periodista en la redacción del Norte de Castilla; la visita a Pío Baroja; el discurso de recepción del Premio Cervantes; para terminar, en una despedida conmovedora, con el recorrido que sus hijos y nietos siguen haciendo año tras año, cada verano, por supuesto en bicicleta, entre Sedano y Molledo, recordando aquel viaje del abuelo, cuando no era más que un joven enamorado, delgado y cantarín. Con la primera pedalada todos gritan al unísono, cuenta Marchamalo, poniendo fin a su nostálgica y cariñosa evocación, ¡Aúpa, Delibes!
Para completar esta ya muy larga reseña, os dejo, no sin antes recordar que hay una película de 1990, de título idéntico al del libro, dirigida por Luis Alcoriza y Emilio Gutiérrez Caba y Fiorella Faltoyano en los papeles protagonistas, con un cuplé, Frou frou, compuesto en París en 1897, y que os ofrezco ahora en la versión francesa de 1930 interpretada por Berthe Sylva. La pieza, en español (Frú, frú, frú, frú, hermosa cupletista… Estoy, frú, frú… loquito por tu amor) la canta y la toca al piano la pequeña Martina en la novela que hoy os he presentado.
Un día pasamos por los Deanes y nos encaminamos al cementerio. La tarde, soleada y tibia, se dejaba mecer por la brisa acariciadora que a soplos fugaces bajaba de la Sierra. Al dejar atrás la ciudad me empapó un frenético deseo de vivir mil años aferrado a este día, a este minuto, a este instante. Seguramente preveía para mi ser un futuro muy amargo cuando con tan poco me conformaba. Los chopos a ambas orillas del paseo prestaban refugio a millares de gorriones que se perseguían entre las ramas. A derecha e izquierda el campo se coronaba de crestas de granito que a veces, en virtud de una casual aglomeración, adquirían la prestancia de arcaicas ciudades destruidas. Conforme disminuía la distancia que nos separaba del camposanto se incrementaba el intenso golpear de los canteros contra la piedra. (Con parsimonia daban forma geométrica a un pedrusco de granito con la luctuosa idea de que en su día sirviese para poner frontera entre un muerto y los que detrás le supervivían. Pensé que son muchos los vivos que viven a costa de los muertos; que sobre sus desechos carnales hay muchas industrias establecidas, aupadas por la fatalidad del desenlace). Al descender una suave ondulación del terreno, que imperceptiblemente habíamos ascendido, me di cuenta de que la ciudad desaparecía de nuestra vista. Diríase que los vivos nada querían saber de los muertos, ni los muertos de los vivos; deseaban ignorarse mutuamente, habitar cada cual su zona de aislamiento. Aprecié en la actitud de los vivos un punto de feroz egoísmo, un comportamiento desaprensivo y suicida. Convenía, a mi entender, a los vivos tener siempre presentes a los muertos para asimilar y aprovecharse de la experiencia acumulada en sus cuerpos en descomposición. Los muertos siempre sabrían algo más por el simple hecho de haber vivido ya. Sus lecciones podrían tener un contenido de escarmiento para los que quedasen detrás. Vi a lo lejos una arboleda surgiendo junto a una tapia, la cual daba acceso a su interior por una alta verja de hierro. Era el cementerio. Contra mi rostro chocó una vaharada de indecible paz; la paz augusta, ininterrumpida, de los muertos. Imaginé la algarabía que existiría detrás de aquel paredón, de ser vivos en vez de muertos los que allí se albergaban. Ya más próximos leí arriba de la verja la inscripción «Cementerio Católico».
Había ya debajo de la arboleda de la entrada un penetrante olor a pino a pesar de no ser pinos los árboles de la arboleda. Me pasó por la imaginación la idea de que los cuerpos en corrupción podrían exhalar este olor y sentí náuseas. Luego, dentro ya del cementerio, observé que los pinos estaban allí en fraternal camaradería con los cipreses, cobijando bajo sus sombras las losas grises de las tumbas. Era la primera vez que entraba yo en un camposanto y la simétrica manera de esparcirse las moradas de los muertos me llamó poderosamente la atención. No era que yo hubiese supuesto otra cosa, sino que me impresionó que se observase para con los cadáveres una disciplina tan austera, tan rígida, como si el lugar de su descanso fuese un campamento militar. Sobre mis espaldas empezaba a pesarme el calor de la tarde. El camino había sido largo y la temperatura primaveral se hacía excesiva después del ejercicio. Avanzábamos por el paseo principal y a izquierda y derecha se alineaban los panteones y las tumbas. Gravitaba sobre mi ánimo en aquellos minutos una impresión definida que tan pronto me parecía de una paz con ausencia de todo, como de agobio y fatiga espiritual. Algunas tumbas estaban circundadas por combadas cadenas sujetas a unos prismas de granito en las esquinas. No sé qué me daba pensar que allí debajo, entre los primeros estratos de tierra, existiría un osario impresionante de despojos humanos: fémures, tibias, cráneos pelados, cuerpos en semiputrefacción… Y todos aquellos huesos habían un día formado parte de un cuerpo armonioso, pleno de vigor y movimiento. Y seguramente habrían penetrado también alguna vez en el refugio de los muertos anteriores a ellos impregnados del mismo sentimiento, mezcla de repugnancia y respeto, que ahora me invadía a mí.
Videoconferencia
Miguel Delibes. La sombra del ciprés es alargada
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