MICHEL DESMURGET. LA FÁBRICA DE CRETINOS DIGITALES
Hola, buenas tardes. Cerramos hoy, con octubre casi terminado y dejado atrás ya el atípico comienzo del curso 2020-2021, la serie dedicada a la educación que en las últimas semanas ha protagonizado las recomendaciones de Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Con el paréntesis dedicado a conmemorar el centenario de Miguel Delibes, en el último mes han visto la luz algunas interesantes obras que nos han ayudado a reflexionar sobre las controversias que en este agitado siglo XXI rodean a la enseñanza y al mundo educativo en general. Así, os he recomendado, pues su lectura es sin duda fructífera, el por ahora último libro de Gregorio Luri, La escuela no es un parque de atracciones; dos breves, enjundiosas e indispensables obras de Nuccio Ordine, La utilidad de lo inútil y Clásicos para la vida; y, la semana pasada, el lúcido estudio de Bruno Patino, La civilización de la memoria de pez. Le toca el turno ahora a un ensayo demoledor, una sólida diatriba, rigurosa y apabullante, contundente y encendida, llena de bien razonados argumentos que alertan de los males que el “consumo” abusivo de pantallas provoca en el desarrollo emocional, cognitivo y de salud de los niños y los adolescentes, y en el que se subrayan las perniciosas consecuencias en muchos ámbitos, en particular en el rendimiento escolar, de la sobreexposición de los jóvenes actuales a la “dulce” y engañosa tiranía de los dispositivos electrónicos. Se trata de La fábrica de cretinos digitales, un título explícito y provocador para el aclamado libro de Michel Desmurget, doctor en neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia. Desmurget, cuyo libro no ha parado de multiplicar sus lectores desde su aparición, habiendo obtenido en el país vecino el prestigioso premio Femina, es autor de una amplia obra científica y de divulgación (que abarca estudios sobre las neuronas espejo, la influencia de la televisión en el cerebro y los nocivos efectos de las dietas de adelgazamiento, entre otras publicaciones) colaborando en su ya extensa carrera con reconocidos centros de investigación como el MIT o la Universidad de California. El libro, que apareció en Francia en 2019, ha visto la luz en España a finales de este verano, en el seno de la Editorial Península y en traducción de Lara Cortés Fernández.
El primer aspecto a destacar de mi sugerencia de esta tarde es el impresionante aparato teórico con el que se presenta La fábrica de los cretinos digitales. A diferencia de otros textos divulgativos similares, en los que las opiniones o las ideas personales del autor afloran sin más fundamento “objetivo” que sus propias creencias y algunas escasas (y dudosas) referencias más o menos científicas, en la obra de Desmurguet se percibe de inmediato la sólida formación académica del autor que se refleja en las más de dos mil notas que incorpora a su libro y que se recogen en casi cien de sus cuatrocientas cincuenta páginas, dedicadas a una exhaustiva bibliografía final. No hay apenas afirmación alguna en el libro que no se sustente en un estudio, investigación, artículo o experimento documentados. Desde fuera, para la mirada forzosamente ignorante del profano, el autor parece haber agotado cuanto análisis previo haya podido publicarse sobre cualquiera de los temas de los que se ocupa. Con toda la prevención, insisto, derivada de la condición de inexperto de quien se acerca a la obra, el lector tiene la impresión, en su transcurso y, sobre todo, a su término, de que no caben discusiones posteriores, de que el asunto principal del libro está ya definitivamente agotado, cerrado el debate, hasta tal punto es completo el escrutinio de Desmurguet en la bibliografía existente y es profunda, minuciosa e indiscutible la solvencia de sus tesis.
Podría pensarse que la profusión de notas, la abundancia de referencias, la casi constante remisión del texto a las fuentes en las que se basa, convertirían al libro en un sesudo, denso, árido y casi inextricable tratado científico, de ardua lectura y engorrosa “digestión”. Nada más lejos de la realidad. El lector avanza fascinado por las páginas del libro, pues el estilo de su autor es muy claro y sencillo, notable su capacidad pedagógica y muy amena y accesible su prosa. Además, salvo que se esté interesado en profundizar en la materia que se presenta a nuestro examen, la consulta de las notas no es necesaria, por lo que pueden obviarse sin merma alguna de la inteligibilidad del texto y sin limitación de ningún tipo en la cabal comprensión del combativo “mensaje” que encierra. Hay, además, un recurso frecuente a la ironía y el humor, lo cual, junto con un ligero coloquialismo, ocasional, en la expresión y el uso de un tono cercano con el lector, que a veces llega incluso a ser interpelado por el autor, hacen de la lectura de la obra una experiencia muy grata… además de sumamente instructiva.
La tesis que sostiene Desmurguet puede formularse de un modo muy tajante y categórico, tal y como él mismo la plantea en un libro cuyas primeras frases son ya muy nítidas y elocuentes: El consumo de dispositivos digitales —en todas sus formas: smartphones, tabletas, televisión...— durante el tiempo de ocio es absolutamente brutal entre las nuevas generaciones. La prueba “de cargo” que justifica tal aseveración -y su radical calificación: absolutamente brutal- la proporciona al poco el neurocientífico: A partir de los dos años de edad, los niños de los países occidentales se pasan casi tres horas diarias de media delante de las pantallas. Entre los ocho y los doce años, esa cifra asciende hasta alcanzar prácticamente las cuatro horas y cuarenta y cinco minutos. Entre los trece y los dieciocho años, el consumo roza ya las seis horas y cuarenta y cinco minutos. Si lo expresamos en términos anuales, estaríamos en torno a mil horas en el caso de los niños de educación infantil (es decir, más tiempo del que pasan en el colegio durante todo un curso), a mil setecientas horas en el de los alumnos de cuarto y quinto de primaria (o sea, dos cursos) y a dos mil cuatrocientas horas en el de los estudiantes de secundaria (dos cursos y medio). Si lo expresamos en proporción al tiempo diario en que los menores se encuentran despiertos, estaríamos hablando, respectivamente, de una cuarta parte, de una tercera parte y de un 40 % de su jornada (en todos los casos, el enfático pero necesario subrayado es mío, ASS).
El estudio de las causas y los efectos de las circunstancias que conducen a esos escalofriantes datos lleva a Desmurguet a una conclusión igualmente dramática: frente al masivo entusiasmo con el que la ciudadanía en general y ciertos expertos en particular -psiquiatras, médicos, pediatras, sociólogos, miembros de diversos grupos de presión, políticos, gestores de lo público, responsables educativos, empresarios, periodistas, profesores- acogen el fenómeno de la digitalización progresiva del estudio, el trabajo y el ocio de nuestros jóvenes, las investigaciones más solventes, en un modo que roza la unanimidad (sorprendentemente, pese a la apariencia generalizada en sentido contrario), advierten de que no solo el desmesurado abuso, sino el uso excesivo que revelan esos datos causa daños muy graves tanto para los niños como para los adolescentes. Todos los pilares del desarrollo, leemos, se ven afectados: lo somático, con consecuencias sobre el cuerpo, la maduración cardiovascular, el desarrollo de obesidad o el insomnio, pues la luz de las pantallas influye en la secreción de la hormona del sueño; lo emocional, con efectos como el aumento de la agresividad o la depresión; lo cognitivo, con consecuencias que afectan al desarrollo intelectual, el empobrecimiento del lenguaje, la capacidad de atención o la concentración; e incluso lo académico, pues esa sobreexposición a las pantallas repercute sobre el rendimiento escolar, incluso cuando se trata de actividades digitales hechas en los centros de enseñanza con fines didácticos. La multitarea, los videojuegos, la propia televisión, en las dosis a las que se ve expuesto casi cualquier joven actual, dañan uno cerebro adolescente que es la “víctima” perfecta de este “bombardeo sensorial” constante.
El estudio no tiene, afirma su autor, una intencionalidad política. La denuncia de Desmurguet no pretende “reclamar” a gobernantes y autoridades educativas una determinada regulación relativa al uso generalizado de pantallas y dispositivos electrónicos por parte de los niños y adolescentes. De hecho, no se muestra demasiado entusiasta con la intervención del Estado, ni siquiera ante experiencias como la actualmente vigente en Taiwan, en donde una ley regula la imposición de multas a aquellos padres que dejen utilizar aplicaciones digitales a sus hijos menores de dos años y a los que no limiten el tiempo de uso “razonable” -treinta minutos diarios, como máximo- para sus vástagos entre los dos y los dieciocho años. Su propósito, que confiesa de modo indisimulado, consiste en exponer, sin apriorismos, sin dogmas preestablecidos, sin influencias o deudas ideológicas o empresariales que mediaticen su libertad como investigador, las informaciones científicas más contrastadas e indiscutibles sobre la materia. A partir de ahí, deja que sea el lector, como no puede ser de otro modo, el que actúe en consecuencia conforme a sus propios criterios.
El libro se estructura en dos grandes partes, Homo mediaticus y Homo digitalis, que se desarrollan en tres y cuatro capítulos respectivamente. En el primero de ambos ejes, Desmurguet desmonta contundentemente el discurso hegemónico, en los medios, en las escuelas, en la opinión pública, incluso entre los supuestos expertos, a favor del uso, que esa tendencia dominante considera no solo inocuo sino altamente positivo, de los dispositivos electrónicos. En este frente inicial de su obra, el científico francés desvela tanto la evidencia de que muchos de los análisis de los defensores de lo digital están sesgados por los intereses particulares de quienes los sostienen (vinculados, en muchas ocasiones, a las propias compañías que se lucran con la masiva y generalizada implantación -en las casas, en las aulas, en el ocio- de las pantallas y los artilugios electrónicos), como, sobre todo, la endeblez, la ligereza, la falta de solidez teórica y científica, de periodistas, comunicadores, pedagogos, gobernantes y autoridades que, sin recato, reiteradamente, ofrecen al mundo de manera categórica y taxativa sus supuestamente indiscutibles -pero en el fondo falsos- asertos en pro de la “digitalización” del mundo. La segunda sección del libro se ocupa de repasar (de una manera que al lector profano le parece exhaustiva, pero el autor, más modesto, califica de simplemente profusa) el estado actual de las más solventes investigaciones académicas y científicas sobre los efectos que la “colonización del ocio” de los niños y adolescentes por los medios electrónicos produce en su salud, su comportamiento y su inteligencia.
La primera de esas dos grandes vertientes del libro se abre con un capítulo, Cuentos y leyendas, cuyo título explícito permite aventurar los argumentos que en él se sostienen. Pese a lo que de modo casi unánime aceptan y defienden las creencias colectivas, no hay nada en la literatura científica que abone la idea de que los jóvenes actuales, supuestos nativos digitales, tengan unas especiales capacidades o unas competencias novedosas inducidas por su familiaridad con la tecnología. Entretenerse con videojuegos, deslizar de modo más o menos compulsivo el dedo sobre la pantalla, usar el buscador de Google, escoger entre cincuenta mil filtros en Instagram uno que decore de un modo más cool, más "guay", una absurda foto poniendo morritos ante el espejo, subir a Tik Tok la enésima versión de la -en expresión mía personal- “frenopatic dance” que encandila a los chavales -sobre todo niñas- de doce y trece años, son prácticas, por desgracia de consumo universal, que no desarrollan en los jóvenes ni su creatividad, ni su pensamiento, ni su razonamiento, ni su curiosidad, ni, obviamente, sus “saberes”. Se escandaliza Desmurguet de que siendo nítidas las evidencias en este sentido, no solo los padres y la sociedad en general acepten impertérritos las inconsistentes falacias imperantes, sino que potenciar la digitalización del sistema sea uno de los elementos que orienta nuestras políticas públicas, sobre todo en el ámbito educativo.
En el segundo apartado de este bloque, Palabras de expertos, se recogen, como indica la inequívoca rúbrica, infinidad de declaraciones, pronunciamientos e informaciones que los principales “entendidos” en la materia -sobre todo, como es natural, en el ámbito de las sociedades francesa y norteamericana, pero el fenómeno es claramente extrapolable a nuestro país; incluso, a mi juicio, con mayor intensidad que en otros- vierten en los medios de comunicación. Trabajen para instituciones académicas, en ámbitos oficiales, o se desenvuelvan a título privado, la mayor parte de quienes inundan los platós y copan las portadas de los periódicos tienen una asombrosa capacidad para acumular sandeces, necedades, cambios de parecer, imprecisiones y falsedades. En consecuencia, el autor enuncia estos sesgos de conocimiento, para lo que disecciona con minuciosidad y un alto grado de exigencia las fuentes en las que se basan los autodenominados expertos, discriminando entre las solventes y las inadecuadas, entre las libres y objetivas y las condicionadas por intereses cercanos a los grupos de presión, las consistentes y las disparatadas, las competentes, intelectualmente íntegras e independientes de las insensatas, las engañosas, las abiertamente intoxicadoras o las meramente desinformadas. No ahorra Desmurguet, en uno de los corolarios de este capítulo, sus aceradas críticas a la falta de rigor (en este tema y en tantos otros, desde mi punto de mi vista) de una parte sustancial de la profesión periodística.
El apartado postrero de esta sección, Estudios poco rigurosos, analiza cómo, habitualmente, se “leen” mal los resultados de las investigaciones científicas acerca de las consecuencias del uso de las pantallas. Como hemos podido comprobar, lamentablemente, en estos meses de pandemia, en los que se sucedían, a un ritmo vertiginoso generador, por sí mismo, de los mayores desconcierto e incertidumbre, a la opinión pública se le hace llegar conclusiones en apariencia avaladas por la ciencia que o son contradictorias entre sí o claramente discutibles o manifiestamente erróneas. De ahí la importancia de la tarea, que La fábrica de cretinos digitales encara con prudencia intelectual, profundidad y un escrupuloso respeto a las “verdades” demostradas, de, separando el grano de la paja, dar cuenta de los resultados sólidos de decenas de investigaciones que contradicen los mitos que se difunden por doquier y que acaban por conformar la opinión pública sobre este asunto.
Y es que, en efecto, los valores “establecidos” acerca de los efectos que causa la sobreexposición a las pantallas son, en su mayor parte, claramente falsos, idealizaciones inconsistentes que nada tienen que ver con la realidad que revelan los estudios científicos. La segunda parte del libro se centra en mostrar cuál es esa realidad exponiendo, de manera concluyente, los constatables daños que produce en el cerebro de niños y jóvenes su actual dependencia de los dispositivos electrónicos.
En Usos abusivos (demasiado) habituales, primer apartado de esta sección, se muestra el disparatado uso que hacen los chicos de las actividades digitales lúdicas; se subraya de nuevo que las pantallas merman la inteligencia, frenan el desarrollo del cerebro, arruinan la salud, favorecen la obesidad, alteran el sueño, etc.; se constata la necesidad urgente y la posibilidad real de combatir eficazmente el despropósito imperante en torno al asunto; y, por último, se proporcionan, en ese sentido, dos recomendaciones básicas para preservar la salud de nuestros jóvenes y su desarrollo conforme a parámetros razonables: la total prohibición del uso de pantallas durante el tiempo de ocio antes de los seis años y la restricción a un máximo de una hora (o treinta minutos en una lectura más prudente de lo que recogen las investigaciones) para los mayores de esa edad. El mensaje de Desmurget es todo menos tranquilizador: Hay que ser realmente soñador, cándido, insensato, irresponsable o corrupto para sostener que la orgía de pantallas a la que están expuestas las nuevas generaciones durante su tiempo de ocio no tendrá consecuencias importantes.
El capítulo siguiente, El rendimiento escolar: ¡atención, peligro!, explora las repercusiones escolares y académicas de los modernos hábitos de consumo electrónico. Y ello a partir de dos premisas principales que se demuestran en su transcurso. La primera es que cuanto más tiempo dedican en su vida personal los jóvenes a la televisión, los videojuegos, los móviles y, en general, las redes sociales, peor rendimiento obtienen en los estudios, más empeoran sus calificaciones. Las indudables ventajas que proporcionan las herramientas digitales no compensan, al ser utilizadas de modo desmesurado, sus inconvenientes. La segunda certeza -la literatura científica que la avala aparece, señala el autor, como clamorosa- es igualmente relevante, además de sorprendente, pues choca abiertamente con las ideas preconcebidas que se nos “venden” por doquier: cuanto más invierten los países en tecnologías de la información y la comunicación (las célebres TIC) aplicadas a la educación, más baja el rendimiento de los estudiantes. Así, la tesis que se defiende en el libro, de un modo a mi juicio muy convincente, es que frente a la aceptación acrítica de las ventajas de la digitalización, hasta la fecha, solo hay un factor que haya demostrado ejercer una influencia verdaderamente positiva y profunda en el futuro de los estudiantes: el profesor cualificado y con una correcta formación. Este es el único elemento que tienen en común los sistemas escolares de mayor excelencia del planeta.
Sostiene Desmurget que el casi unánime afán de los gobiernos por digitalizar el sistema escolar no pretende ofrecer un interesante recurso educativo que complemente otros consolidados métodos pedagógicos usados en las aulas, sino que se trata de una estrategia que busca recortar gastos en educación y prescindir del profesorado cualificado. Aquí los planteamientos del libro se hacen aun más radicales (aunque mi experiencia, modesta pero significativa, de cuarenta años de docencia en diferentes ámbitos, las corrobora punto por punto) para subrayar la pauperización intelectual del cuerpo de profesores y la progresiva sustitución de unos docentes de sólidos conocimientos, vasta formación y vocacional entrega a su profesión -unos viejos dinosaurios predigitales- por una pléyade de profesores de saberes poco consistentes, reconvertidos en chispeantes guías, mediadores, facilitadores, directores o porteadores del saber.
Y todo ello “implementado” con una ligereza y una irresponsabilidad más graves aún si se conoce el hecho de que las pantallas no solo limitan las posibilidades académicas de los estudiantes, sino que, además, corroen los tres pilares básicos del desarrollo del niño. En el tercer apartado de esta sección postrera del libro, Desarrollo: la inteligencia es la primera víctima, se estudian los desastrosos efectos que provoca la hiperconectividad en la inteligencia de los jóvenes. Merma de las interacciones humanas; reducción del volumen y la calidad del lenguaje, de la capacidad verbal, de la amplitud del léxico o de las competencias para la escritura; alarmante pérdida de concentración… el panorama que dibuja nuestro neurocientífico es el de un verdadero saqueo intelectual.
Pero no son el rendimiento escolar o la inteligencia de los menores las únicas víctimas de los imprudentes y desatinados hábitos de consumo digital de los jóvenes. Hay, además, y así se constata en el último epígrafe (previo al epílogo) del libro, Salud: una agresión silenciosa, sobrecogedoras consecuencias para la salud física de los niños y adolescentes. Los trastornos del sueño, el aumento de los niveles de sedentarismo y la inducción de prácticas de riesgo -sexo, violencia, alcohol, tabaco- a partir de los “ejemplos” de los contenidos a los que acceden desde el “espacio digital”, constituyen un serio peligro, que no debería ser desdeñado si deseamos un crecimiento saludable de nuestros jóvenes.
La fábrica de cretinos digitales se cierra con unas páginas finales en las que se recogen algunas propuestas de actuación para no resignarse y “resistir” ante el inexorable -solo en apariencia- avance de las “fuerzas tecnológicas”. El libro concluye con Siete normas esenciales que concentran el núcleo de la combativa y, pese a todo, esperanzada propuesta del pensador francés. Antes de los seis años, nada de pantallas; A partir de los seis años, como máximo, entre treinta y sesenta minutos al día (¡en total!); Nunca en el dormitorio; Nada de contenidos inadecuados; Nunca por las mañanas antes de ir al colegio; Nunca por las noches antes de acostarse; y Una cosa cada vez, son los consejos, muy concretos, específicos, aunque no demasiado fáciles de aplicar, que proporciona Desmurguet a padres y educadores, persuadido como está de que menos pantallas significa más vida. E, insiste tozudo, inasequible al desaliento, si todo esto resulta difícil, si sus hijos ponen el grito en el cielo o lo atacan con el hierro candente de la culpabilidad, no olvide lo siguiente: cuando sean mayores le agradecerán que haya dejado espacio en sus vidas para la fertilidad liberadora del deporte, del pensamiento y de la cultura, en lugar de para la esterilidad perniciosa de las pantallas.
Quiero recomendaros, antes de terminar esta reseña, y en paralelo al convincente ensayo del neurocientífico francés, un documental, espléndido, aunque controvertido, que incide en bastantes de los asuntos que se tratan en La fábrica de cretinos digitales. Se trata de The social dilemma, traducido aquí por El dilema de las redes sociales. Estrenado en Sundance este 2020, este documental dramatizado (las entrevistas con antiguos directivos de las grandes compañías de Silicon Valley, profesores y expertos académicos se entrelazan con una historia de ficción, de trama muy ligera y esquemática, sobre un adolescente enganchado a las redes y su familia) dirigido por Jeff Orlowsky, alerta de las prácticas que siguen Amazon, Twitter, Google, Facebook y otros gigantes tecnológicos para, utilizando los avances en inteligencia artificial y las modernas enseñanzas de la psicobiología y la neurociencia sobre el funcionamiento del cerebro humano, capturar la atención de sus usuarios y manipular su comportamiento, en un criminal modo de proceder que amenaza con destruir los fundamentos de nuestra sociedad. Polémico, discutible en alguno de sus aspectos, el film es, a mi juicio, de visionado indispensable y resulta un excepcional complemento a la lectura del libro de Desmurguet.
Extraída, precisamente, de la banda sonora del documental, la canción I put a spell on you (cuya letra, leída en sentido metafórico, encierra un elocuente aviso del oscuro poder de las redes: Te embrujé, porque eres mío. Es mejor que dejes de hacer lo que estás haciendo. Te aviso, ten cuidado, no estoy mintiendo). El tema, un clásico de 1956 que ha conocido decenas de versiones, aparece aquí en la interpretación, magistral, de Nina Simone.
Notas a media asta por culpa del smartphone
Recientemente los científicos han empezado a interesarse también por los dispositivos móviles, entre ellos, lógicamente, el omnipresente smartphone. Esta plataforma de distracción masiva reúne todas (o casi todas) las funciones digitales de ocio: permite acceder a todo tipo de contenidos audiovisuales, practicar videojuegos, navegar por Internet, intercambiar fotografías, imágenes y mensajes, conectarse a las redes sociales, etc. Y todo ello, sin ningún tipo de limitación de tiempo o espacio. El smartphone (literalmente, «teléfono inteligente») nos sigue a dondequiera que vayamos, sin tregua ni descanso. Es el grial de los chupacerebros, el último caballo de Troya de nuestra descerebración. Cuanto más «inteligentes» son sus aplicaciones, más sustituyen a nuestra reflexión y más tontos nos hacen. Ya eligen nuestros restaurantes, clasifican la información a la que podemos acceder, seleccionan los anuncios que se nos deben enviar, determinan las rutas que tenemos que tomar, proponen respuestas automáticas a algunas de las preguntas que formulamos verbalmente y a los correos electrónicos que recibimos, domestican a nuestros niños desde su más tierna infancia... Un poco más y acabarán pensando en nuestro lugar.
El impacto negativo del uso del smartphone se evidencia con claridad en el rendimiento académico: cuanto más aumenta su consumo, más empeoran los resultados. Hay un estudio reciente especialmente interesante en este sentido: en su protocolo experimental preveía no limitarse a preguntar a los participantes (en este caso, estudiantes de gestión empresarial) por sus notas y por el uso que hacían de sus teléfonos, sino que, además, medía de forma objetiva los datos. De este modo, con el consentimiento por escrito de los voluntarios y al amparo de un estricto compromiso de confidencialidad y tratamiento anónimo de los datos, los autores consiguieron que la Administración les facilitase los resultados de los exámenes y que los sujetos del estudio les permitiesen instalar en sus smartphones, por un período de dos semanas, un programa «espía» que registraba de manera objetiva y sin interferencias el tiempo de uso real. De acuerdo con las conclusiones del estudio, los efectos medidos eran de una magnitud «alarmante». En primer lugar, se confirmó que los participantes pasaban mucho más tiempo manipulando sus smartphones (tres horas y cincuenta minutos de media cada día) de lo que ellos mismos creían (dos horas y cincuenta y cinco minutos de media a diario). Además, cuanto más se incrementaba el tiempo de uso, más disminuían sus resultados académicos.
Para facilitar la apreciación cuantitativa de este fenómeno, los autores aplicaron los datos a una población estandarizada de cien individuos y demostraron así que cada hora diaria que se regala al señor smartphone supone un retroceso de casi cuatro puestos en el escalafón de notas. Seguramente esto no es un problema muy grave para aquel a quien le baste con obtener simplemente un título que no requiera pasar por un concurso eliminatorio. En cambio, es más preocupante en el cruel universo de las especialidades de excelencia, como es el caso de los estudios de medicina. En Francia, los futuros médicos deben pasar un examen al finalizar su primer año de carrera, que, de media, solo aprueba el 18 % de los candidatos. Ante semejante nivel de exigencia, el smartphone se convierte enseguida en un obstáculo insuperable. Imaginemos, por ejemplo, que un estudiante que no posee este dispositivo logra el puesto doscientos cuarenta de un total de dos mil y aprueba así el examen. Pues bien, dos horas diarias de smartphone lo conducirían inmediatamente al puesto cuatrocientos y sería eliminado. Y, por supuesto, las cosas serían aún peores si —como hace un altísimo número de estudiantes— se permitiera manipular su teléfono durante las clases. En ese caso, el «castigo» consistiría, de media, en casi ocho puestos por cada hora de consumo.
Quiero subrayar, una vez más, que aquí simplemente se está hablando de medias dentro de una población. Por supuesto, siempre se pueden encontrar personas particulares que discuten esta regla con un discurso egotista del tipo «ya, ya, pero mi hijo se pasa el día pegado a su smartphone y, aun así, se ha sacado el título de Medicina». Es verdad que esos casos existen, efectivamente. No deja de ser lógico, dado que casi todos los estudiantes disponen hoy de un teléfono móvil inteligente. Pero estos problemas no se deben abordar en términos absolutos, sino relativos. En otras palabras: cuando la media de consumo roza las cuatro horas diarias, ciento veinte minutos pueden parecer suficientemente «razonables» para no poner en riesgo la consecución del objetivo... pero eso no significa (¡ni mucho menos!) que esos ciento veinte minutos no tengan consecuencias. En el fondo, para explicarlo con total claridad, podríamos reformular las observaciones precedentes del siguiente modo: el rendimiento académico empeora en proporción al tiempo que se regale al déspota señor smartphone; cuanto más pródigo sea con él un estudiante, más bajas serán sus notas.
Videoconferencia
Michel Desmurget. La fábrica de cretinos digitales
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