ANDRÉS TRAPIELLO. FRACTAL
Hola, buenas tardes. Aquí está de nuevo, un miércoles más, Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os propongo la lectura del penúltimo (acaba de salir uno nuevo hace unos días) libro de Andrés Trapiello, el prolífico escritor leonés, que se desenvuelve con idéntico talento, calidad e interés en muy diversos géneros literarios; un autor de amplia presencia en nuestro espacio, tan recurrente en mis propuestas que ya ha protagonizado cuatro emisiones de Todos los libros un libro con una de sus novelas, Los confines; un libro misceláneo, El arca de las palabras; un ensayo novelado, Madrid, 1945; y, en la primera emisión de esta temporada, hace apenas dos meses, una atrevida traducción del Quijote al castellano actual. Además, en mi otra “producción” radiofónica, ésta centrada en la música y la literatura, Buscando leones en las nubes, que lleva casi veinticinco años saliendo al aire en nuestra emisora, ha habido otros tres programas monográficos, uno dedicado a su poesía y otros dos con textos recogidos de sus diarios, además de infinidad de referencias aisladas, salpicadas aquí y allá en distintos espacios.
Es en esta última dimensión de su polifacética trayectoria literaria, la “diarística”, en la que quiero centrarme esta tarde, con una doble razón de oportunidad un tanto cogida por los pelos. Por un lado, la reciente publicación de un libro, de título Fractal, que recoge una antología de los veinte primeros tomos (ya van veinticuatro y está ya anunciada la pronta aparición del vigésimo quinto; además, al final del libro se anticipan los títulos de otros doce, llegando hasta 2022) de la obra Salón de Pasos Perdidos, los inagotables diarios del escritor. Por otro lado, anteayer se cumplieron los treinta y cinco años del primer paso de ese inmenso proyecto de escritura, que tuvo lugar el 21 de octubre de 1989 cuando en Citas, el suplemento literario del Diario de Cádiz, vio la luz la entrega inicial de El gato encerrado, que, escrito dos años antes, se convertiría en 1990 en el primer volumen de la serie. El libro apareció en la editorial Pre-Textos, responsable del inmenso ciclo hasta sus dos últimos tomos, de los que se ha hecho cargo -como de los que vendrán- Libros del arrabal, el sello familiar que dirigen el propio Andrés Trapiello, su mujer, Miriam Moreno Aguirre, y los dos hijos de ambos, Rafael y Guillermo.
Fractal aparece en Alianza Editorial, de amplia y prestigiosa trayectoria en el panorama cultural español, que promete recuperar en los próximos años la serie entera desde su inicio. La actual edición corre a cargo de Pilar Álvarez, a partir de la selección realizada por Nieves García, Ana Pérez Cid y Manuela Romero de entre los diarios publicados entre 1990 y 2016.
Andrés Trapiello, leonés de Manzaneda de Torío, nacido en 1953, es un escritor excepcional, con una obra desmesurada que no puedo siquiera enumerar. Invito a quien quiera conocer los muchos y copiosos frentes a los que se abre su inusual talento literario a consultar la página a él dedicada en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que recoge decenas de publicaciones en diversas categorías: libros y plaquettes, en el apartado de “Poesía”; novelas y relatos, en el de “Narrativa”; una amalgama interminable en la sección “Ensayo, artículos y conferencias”, que incluye libros, también plaquettes, la serie “Clásicos de traje gris”, las muchas entregas de “Los desvanes”, “España, sueño y verdad (un siglo de literatura española)”, una lista inacabable de “Prólogos”, otra de “Textos en catálogos y libros colectivos” y algunas adaptaciones y traducciones para el teatro; una amplia representación de intervenciones bajo el título de “Cine, televisión, vídeo”; y, claro está, los veintidós tomos (la página solo alcanza hasta 2018) de estos “Diarios” que esta tarde comento. Todo ello, esta inmensidad, reflejo de una vida entregada a la escritura. El poeta Eloy Sánchez Rosillo cita, a propósito de esta esforzada dedicación de Trapiello, un comentario del pintor Ramón Gaya, íntimo amigo de ambos. Decía Gaya que ante esta fecunda abundancia solo cabían dos opciones: o dedicarse uno a vivir su vida y a hacer su propia obra, o renunciar a todo y entregarse en exclusiva a ser lector de Andrés Trapiello. Difícil elección.
El escritor de diarios es, como se sabe, un seductor con mala fortuna en la vida. Ésa es la razón por la que acude, con delatora asiduidad, día tras día, al diario, afirma el escritor en las palabras preliminares a ese El gato encerrado con el que dio comienzo a su singular e insólita aventura. Siendo evidente en Trapiello, a mi juicio, la primera condición -la capacidad de atracción-, y al menos dudosa, en cambio, la segunda -la mala suerte “existencial”-, que se esgrime, siempre desde mi particular intuición, con un leve aire impostado, con un cierto fingimiento, el caso es que durante años -décadas- el leonés ha ido componiendo un personal diario, por ésa -como afirma- o por otras desconocidas razones. Como también recoge al principio de ese título germinal, explicitando de paso el juego naturalidad/artificio consustancial a cualquier autor de dietarios, un buen día se decidió a publicar sus cuadernos (Cuando escribía mi diario, sabía que tarde o temprano se publicaría, de manera que no sería raro sorprenderme en alguna de sus páginas componiendo el gesto, como cuando sabemos que van a sacarnos una fotografía), para lo cual, previo paso por Citas, en donde iba apareciendo por entregas, y tras cinco intentos frustrados en otras tantas editoriales, encontraría por fin acomodo en la valenciana Pre-Textos.
Desde entonces, y con una relativa regularidad (el planteamiento previo era el de publicar un volumen por año: han pasado treinta y cuatro -desde el primer libro; una más si contamos su inaugural versión periodística- y llevamos, como he comentado, veinticuatro tomos, lo que es obviamente indicativo de que no siempre le ha resultado fácil al autor, por circunstancias varias, mantener el “ritmo” previsto). Cada libro debía recoger las anotaciones correspondientes a un año natural, del primero de enero al treinta y uno de diciembre, y referidas, como parece evidente, a fechas pretéritas, no solo por razones prácticas (permitir el “cierre” natural de cada “ejercicio” anual) sino también “de fondo”, relativas éstas a la voluntad del autor de establecer una distancia crítica con lo escrito en cada momento, alejarse del enojoso imperio de la inmediatez y permitir el repaso y, en su caso, la posible reelaboración o puntualización de los sucesos narrados. Sin embargo, esa separación temporal entre los apuntes originarios y su traslación al libro se fue dilatando con el paso de los años. Así, en El gato encerrado -de 1990, como ya he señalado- transcribe las notas de 1987; pero ya en Locuras sin fundamento, segundo volumen, el desfase es de cuatro años; de cinco en los siguientes tomos hasta el décimo tercero; incrementándose progresivamente la brecha hasta el por ahora postrero Éramos otros que, publicado en 2023, acoge entradas… ¡de 2010!
En las cubiertas de cada libro se repite, edición tras edición, la explicación de la rúbrica genérica que encabeza su descomunal proyecto, que resulta esclarecedora del planteamiento que mueve a su autor y da también alguna pista -bien que diluida y poco precisa- acerca de lo que puede encontrarse el lector si decide adentrarse en los miles de páginas que supone: En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de Retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea... En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban de Pasos Perdidos. La casa que no lo tenía no era una buena casa. Era el salón donde nadie se detenía, pero por donde se pasaba siempre que se quería ir a alguno de los otros. Al autor le gustaría que estos libros llevaran el título general de Salón de Pasos Perdidos. Libros en los que sería absurdo quedarse, pero sin los cuales no podríamos llegar a esos otros lugares donde nos espera el espejismo de que hemos encontrado algo. A ese espejismo lo llamamos novela, y a ese algo lo llamamos vida. Siendo válida, claro está, la interpretación del autor, y significativa a la hora de expresar la voluntad y el sentido que mueven a Trapiello en su obra, el término, sin embargo, tiene, como desvela Carlos Pujol en un brillante artículo sobre los diarios, un inequívoco origen francés, correspondiéndose con la sala de espera de los tribunales, y por tanto, otro alcance distinto. Ello añade, siempre al decir del desaparecido erudito catalán, una nueva interpretación metafórica al rubro: Los pasos perdidos que al vivir se dejan atrás rápidamente, porque la vida empuja sin miramientos, y que no tardan en ser recuerdos confusos, en la mayoría de los casos simple olvido, se rescatan así para la memoria, al modo en que en la antesala del juicio aguardamos la sentencia esperando a que el tiempo pase, dando cuenta de la huidiza experiencia y mostrando un retazo neblinoso del fugaz discurrir de la vida.
Este breve texto, además de dar la clave y mostrar el hilo conductor que enlaza su excepcional propuesta, apunta, entre otras ideas sugestivas, a la ya reseñada dicotomía entre naturaleza y artificio, o lo que es lo mismo, en lo que a la literatura se refiere, entre realidad y ficción. Desde el cuarto tomo, Las nubes por dentro, Trapiello subtitula las distintas entregas de sus diarios con la locución Una novela en marcha, subrayando, aparte de la idea de continuidad, de unidad estructural y de propósito de lo escrito (en marcha) -y ello pese al carácter abiertamente fragmentario de los libros-, su condición novelística, de recreación “ficcionada” de lo previamente anotado como registro puntual y fidedigno de unos hechos “reales”. En este sentido, y en una entrevista en El País en 2011, el propio escritor apunta: Salón de Pasos Perdidos es un libro que se escribe como diario y que, entre cinco y siete años después, se publica como novela. Busca un sentido que la realidad no tiene. Es decir, hace el trabajo de la ficción: ordenar la realidad. Por eso, por esa intención, el diario necesita un reposo, una distancia. De las 300 páginas que escribo a mano cada año, me sirven 50, que luego se alargan hasta 800. Aunque, en un fragmento de Troppo vero, el tomo de 2009, que encontramos íntegro en Fractal, pulirá ligeramente esa idea, al afirmar: Esto no es, como creíamos, ni un diario ni una novela. Ni siquiera una dianovela o un novelario. Esto, señores, no es más que un vidario, el lugar en el que concurren los sueños y las vidas de las gentes, de modo que podríamos también apodar a su autor como «el soñabundo». Pero de este vocablo, “vidario”, y de sus muchas connotaciones, os hablaré más adelante.
Los diarios de Andrés Trapiello son extraordinariamente interesantes y eso, dejadme que avise a los no iniciados, que en ellos no se narra aparentemente nada relevante. Mi vida, recuerda en una entrevista, no daría para una novela, aunque tampoco para un diario, de modo que pensé hacer algo a medio camino. A medio camino de todo, de la ficción y la realidad, de la intimidad, la privacidad y lo público, de la poesía y la prosa, del ensayo y el aforismo, la confesión y el testimonio, lo confesional y la crónica. Y así es. Mientras avanzamos en sus páginas nada parece suceder, ninguna aventura o peripecia excepcional, ningún gran acontecimiento que justifique la remembranza. Nada salvo la vida, salvo el paso del tiempo, salvo la modesta existencia, muchas veces anodina y rutinaria, de un escritor que consume sus días entre las cuatro paredes de su vivienda. Esta vida de uno, qué poca vida es, escribe sincero en algún momento de su obra. Y pese a todo, lleva veinticuatro voluminosos tomos publicados, que han ido creciendo en extensión, de las ciento noventa y ocho páginas del primero de ellos hasta acercarse, en los más recientes, a las ochocientas, y que yo he leído, puntualmente y en su integridad, desde hace treinta y cinco años, con auténtica fruición, esperando cada nueva entrega con impaciencia, inquietud y agitado deseo a duras penas refrenados.
Andrés Trapiello nos ofrece la narración de su existencia, por lo demás, como digo, relativamente aburrida y trivial, una existencia punteada por algunos momentos de vida social, de inmersión en el proceloso universo literario -el “Club de las Almendritas Saladas”-, con sus “saraos” y sus festejos, con sus conferencias, sus certámenes y sus congresos, con sus envidias y sus rencillas corporativas, con sus odios viscerales, con sus venganzas de eficacia limitada, con los egos heridos de los escritores, con sus susceptibilidades desmesuradas. Pero, más allá de estas escasas incursiones sociales -que van incrementando su presencia en las publicaciones de los últimos años, correspondiéndose, quizá, con las mayores presencia y repercusión públicas de la figura del autor-, los días de Trapiello están hechos de sencillos rituales, de una discreta cotidianidad: la vida familiar con los hijos que van creciendo (son ya adultos talluditos), el amor por su mujer, sus sólitas rutinas, la escritura y sus derivados (el proceso de corrección, edición, maquetación, elección y diseño de portadas, la publicación y la por él muy denostada y siempre enojosa promoción, la firma de libros -todo un clásico, de relato con frecuencia hilarante, que se reitera tomo tras tomo), los viajes familiares y los profesionales -conferencias, congresos y presentaciones: Nueva York, Roma, La Habana, entre otros muchos, dentro y fuera de España-, el puntual y tempranero paseo por el Rastro los domingos, la apasionada afición por los libros antiguos, el escrutador deambular por la Cuesta de Moyano, la Semana Santa, el verano y la Navidad en la casa extremeña -la poda de los rosales, la madera para el fuego, las pequeñas chapuzas hogareñas, las conversaciones con el sabio y siempre solícito Manuel, el lagarero-, las cenas con los amigos, a los que profesa una lealtad y una entrega ilimitadas, las “encarnizadas” desavenencias con los enemigos, frente a los que muestra un aborrecimiento, una combatividad y un menosprecio igualmente irrestrictos, los encuentros -azarosos o consuetudinarios- con vecinos y desconocidos (Miguel el loco, Cirilo el panadero), las visitas en sus casas a distintos personajes de la cultura (Giménez Caballero, María Zambrano, Bergamín, el menor de los Panero, y, entre los “protegidos” por las siglas (luego hablaremos de ellas), el famoso director de periódico, el periodista influyente -y con ínfulas-, la aristócrata con veleidades culturales), sus recorridos por museos, exposiciones y galerías de arte, los paseos urbanos -su calle Conde de Xiquena, las aledañas de Barquillo o Almirante, las Salesas, el entorno cercano de su domicilio madrileño, la Ribera de Curtidores- y sus recorridos por el campo, contemplando la naturaleza, en los alrededores de Las Viñas, su casa en Trujillo. Nada, como digo, especialmente llamativo, pero con esos escasos mimbres logra construir una obra memorable, que rezuma lirismo y poesía, una obra auténtica y llena de verdad, que se lee con deleite y pasión, irremisiblemente atraído uno por esa existencia común en la que nos adentramos como en una auténtica novela, esperando, cada nuevo año, conocer más sobre esas vidas nada singulares, tan normales, y por ello tan cercanas, tan nuestras, pese a las indudables diferencias. Sin ánimo de ofender a nadie, escribe, yo soy como todo el mundo.
En su prólogo a El tejado de vidrio, tercer tomo de la serie, escribe Trapiello: Cuando se anotan con cierta regularidad los sucesos de cada día y al cabo de unos meses se hace arqueo, somos nosotros los primeros en sorprender que ese que ha escrito el diario parece haber vivido mucho más que uno mismo. A un diario le viene a suceder lo que a las campanadas de un reloj: cuando son muchas y agrupadas se oyen mejor que cuando son pocas, y también ellas parecen entonces más acompasadas, decididas, netas.
Al ver reunida nuestra vida llega incluso a figurársenos más armoniosa y rotunda, y no porque en verdad no sea, sino porque es diferente: se vive más cuanto más se recuerda. De manera que ya estamos así de lleno en el terreno de la literatura, de la novela. No es preciso mentir ni inventar. Llegados a un punto, la vida misma, de tan real, nos parece una ficción. En ese mismo sentido, Trapiello hace suya, como lema que encabeza cada uno de los libros, la frase de Galdós: Doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela.
Y como tal, como novela, como invención (recuérdese que de las trescientas páginas de apuntes, selecciona apenas cincuenta, que reelabora antes de su publicación para llegar a las ochocientas que llegan a alcanzar muchos de los volúmenes; hay, pues, una “reconstrucción”, tamizada por el recuerdo, diluido por el transcurso de ocho o diez años, puramente novelesca), los diarios se detienen, tomo tras tomo, en algunos temas recurrentes, algunos motivos reiterados, algunos frentes, ejes o asuntos de presencia tópica.
Es el caso, en primer lugar, de las anotaciones relativas a los acontecimientos del día a día. Estos diarios tratan de la apasionante vulgaridad de todos los días (…) lo que pasa en la calle y lo que nos pasa por dentro, escribe, de nuevo, Pujol. La clave de su interés y de su valor literario reside, pues, en el punto de vista, la subjetividad sensible y poética, lúcida e inteligente del autor, que coge esos hechos triviales, los pasa por el sutil filtro de su personal mirada, y los convierte en literatura. Hechos triviales, he escrito, y lo son, comunes, nimios, sin especial relevancia: anécdotas, rarezas, curiosidades, lecturas, impresiones, peripecias pequeñas y grandes, accidentes de la vida cotidiana, confesiones, desahogos, juicios personales, microrrelatos, breves ensayos, crónicas, anotaciones tomadas sobre la marcha, en el momento y en el lugar en que se vive un determinado episodio, algunos incisos aclaratorios actuales -que se escriben “hoy” para puntualizar alguna circunstancia del pasado, rectificar una opinión, añadir un matiz-, estampas sobre lugares y personajes (muchos repetidos, que van pasando de unos volúmenes a otros; a casi todos suele “identificarlos” con una “X” genérica -o bien con unas simples iniciales-, en una opción controvertida sobre la que el propio autor ha justificado por extenso en los propios diarios [el argumento principal, en síntesis: ¿qué nos dicen, leídas hoy, más de cien años después de su escritura, las retahílas de nombres, apellidos, títulos aristocráticos, que pueblan los “Diarios” de Stendhal?; mejor, pues, el anonimato], lo que provoca a menudo la irritación del lector, condenado, las más de las veces, a no poder saciar una curiosidad inquiera por averiguar la identidad del protagonista del episodio narrado; incluso su mujer es solo “M”, y sus hijos “R” y “G”).
Otro de los ejes habituales de los libros es el que afecta al mundo literario. Trapiello muestra aquí una actitud beligerante y se mete en todos los fregados habidos y por haber, sin dudar en repartir mandobles a diestro y siniestro, ni en repeler con acidez cualquier opinión ajena contraria o discrepante -en público o en privadas- sobre sus obras. Su crítica a los mezquinos rituales de la sociedad literaria -ese Club de las Almendritas Saladas ya citado- y a algunos de sus más conspicuos representantes es feroz e inmisericorde, manifestándose en mordacidades, insolencias, maldades, sarcasmos, desplantes, ironías y hasta exabruptos, que en no pocas ocasiones llegan a la vida “real” y se traducen en encontronazos, desaires, broncas y alguna que otra gresca. El fin es noble -el quijotesco combate, intolerante y belicoso, contra las poses, las mistificaciones, las modas, las farsas, el maniqueísmo, la hipocresía, el esnobismo y la impostura del mundo de los “figurones” del ámbito cultural-; el tono, habitualmente, es reposado y se muestra, como escribe Jiménez Lozano, a través de la intención, la ironía, el desplante, la travesura inteligente de alguien, en general, educado, amable, tierno y delicado; sin embargo, debo confesar que a mí, incluso cuando estoy de acuerdo -casi siempre- me resultan en muchos casos superfluas sus invectivas, hirientes sus desprecios e injustificadas sus descalificaciones. Y no por infundados -aunque en más de una ocasión suenen arbitrarios, sesgados, mezquinos, ofensivos y muy subjetivos (hace aparecer sus juicios siempre como verdades indiscutibles y no solo meras opiniones)-, una circunstancia que el lector no puede valorar, pues desconoce quién se esconde bajo la consabida “X” ni cuáles fueron exactamente los términos en que se produjo la controversia que los provocó. Hay caricaturas vitriólicas de Pere Gimferrer, Juan Cruz, Enrique Vila-Matas, Javier Marías, que han acabado, como otras del mismo jaez, en polémicas públicas en las que se airean las discordias -las impertinencias- en los medios de comunicación.
Quiero, a este respecto -las X y las malevolencias- y pese al riesgo de extender demasiado estos comentarios de lectura ya algo tediosa para los pocos que se atreven a encararlos, dejar aquí uno de los fragmentos -recogido también en Fractal- más celebrados de los diarios, un inusitado diálogo del autor con Dios, que se le aparece en un olivar extremeño, con una desopilante caracterización en el papel de un homúnculo pequeño y feo, tocado con una boina mugrienta y con los pantalones remendados:
¿Qué hace usted en este olivar?, se me ocurrió preguntar, aferrando bien la hoz, por si aquel embeleco resultaba una emboscada. La Virgen, si le hacen preguntas los pastorcitos, puede o no responder. Ahora, Dios, nunca. Dios da órdenes: acércate, escucha, degüella a tu hijo, haz esto, lo otro, vete.
Me dijo: no eres bueno.
Entraba en la conversación, por lo que vi, sin contemplaciones.
Contra lo que se cree, eso es no decir nada. Lo mismo que si hubiese dicho lo contrario. Dice uno de otro: no eres bueno, y acierta; lo contrario, y también.
—... En tus libros dices cosas de unos y de otros, y eso no está bien.
Me molestaba hablar de cosas tan íntimas como mis libros con un desconocido, pero por otro lado tampoco tiene uno tantas oportunidades de hacerlo, así que me alegré de proseguir aquella grata conversación.
—Pero son cosas siempre contrastadas, verdaderas.
—Verdaderas...
Lo dijo con un tonillo desagradable y nasal, como si pensara, ¿qué sabes tú de la verdad?
—De acuerdo —concedí sin ninguna convicción—. Pero ¿qué importancia tiene lo que uno diga de este o del de más allá, si a todos ellos les llamo X?
—Más a mi favor —dijo el hombrecillo-dios rascándose el cogote y echándose la boina roída sobre las cejas—. Multiplicas innecesariamente el pecado por cien. Basta que digas de una sola X que es un necio para que otros noventainueve crean que te has referido a ellos, llevando a su corazón la inquietud y el deseo de venganza, pagando justos por pecadores. Eres un sembrador de cizaña.
—Pero si hay noventainueve que lo han creído, será porque no eran demasiado listos.
Pero también hay nombres, sobre todo para los amigos, Ramón Gaya, Manuel Borrás, Juan Manuel Bonet, Carlos Pujol, Eloy Sánchez Rosillo, Pedro García Montalvo, José Jiménez Lozano, Joan Perucho, José Mateos, Francisco Brines, Abelardo Linares, Juan Manuel Castro Prieto, Felipe Benítez Reyes, José Muñoz, José Vázquez Cereijo, Silvia Pratdesaba y Manuel Ramírez, de la editorial Pre-textos. Y también personajes literarios bien conocidos, repartidos en filias -Cervantes, claro está, Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Baroja, Azorín, Galdós, Rosa Chacel, Gómez de la Serna, Chaves Nogales- e indiscutibles fobias: Alberti, Neruda, Octavio Paz, Gil de Biedma, Cela, Juan Benet, Ian Gibson; entre otros muchos en cada “bando”. En otro de sus libros, Madrid, muy exitoso (no sé si leído), escribe Trapiello que hay dos tipos de escritores: los que viven de una manera que ellos consideran literaria (trasnochar, escoger su vestuario, hablar mucho de libros, de escritores y de críticos) y los que hacen lo posible por no llamar la atención. Uno es, creo, de estos últimos, dejando bien clara su postura. Este dualismo un tanto maniqueo lo encontramos también si nos desplazamos al terreno del arte, en el que se reproducen los denuestos hacia el arte moderno (si Duchamp había podido pintarle bigotes a la Monalisa por diversión, no le importaría tampoco que yo se los pintara a él. Fue así como empecé a falsificar collages de Schwitters y de Juan Gris, cajas de Cornell, dibujos de Lorca, Torres García y un amplio repertorio de objetos surrealistas y dadaístas, en confesión “autoinculpatoria” en su blog) y sus perpetradores -Tàpies o Antonio López, quizá los más destacados-, aunque equilibrados por la entrega devota a sus muy admirados creadores, singularmente Ramón Gaya, pero también Morandi o Sorolla, aunque hay muchos más.
El que quizá es el motivo más comentado de entre los que hilan la larga madeja del Salón de Pasos Perdidos está, obviamente, el que se refiere a las madrugadoras visitas dominicales al Rastro. Aquí Trapiello muestra una y otra vez su genialidad en la descripción del matinal escenario urbano (La luz anaranjada de las farolas caía sobre el suelo con turbia contumacia y se quedaba sobre la acera llenando de manchas confusas los objetos y cachivaches que iban saliendo de fardos y maletas). También en el pormenorizado repertorio de la confusión heteróclita y deslavazada de mercaderías diversas y cachivaches extravagantes (una dentadura postiza, una Barbie despelujada, tres paquetes de galletas María, un bombín para inflar neumáticos, infinidad de prendas de ropa usada, inquietante parafernalia militar), entre las que, inopinadamente, despunta un hallazgo, una valiosa primera edición tentadora para el bibliófilo (él niega esa condición, aunque si le interesan los libros de viejo), un precioso pequeño cuadro, un objeto que alimente su pasión coleccionista (abrecartas, veletas, cajitas “a la Joseph Cornell”), algunas fotos anticuadas, una revista añeja de atractiva tipografía (ocupación que Trapiello disfruta y de la que es un experto conocedor), suplementos literarios, documentos oficiales que quizá encierren una historia (Trapiello encontró en la cuesta de Moyano, ese otro rastro de los libros, el expediente de la Dirección General de Seguridad, en perfecto estado, de los once encausados por el asalto, el 25 de febrero de 1945, a un oscuro local de la Falange, lo que le llevó a investigar los hechos y a escribir sobre ellos, primero en La noche de los Cuatro Caminos, su libro de 2001; luego en su “reelaboración”, más completa, Madrid,1945, de 2022; y por fin, hace escasas semanas, su versión novelada, Me piden que regrese, que aún no he podido leer). E igualmente en el retrato, siempre inspirado y sagaz, de algunos de los frecuentadores de sus puestos: los gitanos trajeados, el que vende pilas alcalinas; los tres moros, con sus balandranes, mercando zapatos usados; el viejo arropado en estrazas, inquilino en su insomnio; el que ha limpiado un contenedor y saca esas miserias sobre una colcha; los que han robado en una obra y tratan de deshacerse a toda prisa de paletas, alcotanas, plomadas y cortafríos; los ganguistas; los albañiles cabreados que han venido a ver si encuentran las herramientas que les han robado, los bandidos, los confesos, los convictos, los expresidiarios con las botargas, los golfos de una noche, los ilusos, los inocentes, los soñadores, los quimeristas... y la inclasificable fauna de los asiduos, de taxonomía vasta y variada. En 2018 Trapiello presentó El Rastro, un magnífico libro, profusamente ilustrado, que recoge éstas y muchas otras vertientes de su “pasión” por el inmenso mercadillo (preguntado en una entrevista por lo que añora de Madrid cuando está fuera de la ciudad, contestó, de modo harto elocuente: El museo del Prado y el Rastro, o sea, el desorden y la armonía. En ese sentido Madrid se parece mucho a esos helados que vienen cubiertos de chocolate caliente. No sabemos cómo pueden armonizarse Velázquez, su nobleza, y la cochambre y toda la picaresca de aquellos barrios bajos. Pero se armonizan. A mí las deformidades del Rastro me resultan tan humanas como los bufones velazqueños, y en estos veo siempre una humanidad machacada y trampeante.
No hay, como de costumbre, demasiado espacio -ni tiempo- para desarrollar otros asuntos también interesantes y de aparición continuada en la serie. Por ejemplo, los espinosos asuntos de la guerra civil, que comparece en muchas otras obras del autor y que surgen a contracorriente de los valores culturales imperantes, reivindicando Trapiello como lo hace, a escritores de derechas -Cunqueiro, Pla, Torrente, Foxá, Sánchez Mazas- que ganaron la guerra pero perdieron la historia de la literatura, y defendiendo, también contra la “intelectualidad” dominante, la existencia de una tercera España, ajena a las atrocidades perpetradas por ambos bandos en liza. Igualmente aflora, aunque de un modo menos intenso que el que refleja su actual trayectoria pública, el compromiso cívico, la aguda y muy libre crítica a las miserias de la política y sus mediocres protagonistas. Y están los muchos episodios humorísticos (su amigo Abelardo Linares elige tres, entre los numerosos desternillantes: una divertida visita a Toledo con un afectado Pere Gimferrer, que queda retratado de un modo cruel; la hilarante excursión al Loro Park de Tenerife; y una descabellada lectura suya en un acto promovido por una anciana aristócrata; pero hay muchos más, como cualquiera de la infinidad de relatos de sus bolos en provincias, en recintos modestos, bibliotecas, clubes de lectura, casinos y salas de conferencias, espacios indefectiblemente desiertos y, en el mejor de los casos, con la escasa presencia de algún sujeto extravagante). Y están las estampas más o menos bucólicas, descripciones líricas del paisaje, evocaciones que se mueven entre la poesía y la metafísica. Y los recuerdos de los padres, de los muchos hermanos, la infancia leonesa, los aciagos días vallisoletanos durante los años universitarios. E, intercalados a cada poco, los aforismos, las reflexiones, imbuidos también de un aire filosófico. Es una lástima que ni en cada tomo por separado ni en este “florilegio” que es Fractal -del que os hablaré a continuación- los distintos editores hayan considerado conveniente incluir algún índice. Desde mi punto de vista, resultarían muy útiles, al menos uno onomástico y otro temático.
Pero además del contenido, está el continente, si en literatura no es un tanto forzado diferenciar fondo y forma. Toda esta larga lista de asuntos aparece envuelta en un castellano admirable, diáfano, muy claro y sencillo. Escribe maravillosamente, dice de él Jiménez Lozano, como si cogiese agua de una fuente con el cuenco de una mano. Trapiello es dueño de una prosa bellísima, muy lírica, en la que se percibe de modo ostensible la mano de un poeta. El también poeta Eloy Sánchez Rosillo no solo da por hecho que su amigo es un extraordinario versificador, sino que, afirma, es asimismo uno de los más grandes poetas en prosa que ha dado hasta la fecha nuestra literatura. Destaca, además, en esta enumeración de sus virtudes estilísticas, el tono, cercano, casi íntimo, de confidencia, sin incurrir en estridencias ni solemnidades. Trapiello es un hombre que todo el tiempo habla con él mismo, un hombre melancólico, inseguro, inteligente, enamorado de su familia, salvado por el humor y que escribe como los dioses, dice, con agudeza y acierto, Darío Jaramillo Agudelo. Los diarios revelan, además, a un escritor dotado de una amplia variedad de recursos, el humor, siempre sutil e irónico, la sátira y la parodia, el iluminador relámpago expresivo de sus aforismos, las imaginativas metáforas, la hipérbole significativa, el poema en prosa -ya se ha dicho-, la reflexión intimista, la descripción puntillosa y perspicaz, la reflexión profunda, la exposición argumentada. Son tan variados sus registros que cada volumen del Salón de Pasos Perdidos encierra a su vez varios libros: de viajes, de postales urbanas, de poéticas estampas rurales, crónicas literarias, apuntes de pensamiento político, narraciones autobiográficas, sucintos tratados de tipografía o bibliofilia, repertorio de greguerías y sentencias, inventario de rarezas, breviario de soliloquios sombríos y melancólicos, relatos breves (sirva como ejemplo único y muy querido por mí -hay decenas- un episodio del que da cuenta en Mundo es, la vigésimo primera entrega de la serie, y que surge con ocasión del encuentro en un vagón de metro con una mujer desconocida, una chica muy guapa que le fascina y obsesiona, y a la que, pese a la familiaridad que da la coincidencia diaria en el trayecto compartido, no se atreve a abordar. El romántico y muy bello relato de esta muy efímera “relación” es una maravilla y podría figurar, exento, en cualquier antología del género; no está en Fractal, sin embargo).
A propósito, precisamente, de Fractal, poco hay ya que comentar, pese a tratarse del libro que protagoniza hoy nuestra emisión. Pero siendo, como es, una antología de los veinte primeros tomos de los diarios, la amplia presentación que de ellos acabo de hacer sirve, como es obvio, para resumir el extensísimo volumen, más de ochocientas páginas de apretada letra (que recoge, no obstante, menos del diez por ciento de la obra total). Fractal es, para el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, un objeto geométrico en el que una misma estructura, fragmentada o aparentemente irregular, se repite a diferentes escalas y tamaños. Así sucede con esta obra, que, al decir del escritor en su epílogo, es un nuevo todo integrado por fragmentos de los libros previos. De entre las muchas combinaciones posibles de los diferentes textos preexistentes (cientos de miles de cuatrillones, afirma), las responsables de la recopilación, Nieves García, Ana Pérez Cid y Manuela Romero (con la intervención providencial de la editora Pilar Álvarez Sierra y Miriam Moreno Aguirre, mi mujer), buscaron -y encontraron- una que respetase el conjunto y que reproduciendo la cadencia habitual de cada uno de los tomos, hicieran el nuevo como sacado de una costilla del viejo cuerpo, como atestigua, complacido, el propio Trapiello en esas sus palabras finales. En ellas, además, y como cierre a la edición, el autor transcribe las citas que encabezaban todos y cada uno de los veinte libros. Leídas ahora, así, seguidas, nos proporcionan un elocuente, significativo y muy esclarecedor resumen de la obra entera.
Para poner punto final a esta reseña quiero proponeros también otro libro que tiene a los diarios de Trapiello como centro. Se trata de Vidario, una obra miscelánea, presentada en 2009 por la editorial Pre-Textos, para celebrar los veinte años que entonces se cumplían del inicio de la larga serie “diarística” del autor leonés. El libro recoge los artículos de más de cuarenta poetas, novelistas, críticos (en su mayor parte amigos -con matices- del escritor y objeto también de su recíproca admiración) y las ilustraciones de cerca de veinte pintores y dibujantes. La sección de los escritores se cierra con una coda o epílogo de Miriam Moreno, la mujer de Trapiello; la de los artistas plásticos, incluye, también a su término, a los dos hijos del matrimonio.
Como se puede imaginar, los muy reducidos estudios -cuatro o cinco páginas cada uno, como máximo- exploran todas las vertientes posibles del Salón de Pasos Perdidos, en unos comentarios que, hechos por grandes conocedores de la obra -y de la vida- del autor, resultan indispensables para adentrarse con mayor conocimiento y, en consecuencia, degustar con un más intenso placer, el inagotable proyecto de Trapiello. Así, quien se acerque a Vidario se va a encontrar, de inicio, con breves y muy cariñosas palabras de Miguel Delibes, lector de los diarios “hasta que la vista me falló"; con un muy cercano y lúcido análisis de José Jiménez Lozano, que enfatiza en la obra de su amigo su condición de crónica literaria; con el profundo estudio de Carlos Pujol, muy agudo e iluminador pese a la inevitable limitación de espacio; con el sugestivo examen que hace el crítico José-Carlos Mainer de los títulos de cada una de las entregas; con el interesante acercamiento de otro crítico, Miguel García-Posada; con la idea del narrador como mago, en el simpático texto de Darío Jaramillo Agudelo, en que el colombiano habla del estilo, del humor, de la libertad creativa; con el elogioso comentario del poeta Eloy Sánchez Rosillo, que glosa la cantidad y calidad de la obra de su colega, a quien le une una entrañable amistad, así como su fervorosa entrega a la literatura.
Están también, cómo no, las objeciones de José Luis García Martín, amigo y admirador declarado que, más allá de esa subrayada confesión, no pierde ocasión -sea cual sea el contexto, la circunstancia o el motivo- para poner de manifiesto -siempre con un cierto tono beligerante y despectivo, venenoso, en mi opinión- las muchas discrepancias con él (me he pasado más de veinte años discutiendo con Andrés Trapiello); aquí, en un breve texto de apenas tres páginas, deja sus desdeñosos sarcasmos -formulados en un modo que hoy calificaríamos de “zascas”- sobre el inicial volumen de poesía del leonés, sobre la cubierta del primer tomo del Salón, sobre el rechazo “obsesivo” del escritor a la generación del 27, sobre el hecho de que, a su juicio, Trapiello sea castizamente partidario del “sostenella y no enmendalla”, sobre sus caprichosas y malévolas opiniones que le suscitan irritación, sobre su afán vengativo, sobre su obsesión por la vida literaria y el reconocimiento que dice despreciar; con amigos así, quién necesita enemigos. Y hay un repaso de Juan Muñoz a la presencia de Trujillo en los diarios; una glosa de Pedro García Montalvo que gira sobre los ojos cervantinos del autor, sobre su humor chapliniano, sobre sus variados registros, sobre la aparición de su familia en los textos, sobre la fluida escritura de la obra (yo creo que esto se está escribiendo solo, en cita del propio Trapiello, que se deja llevar, alentado en su creación por el viento del espíritu); las palabras de Abelardo Linares sobre la fuerza de la voluntad literaria del leonés (no he conocido a nadie con más y mayor voluntad de “ser” escritor) y lo inabarcable de sus consumados logros; el jocoso -y algo enrevesado- texto de Javier Goñi; el de José Carlos Cataño, que recorre los elementos fundamentales de los diarios de Trapiello mientras comenta su dificultad para escribir sobre él; el dictum griego los [libros] que van más allá de la realidad, con el que, a finales del siglo I a.C., Andrónico de Rodas, prestigioso bibliotecario ateniense, rubricó uno de los estantes de su biblioteca, y que sirve a Antonio Pau como base de su análisis.
Y otro de sus grandes amigos, Juan Manuel Bonet, acompañante habitual de Trapiello en el Rastro, comenta esas aventuras dominicales, algunos raros hallazgos, no solo bibliófilos, los muy chuscos motes -Atila, el Cucaracha, el Gordo- que adjudican a alguno de los compradores y a casi todos los vendedores. El escritor Pedro Zarraluki nos cuenta una invitación a las Viñas, que se pasa, aparte de disfrutar de la hospitalidad de los anfitriones, intentando averiguar -sin éxito- cuáles son los momentos del día en que el prolífico Trapiello encuentra tiempo para escribir. El malagueño Antonio Soler, magnífico novelista, elogia el importante proyecto narrativo de su colega. Y Félix Ovejero deja ver su propia brillantez intelectual en un artículo en el que, partiendo de la pregunta “¿qué esperamos -cada nuevo año- de la vida?”, planteada en una tertulia de amigos filósofos y concretada en un espacio acotado, y de su jocosa respuesta: el Tour de Francia, la película de Woody Allen y los diarios de Trapiello, por cifrar en esos tres ejemplos, tres dimensiones sustanciales de la existencia humana, la épica, la comedia y la lírica, explica las razones de su opción en lo que se refiere a las páginas “diarísticas” del escritor. Fernando Sanmartín se hace eco del humor que rezuman los textos del Salón de Pasos Perdidos; Margarita Valencia de, entre otros asuntos, las muchas reflexiones que en él se contienen sobre la escritura de diarios; Felipe Benítez Reyes, discrepante del autor en muchas de sus opciones literarias y vitales, ensalza el carácter íntimo y común, universal, de los hechos narrados en estos libros, en una síntesis espléndida de lo que el lector puede encontrarse al leerlos: En sus diarios, Trapiello hace lo que suele hacer cualquiera: se enfada, se venga, se entristece, se regocija, se aburre, se exalta, se chuflea, divaga, se lamenta, se encrespa, se justifica, se echa las manos a la cabeza o se pone la mano en la cintura si toca desplante, teoriza, se abruma, pasa revista, celebra, conjetura, dictamina, se sacude la mosca que tiene detrás de la oreja o bien opta por dejar la mosca allí y hablarnos de la mosca, se arrepiente, se crece en el castigo, se emociona, se obceca, se sosiega, se derrumba, aplaude o abuchea…
Es espléndido el texto de Carlos Marzal en el que explora la doble naturaleza, intelectual y afectiva, de los diarios, en relación con las nociones, no tan ajenas entre sí como aparentan, de aventura e intimidad. Amalia Bautista estudia la prosa de Trapiello, a su juicio sabrosa, sabia, rica, informativa, imaginativa, sensible, sorprendente, poética; ensalza también su amor por las palabras, su fe en lo que hace. Esperanza López Parada se detiene en lo que ella llama los “raptos” de los volúmenes del Salón de Pasos Perdidos, esos textos breves, de índole aforística o epigramática, que, a cada tanto, se cruzan por entre las anécdotas, los episodios narrados, al modo de píldoras de lucidez, de fogonazos, picaduras, jirones, soledades, minutos separados del flujo del tiempo. La necesidad de convertir la intimidad y la interioridad en materia literaria, la importancia del “yo” en los diarios es el objeto de la colaboración de José Manuel Benítez Ariza; y en la de José Mateos el enfoque elegido alude a la aportación del leonés a la revisión crítica de la literatura española, llevada a cabo en una triple dimensión, como crítico, como editor y, claro está, como creador. Una visita, mitad real, mitad simbólica, a la casa del escritor, sirve al poeta Vicente Gallego para comentar su obra: en casa de Andrés se sirve comida de verdad: un guisado de patatas, una manzana y agua clara. Antonio Moreno se refiere al carácter poético de los diarios y, como en el caso de otros colaboradores del libro, de la presencia del “yo” en ellos, un “yo” en cierto modo camuflado, que habla de sí mismo -de “uno”, en el recurso que habitualmente utiliza Trapiello- como de otro.
El texto de Jordi Gracia, uno de los más extensos del libro, casi un ensayo breve, juega con el dualismo entre “los dos Trapiellos”, el que habla con él por teléfono o se sienta a su lado en la Taverna Siciliana y el que redacta un correo o escribe los diarios, un Trapiello, este último -el que nos interesa, el literario-, que ha levantado un doble de sí mismo muy perfeccionado. En su análisis Gracia no evita mostrar sus discrepancias -imagino que hoy, quince años después y con la evolución de las ideas políticas de cada uno de ellos, ya abismales-, dejando cargas de profundidad sobre la dimensión polemizadora, vejatoria y corrosiva del autor leonés manifestada en sus abundantes sarcasmos hacia alguno de sus colegas de escritura, el cotarro literario. Alfonso Meléndez, compañero de afanes tipográficos del escritor, glosa esa vertiente del personaje y su amistad de décadas. El comentario de Juan Bonilla gira sobre los muchos libros -una buena docena- que encierra el Salón de Pasos Perdidos: uno sobre el Rastro, uno de viajes, otro de aforismos, una novela familiar... Enrique García Máiquez se refiere a la literatura de la modernidad que encarnan los diarios, un hecho en apariencia paradójico para quien defiende de continuo la tradición, los clásicos de traje gris, a Homero y Leopardi; y explicita sus tesis en los rasgos de fragmentación, temporalidad, escepticismo y subjetivismo a partir, una vez más, del asunto del “yo” en la obra de Trapiello, con su emblema, su palabra clave, ese “uno”, ese camuflaje del yo, tan frecuentemente empleado por el leonés y que resalta, al decir del articulista, su soledad. Julián Rodríguez Marcos, prematura y recientemente fallecido hace unos años, contrapone sus lecturas de Balzac y de su amigo en un texto muy personal y autobiográfico. Su hermano, Javier Rodríguez Marcos, aparte de incidir en muchos de los temas ya glosados por otros colaboradores del libro, indaga en la calificación de su autor como “escéptico apasionado”, en afortunado oxímoron; también hay una atención detallada a los aforismos y a las chispas melancólicas del ingenio que atraviesan los distintos volúmenes. De Trapiello resalta Malcom Otero Barral su capacidad para admirar la belleza, emocionarse con el arte y conmoverse con la cultura y, a la vez, su conocimiento y disfrute de la naturaleza, los árboles, el canto de los pájaros, el campo, especialmente en los pasajes extremeños de Las Viñas, un largo canto a la vida amorosa. La insistencia del escritor en unos cuantos temas recurrentes guía el análisis de Martín López-Vega, que cierra su colaboración con un muy estimulante aviso: Que nadie se engañe. Trapiello no se repite. Crece, silencioso y tenaz, como un árbol. Julio José Ordovás sintetiza en afortunada fórmula, plácida rutina, el núcleo central del extenso proyecto de Trapiello. La participación de Javier Alonso, muy personal y llena de emoción, es una rememoración de un encuentro con el leonés en la presentación de un libro de Darío Jaramillo Agudelo, en el que Trapiello y Álvaro Pombo, también presente en el acto, se enzarzan en un divertido intercambio de agudezas. La colaboración de mayor extensión -y también, quizá, la más abstrusa y pedante: Benjamin y Barthes, Klibansky, Panofsky y Saxl (el trío calavera), mucha teogonía, mucha semántica leibniziana, mucho pathos melancólico, muchos cronotopos- es la firmada por Raúl Espadas que, sin embargo, interesa, entre otros motivos, por su análisis del fragmento en la obra de Trapiello, y, a partir de ahí, por la introducción, en relación con ella, de la noción de “fractal”, recuperada ahora, quince años después, por el propio autor para titular su antología de Alianza. Un entusiasta Juan Marqués afirma que el Salón de Pasos Perdidos es el mayor y más sublime homenaje a la vida al que estamos asistiendo hoy en la literatura española, acertando con una de las claves esenciales de la obra. Elena Medel subraya, a partir de los muchos episodios de Las Viñas, la dimensión “rural” de la personalidad de Trapiello, al que entronca así con las vidas de sus propios padres (los de ella). El libro se cierra con un espléndido epílogo de Miriam Moreno, la mujer del escritor, que juega con ironía y lucidez con la dicotomía entre su propia identidad y la de la M. de los libros de su marido, reflexionando sobre las interferencias entre la realidad y la ficción, sobre la condición “polifónica” de esos textos y sobre su carácter poliédrico.
Y todo ello, todos estos sugestivos acercamientos a los diarios de Trapiello, intercalado con las ilustraciones de artistas del círculo familiar y de amistades de escritor: Carmen Lafón, Eduardo Arroyo, Juan Navarro Baldeweg, José Vázquez Cereijo, Javier Pagola, Dis Berlín, Pelayo Ortega, por citar los más conocidos, junto con Rafael y Guillermo Trapiello, los hijos del escritor.
En fin, no hay tiempo para más. Leed este Fractal, el interesante “extracto” -lo es, pese a su extensión- de los Diarios de Andrés Trapiello, y también Vidario, una plural y completísima aproximación a su obra. Estoy seguro de que os van a interesar y, en algunos casos, os van a llevar también a intentar la aventura, ardua pero gozosa, de recuperar desde el primero de la serie los, hasta el momento, veinticuatro tomos en que consiste su Salón de Pasos Perdidos. Os dejo ahora con un divertido fragmento del volumen, que recoge el relato de una firma de libros, esta vez en Barcelona, en una caseta en la que al escritor lo acompañan S., el filósofo, y S., el juglar (siglas que no ocultan sus muy evidentes identidades: Fernando Savater y Joaquín Sabina) y el enfoque humorístico -hilarante- de la narración; ambos, tema y tono, dos de los “lugares comunes” de la obra diarística de Trapiello.
Tras el texto, una pieza de Bach, que he elegido llevado por esta reflexión, recogida de Fractal: La tarde la pasó uno mirando en la televisión viajes exóticos y oyendo música de Bach; seguramente se trataba de una antesala del paraíso. De El clave bien temperado, y en la interpretación del pianista Lang Lang, el Preludio y Fuga No. 1 en Do Mayor.
La primera sorpresa fue ver a mis compañeros de firma. En esto puede suceder de todo. Me habían puesto en medio de S., el filósofo, que no había llegado aún, y de S., el juglar. Pensé que no haría un buen papel junto a ninguno de los dos. Al filósofo le admira uno. Y al juglar también. Cada cual en lo suyo, lo que hacen no podrían hacerlo mejor. La cola que había delante de S., el juglar, para que les firmara un libro de poemas que ha escrito, era larguísima y trenzada, sobre todo, con fans, mujeres de entre los quince y los cuarenta. La cola que esperaba al filósofo, algo menor, era igualmente considerable. Delante de mí tres o cuatro personas deploraban que la suya no fuese tan larga como las otras, para pasar inadvertidos.
S., el músico, firmaba muchísimos libros. Los despachaba a una velocidad prodigiosa, como si quisiera alguien hacerle batir su propia marca. Era una cadena de montaje, le pasaban un libro, alguien le decía un nombre, y sin levantar la cabeza, lo firmaba, mientras uno de la organización agarraba del brazo a la persona a la que acababa de dedicárselo y de un tirón la sacaba de la fila, para dejar paso al siguiente. Algunos llevaban, no obstante, la determinación de decirle algo, y resistían a pie firme los empellones que querían apartarlos de su ídolo. La gente le decía cosas increíbles. Parece ser que todos estaban al tanto de los pormenores de su salud, y lo primero que le señalaban, viéndole fumar, es que no debía hacerlo. Lo reñían cariñosamente, como a alguien de la familia. Él, muy simpático, se encogía de hombros y decía una gracia un poco fúnebre y siniestra sobre su propia muerte. Fumaba y aunque eran las once estaba ya bebiendo una caña de cerveza. Tenía un gran número de fans pobres o analfabetas, que no tenían dinero para comprarle el libro o que no hubieran podido leerlo, chicas lozanas como manzanas y jocundas hasta la exageración, unas gorditas y otras no. Estas, a falta de libro, le traían una foto del Atlético de Madrid recortada del Marca, y al tiempo que le ofrecían sus escotes abrumadores y rubensianos poniéndoselos sobre el mostrador, le decían: «Tío, pon ahí “para Mariola, una cachonda de puta madre”». Como yo ya había firmado los libros a los cuatro que estaban esperando, pude atender a estos coloquios a mi sabor. Es un hombre simpatiquísimo, y me ha alegrado coincidir con él, porque me ha enseñado mucho de la vida. A las chicas que querían que les firmara en la camiseta, les firmaba con gracia canalla y desenvoltura, sin amilanarse por ello. Los guardias de seguridad que traía con él no permitían que se le acercaran más que de una en una, por si lo arrollaban. De vez en cuando me llegaba alguien, y me decía, señalando a mi compañero de la derecha: ¿y esto? Creo que trataban de compadecerme, porque les parecía un espectáculo chabacano y fuera de lugar. Pero se equivocaban. Yo le veía su lado bonito. Lo que no daría uno por tener lectoras o partidarias como las suyas, jóvenes, sanas, «cachondas de puta madre». No es que se queje uno de las que tiene, pero lo otro también estaría bien. La mayor parte de las que venían a verlo, si mi amigo S. se hubiera quedado en la calle sin comer o sin un techo, se lo habrían llevado a sus casas, y lo hubieran sentado a su mesa y le hubiesen puesto un colchón en la salita, para que pasara la noche. Y esa es la verdadera poesía, la que hace de la vida algo más hospitalario. Una muchacha de las pobres le preguntó si no le importaría firmarle las bragas, y S., con acreditadas tablas, la vaciló un rato diciéndole que no pensaría quitárselas allí delante de todo el mundo. La vaciló porque la chica era guapísima. Debía de tener veinticinco o veintiséis años, y, sacándoselas del bolso, dijo que no, que estaban limpias, que las había traído de su casa. S. dijo entonces, vamos a ello. Quiero decir también que era estupendo ver cómo trataba a todo el mundo, pero sobre todo a las mujeres, fuesen jóvenes o viejas, guapas o feas. Lo hacía de una manera especial y próxima, como ese golfo que sabe tratar a todas y cada una de las mujeres como si fuesen su madre, su hermana y su novia al mismo tiempo, y de todas se hace perdonar las pifias. Cuando se las firmó por fin, la admiradora se sinceró, arrastrada por la efusividad, como si pensara, ahora o nunca, y quiso saber si le dejaría darle un beso. Los guardias de seguridad, tratándose de una chica tan guapa, no se atrevían a quitársela de delante. S. dijo que sí, que podía darle un beso. La muchacha, para poder besarle, tuvo que cargar su cuerpo sobre la mesa, le echó los brazos al cuello, en una mano llevaba todavía las braguitas, de color rosa, que no había tenido tiempo de guardarse en el bolso, y cuando todos esperábamos que fuese un beso en la mejilla, le pegó los labios en la boca y le enchufó la lengua hasta la tráquea, y así lo tuvo unos quince segundos, atornillándole. Los que esperaban detrás de ella y vieron la escena, lanzaron unos cuantos hurras, y cuando la chica dio por terminada la faena, le dijo con sincera y grave admiración, como una sumillera de besos, «tío, qué pasada, besas que te cagas». El otro le pegó un chupetón al cigarrillo, se metió en los bronquios un puñado de humo, tosió, y con esa voz cazallosa suya, le dijo con modestia que se hacía lo que se podía, una modestia que fingía que era fingida. Cuando la chica se fue, y mientras seguía firmando libros, yo le pregunté si le pasaban cosas como esa a menudo, y me dijo que a veces. Los que vinieron detrás de la chica guapa le sonreían con sorna, pero felices de que sucedieran esas cosas en el mundo, aunque fuese a otros, y en particular a S., lo que venía en cierto modo a abonar y justificar también su propia admiración por él. Pero no todos fueron encuentros gratos. Entre tanta gente salía algún patoso, y a esos S. los mandaba «a tomar por culo» con mucha distinción también. Sucedió con uno que vino a decirle, «S., eres un capullo». Es increíble, pero alguien había hecho una hora de cola para decirle eso. S. entonces le dijo sin perder la compostura, «que te den, gilipollas», y como tenía a los guardias delante, estos le echaron el guante y se lo llevaron, mientras el espontáneo gritaba que se «cagaba en su puta madre».
En cuanto a la cola que se había formado para el filósofo, se deshizo también al rato. Se ve que la filosofía tampoco puede rivalizar con el mester de juglaría. Al desocuparnos, pudimos disfrutar algo más de nuestro vecino, que, cuando íbamos a despedirnos, se levantó y allí, frente a todos sus fans, se fundió en un gran abrazo conmigo, como si nos conociéramos de siempre y perteneciéramos a un mismo club, no ya al Club de las Almendritas Saladas, sino al verdadero y genuino Cpc o Club de las Peladillas Contadas, mucho más dulces.
Videoconferencia
Andrés Trapiello. Fractal
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