EDNA O'BRIEN. CHICA DE CAMPO. MEMORIAS
Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os ofrece una recomendación de lectura, escogida siempre con criterios de rigor y calidad. Esta semana quiero hablaros de una magnífica escritora fallecida hace ahora poco más de dos meses, el pasado 27 de julio, y que, presente en el programa en una emisión de julio de 2016, quiero traer aquí de nuevo con ocasión de su muerte, como homenaje a su figura y en agradecimiento por las espléndidas horas de lectura que me ha proporcionado. Además, mi reseña de entonces no pudo ser radiada, de modo que su reaparición ahora en este relativamente nuevo formato no solo radiofónico sino también visual, en mi canal de Youtube, resulta especialmente oportuna.
Se trata de la irlandesa Edna O’Brien -y su origen nos proporciona otra “excusa” para recomendaros su obra, habiendo dedicado mis sugerencias de la semana pasada a otro formidable escritor de la misma nacionalidad, Colm Tóibín-, de la que en mi reseña de hace ocho años presenté la que es, quizá, su creación más conocida, la conmovedora -pero no solo- trilogía que con el título genérico de Las chicas de campo, incluye las novelas Las chicas de campo, que da nombre a la serie, La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas. Publicadas en 1960, 1962 y 1964, respectivamente, yo las leí en la edición española de la extremeña editorial Errata Naturae en la que aparecieron en 2013, 2014 y 2015, en traducción de Regina López Muñoz. Además, y como novedad frente a aquel lejano programa, quiero aprovechar para presentaros su excelente libro de memorias, de 2012, titulado en nuestro país Chica de campo, en singular, y de cuya presentación en España en el año 2018 se hizo cargo también Errata Naturae, contando con la misma traductora que la serie novelística.
Edna O’Brien, nacida en Tuamgraney, Irlanda, en 1930, pasa por ser una de las escritoras irlandesas más destacadas, siendo objeto de reconocimiento y valoración mundiales y habiendo recibido elogios de autores tan sobresalientes como Alice Munro y Phillip Roth o, entre sus colegas británicos, Samuel Beckett, de quien fue amiga, John Berger, Kingsley Amis o el también irlandés John Banville, todos ellos nombres mayores de la literatura mundial. Autora de numerosas novelas, ensayos y biografías, guionista de cine y creadora de obras de teatro, galardonada a lo largo de su extensa carrera con premios literarios muy relevantes, con una intensa vida personal y profesional de la que os daré cuenta en mis comentarios sobre su libro autobiográfico, O’Brien alcanzó su mayor repercusión con la trilogía cuya lectura quiero recomendaros esta tarde, escrita, como digo, entre 1960 y 1964; tres libros que, por lo demás y como se verá, presentan numerosas referencias vinculadas a la vida de su autora y que, por tanto, también subrayaré al hablar de sus apasionantes memorias.
Aunque no procede, como es obvio, “destripar” la trama, sí quiero haceros -por significativa para la “presentación” de los libros- una breve descripción del hilo argumental de la serie, que abarca la vida de dos jóvenes irlandesas, Caithleen (Kate) Brady y Bridget (Baba) Brennan, desde su más temprana infancia hasta su primera madurez. En este sentido, y en tanto las novelas siguen la trayectoria vital de las dos amigas -que, además y como comentaré más adelante, presentan personalidades muy diferentes, y hasta opuestas, entre sí-, el ciclo de novelas de Edna O’Brien mantiene un cierto paralelismo con Dos amigas, la obra de Elena Ferrante que recomendé igualmente en Todos los libros un libro hace también ocho años y cuya lectura vuelvo a sugeriros de modo entusiasta.
En Las chicas de campo vemos a las dos muchachas, con apenas cinco años (estamos en torno a 1940, las chicas son casi “contemporáneas” de la autora, en un primer rasgo autobiográfico de los muchos -confesados por su autora-que encierra la serie), en un pequeño y perdido pueblo en el profundo entorno rural irlandés. Con orígenes familiares muy distintos (la vida de Kate se desenvuelve en un ambiente muy modesto, tradicional y opresivo, con un padre siempre borracho y ausente, que dilapida en el juego su en consecuencia menguante patrimonio, y una madre afligida y desamparada en su ausencia de expectativas vitales; la de Baba, por el contrario, es más holgada -aunque encierra, quizá más soterrados, idénticos pequeños dramas, idéntica tristeza, idéntica desolación-; su padre veterinario y su madre un ama de casa atractiva y sofisticada que mitiga su desengaño, su tedio existencial, bebiendo solitaria en los bares de noche), conocemos a ambas niñas en el colegio y en su primitiva vida infantil (en un marco atrasado y sin embargo idílico, muy cercano -la cita es expresa en el libro- a El hombre tranquilo, el clásico de John Ford); más adelante, ya adolescentes, las seguimos cuando son internadas en un rígido colegio de monjas; para, en un tercer gran eje del libro, acompañarlas después en su huída a la capital, a un Dublín muy cercano -en mi percepción durante la lectura- al gris, brumoso, húmedo, oscuro y deprimente de las novelas de Benjamin Black, el álter ego “policíaco” de John Banville, otro destacado escritor irlandés, del que ya os he hablado en estas páginas; un Dublín en el que se independizan, logran un trabajo, flirtean con diversos jóvenes, en episodios que pese a representar momentos de libertad y exaltación, de alegría e iniciación a la vida -o quizá por ello- están impregnados, como la trilogía entera, por la tristeza, la nostalgia, la aflicción, la soledad, rasgos que definen la personalidad de Kate, desde cuya perspectiva se narra la historia. La atracción y la rivalidad entre amigas, el descubrimiento y la fascinación del amor (una ideación algo quimérica de Kate centrada en el señor Gentleman, un muy mayor vecino del pueblo), los ritos de paso a la edad adulta, los sueños y las promesas de futuro, la necesidad de volar en pos de un espacio propio y, a la vez, la añoranza de la casa familiar, la fuerza y también la vulnerabilidad de la juventud, protagonizan esta primera novela, en la que yo mismo he reconocido tantas “sensaciones” de mi propia vida a esas complicadas edades (aunque no, no hay ningún señor Gentleman en mi adolescencia). Un libro a mi juicio deslumbrante y, con mucho, el más intenso, poético y conmovedor de los tres.
La chica de ojos verdes continúa la descripción de la vida de las jóvenes en un período que abarca -aproximadamente: aunque hay “dataciones” temporales en las tres novelas, no siempre son precisas o concretas- desde los diecisiete hasta los veintiún años de Baba y Kate. Desde el punto de vista de esta, que sigue siendo la voz narrativa, se nos cuenta su vida en Dublín en donde, ya asentadas, desarrollan su sencilla existencia -viviendo en una modesta casa de huéspedes, con sus ropillas baratas, sus hábitos mediocres, su diversiones tristísimas, siempre sin dinero-, en una sucesión de idilios irrelevantes, muy prosaicas aventuras y peripecias vitales algo patéticas. De nuevo Kate conocerá el amor (representado ahora en el cosmopolita Eugene, un viajado y ciertamente excéntrico director de cine, de nuevo mucho mayor que ella) y sufrirá por su causa, protagonizando un despertar a la vida que la traerá y llevará de Dublín a su pueblo natal, y de ahí otra vez a la capital, para acabar, en un nuevo desengaño, embarcando hacia Londres en compañía de -cómo no- su amiga Baba.
Por fin, en Chicas felizmente casadas, irónico título de la tercera y última novela de la serie, se nos muestra a las dos mujeres -jóvenes aún- habiendo accedido a una condición matrimonial que no hace honor al adverbio bajo cuya rúbrica se presenta la obra. Sus vidas como esposas -y ahora se alternan las voces narrativas de Kate y también la de Baba, que en los anteriores libros no había aparecido en primera persona- continúan la pauta de desengaño y frustración, de miseria y desolación, de desconcierto y anhelos malogrados, de expectativas incumplidas e inseguridades y dudas y tristeza y desvalimiento y aterradora soledad que ya habíamos conocido en las primeras entregas de la serie. Hay cosas en esta vida que no se pueden preguntar y (oh, Agnus Dei) hay cosas en esta vida que no se pueden responder, es el desesperanzado lema con el que se cierra la obra, evidenciando este tono sombrío de su lúcido enfoque.
La construcción de ambos personajes -y de los numerosos pero muy bien descritos secundarios que surcan la serie- es magnífica, y no resulta difícil identificarse con la algo simple Kate y sus múltiples tribulaciones. Las chicas crecen juntas pero, desde niñas, su amistad se caracteriza por una llamativa ambigüedad, un efecto atracción/rechazo o afinidad/repulsión, que las acompañará de por vida.
Kate es una chica sencilla (Fíjate qué chica tan sencilla, alegre como unas castañuelas, sin reparos en manifestar alegría cuando le sirves un segundo pastelillo, que trabaja todo el día y se mete en la cama muerta de cansancio. Una chica natural, sin dobleces), ciertamente pánfila, tímida y vulnerable, triste y frágil, melancólica y solitaria, débil, ignorante y timorata (Yo, tan maleable, temerosa de todo, irreflexiva, alocada, criada en la ignorancia de la Edad de Piedra y la barbarie religiosa), un pobre animalillo inocente que transmite permanentes sensaciones de desprotección y desvalimiento, una joven desgraciada (Al igual que la inmensa mayoría de la humanidad, su vida había sido complicada y su infancia infeliz), fantasiosa, constructora de quimeras, que vive esperando siempre otra cosa (los faros, sus destellos y los barcos solitarios me hacían pensar en toda la gente que espera a otras personas a lo largo y ancho de este mundo), que añora lo que no tiene y ansía, lo que poseyó y ha perdido, una mujer aburrida, indecisa (jamás había tenido que tomar decisiones. Siempre había alguien que elegía por mí, la ropa, la comida), anodina, que pasa desapercibida y no deja rastro en sus semejantes (la gente me olvida fácilmente), un pajarillo desamparado (Era como un gorrión en medio de una nevada: parda, aterrada, sola, en cita del libro referida a su madre, pero que como señala José María Guelbenzu en su crítica en El País, resulta muy claramente aplicable a ella misma, y definitoria de su delicada personalidad).
Los tres libros están repletos de referencias que completan ese muy interesante y profundo retrato de Kate y de las agitadas aguas interiores que perturban su desasosegado carácter: el peso de la muerte de la madre (aquél fue el último día de mi niñez, dice, a propósito de aquel infausto día), la consecuente culpabilidad en sus momentos de felicidad, pues a mi madre nunca la había visto feliz o contenta, la constante sensación de pérdida (Tenía ante sí a una persona a la que habían arrebatado demasiadas cosas), la infructuosa búsqueda de un lugar propio en el mundo (Por fin estoy aprendiendo a ser yo misma, y cuando sea capaz de expresarme imagino que no me sentiré tan sola ni tan lejos del mundo al que él trató de llevarme demasiado pronto), su obsesiva persecución del amor (A Kate podías decirle “hambruna de la patata”, que ella acababa relacionándolo con el amor, dice Baba), un amor idealizado y condenado al fracaso, como ocurrirá con el señor Gentleman y con Eugene, una ofuscación sentimental que condena su existencia y la destruye (Se llevó la mano al corazón y me dijo que le encantaría arrancárselo, pisotearlo, despedazarlo hasta la muerte, puesto que el corazón era su perdición), la persistente sensación de frustración, la honda e irremediable soledad que convierte su vida en un desolador drama (El insoportable peso del terror que llevaba años acarreando no se había aligerado), atrapada en una afligida nostalgia de un pasado supuestamente idílico en el recuerdo (los prados verdes y apacibles que se desplegaban a partir de la recia casa de piedra y, en verano, las reinas de los prados, blancas como la nata en los promontorios; o también: El mugir de las vacas, el crujido de los árboles, el alegre cacareo de las gallinas que deambulan para aprovechar los últimos minutos de libertad antes de que las recluyan), pero profundamente infeliz cuando se vivió (era un lugar sin vida, afirma, retrospectivamente, del pueblo de su infancia, destartalado, viejo, a punto de desmoronarse. Los comercios necesitaban una mano de pintura, y ya no parecía haber tantos geranios en las ventanas como los que había durante mi niñez. Y del mismo modo: Había escapado por fin de los sonidos tristes: el de la lluvia solitaria golpeando el tejado de chapa del gallinero, el de los gemidos de una vaca parturienta bajo un árbol en mitad de la noche. O aún más abruptamente: No se detuvo a mencionar las tierras pantanosas, ni las pardas ciénagas desprovistas de árboles, ni las hectáreas de campo muerto, inhóspito, con una ruina gris en el horizonte; los lugares de los que había heredado su sentido de la fatalidad).
Frente a ella, Baba es activa, positiva, primaria, superficial, disfruta de la vida -la aprovecha- sin excesivos reparos ni preocupaciones, sin culpabilidades ni angustias, sin prejuicios ni rebuscadas complejidades existenciales. Rozando en muchos casos la frivolidad, su vida es, sin embargo, más allá de esa ligereza epidérmica, mediocre e insatisfactoria, y sus profundas carencias -ya detectables desde la infancia- se traducen, entre otros efectos, en un trato degradante y ofensivo, despiadado y humillante, hacia Kate. Pensé -dice esta cuando recuerda su niñez en común- en todas las veces que habíamos recorrido juntas el trayecto de vuelta a casa desde la escuela, y en lo mucho que disfrutaba echándome a los perros y escribiéndome palabrotas en el brazo con rotulador indeleble, en una muestra reveladora de su singular amistad, de la ambigua y contradictoria relación que las une, también presente de modo significativo en la nota que Baba escribe en una tarjeta de regalo: Para Caithleen, en recuerdo de todos los buenos momentos por los que hemos pasado; eres una imbécil rematada.
El segundo gran motivo de interés de la serie, además del espléndido retrato de sus protagonistas y de la profundidad en la descripción y el análisis psicológico de las dos mujeres, lo constituye la fidedigna recreación del ambiente social de la Irlanda de los años 50. Un país primitivo, anquilosado en el pasado, del que afloran de continuo en las novelas su fanatismo religioso, el rígido catolicismo, su anacrónico puritanismo (los libros, en particular el primero, resultaron escandalosos en la época y fueron objeto de censura a causa de su franca exploración de la sexualidad y la autonomía femenina), la paupérrima vida rural, la reivindicaciones nacionalistas, el conflicto político y el odio a los ingleses, tal y como se refleja en el siguiente fragmento que pone también de manifiesto la componente fúnebre de la vida irlandesa: La muerte era fundamental en aquel lugar. Aquí y allá, las crucecitas pintadas de blanco clavadas en las cunetas señalaban los lugares donde algunas personas habían entregado su vida por Irlanda, y ni un solo día parecía transcurrir sin que muriera algún anciano de gripe, o de muerte natural, o de un derrame cerebral. Por el motivo que fuera, sólo nos enterábamos de las muertes; raras veces era noticia un nacimiento. Son reseñables también las múltiples referencias a claves notorias de la cultura de Irlanda, en la literatura (Joyce), la música (Van Morrison), el cine (la ya reseñada mención a El hombre tranquilo), el verde de la bandera que aflora con valor simbólico en la presentación del pueblo de la infancia, situado en la llanura del corazón de Irlanda, en el que la casa y los prados que se desplegaban en derredor formando una extensión infinita de liso verdor.
En fin, tres novelas magníficas de lectura muy interesante y placentera, que os recomiendo vivamente. Y en tanto los hechos narrados en ellas tienen un evidente correlato en la propia biografía de su autora, resulta obligado, para completar la experiencia, acercarse a esa vida a través del libro que con el título de Chica de campo presentó en 2018 en nuestro país, como ya he señalado, la editorial Errata Naturae en traducción de Regina López Muñoz, profesional experta y de trayectoria consolidada que incurre, sin embargo, en un cierto abuso de la desaconsejada locución "a día de hoy".
Edna O’Brien explica en el prólogo a Chica de campo las circunstancias que provocaron y se convirtieron en el desencadenante de la redacción de sus memorias. Muy cerca de sus ochenta años, la escritora se sometió a unas pruebas de audición, de las que salió con un diagnóstico contundente: «Está usted estupenda, pero el oído lo tiene como un piano roto». Emplazada, consiguientemente, a adquirir unos audífonos, su experiencia posterior con los artilugios resultó infructuosa: la dificultad de su uso y la extraña habilidad de los aparatitos para perderse en la cavidad de las orejas haciendo difícil y arriesgada su recuperación, la llevaron a abandonarlos y olvidarse de ellos. Con los ecos del terminante dictamen -piano roto, piano roto…- aún resonando en sus oídos -nunca mejor dicho-, mientras se deleitaba en la contemplación de las rosas y las higueras de su jardín, pensó que, pese a su actual limitación, su vida, generosa con ella, había merecido la pena: he conocido la alegría y el dolor extremos, el amor correspondido y el no correspondido, el éxito y el fracaso, la fama y el vapuleo; he leído en la prensa que ya estaba caducada como escritora y, peor aún, que era una «Molly Bloom de baratillo»; y, sin embargo, a pesar de todo, he seguido escribiendo y leyendo, he tenido la fortuna de sumergirme de lleno en esas dos actividades intensas que han apuntalado mi vida entera. Estimulada por tan alentadora constatación, sacó un libro de recetas, escogió la del pan irlandés y se entregó a una tarea que llevaba más de tres décadas sin intentar: hacer pan. Y entonces, en mitad de su recuperado quehacer, surgió la “iluminación”: Por muy piano roto que fuera, me sentí más viva que nunca cuando el aroma del pan se apoderó del ambiente. Era un olor antiguo, fuente de muchos recuerdos, y así fue como aquel día de agosto de mi septuagésimo octavo año de vida me senté para empezar las memorias que me había jurado no escribir jamás.
Chica de campo. Memorias, que así es como se titula exactamente el libro, es una narración íntima y reveladora -con un alto valor literario, como corresponde al talento de su autora- de su intensa vida, desde sus humildes orígenes en el campo irlandés hasta su ascenso como una destacada exponente de la literatura contemporánea. Tras recorrer esta singular y apasionante trayectoria vital, al lector le queda el vislumbre -unas memorias, por exhaustivas que sean, pese a que, como en este caso, se extiendan a lo largo de más de cuatrocientas páginas, solo dejan un destello, un atisbo, significativo y revelador pero algo conjetural, de una existencia- de una mujer muy compleja e interesante, muy bella, valiente, seductora, lúcida, sensible, íntima, crítica, poética, profunda, inteligente, sutil, melancólica, pasional, glamurosa, inestable, contradictoria (fuerte y a la vez algo frágil, resuelta e indecisa, sociable y solitaria, romántica y desapegada, enamoradiza e independiente, combativa e indefensa). Su atrevimiento literario y vital, su vivencia desinhibida del sexo, su falta de prejuicios a la hora de mostrar -en sus libros y en su vida- la hipocresía de la Iglesia, la mediocridad de la Irlanda rural, el castrante puritanismo social, el insoportable sometimiento de la mujer, la convirtieron, a ojos de muchos de sus contemporáneos -y de ello también da prueba su libro-, en un monstruo, una ninfómana, una chiflada, una proscrita, repudiada y “expulsada” de su natal condado de Clare, una enigmática y treintañera lechona de las letras, una trepadora social, la Bessie Bunter [un personaje de tebeo, una chica glotona y de pocas luces muy popular en la época] de la literatura, una provocadora sin talento, una mala madre, una Jezabel, expresiones todas vertidas sobre ella en artículos, reportajes y conversaciones privadas. Y su relato también nos muestra (Había muchos yoes, escribe de su propia alma) a la mujer que tiene miedo a nadar, a la que consulta, expectante, su futuro en la bola de cristal de una vidente en un mercadillo, a la deslumbrante frecuentadora de las fiestas de la alta sociedad cultural londinense, a la que se descompone, aterrada, ante la soledad y las tormentas (me dio la impresión de que todo estaba en orden y de que por fin me había establecido; sin embargo, esa certeza se deshacía cualquier noche de tormenta en soledad), entre otras…
La obra se estructura en cuatro grandes partes pautadas por otros tantos puntos de inflexión en su existencia: la infancia en un pequeño pueblo irlandés; la apertura al mundo en Dublín y los primeros intentos de escritura; la residencia en Londres, el reconocimiento, el éxito y la vorágine de una vida social agitada y cosmopolita que la lleva a Hollywood y Nueva York; y la postrera “llamada del hogar”, con una no del todo lograda vuelta a Irlanda, de nuevo Londres, algunos viajes “promocionales”, la vejez…
El libro comienza en Irlanda, donde Edna nació en 1930, en una casa llamada Drewsboro, en Tuamgraney, un pequeño pueblo en el condado de Clare, en el oeste del país. Su infancia estuvo marcada, en su entorno próximo, por una compleja relación, llena de tensiones, con sus padres, en particular con su madre. Un padre con serios problemas de alcoholismo y una madre, una mujer devota, autoritaria, muy rígida, fría, maniática, obsesiva, que pretende imponer a su hija una cerrada y represiva visión del mundo (y que influirá decisivamente en su trayectoria literaria: Cuando mucho más tarde escribí sobre mi madre, esa preocupación que me inspiraba se había acentuado y lo impregnaba todo). Una familia de escasos recursos, una vida austera pese a que el padre había heredado la casa y unas tierras de las que, poco a poco, se vio obligado a desprenderse para hacer frente a las deudas. El contexto social era también restrictivo, en una Irlanda de moralidad puritana y asfixiante, bajo la coercitiva influencia de la Iglesia Católica.
El relato de esos días de infancia (un batiburrillo de anécdotas, chismes, alegorías y consternación llenó el lienzo de mis primeros años de vida, a un tiempo hermosos y aterradores, tiernos y despiadados), proporciona el telón de fondo emocional y temático para gran parte de su obra novelística, en particular de su exitosa trilogía, claramente inspirada en el paisaje físico y moral de Drewsboro. Así, y entre otras variadas informaciones, conocemos el pintoresco árbol genealógico de la familia (un periódico irlandés contactó conmigo para analizar mi ADN junto con el de otras personas con apellidos históricos. (…) Remití la muestra y a su debido tiempo fui informada de que, a tenor de las averiguaciones, comparto ADN con la última zarina rusa, con María Antonieta y con Susan Sarandon); las ostensibles diferencias entre las dos ramas de su estirpe; el conflictivo testamento de la madre, desheredando a su hija y dejándole la propiedad a su hermano; el terrible incidente con Abdullah, el perro de su tío que la atacó gravemente cuando ella apenas tenía tres años; los juegos con las muñecas, no del todo inocentes para una niña pequeña (Cogí al tamborilero y lo tumbé sobre la princesa, con su vestido azul de tafetán y su delantal de tul, volví a poner la tapa y los dejé para que hicieran travesuras); el precoz embarazo no deseado de una joven vecina y la curiosidad y las sospechas no formuladas de Edna ante “ESO”; los recuerdos de la madre de sus días en América (los sabores de los helados, la elegancia de las mujeres, su nostalgia de aquel tiempo); los extravagantes visitantes de la casa (Mabel la loca con sus delirios, las gitanas de la zona, insistentes y proclives al hurto, los remotos primos dublineses que hacen albergar a la familia la esperanza de una difusa herencia); las partidas de cartas entre los lugareños, inevitablemente finalizadas con broncas y puñetazos, a menudo por cuestiones políticas, lo que provocará la reflexión de la joven y dejará en ella una huella indeleble, muy perceptible en su obra (A muy tierna edad comprendí que yo pertenecía a un pueblo feroz, y que las heridas de la historia eran tan descarnadas y vividas como las imágenes de los mazos de cartas revoloteados. El Norte era una zona en un mapa, y sin embargo, por la manera que tenían los vecinos de arengar, perdiendo los estribos y lanzándose mutuas acusaciones, sentí que algún día esa región ensombrecería nuestras vidas); la experiencia en la escuela, la obligación de barrer el aula, los ratoncillos asomando sus hociquitos por entre la madera del suelo, las clases de historia, las flores que las “niñas bonitas” regalan a la maestra; la casa llena de libros de oraciones y antologías religiosas; los primeros indicios de una vocación literaria, un relato escrito a los ocho años, de título Bohemio y enrevesada trama gótica, basada en el excesivo drama narrado en un libro encontrado en un baúl en una casa vecina; la fascinación por las estrellas de cine, cuyas fotos salían en los paquetes de cigarrillos, que Edna pedía a todos los hombres fumadores y servían de inspiración para la elaboración de pequeños folletines con Clark Gable y Dorothy Lamour como protagonistas; las historias del joven Carnero, el mozo al servicio de la casa, asiduo frecuentador de los pubs locales (Sorprendentemente para un pueblo de mala muerte, había veintisiete pubs, tres ultramarinos, una pañería, una farmacia, cero cines y cero bibliotecas, en significativa descripción del panorama del entorno) y objeto pasivo de un difuso enamoramiento infantil de la niña, obviamente frustrado (Había matado el amor, antes incluso de conocer la magnitud del amor); las crueles bromas que padece por su inocencia (como cuando una tía le asegura que su madre no es la verdadera, que la auténtica vive en Australia; lo que provoca el terror y la desolación de la niña); las vacaciones de verano; su etapa como interna en un colegio de monjas, “Las esposas de Cristo”; el febril enamoramiento de una joven novicia; la llegada al pueblo del guapo Roland, simultáneamente atractivo y peligroso, foco dominador en los guateques y protagonista de un primer e insatisfactorio encuentro sexual (El mundo, con todos sus pecados, artimañas y lisonjas, me llamaba).
La segunda parte se abre con el desplazamiento juvenil a Dublín. El deslumbramiento de la capital, las coloridas vallas publicitarias, los rutilantes letreros luminosos, la novedosa moda mostrada en los anuncios de los periódicos, los espectáculos musicales, su relativa libertad de costumbres (En Dublín prosperaba el desenfreno), los expectantes paseos con las amigas en escenas que veremos en sus novelas, las multitudes, abigarradas y diversas, que albergan mil y una historias, exaltan su ánimo, despiertan su hambre de vida (Yo estaba hambrienta. De comida. De vida. De las historias que iba a escribir, sólo que todo era efervescente y rudimentario en mi cerebro sobreexcitable), su ansia de libertad, de independencia, de liberación del plúmbeo lastre del pasado. Sin excesivo entusiasmo, entra a trabajar en una farmacia, asiste a conferencias y charlas para obtener el título de oculista, soporta a duras penas la monótona rutina, la sofocante atmósfera religiosa que proscribe la prensa británica, la literatura del mal, el comunismo, los futbolistas extranjeros, el cine (Orson Welles, Danny Kaye, Larry Adler y Arthur Miller fueron denunciados y hasta Cole Porter censurado) y promueve, entre otros disparates, la prohibición de la comercialización de los tampones. Recuerda, con una mezcla de nostalgia y despecho, su pasado rural, su amado, perdido y quizá nunca recuperable Drewsboro (Comprendí que siempre volvería a Drewsboro y que, sin embargo, nunca más volvería del todo), su exigente madre. En este clima, Edna multiplica sus encuentros con los hombres, siempre insatisfactorios por lo abruptos y previsiblemente desapasionados (El sueño del amor, ese vínculo místico que une tanto cuerpos como almas, había saltado por los aires, y me zafé de su abrazo, afirma, despechada, cuando comprende que ha vuelto a malinterpretar las intenciones de su acompañante, mezquino, ordinario, vulgar. Pero volverá a incurrir en decepcionantes escarceos sexuales, muy alejados de sus anhelos románticos: Lo que yo deseaba por encima de todo eran las sílabas mágicas de un «te quiero»).
Desanimada, empieza a pasar sus jornadas de libranza entre librerías y tenderetes de libros. Y en su vida irrumpe entonces un fino volumen de T. S. Eliot llamado Introducing James Joyce. Comprará el libro, lo llevará a todas partes, copiará sus citas y así, copiándolas, fue como empecé a vislumbrar su grandeza, los fragmentos de diálogos breves e impecables, las ricas descripciones de cadáveres, cabestros, cerdos y vacas, el mar y los guijarros, y las extraordinarias ascensiones en las que se desplegaban mundos dentro de otros mundos. Poco después, recibirá el encargo de escribir una columna semanal para la revista de una empresa en la que trabaja una amiga, y con solo veintidós años y bajo el pseudónimo de “Sabiola”, dará los primeros pasos en su carrera literaria, pergeñando una especie de crónicas de sociedad que debían tener seiscientas palabras de extensión y tratar cuestiones livianas de interés para las mujeres.
Y un buen día conoce a Ernest Gébler, indescriptiblemente guapo, cetrino, de ojos marrón oscuro y facciones graníticas, escritor, mundano, asiduo de los ambientes hollywoodienses, que frecuentaba a causa de la producción de sus obras, cosmopolita y culto (Hablaba de James Joyce con toda la familiaridad del mundo, refiriéndose a Leopold Bloom como «Poldy»). Seductor, con su voz hipnótica, con todo el mundo inclinado ante él, Edna, eufórica, cae rendida a sus encantos. Él, casado y con un hijo, la sacará -literalmente- de la farmacia y seis semanas después viven juntos en Lake Park, en el condado de Wicklow, la casa de campo de Gébler. El escándalo es mayúsculo. A través de una carta anónima a los padres de Edna les llegan mis transgresiones y mi pecaminosa vida con un malvado desconocido. La pareja huye a la isla de Man en busca de tranquilidad. Allí los localizará, sin embargo, una comitiva formada por su hermano, su padre, el abad de un monasterio cisterciense amigo suyo, el jefe de su hermana, responsable último de su contratación para los artículos de “Sabiola”, un vecino del pueblo y un extraño policía, en un elenco estrafalario que da idea del estado de cosas imperante en cuestiones “morales” en la sociedad irlandesa en aquella época. Tras un incidente violento, los perseguidores abandonan sin éxito su misión. Gébler redacta y da a firmar a Edna una dura carta a sus padres, que se transcribe en el libro, rompiendo con la familia y con su pasado (Firmé, y mientras lo hacía comprendí que, al abandonarlos por él, había quemado mis naves), un texto de cuya crudeza se arrepentirá años después cuando redacte sus memorias.
La vida en Lake Park, en principio promisoria (la pareja tendrá dos hijos, Carlo y Sasha), pronto se revela, no obstante, tediosa para ambos. Ella se siente un poco perdida y fuera de lugar en la casa, permanentemente sometida a la mirada escrutadora de Nancy, la sirvienta de Ernest, cada vez más parecida a la del ama de llaves de Rebeca. Constata el abismo que existe entre ellos y las muchas cosas que los separan. Se encuentra más sola de lo que debería haberse sentido una mujer enamorada, o enamorada a medias. Lee entre lágrimas Madame Bovary, la escena final con Emma en su lecho de muerte, evocando aún su amor, y la envuelven las lágrimas: ¿Por qué la vida no podía vivirse con esa misma intensidad? ¿Por qué sólo en los libros encontraban salida mis emociones?
El traslado de la familia a Londres, sin atenuar su malestar, abre una ventana al mundo (en Londres hallaría tanto la libertad como el acicate para escribir). Se mudarán en 1958, cuando ella tiene apenas veintiocho años. Allí, entre el recuerdo de su vida rural, soñando con Drewsboro con fuente de inspiración, añorando aquel mundo anterior, escribe, en solo tres semanas (se había escrito sola, yo fui una simple mensajera), Las chicas de campo, que la da a conocer -con una mezcla simultánea de aprobación y reproche- en la escena literaria irlandesa. Informes de lectura, críticas y reseñas favorables (elogios chafados por los ecos que llegaban de Irlanda) y, a la vez, una hostilidad desatada (El furor que suscitó la novela me pilló desprevenida). Cartas de la superiora del convento de las mercedarias, de las amigas de la familia, de su propia madre (esperaba y rezaba porque no estuviera yo a punto de condenar a mi gente a la ignominia y la deshonra) repudiando su libro; el arzobispo de Dublín, el de Westminster y el ministro de Justicia de la época, Charlie Haughey, declarando que la novela era una ordinariez; el autor L. P. Hartley describiendo el libro como la caprichosa historia de dos ninfómanas irlandesas; y hasta la cartera de su comarca afirmando que el justo castigo por su obra sería que me pasearan desnuda por el pueblo.
Por otro lado, sus padres, que se ven representados en la novela (el párrafo con el que arranca la novela reflejaba el temor al padre, escribe Edna; y también: fue mi madre quien llenó el lienzo e impregnó mi primer libro. Ya mientras lo escribía me figuré que no daría su aprobación), rompen con su hija (Eres una mierda… Lo has sido desde que naciste, y siempre lo serás —dijo. Fue la última vez que estuvimos allí en familia), provocando que ella redacte su cruel y excesivo epitafio, que desde entonces no ha hecho sino consternarme, sólo que lo hecho, hecho está, confiesa: Voy a escribirles y a decirles que los odio, a esos padres al borde mismo de la extremaunción, que lo odio a él por haberme asesinado en todas y cada una de mis más insignificantes inclinaciones, a tal punto que caminaba encorvada, era incapaz de reflexionar sin temblores y contaba las estupideces más insinceras para no alterarlos; y a ella, que me recosió, cogió una aguja recia que era su corazón y un carrete inmenso de basto bramante que era su voluntad, y cada vez que me salía del camino me llamaba, rápido, rápido, para que volviera al mundo de las gachas y los retortijones, a los cuartos fríos y oscuros que hedían a alcohol vomitado, a los cuartos fríos y oscuros que aguardaban el encargo del próximo pecado abominable. Un texto atroz, muy duro, triste, emocionalmente insoportable, desgarrador, pero, a la vez, muy descriptivo de la personalidad de Edna y, parece obvio, de su indudable talento literario.
Por si fuera poco Gébler no soporta el triunfo de su esposa, celoso de su éxito, sintiéndose injustamente preterido, interpretando que la brillantez de su mujer constituía un ataque, un “sabotaje” a la confianza en sí mismo. Es muy revelador el pasaje en el que O’Brien relata su reacción tras leer el libro: Sí, tenía que reconocer que, pese a todo, lo había conseguido, y a continuación pronunció las palabras que fueron el golpe de gracia para nuestro ya deteriorado matrimonio: «Sabes escribir, nunca te lo perdonaré». La vida doméstica es ya irrespirable (No había peleas ni escenas, sólo silencio y rutina; La fricción aumentaba soterradamente), el matrimonio está acabado, ahora estaba preparada para alzar el vuelo, dirá; pero también: era un alivio marcharme pero al mismo tiempo me aterraba lo que estaba por venir. Se suceden entonces los episodios relacionados con la separación y el divorcio, los conflictos matrimoniales, las agresiones, la ruptura, las descalificaciones (un monstruo jactancioso, desprovisto de todo rasgo humano, le escribe Ernest), las campañas en su contra (A un amigo suyo, un escritor irlandés llamado John Broderick, le encomendó el trabajo sucio de que en un periódico patrio titulado Hibernia declarase, reproduciendo las palabras textuales de mi marido, que yo «tenía el talento en las bragas»), las amenazas (Si recurres a abogados y tribunales, te plantaré cara. Estoy completamente decidido y lo haré a mi manera), las diferencias económicas, los juicios, la batalla por la custodia de los hijos, el chantaje a los niños, la culpa (en un sueño el juez me observa tratando de decidir si soy o no soy una buena madre), el sufrimiento, el dolor y, paradójicamente, la inspiración y la energía para encarar un nuevo proyecto literario: En aquel momento me vino la idea para mi próxima novela. Ahí reside el misterio de la escritura: surge de las aflicciones, de los momentos de vacío, de un corazón abierto en canal. Y, en su nueva novela, pondrá en boca de Baba: Lo que las mujeres necesitamos no es el derecho al voto, sino ir armadas.
Y la vida sigue, y su fama, su éxito mundano la llevan a fiestas, partys, cenas, encuentros, vida nocturna, alcohol y drogas, a la frecuentación de escritores, artistas, productores, fotógrafos, la bohemia, la quimera de los swinging sixties londinenses (Era la vida bohemia que tanto había anhelado para mí). Obtenida la custodia legal de sus hijos, acabará por enviarlos a un internado, su trasnochadora agitación incompatible con la vida familiar convencional (cuando el colegio quiere expulsar al mayor, Carlo, pillado fumando cannabis, Edna se deshace en disculpas y promete un serio castigo al chico, a lo que el director responde: La cuestión (…) es que su hijo dice que empezó a fumar con usted, señorita O’Brien).
Las páginas del libro se llenan entonces de nombres famosos, muy reconocibles incluso para quienes lo leen seis décadas después. Muchas páginas, muchos nombres. El cantante Richie Havens (su interpretación de «Just Like A Woman» me cautivó), con el que vivirá una nuevamente frustrante aventura; Robert Mitchum, que entre la ingente y anónima masa de asistentes a una fiesta la elegirá a ella -guapa, llamativa- y con una seña con la cabeza, me dijo: «Vámonos… nena», y nos fuimos; Lee Marvin invitado sorpresa en el cumpleaños de uno de sus hijos; Paul McCartney, que cantará a los niños de Edna, ya metidos en la cama, Those Were the Days, el gran éxito de Mary Hopkin de aquellos años, y que improvisará una canción sobre la propia Edna (Oh, Edna O’Brien//no miente,/escucha bien/lo que tiene que decirte,/porque Edna O’Brien/te hará suspirar,/te hará llorar,/hey, te hará enloquecer); Andrew Loog Oldham, manager de los Rolling Stones; la princesa Margarita; su marido, Lord Snowdon; Marianne Faithfull (otra de las habituales en mis fiestas, el arquetipo de flower girl con su pelo largo y sus collares de cuerda, descalza por la casa); Sean Connery; Roger Vadim y Jane Fonda; Judy Garland; Shirley MacLaine; Richard Burton, recitando a Shakespeare; Leslie Caron; Marlon Brando, Jean-Luc Godard; Gore Vidal; Elizabeth Taylor, Michael Caine y Susannah York, que iban a ser los intérpretes de una película, finalmente fallida, cuyo guion, escrito por O’Brien había comprado Hollywood; el actor Patrick Magee, que quienes tenemos ya unos años asociaremos por siempre al intérprete principal de Los Vengadores, la legendaria serie de los sesenta; el dramaturgo Harold Pinter; Robert y Beryl Graves; Laurence Olivier; el primer ministro Harold Wilson; Lawrence Durrell; Maggie Smith; Ingrid Bergman; Anthony Burgess; el psiquiatra R.D. Laing, medio Lucifer, medio Jesucristo, que la guiaría en su primera experiencia -no del todo afortunada- con el LSD. De la magnitud de la constelación en torno a la que gravitaba Edna O’Brien dan buena prueba los nombres de las tres primeras personas que la visitaron en el hospital cuando se recuperaba de una crisis alucinatoria provocada, precisamente, por el mal viaje en esa vivencia alucinógena: la escritora Marguerite Duras, el autor teatral Peter Brook y el Nobel de Literatura Samuel Beckett.
Y la profusa y minuciosa identificación, sin ahorrar nombres y apellidos, de “figuras” públicas que aparecen en el libro, contrasta con la discreción con la que se da cuenta de los también innumerables episodios amorosos, dos de una especial relevancia. Enamoradiza -ya se ha dicho- en el libro aparecen también estos fugaces -a veces no tanto- destellos en su vida, pese al glamour, pese a los excesos, casi desolada. Un editor; un cantante famoso; el hombre salvaje a lomos de su corcel [que rescata a] la damisela no exactamente en apuros, pero sí a la espera; Jay, el primero de los dos amores “consistentes”, como casi todos los demás casado (Según el naturalista Gilbert White, el amor y el hambre son «los dos grandes móviles de las bestias»; la bestia que había en mí lloró a Jay durante muchos años); el segundo, un político muy conocido, al que designará como Lochinvar, personaje histórico escocés, y con el que vivirá, como siempre sin posibilidad alguna de estabilidad confortable, el vértigo del idilio, las muchas vueltas y revueltas, las ideas sensatas replanteadas, los vientos alisios calientes, fríos, y luego calientes de nuevo. Resulta imposible inmortalizar por escrito la esencia del amor; sólo permanecen sus síntomas, la absorción erótica, la desmesurada disparidad entre los ratos pasados juntos y los ratos de separación, la sensación de estar excluida.
El frenesí de la vida libre y desordenada choca con la vocación literaria, con el ansia de escribir: No había conexión alguna entre ambos mundos, el embriagador mundo de las fiestas y el atenazante mundo del trabajo. Su situación económica tampoco es buena (Una mañana desperté y descubrí que estaba arruinada). En un sueño, como tan a menudo en ella, llegué a ver mi yo dividido, un presagio, un augurio que la hace querer recuperar la escritura. La época de las fiestas estaba tocando a su fin, concluye.
Empieza la tercera parte, con la página en blanco, su imposibilidad para recuperar la época en que las palabras salían espontáneamente para escribir historias. Sigue habiendo confusión, búsqueda. Se recluye en una casa de campo inglesa para recibir las enseñanzas de un difuso gurú (que aseguraba haber recopilado los secretos de la libido de Oriente y Occidente), acude a un balneario austríaco -muy La montaña mágica- en busca de sosiego espiritual, excusas para postergar el terror que la invade a la hora de escribir. Hay un largo y espeluznante capítulo -El Norte- sobre el conflicto en Irlanda, en donde se cuenta el terrible clima de violencia, ejecuciones, atentados y matanzas entre los dos bandos, el católico y el protestante, y sus diferentes facciones (el IRA, las cuatro organizaciones paramilitares protestantes, las fuerzas de seguridad y el Ejército británico) del encarnizado enfrentamiento tribal, los cruentos troubles, que tiñó de sangre (batallas callejeras, toques de queda, terror y contraterror, coches bomba, trampas cazabobos, señuelos, bloqueos de carreteras, asesinatos, emboscadas, ajustes de cuentas, palizas de castigo, y el turbio universo de agentes y agentes dobles) la isla verde entre 1968 y 1998, tres décadas terroríficas. O’Brien cuenta su vivencia en Belfast, plasmada en decenas de historias escalofriantes, desgarradoras (No es que no hubiera historias, sino que había demasiadas, bárbaras e inconclusas, que a menudo desafiaban la comprensión humana) que no puedo siquiera resumir -ya hablé aquí, hace años, de un excelente libro sobre el asunto, No digas nada, de Patrick Radden Keefe-. Mencionaré tan solo la controvertida implicación de la escritora en el conflicto, con episodios que van desde la acusación que el escritor Hugh Leonard le lanzó en un restaurante dublinés, a voces, para que todo el mundo se enterase, de que ella se acostaba con provos (como se llamaba a los miembros del IRA), hasta su polémico perfil de Gerry Adams, el líder independentista irlandés, miembro del IRA y residente del Sinn Feinn, publicado en 1994 en el New York Times. Esta sección del libro se cierra con más ejemplos de vida social cosmopolita y rutilante (Caras conocidas, escritores, actores, políticos y una falange de joyas, suficiente para dar de comer a un país hambriento (…) Recuerdo un Magritte (…) En otro salón había un Picasso), aunque esta vez en Estados Unidos, singularmente en Nueva York, a donde acude para dar clases en diversas universidades. Sigo asombrándome cada vez que repaso la amplia lista de personas que allí conocí: la invitación de Hillary Clinton para cenar en la Casa Blanca, un evento en el que estará flanqueada por la propia Hillary, a un lado, y Jack Nicholson a otro; la coreógrafa Martha Graham, Gregory Peck, el escritor Thornton Wilder, Günter Grass, los directores de cine Neil Jordan y Milos Forman, Norman Mailer, el hombre aniñado que me dio un tímido beso en la iglesia católica de San Juan Evangelista, en Brooklyn, la mujer del economista Kenneth Galbraith, Carlos y Sylvia Fuentes, y Al Pacino con su novia, la guapa Lyndall Hobbs, Robert Mapplethorpe, el prestigioso editor Roger Straus, Joseph Brodsky, John Huston, Robert Downey, Philip Roth, el boxeador Jake LaMotta, y la larga y profunda amistad -diez años de contacto estrecho- con Jackie Onassis, de la que Edna da cuenta en un relato plagado de anécdotas.
La cuarta y última parte de la obra nos lleva ya a los años noventa y al intento de O’Brien por instalarse en Irlanda, en concreto en el condado de Donegal, en el extremo noroccidental del país. La narración se detiene en las dificultades de intendencia que supone la experiencia para una mujer ya mayor viviendo sola en un lugar aislado y de muy adversa climatología. Volverá a su antiguo barrio londinense de Wimbledon Common, donde una nevada en enero de 2011 trae a su memoria el invierno de 1963, y el recuerdo de la época en que dejó a su marido y se fue a vivir al barrio, fragua en un capítulo formidable, en el que la memoria se imbrica en el presente, la descarnada autoconciencia (El amor se había ido por la ventana. Como escritora se me consideraba lasciva e irracional, con una gama de temas estrecha y obsesiva), la sombría presencia de la muerte, evocada en la poesía de Sylvia Plath (sus poemas, preñados de la presencia de la muerte y la de los hijos, me parecieron la voz misma de mi alma), la sugestión del suicidio. Pero remonta, y hay más viajes (Iba a ir a Australia para promocionar mi libro en tres ciudades: Melbourne, Adelaida y Sidney), y otro beso furtivo, y sensual, recibido de manera inopinada y de todo punto improbable de un joven y muy bello Jude Law -Adonis, le llama-, cuarenta años más joven: Se acercó a mí, con su pelo dorado, alumbrado por un sol suave de agosto, y de pronto y sin mediar palabra se agachó y me besó. Como en las películas. Ya no hay rastro, sin embargo, de la excitación del amor, de su palpitante temblor: Pensé en lo mucho que me alegraba de ser vieja, y exhalé un suspiro de alivio porque aquello no hubiera sido el comienzo de nada, un salto en el trampolín del amor: más intensidades, más fervor, más esperanza, más desolación, más todo.
Y hay una postrera y muy triste visita a la residencia de ancianos en la que está internado su padre y la imposible reconciliación: Se sentó y empezó a cantar «Danny Boy»: «Las gaitas, las gaitas están llamando…». La cantó entera, con lágrimas en los ojos, y cuando hubo acabado alzó la vista con un gesto desesperado y suplicante. Sabía que quería que me acercara y lo abrazara, y yo quería hacerlo, pero no pude, y la soledad lo cercó aún más en aquel salón cavernoso. Y hay referencias a la actualidad más cercana a la fecha de publicación del libro: el Informe Ryan y al Informe Murphy, que documentaban los abusos a niños por parte de miembros del clero irlandés, el impacto de la crisis financiera de 2008, su primera película en 3D, un documental de su amigo el director Werner Herzog.
Y el círculo vital se completa con la visita a la derruida casa familiar de Drewsboro, la memoria imponiéndose frente a la ruina: La inquietante presencia de mi madre seguía impregnándolo todo: las arrugas de la cortina naranja, la coquera en la que escondía chocolatinas, y los cojines de franela donde había bordado motivos celtas antiguos, imaginando que me impresionarían. Cuánto luchó por sacarlo todo adelante. Hay aún un significativo encuentro con una mujer desconocida en las viejas calles londinenses que Edna paseo entre recuerdos de décadas atrás: Comentó la frecuencia con que me había visto por esas calles londinenses allá por los sesenta, toda glamurosa, con pendientes largos y un abrigo de gamuza en patchwork, y la vida que yo debía de haber vivido. Había muchos yoes: el yo que esa mujer había visto; el yo que se sentaba en un cojín en el mercadillo Antiquarius con Isabella, la vidente de las Highlands, con su bola de cristal envuelta en varias capas de tela, como una momia, esperando como podría haber esperado ante el oráculo de Delfos; el yo que jamás superó el miedo a nadar, a pesar de haber ido a clases en unos baños públicos cercanos, con un monitor que se colocaba sobre una plataforma sujetando una cuerda a la que yo me aferraba. La reflexión final de O’Brien cierra de manera melancólica el libro:
Fue como si dentro de mí dos países batallaran, se hostigaran e hicieran las paces, como las dos mitades de mi yo beligerante.
En casa encendí todas las luces, también la de la lámpara roja del cuarto de arriba, y no me pareció vacía: estaba llena de luz, como la habitación que se prepara para un último banquete.
No hay tiempo ya para más, temas principales, rasgos de estilo (por encima de todos, ese demorado detenerse en la descripción de los lugares, de los objetos: a mí Drewsboro me parecía el rincón más precioso y lozano del mundo entero. A ambos lados de la vereda había unas lomas herbosas plagadas de flores silvestres, lampazos y mala hierba en flor, con abejas que zumbaban yendo y viniendo de tan melifluos enclaves, y un fuerte olor a ortigas. Los pájaros se lanzaban en picado por rachas desiguales, y las mariposas, marrón aterciopelado, granates y carey, de colores deslumbrantes siempre armónicos, siempre extraordinarios, se movían en capas más altas, como retales de seda volante). Os dejo ya con una de las cartas que Edna escribe a su madre, en la que, a punto de dar a luz a su primer hijo, deja entrever atisbos de sus conflictos conyugales. Tras ella, y de entre las muchas referencias musicales de las memorias, la ya mencionada Those Were the Days, de Mary Hopkin, que llevó en 1968 a la británica al éxito mundial (también en nuestro país, en el que la canción apareció igualmente en una versión traducida, Qué tiempo tan feliz). Pienso que su letra se aviene de maravilla con una de las etapas más exultantes de la vida de la escritora: Qué días aquellos, amigo mío,/creíamos que no acabarían,/cantábamos y bailábamos hasta el infinito./Viviríamos como quisiéramos…
Querida madre:
Era un vestido verde de seda con falda plisada, las tablas se deslizaban unas sobre otras, con la chaqueta a juego, parte de tu ajuar. Mi vida ha cambiado y, sin embargo, en muchos aspectos sigue siendo la misma. Ojalá pudiera hablar contigo, ojalá pudiera sincerarme con alguien. El hombre con el que estoy es todo un misterio, tiene sus días malos y sus cambios de humor. Su familia por parte de padre era armenia, advenedizos que llegaron a Checoslovaquia y a Bohemia, y allí se establecieron. Era una familia de músicos, les corría la música por las venas. Un tío abuelo, o quizá un tío a secas, que era violinista en Praga, se aserró la mano derecha con tal de no servir para la Gestapo. Él no llegó a conocer a ese tío, o tío abuelo, sólo sabe que lo llamaban Herman, pero se identifica con él hasta la mortificación. Ha heredado rasgos a los que él mismo es ajeno, pues es de origen armenio, judío, checo, alemán e irlandés. A veces percibo en él una mirada oscura y siniestra, y yo me encojo de miedo a pesar de que no va dirigida a mí, o no siempre. Por lo que a mí respecta, en el amor clavabas tu bandera y ya estaba ganado. Ernest también es amable y considerado, algunas noches las pasamos en el estudio, sin encender la lámpara, y todo es cariño y ternura. Pero son sólo interludios. Por ejemplo, un día soñó que yo daba una fiesta, una gran fiesta para la que contrataba una carpa y servía caviar en cuencos de cristal y litros de champán. Cuando se despertó se enfadó conmigo, como si esa fiesta hubiera existido de verdad y yo hubiera incurrido en semejante extravagancia. Estoy intentando escribir. Escribí sobre una carretera azul, pero él dice que eso no existe. Se me confunden las ideas. Cuando pienso en el porvenir, de aquí a diez o quince años, no me veo llevando todavía esta vida. Hago mermelada cuando los nísperos y los ciruelos dan fruto. A él le gusta que haga mermelada, eso me convierte en una auténtica ama de casa. Sus amigos tienden a considerarme indigna de él, insustancial. Cada vez que me acuerdo de Drewsboro veo la escarcha, por la mañana temprano camino de misa o volviendo ya, la hierba alta empenachada y a ti diciéndome que mire bien dónde piso para no mancharme los zapatos buenos de cabritilla que me ponía para tomar la comunión. Cuando nazca el bebé puede que hagamos las paces, que eso nos una otra vez. Estoy muerta de miedo, muerta. Tu parto se ha mezclado con el mío. Quiera Dios que no me ponga en ridículo cuando me toque a mí.
Videoconferencia
Edna O'Brien. Chica de campo
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