SARA BARQUINERO. LOS ESCORPIONES
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde traigo un título que siendo muy voluminoso, ochocientas páginas, y de una relativa dificultad en su lectura, además, exigirá a quienes decidan adentrarse en sus páginas una importante dedicación de tiempo, que quizá no resulte de cómoda conciliación con las tareas académicas a las que se supone que, en principio, están entregados los universitarios, destinatarios naturales del espacio. Pero, en fin, siempre cabe, si mi sugerencia despierta suficiente interés, guardarse la referencia para más adelante, para momentos más propicios que permitan disponer de las muy dilatadas horas que el largo texto exige para encarar su placentera lectura.
Aunque, siendo sincero -y espero no resultar disuasorio tan al comienzo de mi reseña-, no sé si “placentera” es el adjetivo más idóneo para calificar la lectura de la difícil, aunque interesante, novela que hoy os propongo. Se trata de un libro extraño, poco convencional, con un punto de experimento, extravagante, fatigoso, arriesgado, complejo y que, precisamente por ello, me ha hecho reflexionar acerca del porqué de su lectura e incluso, en un plano más general, de las razones últimas -o sinrazones- por las que leemos.
Adelanto en primer lugar su referencia para, antes de entrar en el comentario específico sobre su temática, las tramas argumentales, los planteamientos literarios, el estilo y los propósitos que presumiblemente guían a su autora, plantear mis divagaciones algo extemporáneas sobre mi controvertido -lo confieso- acercamiento a la obra. Se trata de Los escorpiones, la parece que muy aclamada -y también polémica- novela de la jovencísima Sara Barquinero, publicada en febrero de este año por la Editorial Lumen.
Debo empezar diciendo que a lo largo de la dilatada lectura -insisto en que ochocientas largas páginas, arduas por momentos, no pueden encararse en los ratos libres de un par de tardes ociosas- fueron bastantes las ocasiones en que me asaltó la tentación de abandonar el libro. Y ello incluso cuando ya había dado cuenta de más de la mitad de su extensión. Y confieso el motivo principal de mi casi irresistible voluntad de “dimisión”: apenas nada de lo que la vasta novela cuenta me concierne en lo más mínimo, el “mundo” en el que nos introduce Sara Barquinero no me interesa en absoluto, me resulta incómodo, incluso. Viene a mi cabeza el título de aquella novela del peruano Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno. El universo de Los escorpiones es -en todas sus facetas, estamos ante un texto poliédrico- ancho (no volveré a incidir en su extensión) y absolutamente ajeno a mi realidad, a mis preocupaciones, a mi sensibilidad y, en definitiva, a mis intereses. Además, la inmersión en la novela no solo ha supuesto tener que compartir las vicisitudes de sus protagonistas -muchas veces incomprensibles, oscuras, disparatadas y en todo momento a años luz de las mías propias, por edad, por generación, por gustos, por inclinaciones, por personalidad, por referentes, tan distintos todos de los de su creadora, una joven de treinta años-, sino también me ha obligado a enfrentarme -sin éxito, adelanto- a una cuestión sustancial: ¿qué es lo que nos quiere transmitir Sara Barquinero con su largo y heteróclito texto, cuál es su propósito final, si es que lo hay? Yo no he llegado a detectarlo, a encontrar el porqué último de este arriesgado e inusual experimento literario. De hecho, y desafiando la no sé si deseable (creo que sí) coherencia de una narración, el libro parece un agregado de obras preexistentes (el texto completo comprende cinco novelas más tres interludios, que acaban por imbricarse de un modo algo forzado y superficial), probablemente escritas de manera autónoma e independiente y ensambladas a posteriori con resultados no del todo convincentes: el hecho de que esta sucesión de novelas abiertamente incongruentes se nos presenten bajo palio de un "proyecto" unitario se nos revela de pronto como una insensatez y un capricho, ha escrito el iconoclasta y siempre lúcido Alberto Olmos, en una demoledora crítica al libro; pero de la polémica que ha suscitado la entusiasta repercusión pública de la obra hablaré luego. De manera que, no resultándome atractivos ni el marco general de la novela, ni sus extravagantes tramas, algo confusas a veces, ni la sucesión de disparatados lances, ni los personajes (casi todos unos friquis insulsos y estomagantes), ni sus personalidades, sus delirantes ¿pensamientos? y sus absurdas experiencias, y ajeno también -o al menos no captada por mí- a la posible “coartada intelectual” (Barquinero estudió Filosofía, disciplina en la que es doctora con una tesis sobre el concepto de lo sublime en Kant; y hay mucho de pedante exhibición de referencias culturales en su novela) de un libro que, al decir de algunos críticos, se habría planteado -de ser así; ya digo que no he llegado a percibir esa idea aglutinadora “de fondo” que justificaría el proyecto- como una cierta radiografía sociológica millennial, alejada de los códigos, ya obsoletos, que sostiene una casta anticuada y conservadora de escritores acomodados, críticos prehistóricos, académicos añejos y vetustos profesores universitarios; como una propuesta rompedora, experimental e innovadora que debería operar como “revulsivo” contra el conformismo paralizante de la anodina e insustancial literatura actual concebida como mero entretenimiento… si todo ello me resulta carente de interés y hasta inane y superficial, ¿por qué he persistido en mi intención de no interrumpir su lectura? (que, como resultará obvio a quien siga el programa y, por tanto, vaya conociendo mis hábitos lectores y las rarezas de mi personalidad, pese a todo he llevado hasta su fin y también, por más de un motivo, he disfrutado. Y hablando de “rarezas”, ahí queda este largo párrafo -releedlo desde su inicio-, un exceso hipotáctico que para sí quisiera Ferlosio, salvadas sean las obvias y abismales distancias).
Es cierto que en más de una ocasión he traído aquí, para aplicarlo a mi propia experiencia lectora (y, en menor medida, vital), el dictum atribuido a Terencio, Homo sum, humani nihil a me alienum puto (Soy un hombre, nada de lo humano me resulta ajeno), y cierto es también que, en consecuencia, interesado en casi cualquier manifestación de lo humano, siempre he defendido como un primordial valor de la literatura la capacidad de los libros para adentrarnos en esa ajenidad ignorada, trasladarnos a otros mundos, mostrarnos otras vidas, revelar otras realidades, hacernos partícipes de vivencias que, limitados como estamos a las reducidas dimensiones de nuestra angosta peripecia vital, jamás habríamos podido siquiera intuir o conocer, mucho menos experimentar, fuera del, por el contrario, inmenso y casi ilimitado orbe de los libros. Convencido como estoy de esa formidable potencialidad que encierra la literatura, ¿a qué viene, pues, a estas alturas, esta repentina reticencia ante una obra “diferente”? Y también, si tengo reparos, ¿por qué, pese a ellos, el libro me ha interesado y estoy aquí recomendándolo?
Vayamos, pues, en primer lugar, con mis reservas. En las enrevesadas tramas de Los escorpiones (más adelante intentaré ofreceros un resumen sucinto de su hilo argumental; si esta locución es aplicable a una novela que es una especie de puzle disperso, una mezcla abigarrada y heterogénea de relatos diversos, de materiales desperdigados, de referencias plurales) aparecen conspiraciones y distopías, videojuegos y foros de internet, juegos de rol y redes sociales, recónditos y crípticos territorios de la Deepweb, adicciones y suicidios, desprejuiciadas prácticas sexuales, orgías y desenfrenos eróticos, discotecas after, sectas fascistas y simbologías ocultas, la Italia de un Mussolini incipiente, grupos anarcoides en el Nueva York actual y siniestros centros de poder financiero; unos escenarios surcados por una serie de personajes oscuros, infantiles, trastornados, insustanciales, deprimidos, con problemas de identidad sexual (¿Pero a esta persona qué le pasa, es gay reprimido? ¿Es trans? ¿Es incel? ¿Está trastornado mentalmente? Y la verdad es que no tengo ni idea, confiesa Barquinero en una entrevista, hablando de uno de sus personajes), con tendencias suicidas, enganchados a todo tipo de drogas (el elenco de las citadas es interminable: Xanax, Adderall, Orfidal, Enantyum, cocaína, MDMA, Ansiolíticos, PCP (Polvo de ángel), anfetaminas, porros, marihuana, cannabis, la droga L, sin contar el omnipresente alcohol ni el destructivo iDoser, una droga auditiva, eje central de la novela), ensimismados en su realidad de videojuegos y padeciendo (aunque en muchos casos, su superficialidad, su vacuidad ponen en cuestión el término: más que padecimiento parece impostura) diversos tipos de complejos, perturbaciones mentales y debilidades psicológicas, poseídos por una casi total ausencia de sociabilidad, un pesimismo vital, un nihilismo existencial, una insoportable y radical anhedonia, un desesperante hastío, una obsesión paranoide, unas acusadas pulsiones autodestructivas (Estoy en casa con un cuchillo en la mano sostenido a la altura de mi estómago, apretando la hoja contra la piel) que los convierten, en muchos casos, en peleles babeantes de mirada perdida, como ha escrito Sergio C. Fanjul en su, pese a todo, entregada crítica en El País.
Y, entiéndaseme bien, no hay por mi parte ningún juicio valorativo acerca de la pertinencia de novelar estas vidas, ni, obviamente, ningún rechazo moral a quienes, en nuestra realidad extraliteraria, deciden entregarse a tales singularidades. Tan solo quiero reflejar mi propia perplejidad al encontrarme avanzando -a medias renuente, a medias exaltado- por entre los cientos de páginas que narran ese mundo tan alejado de mi vida y mis inquietudes. A todo ello hay que añadir el bombardeo -que muchas veces suena también impostado y pedante- de “experimentos estilísticos” (inclusión de notas a pie de página, chats, correos electrónicos, hilos en foros, partituras, textos que se ofrecen en dos versiones en columnas paralelas, entre otros) y la apabullante profusión de términos, expresiones y referencias culturales milennialls y de la generación Z (y no solo). Por citar algunas de estas “pinceladas de posmodernidad” que pueblan el texto, mencionaré, a vuela pluma, la aparición de numerosos títulos de videojuegos, foros, nicks, páginas web, jerga informática y palabras en inglés, así como voces en su mayor parte solo inteligibles para alguien menor de treinta años: Reddit, Deep Web, whatsapp, match, Hidden Wiki, un plan guay, hilos de 4chan, link, detachment, social network, urban legend, pop culture, keywords, imageboard, guefochrist, venting, GIPHY, fandom, creepypasta, Skype, stalkear, el extinto Twitter (en un episodio que ocurre en 2024, en el impredecible futuro de la narración), iPad, Instagram, renderizado, random y un muy largo etcétera). ¿Qué va a quedar de todo esto dentro de un par de lustros? Del indudable cosmopolitismo de la autora, de la innegable influencia que sobre ella parece ejercer el universo anglosajón, da cuenta el uso, reiterado hasta la saciedad en su texto, de la locución “de vuelta”, como, a modo de ejemplo paradigmático de los muchos similares que aparecen en la novela, en la siguiente frase: Ahora sí se le rompe la voz y, sin que pueda evitarlo, me abraza. Hacía siglos que nadie lo hacía, tal vez un año, así que la abrazo de vuelta [que parece una desafortunada traducción de la expresión inglesa I hug her back, que en nuestro idioma nadie formula de este modo; “le devuelvo el abrazo” suena más idóneo].
Las citas “socioculturales” no son menos diversas: Tinder, Rilke, Cabify, Uber, Smashing Pumpkins, Deleuze, Radiohead, Justice, Nietzsche, Massive Attack, Cristopher Nolan, Banksy, Santiago Sierra, A new error, I will survive, Paradise circus, Smells like teen spirit, PJ Harvey, Depeche Mode, Tame Impala, las Gnossienne de Erik Satie, entre cientos de ellas. La propia autora cita en el Epílogo de su obra los grupos musicales My Chemical Romance, Godspeed You! Black Emperor, Hatsune Miku y Have a Nice Life, novelas como Ruido de fondo o En busca del tiempo perdido, o series como Hannibal. No quiero castigar a mis ya -por razones más que sobradas- escasos lectores, pero no me resisto a transcribir aquí, por considerarla sustancial a la hora de trasladar a quien siga el espacio uno de los elementos más significativos de Los escorpiones, la orientativa y más que probablemente incompleta [y bizarra y pretenciosa y superflua y narcisista (“Admire usted, asombrado lector, a una chica tan joven y con una cultura tan desbordante”)] lista de referencias a la cultura pop en la novela, pacientemente recopilada por Bruno del Valle en su artículo de Jot Down dedicado al libro:
Sócrates, Mario Bros., Capitán América, Leonard Cohen, Rilke, el GTA, Cortázar, el Limbo, Smashing Pumpkins, Pokémon, Deleuze, Justice, Radiohead, Friends, Nietzsche, Eyes Wide Shut, Madame Bovary, Hatsune Miku, Mahler, El arte de la guerra, Schopenhauer, Jung, La Divina Comedia, T. S. Eliot, Tartini, Hotel California, Rammstein, Debussy, Godzilla, Francis Bacon, Freud, Schubert, Ricitos de Oro, Byron, Los hermanos Karamazov, Strauss, El hombre de Vitrubio, El flautista de Hamelín, Bob Marley, Jesucristo, Mick Jagger, Saint-Säens, Sancho Panza, El gato de Cheshire, World of Warcraft, Cthulhu, Poe, Jimi Hendrix, Beethoven, Nosferatu, Mad Men, Joan Fontcuberta, la Biblia, Sócrates, Epicuro, Rafiki, John Cage, el Pinball, Zidane, las Suicide Girls, Mr. Nobody, El club de la lucha, Donnie Darko, Pesadilla antes de Navidad, Star Wars, Motörhead, My Chemical Romance, Solo en casa, Final Fantasy, Chenoa, Heidevolk, Christopher Nolan, Banksy, Massive Attack, Lisetta Carmi, Kierkegaard, Ortega y Gasset, El rapto de Proserpina, Marinetti, Miguel Ángel, Boccioni, Watteau, Tiépolo, Fortuny, Ingres, Donatello, Mussolini, Liszt, Hesíodo, Teodosio, Conan Doyle, Ryan Gosling, Manju Pattabhi Jois, Botticelli, Pablo Und Destruktion, La Monte Young, Justin Bieber, Louise Bourgeois, Corazón salvaje, Nicolas Cage, Sidney Poitier, Gloria Gaynor, Jive Talkin’ / Sister Golden Hair, Queen, Audrey Hepburn, Hillary Clinton, Lotta Volkova, Meghan Markle, Videodrome, Final Fantasy, Ocarina of Time, Oliver Tree, Taylor Swift, Tim Burton, WikiLeaks, Balenciaga, Pizzagate, Depeche Mode, Madre Teresa, Thomas Pynchon, Smells Like Teen Spirit, Goebbels, Teletubbies, Welcome to the Jungle, Turisas, Fiesta pagana, Ace of Spades, PJ Harvey, Spirit Farmer, Tame Impala, Goethe, Dostoievski, Platón, Kant, Willy Wonka, Cooking Mama, Ratatouille, Charles Spurgeon, Jen Knox, Alfred Tennyson, Nelson Mandela, Martin Luther King Jr., Drew Barrymore, Aristóteles, Tyler Durden, el 11-S, Vogue, Kuhn, el Titanic, Kingdom Hearts, Das Man, Hamlet, umheilich, Harry Potter, La nariz, Shostakóvich, Proust, Bad Bunny, The Office, Enid Blyton, Die Antwoord, Sex Pistols, Johnny Rotten, la CIA, Stalin, Robert Conquest, William Hearst, Belcebú, Loewe, Marilyn Manson, Nenuco, Monster, Jägermeister, Starbucks, Ray-Ban, Al Bowlly, Ondina de Hoffmann, Overlook, Leibniz, Berkeley, Mefistófeles de Gounod, Evian, Mad Max, Calvin Harris, Carretera perdida, Melancolía de Durero, Ozymandias, Picasso, Burger King, Diablo Swing Orchestra, Benjamin Franklin, Gnossienne de Satie, Montorsoli, Biodramina, Kanye West, Milo Rau, Bleach, Oyasumi Punpun, Naruto, Game Boy, PlayStation, Evangelion, BlackRock, Swans…
Bastantes de estas deficiencias han sido resaltadas por la crítica menos complaciente. Novela polémica, hazaña fallida, chifladura genial, bluf, experimento genialoide, pecado de extrema juventud (…), fallido en todos sus órdenes, juvenil y superficial, pastiche literario, un libro del que se hablará todo el rato sin haberlo leído, son algunos de los juicios que ha suscitado Los escorpiones en ciertos círculos. En otros (a veces coincidentes con los anteriores), los términos son claramente encomiásticos: ambicioso ejercicio literario, una de las mejores novelas que se han publicado en lo que llevamos de siglo XXI, extraordinaria grandeza literaria, un hito en la prosa española actual, magistral y monumental. El cáustico Alberto Olmos rechaza este entusiasmo de los blurbs (los comentarios elogiosos que aparecen en las fajas promocionales de los libros, alentados por las editoriales) con insolencia provocadora, aunque también ilustrativa: estos apoyos no nos hablan de un mundillo donde todos leen a todos y se interesan por los jóvenes autores, sino de un entorno (muy Duval [la activista Elizabeth Duval ha sido una de las más conspicuas defensoras del libro, junto a Luna Miguel, otra solícita prescriptora de la modernidad; ambas citadas por la autora en los agradecimientos finales]) donde la habilidad social y la autopromoción son la única forma de recabar reconocimiento. Cuando alguien tiene súbitamente muchos blurbs muy pintones, no es un gran escritor (pudiendo serlo), sino un gran relaciones públicas.
En fin, si habéis llegado hasta aquí, ¿seguís aún con ganas de adentraros en este piélago intrincado, complejo, excesivo, incontenible, disparatado y a veces agotador que es Los escorpiones? Pues si es así hacéis bien, porque la novela es altamente interesante, sobre todo considerando el hecho de que estando en Radio Universidad de Salamanca, con una audiencia presumiblemente estudiantil y, por tanto, muy joven, nuestros oyentes serán, como he anticipado, los destinatarios “naturales” del libro, al ser sus propias coordenadas vitales coincidentes en gran medida con las de Sara Barquinero y el peculiar universo que refleja, supuestamente con precisión, en su novela. Sin embargo, no solo los adalides de la modernidad han defendido la obra, sino que, como he anticipado, yo también he terminado por sentirme arrastrado por el caudaloso flujo narrativo de la autora, siendo capaz, a la postre, de reconocer las indudables virtudes de su libro. En primer lugar, aunque, como he señalado, los distintos relatos dispersos que integran la novela no siempre se ensamblan con naturalidad, la estructura, densa y compleja, acaba por adquirir un cierto sentido unitario, lo cual es, en sí mismo, un logro cuando hablamos de materiales, tramas, peripecias, personajes, espacios (Zaragoza, Madrid, Nueva York, Barcelona, Bilbao, Nueva Orleans, Roma) y tiempos (episodios ambientados en distintas épocas que van de 1922 a 2025) tan diversos. Por otro lado, es evidente que Barquinero es una magnífica narradora, capaz de construir historias poderosas con técnicas y estilos literarios distintos, alternando modelos narrativos, recogiendo voces diferentes y situándose en contextos y referentes genéricos muy variados, de tal modo que el lector, incluso uno tan reticente como yo mismo, acaba cayendo, tras un esfuerzo sin duda encomiable y fecundo al fin, en las seductoras “garras” narrativas de una excepcional escritora que lo transporta, por fin, a esos mundos extraños, ajenos, desaforados y a priori carentes de interés para él, hipnotizado por el magnetismo de sus historias.
Sus historias. Es casi imposible sintetizar de modo breve el argumento de esta novela torrencial que, además, se presenta tan poblada de ramificaciones, afluentes, relatos intercalados e historias interpoladas que impiden reconducirla a un solo hilo unitario, no quedando más remedio que dar cuenta de algunas de ellas para que el futuro lector pueda hacerse una idea de qué se va a encontrar al adentrarse en la novela. En el breve prólogo al libro conocemos a sus dos personajes más relevantes, Sara y Thomas, esposados y encerrados en una suerte de zulo y sufriendo las amenazas de su captora, una Michaela D’Alessandro a la que no volveremos a encontrar hasta cientos de páginas más adelante. Este preámbulo se cierra con un enigmático y eficaz clickbait (como puede observarse, me he contagiado de la jerga de Barquinero) que parece dibujar un contexto de thriller. A continuación, la primera de las cinco partes del libro, Cambiatuvida.exe, nos presenta a la joven Sara (tengo veintiséis), que escribe en Madrid un texto en primera persona (escrito por alguien que se llama como la autora y que, como ella, es de Zaragoza, en uno de los presumo que abundantes apuntes autobiográficos del libro) fechado en 2017. Su relación virtual con Javier, intensa y algo obsesiva, meses de chats y conversaciones telefónicas, se ve interrumpida abruptamente cuando, antes de la primera cita cara a cara, él desaparece sin dar señales de vida (un ghosting de libro, puedo afirmar, contagiado definitivamente del universo léxico de la autora, pese a no formar parte del previsible target de sus lectores; ¿debiera haber escrito readers?). La chica se lanza entonces a una búsqueda algo inquietante por los siniestros territorios del internet profundo. En su recorrido entrará en contacto con extravagantes frecuentadores (en particular con quien se hace llamar Fabrizio Canturelli, un historiador de veintinueve años) de páginas de información, apoyo e inducción al suicidio (entre ellos con un grupo de gente, de estos suicidas, que piensan que hay una forma placentera de morir. Bueno, no placentera. Algo así como una revelación espiritual que te lleva a morir. Y que tal vez está en un videojuego al que algunas personas han jugado por error. Se llama El lamento de Orión). Más de cien páginas después, en la segunda sección del libro, El perro mexicano, es Thomas, un músico electrónico y experimental, el que protagoniza el relato (narrado alternativamente en primera y tercera persona) desde el pequeño pueblo de la España rural (rechazo la locución, hoy ya estomagante, “España vacía”, y aún mucho más la ideologizada “España vaciada”), al que, en 2020, en plena pandemia, se ha retirado en busca de inspiración y para reponerse de la trágica muerte de su marido, Ángel, fallecido en un accidente de tráfico. Al igual que Sara, Thomas vive en una realidad “colonizada” por los problemas psicológicos, el exceso de alcohol y los fármacos, de soledad opresiva aunque mitigada en lo afectivo por la presencia de su perrito Mayordomo. Y al igual que en el relato de la chica, en su peripecia “campestre” se cruzan personajes -en particular Spencer, una mujer indescriptible- y experiencias relacionadas con el suicidio, las drogas, los videojuegos, El lamento de Orión y algunos otros detalles que, de manera sutil, mediante guiños y alusiones, establecerán lazos con las restantes partes de la novela. La narración se enreda aquí en hilos ya esbozados con anterioridad: sinfonías diabólicas; melodías malditas; cantos órficos; la historia del Hotel California; Gloomy Sunday, la canción húngara del suicidio; la música de Pueblo Lavanda, el pueblo de los Pokémon; canciones que si se escuchan al revés revelan pretendidos mensajes satánicos; una división secreta del gobierno japonés durante la Segunda Guerra Mundial cuyo número de identificación coincide con el de un personaje del juego; el Polybius, un videojuego de los ochenta que absorbe las mentes de quienes participan en él; el reiterado Lamento de Orión, vinculado al suicidio, pues se trata de un videojuego que lleva a un estado de anhedonia extrema en el que el jugador pierde todo deseo por nada, incluyendo las funciones vitales básicas, hasta dejarse morir en los casos más graves; sus débiles seguidores (personas con cuadros de ansiedad, estrés, narcisismo, apatía e insomnio), que se hacen llamar Los Hijos de Orión, e intercambian informaciones, rumores y leyendas sobre el legendario videojuego por morbo, por la creencia en una conspiración mundial y por el interés por encontrarlo para acabar con la propia vida de la forma más placentera posible; Sinneslöschen -vacío de los sentidos en alemán-, la empresa que comercializa Polybius; extraños cultos mistéricos de Asia Menor; un libro, El llanto de Orión, vinculado al alzamiento y llegada al poder de Mussolini; una mafia italiana de Luisiana, los D’Alessandro, que, a finales de los setenta, experimenta la eficacia del divertimento electrónico con jóvenes camareras y prostitutas, a las que el juego somete y transporta a un estado vegetal; y, por supuesto, Los Escorpiones, una escisión de la masonería en Italia, que parece estar dirigida por los poderes políticos y económicos con la intención de controlar a la gente e inducirla al suicidio, mediante el poder hipnótico de algunas canciones y juegos electrónicos, y que se reconoce a través de un símbolo, un tres invertido, que aflora una y otra vez en distintos entornos y situaciones de la novela.
Aparece entonces, bien avanzada la segunda centena de páginas, el primer interludio, Girl Next Door, que, “ambientado” en Barcelona entre 2001 y 2015, cede el protagonismo a Manuel, un chaval abducido por los ordenadores -de nuevo los omnipresentes videojuegos- que utiliza las entonces aún incipientes redes para intentar contactar con chicos, subiendo a internet fotos de su hermana Marta, cuya identidad adopta en busca aún de la definición de su ambigua condición sexual. En su navegación conocerá a NightWhite -un nick, obviamente-, en una peripecia de frustrado desenlace. Aún en este paréntesis de la novela, reaparece Sara, convertida ahora, en 2019, en fotógrafa de moda, que, siempre a través de las redes, entrará en contacto con una supuesta amiga virtual, Marta, que resultará ser Fabrizio, que quizá es Manuel (y siento el relativo destripe… y el caos narrativo), con quien -¿con quienes?- revive su interés por el suicidio y las teorías conspiratorias.
Y ahora -estamos ya en la tercera “novela” del libro-, este ambiguo Fabrizio Canturelli -recuérdese, historiador- revela que adoptó ese apodo en las redes tras haberse encontrado, en el curso de una investigación sobre la República de Fiume, con un intelectual italiano de ese nombre vinculado a Gabriele D’Annunzio y al régimen de Mussolini. El personaje era, también, uno de Los Escorpiones, que en sus inicios había sido un grupo filantrópico que acabó derivando en una especie de secta, entregada a fiestas siniestras, juegos macabros y experimentos sexuales. A través de Fabrizio, Sara accederá a una novela, de título Bajo astral, escrita por una italiana de aquella época, Margherita Vitale, un texto diarístico ambientado en los meses anteriores a la marcha de Mussolini sobre Roma y en el que se recrea, con un punto de novela romántica, aquella atmósfera decadente y excesiva. Barquinero incorpora el contenido completo de Bajo astral a esta tercera parte de la novela.
Y aquí el torrencial empeño de la escritora zaragozana abre un paréntesis con un nuevo interludio, Todestrieb, que lleva la acción al Auditorio del Museo Guggenheim de Bilbao en septiembre de 2021. En el moderno recinto tiene lugar un concierto de música electrónica, y hay un DJ pasado de vueltas y, cómo no, consumo abusivo de drogas, y la proyección de un inquietante vídeo, y suena el iDoser con su sofisticada y adictiva y fatal combinación de sonidos binaurales y ondas alfa, y reaparece el tres invertido, y vemos a un Thomas deambulante, sumido en su delirio paranoico, que en la fiesta conocerá a Sara, obsesionada con El lamento de Orión y la muerte, y hay un incidente sangriento, y Sara se despide de Thomas enviándole al teléfono un artículo con la historia de Seymour Tyler, un profesor universitario norteamericano, que centrará la cuarta sección del libro, Tarde para todo, en la que este Seymour transcribe desde 2008 el relato de unos hechos sucedidos en Nueva Orleans treinta años antes. Entre cotilleos, rencillas y enfrentamientos académicos, típicos de campus universitarios, el narrador da cuenta de las muertes de cuatro chicas jóvenes, fallecidas en sus casas en un arco temporal de pocos meses y en circunstancias muy extrañas y coincidentes entre sí: Alguien las echa de menos, no contestan al teléfono, no van a trabajar, no parece que estén en ninguna parte. Al final hay que forzar la puerta de su casa y están ahí tiradas, deshidratadas, sin señal de haber comido en los últimos días, pero tampoco se ven signos de violencia. En la investigación, que parece concluir que sus muertes tienen que ver con el enloquecimiento que les provocaba la escucha de una particular cinta de casete, se entremezclan, una vez más, ambientes turbios, personajes poco transparentes, episodios de sexo, desfases de drogas, algún incidente violento, antros siniestros -singularmente uno, el Scorpio (nombre explícito, por otro lado)-, y, cómo no, la presencia de la línea conspiratoria de la novela, con la trama mafiosa de los D’Alessandro, propietarios del club nocturno y de una gran empresa de máquinas de arcade (de nuevo los videojuegos).
Llega ahora el tercer interludio, Sol negro, y de nuevo cambian radicalmente el tiempo y el espacio. Estamos en Nueva York, en los últimos días de 2024. Martin Sacks es un ejecutivo al que conocemos en una reunión de trabajo en la que, contra la opinión de sus colaboradores y de los inversores y las dudas de su jefe, expresa su rechazo a aceptar la propuesta de Orion Games de comercializar un novedoso videojuego. Su negativa, de índole moral -no hay evidencias que descarten los efectos nocivos de la exposición al juego- y ratificada, no sin reticencias, por sus superiores, va a ser el desencadenante de una serie de acontecimientos que incluyen las presiones y amenazas de Michaela D’Alessandro, a la sazón CEO de Orion Games, las represalias de la empresa sobre su prometida Samantha, la funesta experiencia de Martin con el videojuego y el sometimiento a su destructivo influjo y, de nuevo, la constante exposición a drogas, alcohol, situaciones límite, excesos y agitada y peligrosa vida nocturna.
Todo ello da paso a la sección final del libro -cuyo título comparte, Los Escorpiones- que ocupa sus doscientas últimas páginas y en la que todos los hilos confluyen, las historias se embarullan y ¿se resuelven? En Madrid, en septiembre de 2024, Thomas visita a un peculiar terapeuta que habla en tercera persona pero no le ayuda a superar sus problemas de insomnio, drogas, paranoias o la complicada relación con Julián, su controladora pareja. Avanzamos levemente al futuro, a marzo de 2025, cuando Sara, que ahora tiene una especie de novio, Daniel, visita a Thomas, con ocasión del “funeral” de su perro Mayordomo. En ella sigue pesando la presencia/ausencia de Fabrizio y, con él en la distancia, siguen revoloteando en su pensamiento El lamento de Orión y Bajo astral. Y hay unos documentos que se envían por whatsapp, como el Blues de Samantha, el relato de las insensatas, enrevesadas y peligrosas peripecias de la novia de Martin Sacks en Nueva York, entre enero y febrero de 2025, al entrar en contacto con la troupe mafiosa de los D’Alessandro. Y hay una larga carta de Fabrizio, y un pdf con un artículo sensacionalista de The Daily Mail titulado “Las cinco fortunas que mueven el mundo, y tú no lo sabías”, y la web Sanctioned Suicide. Y se suicida la Marta “real”, hermana de Manuel. Y aparece Clover, una amiga de Marta de Nueva York. Y Sara y Thomas viajan a la Gran Manzana. Y se suceden algunas desaforadas y peligrosas aventuras en la noche neoyorquina, y todo se acelera, se confunde, en un maremágnum frenético: se multiplican los personajes secundarios, en algún garito nocturno se inicia el gameplay de Orion Lost, y la larga sombra de los siniestros D’Alessandro acecha por doquier, y hay persecuciones e intrigas, neurosis, abundantes colocones, viejos Chevrolet, apartamentos destartalados, ambientes sofisticados, locales grotescos, muertes violentas, drogas, farmacopea variada, desmesura, escenarios indescriptibles, personajes extravagantes, acción frenética, movimiento, aceleración ininteligible, caos existencial, vídeos infernales en pantallas gigantescas, dispersión, secuestros, performances con animales (presentes ya en la historia de la República de Fiume), pistolas… en un agotador clímax final. Agotadora es, también, la sola mención de tantos frentes narrativos, pero eso es, también, Los escorpiones, un libro desbordante, desmesurado, extenuante, por su ambición, por su volumen, por su planteamiento, por -quizá- la voluntad última de su autora.
Para cerrar esta reseña quiero resaltar algunos de los temas que, si el lector logra sobreponerse a una creación tan desorbitada y es capaz, además, de, con muy loable buena voluntad, intentar indagar en las pretensiones que movían a la autora a la hora de pergeñar su novela, puede, quizá, encontrar por entre los desatinados lances del libro. Y así, supuestamente, la novela retrata -ya se ha dicho- el estado de pesimismo y ataraxia existencial que, de nuevo supuestamente, define a las generaciones más jóvenes, imposibilitados de encontrar estabilidad laboral y, por tanto, de diseñar su futuro. Todas las inquietudes de su generación están presentes, la aceleración, las identidades de género, el empequeñecimiento del horizonte, el cuerpo y su doppelgänger virtual, escribe Nadal Suau -otro fan enfervorizado-, también en El País. Y están también -como es obvio sin juicios de valor ni moralina de ningún tipo- los hoy omnipresentes asuntos de la salud mental y la depresión; la constatable “plaga” del suicidio juvenil; la ambigua relación con la muerte, con su irresistible magnetismo y, simultáneamente, su incomprensibilidad, en un mundo en el que todos los deseos deben ser satisfechos; los ostensibles efectos -como vía de escape y, a la vez, como abducción adictiva- de la exposición a las redes; la soledad y la incomunicación de quienes, cada vez de modo más acusado, viven instalados en realidades paralelas, virtuales, alejadas del contacto personal; la necesidad enfermiza de entretenimiento; el protagonismo de las drogas -y de las adicciones en general- como alternativa a la falta de horizonte vital; la seductora atracción del abismo; la confusión y el carácter exploratorio del sexo. Todo ello envuelto, para afinar de modo muy convincente el “retrato” generacional, en los abundantísimos y ya mencionados referentes de la “cultura pop”, que dotan de verosimilitud a la puesta en escena (aunque agotan a quien no frecuenta esos universos inconcebibles). También es destacable, en un plano más político, la inconcebible prevalencia de las teorías conspiratorias, que no por casualidad la autora conecta con el nacimiento del fascismo hace un siglo.
En fin, con sus pros y sus contras, desde aquí recomiendo, incluso al más reticente de los posibles lectores, que os atreváis a afrontar el reto de encarar las más de ochocientas páginas de Los Escorpiones, la sin duda polémica novela de Sara Barquinero, consciente de que el libro puede provocaros irritación y entusiasmo (qué dosis de cada uno de los dos estados emocionales se va a encontrar el lector depende de su personalidad y sus circunstancias particulares). Os dejo, como cierre a mi reseña, dos fragmentos del libro, como posibles muestras de ambos efectos. En el primero de ellos, más o menos convencional, aunque cruzado por los enredos, vínculos algo confusos y algo abstrusas referencias intercaladas que ya he comentado, se presenta una suerte de resumen aproximado del núcleo central de la novela. En el segundo, también representativo aunque capaz por sí solo de provocar el abandono de la lectura, estamos ante la exacerbación del mundo solipsista, autorreferencial e inaccesible que en muchos pasajes es el libro. No obstante, leídos con detenimiento, no hay tanta diferencia entre ambos.
De la copiosa muestra de grupos y temas musicales que afloran en la novela, he elegido a los Smashing Pumpkins, una banda de los noventa que sin provocar en mí -ni siquiera entonces- el entusiasmo que inducía en mi entorno, sí me hizo disfrutar hace treinta años de algunas canciones memorables, entre ellas esta Daphne Descends que aún hoy mantiene su brillo.
En la corta historia del mundo del videojuego, decía el post, había sospechas de algunos productos y los efectos que provocaban en los usuarios. ¿No era posible que existiese algo en el propio medio —o al menos en algunos videojuegos— que fuera nocivo para la estabilidad mental? El artículo invocaba a una escisión de la masonería en Italia, Los Escorpiones, que en el periodo de entreguerras había experimentado con la música binaural y los impulsos visuales para alterar la conciencia y llevarla a un estado de iluminación. ¿Quizá dicha sabiduría permitía insertar algo en los videojuegos que provocaba un impulso tanatológico, o al menos la ausencia de cualquier amor por la vida? El usuario colgó un texto escaneado escrito en italiano, Alienación y juego como forma de vida, y una serie de documentos que demostraban la existencia de dicha organización, así como la coincidencia temporal de la salida de Polybius en Estados Unidos con la mudanza y asentamiento de una de las familias ligadas a ese culto, los D’Alessandro, en Nueva Orleans.
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Algunos usuarios aportaron datos sobre un título similar, El llanto de Orión, que aparecía en la lista de libros requisados a la logia masónica de Milán tras el alzamiento de Mussolini. Otros rescataron un artículo del abogado Seymour Tyler sobre una organización criminal liderada por un individuo llamado Michael D’Alessandro y unas cintas de casete que dejaron catatónicas a una serie de mujeres a finales de los setenta con unos síntomas muy parecidos a los de Chris Fogue. Tyler, un joven abogado de Nueva Orleans, creía que se trataba de una estrategia de control mental, y estaba en medio de un pleito contra los D’Alessandro, a los que, dentro de los círculos de Los Hijos de Orión, se les atribuye la inserción de Polybius en Norteamérica. Él mismo aventuraba que la empresa de máquinas de arcade dirigida por la familia tenía una vinculación clara, en estética y proyecto, con el ulterior juego Polybius y los estragos que generó. La prueba de ese vínculo se encontraba en la aparición de un tres invertido en la cinta maldita que enloquecía a dichas mujeres.
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El lamento de Orión es un videojuego que ofrece algún tipo de ayuda o shock a sus usuarios (aunque adopta la forma de un matamarcianos, no es un juego educativo), de tal forma que quienes lo juegan dejan de sufrir por aquello que los aflige. No obstante, en ningún caso podría hablarse de una sanación de esos individuos o de un estado posterior de «salud», atendiendo a la acepción comúnmente aceptada por la OMS: «la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades», pues si bien el juego los calma —son individuos usualmente ligados a cuadros de ansiedad, estrés, narcisismo, apatía e insomnio—, resulta evidente que, después del mismo, no consiguen insertarse en el tejido social que los rodea, estando en ocasiones incluso más lejos de soñar siquiera con la recuperación. Tampoco se adecuarían a la definición freudiana de que salud mental es «la capacidad de amar y trabajar»: cuando uno encuentra El lamento de Orión, ni el amor ni el trabajo tienen ya ninguna clase de atractivo. Es a partir de su conducta posterior al juego cuando podemos obtener los pocos datos fiables y empíricamente cuestionables que rodean a la leyenda del videojuego, y es precisamente la existencia de dichos «efectos secundarios» lo que llevó a Los Hijos a originar su propia leyenda, que surge de la conexión, tal vez azarosa, entre tres eventos.
El primero se trata de un hilo en el imageboard 4chan, previo al establecimiento de las redes sociales tal como las conocemos hoy día, en el cual alguien que se reivindicaba como guefochrist exponía lo deplorable de su situación personal. El segundo es otro hilo dentro de este mismo imageboard firmado por guefo, un año más tarde, que incluía una foto de la caja del videojuego, y el último, un artículo sensacionalista sobre un nuevo centro de salud mental en Atlanta. En el primero de los hilos, guefochrist era un venting en el que se quejaba de sus condiciones de vida.
Videoconferencia
Sara Barquinero. Los escorpiones
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