Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de diciembre de 2014

ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO. FEDERICO GARCÍA LORCA. POETA EN NUEVA YORK. ALBERTO MANZANO. ILUSTRÍSIMO SR. COHEN
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una emisión excepcional -por más de un motivo- de Todos los libros un libro. La primera manifestación de la singularidad de nuestro espacio de esta tarde reside en que sale al aire hoy, día de Nochebuena, una fecha ciertamente extraordinaria, aparentemente poco propicia para escuchar recomendaciones de lectura más o menos sesudas. Y precisamente por ello, por el carácter casi festivo de la ocasión, es por lo que voy a aprovechar la excusa navideña para -y aquí aparece una segunda nota inusual en nuestro programa- proponeros una serie de libros que, más allá de su intrínseca calidad literaria, son también preciosos objetos de regalo, pues se presentan en ediciones muy cuidadas, primorosas en algunos de los casos, idóneas para obsequiar a amigos y conocidos, sobreponiéndonos así con elegancia al tantas veces burdo frenesí consumista que nos acosa en estos días. Por último, el tercer rasgo inhabitual de mis consejos de esta tarde consiste en que los tres libros de los que quiero hablaros son volúmenes ilustrados que complementan el propio interés del texto con una deslumbrante profusión de imágenes, fotografías o dibujos, de extraordinaria calidad y soberbia brillantez.
 
La primera de mis sugerencias es un clásico, El extranjero, de Albert Camus. Publicado originariamente en 1942, la edición que hoy os traigo la presentó Alianza Editorial en 2013, año del centenario del escritor. Se trata de un libro de gran formato con estupendos dibujos del argentino José Muñoz e impecable traducción de José Ángel Valente.
 
A estas alturas del siglo, setenta años largos después de su publicación, es bien conocido el asunto que hila la trama de la primera novela, el primer gran clásico, del Premio Nobel francés de origen argelino. Su protagonista, Mersault, al que vemos al principio del libro asistir con indiferencia a la muerte de su madre (Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé), lleva una existencia anodina y solitaria en Argel, dejando que el tiempo transcurra entre su rutinario trabajo, su poco acogedora pensión, y esporádicas y no demasiado satisfactorias relaciones con unos pocos amigos y con algunas mujeres. Tras la muerte de su madre, acogida, como digo, con resignada pasividad, un absurdo incidente en el que se ve envuelto sin demasiada convicción lo convierte en despegado y fortuito asesino. Los protocolos de la justicia se sucederán sin piedad y nuestro hombre asistirá, apático y desganado, impasible y desinteresado, impertérrito y aparentemente ajeno al menor sentimiento humano, a la trágica clausura de su vida. A lo largo del texto se suceden las pruebas de la indolencia existencial del joven: El día en que enterré a mamá, estaba muy cansado y tenía sueño; Uno es siempre un poco culpable; Un domingo de menos; Me preguntó si la quería. Le respondí que eso no significaba nada, pero que me parecía que no; Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar los estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia; Nunca tengo gran cosa que decir. Entonces me callo; Lo que sentía era cierto aburrimiento; Yo nunca había podido lamentar nada verdaderamente; Era culpable, pagaba, no se me podía pedir más; Nada tenía importancia. Y sobre todo: Había vivido de una manera y hubiera podido vivir de otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho una cosa cuando había hecho otra. ¿Y qué? O aún más explícita, esta manifestación extrema del más descarnado vacío: ¿Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige?
 
El extranjero, como acertadamente señaló Mario Vargas Llosa, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no le engrandece moral o culturalmente; más bien lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. Ese anticipador y nihilista retrato del hombre de nuestro tiempo, de la falta de significado de la existencia en nuestras sociedades tan aparentemente avanzadas, de la fría soledad del ser humano en un universo desprovisto de sentido, convierte a la novela en una verdadera obra maestra.
 
Una excelencia que se ve realzada por los rotundos dibujos, en un austero blanco y negro, con los que José Muñoz -muy experimentado en la ilustración de textos literarios- acompaña las palabras de Camus. Con referencias iconográficas del cine negro, con un personaje principal para el que adopta el rostro del propio Albert Camus (en una opción de “lectura” de la obra que constituye un gran acierto, a mi juicio), con una ambientación muy apropiada que subraya la arquitectura y el decorado árabe de Argel, con la exageración de los rasgos de los personajes, las ilustraciones, espléndidas, recrean la atmósfera, el insoportable calor, la sensación de tedio, de opresión, de inanidad, de agobiante e irremisible paso del tiempo, trasladándonos la vivencia del sofocante sol del verano argelino como un inexcusable castigo que opera como metáfora de otras dos no menos inevitables y funestas sentencias: la de Mersault a causa de su crimen, y la definitiva condena de todo ser humano ante la fatal experiencia de la muerte.
 
 
Poeta en Nueva York es uno de los poemarios más conocidos -y también uno de los más deslumbrantes- de Federico García Lorca. Escrito durante la estancia del poeta en la gran urbe, entre 1929 y 1930, el autor entregó el manuscrito a su amigo el también poeta José Bergamín en la primavera de 1936, pocos meses antes de su trágica muerte en Fuente Vaqueros. El libro se publicó en Estados Unidos y México en 1940, con escasas semanas de diferencia aunque con notables divergencias entre ambos textos. Tras un silencio de décadas, y después de significativas y polémicas vicisitudes vinculadas al mundo académico, al editorial, al periodístico y hasta al familiar del propio Lorca, a finales de 1999 la galería Christie’s de Londres anunciaba la subasta de El manuscrito de una de las más grandes obras de Lorca. La fuente definitiva para su más textualmente problemática colección. A partir de entonces, y tras la adquisición del original en 2003 por la Fundación García Lorca, se han multiplicado las versiones del libro, hasta aproximarnos a lo que quizá pueda calificarse ya como la “edición definitiva” del poemario.
 
Lo singular de la publicación que ahora quiero presentaros es que nos ofrece los versos del poeta granadino confrontados a las espléndidas fotografías -tomadas ochenta años después de la escritura del libro- de José Antonio Robés, que nos muestran un muy sugestivo Nueva York a partir del retrato de gentes y lugares, de edificios y calles, de rascacielos y puentes, que acompañan, en un contrapunto muy evocador, la poderosa intensidad de los poemas originales. El volumen, que cuenta con un interesante prólogo de Mario Hernández, lo publica la editorial Lunwerg. No hay espacio aquí para glosar siquiera brevemente el planteamiento innovador, lo revolucionario de la propuesta, la multiplicidad de elementos irracionales y oníricos, el creativo enfoque abiertamente surrealista, la exuberancia verbal, la potencia de las imágenes, el novedoso lenguaje, las sorprendentes metáforas, la insólita adjetivación, el dinamismo frenético con el que se describe la ciudad, y tantos otros rasgos destacados de esta auténtica obra maestra. Dejadme, tan solo, trasladaros aquí las palabras que escribí hace unos años -y disculpadme la pedantería de la cita propia- a propósito de la emisión dedicada al libro en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca: Poeta en Nueva York describe de un modo bellísimo, cargado de imágenes portentosas que parecen tomadas del inconsciente, del mundo de los sueños, la desbordante urbe americana. Una poesía que no necesariamente debe entenderse y sí degustarse, un torbellino, un aluvión de palabras, de hermosísimas palabras que proporcionan una visión alucinada y surreal, como mostrada en un espejo deformante y monstruoso, de la vida de todo el siglo XX a través del espejo alegórico de una, en cierto modo, aterradora Nueva York. Una Nueva York alienada e irreal, abigarrada, atroz, onírica, brutal, en la que hay iguanas mordedoras, cocodrilos increíbles, hormigas furiosas, caballos que viven en las tabernas, sangre, mariposas disecadas, serpientes, camellos de piel erizada, calaveras de paloma, dentaduras de oso, cementerios, vómitos de húsares y de gatos, llagas amargas, mujeres gordas, dalias muertas, miradas de alcohol, canes amenazantes, pájaros cubiertos de ceniza, sangre, filósofos devorados por los chinos, orugas, niños idiotas, golondrinas con muletas, quemaduras, dientes, volcanes, cieno, aguas podridas, enjambres de monedas, niños abandonados, más sangre, lenguas de cobra, un millón de vacas, cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos, rosas, borracheras de aceite, sangre, ríos de sangre, trenes de sangre, niños clavados con alfileres, insectos de antenas oxidadas, manzanas heridas, tiburones, gusanos, carbón machacado, elefantes heridos, ataúdes, lamentos, hombres desnudos, gritos, llantos, carnes desgarradas, cadáveres de gaviotas, sesos estrellados, melones de dinamita, excrementos, criaturas en carne viva, árboles asesinados, enjambres de corolas, barcos encallados, muerte, y de nuevo sangre, y más sangre, sapos aplastados, saliva, fachadas de orín, sepulcros, alambradas, manadas de bisontes, niños locos, maricas, domadores, ratas grises... en lo que constituye una desmesurada sucesión de símbolos terroríficos, una atosigante representación de la animalidad que subyace a nuestra aparentemente civilizada existencia, un grito estremecedor que nace, trágico e irracional, de las cloacas de la gran urbe enloquecida, una dramática y angustiosa metáfora de la desquiciada deriva de las sociedades modernas.
 
 
El tercer libro del que esta tarde quiero hablaros está unido al poeta granadino por un muy tenue aunque notorio hilo conductor. Y es que Leonard Cohen, a quien se dedica la obra que ahora os comento, siempre ha reconocido su admiración por la obra del andaluz, habiendo compuesto canciones inspiradas en sus poemas y llevando su devoción al extremo de elegir el nombre de Lorca para su hija. La editorial 451 presentó en 2011 Ilustrísimo Sr. Cohen, un excepcional libro ilustrado en una edición formidable, en un proyecto de Alberto Manzano fruto de la colaboración con Jordi Vicente y Carlos Cubeiro. La obra, magnífica, en un atractivo formato con la apariencia y las medidas de un LP, se abre con una breve introducción de Vicente y un también sucinto pero clarificador prólogo de Luis Eduardo Aute que os dejo íntegro al término de esta reseña. Tras los textos preliminares nos encontramos con los acercamientos a veinticuatro canciones de Leonard Cohen, inteligente y rigurosamente comentadas por el propio Alberto Manzano, el gran experto español en la vida y obra del canadiense, y acompañadas con sendas espléndidas ilustraciones de ocho artistas de nuestro país, Elisa Arguilé, Arnal Ballester, Carlos Cubeiro, Imapla, Pep Montserrat, Elena Odriozola, Sonia Pulido y Sesé, responsables cada uno de ellos de tres estampas que “glosan” otros tantos temas musicales del veterano cantautor. El propio Manzano aporta además un comentario sobre la no tan conocida faceta de Cohen como ilustrador (que se refleja en el autorretrato que destaca en la portada del libro). Una detallada biografía del músico y poeta, junto a unas completas bibliografía y discografía, de y sobre el personaje, cierran la obra.
 
Entre las canciones seleccionadas están gran parte de los clásicos del cantautor judío, como Dance me to the end of love, Bird on a wire, Suzanne, The tower of song, A thousand kisses deep, Famous blue raincoat, Hallelujah, Sisters of Mercy, First we take Manhattan o The future. Las representaciones gráficas de las distintas canciones son variopintas y, obviamente, acordes al singular estilo de los diferentes ilustradores. Así, hay interpretaciones literales y otras más poéticas e imaginativas de las letras de algunas piezas, motivos realistas y otros más o menos abstractos y evanescentes, austeras imágenes en blanco y negro o coloristas recreaciones del universo del cantante, oscuros trazos expresionistas y resplandecientes grafismos pop, sucintos dibujos y fantasiosos y abigarrados collages. En cualquier caso, la doble conjunción -triple si añadimos la a mi juicio necesaria escucha de la correspondiente canción- del sugestivo texto de Manzano y la respectiva ilustración, hace de la consulta y la lectura de este Ilustrísimo Sr. Cohen una verdadera delicia a la que, entusiasmado, quiero invitaros desde aquí.
 
Una canción de Leonard Cohen, una de sus referencias más emblemáticas, Famous blue raincoat, cierra mi comentario de hoy, despidiéndome así hasta después de Navidades. ¡Felices fiestas para todos!
 
 
Las primeras noticias que tengo de Leonard Cohen fueron en el año 1967 a raíz de escuchar su primer disco, Songs of Leonard Cohen, que una amiga francesa me había traído de París. Recuerdo el impacto que me produjeron esas primeras canciones pues me sentí profundamente concernido por aquellos textos extensos, cargados de tristeza y melancolía. Y por esa manera de construir la música que los acompañaba, esas melodías discursivas, casi melopeas que a veces remitían a estructuras de canto gregoriano. Y su voz (no tan grave como la que apenas emite en estos últimos años), suave y perezosa, deleitándose en cada palabra pronunciada, saboreando la belleza de un exquisito inglés.
 
También me conmovieron ciertas coincidencias temáticas, como son su regusto por la mujer como único objeto del deseo por encima de cualquier contingencia histórica. Y el tema de la muerte, siempre gravitando sobre su poemario cantado. Y Dios, un Dios que a veces se sugiere como necesario para la supervivencia y otras veces es proscrito por sus incomprensibles y más que injustas venganzas. Dios, sexo, muerte..., amor, soledad, desolación ante un futuro sin futuro alguno. En su ideario poético se desvelan mitos como la impotencia de un Sísifo eternamente obstinado en lograr la cumbre de su condición de perdedor eterno y el de la implacable soledad del “solitario solidario” camusiano.
 
Cohen se ubica ideológicamente tan lejos del compromiso que exigen los dogmas políticos que pretenden “cambiar la historia” como de los indiferentes que proclaman su rendición porque “nada se puede hacer”. Esa sería la justificación del pesimista y Cohen no lo es. El poeta canadiense ofrece, a través de sus obras, una mirada escéptica, nunca pesimista, de la realidad. Por eso sigue escribiendo, por eso no puede dejar de cantar, aunque tenga poca fe (o tal vez ninguna) en los resultados. El no busca resultados, simplemente busca, bucea en el cada vez más laberíntico mapa del alma humana.
 
Tuve el placer y el privilegio de conocerle personalmente en Madrid (allá por el 89) y compartir el mismo escenario del Palacio de Deportes de Madrid. Él presentaba I'm Your Man y yo, Templo. Tuve la ocasión de conversar un poco con él, algún tiempo antes, en la ya desaparecida galería Vandrés de Madrid, en la inauguración de una exposición de Andy Warhol sobre el motivo “Cruces y pistolas”. En la conversación hablamos, entre otras cosas, de la poesía de Irving Layton, poeta que yo admiro profundamente y que él, Cohen, considera uno de sus maestros junto a Lorca. En esa breve charla también descubrí en él un muy peculiar sentido del humor que, curiosamente, no se manifiesta en sus canciones, o tal vez sí. Su canción “The Future” no se puede escribir tan cínicamente sin una sobredosis de ese humor judeo-canadiense de vuelta de todo salvo de la pasión por todos aquellos que todo lo perdieron salvo la belleza de la dignidad humana.
 
No por menos conocido se puede menospreciar el talento de Cohen en su faceta de dibujante y pintor. Es, sin duda, un artista en el más amplio sentido de la palabra: poeta, autor-compositor e intérprete de canciones, narrador y también un muy notable creador de imágenes gráficas.
 
Sorprende el dominio que muestra dibujando al lápiz o a tinta, con un trazo casi siempre lineal, de primera intención, sin desarrollar sombreados ni volúmenes. Es un grafismo limpio, seguro, rotundo. Sus autorretratos (aparentemente hechos de memoria muchos de ellos), en ese sentido, son ejemplares.
 
Es curiosa la contradicción que, desde mi punto de vista, se manifiesta entre sus dibujos y sus poemas y canciones. La siempre inquietante oscuridad que subyace en su obra poética y musical se torna serena claridad en su obra gráfica. Sería interesante reflexionar sobre el antagonismo (o complementariedad) resultante de esa “comparación de mitologías” puesta en praxis creativa.
 
¿Empieza la imagen donde acaba la palabra, o será al revés?


miércoles, 17 de diciembre de 2014

ADAM HOCHSCHILD. PARA ACABAR CON TODAS LAS GUERRAS. CHLOE DEWE MATHEWS. SHOT AT DAWN


Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que hoy os ofrece la última entrega de este 2014 -el año que viene habrá algunas más- centrada en libros que tienen como tema la Primera guerra mundial. Y si hace siete días nos alejábamos de la pauta dominante en mis recomendaciones -protagonizadas casi siempre por la narrativa- con un cómic y una antología de poesía, esta tarde vamos a seguir en esa misma línea pluridisciplinar -o más bien plurigenérica, valga el “palabro”- con otras dos propuestas, un ensayo histórico y un libro de fotografía, inusuales en nuestro habitual particular universo radiofónico, tan poblado de novelas.
 
El primer libro del que quiero hablaros es Para acabar con todas las guerras, un monumental estudio sobre la Gran Guerra (presentado desde un enfoque fundamentalmente británico) que, con el subtítulo de Una historia de lealtad y rebelión.1914-1918, escribió en 2011 el norteamericano Adam Hochschild, autor del prólogo del libro de Joe Sacco del que os hablé la semana pasada y cuyo interesante texto os ofrecí entonces como complemento a mi reseña. La obra que ahora os traigo, un voluminoso ejemplar de más de seiscientas páginas, la presentó en nuestro país la editorial Península en verano de 2013.
 
Con una excepcional y esclarecedora introducción en la que se recogen los principales planteamientos metodológicos, intelectuales y morales de libro, y que precisamente por ello, y pese a su extensión, os dejo en su integridad al final de este comentario, el texto se articula en siete partes claramente diferenciadas. Hay un capítulo inicial de presentación, cinco posteriores que avanzan en paralelo a cada uno de los años de la contienda, 1914, 1915, 1916, 1917 y 1918, respectivamente, y, por último, un apartado final en el que vemos el estado de las devastadas sociedades que, tras los sangrientos acontecimientos, salen de la guerra a un mundo ya definitivamente transformado, alterado en sus raíces por las consecuencias de la brutal conflagración, pero que, sorprendentemente, contiene en sí el germen de un nuevo enfrentamiento global, todavía más destructivo.
 
Siendo extraordinariamente interesantes todos los capítulos, es quizá el introductorio, en el que se dibuja el panorama del mundo en los años previos al estallido del conflicto, rastreando en los sucesos en ellos ocurridos las causas que provocarían la confrontación, el que resulta más significativo porque el análisis que en él se hace de esas décadas que antecedieron a la guerra se lleva a cabo de un modo muy particular y enormemente sugestivo, poco usual en los ensayos históricos y más cercano al enfoque acostumbrado en las obras de ficción, construyéndose a partir de las historias concretas de algunos personajes que representan las dos grandes tendencias que cohabitaban en la Gran Bretaña anterior a la guerra (algunos hombres y mujeres que formaban parte de la gran mayoría que creía fervientemente que merecía la pena luchar y [...] algunos de aquellos que estaban igual de convencidos de que no había que luchar en absoluto) y que se recogen en las dos nociones que con un valor de poderosas metáforas aparecen en el subtítulo del libro, lealtad y rebelión. Por un lado, los militares, los políticos, los ciudadanos que se sumaron a la guerra alborozados, que persistieron en ella con voluntad y convicción y que veían en la lucha solo nobleza y heroísmo, valentía y disciplina, coraje y determinación, hombres -y algunas mujeres- obstinadamente leales a su país, al espíritu nacional, a los nostálgicos sueños que les impedían renunciar a la grandeza de un Imperio que se resquebrajaba, al decimonónico romanticismo de un Ejército que dominaba el mundo con la sola fuerza -de proporciones casi mitológicas- de las cargas de caballería, de las andanadas de los Cuerpos de arriesgados lanceros, del valor de sus soldados avanzando imparables arropados por el casi invencible simbolismo de sus casacas rojas, sus brillantes cascos, sus resplandecientes sables. Por otro, los ciudadanos (y aquí sí que la presencia femenina fue muy destacada y relevante), los políticos y, en menor medida, también algunos militares, que se oponían a la guerra, que defendían los valores de la solidaridad universal entre todas las personas, al margen de su nacionalidad, su credo o su raza, que abogaban por preservar los ideales de fraternidad internacional entre los trabajadores del mundo, que soñaban con la igualdad, la libertad, la paz entre los pueblos enfrentados, que se rebelaban ante la cruda realidad de los enfrentamientos, con su pacifismo, con su objeción de conciencia, con su insumisión.
 
Mientras trataba de entender por qué estos dos grupos de personas tan diferentes actuaron como lo hicieron en el calvario de la guerra -escribe Hochschild en el preámbulo- me di cuenta de que necesitaba comprender sus vidas en los años anteriores a la contienda, cuando a menudo tuvieron que enfrentarse a elecciones sobre sus lealtades. Y es por ello que el libro, en un recurso, como he dicho, excepcional y brillante, no comienza en agosto de 1914 [fecha de inicio de la guerra], sino varios decenios antes, en una Inglaterra que era bastante diferente del pacífico y bucólico territorio de haciendas campestres y fiestas de fin de semana en las casas de campo que nos resulta tan familiar gracias a innumerables películas y telefilmes. De hecho, durante parte de aquel periodo anterior a la guerra, Gran Bretaña estaba librando otra contienda que generó un movimiento de oposición propio y vigoroso. Y, dentro del país, estaba sumida en una lucha prolongada y furibunda sobre quién debía tener derecho al voto, un conflicto que desencadenó enormes manifestaciones, varias muertes, encarcelamientos masivos y una destrucción intencionada de la propiedad como no había conocido el país durante la mayor parte de un siglo.
 
El siguiente relato -sigue diciendo Hochschild en su prólogo- no es en modo alguno una historia exhaustiva de la Primera Guerra Mundial y del periodo anterior a ella, ya que he omitido muchas batallas, episodios y dirigentes famosos. Tampoco es una historia sobre personas a las que normalmente se considera un grupo, como los poetas de la guerra o el círculo de Bloomsbury; por lo general, he evitado a personajes tan conocidos. Algunas de las personas cuyas vidas describo aquí, pese a haber mantenido alguna vez relaciones muy estrechas, se enemistaron tanto debido a la guerra, que rompieron todo contacto entre sí y, de estar vivas ahora, se sentirían consternadas por encontrarse juntas en un mismo libro. Pero cada una de ellas estaba vinculada a una o más de las otras por lazos familiares o de amistad, por ideas comunes o, en varios casos, por un amor prohibido. Y todas ellas eran ciudadanas de un país que estaba sufriendo un cataclismo y en el que, al final, el trauma de la guerra superaría todo lo demás.
Los hombres y mujeres que aparecen en las siguientes páginas conforman un elenco que he ido recopilando poco a poco a lo largo de los años, a medida que encontraba personas cuyas vidas representaban respuestas muy diferentes a las opciones que tenían quienes vivieron en una época en la que el mundo estaba en llamas. Entre ellos figuran generales, activistas sindicales, feministas, agents provocateurs, un escritor convertido en propagandista, un domador de leones convertido en revolucionario, un ministro, un periodista de clase obrera militante, tres soldados llevados ante un pelotón de fusilamiento al amanecer y un joven idealista de las Midlands inglesas que, mucho después de que su lucha contra la guerra hubiera terminado, sería asesinado por la policía secreta soviética. Puede que, al seguir a un grupo variado de personas a través de una época tumultuosa, la forma de este libro parezca más similar a la ficción que a una obra de historia tradicional. (De hecho, la biografía de una mujer que aparece en este libro inspiró una de las mejores novelas recientes sobre la guerra). Sin embargo, todo lo que se cuenta en él sucedió realmente. Porque la historia, cuando se la examina atentamente, siempre descubre a personas, sucesos y dilemas morales más reveladores que los que podrían inventar los mejores novelistas.
 
Y así, en esa primera parte del libro, significativamente titulada dramatis personae, nos encontramos con John French y Charlotte Despard, dos hermanos, muy unidos afectivamente pero enfrentados en sus ideologías y sus visiones del mundo, de cuyas existencias se nos da cuenta a partir del Jubileo del Diamante, el fastuoso desfile que el 22 de junio de 1897 celebró en Londres el esplendor del Imperio de la Reina Victoria. French, presente en las ceremonias de aquella efeméride, era un joven oficial con una carrera prestigiosa -aunque sin demasiados episodios de “acción”- en Irlanda, Sudán y la India, y representaba los más conservadores valores morales y militares; su hermana, en cambio, había dejado atrás sus privilegios de clase y tomado partido por la causa de los desfavorecidos, abriendo centros comunitarios para los pobres, vinculándose a movimientos socialistas, tomando protagonismo público en diversos actos de protesta y abrazando la fe feminista, que por aquel entonces empezaba a mostrar sus primeras manifestaciones.
 
Hochschild nos ofrece también, en esa sección inicial, los perfiles de Rudyard Kipling, Winston Churchill, Douglas Haig y Alfred Milner, que el 2 de septiembre de 1898 coinciden en Omdurmán, la capital de Sudán, en donde está produciéndose uno de los enfrentamientos de la guerra colonial más sangrientos de la época, un desequilibrado combate -con la moderna ametralladora Maxim como protagonista principal- en el que mueren más de cien mil africanos por unas escasas cuarenta y ocho víctimas británicas. Los cuatro, desde distintas perspectivas, serán piezas clave, años después, en el desarrollo de la Gran guerra, Kipling alentándola con sus apasionados escritos y sufriéndola en la carne de su joven hijo, fallecido en los campos de batalla; Churchill, en aquellos días soldado y corresponsal de The Morning Post en la guerra de los bóers, y responsable veinte años después, como Primer Lord del Almirantazgo, de la Marina británica enfrentada a los submarinos alemanes; el entonces comandante Douglas Haig que, como hemos visto hace una semana, sería el responsable último -ya en su condición de General- de los aciagos acontecimientos del Somme y de tantos otros episodios de la guerra; y, por fin, Sir Alfred Milner, Alto Comisionado en Sudáfrica en aquel tiempo y, más adelante, Ministro de Guerra durante la contienda.
 
Y, presentados también en los años del cambio de siglo, aparecen la atractiva Lady Violet Cecil, casada -e insatisfecha en su matrimonio- con sir Edward Cecil, hijo del entonces Primer Ministro de Gran Bretaña, la cual mantendrá durante décadas una relación semiclandestina con Milner, con quien acabará contrayendo matrimonio, y que se debatirá, a partir de 1914, entre la fidelidad a la causa bélica de su amante y posterior marido y el dolor causado por la pérdida de su hijo, un cadáver nunca identificado en las devastadas tierras belgas. Y Emily Hobhouse, hija de un pastor anglicano, entregada a tareas humanitarias en Sudáfrica y furibunda activista contra la guerra años después. Y las mujeres Pankhurst, la madre, Emmeline, y las tres hijas, Christabel, Sylvia y Adela, pioneras del sufragismo, activas luchadoras en pro de los derechos de las mujeres y, a la postre, sorprendentemente enfrentadas a causa de sus encontradas posiciones ante la guerra. Y el amante de Sylvia Pankhurst, James Keir Hardie, fundador del Partido Laborista Independiente, minero combativo y sensible, socialista comprometido y acérrimo opositor a la participación de los obreros europeos en el conflicto mundial.
 
Siguiendo las trayectorias de todos estos personajes, y de otros tantos menos “históricamente relevantes”, Hochschild nos va mostrando el antes, el durante y el después de la guerra con rigor y profundidad, con minuciosidad y precisión, atendiendo a las grandes líneas de fuerza que explican los acontecimientos pero también a la infinidad de pequeños detalles que ayudan a comprenderlos, y todo ello apoyándose en una abundante documentación que se refleja en las ochocientas notas y las diecisiete páginas de bibliografía final que, sin embargo, no lastran la lectura, ni la hacen tediosa; antes al contrario, Para acabar con todas las guerras se lee con la fluidez y el apasionamiento que acompañan a las mejores novelas.
 
Y son tantos los aspectos destacados del libro, tantos los elementos de interés, tanta la información interesante, tantos los motivos de deslumbramiento que nos asaltan en su rigurosa descripción de los años de la guerra -en los frentes y en la retaguardia, en los gabinetes políticos y en las trincheras, en la sociedad civil y en los despachos militares-, tantas las enseñanzas que uno obtiene tras adentrarse en sus páginas (mis apuntes de lectura rebosan de anotaciones, a cual más sugerente) y, por otro lado, tan escaso el tiempo del que dispongo para hablaros de todo ello que acabo aquí mi comentario confiando en que mis palabras -junto a la subyugante introducción del libro que os transcribo íntegra a final- puedan ser suficientes para despertar en vosotros la voluntad y el deseo de leerlo.
 
Como espero igualmente que mi breve recomendación -ya estoy fuera de tiempo- sobre el segundo de los libros hoy reseñados sirva también para que os decidáis a consultarlo. Se trata de Shot at Dawn (Disparados al alba), una publicación primorosa, salida de los talleres de Ivorypress, la prestigiosa y elitista editorial promovida por Elena Ochoa y Norman Foster, que recoge una serie de impresionantes fotografías de Chloe Dewe Mathews, centrada en los lugares donde fueron ejecutados por cobardía y deserción soldados británicos, franceses y belgas entre 1914 y 1918. El proyecto, que la joven fotógrafa londinense ha llevado a cabo a lo largo de un año y medio, se plasma en veintitrés sobrecogedoras fotos que rezuman una intensa emoción. Y los sentimientos, la conmoción que provocan en quien las contempla no tiene que ver ni con su calidad técnica, ni con la realidad “objetiva” que nos muestran, sino con las innumerables evocaciones que suscitan. La artista captura sus imágenes en los mismos espacios y -en la mayor parte de los casos- a las mismas horas en las que tuvieron lugar los fusilamientos y las ejecuciones de los pobres desgraciados que, por diversas circunstancias, se negaron a combatir. Con una presentación austera, aunque formalmente muy bella, cada fotografía se acompaña de la referencia del lugar en que fue tomada, los nombres de las víctimas (hasta setenta y cuatro militares de de nacionalidades distintas -belgas, franceses, británicos- y variados rangos, desde soldados rasos hasta oficiales diversos) y las fechas y horas en que fueron “ajusticiados”. Un mapa que se ofrece al final de la obra permite ubicar con precisión los diferentes emplazamientos, salpicados por los territorios de Francia y Bélgica.
 
Las fotos, con su despojamiento, con su ausencia de anécdota -lugares vacíos, silenciosos, casi fantasmales- nos trasladan a los dramáticos momentos en que -en calabozos, en sótanos, en gélidos bosques, en fríos descampados, ante muros de edificios hoy derruidos, frente a ominosas tapias de cementerios, en austeros búnkeres, en perdidas granjas, en húmedas cunetas, en lomas solitarias- el rigor y la insensatez, la férrea disciplina y la absurda exigencia de ejemplaridad de una jerarquía militar atrapada en su propio desvarío acabaron -sin garantías jurídicas ni posibilidad de defensa, de un modo sumario y casi clandestino- con las vidas de aquellos inocentes.
 
El libro incorpora también cuatro breves pero interesantes aproximaciones teóricas a los hechos de los que las fotografías dan cuenta. Paul Bonaventura, investigador en la Ruskin School of Art de la Universidad de Oxford -una de las instituciones que patrocina la edición-, es el responsable de un sugerente prólogo en el que señala que era frecuente ejecutar a soldados por violaciones de la disciplina militar durante la Primera Guerra Mundial. Para asegurar su obediencia en el campo de batalla, los ejércitos de casi todos los países en combate se sentían obligados a aplicar castigos ejemplares a los soldados que desobedecían las órdenes, los cuales eran llevados ante un consejo de guerra, sentenciados a muerte y fusilados por diversos crímenes que incluían cobardía y deserción. La mayor parte de estos fusilamientos se llevaban a cabo al amanecer, para darnos cuenta más adelante del esperanzador hecho de que, gracias a los esfuerzos de asociaciones de veteranos, organizaciones de derechos humanos, investigadores independientes, periodistas y familiares de los soldados, una parte de estas historias se ha dado a conocer y se han desarrollado campañas para exonerar de las acusaciones a los ejecutados, así como para solicitar una disculpa póstuma para aquellos que fueron fusilados al amanecer.
 
Geoff Dyer, al que ya conocemos en Todos los libros un libro por su espléndido Pero hermoso, aquí reseñado hace unos meses, nos habla, en un texto introductorio titulado Dead time, de algunas representaciones gráficas de los lugares de la memoria para, a partir de la comparación con otros “fotógrafos de la muerte”, llevar a cabo un análisis crítico de la obra de Chloe Dewe Mathews.
 
Ya al final de libro, tras la muestra fotográfica, se recoge un estudio de Sir Hew Strachan, profesor de Historia de la Guerra en Oxford, sobre el “tipo jurídico” de la desertion in the face of enemy, común a todos los ejércitos -el historiador menciona casos en las tropas británicas, francesas, pero también italianas, alemanas, rusas, y se retrotrae hasta las tropas napoleónicas, en su búsqueda de las causas del fenómeno, vinculadas a la progresiva “desprofesionalización” de los contingentes que participan en las guerras y la masiva incorporación de civiles a los frentes de batalla- y los procesos que se han producido en los últimos años de rehabilitación de sus desafortunados protagonistas (a modo de ejemplo: en 2006, trescientos soldados británicos -la cifra de fusilados se duplica entre los franceses- ejecutados en la Primera Guerra mundial fueron restituidos en su honor y sus familias compensadas no solo moralmente; a estos hechos son recogidos también por Hochschild en el libro que constituye mi primera referencia de hoy).
 
Por último, el volumen se cierra con un artículo de la Doctora Helen McCartney, experta en reacciones psicológicas en las guerras y buena conocedora del conjunto de colapsos psiquiátricos, traumas psíquicos, depresiones, ataques de locura y crisis nerviosas que están detrás de muchas de las ejecuciones militares en la primera guerra mundial.
 
En fin, dos libros muy atractivos, cuya consulta y lectura os recomiendo con fervor. Desert shot at dawn, un tema de Jon Woode, pone el muy apropiado complemento musical a esta reseña.
 
 
 
Choque de sueños
 
Sopla un aire fresco de principios de otoño mientras la última hora de la tarde, teñida de oro, se cierne sobre el paisaje ondulado del norte de Francia. Allí donde la tierra desciende entre suaves pendientes, ya ha oscurecido. Salpican los campos las balas empacadas a máquina, tan altas como una persona, de la última cosecha de heno del año. Enormes tractores arrastran remolques del tamaño de vagones cargados de patatas o maíz troceados para alimentar al ganado. En lo alto de una colina baja, una arboleda oculta las pruebas de otra clase de cosecha recogida en este lugar hace casi un siglo. Cada lápida del pequeño cementerio tiene un nombre, un rango y un número; 162 poseen cruces y una de ellas, una estrella de David. También está grabada en la piedra la edad de quienes se conocía: 19, 22, 23, 26, 34, 21, 20. En diez tumbas simplemente se lee: «Un soldado de la Gran Guerra, solo conocido por Dios». Casi todos los muertos pertenecían al regimiento Devonshire de Gran Bretaña y la fecha grabada en sus lápidas, el 1 de julio de 1916, es la del primer día de la batalla del Somme. La mayoría fueron víctimas de una única ametralladora alemana emplazada a varios centenares de metros de este lugar y fueron enterrados en un sector del frente de trincheras del que habían salido aquella mañana. El capitán Duncan Martin, de treinta años, comandante de una compañía y artista en la vida civil, había hecho una maqueta de arcilla del campo de batalla por el que planeaban atacar los británicos y predijo a sus compañeros oficiales el lugar exacto en el que él y sus hombres serían abatidos por la cercana ametralladora alemana cuando salieran a una ladera expuesta. Él también está enterrado aquí: es uno de los aproximadamente veintiún mil soldados británicos que murieron o resultaron mortalmente heridos el día en el que se produjo el mayor derramamiento de sangre de la historia anterior o posterior del ejército de su país.
 
En una placa de piedra cerca de las tumbas se leen las palabras que los supervivientes de aquel regimiento grabaron en un letrero de madera cuando enterraron a sus muertos:
 
los Devonshire ocuparon esta trinchera
los Devonshire la siguen ocupando
 
Casi todos los comentarios anotados en el libro de visitas del cementerio son ingleses: de Bournemouth, Londres, Hampshire, Devon. «Presentamos nuestros respetos a tres de nuestros ciudadanos». «Descansad, muchachos». «Olvidemos». «Gracias, chavales». «Gracias, tío abuelo, descansa en paz». ¿Por qué se forma un nudo en mi garganta al ver palabras como dormir, descansar o sacrificio cuando la razón de que esté aquí es la idea de que esa guerra fue una insensatez y una locura innecesarias? Solo un visitante emplea un tono muy diferente: «Nunca más». En varias páginas, la tinta con la que fueron escritos los nombres y los comentarios se ha corrido a causa de las gotas de lluvia, ¿o fueron lágrimas?
 
Los cadáveres de los soldados del Imperio británico reposan en 400 cementerios solo en la región del campo de batalla del Somme, un terreno accidentado en forma de media luna de menos de 32 kilómetros de longitud, aunque las tumbas no son las únicas marcas que la guerra ha dejado en la tierra. Aquí y allá ha perdurado una parcela de terreno surcada por miles de cráteres de proyectiles; decenios de erosión han atenuado las cicatrices, pero lo que antes era un campo llano parece ahora una sucesión de dunas escarpadas cubiertas de hierba. En los campos que han vuelto a allanar, como los que rodean el cementerio de los Devonshire, algunos tractores llevan un blindaje debajo del asiento del conductor, ya que las cosechadoras no pueden distinguir entre patatas, remolachas y proyectiles sin explotar. Más de 700 millones de proyectiles de artillería y mortero fueron disparados en el frente occidental entre 1914 y 1918, y se calcula que un 15 por 100 no llegó a explotar. Estos proyectiles matan todos los años a alguna persona (a 36 solo en 1991, por ejemplo, cuando Francia excavaba el terreno para tender una nueva línea ferroviaria de alta velocidad). Por todas partes en la región hay zonas de bosque o matorrales sin despejar rodeadas de señales de peligro amarillas que advierten a los excursionistas, en francés e inglés, de que deben alejarse. El Gobierno francés emplea equipos de démineurs, especialistas itinerantes en la desactivación de bombas, que responden a las llamadas cuando los lugareños descubren proyectiles, y cada año recogen y destruyen 900 toneladas de munición sin explotar. Más de 630 démineurs franceses han muerto en el cumplimiento de su deber desde 1946. La propia Primera Guerra Mundial, al igual que aquellos proyectiles, ha perdurado en nuestras vidas, por debajo de la superficie, porque vivimos en un mundo que está en gran medida conformado por ella y por la guerra industrializada y total que inauguró.
 
Aunque nací mucho después de que hubiera terminado, la guerra siempre estuvo presente en nuestra familia. Mi madre me hablaba del desenfrenado entusiasmo de las multitudes en los desfiles militares cuando, ¡por fin!, Estados Unidos se unió a los Aliados. Un querido primo carnal suyo partió al son de aquellos vítores para acabar muriendo en las últimas semanas de la contienda; ella nunca olvidaría la conmoción y la decepción. Y a nadie de mi familia paterna le parecía absurdo que dos de sus parientes hubieran luchado en bandos contrarios en la Primera Guerra Mundial, uno en el ejército francés y otro en el alemán. Si tu país te llamaba, ibas.
 
La hermana de mi padre se casó con un hombre que combatió a favor de Rusia en la guerra y debíamos su presencia en nuestras vidas a acontecimientos desencadenados por la misma: la Revolución rusa y la enconada guerra civil que le sucedería. Tras estas, al estar en el bando perdedor, se marchó a Estados Unidos. Compartimos una casa de verano con esa tía y ese tío, y amigos suyos que también eran veteranos de 1914- 1918 eran asiduos visitantes. Recuerdo vívidamente estar, siendo un niño, al lado de uno de ellos, todos vestidos con bañadores y a punto de ir a nadar, y después mirar hacia abajo y ver el pie del hombre: la bala de una ametralladora alemana le había cercenado todos los dedos en algún lugar del frente oriental.
 
La guerra también perduraba en los relatos de aventuras ilustrados que mis primos británicos me enviaban por Navidad. El joven Tim, Tom o Trevor, pese a ser un simple adolescente al que el coronel había declarado demasiado joven para combatir, esquivaría con valentía la lluvia de metralla para trasladar a aquel mismo coronel herido hasta un lugar seguro después de que el regimiento, tocando la gaita, se hubiera «lanzado al ataque» en la tierra de nadie. En episodios posteriores, siempre conseguía hallar la manera (como espía o aviador, o gracias a la simple audacia) de sortear el estancamiento de la guerra de trincheras.
 
Cuando crecí y aprendí más historia, descubrí que ese estancamiento ejercía su propia fascinación. Durante más de tres años los ejércitos del frente occidental estuvieron prácticamente paralizados en el mismo lugar, enterrados en trincheras con refugios situados a veces a 12 metros bajo tierra, de las que salían periódicamente para librar terribles batallas en las que ganaban, en el mejor de los casos, unos pocos kilómetros de un yermo embarrado y repleto de cráteres de los proyectiles. La capacidad destructora de aquellas batallas sigue pareciendo increíble. Además de los muertos, en el primer día de la ofensiva del Somme resultaron heridos 36.000 soldados británicos. La magnitud de la matanza durante todo el periodo que duró la guerra no tenía precedentes en la historia de Europa: por ejemplo, más del 35 por 100 de todos los hombres alemanes con edades comprendidas entre los diecinueve y los veintidós años cuando se iniciaron los combates murió en los cuatro años y medio siguientes y muchos de los supervivientes resultaron gravemente heridos. En el caso de Francia, la cifra de víctimas fue, proporcionalmente, aún mayor: la mitad de todos los franceses con edades comprendidas entre los veinte y los treinta y dos años cuando estalló la guerra habían muerto cuando terminó. «La Gran Guerra de 1914-1918 perdura como una franja de tierra quemada que separa aquella época de nosotros», escribió la historiadora Barbara Tuchman. Los canteros británicos desplazados a Bélgica aún seguían trabajando grabando los nombres de los desaparecidos de su nación en monumentos conmemorativos cuando los alemanes la invadieron en la siguiente guerra, más de veinte años después. Las ciudades y los pueblos por los que pasaron los ejércitos quedaron reducidos a montones de escombros, y los bosques y granjas, a ruinas carbonizadas. «Esto no es una guerra. Esto es el fin del mundo», escribió a su país desde Europa un soldado de las tropas indias de Gran Bretaña que había resultado herido.
 
Estamos acostumbrados a que, en los conflictos actuales, tanto si las víctimas son los niños soldados de África como si lo son los estadounidenses provincianos de clase obrera en Irak o Afganistán, los pobres constituyan un porcentaje desproporcionado de los muertos. En cambio, entre 1914 y 1918, la guerra fue sorprendentemente letal para las clases dirigentes de todos los países que participaron. Había muchas más probabilidades de que murieran los oficiales de ambos bandos que de que perecieran los hombres que los seguían saltando los parapetos de las trincheras para avanzar hacia el fuego de las ametralladoras, y ellos mismos solían pertenecer a las capas más altas de la sociedad. Por ejemplo, aproximadamente el 12 por 100 de todos los soldados británicos que combatieron en la guerra murieron, pero en el caso de los nobles o hijos de nobles uniformados la cifra ascendió al 19 por 100. El 31 por 100 de todos los hombres que se licenciaron en Oxford en 1913 perdió la vida en la contienda. El canciller alemán, Theobald von Bethmann-Hollweg, perdió a su primogénito, al igual que el primer ministro británico Herbert Asquith. Un futuro primer ministro británico, Andrew Bonar Law, perdió dos hijos, y también el vizconde de Rothermere, un magnate de la prensa y ministro del Aire durante la guerra. El general Erich Ludendorff, el principal comandante alemán de la guerra, perdió a dos hijastros y él mismo tuvo que identificar el cadáver en descomposición de uno de ellos, exhumado de una fosa en el campo de batalla. Herbert Lawrence, jefe del Estado Mayor británico en el frente occidental, perdió dos hijos; su homólogo en el ejército francés, Noël de Castelnau, tres. Al nieto de uno de los hombres más ricos de Inglaterra, el duque de Westminster, le alcanzó un disparo mortal en la cabeza tres días después de escribir a su madre: «Envíame calcetines y bombones, que son las dos cosas totalmente indispensables que hay en la vida».
 
Por lo tanto, parte de lo que nos atrae de esta guerra es la forma en que destruyó para siempre la Europa segura de sí misma y luminosa de húsares y dragones con cascos con plumas y de emperadores que saludaban desde carruajes descubiertos tirados por caballos. Como lo expresó el poeta y soldado Edmund Blunden al describir aquel mortífero primer día de la batalla del Somme, ningún bando «había ganado ni podía ganar la guerra. La guerra había ganado». Dos imperios, el austrohúngaro y el otomano, desaparecieron por completo bajo la presión de la interminable matanza, el káiser alemán perdió su trono y el zar de Rusia y toda su fotogénica familia, con su hijo ataviado de marinero y sus hijas con vestidos blancos, perdieron la vida. Incluso los vencedores fueron perdedores: en Gran Bretaña y Francia juntas hubo más de dos millones de muertos y terminaron la guerra fuertemente endeudadas; las protestas desencadenadas por los veteranos de las colonias que regresaron iniciaron la larga descomposición del Imperio británico y una franja del norte de Francia quedó reducida a cenizas. El tsunami de destrucción que duró cuatro años y medio ensombreció para siempre nuestra visión del mundo. «¿Humanidad? ¿Puede alguien creer realmente en la sensatez de la humanidad después de la última guerra, cuando se avecinan guerras nuevas, inevitables y más crueles?», preguntaba el poeta ruso Alexander Blok varios años más tarde.
 
Y se avecinaban. «No puede ser que dos millones de alemanes hayan caído en vano [...]. No, no perdonamos. ¡Exigimos venganza!», despotricaba Adolf Hitler menos de cuatro años después de que terminara la guerra. La derrota de Alemania y el afán de venganza de los Aliados en el acuerdo de paz posterior aceleraron irrevocablemente el ascenso del nazismo y la llegada de una guerra aún más destructiva veinte años más tarde, y también del Holocausto. La Primera Guerra Mundial, por supuesto, también ayudó a aupar al poder en Rusia a un régimen cuyos pelotones de ejecución y el gulag de campos de prisioneros del Ártico y Siberia sembrarían la muerte y el terror en tiempos de paz a una escala que superaba a la de muchas guerras.
 
Como el amigo de mi tío sin los dedos de un pie, muchos de los más de 21 millones de heridos de la guerra sobrevivirían durante muchos años. En los años sesenta visité en el norte de Francia un hospital psiquiátrico de piedra, similar a una fortaleza, y algunos de los ancianos a los que vi sentados como estatuas en los bancos del patio, con sus rostros inexpresivos, eran víctimas de la neurosis de guerra de las trincheras. Millones de veteranos, con el cuerpo y el espíritu mutilados, llenaron este tipo de instituciones durante decenios. La sombra de la guerra también se extendió a decenas de millones de personas que nacieron después de que hubiera terminado, los hijos de los supervivientes. Una vez entrevisté al escritor británico John Berger, que nació en Londres en 1926, y me dijo que a veces tenía la sensación de que había nacido «cerca de Ypres en el frente occidental en 1917. El primer recuerdo que tengo de [mi padre] es el de él despertándose gritando en medio de la noche por culpa de una de sus recurrentes pesadillas sobre la guerra».
 
¿Por qué esta guerra tan antigua nos sigue fascinando? Seguramente, una de las razones sea el marcado contraste entre aquello por lo que la gente creía estar luchando y el mundo destruido y amargado que la guerra creó. Los participantes de ambos bandos creían tener buenas razones para ir a la guerra, y en el bando de los Aliados lo eran realmente. Al fin y al cabo, las tropas alemanas invadieron sin justificación alguna Francia e, incumpliendo un tratado que garantizaba su neutralidad, también ocuparon Bélgica. La población de otros países, como Gran Bretaña, consideró, como era comprensible, que acudir en ayuda de las víctimas de la invasión era una causa noble. ¿No tenían Francia y Bélgica derecho a defenderse? Incluso aquellos que nos hemos opuesto ahora a las guerras estadounidenses en Vietnam o Irak a menudo nos apresuramos a añadir que defenderíamos nuestro país si fuera atacado. Y sin embargo, si los dirigentes de alguna de las grandes potencias europeas hubieran sido capaces de observar el futuro y ver todas las consecuencias, ¿habrían seguido enviando con tanta prisa a sus soldados al campo de batalla en 1914?
 
Lo que no previeron reyes y primeros ministros, lo presintieron muchos ciudadanos con más visión de futuro. Desde el principio, decenas de miles de personas de ambos bandos reconocieron en la guerra la catástrofe que era. Creían que el inevitable coste en vidas no merecía la pena, y algunos de ellos anticiparon con trágica claridad al menos parte de la pesadilla en la que se sumiría Europa como consecuencia de la misma y lo expresaron públicamente. Además, dijeron lo que pensaban en una época en la que era necesario tener mucho valor para hacerlo, ya que el ambiente estaba cargado de un ferviente nacionalismo y un desprecio por los disidentes que a veces se traducía en violencia. Un puñado de parlamentarios alemanes se opuso con valentía a los créditos para sufragar la guerra, y radicales como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht acabarían más tarde en la cárcel, al igual que el dirigente socialista estadounidense Eugene V. Debs. Pero fue en Gran Bretaña, más que en ningún otro lugar, donde un número importante de intrépidos opositores a la guerra obró conforme a sus creencias y pagó un precio por ello. Cuando terminó el conflicto, más de veinte mil británicos en edad militar se habían negado a cumplir el servicio militar obligatorio. Muchos también se negaron a cumplir el servicio sustitutorio para no combatientes y más de seis mil cumplieron condena en las cárceles en condiciones muy duras: trabajos forzados, una dieta muy básica y una estricta «regla de silencio» que les prohibía hablar los unos con los otros.
 
Antes de que se hiciera evidente la cantidad de británicos que se negarían a combatir, unos cincuenta insumisos fueron reclutados a la fuerza en el ejército y trasladados, algunos de ellos esposados, a Francia a través del canal de la Mancha. Unas semanas antes del famoso primer día de la batalla del Somme tuvo lugar una escena menos conocida en un campamento del ejército británico no muy alejado, desde el que se podía oír el sonido del fuego de artillería del frente. Les dijeron a un grupo de antibelicistas que si seguían desobedeciendo las órdenes, serían condenados a muerte. En un acto de gran valor colectivo, que ha perdurado a través de los años, ni un solo hombre flaqueó. Solo en el último minuto, gracias a las frenéticas presiones en Londres, salvaron sus vidas. Esos insumisos y sus camaradas no lograron detener la guerra y no han obtenido un lugar en los libros de historia convencionales, pero la firmeza de sus convicciones sigue siendo una de las grandezas de una época oscura.
 
Entre los que fueron encarcelados por oponerse a la guerra no solo figuraban hombres jóvenes que desobedecieron el llamamiento a filas, sino también hombres de más edad y algunas mujeres. Si pudiéramos viajar en el tiempo hasta las cárceles británicas de finales de 1917 y principios de 1918, conoceríamos a algunas personas extraordinarias, entre ellas el periodista de investigación más importante de la nación, un futuro ganador del Premio Nobel, más de media docena de futuros miembros del Parlamento, un futuro ministro y un exdirector de un diario que publicaba un periódico clandestino para sus compañeros de la prisión en papel higiénico. Sería difícil encontrar un espectro de personas más distinguidas encerradas nunca entre rejas en un país occidental.
 
En parte, este libro es la historia de algunos de esos insumisos y del ejemplo que dieron, si no en su propia época, quizá para el futuro. Me gustaría que la suya fuera una historia de vencedores, pero no lo es. A diferencia, por ejemplo, de la quema de brujas, la esclavitud y el apartheid, que en un tiempo se dieron por sentado y ahora están oficialmente prohibidos, la guerra sigue entre nosotros. Los uniformes, los desfiles y la música marcial continúan cautivando, y a todo ello se ha sumado el atractivo de la alta tecnología; niños y hombres de todo el mundo sueñan todavía con la gloria militar tanto como hace un siglo. Por eso, en mayor medida, este es un libro sobre aquellos que lucharon en la guerra de 1914-1918, para quienes la magnética atracción del combate, o al menos la creencia en que era patriótico y necesario, resultó ser más fuerte que la repulsión humana por la muerte en masa o cualquier presentimiento de que, la perdieran o la ganaran, aquella era una guerra que cambiaría el mundo a peor.
 
Donde puede que ahora veamos una matanza absurda, muchos de aquellos que fueron responsables de las batallas de la guerra solo veían nobleza y heroísmo. «Avanzaron en una hilera tras otra —anotó un general británico sobre sus hombres en el combate aquel fatídico 1 de julio de 1916, en el Somme, escribiendo con la afectada tercera persona habitual en los informes oficiales— [...] y ni un solo hombre trató de evitar avanzar a través del intenso fuego de artillería ni enfrentarse a los disparos de las ametralladoras y los fusiles que finalmente los aniquilaron a todos [...]. Vio las filas que avanzaban en un orden tan admirable desaparecer bajo el fuego. Sin embargo, ni un solo hombre flaqueó, rompió filas o intentó regresar. Nunca ha visto, en realidad nunca podría haber imaginado, una exhibición tan magnífica de valentía, disciplina y determinación. Los informes que ha obtenido de los poquísimos supervivientes de ese maravilloso avance corroboran lo que vio con sus propios ojos, a saber, que prácticamente ninguno de nuestros hombres llegó a la línea del frente alemán».
 
¿Qué pensaban aquellos generales? ¿Cómo podían creer que aquella matanza era admirable o magnífica, que tenía más valor que la vida de sus propios hijos? Podemos plantearnos la misma pregunta sobre aquellos que se apresuran a defender confrontaciones militares en la actualidad, cuando, como en 1914, las guerras tienen tan a menudo consecuencias imprevistas. Normalmente se escribe de una guerra como de un duelo entre bandos. Sin embargo, aquí he tratado de evocar aquella guerra mediante las historias de un país, Gran Bretaña, de algunos hombres y mujeres que formaban parte de la gran mayoría que creía fervientemente que merecía la pena luchar y de algunos de aquellos que estaban igual de convencidos de que no había que luchar en absoluto. Por lo tanto, en cierto modo, es una historia sobre lealtades. ¿A qué debería ser más leal un ser humano? ¿A un país? ¿Al servicio militar? ¿O al ideal de fraternidad internacional? ¿Y qué ocurre con la lealtad en el seno de una familia si, como sucedió en varias de las familias que aparecen en estas páginas, algunos miembros se unen a la lucha mientras un hermano, una hermana o un hijo adopta una postura de oposición que la opinión pública considera cobarde o criminal?
 
Este es también un relato sobre sueños enfrentados. Para algunas de las personas cuya historia narro aquí, el sueño era que la guerra revitalizara el espíritu nacional y los vínculos del imperio; que fuera corta; que Gran Bretaña ganara con los medios tradicionales con los que siempre había ganado las guerras: el coraje, la disciplina y la carga de la caballería. Para quienes se oponían a la guerra, el sueño era que los trabajadores de Europa nunca combatieran entre sí en el campo de batalla; o que, una vez que estallara la guerra, los soldados de ambos bandos vieran que era una locura y se negaran a continuar luchando; o, por último, que la Revolución rusa, al proclamar que rechazaba la guerra y la explotación para siempre, se convirtiera en un ejemplo modélico que siguieran pronto otras naciones. Mientras trataba de entender por qué estos dos grupos de personas tan diferentes actuaron como lo hicieron en el calvario de la guerra, me di cuenta de que necesitaba comprender sus vidas en los años anteriores a la contienda, cuando a menudo tuvieron que enfrentarse a elecciones sobre sus lealtades. Por eso este libro sobre la primera gran guerra de la época moderna no comienza en agosto de 1914, sino varios decenios antes, en una Inglaterra que era bastante diferente del pacífico y bucólico territorio de haciendas campestres y fiestas de fin de semana en las casas de campo que nos resulta tan familiar gracias a innumerables películas y telefilmes. De hecho, durante parte de aquel periodo anterior a la guerra, Gran Bretaña estaba librando otra contienda que generó un movimiento de oposición propio y vigoroso. Y, dentro del país, estaba sumida en una lucha prolongada y furibunda sobre quién debía tener derecho al voto, un conflicto que desencadenó enormes manifestaciones, varias muertes, encarcelamientos masivos y una destrucción intencionada de la propiedad como no había conocido el país durante la mayor parte de un siglo.
 
El siguiente relato no es en modo alguno una historia exhaustiva de la Primera Guerra Mundial y del periodo anterior a ella, ya que he omitido muchas batallas, episodios y dirigentes famosos. Tampoco es una historia sobre personas a las que normalmente se considera un grupo, como los poetas de la guerra o el círculo de Bloomsbury; por lo general, he evitado a personajes tan conocidos. Algunas de las personas cuyas vidas describo aquí, pese a haber mantenido alguna vez relaciones muy estrechas, se enemistaron tanto debido a la guerra, que rompieron todo contacto entre sí y, de estar vivas ahora, se sentirían consternadas por encontrarse juntas en un mismo libro. Pero cada una de ellas estaba vinculada a una o más de las otras por lazos familiares o de amistad, por ideas comunes o, en varios casos, por un amor prohibido. Y todas ellas eran ciudadanas de un país que estaba sufriendo un cataclismo y en el que, al final, el trauma de la guerra superaría todo lo demás.
 
Los hombres y mujeres que aparecen en las siguientes páginas conforman un elenco que he ido recopilando poco a poco a lo largo de los años, a medida que encontraba personas cuyas vidas representaban respuestas muy diferentes a las opciones que tenían quienes vivieron en una época en la que el mundo estaba en llamas. Entre ellos figuran generales, activistas sindicales, feministas, agents provocateurs, un escritor convertido en propagandista, un domador de leones convertido en revolucionario, un ministro, un periodista de clase obrera militante, tres soldados llevados ante un pelotón de fusilamiento al amanecer y un joven idealista de las Midlands inglesas que, mucho después de que su lucha contra la guerra hubiera terminado, sería asesinado por la policía secreta soviética. Puede que, al seguir a un grupo variado de personas a través de una época tumultuosa, la forma de este libro parezca más similar a la ficción que a una obra de historia tradicional. (De hecho, la biografía de una mujer que aparece en este libro inspiró una de las mejores novelas recientes sobre la guerra). Sin embargo, todo lo que se cuenta en él sucedió realmente. Porque la historia, cuando se la examina atentamente, siempre descubre a personas, sucesos y dilemas morales más reveladores que los que podrían inventar los mejores novelistas.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

JOE SACCO. LA GRAN GUERRA. BORJA AGUILÓ Y BEN CLARK. TENGO UNA CITA CON LA MUERTE


Hola, buenas tardes. La penúltima entrega por este año -en 2015 os ofreceré alguna otra, también muy interesante- de nuestra larguísima serie dedicada a la Primera guerra mundial con ocasión de su centenario la va a dedicar Todos los libros un libro a dos obras que, para persistir en mi voluntad de proponer acercamientos variados al trágico acontecimiento, nos hablan de la contienda desde territorios “librescos” no estrictamente narrativos. Y así, un cómic y una antología poética centrarán mis recomendaciones de esta tarde que se presenta, pues, algo alejada de la ficción novelesca que ha protagonizado nuestro espacio en semanas precedentes.
 
El primer libro del que quiero hablaros es La Gran Guerra, un espléndido aunque estremecedor volumen ilustrado debido a la maestría del dibujante Joe Sacco, un reconocido autor de cómics “documentales”, con importante y muy premiada obra anterior sobre los conflictos de Bosnia o Palestina, entre otros temas que han centrado su atención. El libro lo publica en España la editorial Penguin Random House en su sello Reservoir Books.
 
La Gran Guerra consta de 24 láminas desplegables, unidas en un mural que completamente extendido ocupa siete metros y medio y en el que se recrea -y dado el objeto del libro el verbo resulta frívolo- la aciaga jornada del 1 de julio de 1916, el día en el que supuestamente debía tener lugar la ofensiva final de la batalla del Somme. En torno al río Somme, en un frente de cuarenta kilómetros en el noreste de Francia, las tropas francesas y británicas dispusieron una multitudinaria concentración de fuerzas con el fin de distraer la atención de los ejércitos alemanes de la batalla de Verdún, otro nombre legendario en la trágica historia de la Primera guerra mundial, obligándolos a dispersarse hacia otro escenario paralelo. El ataque decisivo, el que debía romper las líneas germanas, protagonizado por las fuerzas del Reino Unido, estaba previsto inicialmente para finales de junio, aunque por circunstancias diversas acabó posponiéndose al primer día de julio. Debido a numerosos errores de planificación, la jornada resultó un estrepitoso fracaso militar y una sangrienta carnicería humana, con 10.000 muertos británicos solo en la primera hora, llegando a los 20.000 al final de la jornada. A su término, meses después, ya que la batalla se prolongó hasta noviembre, habían muerto casi un millón de personas de ambos bandos sin que las posiciones llegaran apenas a modificarse, en un estéril, ridículo, brutal e inconcebible sacrificio humano...
 
La monumental obra de Sacco -inspirada en el tapiz de Bayeux, el enorme lienzo bordado que en el siglo XI relató la invasión normanda de Inglaterra y, en particular, la batalla de Hastings- recoge de manera cronológica los episodios vividos en ese dramático día, empezando por las operaciones de preparación de la batalla, días antes del imprudente y fallido ataque, avanzando por los distintos acontecimientos ocurridos con el transcurso de las horas, y llegando, al final, a las dolorosas escenas del enterramiento de los numerosos muertos caídos en combate.
 
En un cuadernillo que se adjunta dentro del completo cofre en el que se presenta la obra, el propio Joe Sacco explica cada lámina, comentando los aspectos más relevantes de las escenas dibujadas pese a que éstas no necesitan, sin embargo, glosa o apostilla alguna, pues son contundentes, clarificadoras y de una poderosa fuerza expresiva en sí mismas. Enormemente esclarecedor es también el prólogo (que os ofrezco íntegro al final de esta reseña) del historiador Adam Hochschild, que aparece en traducción de Marc Viaplana y en el que se describe, con lucidez y documentada objetividad, el horror de esa insensata experiencia.
 
Pero más allá del relato de los hechos, el libro sobresale por su condición de excepcional obra gráfica; por la minuciosidad de los detalles -el autor consultó infinidad de imágenes fotográficas de la contienda-; por la profusión de los focos de atención, supuestamente menores o casi inapreciables, pero que permiten superar la simple descripción de la batalla y hacernos entender de un modo más completo la complejidad de lo ocurrido en esas horas de locura; por la exhaustiva recreación de multitud de elementos que -sin limitarse a una mera traslación objetiva y “documental” del acontecimiento histórico- configuran la intrahistoria, podríamos decir, de una fecha decisiva en el acontecer de la humanidad. Así, vemos inicialmente al general Haig, comandante en jefe de la Fuerza Expedicionaria Británica, paseando por los jardines de su residencia en las horas previas al ataque; asistimos a la llegada al frente de la artillería, obuses y cañones, cada uno representado con precisión en las distintas variantes de sus diferentes modelos y calibres; observamos los edificios derruidos en los alrededores del campo de batalla; contemplamos la preparación de los soldados, las trincheras repletas, los carros de abastecimiento y demás elementos de intendencia, las cocinas funcionando para alimentar a miles de hombres, el suministro de ron a los combatientes; apreciamos las peculiaridades de los diferentes cuerpos del Ejército, los kilts escoceses, los turbantes de los miembros de las unidades de la Caballería India; vemos cómo las avanzadillas abren huecos entre las alambradas para propiciar el paso de las tropas; acompañamos a los soldados en su ciego salto adelante desde las trincheras, jóvenes apesadumbrados que se dirigen a una muerte cierta bayoneta en ristre; nos sentimos aterrados ante la explosión de los obuses, los cuerpos por los aires, los cráteres de las minas, los cadáveres y los miembros mutilados; nos conmovemos al ver a los camilleros jugándose la vida en campo abierto, los rostros temerosos de los heridos abandonados en el campo de batalla, los desbordados puestos de primeros auxilios tras la primera línea de fuego, la imposible evacuación del ingente número de víctimas; nos sobrecoge la existencia de los “policías de batalla”, un contingente ocupado de impedir las huidas y deserciones y que impelía a los rezagados a lanzarse al fuego enemigo; nos emociona el precario entierro en las inmediaciones de los miles de fallecidos.
 
Pero, es obvio, no pueden mis palabras dar una idea siquiera aproximada del “mundo” que describe una excepcional obra gráfica que os invito a consultar con detenimiento, analizando, estudiando, indagando en sus muchos detalles y experimentando, gracias al enorme talento de su autor, las emociones que sin duda acompañaron a quienes vivieron y murieron en esa espantosa jornada.
 
El muy interesante prólogo, 1 de julio de 1916, que precede al cómic de Sacco y que, como os digo, podréis leer en su integridad como cierre a este comentario, es obra de Adam Hochschild, el reputado historiador norteamericano. Se trata de un breve y brillante texto escrito para la ocasión aunque fruto de la reelaboración de algunas páginas de un excelente libro del profesor de Berkeley que con el título de Para acabar con todas las guerras, fue editado en nuestro país por Península, en 2013, traducido por Yolanda Fontal y Carlos Sardiña. A esta inmensa y magnífica obra de Historia dedicaré mi reseña de la semana próxima.
 
La segunda referencia del día de hoy es un libro de poesía, una emocionante antología de poemas escritos por veintiún jóvenes que combatieron y murieron en aquella guerra -salvo dos excepciones de poetas fallecidos por una causa sólo indirectamente relacionada con la contienda-, ya fuera en las trincheras o en los hospitales a los que los condujeron las heridas recibidas en el campo de batalla. Tengo una cita con la muerte, título que procede de un verso escrito por Alan Seeger, uno de los poetas escogidos, se publicó en 2011 en nuestro país, con el subtítulo de Antología de poetas muertos en la Gran Guerra, en una edición de Linteo a cargo de Borja Aguiló y Ben Clark, responsables de la selección y la traducción de los versos y del interesante prólogo al libro. Los editores reconocen en su introducción que los poetas y versos elegidos proceden de otra antología, Up the Line to Death. The War Poets 1914-1918, publicada en 1964 en Reino Unido, bajo la responsabilidad de Brian Gardner y más extensa que la que ahora os comento.
 
Los poetas que integran la presente recopilación son solo hombres, obviamente, pues las mujeres no combatieron en el campo de batalla, aunque en el preámbulo se nos da cuenta -despertando nuestra curiosidad y nuestro interés- del llamativo caso de Dorothy Lawrence, una periodista que llegó a disfrazarse de hombre para poder ejercer su labor de reportera en el frente. Una somera consulta en internet permite vislumbrar tras la arriesgada peripecia de la joven una existencia fascinante que, no obstante, no ha sido divulgada en nuestro país. Pero volviendo al libro, estamos, en cualquier caso, ante poetas en su mayor parte jóvenes, a veces casi niños, y con unas trayectorias literarias muy variadas, unos con obra publicada antes de su incorporación a la guerra, otros absolutamente noveles, algunos de gran calidad y con un prometedor futuro literario -truncado, como es obvio-, otros sin especial relevancia artística. La mayor parte son británicos, sobre todo ingleses, aunque hay también algún irlandés, un canadiense, un norteamericano. Todos ellos -y esa es la razón última de su presencia en la antología- son poetas que escriben a partir del horror vivido en la guerra, y sus versos (incluidos en cartas, publicados en periódicos y, muchas otras veces, encontrados en los bolsillos de los propios cuerpos) están muy alejados de ser compungidos y manieristas experimentos escritos desde la torre de marfil de su condición de escritores e intelectuales, rezumando, por el contrario, el dolor, la amargura, la rebeldía, la tristeza, la nostalgia, la desesperación, de quienes han contemplado cara a cara el sufrimiento, la locura, la salvaje barbarie de la experiencia bélica.
 
En muchos de ellos, además, resulta decisiva la trágica vivencia de la infausta jornada del 1 de julio de 1916, el fatídico Somme, la cual ha acabado por conformarse en el eje común a mis dos recomendaciones de esta tarde. Y es que, en efecto, la estremecedora batalla del Somme representó un punto de inflexión no sólo en el propio devenir de la guerra sino, sobre todo, en la percepción que los contendientes tenían de los enfrentamientos armados. De la ilusión romántica con la que jóvenes de todo el mundo, singularmente los británicos y también los norteamericanos, se alistaban de modo masivo en los primeros momentos del conflicto (Si Gran Bretaña debía ir a la guerra -escriben los editores- sería necesario un ejército, y el gobierno sabía que los alemanes llevaban años de ventaja. Se inyectó espíritu patriótico a todos los actos públicos; los teatros ofrecían espectáculos en los que el soldado era retratado como un héroe, rodeado de hermosas bailarinas. Hubo grandes oradores, con Kipling a la cabeza, que supieron avivar cierta nostalgia imperialista y muy pronto las grandes colas frente a las oficinas de reclutamientos desbordaron las mismas), los poemas pasan progresivamente a reflejar la decepción y el espanto provocados por la aterradora verdad de las trincheras, borrándose en los versos cualquier rastro de entusiasmo y aflorando en ellos la crítica, el miedo, el dolor, la desolación y el desengaño.
 
Aunque una enumeración exhaustiva de los poetas antologados desborda el propósito y los límites de esta emisión, no me resisto a mencionaros al menos tres cuyos versos me han resultado especialmente conmovedores. Es el caso de Leslie Coulson y su emocionante y tristísimo Desde el Somme; de Wilfred Owen, quizá el más conocido de los autores seleccionados, del que os ofrezco su impresionante Expuestos; y de Alan Seeger, en cuyo poema Cita aparece la frase que da título al libro. Con su transcripción íntegra y con un extraño vídeo en el que Carol Forsloff pone música a los versos de Seeger os dejo por esta semana.
 
 
 
Desde el Somme. Leslie Coulson
 
En otro tiempo cantaba sobre cosas sencillas.
Sobre el amanecer el verano, y el atardecer del verano y su noche,
la hierba con rocío, y anillos de hadas mojadas por el rocío,
el largo vuelo dorado de la alondra.
 
En lo profundo del bosque tocaba mi melodía
mientras las ardillas hacían crujir sus avellanas en lo alto,
o cruzaba la arena mojada hasta el mar
y cantaba al mar y al cielo.
 
Cuando llega el silencio plateado del la noche
miraba por las ventanas hacia los perfumados céspedes,
cantaba suavemente sobre el amor y sus delicias
para acallar a faunos de mármol.
 
A menudo cantaba en una taberna
sobre el amanecer en la vid de la montaña,
y, reclamando un coro, barría las cuerdas
en alabanza del buen vino tinto.
 
Jugaba con todos los juguetes que los bienes proporcionan,
cantaba mis canciones y lo hacía todo festivo.
Ahora he echado a un lado mis juguetes rotos
y he tirado mi laúd.
 
Antaño un cantante, ahora me veo obligado a llorar.
Dentro de mi alma siento crecer una música extraña,
basto canto de una tragedia demasiado profunda
-demasiado profunda-
para ser pronunciada por mis pobres labios.
 
 
 
Expuestos. Wilfred Owen
 
Nos duelen los cerebros bajo este viento inmisericorde   
y helado del este que nos apuñala…
Cautelosos nos mantenemos despiertos porque la noche   
es silenciosa…
Las bengalas bajas, al caer, confunden nuestros recuerdos   
del saliente…
Preocupados por el silencio, los vigías susurran, inquietos,   
preocupados,
pero no ocurre nada.
 
Observando, oímos las alocadas rachas de viento tirar   
de la alambrada,
como jugando con las agonías de los hombres entre   
sus espinas.
Hacia el norte, sin cesar, relampaguean y truenan
los cañones,
a lo lejos, como un oscuro rumor de alguna otra guerra,  
¿Qué hacemos aquí?
 
La melancólica miseria del alba empieza a asomar…
Sólo sabemos que la guerra dura, que la lluvia moja, y   
que las nubes languidecen con tormenta.
El alba, concentrando en el este su ejército de melancolía,
Ataca una vez más con sus filas las trémulas filas del gris,          
pero no ocurre nada.
 
Repentinos y sucesivos vuelos de balas rasgan el silencio.
Menos mortíferos que el aire que tiembla negro con nieve,
Con largos copos que fluyen, que caen, que se suspenden   
y que se renuevan,
vemos cómo ascienden y cómo descienden por la   
indiferencia del viento,          
pero no ocurre nada.
 
Copos pálidos con sigilosos dedos vienen buscando   
nuestros rostros,
nos agazapamos en agujeros, sobre olvidados sueños,   
y escudriñamos, aturdidos por la nieve,
bien metidos en cunetas de hierba. Y dormitamos,   
somnolientos por el sol,
salpicados por las flores que gotean donde el mirlo   
revolotea.
¿Acaso es que nos morimos?
 
Poco a poco nuestros fantasmas retornan: oteando las   
hogueras glosadas
por cortezas de joyas de un rojo intenso; allí cantan los   
grillos;
durante horas se regocijan los inocentes ratones: la casa   
es suya; persianas y puertas, todas cerradas, sobre nosotros están   
cerradas las puertas           
-regresamos a nuestros muertos-.
 
Ya que no creemos de ningún modo que las hogueras   
amables puedan arder
ni puede el sol sonreír sobre una criatura, un campo o   
una fruta.
Por la primavera invencible de Dios nuestro amor se   
vuelve medroso:
por lo tanto, sin resistir, yacemos aquí, nacimos,   
por lo tanto, pues el amor de Dios parece morir.
 
Esta noche. Su helada se posará sobre este barro y   
sobre nosotros,
arrugando muchas manos, arrugando muchas frentes.
Los excavadores, con sus picos y sus palas sujetos,   
temblando,
se detienen sobre caras medio conocidas. Sus ojos    
son de hielo,          
pero no ocurre nada.
 
 
 
Cita. Alan Seeger
 
Tengo una cita con la Muerte
en alguna disputada barricada,
cuando la primavera vuelva con susurrante sombra
y las flores de manzano llenen el aire
-tengo una cita con la Muerte
cuando la primavera traiga los días hermosos y azules
de vuelta-.
 
Puede ser que me coja de la mano
y que me lleve a su tierra oscura
y que cierre mis ojos y que apague mi aliento
-quizá pase a su lado en la quietud-.
Tengo una cita con la Muerte
en alguna descarnada ladera de colina arrasada,
cuando la primavera regrese, un año más,
y asomen las primeras flores en el prado.
 
Dios sabe que sería mejor estar bien cubiertos
en seda y ser tendidos con perfumes,
donde el amor palpita en sueño placentero,
pulso cercano al pulso, y aliento al aliento,
donde los despertares acallados son queridos…
Pero tengo una cita con la Muerte
a medianoche en algún pueblo en llamas,
cuando la primavera se encamine otra vez al norte,
y yo siempre soy fiel a mi palabra,
no faltaré a mi cita.
 
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1 de julio de 1916. Adam Hochschild
 
Los preparativos para la batalla duraron meses: los generales y sus suboficiales confeccionaron planos en el cuartel general de sus castillos: caballos, tractores y sudorosos soldados remolcaron miles de grandes cañones de trece toneladas a su posición; aviones de reconocimiento sobrevolaron las líneas alemanas; interminables trenes con vagones de abastecimiento tirados por caballos transportaron al frente proyectiles de artillería y munición de ametralladora; cientos de miles de soldados de todo el Imperio británico, desde las islas Orcadas hasta el Punyab, llenaron trincheras del frente, trincheras de reserva y bases de apoyo en la retaguardia. Todo en preparación del gran ataque que parecía que iba a cambiar inevitablemente el curso de la guerra. Y entonces, finalmente, el primer día de julio de 1916, precedida por el más intenso bombardeo que la artillería británica había emprendido jamás, empezó la Batalla del Somme.
 
Podéis ver el resultado del primer día de batalla en docenas de cementerios militares diseminados por ese rincón de Francia, pero quizá el más llamativo es uno de los más pequeños, uno situado en una ladera y protegido por un bosquecillo. Cada lápida tiene un nombre, un rango y un número; 162 de ellos tienen una cruz, y uno, una estrella de David. Si era conocida, la edad del hombre está también grabada en la lápida: 19, 22, 23, 26, 21, 20, 34. Diez de ellas dicen simplemente: “Soldado de la Gran Guerra, conocido por Dios”. Casi todos los muertos son del regimiento británico de Devonshire. Y la fecha de las lápidas es 1 de julio de 1916. La mayoría fueron víctimas de una única ametralladora alemana situada a varios cientos de metros de ese punto, y fueron enterrados ahí, en una sección de la trinchera del frente de la que habían salido esa mañana. El capitán Duncan Martin, de treinta años de edad, comandante de compañía y artista en la vida civil, había hecho una maqueta de arcilla del campo de batalla donde los británicos planeaban atacar. Predijo el lugar exacto donde él y sus hombres serían abatidos por el fuego de la ametralladora al salir de una ladera expuesta. También él está ahí, fue uno de los 21.000 soldados británicos muertos o heridos de muerte el día de la mayor matanza en la historia, pasada o futura, de las fuerzas armadas de su país.
 
En casi todas las guerras, al parecer, la siguiente ofensiva planeada es considerada como el gran avance, el golpe decisivo y aniquilador que allanará el camino para una rápida victoria. A mitad de la Primera Guerra Mundial, las tropas de ambos bandos se habían quedado casi dos años encalladas en hileras de trincheras que se extendían por el norte de Francia y un extremo de Bélgica. El alambre de espino y las ametralladoras habían hecho imposible la guerra de espectaculares ofensivas y gloriosas cargas de caballería con que los generales de ambos bandos habían soñado. Para terminar con ese frustrante punto muerto, el ejército británico planeó un enorme asalto a un punto cercano a donde el río Somme serpentea lentamente entre la maleza y a través de campos franceses de trigo y remolacha azucarera. Un torrente de provisiones empezó a repartirse en la zona para el medio millón de tropas del Imperio británico implicadas; de ellas, 120.000 soldados atacarían el mismo primer día. Este tenía que ser el “Gran Impulso”, una concentración de tropas y artillería tan grande y en tan reducido espacio que las defensas alemanas se abrirían de golpe como sacudidas por una inundación. Después de que los apabullados alemanes hubieran sido pasados a bayoneta en sus trincheras, sería cuestión de lo que el general Douglas Haig, jefe del Estado Mayor británico, llamó “combatir al enemigo en campo abierto”, con lo que los batallones fueron intensivamente entrenados para maniobrar en praderas sin trincheras. Y por fin, claro, moviéndose por los huecos entre las líneas irían tres divisiones de caballería. Después de todo, ¿acaso no habían sido las gloriosas cargas de hombres a caballo un elemento decisivo en la guerra durante milenios?
 
Las tropas desenrollaron 112.000 kilómetros de cable telefónico. Miles de soldados adicionales descargaron y apilaron munición en enorme polvorines; desnudos de cintura para arriba y asándose al calor del verano, cavaron incesantemente para construir caminos especiales para llevar con rapidez provisiones al frente. Extendieron noventa kilómetros de línea del ferrocarril de ancho de vía estándar. Con tantos soldados británicos apiñados en la zona de inicio de la ofensiva como la población de una ciudad de buen tamaño, hubo que perforar más pozos y extender docenas de kilómetros de conductos de agua. Ningún detalle fue pasado por alto.
 
Las tropas británicas, decía el plan, avanzarían a través de tierra de nadie en oleadas sucesivas. Todo marcharía con precisión: cada oleada avanzaría en una línea continua noventa metros por delante de la siguiente, a un ritmo constante de noventa metros por minuto. ¿Cómo iban a estar a salvo del fuego de las ametralladoras alemanas? Simple: el bombardeo de la artillería del preataque destruiría no sólo el alambre de espino alemán, sino también los búnkers que protegían sus ametralladoras. ¿Cómo podía no ser así, habiendo una pieza de artillería cada quince metros de línea de frente, de todo lo cual llovería un total de un millón y medio de proyectiles sobre las trincheras alemanas? Y por si no bastara con eso, una vez que las tropas británicas salieran de sus trincheras, una definitiva “descarga progresiva” de explosiones de granadas les precedería, una cortina de fuego móvil que acribillaría de metralla a cualquier alemán superviviente que emergiera de refugios subterráneos tratando de combatir.
 
El plan para el ataque del primer día, el 1 de julio de 1916, tenía treinta y una páginas de extensión, y su mapa incluía los nombres en inglés con los que las trincheras alemanas habían sido ya rebautizadas. Preparativos tan minuciosos eran difíciles de ocultar, y ocasionalmente hubo inquietantes indicios de que las tropas alemanas sabían casi tanto de los planes británicos como los británicos mismos. Cuando una unidad avanzó a su posición encontró un letrero levantado desde las trincheras alemanas: “Bienvenidos a la División 29”.
 
Varias semanas antes del ataque, 168 oficiales graduados en Eton se reunieron para una cena de ex alumnos en el hotel Godbert de Amiens, una ciudad francesa de la retaguardia. En latín, brindaron por su alma máter -“¡Floreat Etona!”- y entonaron su canción de escuela, “Carmen Etonense”. Los reclutas se divertían de otras maneras. Un inolvidable fragmento de películas documental sobre esos meses, tomada desde una barcaza de la Cruz Roja que baja por un canal de detrás de las líneas, muestra cientos de soldados aliados casi completamente desnudos en el agua, bañándose, o tomando el sol en la ladera del canal, sonriendo y saludando a la cámara. Sin cascos ni uniformes es imposible distinguir su nacionalidad; sus cuerpos desnudos los presentan solo como seres humanos.
 
Montando un caballo negro y con su acostumbrada escolta de lanceros, el general Haig pasaba revista a sus divisiones mientras ensayaban los ataques en campos de práctica con cintas blancas que representaban las trincheras enemigas. El 20 de junio, el comandante en jefe escribió a su esposa: “La situación no es cada vez más favorable”. El 22 de junio añadió: “Tengo la sensación de que cada paso de mi plan ha recibido la ayuda divina”. El 30 de junio, después de que la gran descarga de artillería tronara durante seis días, Haig escribió en su diario: “Los hombres tienen la moral muy alta (…). La alambrada no ha sido nunca tan bien cortada, ni la preparación de la artillería tan minuciosa”. Como medida adicional, los británicos lanzaron nubes de gas de cloro en las líneas alemanas.
 
A medida que se acercaba la hora señalada, a las 7.30 de la mañana del 1 de julio se hicieron detonar diez enormes minas colocadas por mineros británicos que habían excavado un túnel bien hondo por debajo de las trincheras alemanas. Cerca del pueblo de La Boiselle, el cráter de una de ellas sigue ahí: un enorme socavón en las tierras de labranza circundantes. Incluso parcialmente cubierta por un siglo de erosión tiene 17 metros de profundidad y 67 metros de ancho.
 
Cuando la descarga de artillería alcanzó su clímax, con 224,221 proyectiles en los últimos sesenta y cinco minutos, el estruendo se oía tan lejos como Hampstead Heath, en Londres. En esa semana los británicos dispararon más proyectiles de los que habían usado en los primeros doce meses de la guerra: tras siete días de fuego continuado, a algunos artilleros les sangraban los oídos. En un bosque cerca de Gommencourt, árboles enteros fueron arrancados de raíz y lanzados al aire por el bombardeo, y el bosque se incendió. Desde el parapeto de sus trincheras, los soldados del primer escuadrón de infantería ligera de Somerset aclamaban las tremendas explosiones. Los oficiales suministraban una generosa ración de ron a los hombres que iban a internarse en tierra de nadie. El capitán W.P. Nevill, del octavo batallón de East Surrey, le dio a cada uno de sus pelotones un balón de fútbol y prometió un premio al primero que consiguiera patear la pelota en la trinchera alemana. Un pelotón pintó su balón con la leyenda:
Gran Copa Europea
Final
East Surrey contra Bavaria
 
En las islas británicas, millones de personas sabían que un gran ataque estaba a punto de empezar. “El hospital recibió órdenes de desalojar a todos los convalecientes y prepararse para una gran avalancha de heridos”, recordaba la escritora Vera Brittain, que trabajaba como ayudante de enfermera en Londres. “Sabíamos que ya estaba en marcha un tremendo bombardeo, pues sentíamos la vibración de los cañones (…) Hora tras horas, a medida que los convalecientes se marchaban, íbamos añadiendo largas hileras de camas a la espera, siniestras en su blanco vacío expectante”.
 
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Haig esperaba ansioso en su cuartel general del frente, en el Château de Beauquesne, quince kilómetros a la retaguardia del campo de batalla. Entonces, tras toda una semana de fuego continuado, los cañones británicos se quedaron abruptamente en silencio.
 
Cuando los silbatos sonaron a las 7.30 de la mañana, las sucesivas oleadas de tropas empezaron su planeado avance de noventa metros por minuto. Los hombres se movían con lentitud bajo los más de veinticinco kilos de suministros: doscientas balas, granadas, una pala, comida y agua para dos días, además de otras cosas. Pero cuando esos soldados treparon por las escaleras de las trincheras y por encima del parapeto, descubrieron rápidamente algo terrible. Las múltiples capas de alambre de espino que defendían las trincheras alemanas y los bien fortificados emplazamientos de las ametralladoras seguían básicamente intactos.
 
Los oficiales que habían estado observando mediante periscopios binoculares ya lo habían sospechado. Sin embargo, los planes para un ataque siempre parten de un fuerte impulso: raro es el comandante dispuesto a reconocer que algo se ha torcido. Cancelar una ofensiva requiere coraje, pues el general que lo hace se arriesga a pasar por cobarde. Haig no era de estos. Los silbatos sonaron, los hombres lanzaron vivas, la compañía de East Surrey del capitán Nevill chutó sus cuatro balones de fútbol. Los soldados esperaban salir con vida, y a veces algo más: las tropas del primer regimiento de Terranova sabían que una importante joven dama de la alta sociedad había prometido casarse con el primer hombre del regimiento que ganara la condecoración más alta del Imperio, la Cruz Victoria.
 
Resultó que la semana de bombardeo había sido impresionante sobre todo por el ruido. Más de uno de cada cuatro proyectiles británicos fueron defectuosos y se quedaron enterrados en la tierra, explotando, si llegaban a hacerlo, solo al ser golpeados por el arado de algún desafortunado granjero francés, años o décadas más tarde. Dos tercios de los proyectiles disparados eran de metralla, virtualmente inútil en la destrucción de emplazamientos de ametralladoras hechos de acero y piedra u hormigón armado. Tampoco podían los proyectiles de metralla, que esparcían livianas bolas metálicas, destruir las densas franjas de alambre de espino alemanas, de muchos metros de espesor, a menos que estallaran a la altura exacta. Pero sus espoletas eran muy poco fiables, y por lo general estallaban solo después de haberse hundido en la tierra, destruyendo apenas nada e incrustando tanto metal en el suelo que los soldados que intentaban avanzar en medio de la oscuridad o del humo se encontraban a veces con que sus brújulas habían dejado de funcionar.
 
El resto de los obuses británicos era de alto poder explosivo, con lo que sí podían destruir un búnker de ametralladoras alemán, pero solo si lo alcanzaban con gran precisión. Cuando los cañones disparaban desde varios kilómetros de distancia, esto era casi imposible. Los equipos de ametralladoras alemanes habían estado esperando a que terminara el bombardeo en refugios de hasta doce metros de profundidad, y tenían suministro de electricidad, agua y ventilación. En uno de los pocos lugares donde las tropas británicas alcanzaron efectivamente la primera línea del frente alemán el 1 de julio, encontraron la luz eléctrica del refugio aún encendida.
 
Inexplicablemente, una mina subterránea había estallado más allá de las líneas alemanas diez minutos antes de la hora cero, clara señal de que el ataque estaba a punto de empezar. Entonces, como aviso final, las minas restantes explotaron a las 7.28 de la mañana, seguidas de una demora de dos minutos para que los escombros -que saltaron por los aires a cientos de metros de altura- cayeran otra vez al suelo antes de que las tropas británicas salieran de sus trincheras para avanzar. Estos dos minutos dieron a las ametralladores alemanas tiempo para subir corriendo por las escaleras de sus refugios y ocupar sus puestos fortificados, de los cuales había casi mil en el sector del frente atacado. Durante esos dos minutos, los británicos oyeron toques de corneta llamando a los artilleros y fusileros alemanes a sus posiciones.
 
“Se acercaron a paso constante y tranquilo, como si no esperaran encontrar nada vivo en las trincheras de nuestro frente -recordaba del avance británico un soldado alemán-. Cuando la primera línea británica estuvo a menos de cien metros, el repiqueteo de las ametralladoras [alemanas] y del fuego de rifle estalló a lo largo de toda la línea. (…) Cohetes rojos ascendieron veloces hacia el cielo azul como señal para la artillería, e inmediatamente después multitud de obuses de las baterías alemanas de la retaguardia rasgaron el aire y estallaron entre las líneas que avanzaban”. Los alemanes, como los británicos, disponían de una buena cantidad de piezas de artillería; estas estaban debajo de una red de camuflaje y sencillamente no habían sido usadas durante las semanas anteriores, para no revelar su posición a la aviación británica. Entonces dispararon su mortífera metralla, cuyos efectos pudieron ver los alemanes. “A lo largo de toda la línea se veían hombres que levantaban los brazos al aire y se derrumbaban, inmóviles. Los malheridos se revolcaban por el suelo en agonía (…), gritaban pidiendo ayuda y lanzaban postreros alaridos de muerte”.
 
Los planes de marchar ordenadamente hacia delante, uno al lado del otro, fueron rápidamente abandonados, pues los hombres se separaron en pequeños grupos y buscaron refugio en montículos y boquetes de obús. Pero que las maltrechas tropas británicas recularan estaba fuera de cuestión, pues cada batallón tenía soldados designados como “policía de batalla”, que azuzaban a cualquier rezagado a seguir adelante. “Cuando llegamos a la alambrada alemana me quedé absolutamente estupefacto de verla intacta –recordaba un soldado raso británico-. El coronel y yo nos refugiamos detrás de una pequeña ladera, pero al poco rato el coronel se levantó un poco, se puso de rodillas para ver mejor y fue inmediatamente alcanzado en la frente por una única bala.” Debido a que el bombardeo de artillería había destruido tan poco del alambre de espino, los soldados británicos tenían que juntarse para atravesar los pocos huecos que encontraban, convirtiéndose así en un blanco todavía más visible. Muchos soldados murieron cuando la ropa, especialmente las sueltas faldas de los escoceses, se engancharon en las alambradas. “Solo tres de nuestra compañía consiguieron cruzar -rememoraba un soldado raso del Cuarto Batallón Escocés de Tyneside-. Estaba el teniente, un sargento y yo (…) ¡Dios, Dios! ¿Dónde están los otros muchachos?, preguntó el oficial.”
 
La tan cacareada “descarga progresiva” se llevó a cabo según un horario, y luego continuó inútilmente a larga distancia, mucho después de que las tropas británicas que supuestamente tenían que ir detrás de su protección se quedaran encalladas en el revoltijo de alambrada alemana sin cortar. La caballería esperó detrás de las líneas británicas, pero en vano. Algunos de los que habían sobrevivido en tierra de nadie trataron, ya de noche, de arrastrarse de vuelta a sus propias trincheras, pero incluso entonces el continuo fuego cruzado de las ametralladoras alemanas lanzaba una lluvia de chispas al alcanzar las balas el alambre de espino británico.
 
De los 120.000 soldados de las tropas británicas que entraron en batalla el 1 de julio de 1916, más de 57.000 habían muerto o resultado heridos antes de acabar el día: casi dos bajas por metro de línea de frente. Más de 19.000 murieron, la mayoría de ellos en la desastrosa primera hora, y cerca de 2.000 morirían más tarde en puestos de socorro u hospitales.
 
Hubo aproximadamente 8.000 bajas alemanas. Puesto que fueron los oficiales quienes condujeron las tropas que salieron de las trincheras, el número de muertos fue más alto entre aquellos que tomaron parte en el ataque, tres cuartos de los cuales resultaron muertos o heridos. Esto incluía a muchos que habían asistido a la cena de exalumnos de Eton dos semanas antes: más de treinta hombres de Eton perdieron la vida el 1 de julio. El capitán Nevill, de los East Surrey, que había distribuido los balones de fútbol, resultó mortalmente herido de un tiro en la cabeza en los primeros minutos. El Primer Regimiento de Terranova, esperando a su ganador de la Cruz Victoria y de la joven dama que se había prometido como premio, fue virtualmente aniquilado: 752 hombres habían salido de sus trincheras para avanzar hacia los consumidos restos de un manzanar cubierto por el fuego de las ametralladoras alemanas; al final del día había 684 muertos, heridos o desaparecidos, incluidos todos los oficiales. Las tropas alemanas que los de Terranova habían atacado no sufrieron ni una sola baja.
 
Los soldados atacantes tenían órdenes de no asistir a los camaradas heridos, sino de dejarlos a los camilleros que irían detrás. Entre los muertos y los heridos, sin embargo, hubo cientos de camilleros, y ni de lejos hubo suficientes hombres para transportar a tiempo a los heridos graves a puestos de primeros auxilios. Las camillas se acabaron; algunos heridos fueron transportados de dos en dos en una camilla o en planchas de chapa ondulada, cuyos bordes destrozaban los dedos del porteador. Muchos heridos que sobrevivieron al primer día no salieron nunca del campo de batalla. Durante las semanas siguientes, sus camaradas se los encontraron en boquetes de obús, adonde se habían arrastrado en busca de refugio; después habían sacado sus biblias de bolsillo y se habían envuelto en sus lonas impermeables, para sufrir y morir solos.
 
Aquel día terrible también se cobró su precio de otro modo: después de los hechos. Un comandante de batallón, el teniente coronel E.T.F. Sandys, que aquel día había visto a más de quinientos de sus hombres muertos o heridos, le escribió a un oficial colega dos meses después: “No he tenido un solo momento de paz desde el 1 de julio”. Entonces, en la habitación de un hotel de Londres, se pegó un tiro.
 
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Grabadas en la placa de una lápida en el pequeño cementerio que aloja a las víctimas de ese día del regimiento de Devonshire están las palabras que los supervivientes inscribieron en una señal de madera al enterrar a sus muertos:
         Los de Devonshire resistieron en esta trinchera
         Los de Devonshire siguen resistiendo en ella.
 
En algunas páginas del libro de visitas del cementerio, la tinta de los nombres y de los comentarios está corrida por gotas de lluvia… ¿o habrán sido lágrimas? “Nuestros respetos para 3 de nuestros ciudadanos”. “Para que no olvidemos”. “Gracias, amigos”. “Tío abuelo, gracias; descansa en paz”.
 
Solo un visitante deja una nota diferente: “Nunca más”.