Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de junio de 2022

LAURA FERNÁNDEZ. LA SEÑORA POTTER NO ES EXACTAMENTE SANTA CLAUS; VIRGINIA FEITO. LA SEÑORA MARCH

Hola, buenas tardes. Bienvenidos al último programa de Todos los libros un libro de este curso. Nuestro espacio llega a su fin por esta temporada 2021-2022 (tras las dos semanas de ausencia por "mi" coronavirus) y se despide hasta el próximo mes de septiembre con una doble propuesta que espero os resulte interesante y os deje un buen sabor de boca para querer retomar el contacto dentro de un par de meses. Se trata de dos novelas de dos autoras jóvenes españolas, Laura Fernández, que en unos días cumplirá cuarenta y un años, y Virginia Feito, aun menor que ella, a sus treinta y cuatro recién estrenados. A ellas se deben dos de los libros más singulares, sugestivos y sorprendentes que he podido leer recientemente, una impresión, la mía subjetiva, que se corresponde con el juicio general, dadas las excelentes críticas, los innumerables premios, las numerosas reediciones y el formidable éxito de público que ambas han cosechado en los pocos meses que han pasado desde sus respectivas publicaciones, bastante cercanas en el tiempo: La señora Potter no es exactamente Santa Claus, la inclasificable creación de Laura Fernández, vio la luz en Penguin Random House en noviembre de 2021; y La señora March (curiosa esta cercanía en el título casi “compartido”), el gran best-seller internacional de Virginia Feito, en enero de este año en la Editorial Lumen, en traducción (una circunstancia que exigirá un comentario posterior) de Gemma Rovira Ortega. Además de las similitudes ya apuntadas -la relativa juventud de las autoras, el paralelismo de los títulos, la multitudinaria recepción, la proximidad de su aparición- los dos libros comparten su condición de “rareza”, constituyendo sendas propuestas literarias muy originales, poco convencionales, extrañas incluso; una de ellas radicalmente distinta -y hasta opuesta- en su planteamiento a las pautas en las que se desenvuelve la literatura que se publica habitualmente, circunstancias que invitan al lector a adentrarse en ambas sin prejuicios y predispuesto a renunciar a los consabidos esquemas con los que abordamos un texto de ficción. 

Laura Fernández nació en Tarrasa en 1981 y se desenvuelve profesionalmente como escritora -con seis novelas ya en su haber- y periodista literaria y musical, con colaboraciones en El Mundo, Qué Leer, Vanity Fair, Mondo Sonoro y El País, donde actualmente podemos leer sus comentarios sobre música, sus crónicas televisivas y sus reseñas literarias. La excentricidad -relativa; depende de dónde pongamos el centro- de su literatura aflora ya en los títulos de sus libros: Wendolin Kramer, La chica zombie, El show de Grossman, Connerland, Bienvenidos a Welcome y este La señora Potter no es exactamente Santa Claus que esta tarde os recomiendo, que recogen -al parecer, yo sólo he leído este último, que sí encaja en los parámetros generales-, con inteligencia, humor, una imaginación desbordada y un sobresaliente talento narrativo, un universo disparatado y delirante poblado por fantasmas y extraterrestres, animales locuaces, objetos estrambóticos, personajes extravagantes y situaciones descabelladas en un territorio literario que se mueve entre la ciencia ficción, el cómic, las series de televisión, la imaginería pop, la novela de detectives -todo ello en su versión “barata”, “pulp”-, en definitiva, las versiones menos “nobles”, menos reconocidas por las élites intelectuales, de la cultura popular. Por situar al lector de un modo más preciso, con un par de referentes bien conocidos, adelantaré que desde la primera página de La señora Potter no es exactamente Santa Claus he “sentido” la poderosa e inequívoca presencia del estrafalario microcosmos de Twin Peaks, la legendaria serie de David Lynch, y, en menor medida, pero con un rastro también claramente perceptible, algunos trazos de las desopilantes historias del mejor Tarantino. Abandone aquí, pues, esta reseña, quien ante esta doble mención -dos creadores de controvertida trayectoria; también desde mi punto de vista: ninguno de ellos es santo de mi especial devoción- pueda experimentar reticencias. 

Y sin embargo, pese a lo aparentemente “distinto”, alternativo o incluso marginal, de los planteamientos estilísticos de su autora (o quizá por ello), La señora Potter no es exactamente Santa Claus ha sido -y lo sigue siendo- un desbordante fenómeno literario y de ventas, habiendo obtenido varios premios (el popular “Las librerías Recomiendan” de ficción, el catalán “Finestres de Narrativa en Castellano”, el prestigioso “El Ojo Crítico de Narrativa”, la Mención especial de los “Premis Ciutat de Barcelona”, todos ellos correspondientes al pasado 2021), siendo incluido por La Vanguardia, el ABC y El Mundo en la lista de los mejores libros de ese año, y multiplicando sus ediciones desde su aparición. 

Es absolutamente imposible intentar siquiera un esbozo de argumento en un libro que alberga en su seno infinidad de historias, cientos de personajes, multitud de referencias, decenas de tramas que se entrelazan, que se entremezclan y confunden como en un enmarañado rompecabezas, una “construcción” exuberante y aparentemente caótica y descabellada de la que resulta difícil dar cuenta con un mínimo de sistemática. En una de las muchas entrevistas que he podido leer en estos meses, Fernández revela su voluntad consciente de desenvolverse en este universo desordenado: Siempre me ha fascinado la idea del orden en la ficción, donde todo tiene que tener sentido. La realidad no es así, es mucho más caótica e inconexa, pasan cosas todo el rato sin ningún tipo de sentido, en una explícita declaración de principios, de toma de posición literaria… y de resumida explicación del contenido de La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Pese a todo, aventurando una suerte de muy elemental y reduccionista hilo conductor, podría decirse que la acción del libro se desarrolla en la siempre desapacible, fría y horrible Kimberly Clark Weymouth, una ciudad, cubierta de continuo -en las cuatro estaciones- por la nieve y sometida a un frío atroz, en la que el único rasgo que la salva del anodino anonimato común a tantas otras pequeñas e insustanciales poblaciones, es que en ella se ambientó una novela, de título -cómo no- La señora Potter no es exactamente Santa Claus, escrita por una enigmática autora, la supuestamente desaparecida Louise Cassidy Feldman. La vida de Kimberly Clark Weymouth gira en exclusiva sobre el libro, en particular sobre una tienda de souvenirs alusivos a la escritora, su novela y el mundo en ella inventado, un establecimiento al que acuden en tropel los muchos incondicionales de la obra y su creadora, los rupert, los apasionados y fanáticos lectores de la señora Potter. En ese peculiar entorno, que carece de referentes cronológicos y geográficos, en una indefinición temporal y espacial también buscada por la autora catalana, sobresalen, de entre la pléyade de indefinibles personajes, los de Billy Bane Peltzer, que es el propietario de la tienda de recuerdos, que aborrece el pueblo y su destino en él, soñando con su definitiva huida del muy aburrido vecindario, y Stumpy MacPhail, un agente inmobiliario que llevado por el entusiasmo por su novela favorita y por la devoción hacia su autora, se instalará en la localidad con el insensato afán de ejercer su profesión en un lugar perdido, de clima insoportable, sin apenas movimiento y en el que, en consecuencia, no hay una sola casa para vender. Explicar cómo, con esta muy ligera urdimbre, puede Laura Fernández sostener un relato apasionante -aunque no exento de claroscuros- que atrapa al lector durante seiscientas páginas, es la complicada tarea a la que me enfrento en esta también singular reseña. 

Debo adelantar que no es fácil adentrarse en la novela -y perseverar en su lectura- resistiendo las dificultades y superando los obstáculos que surgen en el avanzar de sus páginas. Confieso que en más de una ocasión me he visto asaltado por la tentación de abandonar el desatinado microcosmos creado por la fértil imaginación de la escritora de Tarrasa. Y ello se debe a algunas de las opciones estilísticas elegidas por la autora para presentar su narración, arriesgadas y discutibles. Es el caso de la desbocada multiplicidad de personajes, algunos de aparición meramente episódica y, por tanto, de más difícil “registro” en el recuerdo -incluso el inmediato- del lector. También el uso -el abuso- de nombres propios, igualmente resistentes a la memorización (todos en inglés, la mayoría con nombre y dos apellidos, en muchos casos ambiguos en cuanto al sexo, en pautas comunes a personas, objetos y ciudades: Francis Violet McKisco, Martin Wyse Cunningham, Janice Terry McKenney -una pelota de tenis-, Bertie Smile Smiling, Keith -una persona, un cuadro y un río-, Ann Johnette MacDale, Scottie Doom Doom -un bar-, Myrna Pickett Burnside, William Butler James -un fantasma profesional-, Glenda Calloway Russell, el pequeño Corvette -un elefante enano-, Mina Kish Mastiansky, Terrence Cattimore -una ciudad-, Randal Zane Peltzer, Dixie Voom Flakes -unos cereales-, Betsy Kiffer Manney -una tortuga-, Sullivan Lupine Wonse -otra ciudad-, Urk Elfine Starkadder, Betty Hadler Winton -también una ciudad-; entre centenares de ellos). Igualmente resulta confusa la profusión de planos -“reales” e imaginarios- que se entreveran y combinan (protagonistas de series televisivas, actrices que los encarnan, detectives de novela que abandonan su existencia meramente libresca, fantasmas corporeizados y pensantes, seres sobrenaturales, individuos sólo existentes en la imaginación de quienes los evocan, objetos con vida, consciencia y pensamiento propios) en un constante trasvase de ficción y falsa realidad, convirtiendo el relato en una vertiginosa mise en abyme laberíntica por el reiterado juego del “libro dentro del libro” (pensaba por primera vez en su novela como lo que era en realidad: ella misma reflejándose en una infinidad de espejos, espejos en los que a su vez se reflejaba la novela ahora). Ello -la incomodidad del lector- viene provocado también por las constantes digresiones, la apertura de un sinnúmero de hilos temáticos marginales, la desaforada abundancia de sucesos, a cuál más surrealista. Y qué decir de las recurrentes (y a mi juicio no siempre entendibles) singularidades tipográficas y gramaticales, con palabras en cursiva o en mayúsculas, onomatopeyas, interjecciones, paréntesis, profusión de adverbios en mente. Por poner sólo dos ejemplos, véanse estos títulos de sendos capítulos entre otras muchas muestras de la radical excepcionalidad de esta novela por tantos motivos única: 

En el que Meriam Cold hace unas llamadas y se anota un buen puñado de (TANTOS) ante la atenta mirada de Georgie Mason o Mason George, su engreídamente intelectual mastín, que cree que van a (ARRUINARLE) el día, el año, (LA VIDA, MER), al inefable señor Howling. 

En el que Bill, oh, aquel (ASCENSOR) del demonio, se detiene en el (RINCÓN) del joven sabio (MEANS), y 1) se toma un café 2) charla desde un teléfono árbol con una tal Marjorie y 3) piensa en dar (MEDIA VUELTA) y volver con, ¿quién dirían? Uhm, SÍ, la chica (BREEVORT), ajá, (SAM). 

La abundancia y la prolijidad en el uso de estos efectos provocan las constantes interrupciones de la narración “lineal”, hacen muy difícil la lectura, desaniman al lector poco constante, desafían hasta el límite de la provocación al avezado y sumen incluso al muy experto en una confusa nebulosa que convierte en indiscernibles historias y personajes, en ininteligibles lances y episodios, en inextricables tramas y desarrollos argumentales, en insondable el propósito último de un proyecto literario de esta índole. ¿Qué nos quiere contar -se pregunta el lector- Laura Fernández? ¿Y por qué hacerlo de esta manera? 

Y sin embargo, pese a la abundante suma de objeciones que pueden hacerse al libro, uno, al menos así ha ocurrido en mi caso, no puede dejar de leer, arrastrado por este arrebatador flujo de palabras, por esta enloquecida corriente de poderoso exhibicionismo verbal, por este impetuoso y envolvente caudal de relatos, anécdotas, aventuras e incidentes estrambóticos, hechos sorprendentes, por esta magnética, fantasiosa, imaginativa, caótica y excepcional muestra de inusitada literatura fruto de cinco años de metódica redacción. Y ello ocurre, a mi juicio, por la sabia conjunción de cinco elementos principales: el delirante elenco de personajes, la exuberante plétora de historias, el sinfín de extravagancias y rarezas que puntean el texto, la sucesión de referencias -explícitas o sugeridas- a la alta y baja cultura, y el fondo último de temas tratados, que por entre la excesiva maraña verbal apuntan a asuntos de un relativo valor universal. 

Los personajes, más allá de su abigarrada presencia, sorprenden y, por debajo de la parafernalia retórica, llegan a interesar con sus anhelos, sus sueños, su mediocridad, sus frustraciones, su triste y anodina normalidad. Son, casi, todos, perdedores, solitarios, tímidos, incapacitados para el trato social, incomprendidos, fracasados, de difícil encaje en la realidad. Son también, en general, inocentes, infantiles, apegados patológicamente a sus madres, indefensos en su ausencia, y esa desprotección los humaniza y acerca al lector. 

Otro tanto ocurre con las historias, insensatas y absurdas, esperpénticas y extrañas, pero que, más allá de la también apabullante sucesión de episodios, dejan intuir atisbos de vida. La fecunda imaginación de la autora parece desconocer los límites, y así, los relatos fluyen, se entremezclan, se abren una y otra vez a nuevos hilos, a digresiones, a, ya se ha dicho, cuentos dentro del cuento, al modo de unas desatinadas y fantasiosas mil y una noches. Afirma Laura Fernández de su Louise Cassidy Feldman -en una idea que, en cierto modo, explica este su propio exceso narrativo- que sólo era una chiflada que había escrito un libro protagonizado por una mujer que creía que uno debía desviarse del camino y hacerlo tantas veces como fuera necesario porque sólo tomando los suficientes desvíos, podías llegar a ser tú mismo, o, cuando menos, trazar, forzosamente tus límites, definirte por algo que nada tenía que ver contigo, pero que estaba ahí, era un tú en potencia que, de otra forma, nunca se volvería real, ni se atrevería a considerarse una mera posibilidad. Esa exploración, esa indagación en las múltiples facetas de la realidad, se muestra en la sucesión de incidentes y peripecias, de episodios, de tramas, de lances tras los que se esconden locuras, sorpresas y vueltas de tuerca, sobresaltos, motivos de asombro, sucesos absurdos e hilarantes. 

Desternillante es, igualmente, el universo de “rarezas” que presenta la autora y del que no me resisto -pese a las evidentes constricciones que impone la duración del programa- a dejar algunos ejemplos reveladores: una detective que desciende de un par de botas de pana; un tipo que habla con los muertos; un mundo en el que es Navidad todo el año, y los árboles, las luces y los villancicos forman parte del inmutable día a día; un par de manos que, cuando no escribían no sabían exactamente qué eran y que reflexionan en voz alta sobre su difusa identidad; una compañía, la Weirdly Royal Ghost Company, que provee de fantasmas profesionales a los inquilinos de las casas para que su presencia las convierta en encantadas; bolígrafos que se abrigan para evitar el persistente frío reinante; pelotas de tenis y de golf que hablan con sus propietarios; elefantes enanos que expresan sus sentimientos; voces extrañas provistas de familias, de vidas propias, de existencia autónoma; solícitos bills, especie de chicos para todo al servicio de sus amos; sillones que se hacen “amigas” de sus poseedores y que, cómo no, hablan con ellos; muertos que disfrutan de una vida muy activa; personajes de novela que adquieren carta de naturaleza “real”; gentes que se forman y estudian para “ser vecinos” de alguien; pajaritas que escriben poesía; ríos con problemas de identidad y que, como tantos otros “personajes”, no se sienten suficientemente queridos; diligencias anacrónicas conducidas por mujeres vestidas de rotundas señoras con cientos de miles de monedas en el banco y un ejército de criados; alces, bombillas, ceños y tantos otros “seres” que se manifiestan como irredentos parlanchines… Simplemente inefable… 

El libro está repleto de referencias culturales, declaradas de modo expreso o deducibles por los lectores “gourmets” (entre los que, obviamente, no me cuento). Así, espigados en la novela o de entre las propias palabras de Laura Fernández en diversas entrevistas, aparecen los nombres de Stephen King, Nathanael West, Ray Bradbury, Thomas Pynchon, Roald Dahl, los Gremlins, El asombroso mundo de Gumball o Parque Jurásico, entre otros. A esa lista yo añadiría el ya mencionado David Lynch y Richard Russo, cuyo North Bath, la ciudad provinciana en la que se sitúa Ni un pelo de tonto, un libro ya reseñado aquí hace varios años, no ha dejado de asaltarme durante la lectura de este La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Y, por entre todo ello, aparentemente escondidos entre tan deslumbrante e inusitado artificio literario, asoman algunos temas más “serios”, más “trascendentes” que acaban por dejar en la novela, más allá de su enloquecida fantasía, un cierto tono de tristeza amable, de cálida melancolía: la muy sensible descripción de las relaciones paterno filiales (una vez había sido una niña triste a la que sus padres nunca se tomaban en serio, una niña que siempre lo hizo todo bien sin que eso importara lo más mínimo, tan ensimismados estaban sus padres en sus propias e insulsas vidas que habían ignorado sin remedio cada logro de su hija, y que cuando creció decidió castigar a los que, como ellos, ignoraban su suerte, concediéndoles a sus hijos deseos a cambio de que se portaran mal, y siguieran, de alguna forma, sus pasos, pues ella todo lo incorregía, y no podía decirse que fuera feliz pero tampoco que no lo fuera, pero al menos podía decirse que estaba a salvo de aquella despiadada irregularidad, de aquella especie de inexistencia, de aquella inútil necesidad de reconocimiento que había sido, desde el principio, un amor apenas cruelmente correspondido, algo de lo que la señora Potter, finalmente, se había sobrepuesto, y ella no, porque eso era lo que ocurría cuando se escribía, se dijo Louise, que ellos se sobreponían, y tú no, pero imaginabas que podías hacerlo, y eso a veces era suficiente pero en realidad nunca lo era); la importancia de la maternidad (nada en el mundo querría más que que su madre no le dejase de abrazar nunca); la reflexión sobre la libertad, los límites y el sentido de la creación artística, en particular de la literaria; nuestro absurdo sometimiento a una realidad limitada y paupérrima (La realidad siempre lo estropeaba todo) frente al inmenso poder de la imaginación (la cabeza de cualquier alguien era la clase de lugar en el que todo era posible); la magia de la desprejuiciada capacidad de invención infantil y el tedio que conlleva la aburrida y sensata y adusta madurez; el drama -siempre mostrado de un modo humorístico- de la búsqueda de la propia identidad, de la diferencia, de la incomprensión, del abandono, del fracaso, de la soledad (qué clase de vida era la suya al lado de aquella mujer incomprensible, qué clase de vida). 

En fin, como puede verse, y al margen de los, a mi juicio, fundados reparos con los que he querido equilibrar el incondicional entusiasmo de una recepción crítica del libro algo inflada, La señora Potter no es exactamente Santa Claus es una novela muy interesante que os asegurará, si os adentráis en su absurdo microcosmos, largas horas de disfrute y placer. 

Como lo hará también, sin duda, el segundo libro que quiero recomendaros, ya de modo más breve, en esta emisión postrera del curso; una obra en la que se nos narra la inquietante peripecia de su protagonista, la señora March de su título, en un apasionante thriller psicológico escrito por la muy joven, y debutante en la novela, Virginia Feito. Nacida en Madrid en 1988, con una corta pero muy cosmopolita vida en París, en Londres, en Nueva York y, ahora, nuevamente, en Madrid, su formación es igualmente variada: Literatura Inglesa y Arte Dramático en la Queen Mary University, Publicidad en la Miami Ad School. Dedicada profesionalmente a la publicidad, ha trabajado en distintas agencias publicitarias, ganando varios premios en festivales nacionales e internacionales. La señora March es el fruto de su dedicación exclusiva a la escritura a partir de 2018. Una apuesta lograda, con un resultado altamente exitoso, no sólo por el interés intrínseco del libro -muy alto, como veremos- sino por la extraordinaria repercusión alcanzada, con una disputada subasta editorial para su publicación en Estados Unidos, país en el que se presentó originariamente; por sus traducciones a muy diversos idiomas; por los muchos reconocimientos hasta ahora cosechados (seleccionada entre los libros del año para el Library Journal y The Times, entre otros medios); y, además -y en este caso cobra pleno sentido el dictum, tan repetido, last but not least-, por la inminente adaptación al cine, pues la omnipresente Elisabeth Moss ha comprado sus derechos y parece que va a interpretar a su protagonista. Escrito en inglés, la editorial Lumen ofrece el libro en nuestro país en traducción, como ya se ha señalado, de Gemma Rovira Ortega. 

La trama argumental de la novela es muy leve, casi inexistente, pues, en propiedad, no hay grandes “acontecimientos” dignos de mención en su desarrollo. La señora March, un mujer de treinta y tantos años, de vida muy acomodada, vive instalada en sus confortables rutinas de despreocupada ama de casa, con las compras en Bloomingdale’s, los recorridos cotidianos por sus pequeñas tiendas favoritas, las pausas matutinas para el descanso en acogedores cafés, los cócteles de sociedad, las fiestas elegantes, esos ritos de la alta burguesía neoyorquina que tan bien ha reflejado Woody Allen en sus películas (los March viven en un muy agradable piso en el Upper East Side, decorado con papel pintado toile de Jouy rojo oscuro con escenas chinas, estanterías llenas de libros y sublimes cuadros abstractos; y no tan abstractos: el salón está presidido por un Hopper). El señor March es un escritor de éxito y acaba de publicar un nuevo libro que ha leído toda la ciudad salvo, por el momento, su esposa. Cuando, al comienzo de la novela, la señora March (Virginia Feito no nos proporciona su nombre de pila, Agatha -¿como Christie?-, hasta la última página) entra en su pastelería favorita para comprar su pan de aceitunas y sus macarons preferidos, la dependienta, Patricia -¿como Highsmith?-, le comenta, entusiasmada, que está leyendo el libro de su marido y que, en frase banal pero perturbadora (Pero es la primera vez que se inspira en usted para crear a un personaje, ¿no?), su protagonista le recuerda mucho a ella misma, su clienta habitual. El inmediato desconcierto de la perpleja señora March se debe a que la novela de su marido presenta, en su papel principal, a Johanna, una prostituta, gorda, fea y estúpida, débil, feúcha, aborrecible, patética, malquerida y antipática, una desgraciada (todo lo que yo nunca querría ser, balbucea la, a esas alturas, ya descompuesta y atribulada Agatha). El comentario incidental siembra la inquietud en ella que, de un modo tenue al inicio, pero progresivamente intenso y desquiciado a lo largo de la novela, entra en una obsesiva espiral de recelos, sospechas, paranoias, suspicacias, terror, desvaríos, pesadillas, delirios y alucinaciones cuya descripción, que Feito gradúa con una dosificación muy sabia de la intriga, con una magistral plasmación de la desasosegante atmósfera de tensión, ansiedad y amenaza latente, constituye el núcleo central del libro, el principal motivo de su formidable interés y, sin ninguna duda, la explicación más plausible de su excepcional recepción por los lectores de medio mundo. 

La novela presenta todo un catálogo, paulatino y escalonado, de las muchas muestras del vértigo mental en el que se ve inmersa la protagonista, sumiéndola, desde el comprensible desconcierto y la mera perplejidad suscitados por la revelación de Patricia, en un aterrador estado de opresivo espanto. Las naturales inseguridades de la señora March, consustanciales a su frágil personalidad, la ostensible falta de confianza en sí misma, los miedos que la atenazan desde niña, su patética vulnerabilidad, su muy inestable y quebradizo equilibrio, la asepsia y la higiene neuróticas, su espanto ante el contacto físico, la hiperbólica necesidad de protección, ya de por sí preocupantes, se exacerban en un proceso desasosegante en el que hasta los sucesos más comunes de su vida cotidiana se convierten en fuente de pánico: el pavor ante la certeza constante y hostigadora de que había cometido algún error imperdonable con el catering en una fiesta por ella organizada; la risa borracha de una joven en la calle que, oída desde su casa, desgarró el silencio y la asustó; la mirada escrutadora de los personajes de los retratos de la pared del comedor, que la miraban con severidad; la preocupación por el hecho -como todos, imaginado- de si su rechazo a la solicitud del conserje del edificio de ayudarla con unas bolsas habría sido interpretado por éste como una muestra de orgullo, o incluso de desconfianza, lo que haría que le cogiera aún más antipatía; el sonido del rítmico parpadeo de las luces del árbol de Navidad que camuflaba los pasos sigilosos de un desconocido; la asociación de los ruiditos del reloj de pie del recibidor con una especie de juez victoriano con peluca que chascara la lengua, de modo que, al dar las horas, parecía que el juez agitase la campana de la entrada del tribunal para proclamar la culpabilidad de la señora March

Y, al poco, la obsesión se desboca y deja de necesitar “excusas” tangibles -los cuadros, el reloj, el portero- para fluir de manera libre, desmedida y trastornada: figuras que, en la calle, la observan amenazadoramente entre el gentío; miembros del servicio que, lejos de abandonar la casa tras su jornada laboral, permanecen escondidos en el pasillo esperando para asustarla; personal del equipo de exterminio de plagas -la señora March detecta (¿las hay realmente?) cucarachas en su lujosa vivienda- que comparece de súbito para aterrorizarla; bultos tras los cortinajes que la llevan a mirar minuciosamente alrededor por si descubría unos zapatos de hombre asomar por debajo; el convencimiento de que su marido la observa por la mirilla mientras ella espera el ascensor en el rellano; voces que se adelantan a los acontecimientos (Se dio rápidamente la vuelta y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero no conseguía localizar el origen de aquella voz. El hombre volvió a hablar con engolado acento británico: «Siguió caminando por la calle». Entonces, cuando la señora March se dio la vuelta, dijo: «Se dio la vuelta». Intentó girar otra vez sobre sí misma, tropezó y se tambaleó. Paró un taxi mientras aquel misterioso narrador seguía describiendo cada uno de sus movimientos, y en cuanto cerró la portezuela, halló consuelo en el silencio del asiento trasero); entre muchos otros ejemplos de su incipiente locura. 

Y escribo locura e inmediatamente me retracto, pues una de las grandes virtudes de la propuesta de Feito es hacernos dudar en todo momento de si en la en apariencia desquiciada mente de la señora March se han traspasado las fronteras entre ficción y realidad. La trama policial de la novela de su marido; la desaparición y muerte de una joven, que copa las portadas de la prensa y abre los noticiarios televisivos; ciertos acontecimientos “extraños” en el diario acontecer de la vida de un escritor en pleno proceso de promoción de su obra y ausente, por tanto, a menudo del hogar familiar; determinados incidentes en la trayectoria escolar de Jonathan, el único hijo de ambos; algún malentendido con los vecinos; elementos todos que la autora va repartiendo con maestría por su relato, contribuyen a que el propio lector dude y no sepa del todo a qué atenerse. ¿La agobiante sucesión de angustiosas vivencias de la señora March no es más que una ideación de su enfebrecida y torturada personalidad, un desvarío que sólo ocurre en su dañada mente? ¿O lo que a todas luces semeja un delirio paranoico de la mujer tiene una base fundada y acabará por resolverse en el plano de lo “real”? 

Y es que La señora March es, ya se ha dicho, un thriller, un excitante thriller psicológico, muy bien construido, tanto en la descripción de infierno interior de su protagonista (Notó una presión en el pecho; la ansiedad serpenteaba por su vientre como un puñado de gusanos; un sudor le resbalaba por el cuello, y parecía que tuviese en el estómago una maraña de ortigas; un día elegiría el último conjunto que se pondría jamás, algunas de las “píldoras” que salpican el texto), de su agotamiento y su aturdimiento, de su inquietud, de su enajenación, de su ansiedad y su sentimiento de culpa, de sus pesadillas, de sus alucinaciones (imaginó que, de repente, su marido la estrangulaba. Que la violaba. No recordaba la última vez que habían tenido relaciones sexuales), de sus lagunas mentales (la señora March se encontró en el recibidor con el abrigo y el gorro puestos y sin saber si estaba a punto de salir o si acababa de llegar), como en la sutil y ambigua presentación de aquellos elementos que pueden provocar la sospecha en el lector, haciéndole cuestionar en cada momento lo que hasta entonces podía parecerle un terreno firme. 

Desde este último punto de vista resulta sobresaliente la idea, que va tomando cuerpo en la novela de modo paulatino, de la duplicidad, del contraste entre lo real y lo imaginado que opera en la mente del personaje y también, como he señalado, en el cerebro del lector. ¿Había hablado en voz alta, o solo se lo había imaginado?, piensa una señora March que, y no quiero revelar demasiados aspectos de la historia, se “convertirá” en Sylvia, la chica de cuyo asesinato dan cuenta los medios. Y así ocurre también con el cuadro del baño, cuyos personajes cambian con el tiempo (Eran las mismas mujeres (se sabía de memoria sus peinados y sus colores), pero su cara sonriente y rosada y sus senos abundantes de tonos pastel habían desaparecido. Lo que mostraban ahora era su pálida espalda y las nalgas con piel de naranja. La señora March, desconcertada, se quedó mirando el óleo de hito en hito. ¿Habían comprado los dos cuadros juntos y a ella se le había olvidado que existía ese?). 

En este sentido, son constantes las muestras de este perturbador juego de inciertos desdoblamientos, que se manifiesta, de entrada, en el supuesto paralelismo con la prostituta de la novela (Quiero saber cuál es mi relación con Johanna. —¿Tu relación con...? Pero ¡si es un personaje ficticio!), para continuar con las frecuentes dudas sobre la identidad de su marido (Ella soltaba un chillido cuando él la besaba en la nuca, y chascaba la lengua fingiendo enfado cuando le daba una palmada en el trasero al salir del metro. ¿No? ¿O eran escenas que había sacado de películas y de libros? Miró de reojo a George, que masticaba enérgicamente sus champiñones salteados. ¿Quién era él?) e, incluso, la suya propia (La posibilidad de tener razón, de que George hubiese sido sustituido por un impostor, la llevó a una ocurrencia espeluznante: si había otro George paseándose por ahí, ¿habría también otra señora March? Aunque eso, concluyó, e involuntariamente volvió la cabeza hacia la ventana, ella ya lo sabía), siguiendo con el juego de muñecas rusas que conserva de su abuela y que aflora cuando el niño pierde una: No encuentro a la mujer que va dentro de la otra mujer. Y está Kiki, el personaje infantil inventado, que en ocasiones irrumpe en la vida de su artífice, como en este fragmento muy revelador: Aquella noche, cuando Kiki se metió en la bañera con ella, la señora March sintió un arrebato de cólera seguido de algo más parecido a la desesperación. Le suplicó que se marchara, que no regresara nunca, pero la testaruda Kiki se negó. Furiosa, la señora March le agarró el cuello con las dos manos y se lo apretó con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas y le temblaron los brazos, sacudiéndose como si Kiki luchara por su vida. Cuando la amiga imaginaria se hundió en el agua, la señora March visualizó su cuello colgando inerte y cómo ponía los ojos en blanco. Satisfecha, retiró el tapón y el agua se escurrió por el desagüe y se llevó a Kiki. Y aún de modo más evidente: Desde el asiento trasero, se miró en el espejo retrovisor y vio a otra persona (había otra mujer sentada en el asiento trasero del taxi), y pensó que se había producido un terrible error, porque si en su taxi había otra mujer, ella debía de estar en el taxi de la otra mujer. Sin embargo, tras una nueva inspección, se dio cuenta de que aquella mujer era la señora March, solo que sonreía agresivamente, y cuando la señora March apretó los labios, su reflejo no la imitó.

Todo ello -la creación de una desconcertante atmósfera de confusa y evanescente niebla, que diluye las fronteras entre ficción y realidad- forma parte, es obvio, de la propia lógica del thriller, pero es también, así lo creo, un elemento esencial de la propuesta estilística de Virginia Feito que, en frase a mi juicio muy reveladora, hace decir a su personaje: ¿qué tenía el realismo para que la gente lo valorase tanto?, en una explícita declaración de principios literarios en cierto modo coincidentes con los de nuestra otra invitada de esta tarde. 

Unos postulados que quedan también de manifiesto en la abundante lista de referencias que pueblan el texto y que “dirigen” al lector hacia ese abismo de dudas y sospechas en las que se ve inmerso mientras sigue las peripecias de la señora March: sobre todo Alfred Hitchcok (expresa en la mención a Rebeca, y latente en múltiples guiños a La ventana indiscreta o Sospecha), los enigmáticos escenarios domésticos de Edward Hopper o el asfixiante universo de Patricia Highsmith, con quien la crítica, unánime, emparenta la novela. Hay, además, otras menciones más o menos culturalistas, como Dickens, Jane Eyre o el tartamudeo de James Stewart, en una obra de una madurez insólita para una autora novel. 

En fin, dos muy interesantes libros para que disfrutéis de horas de placentera lectura en estas vacaciones que ya mismo empiezan. Os dejo ahora, antes de un breve fragmento de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, con Mrs. Potter Lullaby, la canción de los Counting Crows que Laura Fernández escuchaba en bucle, según sus propias declaraciones, durante la redacción de la novela. ¡¡Pasad un muy buen verano y volved con nosotros en septiembre, en que estaremos aquí de nuevo con muchos y muy interesantes libros!!

La camioneta de aquel tipo, el tipo del traje sucio, el tipo al que Bill había visto hablar con una pelota de tenis, estaba repleta de juguetes. Parecía, aquella camioneta, el pequeño ascensor de la señora Potter. Ajá, la señora Potter había tenido un pequeño ascensor en aquella casa de Mildred Bonk. En realidad, la casa en sí no tenía ascensor, era la diminuta oficina postal la que tenía ascensor. En la diminuta oficina postal trabajaban los duendes veraneantes, aquel pequeño ejército de diminutos súbditos que iban de un lado a otro con postales mágicas que empequeñecían en cuanto la señora Potter las tocaba. Por supuesto, el ascensor de la oficina postal diminuta no era un ascensor corriente. Además de ser aún más diminuto que la oficina, del casi exacto tamaño de uno de aquellos duendes veraneantes, y estar repleto de juguetes, también, como los duendes, podía viajar en todas direcciones. De hecho, el ascensor era el principal medio de transporte de la oficina postal. Es decir, los duendes veraneantes no sólo lo utilizaban para ir de un lado a otro en aquel lugar que era a la vez diminuto e interminable sino también para llegar hasta las casas de los niños que les remitían aquellas postales mágicas. De niño, a menudo, Bill soñaba que despertaba en aquella caja de zapatos, es decir, que despertaba en la oficina postal de la señora Potter, y descubría que estaba conectada con todos los pequeños hogares de sus trabajadores, es decir, con los hogares de todos aquellos duendes veraneantes. Su sueño era tan recurrente que Bill incluso había hecho un amigo allí abajo, un chaval diminuto llamado Sally, Sally Phipps. 

En aquel otro mundo, Bill también era diminuto. Y observaba, en el pequeño televisor que Sally tenía en su habitación, cómo era la vida fuera, es decir, cómo les iba a sus padres, y cómo le iba al resto del mundo, sin él. Se decía, el niño Bill, que le gustaría tener un pequeño televisor como el de su amigo Sally en su habitación y poder sintonizar con la vida donde fuese. Por supuesto, para entrar y salir de allí, utilizaba aquel ascensor repleto de juguetes. Durante una época de su vida, la época en la que su madre había dejado de hablar y no hacía otra cosa que pintar, la época en la que miraba a su padre esperando, desilusionadamente, algo, como si su padre, en vez de su padre, fuese una estropeada máquina concedeseos, Bill había fantaseado con la idea de hacerse diminuto para siempre y mudarse a aquel otro pequeño mundo en el que todo parecía ir siempre francamente bien. Sally era un buen chico, era el mejor chico con el que Bill se había topado nunca, y su casa le gustaba, y aquel televisor mágico iba a poder permitirle estar, de alguna forma, en contacto con su familia sin que su familia doliese. Bill había sido feliz, o creía haberlo sido, hasta el momento en que su madre había empezado a ausentarse

No era que se marchara, era que, simplemente, no estaba allí. 

Hasta entonces, Bill había lucido siempre una sonrisa, aquella sonrisa de dientes pequeñísimos que luego habían dado paso a dientes enormes, separados, de algún modo, tristes. Había creído que vivía en el mejor lugar del mundo, un lugar en el que siempre podía ser Navidad, pues, después de todo, la nieve estaba por todas partes. Así que, si quería, uno podía vivir fingiendo que cada día era el día en el que Santa Claus, o la señora Potter, dejaban sus regalos a los pies del árbol. Puesto que era habitual que el árbol de Navidad nunca se desmontase, hasta el punto de poder decirse que era un miembro más de la familia en todos los hogares de Kimberly Clark Weymouth, también era posible desear o esperar que, cada vez, se poblase de paquetitos primorosamente envueltos. Y lo hacía a menudo. Es decir, es probable que Kimberly Clark Weymouth fuese el único lugar del mundo por el que Santa Claus, o la señora Potter, pasaba intermitentemente, y eso era debido a que el espíritu navideño nunca abandonaba la ciudad. 

Por supuesto, el hecho de que lo único por lo que fuese conocida la ciudad fuese una novela cuya protagonista compitiese con el mismísimo Santa Claus, impedía la retirada de la iluminación festiva de sus calles, o, cuando menos, aconsejaba evitar que se produjera, pues los turistas, aquellos lectores peregrinos, aquellos lectores valientes, aquellos lectores infantiles, que se subían a autobuses, se subían a coches, y soportaban horas de tortuosas carreteras despobladas para llegar a Kimberly Clark Weymouth, esperaban, a su llegada, encontrarse con todas aquellas luces navideñas, pues, presumían, siempre era Navidad en Kimberly Clark Weymouth. Hasta hubo una época en que la ciudad disponía no sólo de su propio Santa Claus oficial, es decir, un tipo contratado para fingir ser Santa Claus todo el tiempo, sino también de su propia señora Potter, que también fingía ser la señora Potter todo el tiempo e iba a todas partes con una caja de zapatos que, decía, era aquella oficina postal en cuyo ascensor había viajado, tantas veces, Bill.
  Videoconferencia
Laura Fernández. La señora Potter no es exactamente Santa Claus
Virginia Feito. La señora March

miércoles, 8 de junio de 2022


MAGGIE O'FARRELL. HAMNET

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, nuestro programa llega a la redonda cifra de quinientas emisiones. El 27 de octubre de 2010, empezábamos nuestra andadura en Radio Universidad, en una segunda etapa de un espacio que había visto la luz por primera vez nueve años antes, el 8 de octubre de 2001 en Onda Cero Salamanca. Tras decenas de apariciones en la radio comercial (con otro planteamiento, más sucinto, apenas diez minutos de breve comentario sobre un título, y otras intenciones, el mero dar a conocer, muy superficialmente, un libro, a mi juicio interesante), en nuestros ya bien cumplidos once años “universitarios”, mis reseñas han ido extendiéndose, abriéndose a múltiples frentes -el literario, claro está, pero también el relativo al cine, al arte, a la música, a la educación, a la historia-, e incrementando la extensión de mis análisis, hasta llegar a este medio millar de comparecencias aquí, en la emisora universitaria salmantina, en las cuales os he recomendado, aproximadamente, unos setecientos libros distintos. 

Para celebrar convenientemente tan redonda efeméride os traigo una novela magnífica, una de las que más me ha entusiasmado -sino la que más- de entre los libros leídos el último año. Se trata de Hamnet, la poética obra de la irlandesa Maggie O’Farrell, una escritora que ya había comparecido en Todos los libros un libro hace muchos años, exactamente el 16 de enero de 2013, con otra excelente novela, La extraña desaparición de Esme Lennox. Hamnet vio la luz en España en la editorial Libros del Asteroide, que la publicó en febrero de 2021 en traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. 

No quiero desaprovechar la ocasión, antes de hablaros de Hamnet, para sugeriros el acercamiento a cualquiera de los demás libros de Maggie O’Farrell, escritora, periodista y profesora de escritura creativa, nacida en Irlanda el 27 de mayo de 1972 (sirva el programa, también, como modesta celebración de sus cincuenta años recién cumplidos). Yo he leído, además de esta maravilla que es Hamnet y del ya citado La extraña desaparición de Esme Lennox, otros tres más: Instrucciones para una ola de calor, publicado como el primero en la editorial Salamandra y, como aquél, traducido por Sonia Tapia Sánchez; y Tiene que ser aquí y La primera mano que sostuvo la mía que, al igual que el que hoy os traigo, presentó Libros del Asteroide, en 2017 y 2018 respectivamente, también en traducción de Concha Cardeñoso. Los cinco son formidables, de una sensibilidad, una emoción, una intensidad, una delicadeza, un lirismo, una potencia narrativa, una gracia y una belleza memorables, pese a que sus temas, su estructura, la ambientación, las tramas, sus líneas argumentales, sus propuestas estilísticas, son muy disímiles, en un rasgo, un cierto eclecticismo, definitorio de la obra de O’ Farrell: la relación entre una anciana de setenta y siete años que ha vivido encerrada en una clínica psiquiátrica y su improbable única descendiente, una sobrina nieta que desconoce su existencia (La extraña desaparición de Esme Lennox); un jubilado que desaparece repentinamente de su casa, en verano de 1976, dejando a su mujer y sus tres hijos, católicos irlandeses radicados en Londres, sumidos en la perplejidad y enfrentados a los secretos familiares (Instrucciones para una ola de calor); una pareja atípica, él un profesor neoyorquino con dos hijos de un anterior matrimonio; ella una parisina estrella de cine, casada y con un hijo, que desaparece del mundo dejando atrás marido, carrera y fama para esconderse en una casona aislada en Donegal, Irlanda, en la que ambos vivirán una tortuosa y emotiva historia de amor que implica escenarios, tiempos y una decena de personajes muy diversos (Tiene que ser aquí); las vidas de dos mujeres, a las que conocemos en dos épocas distintas, en la segunda mitad de los cincuenta y en la época actual, enlazadas por un sutil y hermosísima trama de amor, sufrimiento, traiciones, interrogantes y maternidad (La primera mano que sostuvo la mía). En todas ellas hay, sin embargo, una coincidencia en los asuntos vinculados a las relaciones familiares y sentimentales, al amor y sus enigmas, al abandono y la pérdida, a la maternidad, a los secretos, al matrimonio. Y todas ellas son, además de narraciones adictivas, novelas conmovedoras y emotivas, que rezuman, ya se ha dicho, sensibilidad y ternura, delicada melancolía, sentimiento y belleza. 

Centrándome ya en Hamnet, quiero insistir, aún antes de ofreceros mi comentario, en mi recomendación apasionada: si sólo podéis leer un libro en los próximos meses… ¡¡escoged Hamnet!!; lo afirmo con rotundidad y sin duda alguna, tal es el placer y el entusiasmo que me ha procurado su lectura. Porque, en el fondo, más allá de los análisis y las interpretaciones, de la dilucidación sobre las tramas desarrolladas, del examen de las técnicas literarias utilizadas, de la indagación en los temas tratados, de la profundización en los personajes presentados, objeto, casi siempre rozando lo superfluo, de estas notas semanales, lo verdaderamente importante de un libro es su capacidad para “acogernos”, para transportarnos al universo que recrea y, una vez en él, hacernos disfrutar, conmovernos, enternecernos, asombrarnos, inquietarnos, turbarnos, estremecernos, provocar en nosotros la identificación con las criaturas mostradas, reconocernos en ellas y en sus afanes, aprender de nuestras muy reales vidas a través de las suyas inventadas, sufrir, llorar, alegrarnos, reír, vivir, en el corto lapso de su lectura, una existencia plena, más rica, multiplicada. Leer Hamnet es, así, un gozo, un placer, una experiencia que mejora nuestro siempre pobre transcurrir por el tiempo. Hay infinidad de libros interesantes, excelentes incluso -y esta referida trayectoria radiofónica de más de veinte años intentando transmitir esa muy acusada predilección libresca es prueba de ello-, y, además, hay libros deslumbrantes, inolvidables, que agitan y exaltan y en los que el lector reconoce una voz que habla -y toca- lo más íntimo de su alma. Hamnet es, sin duda, uno de estos valiosos y privilegiados especímenes de esas milagrosas maravillas. Su encanto, su gracia, su ternura, su sensibilidad y su belleza -y sé que me repito, pero no me esfuerzo en evitarlo- son el mejor homenaje que puedo hacer -que puedo hacerme- a la inexplicable longevidad radiofónica de Todos los libros un libro, y el regalo más apropiado que cabe ofrecer a los fieles oyentes que durante tanto tiempo han querido seguirme en mis farragosas elucubraciones librescas. 

Hamnet (ganador en 2020 del Women's Prize for Fiction y, entre nosotros, del Mejor libro del año del diario El País, entre otros muchos premios) se abre con una referencia histórica y dos citas previas que, desde el principio, sitúan al lector en el contexto de la obra. En la década de 1580, señala la nota inicial, una pareja que vivía en Henley Street (Stratford) tuvo tres hijos: Susanna y Hamnet y Judith, que eran gemelos. Hamnet, el niño, murió en 1596 a los once años. Cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet. La primera cita está extraída de la escena V del Acto IV de dicha obra teatral: Ya se ha ido, ya está muerto/muerto ya, señora mía./Verde hierba a su cabeza,/ a su pie una piedra fría. La segunda pertenece a un artículo de Steven Greenblatt, The death of Hamnet and the making of Hamlet, publicado el 21 de octubre de 2004 en New York Review of Books: Hamnet y Hamlet son en realidad dos formas perfectamente intercambiables de un mismo nombre, según consta en los anales de Stratford de finales del siglo XVI y principios del XVII

El Hamnet del título es, pues, el hijo de William Shakespeare, cuyo nombre lo vincula a una de sus obras mayores, y esas dos circunstancias están presentes de manera notoria en el libro. Podría pensarse así que la novela que, tras esta información preliminar, nos disponemos a leer será una suerte de biografía del dramaturgo o, al menos, la de su infortunado hijo. Y algo hay de ello, en efecto, en la original propuesta de la escritora irlandesa, que “se aprovecha” del hecho de que la vida de Shakespeare sea casi absolutamente desconocida. Los pocos retazos que de ella constan de manera fehaciente se hunden en una niebla de conjeturas, meros atisbos y especulaciones. Ni siquiera la que pasa por ser la fecha de su nacimiento, el 23 de abril de 1564, resulta fiable al cien por cien. O’Farrell parte de las premisas avanzadas en su breve reseña histórica, de ciertos datos familiares constatados, de algunos escenarios conocidos -dos ciudades, Stratford-upon-Avon y Londres, una calle, Henley Street, una casa, los patios y corrales de las representaciones teatrales-, de las escasas notas conocidas sobre su instrucción infantil en gramática y literatura latinas, de algunos apuntes sobre su desempeño en las tablas, para, a partir de tal tenue base, construir, inventar, levantar una espléndida ficción sobre la que, por tanto, es y no es la vida del bardo, del que, además, en una opción deliberada de la autora, en ningún momento se nos dice su nombre, ni su apellido, cambiándose incluso el de su esposa (Agnes aquí, Anna en la vida real; Anna Hathaway, con la que, como se sabe con certeza documentada -esta vez sí-, contrajo matrimonio el 28 de noviembre de 1582; su padre, Richard Hathaway, la llamó Agnes en su testamento, y la autora ha preferido seguir su ejemplo). Shakespeare es, por tanto, una excusa -muy bien trabada en el propósito último de O’Farrell- para desarrollar el relato, una historia de alcance universal sobre el dolor y el amor. En realidad, el protagonismo en Hamnet no se centra en el innominado autor, ni tampoco en el niño cuyo apelativo encabeza el texto (siendo ambos fundamentales en la novela), sino que recae sobre esa enigmática Agnes, cuya existencia real, ignorada casi en su totalidad y que ha llegado hasta nosotros difuminada también en un mar de suposiciones, acaba por fraguar en un personaje literario deslumbrante, como luego veremos. 

El libro se estructura en torno a dos planos cronológicos, que se entrelazan en constantes vueltas adelante y atrás en el tiempo; el presente de los días previos a la muerte del pequeño tras la enfermedad de su hermana gemela (Muchos meses antes del día en que Judith se pone enferma, en las postrimerías del año 1595), y el pasado del encuentro, el enamoramiento, la boda y los primeros años de la vida conyugal del escritor y Agnes (Una mañana de primavera de 1583, si los vecinos de Henley Street se hubieran levantado temprano habrían visto salir a la nueva nuera de John y Mary por la puerta de la estrecha casita en la que viven los recién casados). En el primero de ellos, Hamnet, un mozalbete de once años, asiste aterrorizado a la repentina enfermedad de Judith, su querida gemela, su amada idéntica (Tiene la cara como un corazón, igual que él, la misma frente prominente, el mismo copete de pelo trigueño. Los ojos que lo han mirado brevemente son del mismo color —cálido ámbar con puntitos dorados— y de la misma forma que los suyos. El parecido no es casual: nacieron el mismo día y compartieron el vientre de su madre. El niño y la niña son gemelos, nacieron con unos minutos de diferencia. Se parecen tanto como si hubieran nacido de la misma placenta), su tierna compañera de juegos. La peste ha llegado a Stratford y la pequeña yace, devorada por la fiebre, invadida por las pústulas, languideciente entre temblores y convulsiones, en un jergón al lado de la gran cama con dosel de sus padres. Hamnet es un chico despierto, que entiende bien las lecciones del maestro, aunque tenga una ostensible tendencia a la distracción, a escurrirse por los límites del mundo real y tangible para irse a otro sitio. La súbita postración de su hermana ocurre en ausencia de su madre, el centro de su vida (Toda vida tiene un núcleo, un eje, un epicentro del que todo sale y al que todo vuelve. Este momento será el de la madre ausente: el niño, nadie en casa ni en el corral, la voz en el vacío). En su soledad, el muchacho se desespera, impotente, desolado, buscando a alguien, su madre, sus abuelos, su otra hermana, por todo el pueblo, en la parte de atrás de la casa, llamando a las personas que lo han alimentado, que lo han arropado, que lo han arrullado, que le han dado la mano en los primeros pasos, que le han enseñado a usar la cuchara, a soplar la sopa antes de comerla, a cruzar la calle con precaución, a no molestar a los perros cuando duermen, a enjuagar la taza antes de beber, a no acercarse al agua profunda. Finalmente, será el pobre Hamnet el que muera (algo que el lector conoce desde la nota preliminar, que desvela su triste destino con sólo once años), en un estremecedor y portentoso giro de la trama que no quiero revelar, llevando la aflicción a la familia, sobre todo a Agnes, devastada (Ella lo llevará en el corazón toda su vida). 

La figura de Agnes ocupa el centro de la novela, llenándola, desde su primera “aparición” con su poderosa personalidad, con su extraña hermosura, con su atractiva rareza, con su excentricidad sospechosa para todos en la zona. Dicen que es rara, peculiar, que está chiflada, loca tal vez. Ha oído contar que ronda a placer por los caminos y por el bosque, sola, recogiendo plantas para hacer pociones extrañas. No conviene hacerla enfadar, porque dicen que le enseñó sus artes una vieja bruja que hacía medicinas e hilaba y que podía matar a un niño de pecho con una sola mirada. Dicen también que su madrastra está aterrorizada por si le lanza un maleficio, sobre todo ahora que el terrateniente ha muerto. En cambio, su padre debía de quererla, porque le ha dejado una dote considerable en el testamento. Aunque, claro, quién querría casar con ella. Dicen que es demasiado salvaje, que ningún hombre la desposaría. Su madre, Dios la tenga en su gloria, era gitana, o hechicera, o un espíritu del bosque. Su conocimiento del bosque, de los remedios naturales, de las plantas curativas, de las hierbas medicinales, su carácter independiente, asocial, le granjean las suspicacias y el rechazo del pueblo. De esta chica salvaje, arisca, de belleza indómita, inquietante, anormal, analfabeta, aunque con poderes ocultos, con cierta condición visionaria (es capaz de penetrar en los pensamientos, de captar la esencia de una persona, apretando el frágil espacio de piel y músculo que hay entre el pulgar y el índice), que vive, medio aislada del mundo, en la granja familiar, con un halcón como casi única compañía, se enamorará el joven preceptor de latín de los hermanos de la muchacha, la encarnación que O’Farrell ha elegido para su Shakespeare de ficción. Su amor, tierno, arrebatado, pasional, intenso, libre, de un erotismo impetuoso y dulcísimo, ilumina la novela, pese a que no será bien visto por la familia del casi adolescente, bastante más joven que ella: este ser, esta mujer, esta elfa, esta bruja, este espíritu del bosque […] hechizó y cazó a su niño hasta arrastrarlo a unirse con ella. Y eso jamás se lo perdonará, como afirmará la madre del muchacho. Las páginas que nos muestran la atracción, inocente y entregada, exaltada y entrañable, enardecida y delicada que surge entre los dos jóvenes, son deliciosas y constituyen una de las principales fuentes de disfrute del libro. 

Agnes es un ser lleno de magia, de una sencillez inocente, rudimentaria y encantadora, de un magnetismo primitivo, cautivador, que irradia una fuerza poderosa, elemental, telúrica, que, simultáneamente turba y enamora. ¿Sabes que ese es el principal motivo, le dirá su amante, arrobado, por el que te quiero? […] Porque ves el mundo de una forma distinta. Y de nuevo, hechizado: me parece que no tienes la menor idea de lo que es estar casado con una persona como tú. —¿Como yo? —Una persona que lo sabe todo de mí antes incluso que yo mismo. Una persona que solo con mirarme adivina mis secretos más profundos. Una persona que sabe lo que voy a decir… y lo que no… antes de que lo diga. Es —añade— un placer y una maldición. Ella se encoge de hombros. —Son cosas que no puedo evitar. Y en este mismo registro poético, romántico, tiernísimo, ella misma confesará el porqué de su amor por el confundido preceptor: de todas las personas que conocía, eras tú la que tenía más cosas escondidas dentro

Y es que el joven Shakespeare que nos presenta O’Farrell es, aún, casi un niño, que vive angustiado a la sombra de un bruto, sometido a su padre violento y cruel, cuyas deudas con el pueblo él debe contribuir a pagar dando clase de latín dos veces por semana a los hijos de los vecinos, impotente ante ese negro y limitado horizonte en el que le resulta difícil respirar […] difícil encontrar su propio camino en la vida, alimentando el deseo de huir, la necesidad de irse, de rebelarse, de escapar […], el ansia por marcharse, por mover los pies y las piernas e irse a otra parte, tan lejos como pueda. Así, la novela se abrirá a otra dimensión, la que nos ofrece la crisis íntima del personaje, que habita en un irresoluble dualismo (Agnes percibe claramente que su marido está dividido en dos), entre las ataduras familiares, a las que debe seguir doblegándose, por su falta de medios económicos, y la promesa de liberación que Agnes encierra, en un primer momento (En su casa es de una manera, en la de sus padres, de otra muy distinta. En la suya, es el hombre que conoce y al que reconoce, la persona con la que se casó) y, más adelante, entre los vínculos que lo unen a Agnes y sus hijos (especialmente tras la muerte de Hamnet) y la atracción de la escritura, de la compañía teatral, de las funciones, del frenesí de los corrales de comedias, de la noria de la vida londinense, de la entrega a su vocación. Sin él la compañía sucumbirá al caos, al desorden; perderán todo el dinero y será la desbandada; o tal vez encuentren a otro que ocupe su lugar; o no tendrán lista una obra nueva para la próxima temporada, o sí, y será mejor que todo lo que jamás haya escrito él, y el nombre de esa persona aparecerá en los carteles y no será el suyo, y entonces lo echarán, pondrán a otro, ya no lo querrá nadie. Puede perder todo lo que ha construido allí. […] Si se sale de la rueda, tal vez no pueda volver a entrar. Podría perder el lugar que ocupa ahora; sabe que les ha sucedido a otros. Pero la magnitud, la profundidad del dolor de su mujer por el hijo, tira de él fatalmente. Su patética desesperación es otro de los ejes del libro y una de las principales manifestaciones de la emoción que lo recorren: Tiene la sensación de estar atrapado en una red de ausencias cuyos hilos y zarcillos se le pegan y lo atrapan haga lo que haga

Y en torno a estos dos personajes gira una historia marcada por el amor y el sufrimiento que trasciende la más o menos importante de la anécdota biográfica y la dota de un innegable y conmovedor valor universal. El amor romántico y el pasional, el apego y la vida conyugal, el deterioro de la pareja frente a los duros embates del tiempo y de la ausencia, los afectos y los fuertes vínculos familiares, la identidad y la búsqueda del lugar propio en el mundo, la persistente amenaza de la muerte, cruda y despiadada (quien diga que la muerte es «serena» o un «apagarse poco a poco» nunca ha visto morir a nadie. La muerte es violenta, la muerte es una batalla. El cuerpo se aferra a la vida como la hiedra a la pared y no está dispuesto a soltarse, no se rinde sin pelear), el dolor y el desgarro que conlleva en quienes permanecen vivos, el sentido de la vida, el evanescente universo del espíritu, que trasciende la existencia material, la genuina y fecunda realidad de la naturaleza frente a la alienante y fragorosa (ya en el siglo XVI) agitación urbana, son algunos de los temas que la elegante prosa de O'Farrell repasa mientras da cuenta de la peripecia vital de la familia. Una familia marcada, tras la muerte de Hamnet, por la lacerante huella de los recuerdos, en Agnes (Cada vez que ve a un niño rubio en la calle le parece que tiene el mismo andar, el mismo aspecto, su carácter, y el corazón le da un salto en el pecho, como un gamo. Algunas veces las calles se llenan de Hamnets), en la pequeña Judith (Un pensamiento toma forma en su cabeza: Te echo de menos, te echo de menos, daría cualquier cosa por que volvieras, cualquier cosa), en el padre (Yo… —dice él, con una voz ahogada todavía—… me pregunto constantemente dónde está. Adónde ha ido. Es como si tuviera una rueda en el fondo de la cabeza que nunca para de dar vueltas. Haga lo que haga, vaya donde vaya, siempre me pregunto: ¿Dónde está, dónde está? No puede haber desaparecido así como así. Ha de estar en alguna parte. Lo único que tengo que hacer es buscarlo. Lo busco sin descanso, en todas las calles, entre la multitud, entre el público, siempre. Eso es lo que hago cuando los miro: lo busco a él, o una versión de él). Después de la desaparición del pequeño todo se desmorona, el mundo ha cambiado, ya no hay certezas, nada es seguro

Y a todo este conjunto de atractivos temas de interés se une una ambientación soberbia, minuciosa y fidedigna, que describe con admirable verosimilitud tanto la esfera íntima, muebles, ropajes, utensilios de cocina y de trabajo, elementos decorativos, escenarios domésticos, dependencias de las granjas, como el entorno exterior, ya sea el de la cotidianidad rural, con, sobre todo, la destacada presencia del universo algo esotérico de Agnes (las plantas, las pócimas, los remedios curativos, los ungüentos, las cocciones milagrosas) como, en un pasaje portentoso, la excitante vibración de una populosa y abigarrada Londres, un revoltijo agrietado, con el río serpenteando por el medio, un amasijo de gente ruidoso y pestilente: Por todas partes hay tiendas, corrales, tabernas, zaguanes llenos de gente. Se les acercan vendedores para enseñarles sus productos: patatas, tartas, duras manzanas silvestres, un cuenco de castañas. La gente grita y se da voces de un lado a otro de la calle; ve, está segura, a un hombre y una mujer copulando en un espacio estrecho entre dos casas. Más allá, un hombre se alivia en una zanja; le ve el apéndice, arrugado y pálido, antes de desviar la mirada. Hay jóvenes, aprendices, supone, fuera de las tiendas, que invitan a entrar a los transeúntes, y niños que todavía tienen los dientes de leche empujando carretillas por la calle, anunciando lo que llevan, y viejos y viejas sentados entre zanahorias retorcidas, frutos secos, pan

Destacan, igualmente, ciertos detalles estrictamente literarios, como la presencia de historias intercaladas en el cuerpo principal de la novela (el cuento dentro del cuento, al modo cervantino), en particular dos, ambas formidables: la de la llegada de la peste desde Alejandría a Stratford, en un recorrido vertiginoso, siguiendo la trayectoria de las pulgas que contagian de un escenario a otro, de un personaje a otro; y la de la niña que vivía en los bosques, una maravilla llena de magia que he elegido como base literaria de un próximo programa de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, en el que os la ofreceré íntegra ya el curso que viene. También resulta remarcable la voluntad de la autora por conseguir la implicación del lector con el uso de recursos verbales que nos sitúan en el punto de vista del narrador como, por ejemplo: Si nos asomáramos a la ventana de Hewlands y volviéramos la cabeza a un lado, veríamos el lindero del bosque

Y ya para cerrar esta larga reseña quiero mencionar también el vínculo entre la novela y la obra teatral de Shakespeare, no solo porque, como ya he señalado, Hamnet y Hamlet son, al decir de los expertos, el mismo nombre (Es una página impresa. Hay muchas letras, muchas, en hileras, agrupadas en palabras. El nombre de su marido figura arriba del todo, y también la palabra «tragedia». Y justo en el medio, en las letras más grandes de todas, ve el nombre de su hijo, su niño, el que se pronunció en voz alta cuando lo bautizaron, el que figura en la lápida, el nombre que le puso ella misma poco después de que nacieran los gemelos, antes de que volviera su marido y se los colocara a los dos en el regazo), sino porque O’Farrell explicita las conexiones ente las vivencias de sus protagonistas y ciertas claves del drama del príncipe de Dinamarca. Ello es así con la constante presencia de los bosques (Mira los árboles: esta presencia colectiva, alineados como están, marcando el confín de la granja, le recuerda al decorado de fondo de un teatro, a un paisaje pintado de esos que se desenrollan rápidamente para que el público sepa que empieza una escena bucólica, que la ciudad o la calle de la anterior han desaparecido, que ahora se hallan en un terreno boscoso, natural, tal vez inestable) a lo largo de todo el libro, unos bosques que, en mi ignorancia, no puedo, sin embargo, dejar de asociar con Shakespeare (y pienso en Macbeth o El sueño de una noche de verano). Pero, sobre todo, en la última parte del libro, cuyas claves no quiero desvelar, en la que se compara la figura de espectro, del fantasma, del hombre muerto en la obra teatral, con la del niño tristemente desaparecido, presente aún, y bien vívido, en la memoria, en los recuerdos, en el alma de su madre: Es él. No es él. Es él. No es él. El pensamiento va y viene como un martillo por todo su ser. Su hijo, su Hamnet o Hamlet, está muerto, enterrado en el cementerio de la iglesia. Murió siendo un niño todavía. Ahora no es más que unos huesos blancos y descarnados en una tumba. Sin embargo ahí está —hecho casi un hombre, como sería ahora, si viviera—, en el escenario, andando con el mismo paso que su hijo, hablando con la voz de su hijo, diciendo las palabras que su padre ha escrito para él. Y también en los de su padre: Este Hamlet del escenario es dos personas, el joven, vivo, y el padre muerto. Está vivo y muerto al mismo tiempo. Su marido lo ha devuelto a la vida de la única forma que podía. Mientras el fantasma habla, se da cuenta de que, al escribir esta obra, su marido se ha cambiado el sitio con su hijo. Ha cogido la muerte de su hijo y la ha hecho suya; se ha puesto él en las garras de la muerte y ha resucitado al hijo en su lugar. Ha convertido la muerte de su hijo en la suya propia. ¡Ah, qué horrible! ¡Qué horrible! ¡Qué horrible!, murmura su marido con una voz de ultratumba al recordar la agonía de su muerte. Agnes comprende que ha hecho lo que habría deseado hacer cualquier padre, sufrir él para que no sufriera su hijo, ponerse en su lugar, ofrecerse a sí mismo a cambio para que el niño pudiera vivir

En fin, insisto, enfático, en mi recomendación: ¡no os perdáis este Hamnet por tantos motivos precioso! Estoy convencido de que no os arrepentiréis. Complemento mi reseña con música de la época shakesperiana, aunque en una interpretación, obviamente, actual. En 2006, el siempre inquieto Sting publicó, con la colaboración del bosnio Edin Karamazov en el laúd, el disco, Songs from the Labyrinth, que recogía sus interpretaciones de piezas del compositor y laudista inglés o irlandés John Dowland, nacido en 1563 y muerto en 1626, contemporáneo, pues, del dramaturgo (la editorial Fórcola, tan querida en nuestro espacio, acaba de publicar una biografía del músico). Os dejo aquí una muy apropiada al tono del libro, Flow my tears.


Hay una extraña luz plateada en los ojos de su hermana. Está peor, lo ve claramente. Tiene las mejillas hundidas, blancas, los labios cuarteados y sin sangre, los bultos del cuello rojos y brillantes. Se acurruca al lado de su gemela con cuidado para no despertar a su madre. Le coge la mano; entrelazan los dedos. 

Ve que Judith pone los ojos en blanco dos veces. Después los abre de par en par y los mueve hacia él. Parece que le cuesta un esfuerzo ímprobo. Curva los labios hacia arriba como si quisiera sonreír. Hamnet nota una presión en los dedos. 

—No llores —murmura ella. 

Hamnet vuelve a tener la misma sensación que ha tenido toda su vida: que su hermana es la otra cara de sí mismo, que los dos encajan a la perfección, ella y él, como las dos mitades de una nuez. Que sin ella está incompleto, perdido. Llevará para siempre una herida abierta en un costado, de arriba abajo, por donde la separaron de él. ¿Cómo va a vivir sin ella? No puede. Es como pedirle al corazón que viva sin los pulmones, como arrancar la luna del cielo y decirle a las estrellas que la sustituyan, como pretender que la cebada crezca sin lluvia. Ahora, como por arte de magia, aparecen en las mejillas de su hermana unas lágrimas como semillas de plata. Hamnet sabe que son suyas, que se le han caído de los ojos en la cara de Judith, pero también podrían ser de ella. Son los dos uno y el mismo. 

—No te va a pasar nada malo —murmura ella. 

Él le aprieta los dedos, enfadado. 

—Sí me va a pasar. —Se humedece los labios con la lengua, saben a sal—. Me voy contigo. Nos vamos juntos. 

De nuevo, la sombra de una sonrisa, la presión de los dedos. 

—No —dice ella, con las brillantes lágrimas de su hermano en la cara—. Tú te quedas. Te necesitan. 

Hamnet percibe la muerte en la habitación, acechando en las sombras, allí, en la puerta, con la cabeza vuelta a un lado pero mirando, siempre atenta. Está a la espera, aguarda la hora propicia. Se acercará flotando sobre unos pies sin piel, con su aliento de ceniza húmeda, y se la llevará, la envolverá en su frío abrazo y él, Hamnet, no podrá arrebatársela. ¿Tendrá que insistir en que se lo lleve a él también? ¿Es mejor irse juntos, como siempre han hecho? De pronto se le ocurre una idea. No sabe cómo no lo ha pensado antes. Ahí, acurrucado al lado de su hermana, piensa que a lo mejor es posible engañar a la muerte, hacerle el truco que Judith y él han hecho siempre desde pequeños: cambiarse el sitio y la ropa para confundir a la gente y hacerles creer que el uno es la otra. Son iguales de cara. No pasa un día sin que alguien se lo diga. Basta con que Hamnet se ponga el mantón de su hermana o ella su sombrero, se siente así a la mesa, mirando al suelo, escondiendo la sonrisa, para que su madre ponga la mano a Judith en el hombro y le diga, Hamnet, ¿quieres traer la leña? O para que su padre, al entrar en una habitación y ver a quien cree que es su hijo porque lleva un jubón, le diga que conjugue un verbo en latín, y luego descubra que en realidad es su hija, que disimula la risa al comprobar que el truco funciona y abre la puerta para que el padre vea a su verdadero hijo, que estaba escondido. 

¿Podrán volver a hacer ese truco una última vez? Él cree que sí. Mira hacia atrás, hacia el túnel oscuro que se abre junto a la puerta. Es una negrura sin fondo, blanda, absoluta. Date la vuelta, le dice a la muerte. Cierra los ojos. Solo un momento. 

Pasa las manos por debajo de Judith, una por los hombros, la otra por las caderas, y la empuja hacia un lado, hacia la chimenea. Pesa menos de lo que esperaba; ella se da la vuelta y entreabre los ojos mientras se reacomoda. Frunce el ceño al ver que su hermano se acuesta en el hueco que ha dejado ella, que ocupa su sitio y se pasa la mano por el pelo para alisárselo y ponérselo a los lados de la cara, que tira de la sábana para tapar a los dos y encaja el embozo por debajo de ambas barbillas. 

Está seguro de que son iguales. Nadie sabría decir quién es cada cual. Es fácil que la muerte se confunda, que se lo lleve a él en vez de a ella. Judith se mueve, intenta sentarse. 

—No —le dice otra vez—. No, Hamnet. 

Él sabía que su hermana entendería inmediatamente lo que está haciendo. Siempre lo entiende. Hace gestos negativos con la cabeza, pero está tan débil que no puede levantarse del jergón. Hamnet sujeta con fuerza la sábana que los tapa a los dos. 

Coge aire, lo expulsa. Vuelve la cabeza, respira echando el aliento en la oreja de su hermana; le insufla su propia fuerza, su salud, su todo. Tú te quedas, le susurra, y yo me voy. Le manda estas palabras: Quiero que te quedes con mi vida. Es para ti. Te la doy. 

No pueden vivir los dos: él lo sabe y ella también. No hay suficiente vida, no hay aire ni sangre suficiente para los dos. Quizá nunca los haya habido. Y si solo puede vivir uno de los dos, tiene que ser ella. Así lo desea él. Se agarra a la sábana con fuerza, con las dos manos. Él, Hamnet, así lo decreta. Y así será.
  Videoconferencia
Maggie O'Farrell. Hamnet
 

miércoles, 1 de junio de 2022

ISABELLA HAMMAD. EL PARISINO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Alberto San Segundo, al frente del espacio, quiere proponeros esta tarde la lectura de un libro muy interesante, de relativamente reciente publicación, pues vio la luz en el pasado 2021, escrito por una autora muy joven -insultantemente joven, con apenas treinta años- y, para mí, desconocida (lo cual resulta obvio, por otra parte, porque se trata de una primera novela). Isabella Hammad presentó en 2019 El parisino, que, en traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle, apareció en la editorial Anagrama en junio pasado. Debo adelantar, antes de comenzar con mi comentario, que estamos ante un libro voluminoso, de más de setecientas páginas, por lo que si optáis por seguir mi consejo de hoy tendréis aseguradas muchas horas de placentera lectura. 

Isabella Hammad, anglo-palestina, nació en Londres en 1992 y, talentosa (lo cual puede apreciarse de manera notoria en su novela), estudió en Oxford, Harvard y la Universidad de Nueva York, ciudad en la que reside actualmente. Con una trayectoria centrada en la literatura, en la que ha disfrutado de becas y residencias en diversas universidades, ha publicado cuentos y textos varios en distintas revistas, y se ha hecho acreedora a varios premios concedidos a algunas de sus obras. El parisino es, como he señalado, su primera novela, lo que realza aún más sus méritos, y en ella recrea en la ficción la intensa peripecia vital de uno de sus bisabuelos. Escritores de tanto prestigio como Jonathan Safran Foer o Zadie Smith, que la emparienta ni más ni menos que con Flaubert y Stendhal, han hablado maravillas de este excepcional debut literario. 

Enfrentados a la siempre difusa tarea de la adscripción genérica del libro podríamos convenir en que estamos ante una novela histórica, aunque, como suele ocurrir en las mejores manifestaciones de esa literatura, lo general y lo particular, la realidad y la ficción, las coordenadas sociales o políticas bien documentadas y la invención y la libre construcción de tramas y personajes se entremezclan, en un todo en el que la circunstancia histórica sirve de convincente telón de fondo de las peripecias vividas por los personajes. 

El principal de ellos, Midhat Kamal, es un joven de Nablus (en la novela se usa siempre Naplusa, la denominación tradicional de la ciudad palestina, situada al norte de Jerusalén y al sur de Damasco), que en 1914, en los inicios de la Primera Guerra Mundial, se embarcará hacia Francia con la triple intención de escapar de la leva que lo obligaría a combatir en las filas del Imperio otomano, bajo cuya “jurisdicción” se encontraba en la época la región, de estudiar Medicina y de satisfacer así los deseos de su padre, un rico comerciante de telas que se desenvuelve entre su ciudad y El Cairo. En Montpellier, su destino francés, se alojará en casa de su protector, Frédéric Molineu, un sociólogo y antropólogo de la Universidad de cuya hija, Jeannette, acabará por enamorarse. Tras un desafortunado incidente que enfría su relación con la chica y su familia, Midhat huirá a París, se matriculará en la Sorbona, abandonará, decepcionado, sus estudios médicos y se dedicará, en una larga temporada de ocio y relativa disipación, a los placeres mundanos, a la frecuentación de obsequiosas y “liberadas” (para su anticuada mentalidad oriental) mujeres y a las algo frívolas veladas entre intelectuales, en las que jóvenes árabes inquietos se entregan a las divagaciones filosóficas y políticas en torno al problemático futuro de sus pueblos. Terminada la contienda, que deja víctimas entre sus más estrechos allegados, volverá a Palestina sin completar sus estudios, ocultando a su padre el fracaso de su experiencia, sin poder olvidar la sombra ya algo diluida de su amada y enfrentándose a la difícil tarea de adaptarse a una realidad que ya le es, en cierto modo, extraña. Una larga carta de amor a Jeannette, enviada antes de su retorno, disculpándose por su inexplicada ausencia, no obtendrá respuesta, por lo que, pese a que el imborrable recuerdo de la muchacha lo acompañará de por vida (y, en este hilo romántico de la novela, otra carta, esta de Jeannette, tendrá un papel destacado hasta su término, que no quiero desvelar), acaba por acomodarse a su nueva realidad y construir una familia con Fátima Hammad, la hija de un rico terrateniente amigo de su padre. (Y nótese la no disimulada coincidencia de apellidos entre la autora y la esposa de su protagonista, subrayando así el referente familiar de la historia narrada). 

Su trayectoria vital desde ese momento hasta 1936, en que la novela llega a su fin, está marcada por ese desarraigo sentimental y existencial (Volvió a Palestina y poco a poco, pero con determinación, fue borrando cada vestigio de esperanza. Había afrontado el futuro con valor —sí, incluso se había elogiado por ello—, encarando el avance imparable del tiempo. Y conforme pasaba el tiempo, el pasado retrocedía. Se casó, tuvo hijos, unos ingresos, una posición social: fue, en efecto, un hombre que se había abierto camino con su solo esfuerzo), obligado a desenvolverse en un universo muy distinto al que le empuja su inclinación por el cosmopolitismo de la vida europea; una sociedad, la palestina para entonces ya bajo el mandato británico, en la que se hacen tangibles los odios ancestrales, el incipiente pero ya furibundo nacionalismo, la repulsa a la dominación (antes otomana, ahora británica y pronto sionista), las revueltas y los conflictos étnicos, políticos y religiosos, en un marco geográfico y una época agitados y convulsos, en los que aún no existen como tales la mayor parte de países de la zona, Siria, Líbano, Jordania, Israel o la propia Palestina. 

Son tres, a mi juicio, los elementos más sobresalientes del libro: la poderosa composición de su protagonista, una suerte de antihéroe sumido en una permanente crisis personal; la convincente ambientación del entorno familiar, de los escenarios geográficos y físicos, urbanos y rurales, de aquellos lejanos territorios; y, por encima de todo, la incardinación del relato en un marco general de acontecimientos, de extraordinaria importancia histórica, que cambiaron la configuración social, política y económica del Oriente Medio. 

Midhat Kamal se nos muestra por primera vez embarcado, camino de Marsella. Es un joven de diecinueve años, tímido, algo apocado y temeroso ante la aventura que acaba de iniciar, asustado del viaje de ida, que no sabe nada de las costumbres europeas y sufría de soledad, pero también alegre y esperanzado por la ilusionante llegada a una Francia que había poblado sus sueños adolescentes. Estudiante en Constantinopla, en el Lycée Impérial -Mekteb-i Sultani en su nombre en árabe-, el chico descubrirá en la populosa ciudad del Bósforo, rebosante de gentes llegadas de todos los rincones del imperio otomano (armenios, griegos, judíos de Macedonia, maronitas del Líbano; algunos eran incluso de Bulgaria y Albania) los encantos de la cultura francesa y el regalo de la vida cosmopolita. Curioso e intelectualmente inquieto aprenderá, ya en esas muy primeras etapas de su formación, el francés, el turco, el inglés y el persa, estudiará astronomía y matemáticas, caligrafía y geografía, y se interesará por la filosofía y la ciencia. Allí, también tomará conciencia de su individualidad y desarrollará, entonces aún de manera incipiente, un carácter introspectivo y solitario, reflexivo y preocupado por su propia identidad. Y es que esta cuestión identitaria -en el ámbito personal y también en el social, en una región cruzada por infinidad de orígenes, de rasgos étnicos, de tradiciones y credos diversos (a causa de los elementos cristianos y samaritanos, Naplusa era un ejemplo perfecto de ciudad islámica)- resulta capital en la novela, siendo uno de los ejes sobre los que discurre. 

Sus cinco años en Montpellier y, sobre todo, París, harán de él otro hombre, una persona segura y dotada de elegancia social, el muy ansiado cosmopolita con el que siempre había fantaseado (Se matriculó en historia en la Sorbona y al final del verano asistía a las clases con otros extranjeros, mujeres jóvenes y hombres entrados en años, en aulas con paneles de madera que olían a tiza. Pasaba los días en cafés, con libros sobre la antigua Grecia y la España del siglo XVII, y Faruq le daba lecturas adicionales, historias de amores prohibidos, textos místicos, historias de extranjeros que vivían en París y deambulaban por la ciudad. Entre estos libros estaban el Werther de Goethe y la historia de la hija de un cura libanés, prisionera de su matrimonio y enamorada de otro hombre. Eran libros que se ocupaban de los sentidos). Sin embargo, los reveses sentimentales, académicos y también sociales lo harán ser consciente de su fracaso y lo sumirán, de vuelta a su tierra, en un mar de dudas existenciales que acabarán por definir la esencia del personaje (Las horas que pasó en el vapor fueron, en consecuencia, una oportunidad para meditar sobre la idea del deber y sobre su lugar en la constelación de objetivos y tradiciones que había dejado en suspenso durante los cinco años pasados en Francia, cinco años en que con una libertad fruto de la novedad había pasado por encima de las leyes de la familia, perdiendo el tiempo en los callejones del azar y los placeres): ¿europeo u oriental?, ¿lengua francesa o árabe?, ¿modernidad o tradición?, ¿libertad juvenil o madura responsabilidad?, ¿genuino amor o matrimonio por conveniencia social?, ¿independencia personal o compromiso político?, ¿renuncia a las expectativas y a los opresivos lazos familiares o integración en el ancestral y asfixiante entramado de las costumbres seculares? (Desde el punto de vista de sus expectativas siempre soy un término medio, siempre fracaso. Pero creo —se le quebró la voz inesperadamente y, al adelantar la cabeza, el pie apoyado en la rodilla resbaló y cayó torpemente al suelo— que sin ellos no sería nada en absoluto), ¿yo o nosotros?, ¿profesional liberal o heredero del negocio paterno y, con él, de sus aparentemente imperceptibles cadenas?, ¿obediencia o rebeldía?, ¿invención del futuro o continuidad del pasado?, ¿París o Naplusa? 

El “retrato” que se nos ofrece del personaje lo presenta siempre indeciso, dubitativo, desconcertado, sin encontrar nunca su lugar en el mundo, permanentemente ajeno, distante, incapaz de sentirse partícipe de algo, presa de las contradicciones, aquejado de un extrañamiento existencial que llega a afligirlo, intentando siempre, noble pero inútilmente, seguir la senda de su propia autenticidad. Convertido, tras su estancia en Francia, en El parisino -Al Barisi, lo llaman sus conciudadanos, algo despectivamente, con una afectación rayana en el ridículo, cuando lo ven con sus atuendos afrancesados, con su traje nuevo y su mouchoir, ahora un completo desconocido: la figura del oriental parisino-, ya no pertenece a ningún lugar. Era dos hombres: uno aquí, otro allí, como dirá de sí mismo desde Naplusa. Al haber renunciado a sus raíces, siquiera temporalmente, se convierte en un desclasado, un personaje, un cuerpo flotando en el aire, ignorante de su auténtica y más profunda identidad, que, sin embargo, atisba y puede reconocer en los estrechos vínculos que unen a los naplusíes. Isabella Hammad nos cuenta su vida, que es la de esa búsqueda, esa lucha por encontrar su verdad, ese enfrentamiento entre la cómoda pero algo opresiva aceptación de las redes de lealtades que ataban sus pies a la tierra, y el desafío a las reglas familiares, sociales, culturales en pos de la propia esencia. La descripción de ese abrumador y en ocasiones insoportable combate, que es, a menudo, el de cualquier ser humano que ansía el descubrimiento último del yo que le constituye, resulta, sin duda, a mi parecer, uno de los grandes valores del libro. 

Como lo es también la recreación de los ambientes en sus dos escenarios principales, Francia y, sobre todo, Palestina. Las historias familiares (otra de las virtudes de El parisino reside en ser, también, un magnífico fresco familiar), pobladas por infinidad de personajes, muchos de ellos -Um Taher, la Tita, abuela de Midhat; el padre, Haj Taher Kamal; la madrastra Layla; los miembros de las familias Hammad y Murad; Jalil, el amigo de infancia, distanciado a causa de su compromiso político; los Molineu en Montpellier; Sylvain Leclair y otras amistades parisinas; el padre Antoine, sacerdote dominico y erudito francés- perfilados con entidad, ofrecen a la autora la ocasión de mostrar su amplio conocimiento del mundo que describe, las tradiciones, costumbres, leyendas antiguas, vestimentas, mobiliario, arquitectura, espacios urbanos, parajes rurales, ceremonias, fiestas y celebraciones, zocos y mercados, las populares casas de baños -los hamman-, los entornos domésticos de una sociedad y un marco geográfico que trasladan al lector a lugares de tanta resonancia cultural como Jerusalén, el desierto israelí, el mar de Tel Aviv y Jaffa, el pozo de Jacob, Nazaret, Belén, Damasco, la propia Naplusa... Y en todo ello hay una atmósfera como de realismo mágico, con la poderosa presencia de la Tita, con sus arcaicas creencias y sus añejos rituales, presidiendo y dominando el ámbito familiar. Fiel es, también, y muy verosímil, la escenografía que enmarca los pasajes europeos de la trama, con una eficaz caracterización de los decorados burgueses, académicos, intelectuales y mundanos en los que se desenvuelve la algo ajetreada vida del Midhat “afrancesado”. 

La peripecia personal y la “memoria” familiar se inscriben en un marco general de referencia más amplio y también de extraordinario interés, referido a la Historia, con mayúscula, de esa convulsa región del Medio Oriente en la que se desarrolla argumentalmente la novela. Así, punteando la trayectoria vital del personaje, la autora nos pone en contacto con los principales momentos históricos vividos en la zona: la deportación de los armenios a manos de los turcos, un genocidio anterior a la creación del tipo jurídico; los últimos coletazos del Imperio otomano y la represión contra los discordantes; los mandatos europeos sancionados por la Sociedad de Naciones y el reparto de territorio entre las potencias coloniales (Francia acabaría por gobernar Siria y el Líbano, y Gran Bretaña Palestina, y en la división surgirían también la entonces llamada Transjordania e Irak), aunque solo fuera de manera temporal (Los mandatos eran medidas temporales para preparar el autogobierno, un período de supervisión «hasta que llegue el momento en que puedan gobernarse solos»); el acceso de Feisal a la corona de Irak por designación de los británicos y su posterior muerte; la progresiva inmigración sionista, con la llegada de sucesivas olas de decenas de miles de judíos (todos los meses entran más de mil inmigrantes judíos y está claro que quieren crear un Estado judío) comprando las tierras locales (nos quitan la tierra de debajo de los pies) en una ocupación “pacífica” de la región; la división de los lugares sagrados para las dos principales religiones enfrentadas (Era el Muro de las Lamentaciones de los judíos y el Muro de Buraq de los musulmanes); la fundación de las primeras organizaciones nacionalistas árabes; los movimientos por la independencia palestina (Si querer ser una nación es un crimen —se echó a reír y por primera vez su voz cansada se volvió aguda—, entonces todos somos criminales. Deberían encerrarnos a todos); el activismo político, el social, el tímido feminista, con las primeras mujeres que se quitan públicamente el velo… ¡en 1923!; las revueltas, los disturbios y las huelgas generales, la lucha urbana y la violencia terrorista sobre los soldados de Gran Bretaña y los colonos judíos, las ejecuciones públicas de disidentes, la reclusión de “agitadores” en campos de concentración, la celebración de infinidad de congresos, negociaciones, conferencias y comisiones por la paz, en una sucesión de acontecimientos, cuya cronología -en un arco que va de 1882, con el comienzo de la inmigración judía, a 1936, con el cruento fin de la insurrección a favor de la independencia- se recoge en un exhaustivo y detallado apéndice final. 

Esta referencia cronológica, que subraya el paso del tiempo (otro de los ejes temáticos de El parisino, en sus dos principales dimensiones, la personal/biográfica de Midhat, y la colectiva de su pueblo y los países árabes), está presente también, de modo metafórico, a partir de la importante aparición de un objeto, un reloj, que el padre del protagonista le entrega antes de su viaje juvenil a Francia y que reaparecerá en diversas vicisitudes a lo largo de la novela, dando lugar a interesantes digresiones de la autora sobre las diferencias en la medición del tiempo entre los europeos y los naplusíes, en una muestra más del conocimiento que manifiesta Hammad de la cultura de sus antecesores: 

En los años crepusculares del imperio, medir el tiempo se había vuelto un problema. El año oficial seguía empezando en marzo, época en que los recaudadores de impuestos acosaban a los felahín, los campesinos. Pero los cristianos utilizaban el calendario juliano reformado por el papa Gregorio XIII, que empezaba en enero y tenía años bisiestos y variaciones que dependían de la liturgia; y aunque los judíos adaptaron sus períodos a los ciclos de la tierra, los musulmanes adoptaron la hégira lunar y poco a poco quedaron desfasados en relación con las estaciones. 
Cuando Midhat era pequeño, todos los habitantes de Naplusa, incluso los no musulmanes, se regían por la luna y, a pesar de la implantación del día «franco» (o europeo) por el sultán Abdul Hamid, se ceñían religiosamente al día árabe. Según los musulmanes, el Todopoderoso había dispuesto el universo de tal modo que todos los días, al ponerse el sol, los relojes de la humanidad debían marcar la hora duodécima, en consonancia con el reloj del mundo. Y así, cuando llegaba la oscuridad y los muecines llamaban a la oración magrib (vespertina), los habitantes ricos de Naplusa sacaban el reloj del bolsillo, tiraban de la corona con las uñas y la movían para que las manecillas se unieran en las doce, antes de ir corriendo a la mezquita, si así lo deseaban. 

Unas influencias culturales notorias también en la persistente utilización por la autora de tres lenguas, el árabe, el francés y el inglés (español en la versión traducida a la que accedemos), que se entrelazan en su texto y que, aunque en ocasiones entorpecen levemente la lectura, amplían sus ecos y acercan al lector a las múltiples facetas de la plural realidad descrita. 

Novela histórica, saga familiar, relato romántico, estudio psicológico, elementos todos que hacen muy estimable este El parisino de Isabella Hammad. Os dejo ahora, para despedir el programa, con un texto esencial en la novela, la carta que, poco antes de volver a Palestina desde su no del todo lograda experiencia francesa, Midhat escribe a Jeannette intentando explicar las razones de su súbita desaparición (la ofensa sufrida por el bienintencionado pero torpe comportamiento hacia él del padre de ella) y confirmándole su amor y también sus dudas. Rim Banna, quizá la más importante cantante palestina de los últimos años, prematuramente desaparecida en 2018, cierra esta reseña con su envolvente y preciosa interpretación de Fares Odeh, una bellísima canción de letra poética y tenuemente combativa. 

Querida Jeannette: 

Te escribo desde París, aunque me iré de aquí dentro de poco. Vuelvo a Palestina después de cuatro años. Siento no haberte escrito antes. Desearía haberlo hecho. Lamento muchas cosas. La verdad es que había esperado olvidarte. En mi recuerdo estás tan unida al dolor que pensar en ti siempre me hacía revivir el escozor de todo lo demás. En cierto modo esperaba que me ayudasen los recuerdos de la vida que tuve antes de venir a Francia, que tú desaparecieras tras ellos y yo siguiera siendo el de siempre. Pero me temo que, por el contrario, mi experiencia contigo ha pasado a ser una de las estructuras primigenias del espíritu, un surco que recoge todo lo que llega después. El escozor ha menguado con el tiempo, un poco. Los recuerdos que guardo de ti, no. 

Hay muchas cosas por las que debo pedir perdón. Siento no haberte dicho adónde me iba. Siento haberme ido repentinamente. Hace tres años volví a ver a M. Samuel Cogolati, de la facultad de medicina, y me dijo que eras enfermera. Imagino que habrás vuelto a Montpellier. Es curioso que fuera yo quien estudiara medicina y que seas tú quien haya acabado practicándola. Espero que no hayas visto demasiadas cosas terribles. Me apena pensar que probablemente las habrás visto. 

Jeannette, pienso en ti desde hace cuatro años. Siempre, siempre estás en mi pensamiento. No solo porque el dolor ha durado todo este tiempo: también tú has durado. Oigo tu voz todos los días, te veo a mi lado en la terraza. Veo tu pelo…, ¡multitud de formas según los días! Recuerdo tu perfume. Y tu vestido amarillo. Recuerdo tu aliento cuando me besaste. Recuerdo tu cólera cuando te alejaste de mí. 

Espero que entiendas lo doloroso que fue descubrir los escritos de tu padre. Había esperado casarme contigo, pero me daba vergüenza y no podía decirlo. También lo siento mucho por esto. Sin embargo, sostengo lo que dije. Aquí, en este país, me he encontrado a mí mismo y por ese motivo no puedo representar aquí lo que soy tanto como en Palestina. 

Quiero que sepas que mis intenciones siempre han sido buenas. Todo fue por amor a ti. 

Deseo que tengas una buena vida. Nunca te olvidaré. 

Tuyo,
Midhat Videoconferencia
Isabella Hammad. El parisino