Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de abril de 2018

DANIEL GRAY. ESTE LIBRO TE ALEGRARÁ LA VIDA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que como todos los miércoles en Radio Universidad de Salamanca sale a vuestro encuentro con una nueva recomendación de lectura. En el caso de esta tarde, nuestra propuesta surge al amparo de la reciente celebración, anteayer, del Día del Libro, que como es sabido, se festeja en el mundo entero el 23 de abril.

Quienes venís siguiéndonos desde hace años sabéis que en nuestro espacio somos muy dados a mostrar aquí, en el modesto escaparate del programa, y en fechas cercanas a las conmemoraciones, ferias y festejos que con puntualidad primaveral se organizan en torno a los libros, textos que giran sobre los propios libros y que contienen aproximaciones de diversa consideración sobre la lectura, las bibliotecas, la escritura y, en general, el universo bibliófilo. Así ocurre también este año, tanto en Buscando leones en las nubes, mi otra emisión en la radio universitaria salmantina, en la que desde el pasado lunes y durante cuatro semanas, os estoy ofreciendo una serie dedicada al libro, como aquí, en donde hoy mismo, pero también dentro de unas semanas, cuando la Feria municipal del libro invada la ciudad y la llene de interesantes publicaciones, aparecerán obras dedicadas a reflexionar -desde ángulos distintos y a veces controvertidos- sobre los encantos y las desgracias que la lectura lleva consigo.

En concreto, esta tarde me decanto por la vertiente optimista del asunto con una obrita -el diminutivo, amable y cariñoso, es también descriptivo: no nos hallamos ante una lectura inolvidable ni ante un logro trascendental de la literatura- que resalta de un modo entusiasta y apasionado, con fervor y hasta emoción contagiosos, los muchos placeres -cincuenta, en particular- que su autor experimenta leyendo. Se trata de Este libro te alegrará la vida, un no muy extenso volumen, obra del escritor británico Daniel Gray, colaborador habitual de diversos periódicos en el Reino Unido, y presentado en 2017 por la editorial Ariel en traducción de Gemma Deza Guil y con simpáticas ilustraciones -de nuevo el calificativo es menor- de J. Mauricio Restrepo. 50 placeres íntimos de la lectura es el explicativo subtítulo con el que se rubrica la obra que, por si las intenciones del autor no se mostraran de este modo nítidas, se abre con una breve justificación introductoria: Esta obra es una carta de amor a los libros y las librerías, a los amantes de los libros, a las muchas y a la vez universales formas de leer y a todas las delicias que sólo los buenos lectores conocen. 50 momentos de felicidad relacionados con la lectura para celebrar el placer que nos une, para perderse y encontrarse; a la que sigue una dedicatoria también inequívoca: Para la niña que no duerme si no le cuentan un cuento; y, por fin, un muy sucinto prefacio -O la búsqueda de solaz en las páginas de un libro-; textos que, tras su lectura, casi harían innecesaria esta reseña dado lo explícito de sus formulaciones, que dejan bien a las claras qué nos vamos a encontrar al adentrarnos en sus páginas.

Y es que, en efecto, Este libro te alegrará la vida nos propone medio centenar de momentos felices, de circunstancias placenteras, de ocasiones para el deleite, de gozosas posibilidades de disfrute, que a quien vive infectado por el benéfico virus de la lectura le brindan los libros. Estamos, como parece obvio, ante una entusiasta celebración de la lectura, un homenaje a los libros en tanto siguen constituyendo, más allá de estériles discusiones sobre el impacto en ellos de las novedades tecnológicas, uno de los pilares de la sociedad, de la educación y la cultura. Pero el enfoque con el que Daniel Gray encara su apasionado homenaje al libro no es el clásico alegato más o menos académico, de índole ensayística, en el que se “argumentan”, sobre la base de un solvente y sesudo aparato teórico, las ventajas que aporta la lectura a nuestras vidas, sino que el autor opta por una aproximación, llamémosle poética o, en cualquier caso, relacionada con las emociones, en la que se identifican esos cincuenta pequeños “oasis” de felicidad que, entre el vertiginoso tráfago de la vida moderna, pueden proporcionarnos los libros. En este sentido, confiesa Gray en su prólogo, el desencadenante del proceso creativo que condujo a la publicación de su texto fue el hallazgo fortuito y la consiguiente lectura de otro libro, Deleite, de J.B. Priestley, en el que se recogía un largo centenar de motivos para alimentar la dicha en una sociedad -la británica inmediatamente posterior a la segunda gran contienda mundial- hundida en el desánimo y la pesadumbre de la posguerra. Por mi parte, recuerdo igualmente otra obra, penetrada de idéntico afán de exaltado vitalismo y vehemente regocijo por los muchos dones que el mundo ofrece, en la que el francés Philippe Delern reivindica una existencia plena hecha de detalles aparentemente menores aunque sustanciales, capaces, en su plácida y agradable pero también vigorosa insignificancia, de dotar de sentido a nuestro paso por la tierra. El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres cotidianos, publicado en 1997, fue objeto de un programa en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio, ya mencionado, en Radio Universidad de Salamanca; una emisión que podéis recuperar acudiendo a su blog, buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.

Pues bien, la antología de “instantes” que presenta Daniel Gray y que ahora os comento parte de un planteamiento idéntico a los dos citados que le lleva a recopilar un elenco de situaciones y oportunidades para el solaz y la alegría, para el encantamiento y la distracción, para la satisfacción y la plenitud, todas ellas relacionadas con los más comunes y hasta triviales -y quizá por ello no demasiado ponderados normalmente- hábitos lectores. Como resulta evidente, ni es posible ni tendría demasiado sentido que yo glosara aquí todos los ejemplos que se recogen en el libro. Me contentaré, pues, consciente de las limitaciones que el tiempo, el espacio y la propia lógica imponen, a comentaros brevemente algunos de los más significativos en los que, por lo demás, casi cualquier lector puede reconocerse.

Hay, por un lado, capítulos (todos los del libro son, por cierto, muy cortos y raramente superan las tres o cuatro páginas) que tienen que ver con los libros y la lectura en general, con las emociones, las sensaciones, los sentimientos que nos asaltan, por ejemplo, al empezar un nuevo libro, una mezcla de expectativa e impaciencia, de esperanza e ilusión por ver qué nos depara el volumen recientemente adquirido. Igualmente, hay un texto sobre las fuerzas contrapuestas que nos impelen a, simultáneamente, abandonar una lectura que no ha logrado hechizarnos y perseverar en el intento de profundizar en sus misterios, conscientes muchos lectores -y yo entre ellos- del sacrilegio que supone “despreciar” así los esfuerzos de un escritor, rechazar algo tan noble como un libro. Se ocupa Gray, también, de las novelas que hacen llorar y de las que provocan la sensación opuesta: morirse de risa leyendo. A esta vertiente más íntima y emotiva pertenecen también secciones sobre la zozobra que conlleva la espera de la siguiente entrega de una serie o el nuevo libro de nuestro autor favorito; sobre el cosquilleo que en ocasiones nos induce la poesía; sobre la incontenible excitación que sentimos cuando la identificación con lo leído es tal que “sabemos” -o queremos convencernos erróneamente de ello- que un libro parece estar escrito expresamente para nosotros; sobre los efectos -tanto exultantes como de decepción- que nos causa releer, años después, uno de nuestros libros favoritos. Y entre esos placeres ambiguos -a caballo del alborozo y la melancolía- aparecen también los que suscita la lectura de un libro sobre un lugar que nunca podremos visitar; o la incapacidad de «entender» por completo un libro del que todo el mundo habla maravillas y que a nosotros no acaba de subyugarnos, desajuste que nos permite subrayar nuestra individualidad, nuestra innegociable libertad de criterio; o, a la inversa, la resplandeciente epifanía que tiene lugar cuando, tras centenares de páginas transitadas en una perpleja oscuridad, el argumento de un libro -a menudo una novela policiaca- acaba por cobrar sentido; o la desesperada y jubilosa ansiedad que nos invade al descubrir un autor hasta entonces desconocido para nosotros que nos deslumbra y nos “obliga” a ponernos al día con su inmensa obra; o el ambivalente impacto de las adaptaciones al cine y la televisión de nuestras novelas más queridas, que nos permite reafirmarnos en nuestra algo esnob predilección por la literatura (ese recurrente “es mejor el libro” que escuchamos, casi sin excepción, en esos casos); la vaga nostalgia que sentimos cuando, inopinadamente, un libro de nuestra infancia, largo tiempo olvidado, reaparece en nuestro recuerdo; la inocente petulancia que nos lleva a fingir conocer un libro que se “debería” haber leído y cuya “indispensable” lectura, sin embargo, hemos preterido hasta ahora, sin que nos agobie en exceso una en el fondo benévola sensación de culpabilidad; o el capricho al que nos entregamos al comprar una cara y voluminosa edición de lujo que apenas hojearemos y que ni siquiera cabe en la estantería.

He creído encontrar, espigando entre las páginas de la obra de Daniel Gray, otra pauta, un cierto hilo conductor, en una serie de apartados que se refieren a las muchas satisfacciones de las que nos proveen los libros más allá de su contenido, en su sola dimensión material, contemplados como meros objetos: el feliz e inesperado descubrimiento de dedicatorias manuscritas en libros viejos que hemos adquirido en un rastro o en una librería antigua o que llegan a nuestras manos sin saber cómo; también las firmas de los autores, pergeñadas de modo apresurado, junto a algunas frases inanes, en alguna feria del libro; la aparición en un volumen, que recuperamos de nuestra biblioteca tras años sin consultar, escondido en ella, de puntos de lectura en su momento improvisados: billetes varios, facturas o recibos, envoltorios diversos, postales, con suerte una foto, o extraños documentos cuya presencia inexplicable entre las páginas de un volumen nos hacen repensar nuestro pasado, una determinada etapa ya olvidada de nuestra vida, los amigos que frecuentábamos, la pareja de entonces; los borrones, manchas y otros recordatorios de dónde y cuándo se leyó un libro, que operan igualmente como desencadenantes de la memoria; esa otra algo pesarosa confrontación con quien fuimos años atrás, “revivido” ahora a partir de las indicaciones, los subrayados, las notas al margen, los comentarios entre líneas, que nos dan noticia -tantas veces ininteligible- de cómo pensábamos, cómo sentíamos, cómo éramos en otra época; la capacidad de evocación que acompaña al olor de los libros, los viejos, con sus notas de madera y humo, de hongos y óxido, de polvo e infancia, y los nuevos, frescos, fragantes, como de plástico.

Hay una suerte de continuidad, también, entre capítulos que se recrean en lo que podríamos denominar “los lugares del libro”: la cama que, para tantos lectores, es la obligada última etapa de la lectura en el día, la envolvente y acogedora hospitalidad del lecho como entorno favorable -aunque muchas veces estéril, los párpados cerrándose tras la larga jornada de trabajo- para adentrarse leyendo en el sueño; la obstinada lectura en una tienda de campaña, otro residuo recuperado de la adolescencia y la juventud; el empecinado empeño -tan frecuente y a menudo tan estéril- de leer en el transporte público, abstraídos -lector y libro aislados del mundo- en una burbuja que nos evita el trasiego y el bullicio de autobuses y vagones de metro, de trenes y aviones; la lectura en espacios singulares, marcada por las peculiaridades de los respectivos entornos: el sosiego y la quietud de las bibliotecas, el frenético ajetreo del comercio en las grandes librerías, la lentitud y el demorado paso del tiempo en las librerías de viejo, el ensordecedor alboroto de bares y establecimientos públicos; el encuentro azaroso con libros olvidados o abandonados a propósito en “bibliotecas” de hoteles, hostales y casas rurales.

Desperdigados por el libro, encontramos también fragmentos referidos a algunos privilegiados “momentos” de la lectura: la magia, el encantamiento que nos embarga al leer a un niño, y el arrobamiento, el “transporte”, la felicidad del pequeño; igualmente, el embeleso al observar cómo aprende a leer un niño; la aparente pérdida de tiempo -una tarde que vuela- mientras organizamos las estanterías de nuestra biblioteca; el desamparo que nos acucia tras concluir la lectura de un libro con el que hemos convivido durante días, también las estimulantes reflexiones en las que nos sumergimos tras terminar un libro, dejarlo sobre la mesa y evocar, en una satisfecha ensoñación, sus personajes, las acciones relatadas, los acontecimientos recién “vividos”; el viaje vicario, y aun así, placentero, que realizamos al deslizar un dedo por un atlas, y ese otro, algo más real, con su inminente promesa de realización, que llevamos a cabo cuando elegimos las lecturas para las vacaciones.

Y afloran, también, en esta improvisada y muy simple taxonomía de ejes temáticos que me parece detectar en el libro de Daniel Gray, algunos exponentes muy significativos de lo que la lectura y los libros tienen de experiencia compartida, de las relaciones que los libros descubren o inducen o propician: las visitas a las casas ajenas que nos llevan a los amantes de los libros a, no bien llegados, inspeccionar las bibliotecas y extraer de ese apresurado arqueo conclusiones “irrebatibles” sobre la personalidad de sus dueños; el constante “espionaje” -en playas y lugares públicos, en un parque o en el trabajo, en la espera del dentista o en un aeropuerto- de las lecturas de quienes nos rodean, una curiosidad patológica, compulsiva aunque benigna, que nos atenaza a los enfermos del libro; el entusiasmo al hablarle a alguien de una obra que nos apasiona (un capítulo que os dejo como cierre a esta reseña); las siempre imprevisibles reacciones tras el regalo de un libro -¿habremos acertado?-; las muy fecundas relaciones entre libros y amor: irse a vivir con alguien y descubrir, tras la mudanza, libros duplicados; la decisión sobre si mantener, en el nuevo “estado civil”, la separación de libros o su mezcla en una amalgama enamorada y optimista -¡nunca nos separaremos!- pero, ciertamente, algo desasosegante; la ocultación a tu pareja de que has comprado más libros, has caído una vez más, indefectiblemente, en tu incontrolable adicción; el amor “vivido” -con envidia, con deseo, con esperanza, con desazón, con emoción, con dolor- en las novelas, cuando los amantes se reúnen.

En fin, son muchos, como veis los motivos por los que os resultará agradable leer Este libro te alegrará la vida, la estimulante reivindicación de los placeres que proporcionan los libros que publicó Daniel Gray en la editorial Ariel el pasado 2017. Os dejo ahora, cómo no, con una canción que habla de las virtudes de la lectura y que formó parte de la campaña institucional italiana Io leggo perchè (Yo leo porque…). Samuele Bersani y Francesco Guccini cantan Le storie che non conosci.


Entusiasmarse al hablarle de un libro a alguien

La verdad es que los libros nunca acaban del todo. Permanecen contigo tanto los buenos como los malos, y pueden irrumpir entre tus pensamientos sin aviso previo. Años más tarde, las leves ascuas de una frase atraviesan tu conciencia, o inesperada y fugazmente te viene a la cabeza un lugar que sólo has visitado en palabras impresas. El nombre de un personaje merodea por tu cerebro como el de un compañero de clase de la escuela primaria. Los libros arraigan. Un libro te altera, de una forma menor y a veces efímera, pero, cuando lo hayas acabado, ya nunca volverás a ser la misma persona que eras cuando leíste la primera página.

Esta sensación se da en su forma más cruda e intensa durante los días inmediatamente posteriores a haber devorado un libro que te ha encantado. Acecha tus pensamientos y te hace suspirar y desear volver atrás en el tiempo y no haber concluido aún su lectura. Se ha infiltrado en tu conciencia y sus ritmos aún te acompañan. Necesitas una válvula de escape y hablarle de él con entusiasmo a alguien te ayuda a aliviar el desasosiego posterior a la lectura que bulle en tu interior. Se trata de una terapia a toro pasado, de una oportunidad de jalear a voz en cuello palabras que hasta ese momento habían supuesto sólo un júbilo privado.

Conviene escoger con suma precisión al destinatario de tu desahogo. Es preferible un amigo que creas que puede entender tu fervor y su causa que el anciano que hace cola delante de ti en el supermercado. Al menos, debes fingir que tu entusiasmo es en su beneficio, que eres un misionero venido a difundir el Evangelio, armado con un ejemplar de ese magnífico libro en las manos. Existen bastantes posibilidades de que si optas por hacer un alegato comedido derive en un balbuceo sin sentido, pero, a fin de cuentas, de lo que se trata ahora es de realizar una defensa apasionada, completamente sesgada, no una evaluación crítica. Un “es absolutamente impresionante” suena más cierto que un centenar de reseñas tibias en la prensa escrita. Puedes describir mal el argumento, cambiar la época y hacer proclamas extravagantes, pero es tal tu fanatismo que, cuando finalmente coges aire para respirar, encuentras al oyente dispuesto a adoptar el libro que le ofreces. Tu chispa ha prendido y ahora el peso de las expectativas descansa sobre sus hombros; más vale que le guste o vuestra amistad quedará tocada. Con todo, la necesidad de compartir, de convertir a un nuevo creyente, se ha satisfecho.

La cadena puede continuar, tu ejemplar pasar de mano en mano, con las esquinas cada vez más dobladas y desgastadas. Por fin puedes reflexionar acerca de la historia que mora en tu interior, al tiempo que constatas, reconfortado, que tu pasión por la lectura no se ha marchitado con el paso del tiempo.




Daniel Gray. Este libro te alegrará la vida

miércoles, 18 de abril de 2018

PHILIPPE SANDS. CALLE ESTE-OESTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos de nuevo a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os recibe, al inicio del trimestre final del curso, con una propuesta muy interesante, un libro magnífico, un ensayo apasionante que enlaza, en su “escenario” último, con el que os presenté inmediatamente antes de las vacaciones.

Y es que si en Una librería en Berlín era la presencia del nazismo la que impregnaba la trama entera de la huida de su autora y personaje principal, Françoise Frenkel, del horror sembrado por Hitler en media Europa antes y durante la Segunda guerra mundial, en este Calle Este-Oeste que os traigo hoy, el exhaustivo, riguroso y, a la vez, palpitante estudio de Philippe Sands que publicó en 2017 la editorial Anagrama, son también los orígenes, el desarrollo y, sobre todo, las consecuencias del trágico delirio nazi los que protagonizan un libro, como digo, deslumbrante y de lectura arrebatadora. En traducción de Francisco J. Ramos Mesa, la obra se presenta con un subtítulo muy claro y explícito y, por ello, revelador del contenido que nos encontraremos en sus cerca de seiscientas páginas: Sobre los orígenes de "genocidio" y "crímenes contra la humanidad".

Es cierto que una rúbrica de este cariz parece evocar de modo evidente el mundo académico y hacer pensar al lector que se halla ante una publicación teórica, de índole científica, un denso texto doctrinal de análisis jurídico, una suerte de aburrida tesis doctoral o de abstruso trabajo de investigación, poblado, además, de notas a pie de página y fundamentado en infinidad de referencias bibliográficas. Y es verdad que son cientos las citas que salpican el relato y decenas los libros que se mencionan en un apartado final de fuentes, pero -y siento recurrir a una expresión tan manida, aunque a la vez tan esclarecedora- Calle Este-Oeste se lee con idénticos gozo, fruición y placer con los que avanzamos por la novela más excitante, pues su escritura es fluida y llena de brío, y la historia que narra -más allá de las disquisiciones teóricas que, en efecto, permean todo el texto y que resultan, también, absorbentes- es conmovedora, llena de peripecias, rezumando emoción y humanidad, mostrando con intensidad y sentimiento -entre las muy precisas argumentaciones jurídicas e históricas- las vidas de unos seres que padecieron la barbarie desencadenada por el Tercer Reich. Además, el planteamiento y la estructura elegidos por Philippe Sands para dar cuenta de los hechos que narra y para organizar la información que nos presenta tienen mucho de novela detectivesca, aportando ingredientes de thriller y siguiendo algunas pautas del género de indagación criminal, graduando la acción con maestría, ofreciendo rasgos de intriga, alternando los tiempos y los escenarios para incrementar el misterio, dejando “flecos” por doquier, elementos incompletos necesitados de desarrollo posterior que incrementan la expectación del lector y le hacen continuar la lectura simultáneamente interesado y conmovido, atento y entusiasmado, emocionado y, pese a la dureza de los sucesos referidos, feliz, con esa exaltada felicidad que es, a mi juicio, el más evidente efecto -y el más noble- que produce la mejor literatura.

Philippe Sands es profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres y abogado. En esa doble condición ha desempeñado un importante papel en juicios internacionales celebrados en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, y en su experiencia profesional se ha involucrado en los casos de Pinochet, la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda, la invasión de Irak y el espinoso asunto de Guantánamo. Es autor de un par de ensayos sobre la guerra de Irak y sobre el uso de la tortura por parte de la administración Bush. Colabora también, siempre en el ámbito de su especialidad, con cadenas de televisión, revistas y periódicos británicos y norteamericanos.

Esta cualidad de experto en los complicados entresijos de la justicia internacional constituye el desencadenante de la obra que ahora os presento. Invitado en 2014 por la facultad de derecho de la universidad de la hoy ucraniana ciudad de Lviv para dar una conferencia sobre las materias objeto de su especialización -los crímenes contra la humanidad y el genocidio-, Sands, que desde años antes se había interesado por el juicio de Núremberg, en el que tras el fin de la guerra se juzgó a los criminales nazis, encuentra en la pequeña ciudad de historia convulsa el nudo que enlaza algunas de sus principales preocupaciones, tanto profesionales -la consecuencias del juicio y de las condenas a los jerarcas del Reich y sus repercusiones en el Derecho internacional- como personales -las tristes peripecias vividas por su familia judía a lo largo de la primera mitad del siglo-. A partir de esos diversos ejes que confluyen en Lviv, se lanzará a una minuciosa investigación que girará sobre cuatro personajes principales: el ministro de Hitler, Hans Frank, juzgado en Núremberg, abogado y perpetrador de la inicua normativa que dio sustento “legal” a la aniquilación de los judíos, de la que él mismo fue despiadado ejecutor como gobernador de Polonia y, por tanto, responsable de la depuración étnica en los, así llamados, Territorios Ocupados; Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional, la mente jurídica internacional más preclara del siglo XX, “creador” de la noción de “crímenes contra la humanidad” y padre del actual movimiento pro derechos humanos; Rafael Lemkin, también abogado, además de fiscal, judío como Lauterpacht, e introductor en el corpus jurídico ya universal -en apasionante “carrera” con su colega y rival- de la doctrina sobre el genocidio, igualmente decisiva en la configuración de la justicia internacional de nuestros días; y, last but not least, Leon Buchholz, abuelo del autor, apenas el único sobreviviente de una amplia familia judía masacrada, erradicada casi en su totalidad, en pogromos y campos de exterminio, en inhumanos traslados, en salvajes ejecuciones, en siniestras cámaras de gas. Los cuatro, casi coetáneos -nacidos entre 1897 y 1904-, coinciden en Lviv (Buchholz nacido allí; Lauterpacht, en Żółkiew, a escasos kilómetros; Lemkin, residente en el pueblo desde muy joven; y Frank, en tanto gobernador de la zona, visitante del lugar por motivos “profesionales”), que se constituye así, y no sólo por estas razones más o menos azarosas, en el quinto gran protagonista del libro.

Porque la pequeña ciudad de Lviv, situada en el mismo corazón de Europa, resulta un ejemplo paradigmático del trágico destino que ha acompañado al continente en los peores momentos de su historia. Conocida indistintamente como Lemberg, Lviv, Lvov y Lwów, perteneciente, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941 y, por fin, tras la “reconquista” soviética, a la actual Ucrania, de la que forma parte en nuestros días, sus calles, sus edificios, también -por desgracia- sus habitantes, sufrieron, una tras otra, todas las desgracias a las que un siglo terrible, con dos devastadoras guerras de por medio, abocó a la humanidad. Así, la historia de la ciudad se constituye, en definitiva, en una representación a pequeña escala de la de todo el continente. Y esta Lviv, y la vecina Żółkiew, y tantas otras cercanas poblaciones judías parecidas, en las que coinciden las existencias de las familias de los personajes principales, se acomodan a unas estructuras urbanas similares, descritas en la cita de Joseph Roth con la que se abre el libro y que, además, con enorme potencia metafórica, le da nombre: La pequeña población se halla en medio de una gran llanura [...]. Comienza con pequeñas chozas y termina con ellas. Al poco las chozas son reemplazadas por casas. Empiezan las calles. Una discurre de norte a sur; la otra, de este a oeste.

Calle Este-Oeste se presenta así como una indagación, que tiene, como he dicho, algo de detectivesco, en tres frentes que se imbrican e interrelacionan, que se mezclan e intercalan: el “buceo” en las biografías de los cuatro personajes y de su pasos dentro y fuera de su ciudad común, en una pesquisa palpitante y narrada con una capacidad de atracción irresistible; la descripción -con precisión y fidelidad de sobrecogedora crónica periodística- de las sesiones del juicio de Núremberg, en la ya histórica sala 600 de su Palacio de Justicia, que representa una nueva convergencia -junto a la de la ciudad que los vincula- entre los protagonistas principales: en él, Frank será condenado y, tras la sentencia, ejecutado en la horca, Lauterpacht y Lemkin participarán, en distinta medida, con sus aportaciones teóricas, mientras que Leon estará presente a través de su nieto, este Philippe Sands que años después, estudiará con detalle el proceso y escribirá su libro; y, por último, la exposición de los aspectos jurídicos de la génesis, la evolución y la general aceptación de los dos novedosos y “revolucionarios” conceptos -genocidio y crímenes contra la humanidad- cuya construcción tiene lugar en esos días y que se utilizarán por primera vez frente a los asesinos responsables nazis, para integrar desde entonces un ordenamiento legal internacional -en particular la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948- al que se han acogido hoy día la mayor parte de los estados desarrollados.

Esas tres vertientes del libro -que el propio autor no duda en calificar de proyecto literario, eliminando así cualquier disquisición sobre su naturaleza: literatura al fin, al margen de su género- se articulan en un cuerpo central hecho de cuatro grandes capítulos -uno por protagonista- que se alternan y completan con otros menores en los que Sands da cuenta, en un permanente juego hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, de los pasos de su investigación, de sus viajes, de sus entrevistas con otros personajes secundarios (sobrecogedoras -y sorprendentes- las “apariciones” de Niklas Frank, hijo del criminal), de sus visitas a bibliotecas y archivos, todo ello con muestras, que se “espolvorean” con intención y acierto por el texto, de mapas, fotos, pasaportes, visados y otros documentos, los cuales, junto a la ya mencionada base “profesoral” -las bien nutridas secciones finales de agradecimientos, fuentes y notas, y el completo índice analítico-, complementan, con su inequívoca carga de “realidad” comprobada, los aspectos más “novelescos” y por tanto susceptibles -quizá- de ser puestos en duda si se entendieran como una mera ficción literaria.

De todas estas relevantes facetas del libro, me interesan especialmente dos, las que podríamos llamar “humana” y “jurídica”. Desde el primero de los dos puntos de vista, Calle Este-Oeste sobrecoge en tanto que el detallado recorrido por la historia íntima, personal y familiar de los personajes nos muestra retazos de su vida auténtica, de sus afanes, de sus luchas, de sus preocupaciones, de sus esperanzas, también de sus miserias, sus contradicciones o sus cobardías. Sands reconstruye sus antecedentes familiares, rastrea -llegando a visitar- sus domicilios, los negocios que los sustentaron, da cuenta de sus oficios, de las vicisitudes de sus vidas cotidianas, y, claro está, levanta acta de las persecuciones, de la diáspora, de la dispersión, de las huidas, de los exilios, también del infortunio, de las deportaciones, de las muertes, de la aniquilación casi total de muchas de estas pequeñas poblaciones judías centroeuropeas y con ellas de sus habitantes. Y, de continuo, el lector se ve embargado por la emoción que transmiten esos seres desgraciados sometidos a un insoportable sufrimiento.

La batalla de ideas entre Lauterpacht y Lemkin por introducir y hacer prevalecer en el derecho internacional las figuras jurídicas de las que son creadores, respectivamente “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”, es también fascinante, por el apasionamiento -no exento de egocentrismo- de ambos contendientes y por las importantes repercusiones que ambas categorías acabarían teniendo en las décadas posteriores y hasta nuestros días actuales. Para entender lo destacado de sus aportaciones hay que partir de la base de que, hasta esos años, el derecho internacional estaba dominado por la idea de que la ley servía al soberano, y, conforme a ese principio, resultaba inconcebible que un individuo tuviera derechos cuyo cumplimiento pudiera imponerse frente a los estados soberanos, que eran libres de actuar como quisieran contra sus ciudadanos, sin sometimiento a principio alguno de más valor que su propio ordenamiento interno: soberanía significaba soberanía, total y absoluta. De este modo, el Reich -pero también cualquier otro Gobierno nacional- podía, dentro de sus fronteras, discriminar, torturar o matar, sin limitación alguna ni reproche jurídico posible. Y así, las minorías y los individuos particulares estaban desprotegidos frente a los excesos de sus gobernantes.

Conscientes -como muchos otros juristas- de que el mundo necesitaba alguna reacción -alguna reacción legal- frente a ese tipo de conductas, que habían desembocado en los intolerables e inhumanos excesos nazis, Lauterpacht y Lemkin acometen su batalla jurídica desde dos ángulos complementarios -aunque en ocasiones antitéticos-: el individual y el grupal. El primero pretendía reforzar la protección del individuo frente a los estados al margen de su pertenencia a grupo alguno, fuera, pues, de cualquier consideración “tribal”. La noción de “crímenes contra la humanidad”, entendidos como el asesinato, el exterminio, la esclavización, la deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos, cuando tales actos sean cometidos o tales persecuciones sean llevadas a cabo al perpetrar un delito contra la paz o un crimen de guerra, o en relación con él, vulneren o no la legislación del país en donde se produjeron, surge, pues, para preservar los derechos de los individuos de los abusos de sus dirigentes. Con idéntico propósito pero muy diferente enfoque, Lemkin se centra en la defensa de las personas que sufren actuaciones organizadas de exterminio por el hecho de ser miembros de un grupo, por su raza, por su etnia, por su religión. Construye así la noción de genocidio entendido como el exterminio de grupos raciales o religiosos, de las poblaciones civiles de ciertos territorios ocupados para destruir determinadas razas y clases de personas y grupos nacionales, raciales o religiosos, en particular judíos, polacos, gitanos y otros. Ambos enfoques impregnarán -en muy distinta medida- los informes y los dictámenes, las resoluciones y las sentencias que condenarán a los jerarcas nazis en Núremberg y que, desde entonces, se aplicarán con profusión -el ser humano no parece aprender jamás de sus errores- en Serbia y en Croacia, en Ruanda, Sudán y Libia, en Arabia Saudí y Yemen, en Irán, Irak y Siria, en Israel y Palestina, también en Argentina, Chile o el mismo Estados Unidos.

En fin, son muchos, como podéis comprobar, los motivos de interés de este libro espléndido, Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, que esta tarde he querido recomendaros. Os dejo ya con un significativo fragmento extraído de su prólogo y con uno de los dos temas musicales que se citan en la obra -el otro, una canción de Leonard Cohen de la que se cita un verso que no he sido capaz de localizar-: Insensiblement, una pieza que suena al final del libro y que, en fechas posteriores a las del juicio de Núremberg, popularizaría Django Reinhardt.


Niklas y yo estábamos allí, en la sala de justicia número 600, gracias a una invitación que yo había recibido inesperadamente unos años antes. Procedía de la facultad de derecho de la universidad que alberga la ciudad actualmente conocida como Lviv, y era una invitación a dar una conferencia pública sobre mi trabajo en torno a los crímenes contra la humanidad y el genocidio. Me pedían que hablara de los casos en los que había participado, de mi labor académica sobre el juicio de Núremberg, y de las consecuencias del juicio para nuestro mundo moderno.

Hacía tiempo que me hallaba fascinado por el juicio y los mitos de Núremberg, el momento en que se decía que nació nuestro moderno sistema de justicia internacional. Me sentía cautivado por los extraños detalles que podían encontrarse en las larguísimas transcripciones, por las sombrías evidencias, atraído por los numerosos libros, memorias y diarios que describían con minuciosidad forense los testimonios declarados ante los jueces. Me sentía intrigado por las imágenes, las fotografías, los noticiarios cinematográficos en blanco y negro, y películas como Vencedores o vencidos, un filme que en 1961 ganó un Oscar y al que harían memorable tanto el tema que abordaba como el breve flirteo de Spencer Tracy con Marlene Dietrich. Mi interés tenía una razón práctica, puesto que aquel proceso había ejercido una profunda influencia en mi trabajo: la sentencia de Núremberg había hinchado como un potente viento las velas de un movimiento pro derechos humanos todavía en germen. Sí, es cierto que había un fuerte tufillo a “la justicia del vencedor”, pero no cabía ninguna duda de que el caso fue un catalizador que abrió la posibilidad de que los líderes de un país pudieran ser juzgados por un tribunal internacional, algo que nunca había ocurrido antes.

Muy probablemente fue mi trabajo como abogado, antes que mis escritos, lo que suscitó la invitación de Lviv. En el verano de 1998 yo había tenido un papel secundario en las negociaciones que llevaron a la creación de la Corte Penal Internacional, en una reunión en Roma, y unos meses después trabajé en el caso Pinochet en Londres. El expresidente de Chile había pedido inmunidad a los tribunales ingleses por los cargos de genocidio y crímenes contra la humanidad presentados contra él por el juez español Baltasar Garzón, y había perdido. En los años siguientes, otros casos permitieron que las puertas de la justicia internacional se abrieran finalmente entre chirridos tras un periodo de inactividad en las décadas de la Guerra Fría que siguieron al juicio de Núremberg.

Los casos de la antigua Yugoslavia y de Ruanda no tardaron en aterrizar sobre mi escritorio en Londres. Luego seguirían otros, relacionados con diversas acusaciones en el Congo, Libia, Afganistán, Chechenia, Irán, Siria y el Líbano, Sierra Leona, Guantánamo e Irak. Una lista larga y triste que reflejaba el fracaso de las buenas intenciones manifestadas en la sala de justicia número 600 de Núremberg.

Trabajé en varios casos de matanzas. Algunos de ellos se argumentaron como crímenes contra la humanidad, asesinatos de individuos a gran escala, mientras que otros dieron lugar a acusaciones de genocidio, o destrucción de grupos. Estos dos delitos distintos, con su énfasis diferenciado en el individuo y el grupo, se desarrollaron de forma paralela, si bien con el tiempo el genocidio emergió a los ojos de muchos como el crimen de crímenes, una jerarquía que parecía sugerir que el asesinato de un gran número de personas consideradas como individuos resultaba de algún modo menos terrible. De vez en cuando, yo recababa pistas sobre los orígenes y propósitos de los dos términos y su conexión con una serie de argumentos que se formularon por primera vez en la sala de justicia número 600. Sin embargo, nunca investigué con excesiva profundidad acerca de lo que había ocurrido en Núremberg. Sabía cómo habían nacido aquellos nuevos delitos y cómo habían evolucionado posteriormente, pero lo ignoraba casi todo sobre las historias personales que implicaban, o sobre cómo se habían llegado a argumentar en el caso contra Hans Frank. Tampoco conocía las circunstancias personales en las que Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin habían desarrollado sus distintas ideas.

La invitación de Lviv me ofrecía la posibilidad de explorar aquella historia. 



Philippe Sands. Calle Este-Oeste


miércoles, 11 de abril de 2018

WILLIAM BOYD. SUAVE CARICIA. LAS MUCHAS VIDAS DE AMORY CLAY

Cuando nací —en la Inglaterra eduardiana—, «Beverley» era completamente aceptable como nombre de chico (al igual que Evelyn, Hilary, Vivian), y me pregunto si fue por eso por lo que mi padre eligió para mí un nombre andrógino: Amory. Creo que los nombres son importantes, y que no habría que escogerlos a la buena de Dios. El nombre se convierte en tu etiqueta, tu clasificación; es como te refieres a ti misma. ¿Qué podría ser más importante? Solo he conocido a otro Amory en toda mi vida, y era un hombre: un hombre aburrido, por cierto, y su interesante nombre tampoco lo hacía más animado.

Cuando nació mi hermana, mi padre ya estaba en la guerra, y mi madre consultó con su hermano, mi tío Greville, qué nombre ponerle al recién nacido. Entre ambos se decidieron por algo «familiar y sólido», o eso dice la tradición familiar, y de este modo la segunda hija de los Clay se llamó «Peggy»; no Margaret, sino directamente un simple diminutivo. Quizá fue así como mi madre decidió contrarrestar el andrógino nombre de «Amory» que me habían puesto a mí, y que ella no había elegido. Peggy llegó así al mundo; Peggy, sólida y familiar. Creo que no ha existido nadie con un nombre tan equivocado. Cuando mi padre regresó a casa de permiso para conocer a su hija de seis meses, el nombre quedó completamente consolidado, y todos nosotros la conocimos como «Peg», «Peggoty» o «Peggsy», y ya no se pudo hacer nada. A mi padre nunca le gustó de verdad ese nombre, Peggy, y como resultado nunca quiso del todo a Peggy, creo, como si fuera una especie de huérfana que hubiéramos recogido. Ya veis lo que quiero decir acerca de la importancia de los nombres. ¿Quizá Peggy tenía la impresión de que le habían puesto un nombre equivocado porque a su padre no le gustaba especialmente, como tampoco a ella? ¿Fue otro error? ¿Fue por eso por lo que posteriormente se lo cambió?

En cuanto a Alexander, «Xan», fue una solución de mutuo acuerdo. El padre de mi madre, un juez comarcal que murió antes de que yo naciera, se llamaba Alexander. Fue mi padre quien al instante lo abrevió a Xan, y así se quedó. Y esos éramos los hijos de los Clay: Amory, Peggy y Xan.

Lo primero que recuerdo de mi padre es verle cabeza abajo en el jardín de Beckburrow, nuestra casa, cercana a Claverleigh, en East Sussex. Era algo que podía hacer sin ningún esfuerzo, un truco que había aprendido de joven. No había más que darle un cuadrado de césped, y con toda facilidad se colocaba sobre las manos y daba unos pasos. No obstante, después de que lo hirieran en la guerra, lo fue haciendo cada vez menos, por mucho que le imploráramos. Decía que le provocaba dolor de cabeza y se le desenfocaba la vista. De todos modos, cuando éramos pequeños no hacía falta que insistiéramos. Le encantaba ponerse cabeza abajo, según él, porque reajustaba sus sentidos y su perspectiva. Hacía el pino y decía: «Chicas, os veo colgadas de los pies como si fuerais murciélagos, y lo siento mucho por vosotras, ya lo creo, en vuestro mundo al revés con la tierra encima y el cielo abajo. Pobrecitas». ¡No, no, le gritábamos nosotras, eres tú quien está cabeza abajo, papá, no nosotras!

Recuerdo verle llegar de permiso, vestido de uniforme, después del nacimiento de Xan. Este ya tenía tres o cuatro meses, de manera que debía de ser hacia finales de 1916. Xan nació el 1 de julio de 1916, el primer día de la batalla del Somme. Es la única vez que recuerdo haber visto a mi padre de uniforme —capitán B. V. Clay, Orden por Servicios Distinguidos—, la única ocasión en que lo vi como un soldado. Supongo que debí verlo uniformado otras veces, pero recuerdo ese permiso en concreto probablemente porque acababa de nacer Xan, y mi padre lo sostenía en brazos con una expresión extraña e inmutable en la cara.

Al parecer, había dejado instrucciones precisas acerca del nombre que quería para su tercer hijo: Alexander si era un varón; Marjorie si era una niña. ¿Cómo lo sé? Porque a veces, cuando me enfadaba con Xan y quería meterme con él, lo llamaba «Marjorie», así que debía de ser algo que todo el mundo sabía. Tengo la impresión de que todas las historias familiares, todas las historias personales, son tan imprecisas y poco de fiar como las historias de los fenicios. Deberíamos anotarlo todo, llenar todos los huecos, si pudiéramos. Y por eso escribo estas líneas, queridos míos.


Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy empieza de una manera tan sugestiva con el texto que antecede, un estimulante aperitivo de un libro magnífico. Se trata de Suave caricia. Las muchas vidas de Amory Clay, escrito por el británico William Boyd y presentado en España por la editorial Alfaguara en traducción de Damiá Alou.

“Estas líneas” con las que se cierra el fragmento que abre mi reseña son, precisamente, las que integran las quinientas cincuenta largas páginas de la novela, pues de una novela hablamos, una “falsa biografía” de esta Amory cuya voz escuchamos desde el inicio y que desenvuelve su existencia desde 1908, año de su nacimiento, hasta 1983, fecha de su muerte, aunque el libro se detiene, por razones que no quiero explicar para no desvelar aspectos esenciales, en 1977.

William Boyd nos narra la vida de su inventado personaje dando cuenta de las muchas peripecias de su íntima trayectoria vital -que más allá de los hechos históricos en los que se verá envuelta es, por lo demás, en su interior, común, no demasiado excepcional y similar a la de cualquier otra persona; de ahí, en una significativa paradoja, su valor universal-; una vida que corre casi en paralelo a un siglo -este sí extraordinario y repleto de acontecimientos trascendentales- el cual aflora de continuo en la novela como telón de fondo -en el que, sin embargo, no se ahonda- que enmarca la acción.

El libro se estructura en dos planos, que se alternan y complementan. Por un lado, asistimos, con un desarrollo cronológico convencional, al relato de la propia Amory, que recrea los episodios fundamentales de su vida -en una narración con un tono cercano al del diario, en primera persona- desde su nacimiento y el significativo error del anuncio puesto por su padre en el londinense Times (El 7 de marzo de 1908, Beverley y Wilfreda Clay tuvieron un hijo varón, Amory), hasta un momento que se presume final -y del que, siguiendo una costumbre habitual en mis reseñas y que ya conocéis, no quiero avanzar información alguna-, cuando, adentrándose ya en la ancianidad, la protagonista se recluye en una cabaña, de difusa herencia familiar, en Barrandale, un paraje solitario en una perdida isla escocesa. Y es aquí, en este sosegado retiro de su personaje, en donde Boyd sitúa el segundo frente de la novela, pues la trama argumental que avanza en primer plano con el siglo, se interrumpe a cada poco para presentar el llamado Diario de Barrandale (siendo esta vez diarístico no solo el tono sino el planteamiento mismo de los textos) que, escrito en un aparente presente de 1977 e integrado formalmente entre los distintos momentos de la narración principal, comenta y analiza los hechos del pasado en una especie de glosa retrospectiva para completar y enriquecer nuestra visión de esa fecunda vida que se extingue.

Y con esa estructura dual la novela fluye, precisa y arrebatadora, entretenida y agilísima, haciendo su lectura absorbente y adictiva, para darnos cuenta de la personalidad de un ser humano muy atractivo, de una mujer intensa y singular, sensible y apasionada, mientras vemos pasar a su lado, casi íntegro, como se ha dicho, un siglo XX repleto de sucesos decisivos para la humanidad. Me detendré en un sucinto análisis de ambos frentes, el psicológico y el sociológico (por así llamarlos), como breve cierre a este comentario.

Amory, una niña en esas primeras “escenas” que he transcrito en mi introducción, se interesa, desde muy pequeña, por la fotografía, una afición de la que acabará por hacer un modo de vida (Me gustaba fotografiar a gente en acción: caminando, bajando las escaleras, corriendo, saltando y, lo más importante, que no miraran hacia la lente de la cámara. Me encantaba el modo en que la cámara era capaz de captar esa animación suspendida e irreflexiva. La imagen de alguien completamente detenido en el tiempo: su siguiente paso, su siguiente gesto, su siguiente movimiento, incompletos para siempre. Detenidos en aquella postura, por mí, con el chasquido del obturador. Creo que entonces ya era consciente de que solo la fotografía podía hacer eso con tanta confianza, con tan poco esfuerzo. Solo la fotografía podía llevar a cabo ese truco mágico de detener el tiempo, de capturar ese milisegundo de nuestra existencia, permitiéndonos vivir para siempre). En el ejercicio de su profesión Amory vivirá una existencia intensa y en el fondo feliz (Mis setenta años han sido ricos e intensamente tristes, fascinantes, divertidos, absurdos y aterradores -a veces-, difíciles, dolorosos y dichosos. Complicados, en otras palabras), cuya narración, por sí sola, mantendría vivos el interés y la atención del lector (Sí, mi vida ha sido muy complicada, pero me doy cuenta de que son las complicaciones lo que más me ha atraído, lo que me ha mantenido con vida). Los ricos e infrecuentes hechos a los que asiste o de los que forma parte convierten su transcurrir por el mundo en una experiencia singular, muchas veces insólita y siempre fascinante (Pensaba en lo desconcertante y extraña que es la vida, en la manera tan complicada en que a veces te lanzaba esas “bolas con efecto”, como solían decir los soldados en Vietnam. A veces tenía la impresión de que mi vida estaba compuesta completamente de bolas con efecto y sorpresas inoportunas. Ninguna hija espera que padre intente matarla metiendo el coche en un puto lago. Ninguna joven fotógrafo espera que la procesen por obscenidad, ni unos putos fascistas casi la maten de una paliza). En cualquier caso, y en esta dimensión más íntima, nos interesan sobre todo sus reflexiones, sus emociones, sus pensamientos en torno a sus muy particulares vivencias, al modo en que se manifiesta en este muy significativo fragmento, que encierra -de manera velada y tangencial- una clave de una obra que pese a lo que de él pueda deducirse es vitalista y alegre, ilusionante y pletórica: ¿Es cierto que la vida no es más que una larga preparación para la muerte, lo único de lo que podemos estar seguros los miles de millones de habitantes de la tierra? Las muertes que presencias, las muertes de las que oyes hablar, de los que están cerca de ti, las que puedes causar o provocar, aunque sea sin querer (pienso en mi perro, Flim), te preparan, de manera sigilosa y acumulativa, para tu futura partida. Pienso en las muertes con que me he encontrado -las que me han dejado destrozada, las muertes de desconocidos que he visto por casualidad- y comprendo que me han llevado hasta este punto de vista, esta convicción intelectual que ahora mantengo. Cuando eres joven no te das cuenta, pero a medida que envejeces esa constante acumulación de saber te va aleccionando, se vuelva cada vez más pertinente para tu propio caso.
Pero entonces me pongo a pensar, le doy vueltas a esta idea. Todas las muertes con que te encuentras, ¿suponen algo positivo en tu vida? Tu historia personal de la muerte te enseña lo que es importante, lo que hace que valga la pena estar vivo: ser un ser que siente, que respira. Es una lección clave, porque si ya sabes eso, también sabes lo contrario: cuándo ya no vale la pena seguir viviendo, y entonces puedes morir feliz.

Para mejor recrear la vida inventada de su personaje, William Boyd acompaña su relato de numerosas ilustraciones fotográficas, placas supuestamente realizadas por Amory Clay. En realidad, durante años él mismo fue recopilando, en bazares y mercadillos, en rastros y librerías, alrededor de dos mil fotografías -de orígenes y autores diversos, con temas y protagonistas muy disímiles entre sí- de las que, al final, unas setenta y tres aparecen en el libro. El propio autor cuenta en distintas entrevistas que he podido leerle el modo en que dio con la foto de la “propia” Amory, que acabó por ocupar la portada del libro: Fue un amigo quien encontró la fotografía de Amory Clay en una parada de autobús. “Estaba en el suelo. La recogió. Me la envió. Y yo me dije que era una señal, que aquella chica en bañador era Amory”. Este interesante juego de realidad/ficción permea toda la obra, ya desde su cita inicial, autoría de un Jean-Baptiste Charbonneau del que sólo hay constancia en el mundo “real” como explorador americano muerto en 1866 -siendo la cita de un supuesto volumen de 1957-; aunque así se llama también un personaje que aparece en la novela, escritor y por lo tanto plausible “autor” de la reflexión que la abre. Una cita, por cierto, que explica no solo el “suave caricia” del título, sino, sobre todo, su espíritu optimista e ilusionado, dichoso y vivificante: Dure lo que dure vuestra estancia en este pequeño planeta, tanto da lo que ocurra en ella, lo más importante es sentir -de vez en cuando- la suave caricia de la vida.

Y en esta narración autobiográfica, Amory se nos presenta en diversos episodios que tienen como marco algunos de los principales hitos del siglo XX: la primera guerra mundial de la que el padre es una víctima superviviente; el deslumbrante y caótico y transgresor Berlín de los años veinte previos al auge del nazismo; la efervescente Nueva York de los treinta, bulliciosa y espléndida pese a los efectos de la Gran depresión; los aciagos días de la segunda contienda, con una especial mención a los insidiosos atisbos del fascismo británico ejemplificados en la violencia de los grupos pronazis de Oswald Mosley; la guerra fría, las pacíficas revoluciones hippies y la contestación a la guerra del Vietnam, a la que nuestra protagonista asistirá, ya una mujer madura, en su último trabajo como fotógrafa. Pero este escenario aparece, ya se ha dicho, como un mero decorado en el que no se profundiza, tratado de un modo ligero y casi anecdótico, sin apenas hondura, muchas veces a través de meras referencias aisladas que cruzan el texto sin mayor desarrollo, como por ejemplo: Y el mundo giraba y la historia transcurría: la incendiaria destrucción del dirigible Hindenburg, la guerra chinojaponesa, el estreno de Blancanieves y los siete enanitos. O también: Me enteré de que Alemania se había anexionado Austria, que un meteorito de quinientas toneladas había aterrizado cerca de Pittsburgh, Pensilvania, que se había inventado algo llamado café “instantáneo”, de que Orson Welles había emitido por la radio La guerra de los mundos y había sembrado el pánico. E incluso: Los bombardeos alemanes de Londres, que Japón había invadido Singapur, que el Afrika Korps había recuperado Tobruk, que la armada de los Estados Unidos había triunfado en la batalla del mar del Coral. En todos los casos se trata de simples notas para dotar de “color” a la narración, como lo son también Irwin Shaw, George Stevens, John Steinbeck o Marlene Dietrich, entre otros, que comparecen en el libro, meros nombres sin “densidad”, sin ulterior tratamiento o justificación, para “anclar” su acción en la cronología del siglo. Así ocurre igualmente con las fotografías elegidas por Boyd para ilustrar el relato, las cuales, más allá de su interés intrínseco, le sirven para documentar el acontecer de los años e incluso -casi imperceptiblemente- la evolución del propio arte fotográfico.

Y otro tanto sucede con la música, de la cual se dejan en la novela algunas muestras de canciones que ayudan a datar la época. Es el caso de Ain’t she sweet, de Gene Austin, al que no se cita, como tampoco a los Beatles, que hicieron una solvente versión; It Happened in Monterey, conocida por su interpretación de Frank Sinatra, que tampoco es mencionado; Bobbie Shafto; o el Walk On By que popularizó Dionne Warwick, y que es el tema que he elegido para cerrar esta reseña.

Interesante novela, en cualquier caso, pese a sus sombras, esta Suave caricia. Las muchas vidas de Amory Clay, que presenta en Alfaguara William Boyd y que os recomiendo con contenido entusiasmo (valga el relativo oxímoron).