Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de octubre de 2019

DOROTHY M. JOHNSON. INDIAN COUNTRY. EL ÁRBOL DEL AHORCADO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio que a lo largo de ya diez temporadas, os ofrece cada miércoles una propuesta de lectura, seleccionada con criterios de calidad e interés, llega hoy a vuestras casas con una nueva entrega, la cuarta y penúltima, de la serie de cinco que desde hace unas semanas estamos dedicando a libros centrados, de un modo u otro, en el apasionante territorio del western, la fecunda e inagotable fuente de inspiración para escritores y cineastas que siempre ha sido la legendaria aventura, con tintes de epopeya, de la conquista -valga de entrada el término, susceptible de matices- del Oeste americano. En los programas precedentes os he presentado Butcher’s Crossing, una novela formidable con ribetes metafísicos debida a John Williams, con la caza de búfalos en las vastas praderas de Colorado como tema principal; el sugestivo reportaje periodístico de Los asesinos de la luna, en el que David Grann investigaba unos extraños asesinatos -y sus muy misteriosas causas y sus ramificados y copiosos efectos- en la tribu de los osage, en Oklahoma; y la ambiciosa novela del mexicano Álvaro Enrigue, Ahora me rindo y eso es todo, con la que hace siete días recorrimos los inacabables y a menudo inhóspitos espacios de la Apachería, esa región entre México y Estados Unidos escenario de guerras y conflictos y poblada por personajes que han pasado a los libros de Historia rodeados de un aura casi mitológica. En el caso de la emisión de esta tarde viajamos a Montana a través de dos espléndidas colecciones de relatos escritos por Dorothy M. Johnson, uno de los nombres más destacados, si no el que más, de la literatura del género. Se trata de Indian Country y El árbol del ahorcado, publicados ambos por la editorial Valdemar en, respectivamente, 2011 y 2013 (los originales son de 1953 y 1957), en sendas traducciones de José Menéndez-Manjón y Gonzalo Quesada (lástima, por cierto, la doble autoría de las versiones; aunque menores, hay ciertas discrepancias en el modo de presentar determinados vocablos comunes que un enfoque unitario hubiera evitado). Los libros aparecen en la ejemplar y muy atractiva colección Frontera del sello madrileño -cuyo entero catálogo es indispensable-, en ediciones muy cuidadas, de una esmerada presentación formal, con portadas preciosas de ilustradores de principios del siglo XX especializados en la representación gráfica de escenas del Oeste. 

Debo adelantar que hasta hace apenas dos años yo no conocía a Dorothy M. Johnson. En febrero de 2018 os hablé aquí del libro de Juan Antonio Molina Foix Historias de cine, publicado un año antes por la Editorial Siruela. En él se recogían once cuentos -en algunos casos casi novelas cortas- que inspiraron grandes películas de la historia del séptimo arte. Entre ellos estaba El hombre que mató a Liberty Valance, obra de la autora a la que dedicamos esta tarde nuestro espacio y a la que entonces introducía -con desconocimiento supino- como una, al parecer [esa duda ignominiosa y soberbia], reconocida especialista en el western, con infinidad de relatos y novelas del Oeste en su haber, aunque prácticamente desconocida fuera de ese ámbito. Pues bien, ahora, veinte meses después de esa reseña, he tenido ocasión de leer -con entusiasmo y exaltación, dadas la belleza y la calidad de sus relatos- la obra de la norteamericana y me dispongo a subsanar mi ignorancia sin excusa recomendándoosla con enfebrecido apasionamiento y rectificando la injustificable tibieza, la distanciada cautela de mis juicios de entonces. 

Los títulos completos de los dos volúmenes resultan muy esclarecedores acerca de lo que el lector va a encontrarse si se decide -y no se me ocurre ninguna razón para que no lo haga- a adentrarse en sus atractivas páginas. Indian Country tiene por subtítulo “Un hombre llamado Caballo, El hombre que mató a Liberty Valance y otras historias del Far West”, subrayando ya desde la portada uno de los rasgos esenciales de la obra de Johnson, su vinculación con el cine -que analizaré al término de esta reseña-, pues los dos cuentos que expresamente se mencionan se corresponden -como conoce cualquier aficionado y por supuesto el cinéfilo- con dos clásicos del western. “El árbol del ahorcado y otros relatos de la Frontera” insiste en la referencia cinematográfica, ya que el cuento que encabeza la rúbrica está en el origen del film del mismo título de Delmer Daves, e introduce además un concepto -el de la Frontera- sin el cual no pueden entenderse las dimensiones épicas, líricas y legendarias del género. 

Los once relatos recogidos en el primero de los libros y los otros nueve del segundo -más la novela corta que le da título- constituyen lo fundamental de la obra cuentística de su autora, de modo que el lector puede, a través de las dos recopilaciones, conocer en profundidad el muy interesante universo literario de una escritora excepcional. Un universo al que, además, se accede llevado de la mano de una sustanciosa y oportuna guía previa, pues el director de la mencionada serie Frontera de la editorial que presenta las publicaciones, Alfredo Lara, firma los iluminadores prólogos de cada una de las dos antologías, en los que se ofrecen valiosas notas sobre la literatura del Oeste, sobre su traslación cinematográfica y, sobre todo, sobre la figura de la propia Dorothy M. Johnson. Quiero, antes de comentar algunos de los cuentos presentes en la amplia selección, detenerme brevemente en los aspectos más reveladores de la vida y obra de la autora a partir de la información contenida en estos sucintos pero muy enjundiosos análisis introductorios. 

La vida en la frontera, escribe Lara, es la materia narrativa del western. Su ámbito geográfico y temporal es amplio y cambiante, pero el que ha cuajado universalmente en el imaginario de lectores y espectadores es, en concreto, el de la vida en la frontera de los Estados Unidos entre 1860 y 1900. En ella están instalados el tópico, la realidad y el setenta por ciento de los escenarios del western: ganaderos, tahúres, indios, sheriffs, caballería de los Estados Unidos, el ferrocarril, las diligencias... Pero conviene recordar que el género western -y la Frontera, como concepto- se extiende por diversos territorios y periodos cronológicos de la historia de los Estados Unidos. A partir de esta clarificación inicial, Lara reflexiona sobre otros muchos aspectos de interés: los orígenes del género, con The Virginian, de Owen Wister, como su primera obra “moderna”, en 1902; la amplia variedad de subgéneros, de casi imposible taxonomía; los distintos hitos de la historia del western, en títulos y autores -con significativos ejemplos de su influencia en nuestro país-, presentados en una resumida cronología; los vínculos entre los cuentos y las novelas del Oeste con la extensa filmografía producida sobre el tema, mucho más conocida y popular -sobre todo, precisamente, en España- que su germen literario, presente entre nosotros, no obstante, en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, aunque en ediciones normalmente de mala calidad y traducciones poco fiables… 

En ambos preámbulos también se nos presenta con detalle a la autora. Nacida en Iowa en 1905, el traslado de sus padres la llevó desde muy pequeña a vivir en distintas localidades del estado de Montana, escenario de sus narraciones. Graduada en la principal universidad de ese estado, trabajó en tareas editoriales, primero, durante quince años, en el Este -Washington y Nueva York- y ya el resto de su vida en Montana, en donde daría clase a partir de 1954 y hasta su muerte treinta años después. Autora de biografías, ensayos y novelas, casi todas centradas en el mismo ámbito temático, publicó artículos y cuentos en muchas de las más importantes revistas de la época -y también en las no tan destacadas pero muy populares-, aunque son sus relatos los que la han situado en el lugar de honor que ocupa en la historia del western, haciéndose acreedora a los más prestigiosos premios del género. Destaca Alfredo Lara en sus textos que la Asociación de Escritores de Western, referencia inexcusable en su campo, en su habitual selección de los cinco mejores relatos del Oeste de todos los tiempos, incluye cuatro de Dorothy M. Johnson (el quinto es de Jack London): El hombre que mató a Liberty Valance, Un hombre llamado Caballo, La hermana perdida y El árbol del ahorcado, primero, segundo, cuarto y quinto, respectivamente, en la clasificación y todos ellos presentes en los libros de Valdemar. 

El primer volumen que esta tarde os recomiendo recoge textos escritos entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, siendo en concreto 1953 la fecha de publicación del más “moderno”, Viaje al fuerte, un relato espléndido. El hombre que mató a Liberty Valance es de 1949, Un hombre llamado Caballo, de 1950, el mismo año de La frontera en llamas, que abre la antología. La mayor parte de los escogidos se centran en las relaciones entre blancos e indios, con historias -complejas y ambiguas, violentas y dramáticas, emotivas y terribles, enternecedoras y muy humanas- que revelan el profundo conocimiento que la autora tenía de las costumbres, las vivencias y los valores de los pueblos y las gentes de la época, especialmente los de las muchas tribus -sioux santees, crows, soshones, pies negros, lakotas, cheyennes, arapahos, por citar algunos de los mencionados en las dos obras- de su entorno más cercano (los pies negros llegaron a nombrarla miembro adoptivo de su pueblo en 1959). En el segundo libro se recopilan cuentos publicados en distintos medios entre 1954 y 1957. Aunque entre ellos aparecen también relatos que reflejan las difíciles relaciones entre colonos y pieles rojas, la mayor parte, no obstante, se refieren a otros de los “mitos” frecuentes en el Far West: forajidos, exploradores, salteadores de caminos, squaws, tahúres, dueños y frecuentadores de saloons, vaqueros, prostitutas, pistoleros, predicadores, sheriffs, cuatreros, buscadores de oro, familias de pioneros, borrachines, periodistas y tantos otros personajes popularizados por el cine. 

Los rasgos estilísticos de la escritura de Dorothy M. Johnson resultan fácilmente identificables en cuanto se han leído dos o tres de sus cuentos. En primer lugar, llama la atención el que, aunque la narración se haga casi siempre en tercera persona, haya sin embargo frecuentes cambios en la perspectiva y el relato se abra a menudo a diferentes voces, confluyendo una mirada externa omnisciente que avanza con antelación y de modo críptico qué va a ocurrir en el futuro, qué deparará la vida a los personajes o cómo se desarrollará la acción, con reflexiones de esos mismos personajes intercaladas en el relato o con pensamientos que no llegan a expresarse, junto a explicaciones retrospectivas, que se ofrecen siempre como leves fogonazos carentes de desarrollo, pues el formidable uso de la elipsis, el magistral juego con lo no contado y sí solo sugerido o apuntado, es otro de los más destacados logros de la escritura de la narradora de Montana. Todo ello en unos textos casi siempre breves, marcados por la sencillez, construidos con frases cortas, concisos, en los que los hechos se presentan sin énfasis, con un tono de normalidad que se limita a dar cuenta de lo sucedido, sin enojosos subrayados que predispongan las emociones del lector en una u otra dirección. 

Sus cuentos se mueven en una extensa variedad de registros que van de la tragedia o la épica al humor -tierno o sardónico, según se tercie-, lo melancólico, lo realista, o lo cruel; e incluso recurre con frecuencia a un lirismo romántico, tal y como apunta Lara en una de sus introducciones. En todos los casos sobresale -ya se ha dicho- lo vívido y convincente de las recreaciones de gentes, entornos y situaciones, lo verosímil y fidedigno de la ambientación, fruto del hondo conocimiento -ya reseñado- que tiene la autora de la época y sus circunstancias. Pese a ello, pese a la minuciosa fidelidad a la verdad histórica, Johnson construye personajes que no son de cartón piedra, que son algo más que arquetipos representativos y huecos usados como mero soporte para una fiel recreación de una etapa de la Historia. En este sentido, nos hallamos ante los relatos de, en efecto, una historiadora pero con exquisita sensibilidad literaria antes que -como también subraya Alfredo Lara- una mera narradora que se documenta correctamente; en este último caso sus relatos “sonarían” más fríos, más rígidos, menos “vivos” de lo que en realidad son. Hay una extraordinaria profundidad psicológica en la construcción de sus criaturas, personas reales perfiladas con sus claroscuros, sus contradicciones, sus sentimientos, sus anhelos, sus debilidades, sus frustraciones y sus deseos, sus ilusiones, sus fracasos y sus culpas, lo que no impide (o lo que quizá haya provocado) que -con las connotaciones ambientales que impone el entorno y la época- algunas de sus creaciones hayan logrado elevarse a la categoría de mitos en los que cualquier lector puede reconocerse. 

Leyendo a Dorothy M. Johnson, pues, no solo conocemos mejor un fragmento esencial en la configuración de los actuales Estados Unidos de América, sino que, sobre todo -y de ahí el alcance universal de estos cuentos (porque era igual a cualquier otro hombre sobre la tierra, leemos en uno de ellos)-, entramos en contacto también con algunas de las cuestiones esenciales que definen el alma humana y sus sentimientos, emociones y valores: el amor, la amistad, el respeto, la ternura, los ideales, la compasión, el deber, la dignidad, el honor, la entrega, el heroísmo y el fracaso, la nobleza, el coraje, la ética, la valentía, los principios, la fe, la confianza, la lealtad y el compromiso, la grandeza de espíritu, la aceptación del inexorable destino, la rebeldía ante sus a menudo injustos designios (ambas alternativas teñidas de tragedia). Literatura a secas, pues, sin “apellidos”, gran literatura, más allá de las limitaciones de un género en particular: puedo decir que algunos de los cuentos leídos están entre los mejores y más conmovedores y humanos que he podido leer en mi vida. 

En un breve repaso a los relatos recopilados, hay que resaltar La frontera en llamas, con dos hermanas -Mary Amanda y Sarah Harris- raptadas de pequeñas, en agosto de 1862, por los indios sioux santees y que, al cabo de los años, integradas ya en la cultura india, pueden ser “rescatadas” y devueltas a su familia. En el cuento, memorable y bellísimo, hay emoción, hondura, sensibilidad y una muestra prodigiosa de la ya referida utilización poética -podríamos decir- de la elipsis. Idéntico viaje de ida y vuelta con los indios, en este caso los crows, se cuenta en El incrédulo. Su protagonista, Mahlon Mitchell, vivió en su juventud con los crows durante cinco años, los abandonó sin despedirse y regresó junto a ellos viejo y fracasado. Toda su peripecia vital en apenas veinte entrañables páginas. El chico de la pradera es Elmer Merrick, un muchacho que, con once años, en 1888, en una suerte de acto iniciático, debe hacer frente y expulsar de su casa a punta de pistola a un forajido. La narración da cuenta del crecimiento del niño en un ambiente hostil, del acelerado proceso -en aquellas difíciles condiciones de vida- de hacerse hombre, en un texto lleno también de emoción y melancolía. El exilio del guerrero nos presenta a Humo creciente, un indio apsaruke (otro nombre de los crows) que ha llegado a la edad adulta rodeado de una fama de gafe entre su gente por no haber logrado realizar, pese a sus veintiocho años, ninguna “hazaña” que le proporcionara el respeto de los suyos. Las jóvenes del poblado lo esquivan, sus mayores lo rechazan y al muchacho lo acompaña una desoladora sensación de fracaso. El cuento, lleno de referencias a la cultura india -los rituales de iniciación, el trato con los espíritus, los hábitos de caza, las costumbres guerreras-, rezuma lirismo en el agudo retrato de la angustia del joven, de su voluntad de ser reconocido, de dejar huella; un relato brillante sobre la soledad, el fracaso, la identidad (No soy nadie. No sé nada. Quiero hacer lo debido, pero no sé en qué consiste. Reposó largo tiempo en espera de alguna respuesta. Nadie me ayuda, pensó) y la lucha por alcanzar los propios sueños. Inolvidable resulta también Viaje al fuerte, en el que asistimos al rescate de una mujer secuestrada por los indios siete meses antes del comienzo de la narración. Habiendo sobrevivido con fortaleza a su terrible situación, la señora Foster es liberada tras la entrega a sus captores de caballos y mercancía diversa. En su camino de regreso al fuerte en donde la espera su esposo, tutelada por seis soldados y acompañada de algunos carros de colonos, la mujer enlaza en su pensamiento aún enfebrecido por la durísima experiencia vivida la alegría por su libertad con la incertidumbre y el miedo al encuentro con su marido y, sobre todo, con la culpa por la previsible muerte de su pequeña hijita, a la que debió abandonar en el momento del ataque de los indios; una culpa, no obstante, teñida de esperanza, pues el cuerpo de la pequeña aún no ha sido encontrado. De El hombre que mató a Liberty Valance ya os hablé en su momento, en relación con el libro de Molina Foix. El intenso clima emocional que se crea entre los tres personajes principales, Bert Barricune, Ransome Foster y la señorita Hallie (que en la película de John Ford son encarnados respectivamente por John Wayne, James Stewart y Vera Miles) es descrito con los sobreentendidos y elipsis “marca de la casa Johnson”, que incorpora además una dimensión ética muy notable a un cuento que está ya en la mejor historia del género en sus dos manifestaciones, literaria y cinematográfica. La camisa de guerra, una narración conmovedora sobre la valentía, el destino, la voluntad, el honor, la dignidad y la honradez, la integridad, el odio, la venganza y la cobardía, plagada, como en otras muestras del talento de su autora, de innumerables detalles de la cultura india, nos muestra a Francis Mason, un hombre de Filadelfia que lleva años buscando en territorio indio a su hermano, del que se separó tres décadas atrás a causa de una pelea, un duelo y una muerte. Con la ayuda de Bije Wilcox, un aventurero que oficiará de intérprete, Francis se pondrá en contacto con Señal de Medicina, un viejo jefe cheyenne, que quizá pueda ser su hermano Charles. El joven Dogie Kid es el centro de Más allá de la frontera. Salvador de dos mujeres ante el ataque de los indios, el muchacho despierta a la madurez, entre deliciosas escenas de camaradería y amable confrontación con Priam King, un hombre adulto, tímido y reservado, poco decidido y escéptico en el trato con las chicas (Priam pensaba que una mujer puede ser el infierno para un hombre, o quizás el paraíso, pero no había forma de adivinarlo, en frase que no sé si admitirían nuestros tiempos de exacerbada corrección política), que será su “competidor” en el amor por Laura, una de las muchachas salvadas por Kid. Con Marcas de honor Johnson traslada la acción a 1941, en plena segunda guerra mundial, en una historia que tiene al viejo indio Charlie Lockjaw y su caballo, sacrificado tras la muerte de su dueño en un ritual lleno de connotaciones simbólicas que enlaza las ancestrales tradiciones guerreras de los cheyennes con la peripecia de los jóvenes de su pueblo en la “moderna” contienda bélica, en un relato muy interesante -más allá de sus indudables valores literarios- porque ilustra acerca de un episodio para mí desconocido: la participación de las razas indias en los contingentes de hombres que Estados Unidos envió a Europa para luchar contra el nazismo. Reírse frente al peligro es, una vez más, genial, muy dulce y emocionante, sorprendente y lleno de ternura. La abuela Foster recrea su pasado, envuelto en una nube de evanescentes recuerdos, a instancias de su ya canosa hija Alice, que la ha puesto en contacto con una investigadora de la Universidad que rastrea los orígenes de la cultura del Oeste. De soltera Emma Prince, viuda de un personaje relevante en la historia del país, Will Foster, al que dio cuatro hijos y numerosos nietos, en sus difusas evocaciones de unos sucesos de setenta años atrás se cuela Látigo Kid, un temible bandido, cuatrero, salteador de caminos y asesino, con el que, en su diluida memoria, vivió -o creyó haber vivido- una historia de amor apasionada y rebelde, atrevida y secreta. Sus ojos eran grises, rememorará, nostálgica y confundida, tras la esforzada recuperación, quizá inventada, de un sueño perdido: La abuela Foster, que antaño fue Emma Prince, se desmoronaba en su silla y Alice le preguntaba con temor: —¿Estás bien? La abuela recuperó el aliento y susurró: —Le he contado todo. Nunca se lo había contado a nadie y esta vez lo he hecho. Su boca se abrió, pero no salieron más palabras. Se quedó mirando con los ojos nublados y contempló cómo relucía un sueño muerto. Para cerrar el primer volumen, Un hombre llamado caballo es otra obra maestra imperecedera de la que os dejo un largo fragmento al cierre de este comentario. Un joven de buena familia en el Boston de mediados del siglo XIX vive una existencia confortable, rodeada de los privilegios y comodidades derivados de la fortuna paterna hasta que, en 1845, infeliz en su posición y deseoso de encontrarse a sí mismo, viaja al Oeste en donde, al poco tiempo de su llegada, será capturado por una partida de merodeadores crows. Desde entonces vivirá años con los indios adaptándose progresivamente, desde la hostilidad inicial, a sus costumbres, integrándose en su cultura y forma de vida, logrando poco a poco el reconocimiento de los inicialmente reticentes miembros de la tribu, llegando a formar una familia entre ellos, aunque manteniendo en todo momento el anhelo, el deseo y la consciente intención de volver a su ámbito “natural”, la vida de los hombres blancos. Determinados acontecimientos en su existencia pondrán de manifiesto el dilema entre su reconocida voluntad de retorno y el apego a los nuevos lazos construidos entre los pieles rojas. Un cuento bellísimo que habla de la dignidad, el honor, la fidelidad, el compromiso y la búsqueda de un lugar en el mundo. 

Ya en la segunda recopilación, La hermana perdida es una joya de la literatura, y no sin razón es mencionada habitualmente entre las grandes referencias del género. Una niña de nueve años, que vive con su madre y sus tías, relata en primera persona la llegada de otra tía, Bessie, rescatada tras pasar cuarenta años con los indios, que la raptaron con apenas seis. La emoción desborda en un relato que describe con elegancia el drama de la hermana perdida, desubicada en su nueva vida, añorante de un pasado irrecuperable, borrada su identidad y desolada en el sinsentido de una existencia en la que ya no pertenece a ningún lugar. La última bravata es también un cuento magnífico, que nos muestra la secreta lealtad, el improbable amor, la insospechada decencia de un forajido, criminal y aparentemente desalmado, que en su momento final, antes de que sea colgado, revelará el acto más noble -y paradójico- de su vida: traicioné a una mujer. Un pobre muchacho, un inocente vaquero al que el infortunio o el destino condenan a transitar siempre por el lado equivocado de la vida, protagoniza Bandido improvisado. El chico, también en primera persona, relata sus desafortunadas peripecias, en las que su ingenuidad y los azares de la existencia lo enredan en una sucesión de desgraciados incidentes tocados por la mala suerte. En El hombre que conoció a Buckskin Kid, la leyenda de un forajido, edulcorada por los recuerdos y el paso del tiempo, se entrevera con una deliciosa historia de amor que acaba de cerrarse con un detalle inesperado que aflora en el relato sesenta años después de ocurrido. El regalo en la carreta es también muy emotivo y se mueve en un esquema también retrospectivo -muy común, como puede verse, en los relatos de Dorothy M. Johnson-: un desconocido andrajoso y enfermo es socorrido por una familia, que lo acoge sin saber que diez años atrás sus caminos se habían cruzado en un episodio que ambas partes acabarán por recordar de modo contradictorio y ambiguo. Rezumando ternura, Tiempo de grandeza es igualmente espléndido. Un joven muchacho debe ayudar a la economía familiar cuidando de un anciano de pasado legendario que, ciego y abismado en una demencia que empieza a devorar su cerebro, cuenta con la sola ayuda de su silenciosa y enigmática hija, también muy vieja, bajita y encorvada: Cara de Mono, medio india. En el contacto con ambos el chico se hará hombre y mostrará su grandeza, en un cuento entrañable que gira sobre la fe, la confianza, la lealtad y el compromiso. Con Diario de aventura la autora vuelve a deleitar al lector con una historia de honor, fidelidad y nobles valores humanos. Edward Morgan, un chico de veinte años, viaja al Oeste en 1868, dejando en Vermont a su novia a la que pide que le espere, pues regresará para graduarse en la universidad, convertirse en profesor de Latín y Griego y contraer matrimonio con ella tras lo que imagina una exitosa aventura juvenil. Lleva un diario en el que anota las incidencias de su viaje; además se escriben cartas a menudo. Atacado por los cheyennes, con una pierna fracturada, perdido en una hondonada sin medios de subsistencia, con la nieve invernal a punto de agotar las posibilidades de supervivencia, una india lo salvará de la muerte. Su sentido del honor lo llevará a casarse y tener hijos con ella. Muchos años después, reaparecerá la antigua novia y las anotaciones del diario arrojarán luz sobre el largo silencio de Edward. Dos expresiones que se repiten significativamente en el texto, Un hombre de honor y Comportémonos con dignidad, permiten atisbar la intención última que pretende transmitir Johnson con su cuento. La historia de Charley narra un amor imposible, con un chico que es en realidad una mujer, con el paso del tiempo, con fotos y cartas que permiten revivir el pasado, en una historia de amor muy dulce y conmovedora. La squaw de la manta es un texto primerizo, de 1942, de su autora y es también, probablemente, el más endeble de los cuentos seleccionados. Mary Waters, una india “desclasada”, forzada a vivir y ser educada entre blancos, vivirá un amor más o menos imposible teñido de responsabilidad y culpa. Por último, El árbol del ahorcado, una novela breve -más de cien páginas frente a las escasas veinte de cada uno de los demás cuentos-, es también excepcional, con tres personajes memorables -Joe Frail, el muchacho Rune y Elizabeth Armistead-, envueltos en una trágica historia de ambición, destino, amor, ternura, violencia, compromiso y lealtad en un escenario marcado por la fiebre del oro. 

Sin tiempo apenas ya, dejo un par de apuntes sobre las tres películas más sobresalientes de las que se han hecho sobre relatos de nuestra autora invitada de esta tarde. El hombre que mató a Liberty Valance, Un hombre llamado Caballo y esta última, El árbol del ahorcado. La primera de ellas ya ha sido comentada aquí hace un par de años en relación con Historias de cine, el libro de Juan Antonio Molina Foix al que me he referido en mi presentación de hoy. A las líneas maestras del cuento de Johnson, al lirismo y la sentimentalidad ya presentes en el relato original, Ford añade una dimensión más “sociológica” -podríamos decir- para conformar con la conjunción de ambos “frentes” una obra maestra del cine, que nos muestra con una perspectiva nostálgica y teñida de romanticismo el paso de la América salvaje y libre de los pioneros que expandían el país en territorios agrestes en los que la vida se abría paso a tiros, fuera del imperio de la ley, a la edad moderna, que acompaña la llegada del ferrocarril, el emblema de un progreso que traerá también los mejores logros de la civilización: la educación, el orden público, el derecho, la justicia, la política, el periodismo, la democracia… 

El árbol del ahorcado, un clásico del western, dirigido por Delmer Daves en 1959 y protagonizado, como se ha dicho, por Gary Cooper, María Schell y Karl Malden, traslada con notable fidelidad, más allá de pequeñas variaciones sin especial relevancia, el espíritu del relato, en una película espléndida, intensa y conmovedora, realzada por la figura, siempre imponente, de un Gary Cooper muy contenido que encierra en su reserva y su circunspección una herida emocional procedente de un secreto del pasado. Guardo aún un recuerdo imborrable de la impresión que me produjo la película cuando la vi en televisión, entonces en blanco y negro, en mi infancia. 

Con respecto a Un hombre llamado Caballo, la película de Elliot Silverstein de 1970, otro título mayor del género, cambia el origen del protagonista, aquí un aristócrata inglés que llega al Oeste americano en busca de emociones, desencantado de su vida sin alicientes, y, aunque mantiene el núcleo principal del relato, desplaza la atención hacia otros aspectos más comerciales, en particular la espeluznante ceremonia del Juramento al Sol, que perturbó mis sueños en la adolescencia. Vista ahora, destaca sobre todo el rigor en el tratamiento de las costumbres y rituales indios, que un breve texto inicial presenta como recogidos fielmente de la documentación de la época que obra en los principales museos norteamericanos. Sin embargo, hay una muy notoria deuda con el espíritu de finales de los sesenta, con el hippismo y la trascendencia algo mística que conlleva, rasgos presentes en la estética y en la técnica del film, con el hoy anacrónico uso del zoom o las ingenuas escenas oníricas, y también en su “mensaje” último, con un discurso muy inocente y elemental sobre la bondad de los indios y la igualdad entre todos los seres humanos. Desde ese punto de vista, la cinta ha perdido parte del interés que despertó en su momento, aunque sigue resultando emotiva y conmovedora y traslada, además, con brillantez, el espíritu del cuento, con la sobresaliente presencia de temas como la dignidad, el compromiso, la bondad, el honor o la fidelidad. Richard Harris desempeña el que quizá fue el papel más importante de su vida, más allá de sus últimas apariciones en Gladiador o en algunas de las películas de la serie de Harry Potter por las que los más jóvenes podrán recordarlo. 

Como cierre musical a mi reseña os dejo con una canción que "suena" en la versión literaria de El árbol del ahorcado. El tema original de la película, interpretado por Marty Robbins, fue candidato al Oscar de 1960; sin embargo, he preferido What was your name in the States?, una canción tradicional de la época de la quimera del oro que, como digo, encontramos en el cuento. Creada por Logan English, os la ofrezco aquí cantada por Debbie Reynolds y el coro de Ken Darby bajo la dirección musical de Alfred Newman en La conquista del oeste, la película de episodios, dirigida por John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe, que también vi de niño con mis padres, esta vez en la pantalla gigante del cine Fraga, el mejor de Vigo, con la impresionante sala abarrotada de un público expectante ante las prometidas maravillas del novedoso Technicolor de la época.


Era un joven de buena familia, como reza la frase proverbial en la Nueva Inglaterra de hace unos cien años, y las razones de su amargo descontento no estaban claras ni siquiera para él. Creció en una hermosa mansión de Boston bajo el cuidado de su abuela, ya que su madre había muerto al darle a luz. Y durante toda su vida conoció todos los privilegios y comodidades que se podían obtener con la fortuna paterna. 
Pero, pese a todo, pervivía el descontento, cosa que le pasmaba porque ni siquiera sabía definirlo. Siempre quiso vivir entre iguales, gente que no fuera ni mejor ni tampoco peor. Esto es lo más cerca que estamos de describir la causa de su infelicidad en Boston y su acuciante deseo de marchar a otro sitio. 
En el año 1845, abandonó su casa y se fue al Oeste, mucho más allá de la frontera en expansión de nuestro país, una región en la que esperaba encontrarse con sus iguales. Tenía la creencia de que en la tierra india, donde acechaba el peligro, todos los blancos eran como reyes. Él quería ser uno de ellos. Pero en el Oeste, al igual que en Boston, comprobó que los hombres que respetaba eran sus superiores, aunque no supieran leer, y que aquellos a los que no respetaba no merecían ni un mínimo intercambio de palabras. 
Sin embargo, tenía dinero y podía contratar a los hombres que apreciaba. Escogió a cuatro de ellos para que cocinaran, cazasen y le guiaran. Y para que fuesen sus compañeros, pero no hizo buenas migas. 
Habían acampado aparte de él, y ahora estaba solo. Aún andaba dándole vueltas a eso de su posición en el mundo, ansiaba encontrar a sus iguales. 
Un día de junio aprendió lo que significaba carecer de toda categoría. Fue capturado por una pequeña partida de merodeadores crows. 
Escuchó el ruido de los disparos de sus compañeros alrededor de la curva del torrente, justo antes de que los matasen, pero no llegó a ver sus cadáveres. No tenía la menor opción de defenderse, porque estaba desarmado y desnudo, bañándose en el arroyo, cuando un guerrero crow lo atrapó y lo aherrojó. 
Su captor le soltó por fin, y le dejó correr. Entonces el resto de la partida se entretuvo en derribarlo con los golpes de sus bastones mientras cabalgaban junto a él. Llevaban las goteantes caballeras de sus compañeros, y uno de ellos también portaba la despellejada barba negra de Baptiste a modo de trofeo. 
Lo condujeron de forma simple y práctica, igual que a los potros robados. Estaba descalzo y desnudo, como los caballos, y, como ellos, tenía un dogal de cuero alrededor de su pescuezo. Mientras no se cayese, los crows no le harían ningún caso. 
Al segundo día le dieron sus calzones. Sus pies estaban demasiado hinchados para calzar botas, pero uno de los indios le arrojó un par de mocasines que habían pertenecido al mestizo Henri, muerto en el arroyo. El cautivo los llevó con mucho agrado. Al tercer día le dejaron cabalgar en uno de los caballos del botín para que la partida pudiera moverse con mayor rapidez. En aquella jornada llegaron a la vista del campamento. 
Pensó en escapar de alguna manera, prefería morir en combate antes que por los efectos de una lenta tortura en el campamento, pero nunca tuvo la menor oportunidad de intentarlo. Estaban más acostumbrados a las fugas que él, sabían lo que era esperar y se anticipaban siempre. Solo una vez había tenido éxito a la hora de escaparse de alguien: fue cuando se marchó de Boston. Su padre rugía y su abuela lloraba, pero nadie pudo apartarle de su resolución. 
Los hombres de la partida de guerra crow no le importunaron con palabrerías. Antes de llegar al campamento, pararon y se adornaron con todos los atributos, entre ellos parte de la ropa de sus víctimas. Luego pintaron sus caras de negro. Después, llevando al hombre blanco del dogal de cuero como si se tratara de un caballo, cabalgaron hasta el círculo de tipis mientras gritaban, cantaban y blandían sus armas. Estaba inconsciente al llegar allí. Se cayó y le arrastraron. 
Yacía aturdido y maltrecho junto a un tipi cuando la ruidosa y atareada vida del campamento empezó a bullir a su alrededor y la gente se acercó a contemplarlo. Se consumía de sed. Cuando comenzó a llover, lamió el agua de un charco en la tierra, como si fuera un perro. Una anciana flaca, gritona y siempre atareada, con el pelo gris y revuelto, lanzó un trozo de carne a la hierba. Tuvo que combatir por él con los perros. 
Cuando recuperó el dominio de su mente, sintió rabia, pero sabía que ese era un sentimiento que no se podía permitir. 
Todo era mejor cuando me trataban como un caballo, pensó, cuando me llevaban atado de un dogal al cuello. No quiero ser un perro. ¡Ni hablar de eso! 
La vieja tarasca le dio una grasa apestosa y rancia y le hizo ver por señales para qué la podía utilizar. La aplicó con cuidado sobre su cuerpo lleno de rasguños y abrasado por el sol. 
Ahora, discurrió, huelo como todos ellos. 
Mientras se recuperaba, consideraba seriamente las ventajas de ser un caballo. A un hombre se le podía humillar, pero más pronto o más tarde podría vengarse, y eso suponía la muerte. Pero un caballo solo tenía que ser dócil. Muy bien, él aprendería a actuar sin orgullo. 
Comprendió que era propiedad de la vieja gritona, un bonito regalo de su hijo, del que gustaba presumir. Ella le abroncaba a él más que a nadie, posiblemente para impresionar a los vecinos y que así no pudieran dejar de recordar qué hombre tan importante y generoso era su hijo. Para colmo de males, además de mandona y altiva, aquel horrible amasijo de pellejos y huesos se desempeñaba con una laboriosidad de mil demonios. 
El hombre blanco, que se consideraba a sí mismo un caballo, se olvidaba a veces de los peligros a que estaba expuesto. Tomaba nota mentalmente de todo para poder contar en Boston el relato de su repulsiva aventura. Regresaría como un héroe y diría: «Abuela, deja que te busque el chal, me he acostumbrado a hacer recados para señoras de tu edad». 
Dos niñas vivían en el tipi con la vieja bruja y su hijo, el guerrero. Una de ellas, supuso el hombre blanco, era la mujer de su captor, y la otra su hermana pequeña. La nuera era engreída y mimada. Al ser muy querida, no tenía por qué resultar útil. La muchacha más joven tenía ojos brillantes y soñadores. Muchas veces, esos ojos se fijaban en el hombre blanco que quería ser un caballo. 
Las dos muchachas trabajaban cuando la vieja les obligaba a hacerlo, pero casi siempre se escapaban para ocuparse en otra cosa que les agradase más. En el campamento se celebraban juegos y competiciones ruidosas, y se escuchaban muchas carcajadas. Pero aquello no era para el blanco. Él estaba experimentando en qué consistía la soledad. 

  

Dorothy M. Johnson. Indian Country

miércoles, 23 de octubre de 2019

ÁLVARO ENRIGUE. AHORA ME RINDO Y ESO ES TODO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Una semana más, nuestro programa sale a vuestro encuentro y de nuevo, como en las últimas emisiones, con una propuesta literaria vinculada al muy vasto -tanto en sentido literal como metafórico- universo del Oeste americano. Tras Butcher’s Crossing, de John Williams, y Los asesinos de la luna, de David Grann, dos libros excelentes, hoy os traigo una nueva aproximación, también magnífica, a esa realidad tan transitada por el cine y la literatura, la de la conquista de los inabarcables territorios de Norteamérica, la gran epopeya, rodeada de claroscuros, que dio lugar al nacimiento de la inmensa nación estadounidense. 

El título elegido en esta ocasión es Ahora me rindo y eso es todo, una voluminosa y excepcional novela debida al escritor mexicano Álvaro Enrigue y aparecida el pasado 2018 en la Editorial Anagrama. Ahora me rindo y eso es todo son las escuetas y fatigadas palabras con las que Gerónimo, el legendario jefe apache, depuso sus armas y se rindió por fin al ejército de los Estados Unidos, tras décadas de enfrentamientos, ataques, huidas, matanzas, represalias, persecuciones e intentos de exterminio a través de un territorio difuso, la Apachería, situado a caballo de México y Estados Unidos, un espacio algo fantasmal que se correspondía con los actuales estados -a ambos lados de la frontera- de la Alta y la Baja California, Sonora y Chihuahua, Nuevo México, Arizona y Texas. La Apachería desapareció del mapa -un país borrado- en el siglo XIX como consecuencia del afán de las dos potencias dominantes en la zona por hacerse con la propiedad de esas tierras para anexionarlas a sus respectivos países. Seducido por la dignidad de un pueblo que, ante la engañosa alternativa que -en cualquiera de sus dos opciones- lo condenaba al sojuzgamiento y la pérdida de identidad, eligió, noble y valientemente, la extinción y llevó su elección hasta el extremo, Enrigue decide contar -entre otros muchos frentes de su novela- la historia (no exenta de altas dosis de mitificación) de ese país y de sus miembros, tal y como revela este fragmento que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir por su alta significación en relación al propósito último del libro: 

La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón. Dónde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio. Los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente a dónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados. 
La Apachería era un país con una economía, con una idea de Estado y un sistema de toma de decisiones para el beneficio común. Un país que daba la cara, una cara morena, rajada por el sol y los vientos, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad. 
Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas. La única que antepone la urgencia de vivir el presente como a uno se le dé la gana a esa otra urgencia, desaseada y babosa, que supone la dispersión de la información genética propia y la supervivencia de unos modos de hacer, una lengua, ciertos objetos que sólo produce un grupo de personas. Cosas que en realidad da lo mismo que se extingan —se fueron los atlantes, los aztecas, los apaches, pero pudimos ser nosotros—, paquetes de genes y costumbres que a veces sentimos que son lo mejor que tenemos sólo porque en el mero fondo es lo único que hay. 
Cuando los chiricahua -la más feroz de las bandas de los apaches- no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dijeron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos veintisiete fuera de Arizona. 
No sé si haya algo que aprender de una decisión como ésa, extinguirse, pero me desconcierta tanto que quiero levantarle un libro. 

Enrigue encuentra en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos un mapa americano del siglo XIX en el que aún figuraba la Apachería como territorio independiente y a partir de ese “descubrimiento” encara la redacción de su ambiciosa novela que nos narra la ya muy conocida historia de la “conquista” del Oeste, desde una lógica distinta -opuesta, incluso- a la que inspiran las obras “clásicas” y canónicas del género -en el cine o la literatura-, en un planteamiento que se abre a una amplia y fecunda variedad de dimensiones, todas muy sugestivas e interesantes. Y es que Ahora me rindo y eso es todo no deja de ser un western, claro, aunque “heterodoxo” e inusual, pero es además, también, un apasionante relato histórico, un documentado ensayo etnográfico y antropológico, una narración épica que recrea con formidable vigor literario mitos y leyendas de los pueblos indígenas y de la aventura fundacional de Norteamérica, con Gerónimo como emblema principal, y es, por fin, un juego metaficcional (tan común, en la actualidad, en tantas obras) en el que el escritor se “inmiscuye” en la trama novelesca dando cuenta de los pormenores de su proceso creativo y reflexionando sobre algunas de las grandes cuestiones -la identidad, la violencia, la memoria, el olvido, los fundamentos de la Historia, la derrota, la dignidad- que afloran en el resto del libro. 

Para ello, el autor presenta su novela siguiendo una estructura no lineal en una profusión de planos que se alternan y cruzan y entremezclan a lo largo de tres largos capítulos, Janos, 1836, el primero; Álbum, el segundo, y Aria, el final. La primera de las partes, magistral, abarca casi la mitad del libro, y en ella el centro lo ocupan, en dos ejes paralelos, la historia de Camila, una mujer mexicana blanca, raptada por el jefe indio Mangas Coloradas -padrastro de Gerónimo- después de arrasar el rancho que ella dirigía tras la muerte de su marido y exterminar a la familia entera, y la del teniente coronel José María Zuloaga, que encabezará un grupo heterogéneo de perseguidores para intentar su rescate: la arriscada Elvira, una “falsa monja” -se hace llamar Hermana-, atrevida y valiente, capaz de hacer uso de las pistolas para salvaguardar su autoridad; los gemelos Guadalupe y Victoria, indios yaquis, excarcelados del presidio en el que se pudren, encantados de su liberación y sobre todo, de poder participar en la empresa de perseguir a los apaches, sus enemigos ancestrales; el tarahumara Mauricio Corredor, un niño de apenas catorce años al que la escasez de voluntarios para la arriesgada tarea lo convierte en prematuro capataz; el “coyotero” Pisago Cabezón, que les servirá de guía rastreando las escasas pistas que dejan los raptores; el Gringo, rubio, rojo y lampiño, inexperto y pasado de peso; y Márquez, un insólito maestro de baile (¿qué sensación de amenaza podía despertar en un jefe apache -pensará Zuloaga- con una monja, un maestro de baile, un niño y un güero?

El relato de la peripecia de Camila, tanto en las dolorosas primeras etapas de su rapto, cuando humillada y desnuda, maltratada y sufriente, es llevada por sus captores a los dominios de su tribu, como en su cautiverio y en la posterior convivencia con los indios, es deslumbrante y arrebatador. Su empecinada resistencia ante la brutalidad inicial de los apaches irá trocándose poco a poco en conformidad y hasta apego, y habiendo sido capturada para la esclavitud acabará por enamorar al jefe Mangas Coloradas y por convertirse ella misma en una apache. Su dureza, su valentía, su firmeza de carácter encandilarán a su raptor, en un proceso cuya descripción permite a Enrigue demostrar su conocimiento de las costumbres y los ritos de los nativos, en una ambientación espléndida y muy verosímil. Del mismo modo, la simultánea narración de la búsqueda que lleva a cabo Zuloaga y su excéntrica cuadrilla permite también una recreación magnífica de la geografía, del entorno, del paisaje de aquellas tierras hostiles. Y en ambos casos hay una muy convincente exposición de los rasgos que configuran la psicología de los distintos personajes, así como una creíble y muy solvente indagación en sus diversas personalidades, de un modo sobresaliente en el caso de Camila y Zuloaga, dos caracteres inolvidables. 

En la segunda parte del libro, Enrigue cambia de registro -son muchos los manejados, con destreza, a lo largo de la novela- para mostrarnos, en una presentación poliédrica, a una serie de personajes vinculados a la historia de Gerónimo, a la construcción de su legendaria figura, a su persecución y rendición final. Se trata de individuos de distinto origen y condición, detenidos todos -“fotografiados”- en algún momento esencial de sus existencias relacionado con el rebelde guerrero: Phoenix Johnston MacMillan, un niño de San Antonio, Texas, que una mañana de septiembre de 1886 asiste con sus padres al espectáculo -insólito y fascinante para él- de la contemplación de los prisioneros apaches -Gerónimo, su hijo Chapo, Naiche, hijo de Cochís (otra leyenda, Cochise, en “nuestra” grafía), la sanguinaria guerrera Lozen, el jefe Nana- expuestos como fenómenos de feria, tras su detención, en el fuerte Sam Houston; Grover Cleveland, presidente de los Estados Unidos, acosado por las dudas ante la decisión final, de su responsabilidad, que condenará a muerte al apache o lo salvará; James “El Gordo” Parker, un anciano general nostálgico de las Guerras Indias; Charles B. Gatewood, caballero muy querido por los apaches, que le habían dado un burlón nombre en su lengua, Ban-chen-daysen, Nariz Larga; Elpenore Ware Lawton, otro militar, de muy relevante papel en la etapa final de la derrota de Gerónimo; el Doroteo chico, centenares de muertos a sus espaldas, viviendo a salto de mata en los pedregales, perseguido por los federales, arisco y fiero, incapaz de enamorarse de una mujer que no fuera capaz de asaltar un tren pistola en mano, un mito viviente de la Revolución mexicana, acostumbrado a vivir con un nombre que no era el suyo, el auténtico, el de general Pancho Villa; otro general, Estrada, héroe de la batalla de El Carrizal, enviado a participar en las conversaciones de paz entre México y Estados Unidos; y aún un tercer general, Nelson A. Miles, al mando del Ejército norteamericano en los conflictivos territorios del Suroeste… entre otros. Después de la intensidad de la aventura de Camila, del apasionante relato de su secuestro y de la persecución militar de sus raptores, esta sección, que incorpora documentos oficiales, declaraciones y testimonios administrativos o transcripciones de mensajes telegráficos, resulta algo tediosa y “anticlimática”, perdido el lector en un laberinto de referencias históricas muy específicas, un mar de nombres, hechos, detalles y circunstancias menores, de escaso, por no decir nulo, conocimiento general y carentes, en la mayor parte de los casos, de auténtico aliento literario. Se reconoce, claro está, la rigurosa y más que estimable labor de documentación histórica, con rastros de las conversaciones de los últimos jefes apaches con los militares estadounidenses, de las que hay constancia a través de registros sonoros, con informaciones entresacadas de las notas de los periódicos de la época que daban cuenta de las vicisitudes del enfrentamiento, de los ataques a poblaciones mexicanas, de las víctimas y los muertos, de las campañas militares. Es apreciable también la exhaustiva consulta a la completa bibliografía -una treintena de libros sobre comunidades apaches, reconoce el autor- sobre el tema, pero, a mi juicio, el resultado desentona del resto del libro, moviéndose en un tono menos palpitante, menos “vivo”. 

Por último, en la tercera parte -mucho más breve que las dos anteriores- asistimos al desenlace de la historia paralela de la mujer raptada y del soldado que sigue sus huellas, confluyendo, por fin, las dos líneas, de un modo que obviamente no voy a revelar, aunque sí quiero subrayar que el interés, la tensión, la calidez, la poesía y la emoción, la, en definitiva, potencia narrativa del libro vuelven a alcanzar aquí sus más altas cotas. 

Hay que decir, además, que, imbricada en las tres secciones del libro, aparece otra dimensión, la que más arriba llamé metaliteraria o metaficcional. Y es que a lo largo del texto, mientras la trama argumental se desenvuelve, el propio Álvaro Enrigue, el escritor, interfiere en su discurso, con incisos en los que cuenta su viaje familiar, con su mujer y sus dos hijos, junto a otro de una pareja anterior, por los escenarios de la novela, en episodios en los que alternan las situaciones de intendencia doméstica con el recorrido por los paisajes de esa Apachería ya irrecuperable y, sobre todo, con reflexiones sobre su vida personal, sobre el amor y la ruptura sentimental, también sobre el propósito y los términos de su obra y, de manera más destacada, sobre las muchas conexiones que con su existencia real y con la situación actual de las sociedades mexicana y estadounidense tienen los conflictos del pasado narrados en el libro. Enrigue, de padre mexicano y madre catalana, experimenta en carne propia, siglo y medio después -bien que de modo menos intenso y dramático que sus personajes-, algunas de las preocupaciones de sus “criaturas”: el desarraigo, el cuestionamiento de la identidad, la preocupación sobre el origen, la ruptura de los lazos familiares, el lamento ante el exterminio y la desaparición de los apaches, la pérdida y la derrota. Sirva como ejemplo de este paralelismo, de esta “integración” de los dos escenarios -el histórico y el personal-, una reveladora anécdota que se incluye en el texto: Enrigue, que vive en Nueva York, se ve en la necesidad -debido a ciertas exigencias burocráticas relacionadas con los estudios en Europa de su hijo mayor- de pedir la nacionalidad española, a la que tiene derecho por su origen materno. La exigencia, que imponen nuestras leyes, de jurar lealtad al Rey, le llevará a no firmar los papeles que le reconocerían la ciudadanía, identificado con Gerónimo en la conciencia de la “humillación” que ese sometimiento simbólico supondría… 

Este espacio de implicación personal del autor se constituye así, además, en la ocasión para que Enrigue -o el personaje identificado con ese nombre, pues en la “literatura del yo” siempre cabe la duda de si estamos ante la realidad “real” o ante una ficción “novelada”- nos presente sus ideas, sus reflexiones sobre distintos aspectos de la historia, de la sociedad y la vida actuales, en los que resuenan aún, ciento cincuenta años después, los ecos de la épica experiencia de los apaches. Desde este punto de vista, el enfoque del libro aparece marcado por lo que podríamos llamar prejuicios o apriorismos fuertemente ideologizados, resultando, como poco, ligeramente maniqueo. Hay un ritornelo constante (Eso eres, América) en estos apartados de la obra marcados por la pretensión autobiográfica, una suerte de interpelación culpabilizadora, que se repite como un mantra desde esa voz “actual” del escritor, que quiere conectar así los sucesos del pasado con la realidad de nuestros días, responsabilizando a los Estados Unidos del exterminio de los pueblos indígenas, lo cual no es, obviamente, un disparate, antes al contrario, se trata de una “verdad” bien documentada, pero los términos en los que se plantea -simplistas y sin apenas claroscuros- convierten su discurso, sin embargo, en altamente reduccionista. 

Es cierto que los datos que se incluyen en el libro son estrictamente históricos, como ha declarado el escritor en alguna entrevista. Y que esos datos, inequívocos, son tan rotundos como lo es el hecho de que durante décadas los apaches habitaron -y mantuvieron en pie de guerra- un territorio superior en extensión a Francia, España y Alemania juntas, para acabar convertidos, en el momento de la rendición, en un mísero aunque orgulloso grupo de escasos veintisiete individuos; prueba suficiente, pues, de la cruel aniquilación. Pero siendo irrefutable esta realidad, la imagen que dibuja Enrigue, con unos apaches de los que se minimiza o esconde cualquier manifestación de barbarie o brutalidad para plasmar en ellos el emblema impoluto del mito del “buen salvaje”, unas gentes modélicas y sin tacha, arrasadas por un enemigo colonial, imperialista y genocida, un Estados Unidos “depredador por naturaleza” (Eso eres, América), en el que podemos, incluso, atisbar alguna vaga sombra de Trump, resulta ciertamente elemental. Piénsese en esta, por otro lado, convincente descripción de Gerónimo: Tenía la boca dura, las comisuras hacia abajo. No era solo que ya había perdido todos los dientes: era un hombre que había matado y había visto matar hasta el hartazgo, un puño cerrado, el fantasma de la guerra más hija de puta de todos los tiempos: el último sobreviviente de un baño de sangre que había empezado en Tenochtitlán en 1521: el indio que, finalmente, perdió el último combate en América. La Historia, como puede deducirse, entendida como un continuum de lectura única: quinientos años presididos por una sola voluntad de sometimiento y depredación. 

Desde esa misma perspectiva afloran otros temas vinculados: la leyenda negra; el permanente conflicto de los Estados Unidos con México; la herencia española en México y la rebeldía ante esa herencia (tan viva todavía en la actualidad, como demuestra el absurdo discurso de López Obrador de hace unos meses, exigiendo una disculpa de la España actual por los posibles desmanes cometidos por la España de hace cinco siglos, o la patética presencia, también hace poco tiempo, del Consejero de Acción Exterior de la Generalitat, el taimado y falaz, el por tantos motivos despreciable Alfred Bosch, ofreciendo de modo patético una ridícula expiación por no se sabe qué pecados ni en nombre de qué pecadores ante un oscuro comité de pueblos indígenas); la mitología del Oeste y sus muchos ángulos; igualmente, ya se ha dicho, la conexión con las inicuas políticas migratorias de Trump. 

Antes de finalizar, quiero hacer una breve a la muy rica lengua en la que se nos narra la novela, un español mexicano, de léxico desbordante y fecundo, de deliciosa sonoridad aunque al borde, en ocasiones, de lo ininteligible para un lector de este lado del Atlántico. Son decenas los ejemplos que he recogido en mis notas de lectura; muchos menos, en cualquier caso que el completo elenco que ha compilado la autora de un blog en internet, hastasiempreelena2007@blogspot.com, una lista casi inabarcable que no me resisto a transcribir convenientemente “expurgada” de algunos términos que no son estrictamente mexicanismos: aburrición, acochinar, ahorita, ahoritita, ajuareada, ameritar, anafre, ándele, apachitas, apelotonadero, apiñadero, arrimados, asegún, atazar, balacera, bandana, batea, berrendos, briago, cábula, cacarizo, cachado, cachar, cachetada, cajuela, calistenia, camínele, carrilla, carrizo, catarina, catrín, cauda, cerillos, cerquitas, chacualeando, chaculear, chalán, chamaco, chamaquear, chamarra, chambritas, chancear, chaparral, charreadas, chiches, chicotazo, chingaderas, chimuelo, chingada, chingar, chingón, chirris, chongo, cobija, cochambre, coyotear, coyotera, creosotes, crujía, cuacos, cuadrángulo, culeros, debrís, desayunador, desjarretando, despuesito, destrabar, detrasito, diferendo, disparejo, ejotes, empacar, empeñoso, encuerar, espejear, estamina, ferales, fierro, lechar, fuereño, fusca, gambusino, garroso, gasné, gritadera, guarache, guardalapa, güero, güey, hambrita, hielera, holanes, hombrada, huaraches, huellear, huelleros, importuno, impráctico, inmamable, insumos, jacales, jalar, jalón, janeros, jelenque, jicarazo, jicarita, jitomate, jodón, lejecitos, levantón, lléguele, machaca, madrazos, madrear, madriza, maguey, malpaís, maniobrón, matachina, mazacuata, menso, mijo, muertito, nahuyaca, nativista, necear, necera, nixtamal, noblecitas, nomás, nopales, palcuete, paliacate, pandeados, patrás, peladero, pendejada, pendejo, piedrero, pinchis, pizcar, platicar, pláticas, poblano, polvosos, preocupona, pucha, quesque, reciencito, refornido, relapso, remoción, reservación, retacar, rezandera, silbaldita, sonrisota, sonso, sotol, suavito, tajar, tambo, tantito, teguas, terregal, tigras, tomatal, totoloche, trapeadores, váyale, venadear, virolos, volteado, zarape, en lo relativo a vocablos; y, en cuanto a expresiones, a nivel cancha, así mero, cómo así, cuando menitos, darse un llegue, en chinga loca, eso mero, hijo de la chingada, indio de razón, la doña, llegar prieta, ni diga, ni madres, ni modo, no le hace, puros madrazos, sentarse a mujeriegas, valía madres, entre, como digo, infinidad de otras muchas muestras. 

En fin, espléndida novela, por muchos motivos, esta Ahora me rindo y eso es todo, del mexicano Álvaro Enrigue que os recomiendo con pasión. Para ilustrar musicalmente esta reseña, y ante lo “árido” de los cantos apaches que pueden encontrarse en la red, os dejo con Graceland, el tema clásico de Paul Simon, que suena en el libro en un momento de la trama vinculada a la vida actual del autor, con su referencia al divorcio y su valor simbólico (al decir del propio Enrigue): la derrota, la apertura a nuevos territorios, el Oeste como mito, la vida como guerra y camposanto

A principios del horroroso siglo XIX los criollos se dedicaron a matar peninsulares para que el país se llamara México y no Nueva España, y los españoles de América, mexicanos; veintiséis años más tarde, los gringos se pusieron a matar mexicanos para que el norte de Sonora, Nuevo México, Colorado y la Alta California se llamaran Estados Unidos. Lo que había al sur de la ciudad de Chihuahua se llamó Durango, Tejas adoptó la extravagancia de escribir su nombre con equis, como México, y se volvió casi su propio país, a la Alta Sonora le pusieron el nombre arcaico de Arizona. La Apachería seguía más o menos imperturbable en ese mazacote de territorios inmensos en los que pueblos de veinte personas se mataban entre sí para llamarse de otra manera: era tan rasposa que nadie estaba interesado en conservarla, así que se la dejaron a sus habitantes y la nombraron como ellos. 

Lo que fue la Apachería sigue más o menos solo mientras escribo: es un territorio mostrenco y extremo en el que hasta los animales van de paso. Cañadas impenetrables, llanos calcinantes, ríos torturados, piedras por todos lados. Más que un lugar, es un olvido del mundo, un sitio en el que solo se les podía ocurrir prosperar a los más obstinados de los descendientes de los mongoles que salieron de caza persiguiendo yaks hasta que se les convirtieron en caribús y luego en venados de cola blanca y berrendos. Sus yurtos esteparios transportables convertidos en güiquiyaps desechables, no tiendas como los tipis que los indios de los grandes llanos cambiaban de lugar dependiendo de la temporada, sino construcciones de emergencia constante, casas para ser abandonadas. En español de México les decimos jacales. 

Hay un desprecio serio de la historia en ese hacer casas para que se las coma el carajo, una voluntad de nata y bola, unas ganas definitivas de vivir así nada más, en plan de cantar y bailar en lo que los cerdos ahorran. En un mundo que mide la potencia de las culturas en columnas y ladrillos, una que alzaba casas para que se volvieran tierra bate todos los récords del desdén. Tal vez todos fuimos así alguna vez, nómadas y felices. Íbamos pasando y alguien nos encadenó a la historia, nos puso nombre, nos obligó a pagar renta y nos prohibió fumar adentro. Éramos solo la gente y un día otro nos convirtió en algo: un mexicano, un coreano, un zulú. Alguien a quien hay que categorizar rapidito para, de preferencia, exterminarlo, y si no se puede, imponerle una lengua, enseñarle gramática y ponerle zapatos para luego vendérselos cuando se acostumbre a no andar descalzo.

Los apaches, aunque el nombre sea magnífico y nos llene la boca, no se llamaban apaches a sí mismos. Al libro de la historia se entra bautizado de sangre y con un nombre asignado por los que nos odian o, cuando menos, los que quieren lo que tenemos, aunque sea poco. Los apaches no tenían nada y se llamaban a sí mismos ndeé, la gente, el pueblo, la banda. Tampoco es que sea lindo. El nombre implica que la verdadera gente eran ellos y todos los demás no tanto. Eso pensaban los indios zuñi –«zuñi» también quiere decir «la gente»–, que fueron los que les enseñaron a los españoles que los ndeé se llamaban apachi: «Los enemigos.» 

Los apaches entraron a la historia bautizados como nuestros enemigos en zuñi a principios del siglo XVII, cuando los expedicionarios españoles subieron a los altos de Arizona y, ya de bajada, la bautizaron como la Apachería después de haber concluido lo obvio: que en la amalgama de bosques, pedreras y cañadas que encuadran el río Gila, el Bravo y el Yaqui no hay nada a que sacarle partido. 

El territorio era tan cerrado y los ndeé tan insobornablemente ellos mismos que los españoles no dejaron ni misioneros. A los curas novohispanos, acostumbrados a bautizar masas de indios laboriosos en los atrios de templos levantados en el corazón de ciudades milenarias de piedra y cal, los apaches debieron parecerles puro ecosistema: los primos del oso, los comedores de espinas. Eso eran también y daba miedo. En el Memorial sobre la Nueva México de Fray Alonso de Benavides, de 1630, los apaches tienen un rol estelar: «Es gente muy briosa y muy belicosa y muy ardidosa en la guerra, y hasta en el modo de hablar hacen diferencia con las demás naciones, porque estas hablan quedito y a espacio y los apachis parece que descalabran con las palabras.» No es un mal párrafo, para que se abran delante de una nación las cortinas de la historia. 

Para la gente de principios del siglo XIX, el siglo en el que se publicó el Memorial aunque fue escrito trescientos años antes, había tarahumaras y jicarillas, pimes, pápagos, conchos, comanches y ópatas. Todos los que no entraban en alguno de esos grupos, eran apaches, y si uno se los encontraba los tenía que matar antes de que ellos lo mataran a uno. 

  
Álvaro Enrigue. Ahora me rindo y eso es todo

miércoles, 16 de octubre de 2019

DAVID GRANN. LOS ASESINOS DE LA LUNA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura elegida siempre con criterios de interés y calidad. Hoy continuamos con la breve serie, iniciada hace siete días y que llega pues a su segunda entrega, centrada en libros “ambientados” en el Oeste americano, novelas en su mayor parte -pero no sólo, como ocurre esta tarde-, en los que la extraordinaria aventura, llena de luces y sombras, del “descubrimiento” y conquista del vasto territorio norteamericano, la epopeya -muchas veces cruel y sangrienta- que acabó por conformar lo que hoy son los Estados Unidos de América, ocupa un lugar protagonista en las tramas argumentales. Tras la excepcional Butcher’s Crossing, del no menos excelente John Williams, esta tarde cambiamos de registro con Los asesinos de la luna, el sobrecogedor e impresionante reportaje literario del periodista David Grann. El libro, en traducción de Luis Murillo Fort, aparece en Random House, editorial en la que también han visto la luz otros dos títulos suyos, Z, la ciudad perdida y El viejo y la pistola, ambos con destacadas, al parecer, traslaciones cinematográficas. Un paso a la gran pantalla que, al parecer, se dará igualmente con el libro que ahora os comento, con Leonardo di Caprio en uno de sus principales papeles y la dirección de Martin Scorsese. El estreno de la película está previsto, según informa la prensa, para 2020. 

Los asesinos de la luna se publicó en 2017 en Estados Unidos bajo el poético título -algo más cercano al auténtico espíritu, a la esencia del libro, como podréis comprobar con el texto final que cierra este comentario- Killers of the flower moon, encuadrado dentro de una actualísima tendencia de la literatura policiaca -el true crime, la crónica negra, la investigación sobre crímenes reales- que ha alcanzado en nuestros días un cierto éxito, aunque la que pasa por ser su primera muestra -la magistral A sangre fría, de Truman Capote- cuente ya con más de cincuenta años a sus espaldas. Otro antecedente, no tan prestigioso, del género lo tenemos en nuestro país en El Caso, aquel semanario, henchido de sensacionalismo aunque no exento de calidad en los reportajes de algunos colaboradores, en el que se intentaba esclarecer crímenes notorios, en textos narrados siempre con una intención de morbosa espectacularidad y a veces, las menos, con alguna pretensión de literatura. Los dos libros antes citados del propio Grann pertenecen a esta fecunda rama del noir que combina periodismo con voluntad y estilo literarios, a partir de la rigurosa indagación de un asesinato -o de una serie de ellos- más o menos olvidado, aunque a menudo hubiera “gozado” en su momento de una intensa repercusión pública, llevada a cabo por el autor a partir de hechos y documentos reales. 

En el caso del título que nos ocupa el desencadenante es una historia apenas conocida, insólita, emocionante, increíble, sorprendente… y a la vez terrible, cruel, tristísima, atroz e indignante; también muy reveladora e instructiva, en un plano histórico, acerca del complejo proceso de construcción del inmenso país norteamericano, y muy sugerente también, en una dimensión que podríamos llamar filosófica, en relación con la naturaleza de cualquier ser humano, con las contradictorias fuerzas que nos mueven, con nuestros impulsos y pasiones, incluso los más deleznables, con la integridad y el ansia de poder, con la honradez y la codicia, con la bondad y la maldad inherentes -en diferentes proporciones según los casos- a toda personalidad. 

El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, una mujer de treinta y cuatro años de la tribu india de los osage, echa en falta, inquieta y temerosa por su ausencia, la habitual visita de su hermana Anna tras tres días transcurridos desde su último contacto. Notificada su desaparición, el cadáver de la mujer, con un tiro en la nuca, aparecerá en un barranco perdido. Tres años antes, otra de sus hermanas, Minnie, había fallecido, muy joven, de una extraña enfermedad consuntiva. En el lapso de algunas semanas, de escasos meses, otras personas, todas miembros de la comunidad osage o relacionados con ellos y con la aterrorizada Mollie en particular, desaparecerán en circunstancias misteriosas o serán víctimas de asesinatos, entre ellas una cuarta hermana, Rita, que volará por los aires en una explosión que acabará con su vida, su casa y sus propiedades. A la larga lista de sucesos sangrientos se sumarán también las muertes de investigadores o servidores de la ley encargados de esclarecer los aparentemente inexplicables crímenes hasta completar un total de veinticuatro asesinatos (conocidos). Pronto resulta evidente que el nexo común a todos ellos reside en la condición de multimillonarios de los osage (Conspiración para matar a indios ricos, llegará a titular un periódico de la época), pues la tribu, que en torno a 1870 había sido expulsada de sus tierras en Kansas y trasladada a una inhóspita reserva, un árido roquedal sin valor alguno en el noreste de Oklahoma, se encontró de la noche a la mañana convertida en el pueblo más rico per cápita del mundo, al descubrirse en su territorio, en los primeros años del siglo XX, uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Los osage, hasta hacía poco una población “primitiva” que vivía en contacto con la naturaleza siguiendo sus ancestrales tradiciones, se habían incorporado -no sin conflicto- al vertiginoso capitalismo que en esos años transformó su país -y el mundo entero-, malgastando la enorme riqueza sobrevenida en la construcción de enormes mansiones, en la compra de modernos automóviles guiados por chóferes privados, en la adquisición de pieles y joyas costosas, y en una vida, en muchos casos, de lujo y ostentación, que provocaba las envidias y la indignación, incluso el odio y una absurda e injustificada ansia de venganza en los colonos blancos. 

David Grann relata, en una narración apasionante, las circunstancias que rodearon esos asesinatos y sus consecuencias, también las pesquisas policiales, la identificación de los sospechosos, las detenciones, los juicios, e igualmente sus puntos oscuros y de difícil esclarecimiento, en un texto con una sólida base documental -que sin embargo no entorpece la lectura, que fluye vigorosa arrastrando al lector en un caudaloso relato que se lee con la fruición y el arrebato de una adictiva novela- y que incluye material de decenas de archivos, con referencias de documentos del FBI, informes de autopsias, testamentos y últimas voluntades, fotografías de escenas de crímenes, transcripciones de juicios, análisis de documentos falsificados, huellas dactilares, estudios de balística y de explosivos, registros bancarios, declaraciones de testigos oculares, confesiones de asesinos, notas interceptadas en prisión, testimonios ante el gran jurado, diarios de investigadores privados y fotos de fichas policiales, actas sobre indulto y libertad provisional, correspondencia privada, manuscritos inéditos de investigadores, memorándums y telegramas del departamento de Justicia, así como entrevistas con descendientes de los afectados. Todo ello aflora -como digo sin interrumpir el desenvuelto flujo de la larga crónica- en una historia que se completa con numerosas fotos de los principales implicados y de los lugares en los que se desenvuelve la “acción”, que incorpora cerca de ochocientas notas a pie de página en las que se “acredita” casi cualquier hecho consignado en la narración, y que se cierra con una extensa bibliografía final con más de doscientas entradas que dan fe de la minuciosa y exhaustiva labor de investigación de un autor que, además de un excelente escritor es, sobre todo, un avezado periodista. 

Tres son los personajes principales sobre los que David Grann hace girar la “acción”: la propia Mollie Burkhart, una mujer fascinante sobrepasada por la inusual experiencia que en sus treinta y cinco años había tenido que vivir, desde que naciera en una cabaña en medio de una pradera hasta que se transformara en una persona rica casi de la noche a la mañana y últimamente fuera presa del pánico conforme iban cayendo miembros de su familia y de su tribu; Tom White, el agente de la ley al viejo estilo, un antiguo miembro de los Rangers de Texas, que se había pasado media vida a caballo persiguiendo malhechores en la frontera y que desde su metro noventa, tocado con su sempiterno sombrero de cowboy y bien resguardado en su impasibilidad de pistolero, asumirá el encargo de resolver el extraño caso de los osage; y por último William Hale, un hombre hecho a sí mismo, llegado al territorio sin rastro alguno de su pasado, sin más posesiones que un sucinto hatillo y una desgastada biblia, y que lograría abrirse paso en la vida tras atravesar diferentes ocupaciones para convertirse en el Rey de las Colinas Osage, la principal fortuna, el poderoso dueño de toda la región, el auténtico factótum, el referente último, de todo cuanto ocurre en el condado. 

Pero el indudable atractivo de la trama argumental, de la absorbente intriga policiaca, de la sugestiva exposición de la pesquisa y averiguación de los asesinatos que constituye el núcleo central de libro, un desarrollo “novelístico” que se “vehicula” a través de las relaciones entre las tres figuras esenciales mencionadas, principales afectados -ya sea como víctimas, investigadores o responsables- de la infame conspiración de hombres blancos (autoridades, agentes del orden, miembros de la judicatura, médicos forenses, empresarios y hasta empleados de funerarias) para acabar con los “pieles rojas millonarios”, no es, ni mucho menos, el aliciente fundamental de un libro en el que destacan muchos otros frentes de interés. Por un lado, Los asesinos de la luna nos permite conocer la terrible y asombrosa trayectoria del pueblo osage, emblema en cierto modo de la conquista del Oeste. También, comparecen el voraz apetito de poder y el insaciable espíritu depredador en los que se sustentó el implacable desarrollo del capitalismo norteamericano en el filo de dos siglos, el XIX y el XX, o lo que es lo mismo, el sustrato básico del “nacimiento de una nación”, la que sería dueña del mundo en los últimos cien años. El libro es así un fidedigno retrato de esa época convulsa, hecha a medias de coraje, arrojo y aventura, y, a la vez, de engaños, fraudes, abusos, corrupción y violaciones de las leyes, fraguada a partir de una mezcla de atrevimiento y codicia, de fecunda voluntad pionera y astuto y cruel instinto de avaricia y explotación. Por último, el texto de Grann encierra una documentada reflexión sobre los orígenes de la policía federal en Estados Unidos y el papel ambiguo del FBI de J. Edgar Hoover, su oscuro responsable durante cinco décadas, ocupadas en combatir el crimen, pero también en perpetrar mayúsculos abusos de poder

De todos estos ejes cardinales de la novela, es el constituido por las paginas centradas en la triste vivencia de los osage el más conmovedor. A principios del siglo XIX, cuando el presidente Jefferson compró a Francia el territorio de la actual Louisiana, el orgulloso y noble pueblo indio se vio obligado a renunciar a unos cuarenta millones de hectáreas de sus tierras ancestrales para acabar en una reserva de 80 por 260 kilómetros en el sureste de Kansas. En torno a 1850, los miembros de la tribu habían logrado aclimatarse a sus nuevas y forzadas condiciones viviendo aún en una idílica armonía con la naturaleza, entregados a la caza del bisonte, manteniendo su lengua, sus costumbres, sus creencias, sus rituales, sus ceremonias, sus vestimentas, su cultura. La invasiva llegada de colonos blancos a sus tierras -el libro menciona a la familia Ingalls, una de cuyas hijas, Laura Ingalls, escribirá después La casa de la pradera, basada en su experiencia personal; obviamente desde un ángulo opuesto al de los indios- volvió a llevar al destierro a los osage. Mi situación me resulta totalmente satisfactoria. Los bosques y los ríos cubren todas nuestras necesidades en abundancia, afirmará uno de sus jefes al cuestionársele su renuencia a aceptar pacíficamente las exigencias de los “allanadores”. Recluidos en su nuevo territorio en Oklahoma, protegidos por la inaccesibilidad de unas colinas que hacían al condado poco atrayente para la voracidad comercial de los colonos, los escasos miembros restantes -unos tres mil de los diez mil originarios, víctimas de las sucesivas migraciones y de las enfermedades de los blancos, sobre todo la viruela- levantaron sus campamentos en su nuevo hogar intentado acomodarse a su actual situación y buscando también recuperar -pacífica e inútilmente- la esencia de su vida pasada. Hasta que llegó el petróleo. 

A partir del descubrimiento del rico combustible, la degradación de la cultura osage se produce de modo acelerado, dejando a los miembros de la tribu a la deriva en un mundo extraño. Viéndose obligados a apartarse de sus tradiciones y casi olvidadas sus raíces, los osage sobrevivirán a duras penas, perdido el sentido de sus vidas, sin nada familiar a lo que agarrarse para mantenerse a flote en el universo de la riqueza blanca. Mollie Buckhart será el triste y deplorable ejemplo paradigmático de este proceso irremediable. Nacida en 1887, su vida se desenvuelve a caballo de dos siglos, y más aún, de dos civilizaciones. Las distintas políticas gubernamentales la obligan -como al resto de sus compañeros de clan- a adaptarse a la cultura blanca. Abandonará su poblado para ir a estudiar a la St. Louis School, una escuela católica, dejando atrás el escenario de sus juegos infantiles, sus paisajes, sus ritos vernáculos, sus vínculos, el recuerdo de un mundo fascinante. Se casará con un hombre blanco -Ernest Buckhart, de importancia capital en la trama “detectivesca” que hila el desarrollo del libro- con el que vivirá en una mansión en Grey Horse, una de las poblaciones más importantes del condado, rodeada de coches y criados, en un proceso de aculturación acelerado por la llegada de colonos y misioneros, por el despertar de la fiebre del oro negro y la avalancha de cantidades ingentes de dólares (los hijos de las familias vuelven de los internados en los que se les “sumerge” en una cultura ajena sin comprender el propio idioma; sus oídos se han cerrado a nuestra lengua, se lamentarán los adultos). 

Esta desmesurada riqueza provocará, además, la alarma del “hombre blanco”, acentuando el rechazo, la marginación. Las siniestras vicisitudes del proceso judicial desencadenado como consecuencia de las muertes familiares llevarán también a Mollie -una vez más emblema de su tribu- al descrédito entre los suyos, para verse al fin, expulsada de los dos mundos entre los que siempre había basculado, en una metáfora muy esclarecedora no sólo de su propia vida sino también del lastimoso destino de su pueblo, definitivamente perdida su ubicación en la historia, olvidada para siempre la libertad de sus añoradas praderas e imposible ya la integración en una civilización materialista y ruin. La extraordinaria capacidad de David Grann para hacer partícipe al lector del inmenso sufrimiento de su comunidad es, sin duda, uno de los mayores logros del libro. 

Como lo es también el muy sólido retrato del acelerado proceso de expansión y progreso del sistema capitalista norteamericano en las décadas finales del siglo XIX y, sobre todo, las primeras del XX, un descomunal crecimiento ejemplificado en la devoradora pulsión de los poderes, los oficiales y los “fácticos”, por hacerse, a cualquier precio, con las enormes riquezas naturales -petróleo incluido, pero también las feraces e inagotables tierras- de las que disfrutaban los indígenas asentados en aquellos casi infinitos parajes, idílicos antes de la “invasión” colonizadora. Con la pulcritud y la claridad de un manual de derecho administrativo -aunque sin su habitualmente farragosa prosa- Los asesinos de la luna documenta con precisión el complejo entramado jurídico -elaborado ad hoc por unas autoridades y unos legisladores torticeros- con el que se desproveyó a los osage -y en otros contextos al resto de las tribus- de todos sus derechos sobre los territorios que habitaban y sobre sus pródigos dones. La primera consecuencia del sistema de adjudicaciones de las tierras osage, fue la desaparición del antiguo sistema comunal y la introducción entre los indios de una ventajosa fórmula de propiedad privada. Ventajosa para los blancos, obviamente, pues al privar a la tribu del dominio comunitario y convertir a cada familia en dueña de una parcela, se facilitaba su posterior venta y adquisición -en la práctica su “robo”- por los recién llegados colonos. Cada miembro de la tribu recibió un headright, una acción en el patrimonio mineral de su pueblo, blindada inicialmente en tanto que esos derechos solo podían transmitirse por vía hereditaria (y sin querer desvelar nada sustancial en relación con la intriga policial y los asesinatos sin resolver, en ese mecanismo jurídico residirá la clave de las sospechosas muertes). Sin embargo, este benéfico instrumento de protección de la propiedad osage se vio desde el inicio mediatizado por fuertes limitaciones: el sistema de tutelaje financiero impuesto por el gobierno federal que obligaba a que cada indio tuviera su “tutor” blanco, del que dependían en último término las decisiones sobre la utilización de sus fortunas, y, sobre todo, las restricciones para gastar su dinero, un uso limitado a unos pocos miles de dólares cada año. Partiendo de estas premisas jurídicas, el libro describe sin reparos los engaños, las estafas, los fraudes, los robos directos sufridos por los pobres osage a manos de sus administradores, sus tutores y los desesperados, codiciosos y soñadores colonos. Entrevistado en la prensa de la época, uno de los miembros de la nación india afirmará sobre sus “asesores”: Nuestro dinero los atrae y no se puede hacer absolutamente nada. Ellos tienen todas las leyes y toda la maquinaria de su lado. Cuando escriba el artículo, dígale usted a todo el mundo que aquí nos están arrancando, no ya la cabellera, sino el alma

Desde las disparatadas carreras de los colonos para conseguir tierras a finales del siglo XIX, pasando por la inaudita creación de Oklahoma, siendo los osage los últimos pobladores originarios en “pasar por el tubo” del saqueo legal, por el libro se suceden las distintas “invasiones” que sufrirán los indios: los prospectores blancos que buscaban petróleo, los industriales, los magnates -entre ellos, los Getty, uno de los apellidos aún hoy relevantes en las grandes finanzas- y los directivos de las compañías que se reparten los derechos, adquiridos en subastas millonarias, sobre las tierras y sobre su “generoso” subsuelo, los periodistas sin escrúpulos en busca de primicias, los políticos corruptos oliendo el rastro del dinero; y tras ellos todo tipo de buscavidas y malhechores, asaltantes de trenes, atracadores, cuatreros, ladrones de caballos, rufianes, proxenetas, contrabandistas, salteadores de diligencias, bandidos varios, la granujería, en suma, como definirá Tom White a toda esa caterva de facinerosos. Hay en Tintín en América, un cómic en el que resulta inevitable pensar al leer esta parte del libro, una página en la que en sólo cinco viñetas se describe de manera magistral este acelerado proceso de construcción de una sociedad próspera y desarrollada sobre la base de la urgente y rápida esquilmación de las riquezas indias y de la explotación de sus yacimientos petrolíferos. Los asesinos de la luna incluye un par de fotografías extraordinariamente reveladoras de Pawhuska, la capital del condado osage, antes y después del descubrimiento del petróleo, ejemplar correlato gráfico, como lo es la ilustración tintinesca, de la historia narrada. 

Y es en relación a esta enrevesada red de corrupción e intereses fraudulentos en donde aparece la última vertiente notable del libro: el estudio, apasionante y riguroso, de la creación y los primeros pasos del FBI. En una sociedad en cambio en la que los códigos no escritos del Oeste, las tradiciones que unían a comunidades entre sí, se habían desintegrado; en un clima caótico marcado por la anarquía y la corrupción, en el que las mordidas, los sobornos, los chantajes y las amenazas eran comunes en los incipientes cuerpos policiales; con una vida social conmocionada por las consecuencias de la ley seca y, años después, por el gran crack del 29; en un escenario dominado por el crimen organizado, la mayor superabundancia criminal en la historia de Norteamérica, el miedo provocado por la repentina irrupción del Reino Osage del Terror, la masiva muerte de miembros de la tribu asesinados a balazos en pastizales solitarios, apuñalados en sus propios automóviles, envenenados para que murieran lentamente o destrozados tras habérseles dinamitado la casa mientras dormían, exigía la inmediata y eficiente respuesta de las autoridades. La inoperancia de los primeros detectives privados contratados por los osage para resolver los crímenes, profesionales rudimentarios anclados aún a los primitivos métodos del siglo XIX que encarnaron el pionero Allan Pinkerton, autor de un famoso manual del género, o William J. Burns, que incorporó a la investigación policial algunas novedades de la entonces moderna tecnología, llevó a la creación del Bureau of Investigation, institución creada en 1908 por Theodore Roosevelt para suplir la carencia de un cuerpo de policía federal; un organismo que acabaría por convertirse, en 1935, en el Federal Bureau of Investigation, el legendario y controvertido FBI, al mando del ambicioso Edgar J. Hoover, que lo dirigirá durante cinco décadas. 

Hoover (cuyo complicado carácter y cuya megalomanía afloran en el texto) nombrará a Tom White responsable de la sucursal de la agencia en Oklahoma, y el antiguo cowboy, que se había curtido en la lucha contra mexicanos, indios y forajidos en la frontera, con bonhomía e innegable autoridad natural (significándose contra el racismo, impidiendo linchamientos, defendiendo los derechos de los presos, de los acusados), encarará la investigación de manera profesional, dando los primeros pasos para convertir al Bureau en una fuerza policial moderna, que acogiera los métodos científicos en las pesquisas, el análisis de las huellas dactilares, las mediciones de los criminales, el registro de las fotos de identificación de sospechosos, incluso las teorías empresariales de Frederick Winslow Taylor y su organización científica del trabajo. Todo ello está en Los asesinos de la luna, y también la posterior evolución del FBI, con la omnipresencia de Hoover -siempre a salvo en su puesto, resistiendo los muchos cambios presidenciales, una década tras otra- y sus paranoias, sus ambiciones o la politización creciente de sus actuaciones (recuérdese su notable participación en la “caza de brujas” maccarthysta). 

En fin, por todos estos motivos no deberíais dejar de leer este apasionante Los asesinos de la luna, la más reciente publicación de David Grann en nuestro país. Como complemento musical a mi reseña os ofrezco The osage song of sorrow, un cántico tradicional osage, grabado en 1997 en Greyhorse, una ciudad, en la reserva de la comunidad india, con importante protagonismo en el libro. 


En abril, millones de flores diminutas cubren las colinas pobladas de robles y las inmensas praderas del territorio osage de Oklahoma. Hay violetas tricolor, bellezas de Virginia y estrellas violeta. El escritor osage John Joseph Mathews observó que esa galaxia de pétalos hace que parezca que «los dioses hubieran tirado confeti». En mayo, cuando aúllan los coyotes bajo una luna desconcertantemente grande, unas plantas más altas como lágrimas de dama y rudbeckias van privando poco a poco de luz y agua a las flores menudas. Los tallos de estas se quiebran, los pétalos se alejan revoloteando, y al poco tiempo quedan sepultadas bajo tierra. Por eso los indios osage dicen que mayo es el tiempo de la luna mataflores. 

El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida. Muchas veces se iba «de juerga», como solían decir despectivamente en su familia: a bailar y a beber con amigos hasta que despuntaba el día. Pero esta vez habían pasado ya dos noches y Anna no había comparecido en casa de Mollie como tenía por costumbre, con sus largos cabellos negros ligeramente revueltos y sus oscuros ojos despidiendo destellos como de cristal. Cuando entraba, a Anna le gustaba quitarse los zapatos, y Mollie echaba de menos oírla deambular por la casa, un sonido que siempre la reconfortaba. Por el contrario, reinaba un silencio tan estático como la llanura. 

Tres años atrás, Mollie había perdido a su otra hermana, Minnie, cuya muerte fue muy prematura. Aunque los médicos lo atribuyeron a «una enfermedad consuntiva peculiar», Mollie tuvo sus dudas. No en vano Minnie había muerto con solo veintisiete años y siempre había gozado de buena salud. 

Al igual que sus padres, Mollie y sus hermanas estaban inscritas en la lista osage, es decir, sus nombres constaban en el registro de miembros de la tribu. Eso quería decir, también, que poseían una fortuna. En los primeros años de la década de 1870, los osage habían sido expulsados de sus tierras en Kansas y trasladados a una pedregosa reserva, aparentemente sin valor alguno, en la región nororiental de Oklahoma. Transcurridas unas décadas, descubrieron que la reserva se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Para conseguir el petróleo, los prospectores hubieron de pagar arriendos y derechos a los osage. A principios del siglo XX, todas y cada una de las personas que figuraban en la lista de la tribu empezó a recibir un cheque trimestral. La cantidad inicial era de unos pocos dólares, pero a medida que se iba extrayendo petróleo los dividendos subieron a centenares, y luego a miles, de dólares. Y los pagos crecían prácticamente cada año, como crecían los arroyos que confluían en la pradera para formar el ancho y lodoso Cimarrón, hasta que el conjunto de la tribu osage llegó a acumular millones y millones de dólares. (Solo en 1921, la tribu ingresó más de treinta millones, lo que serían hoy más de cuatrocientos.) A los osage se los consideraba el pueblo más rico per cápita del mundo. «¡Quién lo iba a decir! —proclamaba el semanario neoyorquino Outlook—. El indio, en vez de morirse de hambre […] disfruta de unos ingresos fijos que ya quisiera para sí más de un banquero.» 

La prosperidad de la tribu tenía perpleja a la opinión pública, pues se contradecía con las imágenes de indios americanos que se remontaban al primer y brutal contacto con los blancos, ese pecado original del cual había nacido el país. La prensa publicaba reportajes sobre los «plutócratas osage» y los «millonarios pieles rojas», con sus mansiones de ladrillo y terracota y sus arañas de luz, con sus anillos de diamante y sus abrigos de pieles, y sus automóviles con chófer. Un autor se asombraba del hecho de que muchachas osage fueran a los mejores internados y lucieran suntuosos vestidos franceses, como si «une très jolie demoiselle se hubiera extraviado en su paseo por los bulevares parisinos para acabar en este pequeño asentamiento». 

Paralelamente, los periodistas no perdían ocasión de recalcar cualquier indicio del tradicional estilo de vida osage, cosa que parecía despertar en los lectores visiones tópicas de indios «salvajes». Un artículo en concreto hablaba de un «corro de automóviles caros alrededor de una fogata, en la que sus broncíneos propietarios, ataviados con mantas de vivos colores, asan carne al estilo primitivo». Otro se hacía eco de un grupo osage que llegó a una de sus ceremonias tradicionales en un avión privado, una escena que «ni el más imaginativo de los escritores podría haber inventado». Resumiendo la postura de la opinión pública sobre los osage, el Washington Post afirmaba: «Aquel típico lamento, “Ay, pobrecitos indios”, quizá habría que cambiarlo a un “Caray con los ricachones pieles rojas”». 



David Grann. Los asesinos de la luna