Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de mayo de 2018

EDURNE PORTELA. EL ECO DE LOS DISPAROS. MEJOR LA AUSENCIA

Este libro surge, en buena medida, a partir de memorias, experiencias y observaciones personales. No dilataré el momento en el que lo personal aparezca en mi aproximación al tema de la «violencia vasca», así que comienzo explicando brevemente dónde me sitúo dentro de esta historia. Pertenezco a una generación nacida durante los últimos coletazos de la dictadura franquista y que vive su niñez y adolescencia durante la época más dura tanto de ETA como de la represión por parte de las fuerzas de seguridad españolas, incluyendo el terrorismo de Estado de los Grupos Antiterroristas de Liberación o GAL. Es una generación que se educó en la cotidianeidad y la convivencia con la violencia, si no directa, sí por lo menos con el discurso de la violencia: los juegos de niños muchas veces reproducían la violencia de los mayores; la música con la que entramos en la adolescencia –el «rock radical vasco»– defendía la lucha armada y en sus conciertos coreábamos, aunque no nos lo creyéramos «gora ETA militarra»; nuestros pueblos estaban plagados de pintadas en las paredes con mensajes políticos y amenazadores porque la política, en Euskadi, era siempre amenaza: nombres de concejales no abertzales dentro de dianas, pintadas de «Independentzia ala hil», «PSOE-GAL berdin da», «ETA mátalos» o «Presoak kalera».

Estas formas de violencia no eran en absoluto excepcionales, sino que venían acompañadas de los hábitos más rutinarios. Por ejemplo, todos los miércoles había manifestación en mi pueblo con la consiguiente represión brutal por parte de la policía, así que salíamos del colegio literalmente corriendo para llegar a casa antes de que la «movida» empezara, ya que bien podías recibir una pedrada de un borroka o una pelota de goma de un txakurra. Era el día a día; no había nada de particular en todo esto. Como no lo había en ir una vez al mes con mi familia a Iparralde a visitar a un familiar vinculado a ETA. Era simplemente lo que la familia tenía que hacer para ayudar a un ser querido, a pesar del riesgo de atravesar tan periódicamente la frontera, a pesar de no estar de acuerdo con sus métodos de lucha, a pesar de saber que durante esos años visitar a la comunidad etarra en Francia suponía correr no pocos riesgos debido a los frecuentes ataques de los GAL. Pero nadie hablaba de estos «a pesares» en mi familia. La única anormalidad de todo aquello era la necesidad de guardar silencio; estas visitas no podían saberse fuera del núcleo familiar. En este libro iré desvelando otras formas en que la violencia ha estado presente en mi vida cotidiana, a veces de forma excepcional, pero para la mayoría de la ciudadanía vasca la violencia ha sido ordinaria, omnipresente y por lo tanto normalizada. Entonces, este proyecto nace de mi preocupación sobre qué significa vivir, entendiéndola, con una herencia de violencia adquirida desde la infancia, cuando esta infancia se ha desarrollado en un contexto como el de Euskadi en los años setenta, ochenta o noventa del siglo XX, en el que la mayoría de los jóvenes sentían más repugnancia hacia y tenían más miedo de la policía nacional o la guardia civil que de los terroristas de ETA, a pesar del rechazo de buena parte de esa juventud a la violencia de la organización e incluso al proyecto nacionalista. Es también un contexto en el que la sociedad en general no se inmutaba ante el asesinato, era –me atrevo a decir sigue siéndolo– una sociedad mayoritariamente indiferente. Intento entender de qué manera vivir en esta cercanía a la violencia afecta nuestra sensibilidad hacia la misma y nuestra presente preocupación –o falta de ella– por la propia responsabilidad en el consentimiento de esta violencia. Desde el punto de vista de la imaginación y de la representación, trato de desentrañar las claves de la participación en el «conflicto vasco» de la misma sociedad en el que tiene lugar: cómo nos hemos imaginado en relación al otro; cómo hemos dirimido, a partir del lenguaje creativo, el vivir en constante contacto con la violencia; cómo hemos justificado o desafiado nuestra complicidad y nuestro silencio, y cómo puede contarse ahora esta sociedad herida, fragmentada y todavía polarizada.


Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy comienza así, de un modo tan abrupto y a la vez tan significativo, una emisión especialmente dura, especialmente dolorosa, especialmente delicada. El 7 de junio de 1968, en unos días se cumplirán los cincuenta años, los etarras Txabi  Etxebarrieta e Iñaki Sarasketa -durante mucho tiempo con calle a su nombre en el municipio vizcaíno de Lejona (no he podido comprobar si la complicidad de los políticos nacionalistas la mantiene en la actualidad; aunque una búsqueda en el callejero de Leioa -en la grafía vasca del nombre del pueblo- parece confirmarlo)- acababan con la vida del guardia civil de tráfico José Ángel Pardines Arcay, en lo que se considera el primer asesinato de la trágica historia de ETA (años antes, en 1960, una niña, Beatriz Urroz, moría como consecuencia de una bomba colocada en las vías del tren en San Sebastián, pero en todo el tiempo pasado desde entonces no ha podido dilucidarse la autoría del más que probable atentado etarra). Desde aquella remota fecha, la fanática banda terrorista mató a otras 852 personas en un sangriento delirio asesino que, por fin, parece en estos meses llegar definitivamente a su término con la disolución del grupo de pistoleros tras el anuncio del cese de la violencia en octubre de 2011 y el más reciente, cínico y difuso, hace un par de semanas, de la extinción final de la banda.

Con esta triste efeméride como excusa he querido que nuestro espacio semanal de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca se ocupe en dos emisiones consecutivas de tres libros que tienen como objeto al universo de ETA, o más exactamente al terrible rastro de extorsiones, chantajes, intimidación, delaciones, violencia, agresiones, sufrimiento y muerte que dejan estas cinco décadas de horror cotidiano sobre todo en el País Vasco y, en menor medida en el resto de España.

El reciente éxito editorial de la excelente Patria, de Fernando Aramburu, de otra de cuyas obras de idéntica temática, Los peces de la amargura, ya os hablé con entusiasmo en estas páginas hace casi ocho años, ha puesto en las listas de libros más vendidos y en los siempre veleidosos intereses del público a la literatura centrada en el sangriento universo de la violencia etarra. Compartiendo unos referentes similares aunque enfocados desde un punto de vista muy distinto, esta tarde quiero hablaros de dos libros, un ensayo y una novela, escritos por Edurne Portela y presentados por la editorial Galaxia Gutemberg, el primero de ellos en 2016, El eco de los disparos, al que pertenece el fragmento que hoy ha abierto el espacio, y Mejor la ausencia, el texto de ficción, que vio la luz el pasado 2017.

Edurne Portela, que nació en el País Vasco y vivió allí su infancia y primera juventud, se formó académicamente como filóloga en la Universidad de Navarra, para instalarse luego en Estados Unidos donde obtuvo un doctorado en Literaturas Hispánicas en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Durante trece años ejerció como profesora de Literatura Latinoamericana y Española en la Universidad de Lehigh (Pensilvania) a la vez que dirigía el Centro de Investigación para las Humanidades de dicha Universidad. Instalada actualmente en España, está especializada en el estudio de la violencia y en sus representaciones en la cultura contemporánea, particularmente en literatura y cine, habiendo publicado numerosos artículos y algunos ensayos sobre esos temas, que han acabado por desembocar en las dos obras que ahora os comento, centradas, desde distintas aunque complementarias perspectivas, en la violencia, objeto de su interés académico.

El eco de los disparos, que se presenta con el explícito subtítulo de Cultura y memoria de la violencia, parte de su propia implicación emocional en tanto testigo durante muchos años del “problema” de la violencia en el País Vasco. Su planteamiento, en consecuencia, no es estrictamente científico o profesoral, enfoque que requeriría una visión más o menos aséptica u objetiva. Por el contrario, su análisis está teñido de subjetividad, hasta el punto de que los datos, los estudios, las aportaciones teóricas se presentan salteados, imbricados con breves relatos de índole claramente autobiográfica en los que se recrean episodios vividos de niña o adolescente. De esta manera la exposición de sus argumentos y el desarrollo de sus tesis a propósito de los últimos cincuenta años de violencia en su tierra natal encuentran su demostración más convincente, su ejemplificación casi documental, su correlato más vívido en la narración de los sucesos experimentados por ella misma, en sus dolorosas vivencias, algunas de ellas de una brutalidad espeluznante y todas de una dureza, una tensión y una crueldad difíciles de digerir para una sensibilidad no acostumbrada a la ominosa cotidianidad con la que se vio obligada a convivir durante décadas esa sufriente comunidad autónoma.

Portela aborda su investigación a partir del comentario a distintas obras cinematográficas, literarias y fotográficas de este siglo cuya visión creativa se opone a las dinámicas de silencio, complicidad e indiferencia tan propias de la sociedad vasca, en palabras de la autora. Así, cintas como Asier eta biok (Asier y yo), de Aitor Merino, Tiro en la cabeza, de Jaime Rosales, Ocho apellidos vascos, dirigida por Emilio Martínez Lázaro, El negociador, de Borja Cobeaga, Fe de Etarras, del mismo director; novelas y colecciones de cuentos como la mencionada Los peces de la amargura (Patria se publicó después de la presentación de El eco de los disparos), Ojos que no ven, espléndida obra de José Ángel González Sáinz, Letargo, de Jokin Muñoz, Twist, de Harkaitz Cano, Mentiras, mentiras, mentiras, de Iban Zaldua; o la polémica obra fotográfica de Clemente Bernad, entre otros muchos ejemplos, son diseccionados con profundidad y rigor.

En su tratamiento, la autora intenta huir de los lugares comunes, de los apriorismos reduccionistas que no ayudan a avanzar en la comprensión del problema. No hay, pues, en su visión, blancos y negros, certezas y verdades absolutas, sino, por el contrario, puntualizaciones, dudas, interrogantes, matices, incertidumbres, intentos de comprender, que no justificar ni explicar, las distintas facetas de una violencia (y no sólo la de las armas, también la de sus “aliados”, el silencio, la indiferencia y la complicidad) que durante tanto tiempo se ha enseñoreado -y quizá aún lo esté haciendo, en cierta medida- de los pueblos y ciudades vascos. Dejando clara su oposición frontal a la “lucha armada”, su rechazo a cualquier forma de “equidistancia”, su negativa a establecer empatía o compasión hacia el terrorista, su repudio de la perversa y obscena y radicalmente falsa e interesada equiparación entre las víctimas (aunque no sólo se habla de ETA en el libro, también están presentes las torturas policiales y los asesinatos de los GAL), el valiente y también controvertido ensayo elude igualmente las tesis cómodas que ofrecen respuestas fáciles que sólo sirven para tranquilizar conciencias, arriesgándose por el contrario a presentar esquemas más abiertos, más plurales, menos previsibles, que alienten la discusión honesta y permitan un examen crítico. Hace suyas así -citándolas expresamente- las ideas de Kafka -traídas a colación aquí hace unas semanas, al hablar de Contra la lectura- según las cuales la literatura debe perturbar, debe ser el hacha que rompa el mar congelado que llevamos en nuestro interior, o las de Milan Kundera cuando defendía que el espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: “Las cosas son más complicadas de lo que crees”, o, también mencionados en el libro, los argumentos de José Ovejero: La literatura debe ser entretenida, afirman con frecuencia los propios escritores […]. El mayor pecado de la literatura, dicen también, es aburrir. […] [L]o que entretiene no exige esfuerzo; es inocuo, anodino, puede ser gracioso e ingenioso, ocurrente e incluso inteligente, quizá, en el mejor de los casos, provocar una emoción estética, pero no debe costar trabajo. La literatura como laxante, que no haya que apretar. La literatura como soma, para que no se nos vaya a ocurrir ocupar la mente con algo desagradable o inquietante; no inquietante como un serial killer de mentirijillas, sino inquietante como algo que no nos deja seguir siendo como éramos antes de leer el libro, que nos saca de la cómoda horma en la que hemos ajustado nuestras vidas.

Y en ese cara a cara polémico y atrevido, nada complaciente, con la dureza de unos hechos terribles, Edurne Portela recorre las obras artísticas seleccionadas rastreando en ellas las miradas de los testigos, víctimas y perpetradores, e identificando en sus disímiles propuestas algunos temas clave para comprender las causas y los efectos, la génesis y la perduración de la violencia: los silencios, el miedo, la apropiación del lenguaje, la indiferencia, la representación del dolor, el fanatismo, la imposibilidad de imaginar al “otro”, el resentimiento y la venganza, la reparación y el perdón…

Pero siendo interesantes su indagación en las novelas, cuentos, películas y fotografías examinados, e igualmente valiosas las reflexiones derivadas de ella, el hecho de que para su total inteligibilidad se necesite el conocimiento profundo de las obras de referencia -y, al menos en mi caso, muchas de ellas no las conocía de antemano- puede provocar un cierto distanciamiento en la lectura -menor: el núcleo central del discurso de Edurne Portela es absolutamente accesible pese a esta dificultad “de origen”- que tiene como benéfico efecto colateral el “refugio” del lector en esos otros pasajes más estrictamente literarios, con la estructura y la potencialidad narrativa de un relato, que puntean el texto ensayístico y en los que la cruda realidad de la violencia se materializa de un modo más intenso y conmovedor, cargado de emoción y -aunque el término quizá chirríe en este contexto- lirismo. Debajo del felpudo (un relato escalofriante y muy revelador); Cipayo: los días que te quedan son una cuenta atrás; Los barbudos (1 y 2); El valor de las anchoas; Herriko Jaiak, julio 1997; Como te sigas chupando el dedo, te lo corto; Una noche por lo Viejo o El conflicto está en otro sitio, son, casi todos, magistrales y, sin excepción, estremecedores y muy elocuentes por sí mismos, más allá de disquisiciones teóricas, en relación a las auténticas vivencias de los ciudadanos vascos en aquellos largos años de plomo de, sobre todo, las décadas de los setenta, ochenta y noventa del pasado siglo.

Esos breves textos suponen, a mi juicio, el inmediato antecedente de Mejor la ausencia, la novela de 2017 en la que Edurne Portela opta abiertamente por “ficcionalizar” esa realidad que tan bien conoce -por experiencia y por dedicación profesional- y en cuyo planteamiento literario he creído percibir una cierta continuidad de estilo con aquéllos. Sin tiempo apenas para algún comentario que vaya más allá de la entusiasta recomendación del libro, dejadme, no obstante, señalar que hallándonos, obviamente, ante una obra novelística, los muchos y evidentes puntos en común de lo narrado con la propia peripecia biográfica de su autora, la similitud -más aún: la identidad- del entorno, de los escenarios, de los paisajes urbanos, de la atmósfera de degradación moral y de violencia, la omnipresencia de la heroína y otras drogas, el paro, el Bilbao oscuro y sucio, la kale borroka, el entorno abertzale, las herriko tabernas, la agresividad del rock radical vasco, el clima de hostigamiento y opresión, el “impuesto revolucionario” las algaradas en las calles, las pelotas de goma y los gases lacrimógenos, los atentados terroristas, los señalamientos de las víctimas, las amenazas, los secuestros, las muertes, la perspectiva ética compleja y poco condescendiente con las ideas dominantes, permiten entender la novela como una ilustración “viva” -al igual que lo son los relatos intercalados en la obra anterior a los que me he referido- de ese ambicioso estudio sobre la violencia en el País Vasco que es El eco de los disparos.

La narración, sigue a su protagonista, Amaia, en dos fases. La primera, que da comienzo en 1979, cuando es una niñita de cuatro años -como entonces la autora-, hasta 1992, en que, al llegar a la mayoría de edad, abandona el ambiente hostil de su conflictiva familia -la madre, abandonada por su marido y peligrosamente entregada al alcohol, el padre siempre ausente, un abogado probablemente implicado en la “guerra sucia” antiterrorista, los hermanos, Aníbal, muerto prematuramente por la heroína, Kepa, militante y, quizá, asesino de ETA, y Aitor, que logra evadirse de ese entorno contaminado “huyendo” a Madrid; y todos formando parte de una realidad hecha de gritos, de agresiones, de insultos, de amenazas, de envilecimiento, de destrucción- para continuar sus estudios fuera del País Vasco. El comienzo de la segunda parte, El regreso, se sitúa en 2009, y en él vemos a Amaia retornando a su pueblo tras completar su formación en el extranjero (en uno más de los muchos rasgos autobiográficos de la obra) para escribir allí el libro en que dé forma a todos sus fantasmas y ponga orden en el caos de su existencia personal y familiar. Su inteligencia natural, su sensibilidad, su ternura, su vulnerabilidad y también su dureza acabarán por salvarla de aquel infierno en el que tantos otros -sus familiares entre ellos- acabarán hundiéndose.

En fin, fuera ya de tiempo, os recomiendo vivamente la lectura de estos dos excepcionales libros, El eco de los disparos y Mejor la ausencia, escritos por Edurne Portela y presentados por la editorial Galaxia Gutenberg.

Para ilustrar musicalmente mi comentario he optado por escapar de las muchas referencias al combativo rock vasco que aparecen en ambas obras, para ofreceros una pieza, la excepcional No surprises, extraída de OK Computer, el gran disco de Radiohead que ocupa un lugar determinante en un cuento de Iban Zaldua -impactante, a partir de su mera sinopsis- que se glosa en El eco de los disparos.



Edurne Portela. El eco de los disparos. Mejor la ausencia

miércoles, 23 de mayo de 2018

MANUEL VILAS. ORDESA

Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale al aire Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, que esta semana os trae una propuesta de lectura muy interesante, muy dura también, un libro descarnado, sincero, intenso, crudo, terrible incluso, pero lleno de ternura, de emoción, de belleza, de verdad, de, en definitiva, vida plena. Os hablo de Ordesa, la por ahora última y muy difundida obra -lleva ya varias ediciones- de Manuel Vilas, el escritor aragonés conocido sobre todo por su obra poética, que vio la luz a finales del pasado 2017 en la editorial Alfaguara. En esta dimensión poética del autor os lo presenté en mi otro espacio de la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. Hace ya seis años, en mayo de 2012, os ofrecí dos emisiones, que podéis rescatar ahora si el personaje os interesa, centradas en Amor. Poesía reunida. 1988-2010, el libro que por entonces recogía toda su producción como poeta. En las entradas correspondientes del blog podréis escuchar los dos programas y leer, además, algunas aproximaciones muy ilustrativas a la personalidad literaria y humana de Vilas, que pueden resultar esclarecedoras, también, para una mejor comprensión de este Ordesa del que hoy quiero hablaros.

El primer comentario que suscita Ordesa -en el “fondo” irrelevante, aunque sí necesario para anticipar al lector con qué tipo de obra se va a encontrar si se decide a abordar el libro- es el de su adscripción a uno u otro ámbito de la creación literaria. ¿Estamos ante un libro de memorias?, ¿una ficción autobiográfica?, ¿es una novela? De todas estas formas lo he visto definido en distintas críticas aparecidas en estos meses desde su presentación. Nos encontramos, de nuevo, ante el cada vez más cargante asunto de la llamada -de un modo algo pretencioso- “literatura del yo”: libros, de difícil calificación genérica aunque casi todos “acomodados” en el inabarcable pero acogedor cajón de sastre de la novela, en los que las fronteras entre la historia que se relata en ellos y la “real” peripecia vital de su autor se difuminan y confunden hasta el punto de que el lector no puede delimitar con nitidez si lo narrado es o no “verdad” (por cierto, ¿qué querrá decir “verdad” en literatura?); libros, pues, en los que, en definitiva, la biografía del autor forma parte del “material” novelesco. En Ordesa, Manuel Vilas habla de -entre otras cosas- su vida, la de sus padres, la de sus propios hijos. Cuánto de estas existencias se corresponde con las vivencias experimentadas por el autor en su cotidianidad o cuánto es recreado, construido o inventado por él (a mitad del libro, los personajes pasan a denominarse -¿recurso literario?, ¿pudor?, ¿metáfora consciente?- con nombres de músicos: Juan Sebastián Bach, Wagner, Brahams, Vivaldi) no solo carece de importancia, sino que jamás será posible, en ningún caso, conocerlo. ¿Se pueden “contar fielmente” los hechos o, por definición, la escritura deforma (en realidad le “da forma”) algo que ya es distinto, necesariamente, de lo en verdad ocurrido en cuanto se elige el punto de vista desde el que se escribe, se selecciona un enfoque de entre los varios posibles, se prefieren ciertas palabras a otras, se subraya o privilegia un determinado aspecto de lo narrado frente al resto de los muchos que cada vivencia encierra? ¿La misma situación “objetiva” -qué decir si hablamos de una vida- no será contada de modos distintos -y hasta opuestos- por personas diferentes? ¿Todas mienten, entonces? ¿No hay, pues, realidad “indiscutible”? Y qué importa en el fondo todo ello -en literatura, claro está; cosa distinta es si nos encontramos en un juicio penal-, si el relato -llámesele como se le llame- conmueve, induce a la reflexión, enseña, propicia el conocimiento de uno mismo y de los aspectos más profundos de nuestras almas, emociona, revuelve, inquieta, perturba, estremece y transmite -como lo hace esta magistral Ordesa, ya lo he anticipado- autenticidad y belleza, verdad y vida. Al parecer fue Borges -y con esta referencia cierro esta ya muy larga digresión- el que se pronunció de manera definitiva e indiscutible sobre el asunto al afirmar: Todo lo que uno escribe es autobiográfico. Sólo que eso puede ser dicho: “Nací en tal año, en tal lugar” o “Había un rey que tenía tres hijos”.

Escribo estas palabras el 9 de mayo del año 2015, señala el narrador al poco de empezar el libro. Hundido en el insoportable dolor de una crisis existencial, incapaz de percibir en su entorno más que señales de sufrimiento, asistiendo desolado al desvanecimiento general de todas las cosas, enfrentado con terror a la ingravidez de su paso por el mundo, la voz que nos habla -y que, de ahora en adelante voy a suponer que coincide con la de Manuel Vilas, al menos el Manuel Vilas personaje literario- confiesa: Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos. Y así, en ciento cincuenta y siete breves capítulos, de dos o tres páginas cada uno de ellos, junto con once desgarradores y lúcidos poemas finales, asistimos a la descarnada y casi impúdica descripción -sin confortables arreglos cosméticos- de una suerte de descenso a los infiernos, al total desmoronamiento del novelista a partir de algunos acontecimientos sustanciales en su vida: su propia infidelidad y divorcio (mi divorcio me llevó a lugares del alma humana que jamás hubiera pensado que existían), el recuerdo, vivísimo, de las figuras del padre y de la madre tras sus muertes, uno y diez años atrás, respectivamente, la paulatina desafección -o al menos el desapego- de los dos hijos…

A lo largo de la obra nos encontramos, pues, fuertemente imbricados, dos planos temporales: el triste presente y el recuerdo nostálgico de un pasado, la infancia y la relación con los padres fallecidos, que si feliz, se nos muestra con melancolía por causa de la ya irreparable desaparición y del estado de abatimiento desde el que se rememora ese tiempo pretérito. El Manuel Vilas que nos habla en el libro se presenta a sí mismo como sumido en el miedo (Toda la vida me ha acompañado el temor a volverme loco), el caos, la desesperación, el desamparo, el sufrimiento (En mi vida no han sucedido grandes cosas, y sin embargo llevo dentro de mí un hondo sufrimiento), la pobreza y el fracaso, la soledad y la tristeza (Me hermano con mi tristeza como si procediera de una tercera persona, eso es otra cosa que me inquieta, y que me aplasta, porque pienso que me estoy volviendo loco. Es el hermanamiento con todo lo que salió mal; con eso me hermano, con toda desdicha, con todo sufrimiento; pero aún soy capaz de hermanarme con algo infinitamente superior a la desdicha: me hermano con el vacío de los hombres, de las mujeres, de los árboles, de las calles, de los perros, de los pájaros, de los coches, de las farolas). Con un largo historial de alcoholismo que incluye dos ingresos hospitalarios y una decisión de poner fin a la letal dependencia (Seguir bebiendo o seguir viviendo), tras abandonar la nómina narcótica como profesor de instituto durante más veinte años, viviendo en precario en un modesto apartamento de soltero, el piso desordenado y tomado por el polvo, la cama permanentemente sin hacer, la cocina sucia, recibiendo de vez en cuando las fugaces y algo distanciadas visitas de los hijos, Vilas se adentra en la cincuentena incapaz de comprender la pérdida, el deterioro, el paso del tiempo y la muerte (Me estoy lacerando el alma, porque no entiendo ese taimado movimiento que va de lo que se mueve y habla a lo inmóvil y mudo), que se manifiestan, sobre todo, en la muy vívida conciencia de la desaparición de sus padres, una ausencia que impregnará su vida -sumiéndole en el desvalimiento y la aflicción- y la condenará a la estrechez y la pesadumbre. Lo nuestro -dice para referirse a su familia- fue siempre el establo, la pobreza, el hedor, la alienación, la enfermedad y la catástrofe.

Este cúmulo de circunstancias infelices desencadena los recuerdos, la añoranza, la triste evocación de la vida pasada, esos días en los que la poderosa presencia de los progenitores daba sentido al vivir. El libro entero está así empapado de un tono elegíaco, en un lamento perpetuo por la muerte de aquellos a quienes el autor más quería. Son infinidad las ocasiones en las que ese llanto dolorido aflora entre las páginas de Ordesa, en frases rotundas y tristísimas, que adquieren la cualidad lírica de versos, no en vano Vilas es, sobre todo, un poeta: Sobre la muerte de mi padre va cayendo el tiempo, y ya muchas veces tengo dificultad para recordarlo; Todo mi pasado se hundió cuando mi madre hizo lo mismo que mi padre: morirse; Mis padres ya no existen, pero existo yo, y me marcho en cinco minutos; Solo soy eso: la esperanza de volver a veros; ¿Te has fijado, papá, en la inmensa ruina del universo, en esa soledad del tamaño de los muertos humanos y en esa luz en que te has convertido?

La tristeza y el sinsentido a los que le condena la doble ausencia le llevan a preguntarse quiénes fueron en realidad sus padres, en una indagación lacerante que surge a partir de algunas anécdotas, unos cuantos episodios esenciales, unas pocas, escasísimas, fotografías en las que se les ve muy jóvenes y vitales, en el esplendor de su juventud y madurez: bailando, muy guapos, en una fiesta; el padre solo –pero centro de atención, simpático y popular- en una barra de bar, cuando aún no conocía a la madre y la existencia de Manuel Vilas era, pues, una quimera inconcebible; en la nieve, ataviado el niño con un “humillante” chubasquero, infausto síntoma de la pobreza; cogiendo de la mano al hijo, y vemos tan sólo un fragmento de brazo y un llavero que sobresale del bolsillo, en una foto aparentemente anodina pero repleta de significado. Esa búsqueda justificará el sentido de su escritura (¿Quién fue? Al no decirme quién era, mi padre estaba forjando este libro), en una desconsolada remembranza en la que prevalecen el sentimiento de pérdida y el inmenso amor sentido (Estoy hablando de esos seres, de los fantasmas, de los muertos, de mis padres muertos, del amor que les tuve, de que no se marcha ese amor. Nadie sabe qué es el amor).

Y en el recuerdo afloran relevantes acontecimientos de las vidas de ellos y por lo tanto de la suya propia, en capítulos llenos de ternura, también de desesperación, de exaltación y melancolía, de alegría, de ilusión e inevitable congoja. Los dulces episodios del pasado se suceden: la memoria del pobre Coliflor, compañero de clase en la infancia; la vaga y desvaída reminiscencia de los abusos en el colegio de curas; los distintos coches familiares, el 600, el 1430, un Seat Málaga, instrumentos de trabajo de un padre comercial en el sector textil; la televisión y el Un, dos, tres; los viajes a la playa de Cambrils; la canción del verano; el Dúo Dinámico; las patatas fritas Matutano; las máquinas del millón; la madre aterrada, escondida en el ropero cuando estallaban las tormentas; el belén que progresivamente va deteriorándose, rompiéndose las piezas, pegadas de mala manera con pegamento Imedio; todos esos iconos de una época -los sesenta y setenta de la gris España franquista- que, idénticos o muy similares, recordamos todos los que la hemos vivido. Y por sobre todo ello… ¡tanto amor!: la bata que le lleva la madre a su piso de estudiante en Zaragoza (Nunca más volveré a sentir aquella ternura), el silbido con el que se reconocían los padres cuando jóvenes, si se separaban o perdían entre la multitud de las fiestas (Jamás la he vuelto a oír, esa forma de silbar), la insólita confidencia del padre que provoca la perplejidad y el desconcierto del hijo: Pasó una señora y vi que allí había algo. Cuando se marchó, mi padre me dijo: 'esta habría sido tu madre si no me hubiese casado con tu madre'. Luego supe que había tenido una novia que dejó por mi madre; la visita a Melilla, un Vilas ya adulto, y la súbita conciencia de que el padre no podía saber entonces, cuando paseaba esas mismas calles mientras hacía allí el servicio militar, que su hijo iba a volver al mismo lugar sesenta años después; la estremecedora y palpitante recreación -forzosamente inventada- de la noche en que el narrador fue concebido, en un fragmento magistral que os dejo como cierre a esta reseña.

Y es insoportable la tristeza que deriva de la constatación de la vida huida, esfumada, desaparecida para siempre. La vida, es claro, no tiene sentido, todo se desvanece, todo se desmorona, nada perdura, todo se pierde, se difumina, se destruye, se olvida, nada puede ayudarnos tras la inevitable derrota, tras el irremisible fracaso. Somos apenas el desolado recuerdo del amor perdido, sobre todo del amor más incondicional, el de los padres. Estuve con mi padre cuarenta y tres años de mi vida. No ha estado conmigo una década, y ese es el problema moral más grande de mi vida: la década que llevo vivo sin la contemplación de mi padre, escribe. Y otro tanto en relación a la madre: es con ella con quien quiero estar para siempre. Y surgen, como gritos emocionados, los desesperados plañidos, las atormentadas quejas, la desolación indecible: El hecho de que jamás pueda volver a hablar con ellos me parece el acontecimiento más espectacular del universo, un hecho incomprensible, del mismo tamaño que el misterio del origen de la vida inteligente. O también: Estoy haciendo cualquier cosa y de repente aparece mi padre a través de un olor, de una imagen, a través de cualquier objeto. Entonces me da un vuelco el corazón y me siento culpable. Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido. Y todavía más explícito: Mi madre bautizó el mundo, lo que no fue nombrado por mi madre me resulta amenazador. Mi padre creó el mundo, lo que no fue sancionado por mi padre me resulta inseguro y vacío. Como no oigo sus voces nunca más, a veces me niego a entender el español, como si con sus muertes la lengua española hubiera sucumbido y ahora solo fuese una lengua muerta, como el latín. Y esta descripción sobrecogedora: Te has hecho especialista en las cosas que se pierden, te pasas la vida pensando en tu madre muerta y en tu padre muerto, como si no quisieras pasar a otro espacio de la experiencia humana, no quieres pasar porque justamente entre los muertos vive la verdad y lo hace de una forma luminosa. Cómo no temblar, compungidos, con este inmenso dolor: Era el paraíso. Fue mi paraíso. Fueron ellos mi paraíso, mi padre y mi madre, cuánto los quise, qué felices fuimos y cómo nos derrumbamos. Qué hermosa fue nuestra vida juntos, y ahora todo se ha perdido. Y parece imposible.

Y eso es, precisamente, Ordesa, el paraíso, el lugar feliz de un pasado que se dibuja así, en el relato de Manuel Vilas, como el refugio sentimental, el espacio simbólico -aunque también real- en el que se concentran todos los momentos privilegiados de comunión con el padre: Pensé que el estado de mi alma era un vago recuerdo de algo que ocurrió en un lugar del norte de España llamado Ordesa, un lugar lleno de montañas, y era un recuerdo amarillo, el color amarillo invadía el nombre de Ordesa, y tras Ordesa se dibujaba la figura de mi padre en un verano de 1969. E igualmente: Todo se concentró en un nombre, que es un topónimo: Ordesa, porque mi padre le tenía auténtica devoción al valle pirenaico de Ordesa y porque en Ordesa hay una célebre y hermosa montaña que se llama Monte Perdido. Más que morirse, mi padre lo que hizo fue perderse, largarse. Se convirtió en un Monte Perdido.

Ordesa representa, pues, la naturaleza, la vida, la biología, la “verdad”, la inocencia de la infancia, la vida por hacer, el amor, en particular el amor de y a los padres (La verdad es tu padre y tu madre), que se contraponen, en un juego de espejos a mi juicio muy relevante en el libro, a la mentira, a la sociedad, al capitalismo, a las artificiosas convenciones sociales, a una España cainita, un país chapucero, la España del éxito fácil, del odio, de la envidia, del rencor, de la mala leche, la España de la corrupción, de la especulación, del dinero, del materialismo, la España que maltrata a la pobreza, la que olvida lo que fue hace nada, la España de la modernidad contra la que el autor, en su lúcida y extremada conciencia de clase, lanza un bramido desgarrador, impotente y furioso. Una España en la que crecen los hijos, a los que el narrador quiere proteger (dejarles todo resuelto a los hijos) pero que vuelan ante el desconsuelo del padre, en particular en una “escena” tristísima en la que el narrador prepara un desayuno que el hijo, que ya ha abandonado la casa, nunca tomará: Son las galletas más desamparadas del planeta. Me pongo a hacer su cama (del hijo). También está desamparada, la cama. Y hay también, en este sentido, numerosas reflexiones sobre la paternidad (El misterio de la voluntad de ser, de la voluntad de que haya otro distinto a mí: en ese misterio se basan la paternidad y la maternidad), sobre las relaciones entre padres e hijos (No sé si mis dos hijos me amarán tanto como yo he amado a mis padres), sobre la imposible continuidad, todo se acaba, todo se desvanece, nada queda (No reconocería ahora a mis abuelos si volvieran a la vida porque nunca los vi mientras estuvieron vivos y porque no tengo una triste foto de ellos ni me hablaron de ellos (…) No existe tal parentesco. No existe la familia).

En fin, un libro altamente recomendable, este Ordesa que hoy he querido presentaros. Os dejo ya con una canción que habla de los recuerdos del padre: Dance with my father, de Luther Vandross: Cuánto me gustaría volver a bailar con mi padre de nuevo.


Son jóvenes los dos y se disponen a llamarme de entre la oscuridad. No soy. Nunca he sido. Sin embargo, fui presentido por todas las cosas hace millones de años. Todos hemos sido presentidos. Puedo viajar en el tiempo y ver cómo Juan Sebastián acaricia y besa a Wagner y yo estoy allí, esperando a que se me convoque.

En su placer está mi origen, en su melancolía tras el amor está la creación de la insaciabilidad de mi espíritu.

Veo la habitación, es el otoño del año 1961, es mediados de noviembre, no ha llegado el frío, se está bien en la calle, han abierto el balcón de su dormitorio para que entre la luz de la luna, son tan jóvenes, tan inmensamente jóvenes, que se creen inmortales, están allí desnudos, con el balcón abierto.

Hace un poco de fresco ya, dice Juan Sebastián. Y se queda mirando la desnudez de Wagner y yo ya estoy en ese vientre. Wagner se enciende un L&M. La lámpara de la mesilla proyecta una luz tenue. Se respira en esa habitación una felicidad inmensa. Cantan las paredes, las cortinas, las sábanas; la noche canta. En el Año Nuevo de 1962 ya sabrán que Wagner está embarazada. Pero no intuyen la criatura que se acerca. Ni yo sé la clase de criatura que se acerca. Juan Sebastián, en la noche de noviembre, después de haberme invocado dentro de Wagner, sale al diminuto balcón de la casa que sería mi casa y mira la noche, es una noche con hechizos en el aire, mira las casas de enfrente, la calle sin asfaltar, acaban de mudarse a esa casa nueva, con ascensor, huele a barniz la madera del ascensor, la calle está sin hacer, todo es nuevo, las persianas de madera, las baldosas, las paredes, las puertas de las habitaciones, que cierran a la perfección, y que dentro de cincuenta años no cerrará ninguna, se quedarán rotas, desencajadas de sus marcos. Nunca vi ese piso nuevo. Solo vi su deterioro, pero en la noche de mi concepción la casa estaba flamante, recién acabada de construir, oliendo a nuevo.

No puedes despertar a los muertos, porque están descansando.

Pero esa noche de noviembre de 1961 existió y sigue existiendo. Esa noche de amor, ese piso moderno, las paredes recién pintadas, los muebles recién estrenados, las manos jóvenes de los esposos, los besos, el futuro que solo es una idea ilusionante, el poder de los cuerpos, todo eso sigue en mí.

Gran noche de 1961, mes de noviembre, tranquilo, benigno, dulce. Sigues viva. Noche que sigues viva. No te marchas. Bailas conmigo una danza de amor.


Manuel Vilas. Ordesa

miércoles, 16 de mayo de 2018

MIGUEL ALBERO. ROBA ESTE LIBRO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura sale a vuestro encuentro un miércoles más con una propuesta relacionada, como en semanas precedentes, con el mundo de los libros. Ya sabéis que con mucha frecuencia, coincidiendo con el Día del libro o con la celebración de la Feria del libro en nuestra ciudad, el programa suele centrarse en obras que tienen al propio libro como protagonista, en la creencia, quizá equivocada, de que quienes aman la lectura también están interesados en textos que reflexionan sobre ella, sobre el acto de leer y sus protocolos y ceremoniales, sobre la pasión libresca, sobre las ventajas e inconvenientes de vivir entre las páginas de un libro, sobre, en definitiva, las diversas manifestaciones de la bibliofilia, ese vasto territorio en el que no sólo caben los libros en tanto transmisores de conocimiento, sino también las librerías y bibliotecas, los incunables, los manuscritos y las primeras ediciones, las tipografías, las encuadernaciones, las dedicatorias y las muy variadas colecciones de elementos adyacentes a los libros (bibelots, abrecartas, lupas, marcapáginas, separadores, “sujetalibros”, etc.).

A este apasionante universo de los libros sobre libros nos aproximamos hace unas semanas desde una perspectiva sentimental, a partir de Este libro te alegrará la vida, escrito por el británico Daniel Gray, en el que se enumeraban cincuenta placeres asociados a los rituales del leer. El miércoles pasado nuestro enfoque fue más abiertamente argumentativo y racional, con el interesante alegato de Mikita Brottman en favor de la lectura inteligente y con criterio, de título en apariencia paradójico, Contra la lectura. Y hoy, sin rechazar -ni mucho menos- la dimensión afectiva que la relación con los libros entraña ni la profundidad del análisis llamémosle científico, el punto de vista escogido es, sin embargo, predominantemente humorístico, con un “tratado” provocador y desternillante -aunque también erudito, riguroso, sistemático, profundo y exhaustivo-, Roba este libro. Introducción a la bibliocleptomanía, que publicó el pasado 2017 Miguel Albero en la madrileña editorial Abada.

Miguel Albero Suárez es un diplomático español, licenciado en Derecho (circunstancia que aflora de modo evidente en su libro), que actualmente se desempeña como embajador de nuestro país en la República de Honduras. Su carrera literaria, cultivada en paralelo a su profesión principal, cuenta con una veintena de títulos, entre novelas, poemarios y ensayos, algunos de los cuales (Instrucciones para fracasar mejor: una aproximación al fracaso y Godot sigue sin venir. Vademécum de la espera, que vieron la luz en 2013 y 2016, respectivamente, también en Abada, el primero, y en Páginas de espuma, el segundo) me he lanzado a leer -y estoy haciéndolo en estos días con auténtica delectación- a raíz del enorme placer que me ha proporcionado Roba este libro, la deliciosa monografía de la que hoy quiero hablaros.

La primera referencia inspiradora del ensayo de Albero es Steal this book, un pequeño clásico de 1971, un panfleto antisistema del activista Abbie Hoffman, un manual de referencia de la contracultura en el que, sin la ironía ostensible del diplomático español y sí con una combativa literalidad, se dan consejos prácticos para la lucha contra la propiedad privada -no sólo la de los libros- y el sistema capitalista. Nada hay, sin embargo -más allá de la categórica fórmula del título-, en el estudio de nuestro diplomático que pretenda incentivar el robo de libros, la apropiación ilegal de volúmenes ajenos o cualquier otra práctica fuera de la ley para privar de sus posesiones bibliográficas a sus legítimos propietarios. Por el contrario, el sarcasmo notorio, la sorna palmaria de Roba este libro, encierran una implacable defensa de los libros, una indisimulada justificación de su valor y, en consecuencia, una categórica repulsa a su expolio o su incautación: Ésa y no otra es nuestra invitación, compren y no roben, paguen y no sustraigan, sería el inevitable y moralizante corolario, afirma en el ya divertidísimo prólogo.

La segunda fuente de la obra es otro texto del propio autor, Enfermos del libro: breviario personal de bibliopatías propias y ajenas, que publicó la Universidad de Sevilla en dos ediciones, en 2009 y 2013, y en el que Albero analizaba las distintas bibliopatías, los trastornos mentales relacionados con los libros, partiendo de su autoinculpación como víctima de una de ellas, la bibliofilia. En dicho volumen había un capítulo dedicado a la bibliocleptomanía, Lectores en libro ajeno, la bibliocleptomanía, sus partidarios y practicantes, que fue creciendo con los años gracias al obsesivo acopio por parte del escritor de materiales diversos relacionados con el robo de libros, hasta que la magnitud de lo acumulado exigió un tratamiento monográfico autónomo que es el que aparece ahora en Roba este libro.

Antes de entrar en el núcleo central de mi reseña, el comentario sobre el contenido y la estructura del libro, quiero dejar aquí constancia de una cierta incomodidad y un ligero desagrado sufridos durante su lectura a causa de la abundancia de errores ortográficos que lo salpican -sobre todo numerosísimas tildes ausentes o incorrectamente presentes, así como fallos de concordancia-, expresiones inexactas (se insiste una y otra vez en doler en prendas), también la profusión de erratas tipográficas varias, así como una puntuación a ratos desmañada, el desaliño de una redacción algo embarullada y confusa, con incisos reiterativos, con ejemplos y explicaciones que se repiten de un modo a veces enojoso, con comentarios recurrentes que pudieran haber sido abreviados o simplificados, con una oscura y algo caótica presentación de los diferentes modelos, pautas o patrones clasificatorios con los que el muy loable -y a mi juicio sobresaliente- afán taxonómico del autor estructura sus planteamientos. Nada, no obstante, que imposibilite la lectura ni tampoco, en lo sustancial, los motivos para su disfrute.

En las primeras páginas de la obra Albero lleva a cabo una somera aproximación conceptual sobre el objeto de su ensayo. Así, analiza con detenimiento las distintas acepciones a las que apunta la voz clepto, inscrita en el neologismo que recoge su título: robo, hurto, apropiación indebida, cualquiera de las variantes que, sean cuales sean los matices jurídicos o sociológicos de asunto, puedan usarse para referirse a un hecho esencial e indiscutible: te llevas un libro de alguien sin su consentimiento y te lo quedas, lo vendas o no, lo regales o lo quemes en la hoguera de San Juan, lo tires a la basura o desde el campanario de la iglesia, eso es un robo, y ladrón serás para nosotros aunque no te metan en la cárcel. Con la misma intención clarificadora, circunscribe a los libros -lo exige el prefijo biblio- la noción del título, el robo antedicho, la sustracción de un volumen, aunque haya fórmulas intermedias en las que el ladrón sustituye el libro robado por otro que deja en su lugar o mutila un texto privándolo de algunas de sus páginas, mapas, grabados, etc.; ambas formas híbridas del latrocinio que examinará en un capítulo posterior centrado en la periferia de la bibliocleptomanía. Por último, disecciona también la componente derivada del sufijo manía, que alude sin género de dudas a la compulsión, a la pulsión irrefrenable de robar libros, lo cual le permite diferenciar -aunque en muchas ocasiones se presenten asociadas- entre bibliofilia (el bibliófilo ama los libros), bibliomanía (si se pasa de rosca en ese amor, si es tal pasión que deviene locura, entonces pasa a ser bibliómano) y bibliocleptomanía (término que opta por asociar, en una operación metonímica de la que se avisa desde el inicio, a todos los que roban libros, no solo a aquellos que no pueden dejar de robar).

A partir de esta precisión nominal previa, el estudio se organiza en cinco grandes ejes, surcados por infinidad de referencias bibliográficas e ilustrados con ejemplos literarios pero también de la vida “real”. En el primero de ellos, Valoración de la bibliocleptomanía, se espigan las distintas posturas “morales” y jurídicas en torno al robo de libros. Desde la buena prensa de la que goza la práctica entre bienintencionados intelectuales que esgrimen argumentos peregrinos: robar libros no es robar; robar un libro es una ofensa elegante; robar libros no es robar si después no se venden; un libro robado es un libro leído; robar un libro no es robar, es tomar prestado, y una larga sarta de sandeces, todas, eso sí, muy cool, hasta, por fortuna, los beligerantes detractores como, entre otros destacados, Javier Cercas, el mítico librero François Maspero o el contundente Samuel Johnson: La única cosa peor que un ladrón de libros es el germen de la sífilis. Considerando el punto de vista punitivo, el capítulo recoge castigos variopintos para los bibliocleptómanos: las sanciones económicas que prescribe la Torah, las amputaciones de las manos culpables en el Corán, las excomuniones católicas o, ya en un plano más temporal, las leves condenas -dictadas por jueces benevolentes e imbuidos de afán pedagógico- a leer, a escribir o a sufrir el reproche público para los afortunados infractores.

En la ya mencionada sección centrada en la periferia de la bibliocleptomanía, se examinan -también con altas dosis de humor- las peculiaridades del préstamo sin retorno -experiencia frecuente, a la que casi nadie ha conseguido escapar-, con una simpática enumeración de razones para no prestar libros: no perder un amigo, mantener incólume tu biblioteca, evitar el deterioro del libro o impedir su no devolución; el robo parcial, esto es la mutilación, la profanación de libros, incluyendo ejemplos llamativos, como el del innombrable César Ovidio Gómez Rivero, mutilador hispano que se fue de rositas, Farhard Hakimzadeh, el mutilador millonario, o Forbes Smiley III, tercero sólo en la saga familiar, pero primero en el escalafón de ladrones de mapas; y, por último, el robo del contenido no del continente, con oportunas acotaciones sobre el plagio (se nos informa de que en Roma se condenaba a recibir latigazos -ad plagas- a los que vendían como esclavos a hombres libres; plagiarios, pues), la piratería y los (quienes en el siglo XIX pirateaban los libros entre Gran Bretaña y Estados Unidos, aprovechando los vacíos que dejaba la incipiente legislación de la época).

El apartado principal del ensayo (casi la mitad de su extensión) lo constituye el de la clasificación minuciosa y sistemática de las distintas tipologías de los ladrones de libros. Comparecen así, en una taxonomía a veces difusa, con categorías que se ramifican y con grupos y subgrupos que se desgajan una y otra vez del tronco principal entremezclándose y confundiéndose, las divisiones en función del motivo del robo -que será la seguida con carácter principal en el estudio-, del tipo de libro robado, del lugar del robo o del destino final de los frutos robados, propio o ajeno. Pero, como digo, entre estas ramas principales surgen otras menores que, en muchas ocasiones, llevan al lector, perdido en el marasmo clasificatorio, a renunciar a toda idea de seguir el cada vez más embarullado orden prescrito y a abandonarse sin más complicaciones ni afanes ordenancistas, feliz y placenteramente, a la amenidad de las historias que relata la exageradamente estructurada mente del autor.

Siguiendo, no obstante, el hilo principal, el que nos lleva a fijarnos en las razones que conducen a alguien a robar libros, nos encontramos en primer lugar con quienes roban para consumir, un sustancioso apartado dedicado al ladrón lector y al ladrón escritor, que roban por dotar de intensidad a unas vidas inanes o para nutrir con experiencias “al límite” el imaginario de sus obras; también aparecen los ladrones literarios, con los ejemplos destacados de Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán, que no se consideran escritores de verdad si nunca han robado un libro o, como es el caso del escritor/editor Abelardo Castillo, si sus propios libros nunca han sido robados. Hay, también, ladrones de amplio espectro, que no circunscriben a los libros el objeto de su pulsión: Rimbaud, el poeta beat Gregory Corso, James Ellroy, “nuestro” César González Ruano o el más destacado de todos, Jean Genet, con su vida de delincuencia, entrando y saliendo de la cárcel de continuo. Por una erudita sección llena de referencias históricas, Yo robo para atesorar cuanto amo, desfilan varios especímenes de ladrones bibliófilos que llevan al extremo su amor por los libros. De este modo asistimos, intrigados, a las peripecias de Stanislas Gosse, el ladrón de Sainte-Odile, que robó decenas de valiosos libros en el convento alsaciano del mismo nombre, usando un pasadizo secreto y una puerta oculta -¡cómo no!- en una biblioteca; también nos suscita curiosidad la historia de Bartolomé Gallardo, quien fuera diputado por Badajoz en el Congreso, en 1834, un ladrón que no lo fue y que mereció la atención de Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles; y, sobresaliendo por encima de todos ellos, Guglielmo Brutus Icilius Timoleone Libri-Carucci dalla Sommaja, el Conde Libri, el más fascinante, más completo y más inverosímil ladrón de libros, que, quizá predestinado por su apellido, llego a robar, refinado y genial, más de 30.000 libros.

Hay también un espacio en el ensayo, presentado bajo la rúbrica Yo robo para comerciar, en el que se detallan distintos supuestos de ladrones “emprendedores”, quienes se apropian por encargo o, más habitualmente, por negocio, de libros valiosos custodiados (¿?) en instituciones privadas o públicas: universidades, monasterios, iglesias, bibliotecas, museos... No podía faltar la mención al electricista de la catedral de Santiago de Compostela, que, de modo chapucero y carente del glamur que el cine ha asociado a este tipo de “operaciones”, robó en 2011 el Códice Calixtino, el libro más valioso de la Historia de España, en opinión del catedrático García de Cortázar, gran autoridad en la materia. En el mismo capítulo se describen el robo más hermoso, una obra de arte del latrocinio, con “ambientación” veneciana, y el más “tonto”, un disparate perpetrado por cuatro universitarios norteamericanos, “inspirados”, para llevar a cabo su desatino, en la visión reiterada -y estéril, como demostrará el fracaso de su intento- de Ocean’s eleven, el éxito cinematográfico de Steven Soderbergh. Conocemos aquí también a Daniel Spiegelman, al que su desmesura delictiva lleva a una condena ejemplar y permite a la justicia estadounidense sentar jurisprudencia, pues por primera vez se determina que el valor del robo en estos casos no es la mera suma de las cantidades que puedan obtenerse en una subasta por cada uno de los libros sustraídos, sino mucho más, un valor incalculable, si se considera el daño irreparable que se hace a la Humanidad, al privarla de valiosos tesoros, impedir el desarrollo del conocimiento o imposibilitar la consulta y estudio por los investigadores de los volúmenes robados.

El análisis específico de la bibliocleptomanía en su sentido literal se aborda en Yo robo porque no puedo dejar de robar, otro de los desopilantes epígrafes de la obra. Partiendo del ejemplo de Winona Ryder -meramente ilustrativo, pues, que se sepa, la “pulsión” de la actriz se circunscribía a las joyas y la ropa-, se nos narran las entretenidas historias de Edward Fitzgerald, sobrino del primer ministro británico en la época y pillado en París robando… ¡¡una Biblia políglota!!; de Duncan Jevons, cuarenta mil libros en su haber en solo quince años; de John Gilkey, que ni siquiera sabe por qué roba y cuya singularidad lo llevará a protagonizar una especie de biografía novelada de un cierto éxito, El hombre que amaba los libros demasiado, título genial; y, por fin, Stephen C. Blumberg, obsesionado por robar para batir récords y salir en el Guinness, lo cual logró gracias al ilegal acopio de ingentes cantidades de libros cuya auténtica magnitud podréis comprobar en el fragmento que os dejo al término de esta reseña, muy significativo, también, del “tono” jocoso de la obra.

Hay, para finalizar esta vertiente taxonómica del libro, una interesante aproximación al muy frecuente caso de los bibliotecarios ladrones. En Yo robo por proximidad se nos dan a conocer muchos de estos supuestos, ladrones cautos, ladrones imprudentes, ladrones impunes, ladrones torpes que, cinco minutos después de perpetrarlo, venden el fruto de su robo en eBay; con la mención final de Massimo de Caro, genio falsificador, ladrón innoble, mentiroso compulsivo y bibliotecario a nuestro pesar, como lo califica el autor, capaz de robar un opúsculo de Galileo, de 1610, Sidereus Nuncius, reproducirlo a la perfección con minuciosa pulcritud técnica -en tintas, papel, impresión y encuadernación- e incorporarle unas acuarelas, que encarga a un pintor argentino, para devolverlo, embellecido, guardándose algunas copias para su enriquecimiento.

Los dos capítulos finales, Intrabibliocleptomanía y Mecanismos para evitar el robo, recogen, respectivamente, el robo de libros dentro de los libros y las estrategias para proteger los libros y prevenir su hurto. En el primero de ellos nos encontramos con la mención de episodios bibliocleptómanos en tramas de ficción (El Quijote, Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow, Los detectives salvajes, del ya citado Bolaño, El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte, o El nombre de la rosa, de Umberto Eco, entre los ejemplos más conocidos) o con la apasionante leyenda del librero asesino, una ficción periodística ambientada en Barcelona y difundida en la francesa Gazette des Tribunaux en octubre de 1836, y que alcanzó una notable difusión durante décadas como si de un hecho real se tratara. El apartado “preventivo” final incluye -tras aceptar la imposibilidad de ponerle puertas al campo- las prevenciones consistentes en amenazas (maldiciones, excomuniones y anatemas, trabajos forzados, amputaciones, horcas y castigos varios, previsiones de males y enfermedades sin cuento), las físicas (cadenas, “jaulas” protectoras, arcones más o menos blindados, grilletes y barrotes) y también los muy eficaces bibliopolicías, los guardianes del libro, celadores puntillosos, bibliotecarios concienzudos, perseguidores profesionales -auténticos sabuesos- de los ladrones de libros.

En fin, una delicia este estupendo Roba este libro, de Miguel Albero -que con su otra personalidad, Gabriel Lumeo, aporta unas cuantas citas al amplio conjunto de las que recoge en su obra-. Compradlo y leedlo, os aseguro unas cuantas horas de lectura entretenida y feliz.

De una de las referencias mencionadas en el libro, la película La ladrona de libros, dirigida por Brian Percival sobre la base de la novela del mismo título de Marcus Zusak, os dejo el tema principal de su banda sonora, creada por el maestro John Williams: The book thief.


Stephen C. Blumberg es considerado por muchos como el gran ladrón de libros del siglo XX, y es sin duda el primero del escalafón en cuanto al número de libros robados se refiere. Habrá pues que estudiarlo con algo de detalle, y veremos primero las magnitudes de su gesta, para luego analizar su condición de bibliocleptómano, su manera de actuar, y dejar para el final, para introducir algo de suspense, las vicisitudes de su detención y juicio, aunque el suspense se limite al cómo, ya saben quién es el asesino, perdón, el ladrón de libros, de no haberlo pillado no sabríamos ni su nombre.

Blumberg fue detenido en 1990 y condenado a 7 meses de cárcel en 1991, además de a pagar la suma de 200.000 dólares. Pero estos datos pueden no impresionar al lector, acostumbrado ya a estas alturas a ladrones de peso. Habrá pues que poner encima de la mesa sus atributos, las cifras que lo acreditan como el número uno, algo que les encanta a los americanos, los reyes de la estadística. Porque para ser el número uno necesitas destacar en todos los aspectos de la actividad en cuestión, no vale con ser el mejor en algo. Si fuera un jugador de baloncesto, Blumberg sería un extraterrestre, estará en la misma puerta del Hall of Fame, porque lideraría los registros históricos en todas las facetas del juego. Sería el número uno en rebotes, lo que suele ser patrimonio de los pívots, en puntos, donde mandan los aleros, y en robos de balón y asistencias, el territorio reservado a los bases. Y es que el amigo Blumberg robó al menos 19 toneladas de material, la friolera de 20.000 libros y 10.000 manuscritos, todo ello por un valor de 20 millones de dólares, en 45 estados de EE.UU. y dos provincias de Canadá, y en un total de 327 instituciones, entre bibliotecas y museos. Como se lo cuento. Nadie ha robado tantos libros que valgan tanto, en tantos lugares y en tantas instituciones. Si le hubieran dado un poco más de tiempo, se habría ido a Alaska a robar algo para poner allí una chincheta, o más bien en su mapa mental, y habría acabado en Puerto Rico, para que ni los estados libres asociados quedaran sin robo.

Se trata, sin duda, de un bibliocleptómano, porque hablamos de una persona que no puede parar de robar, y se trata sin duda de un bibliótafo, porque escondió todos sus libros, guardados en su casa los encontró el FBI y no en una subasta en Sotheby’s. Pero a esas dos patologías, que suelen venir juntas como las malas noticias, Blumberg suma una tercera, y es esa ambición por ser el primero, esa voluntad decidida de convertirse en el campeón de la especialidad. Estaríamos aquí ante una variante de la bibliocleptomanía, de una versión agravada de la misma, donde a la pulsión de robar se une la de ser el que más roba, como si un asesino en serie, además de asesinar a pelirrojas, ése es el patrón de la serie, quisiera batir el récord y ser el mayor asesino de pelirrojas de la Historia, superando así a un colega hoy felizmente retirado. Y es que vivimos en un mundo donde, desgraciadamente, ésa no es una pulsión menor: el mal del Guinness podríamos llamarlo, que conduce a gente aparentemente cuerda a invertir su tiempo en ser el número uno en escribir la Biblia en una lenteja, en hornear la empanada más grande, en ser, por qué no, el mayor ladrón de libros de la Historia. Destacar, de eso se trata, conseguir ser el primero en algo, y si no soy el más dotado para los estudios, ni el capitán del equipo de baloncesto, me entrego al mundo Guinness, mis hijos podrán estar orgullosos de mí, el apartado relativo al puzle con nubes de más piezas es patrimonio familiar, aunque me cueste mi empleo, aunque tengamos que sacrificar vacaciones, nadie dijo que fuera fácil.

Y, en efecto, eso le contó Blumberg al FBI, que quería ser el más grande, superar el récord de David Shin, ésa era su referencia, ser el mejor; luego en su manía hay una cierta megalomanía, la hybris, la desmesura, esa idea de ser el mejor en algo, y está claro que lo consiguió. Y entiendo que dentro de este esquema, y como sucede con los asesinos en serie, también de alguna manera él quería al final ser detenido, porque, quien elabora esa empanada gigante lo hace para salir en el Guinness, para tener su cachito de gloria, si nadie se entera me quedo con la empanada y con su muy difícil digestión, de nada me sirve. Igual esperaba en efecto a cubrir todos los Estados de la Unión para entregarse, y convocar a la prensa y anunciarles dichoso las muy federales dimensiones de su hazaña.




Miguel Albero. Roba este libro

jueves, 10 de mayo de 2018

MIKITA BROTTMAN. CONTRA LA LECTURA

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, vuestra cita habitual con las recomendaciones de lectura para las tardes de los miércoles en la emisora universitaria salmantina.

Hace quince días, el pasado 23 de abril, con la excusa de la celebración del Día internacional del libro, os proponía una curiosa obra, Este libro te alegrará la vida, en la que su autor, el británico Daniel Gray, presentaba en cincuenta breves capítulos otras tantas razones por las que quienes amamos la lectura y los libros disfrutamos apasionadamente de ellos. El enfoque desde el que se partía en el muy entusiasta texto era, como quizá recordaréis -y como resulta por lo demás evidente-, necesariamente optimista y positivo, sin que el escritor escocés fuera capaz de ofrecernos -ni, en realidad, lo pretendiera- más que benéficos argumentos para su acercamiento al fenómeno lector.

Para equilibrar un tanto una balanza tan volcada del lado bibliófilo, mi sugerencia de hoy -que nace también condicionada por la presencia en Salamanca de la trigésimo octava edición de la Feria del libro- surge desde un planteamiento casi opuesto, pues antes que defender ciega y acríticamente el hecho de leer, Mikita Brottman sugiere en su interesante Contra la lectura que ahora os recomiendo una visión del asunto algo más matizada, que no se entrega de un modo convencional a los consabidos lugares comunes sobre la lectura ni rehúye tampoco los aspectos más discutibles o controvertidos -que los tiene- de la actividad lectora.

El libro, que en su edición española vio la luz este pasado febrero en la barcelonesa editorial Blackie Books, aparece en nuestro país diez años después de su publicación en Estados Unidos, en traducción de Lucía Barahona -que “catalaniza”, en ejemplos y expresiones, la versión original-, con una sugerente ilustración de cubierta de Cristóbal Fortúnez, y con un muy breve pero interesante prólogo de la autora, escrito expresamente para la ocasión.

La editorial define a Mikita Brottman como una académica peculiar, erudita pero personalísima. Psicoanalista, doctora en Lengua y Literatura Inglesa en Oxford y profesora en diversas universidades europeas y estadounidenses, escribe sobre distintos aspectos de la cultura contemporánea en publicaciones variopintas, tanto periódicos serios y “formales” como en otros ámbitos menos convencionales. De lo singular de sus intereses dan prueba algunos de los cursos que dicta -y que cita en su libro-: “Investigación crítica”, impartido en facultades de Arte y en el que explora, de manera creativa, las relaciones entre textos escritos y planteamientos visuales; “Entender el suicidio”, donde rastrea y analiza obras literarias centradas en el perturbador fenómeno autodestructivo; o “Cultura del apocalipsis”, cuyo objeto es la presencia del fin del mundo en la literatura y las artes.

El carácter algo excéntrico de sus preocupaciones académicas y el tono abiertamente provocador del Contra la lectura del título, podrían hacernos pensar que nos hallamos ante una “dinamitera” de la cultura, alguien que rechaza los libros y la lectura y que, consciente de sus perniciosos efectos, defiende su eliminación de nuestras vidas. Muy al contrario: resulta evidente que Mikita Brottman no solo no es una iletrada analfabeta sino que es una intelectual cuya formación universitaria y personal se ha basado, como es obvio, en los libros (basten como prueba los más de doscientos títulos que incluye como bibliografía final en la obra reseñada). No estamos, en consecuencia, ante una antisistema que odia los libros y “milita” en pro de su desaparición. Ella misma lo aclara en las primeras líneas de su preámbulo “español”: Cuando Contra la lectura se publicó por primera vez en Estados Unidos, hace diez años, nunca se me ocurrió pensar que hubiera quien se tomara el título de manera literal. Por eso, en el caso de que penséis que realmente estoy en «contra» de la lectura, signifique esto lo que signifique, permitidme dejar claro que no es así. Soy profesora de Literatura. Leo cada día, y lo hago por múltiples razones, tanto profesionales como personales, pero sobre todo por la gran satisfacción que me produce.

El enfoque del que el libro parte no es, pues, el de una supuesta impugnación de la lectura, sino, sobre todo, el de una lúcida oposición a su sacralización, el de la inteligente refutación de esas ideas, hoy imperantes por doquier, según las cuales el acto de leer, por sí mismo, aparece revestido de un cierto misticismo “noble” y exento de cualquier posibilidad de cuestionamiento, el del clarividente rechazo a la prejuiciosa consideración de las bondades de la lectura como una suerte de dogma, en virtud del cual leer nos haría a todos brillantes, inteligentes, sensibles, atractivos, buenas personas, ciudadanos ejemplares, en definitiva, cómodamente instalados, satisfechos y complacidos, en el lado “correcto” de la vida (quienes no leen -siempre los “otros”: veinteañeros, nativos digitales, personas sin estudios universitarios, con ingresos bajos o que viven fuera de las ciudades- representarían así la desacreditada “escoria” intelectual, la incultura, la sociedad deshumanizada, el germen del apocalipsis). Brottman contradice esa visión de las cosas, con rigor y profundidad y también con un acerado sentido del humor: En lo que a los hábitos respecta [leer] es mejor que fumar, comprar zapatos o consumir metanfetaminas. Supongo que la principal diferencia consiste en que no suele asumirse que alguien que colecciona zapatos sea necesariamente un gran caminante, pero algunos sí que tenemos la concepción equivocada de que poseer gran cantidad de libros equivale a ser un gran lector o tener grandes conocimientos, cuando la realidad, claro está, es que el amor por la presencia física de los libros no constituye en sí mismo ninguna forma de perspicacia cultural, de la misma manera que llevar una bata blanca no proporciona conocimientos de medicina.

En definitiva, los libros, sus supuestas bondades, no son intocables (Un ensayo dedicado a los lectores que no creen que los libros sean intocables, reza el subtítulo de la obra) y lo importante no es en sí mismo el hecho de leer como la relevancia que tiene el qué, el cómo y el por qué se lee. Más allá de apriorismos vacuos y bienintencionados lemas preconcebidos (¡¡leer es sexy!!) -casi todos, no obstante, ciertos en una u otra medida (consúltese, por si se dudara, Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca, el libro de Bart Van Aken publicado por la editorial Gustavo Gili al que estoy dedicando en las últimas semanas varios programas en Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca)- la pregunta clave que deberíamos hacernos antes de formular cualquier juicio de valor sobre el asunto es “qué significa [realmente] leer un libro”.

Partiendo de esa premisa, la autora indaga en el objeto de su estudio en tres grandes capítulos -más una introducción y una conclusión- organizados en secciones más breves, todas encabezadas por el título de alguna obra literaria. En ellos, de un modo mixto, a caballo del ensayo académico y el relato autobiográfico, interpelando al lector, al que siempre tutea, cercana y amigable, hilando sus argumentos a través de su propia experiencia lectora desde la infancia hasta la edad adulta, y dejando claro desde el inicio su indudable reconocimiento de la lectura, que claramente aprecia y valora, se ocupa de cuestionar los principios establecidos acerca de los libros, que en nuestros días se repiten como mantras irrefutables, de rebatir los prejuicios presumiblemente incontestables sobre la lectura y de mostrar, de manera convincente aunque discutible, polémica y atrevida, los principales riesgos que entraña la entrega excesiva y ciega a los encantos de la letra impresa.

Por de pronto, y en contra de la recurrente denuncia sobre el “descenso de la lectura”, Brottman opone datos contundentes. Más allá de que, hoy en día, no sólo se leen libros (Lo cierto es que la gente sigue leyendo, y siempre lo hará. Leer puede adoptar diversas formas, y éstas pueden diferir de aquellas con las que nos encontramos más cómodos; el hecho de que la gente lo haga en el teléfono móvil o en la pantalla del ordenador más que en hojas de papel no augura la llegada del apocalipsis), el supuesto declive en la lectura y la alfabetización es falso de toda falsedad. En el año 2002, en Estados Unidos se publicaron cerca de ciento cincuenta mil libros, de los cuales unos cien mil (¡¡100.000!!) fueron novelas. En España, las cifras más recientes -2016- hablan de cerca de noventa mil publicaciones al año. Ello hace unos cuatrocientos nuevos títulos al día en el país americano y algo menos de trescientos en el nuestro. Tomando como referencia una semana con cuarenta horas de lectura -cita Brottman al crítico John Sutherland-, cuarenta y seis semanas por año de actividad y tres horas por novela, necesitaríamos 163 vidas para leerlas todas.

¿De verdad hoy día se lee menos que nunca? No parece ser así, y otra buena muestra de ello es la proliferación en los anaqueles de las librerías -un hecho que la autora destaca con profusión de ejemplos del ámbito anglófono- de volúmenes que tienen a los libros como núcleo central (un nuevo género, cuyas enfáticas propuestas empiezan a resultar tediosas: los libros sobre libros), obras -de toda índole, muchas estimables, otras rozando peligrosamente la autoayuda- que ponderan las virtudes de la lectura y la presentan como una suerte de panacea universal. 1001 libros que hay leer antes de morir, de Peter Boxall; Una historia de la lectura, de Alberto Manguel; Nadie acabará con los libros, colaboración entre Umberto Eco y Jean-Claude Carriére; o el ya referido Este libro te alegrará la vida, de Daniel Gray, entre decenas de otros parecidos, forman parte -a menudo de manera no pretendida- de una benevolente aunque fatigosa cruzada de fomento del hábito lector (en la que yo mismo participo de buena gana: tres de los libros citados han sido recomendados por mí, junto a otros muchos similares, en estas ocho temporadas de Todos los libros un libro). Si la lectura fuera tan fundamental como les gusta afirmar a sus partidarios, señala, provocadora, Mikita Brottman, ¿por qué necesitamos toda esta presión organizada para animarnos a coger un libro?

En esta lógica de rechazo a la sospechosa y casi unánime “consagración” de la lectura, en las primeras páginas de la obra se documentan las críticas que, en todos los tiempos, se han vertido sobre los libros, desde Sócrates o Platón, hasta Jane Austen, Jeremy Bentham, William Morris o Stuart Mill, autores todos que, desde una perspectiva ilustrada y sabia, afecta sin duda a la literatura, han denostado los usos espurios de los libros. Y precisamente por ello, a modo de aviso para navegantes, Contra la lectura nos previene frente a algunos de esos perniciosos efectos.

Y es que son muchos los “riesgos” a los que se someten los lectores, ya que la lectura -escribe Mikita Brottman- no conduce más que a problemas. El principal de ellos lo constituyen las muy diversas variantes en que se manifiesta el conflicto entre literatura y realidad. Están, por un lado, las decepciones que experimenta quien vive absorto en las páginas de un libro cuando contrasta el correlato “real” de las maravillas representadas en los textos. Es el caso, que recoge la profesora británica, de Jean-Paul Sartre y el desengaño sufrido de niño al visitar los Jardines de Luxemburgo, un pálido reflejo del asombroso universo con el que estaba familiarizado tras “frecuentarlo” en la Enciclopedia Larousse. Igualmente, puede resultar traumático constatar la imposibilidad de sentir en la vida cotidiana emociones -sobre todo las vinculadas al amor romántico, a las pasiones sentimentales- de tal calibre como las reflejadas en los libros. Afirma Brottman, con su humor cáustico, a propósito del ardoroso enamoramiento de Catherine y Heathcliff en Cumbres borrascosas: Yo ni siquiera había conocido a nadie por quien mereciera la pena bajar las escaleras (así que olvidaos de lo de morir por). También es reseñable el efecto “bucle” que se produce cuando, por ahuyentar los males del mundo, nos recluimos entre libros, pues esa clausura, de prolongarse, acabará por inhabilitarnos para una existencia normalizada y ello volverá a arrojarnos a los acogedores “abismos” de la ficción, perpetuando el sufrimiento: Cuanto más me decepcionaba la vida real, más me sepultaba entre libros; y cuanto más tiempo pasaba leyendo, más remota se volvía la posibilidad real de escapar. Por otro lado, tomar como modelos de referencia -sobre todo en la adolescencia y primera juventud- los libros inadecuados puede ocasionar daños irreparables, pues el desajuste entre una existencia magnífica en la ficción, y por tanto de imposible cumplimiento, y un día a día convencional y mediocre, pero tremendamente “real” y constatable, resulta difícil de superar. Debería haber leído libros sobre los peligrosos efectos de una educación inadecuada en una mente impresionable, sobre las confusiones y las predilecciones adquiridas por una lectura excesiva. Pero no los leí, dice nuestra algo heterodoxa autora, para, a continuación, pasar a referirnos los clásicos que sí leyó y los muchos males que de ello se derivaron. Ninguno se resiste a su incisivo y demoledor análisis: ni los aburridos “ancianos” greco-latinos, ni los tediosos y “vetustos” autores anglosajones medievales, ni -aún en la tradición británica- Tom Jones o Tristram Shandy, ni -y los “zarpazos” saltan ahora las fronteras- el mismísimo Quijote, ni Tolstói, Chejov o Dostoievski, ni Jane Austen o las Brönte o George Eliot, ni Dickens o Virginia Woolf, ni Henry James ni, por supuesto James Joyce. De todos ellos -lecturas más o menos obligadas en la formación de cualquier estudiante medianamente culto- hace una despiadada -aunque en el fondo irónica- interpretación pro domo sua.

Por el desafiante ensayo vemos discurrir también otros padecimientos a los que condena la lectura: los numerosísimos suicidios en bibliotecas, la ruina a la que tienden a condenar su vida los bibliómanos y bibliófilos, con constatables pérdidas de salud, hacienda, familia y amigos (hilarante el caso de Art Garfunkel, cuyos disparatados hábitos lectores Brottman despelleja sin contemplaciones), los delirantes rituales asociados al amor por los libros (en los que caben tanto los de quienes exhiben sus voluminosas bibliotecas como signo de estatus y autoridad como los de los que compran los libros como meros elementos decorativos para rellenar estanterías: todos son machacados por el inexorable martillo pilón de la crítica profesora).

Los libros, en fin, nos llevan fuera del mundo, y si bien nos enseñan a apreciar los sutiles matices del pensamiento, la emoción y el lenguaje, también -por ello mismo- hacen que nos alejemos de nuestras planas y vacías circunstancias, lo que acabará por hacernos deambular por nuestras tristes existencias llevando siempre un libro con nosotros, para poder escaparnos a él cuando las cosas pinten mal. He ahí la rotunda moraleja que concentra todos los padecimientos que la lectura puede ocasionarnos: Los libros pueden llevarnos a lugares maravillosos, pero también pueden dejarnos allí varados, alienados e inútiles, solos y desclasados, aislados de otros seres humanos, incluso de nuestros propios recuerdos, de nuestra propia experiencia de nosotros mismos.

Y es por ello que el “ejemplo” crítico de los clásicos, junto a la dramática enumeración de los perjuicios que acarrean los libros, parecen dar fuerza a la autora para atreverse, sin temor alguno, a romper prejuicios, comportamientos intelectuales heredados y lugares comunes sobre la lectura, con una serie de desinhibidos consejos. Para ello, ofrece un cuestionario con once preguntas básicas -¿cómo decides qué libro vas a leer?, ¿siempre terminas los libros?, ¿relees libros que te encantan?, ¿puedes leer en algún lugar con ruido?, ¿cuánto gastas anualmente en libros?, y otras de este tenor- para objetar algunos de los más comunes hábitos lectores. Así, y en contra de las corrientes cultas dominantes, aboga por abandonar un libro si os aburre, no lo pilláis, os resulta soporífero u os provoca dolor de cabeza, para concluir: ¡dejadlo y pasar a leer otra cosa!, llegando incluso a aconsejar crearse una regla personal, una cifra, que mida el número máximo de páginas que conviene leer antes de “desembarazarse” de un libro -en su propio caso son sesenta-; ver las películas antes -¿por qué no “en vez”?- de leer las tediosas obras literarias en que se basan; romper con la idea -que se nos inculca desde la escuela- de que hay libros que se deben leer, y, por el contrario dejarse llevar por su opuesta: Sólo deberíais leer libros con los que disfrutéis.

Y sin embargo, y algo contradictoriamente con esta defensa a ultranza del disfrute y del placer lectores (pero ya se ha dicho que uno de los elementos de interés de Contra la lectura es su carácter controvertido y polémico, su provocadora capacidad para suscitar el debate y la discusión), en sus conclusiones finales, la aparente iconoclastia de la autora se complace en detenerse en glosar las virtudes que sí acompañan a la lectura, entre las cuales muchas de ellas tienen que ver con alguna forma de esfuerzo o disciplina, de sufrimiento, inquietud o perturbación, exigencias opuestas, a priori, a las que conlleva la gratificación inmediata, la fácil satisfacción por las que se abogaba en los capítulos precedentes. Hacernos acceder a los aspectos más graves de la existencia; cuestionar las ideas preconcebidas sobre el mundo; mostrar los rincones ocultos de la vida; iluminar nuestra desdicha real o potencial; indagar en las grandes claves de la experiencia humana -la inevitabilidad de la muerte, la definitiva soledad, la ausencia de cualquier sentido obvio de la vida-; pensar en las consecuencias éticas y morales de nuestro comportamiento; entender y transformar nuestra identidad, nuestra personalidad y nuestro espíritu; profundizar, en definitiva, en los insondables abismos del alma humana como pretende -y logra- la buena literatura, son fines muy alejados de esa lectura divertida, confortable, agradable, sencilla y amena a la que parecía aludir la tesis básica de Contra la lectura. De este modo, Brottman hace suya la convicción expresada por Franz Kafka en una cita clásica, tantas veces repetida: En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta como un golpe en el cráneo, ¿para qué nos molestamos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques lejanos, lejos de toda presencia humana, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado de nuestro interior. Eso es lo que creo.

Esa lectura exigente es, pues, el horizonte último hacia el que apunta este estimulante alegato de Mikita Brottman, Contra la lectura, en el que deplora la interpretación superficial de la lectura que hoy constituye el recurrente leitmotiv de quienes abogan por leer a cualquier precio, ponderando unas bondades de los libros que no existen por sí mismas, por el solo hecho de leer, sino en la medida en que la profundidad, el rigor, la seriedad, la disciplina, la atención, el discernimiento, la reflexión y el criterio formen parte de nuestro acercamiento a los muy preciados tesoros que albergan.

Para ilustrar el conflicto entre los libros y la realidad al que se refiere Brottman en su obra, aunque resuelta esta vez de un modo radicalmente opuesto al planteado por la profesora de Sheffield, os dejo con un muy breve tema de Vincent Delerm, Dans tes bras, en el que, entre el aburrimiento de los libros (y del cine y la televisión y el deporte…) y el confort de los brazos de la amada, el narrador elige, sin dudarlo, el amor. 


Lo cierto es que la lectura desempeña un papel muy reducido en el modelo capitalista; casi podría decirse que es opuesta al consumo capitalista, en cuanto a que no produce nada, no genera ningún dinero ni tampoco nos hace parecer más jóvenes, sentirnos mejor o ser más rápidos. Quienes promueven campañas de que la lectura es “buena para ti” y algo “básico y divertido” necesitan, si de verdad quieren tener algún éxito, dar forma a una idea de “bueno” y “genial” que no esté ligada a lo que la mayoría considera como los logros más importantes de su vida -ganar dinero, ser atractivo y popular, tener buena salud y una familia feliz y amorosa-, puesto que ninguno de éstos nos exige leer, al menos no de una manera reflexiva y seria.

¿Puedo incluso atreverme a sugerir, queridos lectores, que lo contrario podría ser cierto: que, dejando a un lado la alfabetización básica, cuanto más tiempo dediquemos a la lectura menos probable es que alcancemos alguna de estas cosas?

¿Y si la lectura no nos hiciese sentir mejor?

¿Y si fuera más probable que nos INDUJERA a la depresión en lugar de al alivio?

Como pronto descubriréis, en realidad NO voy a ofreceros una “cruzada contra la lectura” (esto no era más que para llamar vuestra atención). Tengo que decir que los libros me han ofrecido un placer más consistente y puro que casi cualquier otra cosa en mi vida, y estoy segura de que cualquiera que hay comprado este libro, o que lo haya recibido como regalo, ya es de entrada un lector bien informado y reflexivo. Simplemente quiero sugerir que no hay nada digno o respetable de manera intrínseca en el acto de leer en sí. Simplemente me pregunto si en realidad leer podría no ser todo lo que se anuncia que es. Si lleváis toda la vida leyendo, podéis haceros las siguientes preguntas:

¿Os ha llevado a ser los primeros de la clase?

¿Os ha hecho felices?

¿Os ha hecho “mejores personas”?

¿Os ha llevado a “lugares maravillosos”?

¿Os ha llevado a algún sitio?

En este libro recomiendo que, si tenéis que leer, o seguir leyendo, deberíais hacerlo reflexivamente, con cuidado y criterio. No os dejéis guiar por vuestros prejuicios. No leáis libros solo porque sintáis que “debéis hacerlo”, porque puedan ser “buenos para ti”. Hacedlo solo porque no podéis evitarlo.

Leed con atención y notaréis la diferencia.



Mikita Brottman. Contra la lectura