Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de enero de 2019

PETER BODGANOVICH. JOHN FORD

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a un nuevo programa de Todos los libros un libro que, como tantos otros cursos, al acercarse las fechas de la entrega de los principales galardones cinematográficos en todo el mundo -los Oscars de Hollywood, nuestros Goya, los César franceses, los Bafta británicos- dedica algunas de sus emisiones a celebrar el séptimo arte a través de libros vinculados, de modo directo o indirecto, con el cine. En el caso de mi propuesta de hoy, estamos ante una recomendación doblemente oportuna, primero por la razón antedicha de la proximidad temporal con las ceremonias en las que se otorgan esos prestigiosos y populares (a menudo más lo segundo que lo primero) galardones, ya que nuestro protagonista de esta tarde ganó cuatro Oscars; y además porque pasado mañana, 1 de febrero, se cumplen ciento veinticinco años del nacimiento de John Martin Feeney, conocido universalmente como John Ford, probablemente el mejor director norteamericano de la historia (lo cual es casi sinónimo de “el mejor director de cine de todos los tiempos”, sin necesidad de ninguna acotación), al que dedicamos alborozados nuestro espacio con la propuesta de lectura de dos libros magníficos que lo tienen como centro. 

En 1963, Peter Bodganovich, a su vez director de cine (autor de títulos de culto como The last picture show, ¿Qué me pasa doctor? o Luna de papel, estrenadas en los primeros setenta, cuando las vi con entusiasmo), acompañó a John Ford durante el rodaje de El gran combate, película que se estrenaría en 1964. De ese encuentro salió una larga entrevista que publicó al poco tiempo la revista Squire, con el ya legendario título de Me llamo John Ford y hago películas del Oeste, frase que, al parecer, profirió el huraño e independiente director cuando tuvo que declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas en un asunto del que se recuerda también -con idénticas connotaciones de leyenda- su enfrentamiento con Cecil B. de Mille. Ese artículo está en la base de John Ford, el imprescindible libro que presentó hace unos meses, como primer título de su recientemente estrenada aventura editorial, el muy bisoño sello Hatari!, un nombre de claras reminiscencias cinematográficas, con la explícita alusión al film de Howard Hawks; lo cual, por otro lado, es fácilmente entendible si se sabe que los mentores de la nueva editorial son dos cinéfilos declarados como Eduardo Torres-Dulce y José Luis Garci. 

Bodganovich convirtió su crónica en un libro cuya primera edición apareció en Londres en 1967. En diferentes versiones vio la luz en España, en la editorial Fundamentos, en el 71, el 83 y el 97. La presente recuperación aporta numerosas novedades de importancia, tanto en los aspectos formales, pues se trata de una edición de lujo (con algún fallo ortográfico), encuadernada en tela, con una vistosa sobrecubierta, traducción actualizada a cargo de Andrés Moret Urdampilleta y más de cien fotografías, algunas inéditas, fruto de la voluntad -y el dinero- de los editores; como desde el punto de vista de un contenido que incorpora un preámbulo de Bodganovich escrito expresamente para esta edición española y un capítulo inicial, Encuentro en Monument Valley, y uno final, el emotivo Toque de silencio, al parecer inéditos en nuestro idioma. El núcleo principal del libro, su “esencia”, lo constituye la larga entrevista citada, en la que la devoción, la curiosidad y el conocimiento del entonces joven entrevistador logran extraer muy valiosa información a su maestro, de tal manera que, al término de los capítulos en los que se transcribe la conversación, contamos con un formidable retrato artístico y humano del personaje. La obra incluye, además, una muy amplia filmografía comentada en la que se repasan, en casi cien páginas de las doscientas setenta con las que cuenta el libro, todas las películas que John Ford dirigió o en las que participó. El excepcional volumen se cierra con una completa bibliografía y dos apabullantes índices, el onomástico y el de películas dirigidas (un añadido de aparente menor importancia, pero fundamental, pues permite la fácil búsqueda por actores o directores o largometrajes; algo que, como luego comentaré, no puede decirse de la otra obra que más adelante os presentaré, también magnífica pero menos “manejable”). Quiero destacar también que las muchas jornadas que ambos directores pasaron juntos, primero en el rodaje de El gran combate y más tarde, en verano y otoño de 1966, en la casa en Bel Air de John Ford, tuvieron otra afortunada consecuencia, además del libro que ahora os presento: un documental, estrenado en 1971, de imprescindible y gozoso visionado, Dirigido por John Ford, en el que Bodganovich entrevista a actores que habían trabajado con Ford -John Wayne, Henry Fonda, James Stewart, Maureen O’Hara- y al propio director -en este último caso con el telón de fondo de los impresionantes parajes del Monument Valley, asociados por siempre al cine del irlandés- intercalando sus palabras con secuencias de veintisiete de sus películas. Hay una versión revisada de 2006 que incorpora sustanciosas declaraciones de Martin Scorsese, Clint Eastwood o Steven Spielberg.

Nacido como John Martin Feeney el 1 de febrero de 1894 (aunque Bodganovich, en un doble error sorprendente, da por ciertos el dato de su nombre como Sean Aloysius O’Feeney y el de la fecha de nacimiento, que cifra un año después; algo explicable, supongo, si se sabe que Ford era un embustero “reconocido”), era el decimotercer y último hijo de dos inmigrantes llegados de Galway, en Irlanda. Graduado en la Escuela de enseñanza media de Portland, entró a trabajar en Hollywood, en los estudios Universal, “recomendado” por uno de sus hermanos mayores, Frank, que para entonces había cambiado el apellido a Ford y se desenvolvía con un cierto éxito en los ambientes cinematográficos. En 1916, John -Jack- Ford ya aparece en una guía de la Motion Picture News como ayudante de dirección, aunque él afirma que su primer contacto con el mundo del cine fue en calidad de carpintero y, más adelante, ayudante de atrezzo

Abandonando pronto estas sucintas referencias biográficas, el libro se centra sobre todo en la extensa carrera profesional, con cerca de doscientas películas en su haber, de las cuales ciento cincuenta cuentan con su dirección y, de estas, al menos ocho o diez son obras maestras absolutas, aunque ya se sabe la alta dosis de subjetividad inherente a estos juicios: La diligencia, El joven Lincoln, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Pasión de los fuertes, El hombre tranquilo, Centauros del desierto, El hombre que mató a Liberty Balance, lista en la que no resultaría descabellado añadir su "trilogía de la Caballería": Fort Apache, La legión invencible y Río Grande. Antes de 1924 Ford ya había hecho treinta y cinco largometrajes mudos, entre la etapa de la Universal, de 1917 a 1921, y la de la Fox, que inició 1920 y que se prolongaría hasta 1935. Cincuenta y cinco de estos títulos de su extensa filmografía son objeto del comentario detallado de Ford, espoleado por las pertinentes preguntas de su interlocutor. 

Tan abundante material nos permite conocer la doble trayectoria vital del realizador: la humana, con su difícil carácter, sus controvertidas ideas, su rotunda personalidad, sus ambigüedades, sus claroscuros; y la artística, pues a través de sus palabras -a veces escuetas, ya que en ocasiones despacha una película con una frase- conocemos sus criterios técnicos, su modo de rodar, sus planteamientos sobre el cine, sus hábitos y sus manías profesionales, su estilo cinematográfico… Y, en ambos frentes, resulta notoria su indudable -más allá de las agudas polémicas que inspiró su figura- genialidad. 

Una imagen muy frecuente de Ford lo dibuja como un inaguantable gruñón de carácter insoportable y lengua viperina, rezumando malicia, de permanente mal humor, hosco, ordinario, retorcido y algo paranoico, vengativo, huraño, sometiendo inmisericorde a sus subordinados y colaboradores (ni John Wayne ni James Stewart se libraron de ello) a injustificados arrebatos de irascibilidad, a bromas crueles, a insultos, respuestas destempladas y maldiciones, a humillaciones públicas, hasta el punto de ser temido por muchos de quienes lo trataron, el propio entrevistador entre ellos, pues inicialmente, en los primeros momentos de su relación, son palpables su prevención y su cautela. Hay que dar gracias a Dios de que el señor Ford tuviera el demonio dentro, llegará a escribir, cautivado al fin, paradójicamente, por la cercanía, el cariño, la bondad y el humor que acabarán por aflorar en el trato cotidiano con su entrevistado. Del mismo modo, su sistema de valores, su ideología, han sido cuestionados y denostados durante largo tiempo (yo aún recuerdo las opiniones que sobre él se nos transmitían en aquellos años “progres” cercanos a la muerte de Franco: un director sentimental, fascista, racista, machista, antiguo, un carca militarista que solo merecía el desprecio -el ignorante desprecio- de los jóvenes “concienciados”). Habría que esperar a su reivindicación por los críticos europeos, sobre todo -como tantas otras veces- los franceses de Cahiers du Cinema, para volver a ver con otros ojos sus películas y para encontrar en ellas no solo belleza y verdad, lirismo, emoción y una mirada poética sino valores, nobles valores: la dignidad ante los embates de la vida, la valiente aceptación del fracaso, la gloria en la derrota, la responsabilidad y el sacrificio, el compromiso en el cumplimiento del deber, la lealtad, la amistad, la solidaridad, la camaradería, el valor, la honradez, la compasión con el débil y el oprimido. 

El libro de Bodganovich -y, sobre todo, la visión desprejuiciada, sin anteojeras ideológicas, de sus películas- permite cuestionar estos absurdos apriorismos sobre el personaje y su obra. Ford está siempre -insisto, en sus declaraciones, en sus actos y en sus filmes- a favor del que nada tiene, del pobre, de la gente sencilla y humilde, de los desposeídos, de los desfavorecidos por la fortuna, de los desheredados y los marginales. No hay más que ver Las uvas de la ira o El joven Lincoln o Qué verde era mi valle o La diligencia, por citar solo algunas muestras, para persuadirse de cuál es la postura moral “auténtica” del realizador. Las opiniones que leemos en el libro están llenas de referencias a este planteamiento, como, por ejemplo, su natural aversión a los productores, al dinero y al poder y la espontánea cercanía con sus técnicos, sus atrecistas, sus electricistas. Del mismo modo “rechinan” -a la luz de un análisis serio- las críticas a su machismo, cuando sus mujeres son siempre fuertes, de una poderosa personalidad, llegando en más de una ocasión a “comerse” las películas que no protagonizan abiertamente, incluso aquellas en las que, en apariencia, podrían verse como una apoteosis del sometimiento; piénsese en el formidable personaje de Maureen O'Hara en El hombre tranquilo. Igualmente, no admite duda su posición ante la destrucción de los pueblos indios masacrados en la Conquista del Oeste: Ford siempre reconoció su dignidad en la derrota y aunque, afirma, he matado más indios que Custer, no duda en señalar: los hemos tratado muy mal y es una mancha en nuestro historial; los hemos engañado y robado, matado, masacrado y hecho de todo; pero si ellos matan a un solo hombre blanco, por Dios que sale el Ejército, en declaraciones inequívocas que, entre otras razones, explican por qué los navajos lo idolatraban. Y otro tanto ocurre con su supuesto racismo, cuando en El sargento negro el “héroe”, por primera vez en el cine, es un hombre de color. A este respecto, tiene razón Bodganovich cuando, en esa conmovedora despedida que cierra el libro, Un toque de silencio, escrita tras la muerte de su maestro y amigo (Ford murió en 1973, aunque no había vuelto a hacer ninguna película desde 1965; la última 7 mujeres), admitiendo que existían ciertas dudas sobre las ideas políticas de John Ford, no titubea al añadir, categórico y, en mi opinión, muy acertado: Como si lo que pensase sobre los asuntos de nuestros días un humanista y poeta de la talla y profundidad de Ford importara. Sus mejores películas -y hay muchas- no tienen caducidad. Tienen la talla de las leyendas y poseen el alma del mito. Orson Welles lo dijo una vez: “John Ford sabe de qué está hecha la tierra”

Pero más allá de la interesante “cala” en la personalidad del director, es en la información estrictamente cinematográfica que proporciona en donde el libro resulta deslumbrante. A través de las declaraciones de Ford, que de la mano de su entrevistador va comentando los principales títulos de su filmografía, conocemos los más recónditos entresijos de su quehacer profesional. Por ejemplo, su genuino rechazo al énfasis, a la grandilocuencia, a las ínfulas de tantos otros colegas de profesión, infatuados por su condición de artistas. Él siempre defendió que lo suyo era un trabajo, no un arte. Recordad: Me llamo John Ford y hago películas del Oeste, así, sin pretensiones (aunque, por cierto, ninguno de sus Oscars fue por un western). Frente a la soberbia intelectual del cine “de autor”, Ford es un asalariado, trabaja “bajo contrato”, si no le gusta un guion puede rechazarlo, pero normalmente su labor es la de un profesional: hace su trabajo lo mejor posible y acepta -a regañadientes y maldiciendo- que montadores, productores, músicos o montadores de sonido, “destrocen” sus obras. Sin embargo, y esto es algo que quien haya visto sus películas “sabe” con certeza absoluta, todas esas supuestamente “elitistas” categorías -artista, poeta, autor- le son claramente aplicables. 

Esta vertiente del libro está repleta, ya se ha dicho, de valiosas apreciaciones sobre su obra: su “talento” natural -o su mucho oficio- que le lleva a dirigir por instinto (nunca planifica una secuencia sobre el papel; sabe exactamente cómo montará cada plano con el siguiente, y sabe de un vistazo dónde debe estar la cámara). En consecuencia, su negativa a rodar una escena desde muchos ángulos y su oposición a los ensayos, tanto por profesionalidad, por no desperdiciar cinta y ahorrar dinero, como por convicción, al preferir la espontaneidad, los titubeos, los errores incluso (un hombre que cae, un caballo que se desmanda, una vacilación, un gesto) de las primeras tomas. Su preferencia por la imagen frente a las palabras y la relativa irrelevancia concedida a unos guiones modificables en el rodaje (De hecho, el buen guion no existe. Los guiones son diálogos, y a mí no me gusta tanta charla. Siempre he tratado de expresar las cosas visualmente), pese a lo cual trabaja codo a codo con sus guionistas y exige -sin éxito- que estén presentes mientras se filma. Sus acerbas consideraciones sobre el Cinerama y el Cinemascope, entonces tan de moda (a título personal, recuerdo mi fascinación de niño de siete u ocho años ante La Conquista del Oeste, una muy comercial película de episodios -el primero de los tres dirigido por Ford-, en el fondo prescindible pero para mí entonces revestida de magia, con los colores brillantes, la pantalla inmensa, el sonido envolvente -efectos todos del Cinerama-, que vi con mis padres en un cine de Vigo rebosante de espectadores que asistían al estreno como si de una première de Hollywood se tratara; (¿dónde ha quedado aquel tiempo, y aquel cine?, ¿dónde, ay, aquellos jóvenes padres?). Conocemos también su rechazo a la música en las películas (No me gusta ver a un hombre en el desierto, muriéndose de sed, respaldado por la orquesta de Filadelfia). Su nostálgica mirada hacia un modo de hacer películas desaparecido -¡ya entonces!- y su crítica a los “experimentos” de los nuevos directores: Es divertido cómo salen esos chavales de Nueva York, directores de teatro, y lo primero que hacen cuando vienen aquí es olvidarse de la historia, olvidarse de la gente, olvidarse de los personajes, olvidarse del diálogo y concentrarse en ese juguete nuevo y maravilloso que es la cámara, en lo que es toda una significativa declaración de principios. 

Hay, por otro lado, infinidad de interesantes reflexiones y análisis -todos ellos breves o meramente esbozados, no estamos ante un ensayo-, debidos en este caso al propio Bodganovich, sobre el cine de Ford: perspicaces apuntes sobre las conexiones entre películas, sobre la consideración dada a la fotografía, con los permanentes juegos de luces y sombras, sobre la, hasta cierto punto, “heterodoxia” formal, con soluciones innovadoras pero simples a los problemas técnicos, o sobre los “motivos” que se repiten en sus largometrajes: los borrachines y las tabernas; los bailes; la música en los campamentos, ante el fuego de campaña, en las fiestas, en los bailes; las carreras de caballos; las peleas; la huella irlandesa; el humor; los amores perdidos; la importancia de las raíces o de su ausencia -el desarraigo-; los hombres solitarios; el fracaso (lo que desprecio son los finales felices, con un beso al final; nunca los he hecho, afirmará el director, con no total exactitud); la gloria en la derrota (en expresión acuñada por el autor y que Ford encuentra plausible como eje principal de sus obras); la omnipresencia en su filmografía de la historia de su país (Ningún director estadounidense ha recorrido de manera tan profunda el paisaje del pasado de los Estados Unidos), retratada en todas sus etapas, las distintas guerras -la independencia, la Secesión-, la migración al oeste y la trasatlántica, el crack del 29, los indios, los presidentes; el alto precio individual que supone el progreso colectivo; Monument Valley, el país de Ford, presente en hasta nueve películas; la creación de un marco de referencia épico y la inserción en él de personajes humildes cuya digna humanidad, cuya nobleza, no desmerece de ese “entorno” histórico; la familia; la amistad; las mujeres, como ya se ha dicho; el honor y la dignidad; las muchas ambigüedades de su obra: instinto y oficio, leyenda y realidad (Cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que publicar la leyenda, una de las citas clásicas de El hombre que mató a Liberty Valance), el héroe/antihéroe (con los modelos paradigmáticos del Ringo que encarna John Wayne en La diligencia, o el Ethan Edwards, interpretado por el mismo actor, en Centauros del desierto); películas del Oeste pero también con infinidad de otros temas, drama y comedia, optimismo y fracaso, y tantos otros temas… 

Por último, el libro que hoy os presento interesa sobremanera por la larga sucesión de curiosidades y anécdotas que recoge, algunas ya bien conocidas y contribuyendo a conformar la dimensión mítica del personaje: su anónima presencia en muchas películas mudas, en las que se desempeñaba de arriesgado especialista, subiéndose a un tren en marcha, cayendo a caballo por un barranco; su azarosa conversión en director, cuando tras una fiesta desaforada y con el set semivacío la mañana siguiente por la ausencia del director y de muchos actores, Ford, que era atrecista en la película -y camarero en la fiesta-, se ve forzado por el productor a hacerse cargo del rodaje; el pañuelo que el director estruja y muerde mientras trabaja, para suplir así la carencia de tabaco; el retraso en el rodaje que Ford “liquida” rompiendo las correspondientes páginas del guion (y que dejaría sin rodar); su huida y reclusión en su barco tras acabar los rodajes, hastiado por los cambios posteriores que los montadores, músicos y productores introducirían en sus películas (algunas de las cuales confiesa no haber visto “terminadas”); sus legendarias y temidas réplicas, llenas de hiriente sarcasmo y acerado humor; su convincente “autoridad” natural, que imponía a técnicos y actores, como cuando recrimina -casi sin necesidad de hablar- a Sal Mineo, en los descansos en la filmación de El gran combate, que el actor protagonizaba, el volumen de la música en su habitación; las multas al personal que hablara de trabajo en las comidas colectivas durante los rodajes, sanciones que él mismo se salta a la torera con indudable gracia; su fraternal relación con los navajos, que lo llamaban Natani Nez (el soldado alto); la ocasión en la que por salvar una primera toma de una escena de acción con caballos e indios y caídas y disparos, casi muere aplastado por una muy “verosímil” carga navaja; la potrilla que se “enamora” de él en la grabación de Sangre de pista, siguiéndole a todas partes; o, por fin, el hilarante episodio en el que dirige a un actor antes de la escena en que debe besar a una chica. Recién llegado al plató, Ford “instruye” al para él desconocido muchacho: Si tienes que besarla, lo que te digo es que la beses. Bésala en los labios, abrázala. A lo que el actor, perplejo, responde: Pero, señor Ford, ¡se supone que es mi hija! Y Ford contesta: ¡Ah!... ¿Hay alguien por aquí que tenga el guion? Dejadme verlo. Y la apostilla genial: A partir de entonces traté de leer los guiones

Sin tiempo ya apenas para más comentarios, os presento brevemente el segundo libro que hoy os traigo. El universo de John Ford, una de las excelentes publicaciones habituales en la editorial Notorious, recoge los interesantes estudios de veintisiete prestigiosos críticos -periodistas, profesores, políticos, escritores, expertos todos- sobre la cinematografía fordiana. En un enfoque, pues, diametralmente opuesto al del libro de Bodganovich -aquí no se “oye” la voz del director, más allá de las evocaciones de sus admiradores críticos-, en sus más de quinientas páginas se desmenuza la obra de Ford en capítulos en los que se repasan cerca de setenta películas, además de en un diccionario final -ordenado por tanto alfabéticamente- de actores, colaboradores y temas diversos relacionados con el universo del “cineasta” (expresión que hubiera horrorizado a Ford). David Felipe Arranz, Victor Arribas, Luis Balcarce, Enrique Bolado, Quim Casas, Luis Freijo, Espido Freire, Ramón Freixas, Luis Herrero, Jaime Iglesias, Juan Carlos Laviana, Carlos Marañón, Miguel Marias, Alicia Mariño, Alejandro Melero Salvador, Diego Moldes, Israel Paredes, Marina Pérez Lezaola, Moisés Rodríguez, Fernando R. Lafuente, Oti Rodríguez Marchante, Enric Ros, Adrián Sánchez, Gerardo Sánchez, José Luis Sánchez Noriega, LucÍa Tello Díaz, Eduardo Torres-Dulce, Jaime Vicente Echagüe y Juan Carlos Vizcaíno firman los atractivos análisis, nacidos, casi siempre, de la fervorosa devoción de sus autores por la mítica figura del director. 

Los distintos capítulos aparecen complementados por decenas de espléndidas fotografías en color y en blanco y negro. Se reproducen, además, los carteles originales de las películas del irlandés, incluyéndose también las fichas técnicas de sus más de cien films, conformando el conjunto un volumen “marca de la casa” Notorious, de gran formato y encuadernado en tapa dura; una obra de consulta imprescindible. Entre sus inconvenientes, pues alguno hay, la ausencia de un capítulo introductorio que sintetice y presente la obra que se va a leer (se entra abruptamente en el análisis de la primera de sus películas), así como -ya se ha comentado- la de unos índices sencillos -sólo hay uno de películas y otro del “diccionario”, muy sucintos- que faciliten el “manejo” de un libro cuya utilidad última es, precisamente, el servir como obra de consulta. 

En cualquier caso, revisar los mejores largometrajes de John Ford -con la desesperación en el alma por no poder acceder a todos ellos- leyendo las apasionantes páginas de estos dos libros, que permiten adentrarse en la personalidad y conocer las claves artísticas de una figura genial, es una experiencia que os recomiendo, pues aparte de los innumerables motivos para el aprendizaje que encierra, incrementa enormemente el disfrute de sus ya deliciosas y entrañables y melancólicas y divertidas y emotivas películas. Os dejo, como acompañamiento musical, con Shall we gather at the river, uno de los temas favoritos de Ford que suena en hasta siete de sus películas. Se trata de un himno religioso del siglo XIX, obra del poeta y compositor Robert Lowry. 



- ¿Cuánto tiempo le llevó, desde que empezó a hacer películas, sentir que estaba haciendo algo importante? 

- Bueno, se trata de una conjetura que no puedo aceptar. Nunca lo he creído así. Siempre me ha gustado hacer películas, ha sido toda mi vida. Me gusta la gente con la que trato -no me refiero a los peces gordos-, me refiero a los actores, las actrices, los maquinistas, los eléctricos… Me gusta esa gente. Me gusta estar en el plató independientemente de la película de que se trate, me gusta trabajar en el cine. Es divertido. 

Harry Carey me enseñó el oficio en los primeros años -como si dijéramos- y lo único que he tenido siempre ha sido buen ojo para la composición -no sé de dónde lo he sacado-, y es lo único que de verdad he tenido. De chaval creía que iba a ser artista; dibujaba y pintaba mucho, y creo que para un crío lo hacía bastante bien, o por lo menos recibía muchas felicitaciones. Pero nunca he pensado en lo que estaba haciendo en términos de arte, o “esto es estupendo” o “de importancia mundial”, ni nada por el estilo. Para mí, siempre se trató de un simple trabajo -que exigía mucho esfuerzo-, y con el que disfrutaba inmensamente; nada más.

Peter Bodganovich. John Ford

miércoles, 23 de enero de 2019

LAURA CLARIDGE. TAMARA DE LEMPICKA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Ya sabéis que cada miércoles, aquí, en Radio Universidad de Salamanca, os ofrecemos una recomendación de lectura con la explícita y a lo mejor algo atrevida intención de acertar con ella, es decir, de que nuestro consejo dé en el blanco y os descubra un libro por el que podáis interesaros y disfrutar y aprender. Esta semana no os traigo un libro, sino cuatro, porque no quiero que el protagonismo recaiga sobre un texto determinado sino que pretendo llamar la atención sobre un personaje, una mujer de encanto y atractivo irresistibles, aunque también discutida y objeto de polémica, que ocupa el centro de las cuatro obras de las que voy a hablaros. 

Como imagino que sabréis, pues la prensa y los medios de comunicación en general se han hecho eco de ello con profusión, hasta el próximo 24 de febrero se está presentando en Madrid, en el espléndido entorno del Palacio de Gaviria, una completa antología de la pintura de Tamara de Lempicka (apellido cuya correcta pronunciación debe ser, al parecer, Uempitsca; pese a lo cual me referiré a ella en la emisión radiofónica del espacio tal y como se deduce de su fonética castellana). La muestra, organizada por Arthemisia, empresa italiana dedicada a la producción y realización de exposiciones, constituye una exhibición monográfica de la obra de la artista polaca conocida por sus retratos y desnudos de gusto Art Déco. La exposición, que os recomiendo vivamente y de la que luego os hablaré, es la segunda de la historia en nuestro país, tras la igualmente magnífica de 2007 en Vigo, con el patrocinio entonces de la fundación Caixa Galicia. 

Tamara de Lempicka fue una artista intensa y fascinante cuya obra principal se produjo en las décadas de los veinte y los treinta del pasado siglo y que se ha mantenido, no obstante su calidad extraordinaria -cuestionada también, desde ciertos enfoques ideológicos-, en una triste oscuridad y un inconcebible semiolvido hasta hace poco más de cuarenta años. Ella -su desbordante vida y su singular obra- es, pues, el núcleo esencial de mi sugerencia de hoy, y los libros de los que quiero hablaros son tan sólo cuatro aproximaciones diversas de entre las decenas publicadas en torno a su interesante producción artística y su biografía aún más sugerente. La primera de ellas es Tamara de Lempicka, un espléndido volumen de la colección Los signos del hombre, del refinado editor italiano Franco María Ricci, que vio la luz en Milán en 1988, con un sugestivo análisis introductorio de Giancarlo Marmori. Con el mismo título, Tamara de Lempicka, la editorial Taschen presentó en 1992 un breve librito -con pretensiones divulgativas y pedagógicas- en el que se recoge un excepcional compendio de reproducciones de su obra, sin aportación teórica alguna de relieve en el estudio que acompaña a las imágenes y que firma Gilles Néret. Charles Phillips escribió una interesante biografía, Pasión por pintar. El arte y la época de Tamara de Lempicka, publicada por la editorial Mondadori en 1988 y construida a partir del relato que la hija de la artista, la baronesa Kizette de Lempicka, hace de su madre; una visión al parecer distorsionada por el maltrato y los abusos que la despótica pintora infligió a su hija en la infancia de esta y que hacen cuestionar la verosimilitud de todas sus afirmaciones; por último, con mayor interés “científico” y, en consecuencia, mayor fiabilidad, Laura Claridge es responsable de un muy extenso y detallado trabajo -cerca de quinientas páginas- sobre el personaje, Tamara de Lempicka. Una vida de Déco y Decadencia, que tradujo Roser Berdagué para la editorial Circe en un ya lejano 2000. 

Resumir en unas cuantas líneas la intensa trayectoria vital de Tamara de Lempicka es una tarea condenada al fracaso no solo por la cantidad de vicisitudes y peripecias que vivió en su dilatada existencia sino, sobre todo, por el misterio que rodea a muchos de los episodios que protagonizó en sus muchas veces volcánicos días. Ni siquiera su fecha de nacimiento escapa a ese aire enigmático y secreto que envuelve los principales hitos de su historia personal y profesional. Ella misma -coqueta y narcisista- sembró dudas constantes sobre su origen, cifrándolo en 1898, 1902 (fecha que hizo incorporar a su esquela mortuoria) o 1906, en una sucesión cada vez más delirante de mentiras “compasivas” que revelan un obsesivo temor al paso del tiempo. Uno de los libros citados, el de Laura Claridge, data sin ningún género de dudas en 1895 su llegada al mundo, pero esa incertidumbre “original” se manifiesta también en las dudas acerca del lugar de nacimiento -¿Varsovia o más probablemente Moscú?- y se proyectará al resto de su existencia. Nacida Tamara Gurwik-Gorska, hija de madre polaca y de un judío ruso de vida desahogada desaparecido tempranamente del horizonte vital de la niña, se educó en la capital rusa, en donde estudió arte y participó de las acomodadas rutinas de la alta sociedad. Completó su formación en un internado suizo, viajó desde joven por Europa -San Petersburgo, la Costa Azul-, interesándose en particular por Italia, de cuyas fuentes artísticas se embebió desde muy joven. En 1916 se casó con Tadeusz Lempicki, el primero de los innumerables hombres -maridos y amantes- que poblaron su vida. Las convicciones anticomunistas del propio Tadeusz y de su familia la llevaron a abandonar su lujosa y despreocupada vida huyendo a París, tras un paso por Copenhague y Londres, después de la revolución de 1917. Los años veinte y treinta en la capital francesa serán los de su iniciación y esplendor en la pintura, una actividad a la que se entregará ante la necesidad de encontrar una fuente de sostenimiento económico. (Tamara de Lempicka, amante del lujo y los placeres, no dudará en vender sus joyas o acomodarse en un hotelito discreto debiendo compartir un baño comunal para poder seguir costeándose su alto ritmo de vida, los viajes, las fiestas). 

En París tendrán lugar su introducción en los círculos artísticos y sus primeras exposiciones, en una vida que compagina una dimensión pública de extraordinaria y desinhibida presencia social -lujo y libertinaje, vicios y escándalos, juergas y drogas, orgías y provocadores escarceos sexuales con hombres y mujeres- y una frenética actividad pictórica, centrada sobre todo en retratos, a menudo de sus fugaces acompañantes nocturnos, personajes destacados de la aristocracia y la alta sociedad cosmopolita y “liberada”. Con una energía sexual desatada y desbordante, capaz de experimentar todo tipo de excesos, ya desde sus primeros días en Moscú y San Petersburgo, es, sin embargo, en el entorno de sofisticación y refinamiento parisino donde Tamara sobresaldrá por su belleza y elegancia, pero también por su extravagancia y alocada libertad. Su obra entera acabará por rezumar esa atmósfera desmesurada y atrevida, transgresora pero superficial de su decadente vida de privilegiada burguesa, tal y como luego veremos. Las incontables y muy notorias aventuras sexuales ponen fin a su matrimonio mientras su carrera crece y se entrega compulsivamente a la creación, las clases de pintura, la visita a museos y la frecuentación de ambientes artísticos. Su personalidad -en apariencia, una maníaco-depresiva “de libro”- oscila entre la dedicación profesional y la locura desmesurada, un frenesí para el que se sostiene con cocaína, valeriana y tres cajetillas diarias de tabaco. Se multiplican sus relaciones, Jean Cocteau, Salvador Dalí, Filippo Marinetti, Gabrielle d’Annunzio o el rey Alfonso XIII -del que cuelga un retrato en la exposición madrileña-, entre otros muchos. A propósito de esta apasionada entrega “doble”, a su pintura y a la vida social, Jean Cocteau llegó a decir de ella que amaba el arte y la alta sociedad en igual medida

En 1925 se celebra en la capital francesa la Exposicion Internacional de las Artes Decorativas Industriales Modernas, que constituye el reconocimiento “oficial” del art déco, movimiento en el que Tamara se inscribe y del que será uno de sus más destacados representantes. La artista “acuña” y depura su peculiar estilo, inconfundible desde entonces, una combinación de elegancia decorativa y poderoso erotismo, hecha de pintura clara, contrastes de luces y sombras, fondos planos, colores brillantes y luminosos, lujo y sofisticación, retratos sensuales, desnudos atrevidos, formas sinuosas y sugerentes, composiciones sin embargo algo frías, hieráticas, con un punto de rigidez geométrica -con claras vinculaciones cubistas- pese a la indudable carnalidad que transpiran, pese a su morbidez, su lujuria, su hedonismo. Son los años de sus más conocidos cuadros: el autorretrato en el Bugatti verde de 1929 (convertido desde entonces en una especie de icono indiscutible, el emblema de la nueva mujer moderna: decidida, independiente, elegante y liberada sexualmente), los retratos del marqués Sommi, del Gran Duque Gabriel, el de la duquesa de la Salle, los de su hija Kizette, el de Suzy Solidor, el de las dos amigas, o el de la “modelo", los de Ira P. o Madame M., el de la bella Rafaela, o la Andrómeda, el de Adán y Eva, el retrato masculino inacabado -una supuesta venganza frente a su exmarido- y tantas otras obras emblemáticas de una pintora excepcional, una rara avis defensora de la estética renacentista y la figuración que nada a contracorriente en el universo de la Escuela de París, del cubismo, el surrealismo y el expresionismo, y, más adelante, el de la abstracción y el action painting

En 1933 se casará de nuevo, con el barón judío Raoul Kuffner. Su acceso al título nobiliario y al inagotable capital de su marido, multiplicará las posibilidades de llevar al extremo su vida exorbitante y desmedida. Participa en tres exposiciones colectivas de mujeres, en 1936, Mujeres artistas de Europa, y en 1937, en el Jeu de Paume y en Mujeres artistas modernas de la Galerie Charpentier. Pocos años después, en 1939, cuando los indicios de una nueva guerra son ya ostensibles en toda Europa, el matrimonio venderá sus millonarias posesiones y huirá a Estados Unidos, en donde Tamara continuará pintando -sin el esplendor de las dos décadas pasadas- y donde, sobre todo, acentuará su vertiente de “socialité”, hecha de fiestas, joyas, ritos sociales y desenvoltura aristocrática (la Baronesa con pincel, la llama Laura Claridge). Mary Pickford, Charles Boyer, Pola Negri, Theda Bara, Greta Garbo, Tyrone Power, Willem de Kooning y Georgia O´Keeffe son algunos de los muchos nombres de artistas de Hollywood y pintores que frecuentará. 

Tras la muerte de su marido en 1963, Tamara se hunde en una existencia poco activa, hecha de recuerdos y desánimo, de añoranza y depresión. En paralelo, su carrera pictórica irá decayendo hasta adentrarse en la irrelevancia y el olvido. Solo tras su muerte, acaecida en 1980 en Cuernavaca, México, a donde se había retirado un par de años antes, su obra resurgió, después de algún intento frustrado de recuperación a través de un par de retrospectivas sin éxito. La publicación del volumen ya referido de Franco Maria Ricci, volvió a ponerla de actualidad. A partir de ahí, subastas millonarias, compras y ventas de su obra por parte de figuras de enorme repercusión mediática, Barbra Streisand, Jack Nicholson, Madonna, hasta llegar a su actual condición de icono del art déco, sus cuadros reproduciéndose por doquier, en carteles y portadas de libros y discos, un motivo artístico recurrente -como lo son Edward Hopper, Gustav Klimt, Balthus o René Magritte- de la “alta cultura” objeto de consumo masivo. 

Esta plural dimensión de la vida y obra de Tamara de Lempicka (y valga como muestra de esa multiplicidad la enumeración de adjetivos con los que en un artículo de hace años la definía la periodista Natividad Pulido, jefa de Cultura del diario ABC: aristócrata, excéntrica, liberal, independiente, excesiva, exuberante, bisexual, diletante, fría, sofisticada, deslumbrante, narcisista, moderna, autoritaria, esnob, insolente, ingeniosa, hedonista, despiadada, elegante, voraz, imperiosa, cosmopolita, arrogante, depresiva, inteligente, exótica, perversa, divertida, femme fatale, inimitable), aflora de manera notable en los cuatro libros que esta tarde quiero ofreceros. 

El primero y en mi opinión más atractivo de ellos, bellísimo y deslumbrante, está publicado por el exquisito editor Franco María Ricci en su exclusiva colección ‘Los signos del hombre’. La edición primorosa, el gran formato (35 x 23 centímetros), la calidad de las láminas, la encuadernación en seda, las impresiones doradas, el papel verjurado hecho a mano, justifican el altísimo precio del volumen, en la actualidad descatalogado; valorándose los ejemplares de segunda mano en el muy inestable mercado de internet en cantidades que oscilan entre los cien y los casi mil euros. La edición que yo poseo, la primera española, con tan sólo cinco mil ejemplares numerados, es de 1988 (la inicial italiana vio la luz once años antes), y en ella podemos encontrar, además de numerosas y bellísimas reproducciones de la obra de la artista, un muy sugerente estudio preliminar de Giancarlo Marmori, experto escritor y periodista, y, sobre todo, una selección de textos extraídos del diario de Aélis Mazoyer, que fue doncella y amante de Gabriele d’Annunzio, en los que se da cuenta de los infructuosos intentos del insaciable escritor fascista por hacerse con los favores de Tamara, que había acudido al Vittoriale, su monumental residencia en el Lago de Garda, para retratar al personaje. El libro recoge también dieciocho cartas, notas y mensajes varios, transcritos junto a su correspondiente reproducción gráfica, pertenecientes a la correspondencia entre escritor y pintora; unas misivas que revelan una algo taimada estrategia de tira y afloja por parte de Lempicka, cuyo rechazo frente a los “avances” del entonces anciano era, sin embargo, inequívoco: Yo era una joven muy guapa y me encontré frente a un enano viejo de uniforme, confesaría, años después, al editor. Aunque, eso sí, al abandonarlo se llevó consigo las costosas joyas regalo del escritor. 

De un modo más modesto la editorial Taschen publicó hace algunos años, con el nombre de la pintora como título del libro, un pequeño estudio, reeditado recientemente, ilustrado con algunos de sus más conocidos cuadros, sobre su inclasificable carrera artística y su vida azarosa y desmesurada. Como ya he comentado, el texto de Gilles Néret no es especialmente significativo, pero las reproducciones de los cuadros, de gran tamaño y alta calidad, merecen la compra del libro. 

Además, quiero recomendaros dos biografías, aunque también ilustradas con imágenes de sus pinturas y fotografías personales. La más atractiva, a mi juicio, y no por el interés intrínseco de la narración, se halla también descatalogada y por ello sólo puede ser objeto de consulta y lectura en bibliotecas. Se llama Pasión por pintar, y se basa en el relato de la vida de Tamara de Lempicka hecho por su hija, la baronesa Kizette de Lempicka, a su autor, Charles Phillips. Ofrece, como digo, la ventaja adicional de incorporar un numeroso surtido de láminas en color, fotografías y reproducciones de una más que estimable calidad, que permiten ir siguiendo el texto acompasándolo con las referencias pictóricas a la obra de Lempicka. Como inconveniente principal, ya reseñado, hay que destacar el sesgo parcial del enfoque, teñido de subjetivismo -para bien y para mal-, de la versión de la en ocasiones despechada hija de la pintora. 

Por último, y en una edición quizá más asequible, pues el libro fue editado en el año 2000 y aún puede encontrarse, os recomiendo una extensa y minuciosa biografía escrita por Laura Claridge y publicada por la editorial Circe, con el título Tamara de Lempicka, una vida de déco y decadencia. Desde el punto de vista de la “verdad de los hechos” se trata del estudio más fiable, que escapa -y no todos quienes han publicado sobre la pintora han sido capaces de ello- de la nebulosa de mentiras deliberadas y anécdotas improvisadas que la propia Tamara volcó sobre su vida. Con consistencia de un estudio académico o una investigación crítica, con decenas de páginas de notas y una extensa bibliografía final, aparte de un muy copioso índice onomástico -su sola lectura ya es indicativa de la relevancia de la figura de la biografiada-, Claridge aprovecha su acceso exclusivo a la familia, amigos y archivos de Lempicka para repasar la trayectoria de su personaje y sacar a la luz las contradicciones que alimentaron su vida y su obra. De entrada, su rechazo al comunismo y a la victoria soviética no pudo ser más beneficioso para su propia obra, porque, paradójicamente, la Lempicka pintora no habría existido sin la Revolución Rusa. Su expulsión de una vida de privilegios a la que estaba predestinada la convirtió en una mujer moderna. Por otro lado, resulta sobresaliente su condición de -en cierto modo- desclasada, a caballo de dos mundos: para los artistas, escribe la autora, parecía ser una diletante de clase alta, y para la temerosa alta burguesía parecía arrogante y depravada

La exposición madrileña permite acceder a estas muchas vertientes de la poliédrica personalidad de Tamara de Lempicka, directamente a través de su obra y de modo indirecto a través de lo que sus cuadros permiten entrever de su trayectoria vital. La muestra, que ha recorrido Europa en los últimos años, incluye cerca de doscientas piezas -muebles, biombos, lámparas, jarrones, vidrieras, vestidos y otros objetos art déco, así como fotografías y grabaciones de la época- de más de cuarenta colecciones privadas, museos y “prestadores” varios. Organizada en diez secciones muy completas, la exposición (a pesar de que no cuenta con casi ninguna de las más significativas obras de la pintora) es una maravilla, con salas dedicadas a la moda y la decoración; las “amazonas”, cuadros de temática homosexual femenina, un territorio muy “querido” por la pintora; las naturalezas muertas; la maternidad, con un impresionante retrato de Kizette, de 1924; Alfonso XIII, a quien retrató en 1934, tras una larga estancia en España, dos años antes, en la que confesaba haber estudiado a Goya y el Greco; las relaciones de su pintura con grandes nombres de la historia del Arte; la última y, a mi juicio, anodina etapa norteamericana; y, por fin, como majestuoso cierre al recorrido, sus “visiones amorosas”, cuadros, muchos también con temática lésbica, dedicados al amor. 

En fin, un personaje, unos libros y una exposición altamente interesantes y que no deberíais dejar de consultar en sus respectivos medios. Os dejo ya, como despedida de esta reseña, con un tema de otra mujer transgresora, en esos mismos años veinte del apogeo de Tamara de Lempicka, Josephine Baker. La vemos en un famoso -y entonces provocador- charleston de entre 1926 y 1927. 


Fue el hambre la que alimentó sus gestos extravagantes en los años veinte. Todo lo que pintaba tenía una perfección suave, dulce y helada que hacía destacar de la realidad a los sujetos de sus temas, que los hacía arquetípicos. Las elegantes poses, los vestidos, los sombreros causaban esta misma impresión en su vida privada. Debajo de las superficies satinadas y esmaltadas, debajo de la frialdad, había una contenida pasión, insinuada por la amplitud de los volúmenes, por las violentas explosiones de rojos, azules y verdes. Debajo de las extravagantes gorras de terciopelo, las abultadas composiciones de encaje negro o la caída de una gran ala -todos sus sombreros proyectaban una dramática sombra sobre la parte derecha de su rostro-, había una mujer que deseaba tocar, que suspiraba por poseer todo lo que fuese bello. El estilo, que recubría el hambre de una pátina lúcida y brillante, no pretendía tanto ocultar el deseo cuanto ponerlo de manifiesto. La frialdad formaba parte de la seducción.

 

Laura Claridge. Tamara de Lempicka

miércoles, 16 de enero de 2019

JOAQUÍN BERGES. LOS DESERTORES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy os trae una recomendación de lectura que, en cierto modo, “arrastramos” aún del año pasado, de ese 2018 recién terminado. Y es que, con el frenesí editorial que inunda de publicaciones nuestras librerías y la consiguiente imposibilidad de leerlas todas -además en el momento supuestamente “oportuno”-, siempre quedan libros condenados a aparecer aquí con retraso. Aunque, como tantas veces he dicho en este mismo espacio, ¿desde cuándo un libro que se precie debería tener fecha de caducidad? El valor de la buena literatura se muestra, entre otros rasgos, en su permanente vigencia, en su capacidad para ser leída y para tocar nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad años, décadas, hasta siglos después de su escritura. 

Sin embargo, la novela -si es que, como tantas otras veces, puede llamarse novela a una obra híbrida, a caballo entre la ficción y la realidad- que esta tarde quiero proponernos está anclada, al margen de esa indudable calidad intemporal a la que me he referido, a una efeméride acontecida en los últimos días de 2018. Como seguro sabréis, pues el hecho fue objeto de atención por los medios hace un par de meses, el 11 de noviembre pasado se cumplieron cien años de la firma del armisticio que ponía fin a la Gran Guerra, la devastadora Primera Guerra Mundial. La brutal contienda, sus absurdas causas, sus terribles efectos, su desgraciada repercusión en las gentes de una Europa destrozada por los combates, sus millones de muertos, ya habían sido el centro de atención en 2014, cuando se celebró el centenario de su inicio, de hasta ocho emisiones de nuestro espacio, en las que os presenté una decena de libros de distintos géneros, sobre todo novelas pero también textos ensayísticos, poesía y hasta obras de fotografía, cómics o alguna muestra de escritura epistolar con la “primera guerra moderna” como eje principal. Con títulos nacidos desde “bandos” diferentes del conflicto -Francia, Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos-, escritos por Louis Barthas, Florian Illies, Jean Echenoz, John Dos Passos, Edlef Köppen, Pierre Lemaitre, Joe Sacco, Adam Hochschild, Chloe Dewe Mathews o Brian Gardner, la larga serie constituye, a mi juicio, una muy significativa representación de la abundante literatura que el acontecimiento lleva suscitando desde los mismos días en los que el mundo entero se jugaba su futuro en las innumerables e inmundas trincheras que cruzaban el viejo continente. Podéis encontrar las correspondientes reseñas aquí, en este mismo blog. Algunas de ellas son, además, como luego podréis comprobar, un casi forzoso complemento para adentrarse en el libro del que esta tarde quiero hablaros. 

Mi sugerencia de lectura de hoy enlaza, pues, con esa trágica vivencia, y aparece ahora en Todos los libros un libro a escasos meses de su primera edición; una publicación que la editorial, Tusquets, ha querido simultanear -o eso parece- con ese mes de noviembre coincidente con el redondo aniversario. Se trata de Los desertores, un formidable libro de un escritor espléndido, Joaquín Berges, del que, por desgracia -de nuevo la vorágine de publicaciones impide hacer frente a todas las ofertas interesantes que van surgiendo-, solo he podido leer otra novela de las seis o siete con las que ya cuenta en su haber. A principios de 2012 presenté también aquí Vive como puedas, una divertidísima novela de planteamiento y estilo radicalmente diferentes a los que inspiran el libro que constituye mi invitación de hoy. No deberíais dejar de leer ninguna de las dos. 

Pero vayamos ya con Los desertores, un libro ambicioso que además de su propuesta narrativa compleja, que se desarrolla en diversos niveles que se imbrican entre sí, invita -por “debajo” de la trama argumental- a una reflexión sobre las siempre difusas relaciones entre realidad y ficción, entre invención y documento, entre la verdad novelesca -fruto de la imaginación- y la, por así llamarla, verdad “factual” -que recogería hechos auténticos, que “han tenido lugar”-, o, lo que es lo mismo, entre Literatura e Historia. El motivo último del libro es la batalla del Somme, que tuvo lugar en el frente francés de esa primera gran guerra entre el 1 de julio y el 8 de noviembre de 1916 y en la que murieron o resultaron heridos más de un millón de soldados de ambos bandos, pero el planteamiento literario con el que presenta Berges ese dramático suceso se articula en dos ejes complementarios que a su vez se abren a planos distintos en un enfoque muy original, interesante y atractivo. Tenemos, por un lado, la historia de Jota -Jacinto- un sesentón recién jubilado, casado con Magda, a la que nunca quiso y con quien convive en una fría y aséptica distancia, y enamorado en cambio de Rosa, su cuñada, un amor en el fondo inalcanzable (y cuando leáis el libro veréis que en esa frase la expresión clave es “en el fondo”). Tiene también una hija y un nieto, ambos de presencia episódica en el libro, y una hermana, Carol, y un amigo, Hache, con un mayor protagonismo, como ocurre también con Julen, el marido de “su” Rosa. El ámbito familiar lo completa Juana, una madre ausente, aislada del mundo durante años a causa de una extraña enfermedad mental que la “obliga” a confinarse en su lecho. Tras la muerte de su padre, del que llevaba años separado y al que no llegó a ver antes de morir, Jota se interesa hasta la obsesión por la batalla del Somme, y en concreto por dos de sus protagonistas, Albert Ingham y Alfred Longshaw, dos jovencísimos desertores de las trincheras, fusilados por ello y enterrados en un pequeño cementerio en el norte de Francia; siendo ambas experiencias, la colectiva de la guerra y la individual de los dos muchachos, objeto de sus pesquisas e investigaciones en archivos y bibliotecas. Intrigado por la inscripción que figura en la lápida de Albert (Fusilado al amanecer. Uno de los primeros en alistarse. Un digno hijo de su padre) que ha leído en alguno de los textos consultados, abandonará sus rutinas cotidianas y, sin anunciar a nadie su propósito, se encaminará hacia los escenarios de la guerra en un viaje improvisado (No era un acto premeditado ni producto de ninguna fe. Tal vez solo fuera un modo de sobrevivir) en busca de las desconocidas tumbas. La segunda gran vertiente del libro será, precisamente, la que, partiendo de la existencia real de los dos soldados, nos pondrá en contacto con las circunstancias, tantas veces glosadas en la literatura pero aun así capaces de suscitar emoción, de las aciagas jornadas vividas por ellos y por cientos de miles de desgraciados más en aquellos dantescos barrizales -los lugares de la muerte- en medio de la campiña francesa. 

La primera de las dimensiones del libro, que pertenece claramente al territorio de la ficción y es por ello más reconocible en tanto “novela”, es la que gira en torno a Jota, a su vida, sus sentimientos, sus preocupaciones, su derrota, sus frustraciones, su debilidad, su “deserción” existencial (de su mujer, de su hija, de su amor, de, sobre todo, su padre) y, claro está, a su sorprendente búsqueda, una suerte de peregrinaje, en realidad. Jota, que en su vida profesional -licenciado en Derecho- había pasado sus jornadas laborales en la gestión de Mercamadrid, con su constante tráfico de camiones de carga y descarga de frutas, se dirigirá a primera hora de la mañana hacia su antiguo lugar de trabajo, escogerá un camión casi al azar y pondrá rumbo a su destino. Berges da cuenta de las vicisitudes de su viaje, de sus escuetas conversaciones con Geike, la comprensiva camionera belga, mientras en el relato afloran las muchas facetas de la historia familiar, en un constante ir y venir en un tiempo que se retrotrae hasta el matrimonio de sus padres. Y así conocemos a Jacinto, el padre delineante; a Juana, su mujer, que poco a poco va hundiéndose en su enfermedad obsesiva que la llevará a rehuir definitivamente el mundo, encerrada en vida en el cada vez más corto espacio de una casa, un cuarto, una cama; a Lorena, la chica contratada como asistenta para suplir la “ausencia” de la enferma en las tareas domésticas y de la que se enamorará y con la que acabará por “escapar” el padre -otra deserción, de las numerosas que encierra el libro; más allá de las bélicas-. Y está Coral, que cuidará a Juana mientras alimenta su odio al padre, su silencio con su hermano, su rechazo a todo y a todos; y Magda, recluida en una insensata convivencia con Jota en la que solo hay hastío e indiferencia, desapego y soledad; y Rosa, profundamente infeliz en su vida de ama de casa “mantenida”, rodeada de comodidades y bienestar material, que le proporciona un Julen brillante, decidido, triunfador, aparentemente seguro de sí mismo pero que acabará por mostrar su fragilidad, algún atisbo de sensibilidad, ciertas aristas en su impecable fachada. Todos ellos son, merced al talento literario de Berges, personajes con profundidad, con hondura, alejados -incluso en las “apariciones” de menor entidad- del esquematismo de cartón piedra que convierte en monigotes, en caricaturas, a tantas otras creaciones novelísticas. Y en todos ellos hay emoción, hay dolor, hay ilusiones perdidas, hay anhelos y miedos y deseos y renuncias y brega y esperanza y soledad, sentimientos narrados con verosimilitud por la convincente pluma del autor, en una trama muy bien hilada cuyos detalles -alguno quizá un tanto forzado- evito por no descubrir sucesos relevantes de la novela. 

Pero siendo conmovedora y sugestiva la historia familiar de Jota, es en el relato “objetivo” de la batalla del Somme y sus derivaciones, en la vertiente “documental” del libro, en donde Los desertores consigue, a mi juicio, sus mayores logros literarios. En paralelo al hilo argumental que nuclea el libro -el periplo de su protagonista en busca de la tumba de Albert- la novela intercala distintos capítulos en los que se describe la realidad de la muy cruenta batalla junto con otros en los que se “transcriben” las cartas que el joven soldado remite desde el frente a su padre y su familia, cada una de las cuales -hasta completar veintitrés- incorpora un fragmento de un poema escrito por alguno de los War Poets, el infortunado grupo de jóvenes -algunos con una prometedora carrera literaria ya iniciada y otros absolutamente ajenos al universo de las letras- que sobrecogidos por la atroz experiencia en los campos de batalla nos legaron sus versos para dejar en nosotros, los lectores, su poético, lírico y bellísimo testimonio del horror que llevaría a la muerte a la mayor parte de ellos. Los tres planos fundamentales de esta dimensión histórica del libro -hechos documentados, cartas desde las trincheras y emocionantes poemas- constituyen, como digo, el elemento distintivo de una novela que, gracias a esa triple aportación, alcanza la categoría de excepcional. Hay que decir también que la conexión última entre la vertiente personal y la histórica (¿por qué Jota se obsesiona con el Somme?) se revelará al término del libro y, obviamente, no voy a adelantarla aquí. 

El Somme fue una barbaridad sin sentido, una absurda carnicería (Las guerras no son fortuitas. No son una enfermedad o un accidente. Son una forma deliberada y gratuita de matar a los hombres). Durante cuatro interminables meses, centenares de miles de soldados aliados -en su mayor parte franceses y británicos- plantaron sus trincheras ante las defensas alemanas intentando el ataque definitivo que debía quebrar las líneas del ejército enemigo y provocar el final de la guerra. Los combatientes eran tanto veteranos que habían participado en otras batallas como oficiales profesionales, soldados regulares o batallones de camaradas. De esta manera se denominó a una fórmula de reclutamiento que las autoridades inglesas se inventaron y que consistía en prometer a las familias, a los grupos de amigos, a los compañeros de trabajo que si se alistaban conjuntamente se entrenarían y combatirían juntos. Doscientos mil ingenuos jóvenes aceptaron una invitación que les proponía una experiencia trivial y “deportiva”, muy sencilla, casi anodina, una suerte de vacaciones pagadas en el continente, en la que se limitarían a certificar una aplastante victoria propiciada por la poderosa artillería del ejército británico, capaz por si sola de destrozar la resistencia “boche”. La realidad que los inocentes chicos se encontraban al cruzar el canal y llegar a las tierras europeas era, sin embargo, muy distinta. Hacinados en sus puestos, hundidos en el barro, comidos por las ratas y las pulgas, atenazados por el frío, hambrientos, agotados por el cansancio y la falta de sueño, consumidos por las enfermedades, sufriendo atrozmente el dolor de sus heridas, aterrados -en ocasiones hasta la locura- por la siempre inminente posibilidad de la mutilación o la muerte, esperaban las órdenes que, una y otra vez, los lanzaban prácticamente inermes hacia un enemigo que, a pocos metros, sufría idénticas privaciones y una similar indefensión en la firme salvaguarda de sus posiciones. Las tropas de ambos bandos permanecieron meses frente a frente en una casi total inmovilidad, pues tras ganar unos metros en una jornada, se veían obligados a retroceder otros tantos en las posteriores, dejando entre las filas de ambos ejércitos a un millón doscientos mil jóvenes de varias nacionalidades que allí quedaron, muertos o heridos, tras ser ametrallados, bombardeados, gaseados, o pasados a cuchillo en esa pavorosa Tierra de Nadie, una monumental fosa común en la región francesa de Picardía, en el norte de Francia colindante con Bélgica. Fue como construir una nueva civilización en medio de la campiña francesa con el único objetivo de destruir al enemigo, que a su vez se había dedicado durante ese mismo tiempo a construir su propia civilización al otro lado de la Tierra de Nadie con idéntico propósito, leemos en el libro. 

El Somme acabó con una generación entera, perdida para siempre en los campos de batalla. Muchachos franceses, británicos, alemanes, pero también de Nueva Zelanda, Sudáfrica o Canadá, que, sometidos a los irracionales dictados de sus superiores, se citaron en la campiña francesa para morir. El soldado más joven, leemos en Los desertores, tenía catorce años, el más viejo, sesenta y siete. Todos fueron tratados como piezas de un ajedrez viviente; algunos, los afortunados supervivientes, pudieron regresar a sus casas convertidos en muertos en vida, autómatas enajenados, víctimas de la neurosis de guerra, brutalmente mutilados. 

Ese horror de una guerra inútil (No mereció la pena. Ninguna guerra merece la pena. Ninguna guerra vale un par de vidas, no digamos miles. No merece la pena… La Primera Guerra Mundial, si lo simplificas, ¿qué fue aquello? Solo una bronca familiar. Eso la provocó. No merece la pena, como afirmaba Harry Patch, el último superviviente de las trincheras de la gran guerra, muerto en 2009 a los ciento once años y cuyas declaraciones se incorporan a un capítulo de la novela), las vicisitudes de la estrategia militar, las distintas acciones de campaña, los ataques prácticamente suicidas y los repliegues inmediatos, las bandas de desertores campando entre cadáveres (como puede leerse en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña) y, sobre todo, la sangre, las amputaciones, el hedor, los gritos, la desesperación, las lamentaciones, la insoportable espera, el miedo atroz, todo ello aflora en los diecinueve capítulos que Berges presenta imbricados en la ficción novelesca y unidos por un hilo conductor cronológico que nos lleva desde la planificación de la batalla a finales de 1915 hasta agosto de 2006, cuando el secretario de Defensa inglés, Des Browne, concede el indulto a título póstumo a los trescientos seis soldados SAD (shot at dawn, fusilados al amanecer, como se les conoció en la jerga burocrática de la época), en un tardío intento de reconocer su, pese a la huida, valor. 

Y eso, fusilados al amanecer, serán Albert y Alfred, cuya dramática experiencia conocemos a través de las cartas que el primero envía a su padre y su familia y que el autor también incluye, oportunamente salpicadas, a lo largo de la novela: su llegada al frente junto con sus compañeros del Regimiento 18 de Manchester, su optimismo e ilusión iniciales, su entrenamiento militar, sus ardorosas expectativas de entrar en combate, sus primeros desesperanzados atisbos de la cruda e inhumana y, sobre todo, insensata matanza que allí se estaba perpetrando, sus padecimientos en distintos episodios bélicos, su convencimiento de la inminencia de la muerte (Es evidente que vamos a morir con el cuerpo lleno de metralla. Lo que no sabemos es si será al avanzar o al retroceder), su decisión de huir hacia el canal de la Mancha e intentar cruzar de vuelta a Inglaterra, las angustiosas jornadas de fuga, agazapados en los bosques, aprovechando las noches sin luna, su, por fin, exitosa escapada a Suecia (en un giro novelesco inesperado que más adelante comentaré). 

Y como colofón a cada una de las cartas, ya se ha dicho, Albert transcribe unos pocos versos de algunos de los malhadados combatientes, poemas que Berges presenta en su doble versión, la original inglesa y la española. Los poetas de la guerra escriben a partir del horror vivido en la batalla, y sus versos, recogidos de cartas o publicados en periódicos o, muy frecuentemente, encontrados en los bolsillos de los propios cuerpos destrozados, rezuman todo el dolor, la amargura, la rebeldía, la tristeza, la nostalgia, la desesperación de quienes han contemplado cara a cara el sufrimiento, la locura y la salvaje barbarie de la experiencia bélica. Todos están recogidos de Up the Line to Death. The War Poets 1914-1918, una antología publicada en 1964 en el Reino Unido, a cargo de Brian Gardner, que cita Berges en una sucinta pero apreciable bibliografía final. Hay, en español, una selección más somera, un texto imprescindible que os presenté en 2014 en este espacio: Tengo una cita con la muerte, publicada en 2011 en nuestro país, con el subtítulo de Antología de poetas muertos en la Gran Guerra, en una edición de Linteo a cargo de Borja Aguiló y Ben Clark. Por estos capítulos epistolares del libro desfilan autores reconocidos como Siegfried Sasoon, Wilfred Owen (ambos combatientes), J.R. Tolkien (en El Señor de los Anillos muchas descripciones -algunas incorporadas a la novela- son muy vívidas recreaciones de los horrores de las trincheras, pues su autor también estuvo en el Somme), Alec Waugh, hermano del novelista Evelyn Waugh, o Rudyard Kipling. 

Por “debajo” de los poemas que se incluyen en el texto y de la recreación “objetiva” de las atroces condiciones del frente, también por entre las vivencias de sus personajes “ficticios”, palpita una reflexión esencial, que es, a mi juicio, otra de las claves del libro: todos somos desertores, todos, en algún momento de nuestra vida, rehuimos la realidad, escapamos de ella, abandonamos nuestros sueños, nuestras ilusiones, incluso, a veces, nuestras obligaciones. ¿Somos por ello censurables? ¿Los desertores del Somme fueron valientes o cobardes? No era innoble, concluirá Jota al término de su viaje, desertar de una batalla tan cruenta y absurda como la del Somme, en la que murieron inútilmente cientos de miles de jóvenes. A. Ingham no era un cobarde ni un desertor sino todo lo contrario: era uno de los pocos soldados con el valor suficiente para retar a las autoridades militares en su último intento de salvar la vida por la libertad y el futuro, y también por ese país al que estaban defendiendo en un juego de estrategia tan primario e inútil como cavar dos líneas de trincheras y matarse en el espacio que quedaba entre ellas. Una interesante aproximación al fenómeno de los desertores de la Gran Guerra lo podéis encontrar en Shot at Dawn, una publicación primorosa, salida de los talleres de Ivorypress, la prestigiosa y elitista editorial promovida por Elena Ochoa y Norman Foster, que recoge una serie de impresionantes fotografías de Chloe Dewe Mathews en las que la artista nos muestra los mismos espacios -y en la mayor parte de los casos a las mismas horas- en los que tuvieron lugar los fusilamientos y las ejecuciones de esos pobres desgraciados que, por diversas circunstancias, se negaron a combatir. 

Tras el breve y triste paso por el mundo de estos desertores, una vez rehabilitada oficialmente su memoria, nos quedan sus tumbas, las que busca y encuentra Jota, lápidas austeras con un apellido y la inicial de su nombre de pila para recordar que una vez fueron hombres de carne y hueso con sus virtudes y sus defectos, sus proyectos de futuro, sus sueños incumplidos y sus ganas de vivir

Fuera ya de tiempo, esbozo un breve apunte sobre otra de las cuestiones relevantes que plantea la lectura de Los desertores, la de las relaciones entre la literatura y la verdad histórica, el juego -tan practicado en las últimas décadas por numerosos escritores- de la ficción y la realidad. Subraya Berges en cuanta entrevista he podido leerle que sus libros anteriores podían acogerse al lema “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”, pues su opción literaria se decantaba claramente hacia el territorio de la ficción, ya que la imaginación, la invención, la creación de historias constituía el paradigma último de la verdad literaria, también de la cinematográfica: las novelas o las películas como “fábricas de sueños”. Sin embargo, como ya hemos reseñado aquí en muchas ocasiones, hoy se impone la realidad, el “basado en hechos reales”, lo documental, lo biográfico -o autobiográfico-, los relatos en los que, supuestamente, todo lo narrado es “verdadero”. Berges confiesa haber tomado parte en ese debate actual con una propuesta que participa de ambas opciones, al presentar esas dos dimensiones imbricadas en su historia: Jota y su vida personal y familiar, por un lado, y la tragedia del Somme por otro. Esta reflexión teórica desde la que parte el autor no solo se percibe en este premeditado y ostensible carácter “dual” del texto, hay también un par de elementos “inscritos” en la narración que permiten ejemplificar esta preocupación “conceptual”. En un momento del relato, Jota reconoce en un paisaje francés, cercano ya al cementerio que busca, un escenario “idéntico” al de un cuadro de Van Gogh. Se pregunta entonces si habría el pintor anticipado, con un muy lúcido presentimiento, que en un lugar así se extinguiría una generación entera de jóvenes, o, por el contrario, si fue al revés, si quienes diseñaron la estrategia de guerra y levantaron la línea del frente occidental en la batalla, quisieron imitar el preexistente cuadro del holandés. ¿Puede el arte determinar los límites de un campo de batalla?, piensa. ¿Dónde está la realidad y dónde la ficción? 

Con idéntico propósito -establecer un sutil nexo entre verdad novelesca y verdad histórica-, haciendo reflexionar al lector sobre el rico juego de interrelaciones entre ambas ideas, Berges incluye, entre las cartas que Albert dirige a su padre, cuatro finales en las que el muchacho da cuenta del éxito de su huida, de su efectivo paso a Suecia, de su feliz integración en la pacífica rutina en Gotemburgo, y hasta del nacimiento de su primer hijo que, según Alfred, se parece al propio Albert. “Sabemos”, sin embargo, que ambos han sido detenidos y fusilados (¿o no es así?), que sus huesos permanecen para siempre en el pequeño cementerio de Bailleulmont. ¿La correspondencia entera, ha sido, pues, como sospechábamos desde el inicio y parece obvio (es imposible que Albert incluya en sus cartas unos poemas que no se conocieron hasta algún tiempo después) una invención del autor? Dónde están, insisto, los límites entre realidad y ficción. He aquí la respuesta del autor en una entrevista promocional: Yo, lo que necesito, ya no es ni la realidad ni la ficción, sino la verdad. Entendiendo por verdad algo que sea coherente. Lo digo porque a veces la realidad, con todo lo real que es, no es coherente y, sin embargo, la ficción tendría que serlo siempre. Por eso busco una ficción de verdad, verosímil, que sería la novela. La realidad a veces tiene una falta de coherencia tremenda, por eso hay que refugiarse en la ficción verosímil. Yo me pongo en la piel de los personajes, me disfrazo de cada uno de ellos, guardo mucho silencio interior para escuchar qué diría cada uno de ellos

Albert y Alfred, pero también Jota, y su padre, y la amada Rosa, y tantos otros “personajes”, viven ya, para siempre, en nuestro espíritu, en nuestras almas, en nuestras mentes, esto es, en el infinito y eterno espacio de la literatura. All your friends, una preciosa canción de Coldplay sobre la Primera Guerra Mundial, acompaña musicalmente esta reseña.


Después de varias semanas de batalla, la Tierra de Nadie se había llenado de cráteres producidos por la artillería, restos de metralla y cadáveres pudriéndose lentamente. Por las noches, todo quedaba en calma y solo debería haberse oído el lamento de los heridos, pero no era así. Hasta las trincheras llegaba un rumor de voces susurrando palabras en distintos idiomas. Si se prestaba atención podían oírse pasos, ruidos metálicos, siseos de ropa y algún disparo aislado. 

No tardó en correr el rumor de que la Tierra de Nadie estaba habitada por bandas de desertores fugitivos que aprovechaban la noche para robar armas, municiones y raciones de comida de los cadáveres. Eran grupos integrados por soldados de varias nacionalidades, aliados y alemanes colaborando para salvar la vida. Por el día se escondían en trincheras y túneles abandonados. Por las noches salían al exterior, armados y hambrientos. 

La Historia apenas se ha ocupado de estas bandas organizadas. Es un tema tabú. Aun así, pueden encontrarse testimonios aislados de algunos supervivientes, como el del teniente coronel Ardern Beaman en su libro de memorias The Squadroon [El escuadrón], publicado en 1920. “Nos advirtieron de que si insistíamos en ir tras ellos no dejásemos que ningún hombre fuera solo, sino en grupos numerosos, porque el Golgotha estaba habitado por salvajes, desertores británicos, franceses, australianos, alemanes, que vivían debajo de la tierra, como fantasmas entre los muertos enmohecidos, y que solo salían de noche para saquear y matar.” 

Osbert Sitwell, que combatió en las trincheras de Ypres, también los menciona en su autobiografía Laughter in the Next Room [Risas en la habitación de al lado], de 1949. “Durante cuatro largos años… el único internacionalismo, si es que existió, fue el de los desertores de todas las naciones beligerantes: franceses, italianos, alemanes, austriacos, australianos, ingleses, canadienses. Proscritos, estos hombres vivían -al menos lo hacían- en cuevas y grutas bajo la línea del frente. Cobardes y desesperados… que no reconocían ningún derecho y no tenían más reglas que las propias, saldrían de sus escondites después de cada interminable batalla para robar a los moribundos sus pocas posesiones -tesoros como botas o raciones de comida-, y dejarlos morir.”



Joaquín Berges. Los desertores

miércoles, 9 de enero de 2019

NIKITA HARWICH VALLENILLA. HISTORIA DEL CHOCOLATE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un año más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Empezamos hoy nuestro decimoprimer año, con una propuesta anclada aún, en cierta manera, en la reciente Navidad. Y es que las fiestas que acabamos de dejar atrás tienen en la comida uno de sus componentes esenciales, con las familias reunidas a la mesa ante viandas exquisitas que se disfrutan casi exclusivamente en estas fechas, el inalcanzable marisco, los lechones y los cabritos, el pavo infrecuente, las pulardas rellenas, y claro está, el cierre de los banquetes con una exagerada profusión de postres y dulces, turrones y mantecados, mazapanes, polvorones y, sin que pueda faltar en ninguna de sus formas, el delicioso chocolate. 

Y precisamente del chocolate vamos a hablar hoy, con el regusto aún en nuestros labios de los excesos gastronómicos y de la muy venial y disculpable gula que suponen, a partir de un libro muy interesante que constituye ya, desde su publicación originaria en Francia en 1992, una referencia inexcusable sobre la materia. Se trata de Historia del chocolate, una obra del historiador franco-venezolano Nikita Harwich Vallenilla, que ha visto la luz en nuestro país el pasado 2018 en la Editorial Pensódromo, en una versión “construida” sobre la base de la segunda edición francesa revisada y actualizada. El libro, que aparece dentro de la colección Biblioteca de cultura histórica, se presenta con la traducción del francés -revisada por el propio autor- de Juan Luis Delmont y José Daniel Avilán. La edición está patrocinada por un clásico de nuestra repostería, Chocolates y Dulces Matías López, familia de la que uno de sus descendientes, Manuel de Cendra y Aparicio, V Marqués de Casa López, firma el entusiasta prólogo. 

Nikita Harwich Vallenilla, nacido en Nueva York en 1951, es, a partir de la biografía que distribuye su editorial, un personaje singular, cosmopolita y polifacético. Licenciado en Historia por la Universidad de Duke, en Estados Unidos, doctor en Economía por la prestigiosa London School of Economics, fue profesor universitario en Venezuela, además de trabajar en periodismo, radio y televisión y en la gestión empresarial en dicho país. Radicado en Francia desde 1994, se ha desempeñado como profesor en muy distintas áreas -siempre relacionadas con la Historia- de diversas universidades francesas (París X Nanterre o Ruán). Investigador en los principales centros de referencia del país galo (CNRS, École des Hautes Études en Sciences Sociales, Universidad de París I, Universidad de París Nanterre), ha publicado numerosos textos sobre América latina, en particular sobre Venezuela y, singularmente, sobre el chocolate, de cuyas Academias francesa y europea es miembro desde hace años. Recientemente, en 2015, coordinó la Encyclopédie du chocolat et de la confiserie, obra colectiva presentada bajo el patrocinio de la mencionada Academia francesa del chocolate y de la confitería

Esta Historia del chocolate que hoy os presento ofrece más de trescientas páginas de exhaustiva y apasionante indagación en las que se repasan cerca de tres mil años de la vida del apetitoso alimento. Siguiendo un hilo conductor cronológico -aunque, en ocasiones, hay derivaciones y saltos atrás y adelante-, el libro examina todas las dimensiones imaginables de la presencia del cacao y el chocolate en nuestro mundo: las que tienen que ver con la historia, obviamente, pero también las que aluden a la botánica y a la dietética, a la industria y la tecnología, al comercio, a la cultura, a las artes y las letras, a la economía o la política, en un trabajo que, salvo en algunos capítulos más técnicos y áridos, se lee con enorme placer, dado el tono ameno y la profusión de anécdotas y curiosidades que inundan el relato. Del carácter bien documentado y riguroso de la obra dan cuenta una bibliografía de más de trescientos títulos que se adjunta al texto y un sustancioso índice onomástico final con centenares de significativas referencias. Hay también una veintena de ilustraciones, en color y de extraordinaria calidad, que complementan en imágenes algunas de las interesantes informaciones que proporciona el autor. 

El cacao era conocido en América mucho antes de la llegada de los españoles. La hipótesis más probable acerca de su origen sitúa su “cuna natural” en las selvas tropicales de América del Sur, en la región del Alto Orinoco y de la cuenca amazónica. Harwich investiga en documentos de distinta índole para afirmar, siguiendo a Michael Coe, historiador de la Universidad de Yale, que el primer hombre en la historia que probó el chocolate fue probablemente un olmeca que vivió hace unos tres mil años en las selvas pantanosas del sureste de México. Hasta tan lejos se retrotrae la investigación del profesor venezolano en la vertiente histórica del libro, su dimensión principal. El rastro del cacao puede seguirse entre los olmecas de Tabasco, la excepcional cultura del Golfo de México (os recomiendo, si tenéis ocasión de visitarlo alguna vez, el Parque-Museo La Venta, en Villahermosa, un recinto al aire libre que recoge impresionantes muestras escultóricas de los olmecas en un paraje natural desbordante de flora y fauna autóctonas), hacia el año 1000 antes de Cristo; más tarde, en el siglo VII, siempre antes de nuestra era, hay vestigios entre los mayas, hasta que, trescientos años después, el cacao y el chocolate ya estaban plenamente integrados en dicha cultura, como demuestran significativas pruebas lingüísticas (palabras como kakaw y otras similares en distintas lenguas mesoamericanas: cacauatl para designar el árbol, xocoatl, para la bebida) y arqueológicas. Estas, sin embargo, no son muy numerosas en el continente americano: una jarra de piedra de la actual Honduras con dibujos en relieve que representan mazorcas de cacao; una tumba del siglo VI en la que, tras los análisis, aparecen residuos de teobromina y cafeína (algunos de sus componentes químicos); un bajorrelieve maya en Guatemala en el que la víctima de un sacrificio lleva un collar que parece hecho con semillas de cacao; una vasija de arcilla, también en Guatemala, réplica de una mazorca, fruto que quizá sirvió de molde en la confección de la pieza; la Joya de Cerén, cerca de lo que hoy es El Salvador, una próspera plantación de esos primeros siglos, que fue cubierta por las cenizas de una erupción volcánica en el 590 después de Cristo, encontrándose cultivos de cacaoteros en sus ruinas así preservadas. El declinar de la civilización maya a partir del siglo IX de nuestra era, permite que el florecimiento del cultivo y el uso del cacao crezca entre los aztecas. 

Las frutas, los granos, la bebida tienen una notable presencia en numerosos códices autóctonos -que se recogen entre las imágenes del libro-, como el Chilam Balam de Chumayel, y por supuesto, más tarde, en las crónicas de misioneros y conquistadores españoles, que refieren figuras, relieves, esculturas, ceremonias alusivas al cacao. El libro cita tres esenciales, la Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, de 1632, obra mayor de Bernal Díaz del Castillo, la Historia General de las cosas de la Nueva España, escrita en náhuatl y luego traducida al castellano por el fraile franciscano Bernardino de Sahagún, formado en la Universidad de Salamanca; y la Historia general y natural de las Indias, escrita en 1535 por Gonzalo Fernández de Oviedo. 

En todas ellas se resaltan los usos y costumbres de los indígenas en relación con el cacao; así por ejemplo, cómo las gentes consumían la pulpa y chupaban los granos, una práctica que permanecerá aún en los inicios del siglo XIX, siendo recogida en sus escritos por el explorador Alexander von Humboldt. También la doble función del cacao, como moneda e instrumento de cómputo y como alimento. Desde el primer punto de vista llama la atención el que las mejores semillas se usaran como sustitutos del dinero, mientras que otras variedades de peor calidad quedaban para los intercambios y los contratos. También el que los mayas se sirvieran de los granos para el cálculo (otras culturas prehispánicas operaban sobre la base de las unidades de peso, pero en la cultura maya se hacía por unidad de volumen) lo que contribuyó al desarrollo de la aritmética y el conocimiento astronómico, y repercutió en su cosmogonía, en la concepción del tiempo y en la confección de calendarios. En el uso del cacao como recurso alimenticio sorprende lo sofisticado de un proceso que supone la transformación de una materia prima poco prometedora -granos amargos envueltos en una pulpa dulzona y pegajosa- en una sustancia compleja como el chocolate, a través de un procedimiento muy elaborado que incluye la fermentación, el secado, la torrefacción y la posterior trituración. 

Además, las crónicas, de las que el autor da cuenta con sobresaliente erudición, trufando su texto de abundantes ejemplos extraídos de ellas, reflejan los rituales, las ceremonias, los usos simbólicos del cacao, que a menudo aparece asociado a acontecimientos relevantes de la vida diaria: ofrendas tras el nacimiento de un niño; cultos de pubertad con el embadurnamiento de los cuerpos de los jóvenes; donaciones en las pedidas de matrimonio; regalos que se intercambian los novios; acompañamiento al difunto en su viaje al más allá; ritos de iniciación; purificación de las parturientas; fuente y estímulo para la fertilidad (los sembradores debían abstenerse de acercarse a las mujeres en el proceso de selección de los granos, mientras que, con un simbolismo similar, algunas parejas se entregaban al acto sexual en el momento en que las semillas eran colocadas en la tierra). 

Estos capítulos iniciales, de lectura apasionante, centrados en la realidad prehispánica del chocolate, desembocan, como es natural, en la llegada de Colón a América. El primer “encuentro” de los europeos con el cacao tiene lugar en julio de 1502 durante el cuarto viaje del hoy denostado y perseguido almirante -víctima de la absurda corrección política retrospectiva (la no retrospectiva es igualmente ridícula)-, cuando unos indígenas que llegan en piragua hasta su barco portando diversas ofrendas incluyen entre ellas el exótico y entonces desconocido fruto. En 1519 lo menciona también Hernán Cortés, que lleva los primeros granos a España en 1528. A partir de esas fechas, el chocolate se expande en nuestro país, en donde alcanza un éxito inusitado. 

Son incontables las curiosidades y anécdotas que sobre esta etapa podemos leer en el texto. El reconocimiento “oficial” que hace Pedro Mártir de Anglería, que forma parte de la comisión encargada por Carlos V para la administración de las Indias Occidentales, de la doble función, como moneda y como bebida, del cacao. En el primero de los ámbitos, se constata, por ejemplo, su uso para el pago de la prostitución, “ocho o diez almendras por una carrera”. También se resaltan sus propiedades curativas y terapéuticas, eficaz, al parecer, contra la diarrea y las hemorroides, la timidez o la “apatía mental”. Se ve en él su condición de elixir afrodisíaco, útil “para tener acceso con mujeres”. El cacao aparece citado en las comedias de Calderón de la Barca o Tirso de Molina y Quevedo. El “néctar de Indias” se consume en nuestro país, en un proceso de creciente “sofisticación” gastronómica, aderezado con leche, huevos o azúcar. 

De inicial producto de lujo reservado a una élite, el consumo del chocolate acaba por generalizarse. Los españoles ven las inmensas posibilidades de negocio que hay en él y desarrollan las explotaciones multiplicando sus beneficios, hasta acabar por convertirlo en fuente de tributos. La producción de cacao pasa a ser uno de los ámbitos en los que resulta más notorio el afán de lucro sin límites de los “conquistadores”. Cita Harwich el ejemplo de Soconusco, en la actual Chiapas, uno de los centros principales de cultivo, transformación y exportación de cacao. Morirán muchos indios por las enfermedades y las extremas condiciones de trabajo en las plantaciones. De los 30.000 que vivían en la región inicialmente, a la llegada de los españoles, solo quedan 1.600 apenas sesenta años después. Menciona también el autor la execrable figura de Diego de Guzmán, un sátrapa, y, en general, los abusos de los dueños de los cacaotales. En consecuencia, a finales del siglo XVI, la “edad de oro” del cacao en México era ya solo un remoto recuerdo

Crecen, en paralelo, las explotaciones en las Antillas, Cuba, Jamaica, Martinica, Guadalupe, Surinam. El libro da cuenta de la aparición de mano de obra africana, la dolorosa esclavitud (los esclavos se compran, a menudo y paradójicamente, con granos de cacao). Es la época del comercio fraudulento, de los desembarcos clandestinos, de las restricciones en los circuitos de distribución para que el codiciado bien no caiga en manos holandesas o inglesas. El texto se llena de corsarios, piratas y contrabandistas. En 1670 Venezuela alcanza el primer lugar como abastecedor de cacao de la Nueva España. En Guayaquil, en todo Ecuador, el cacao es la pieza esencial de las luchas de poder e influencia de las oligarquías. 

La popularidad española del cacao se extiende a Europa entera en siglo XVII. El chocolate se propaga como símbolo del mundo nuevo y desconocido, del vasto y en gran medida ignoto continente americano, como se pone de manifiesto en una espléndida lámina, que recoge el libro, Obsequio de América al mundo, de 1631, en la que una rozagante América ofrece a Neptuno, embajador del Viejo Mundo, una caja de chocolate. En una sucesión de etapas frenéticas, el volumen viaja, siguiendo el preciado brebaje, a Perugia, Livorno, Nápoles, Venecia y Esmirna. Nos adentramos en Francia, cuando el matrimonio en 1615 de Ana de Austria, hija de Felipe II, y Luis XIII, contribuye a su conocimiento y expansión en el país galo. Y luego serán Londres y Ámsterdam. Y se multiplican las anécdotas: los versos que ensalzan las cualidades “libertinas” del bebedizo (Con que sólo prueben el chocolate/se tornarán jóvenes y lozanas las ancianas/Y con nuevos ardores de la carne/Que las harán anhelar ya saben qué, como rezaba un poema de James Wadsworth, a mediados del XVII), la prohibición del rey Carlos II, que acaba por cerrar en 1675 “las casas de café y chocolate” por el juego ilegal que albergaban, pero también a causa de las licenciosas costumbres a las que inducen las bebidas. 

Y avanzando en el tiempo, el Siglo de las Luces será el de la consagración del chocolate en Europa. Viajamos a Viena y Dresde, recorremos numerosas obras de arte y textos literarios con presencia “chocolatera”: Cyrano de Bergerac o La Encyclopédie, en Francia, las comedias de Goldoni en Italia, los cuadros de Hogarth en Inglaterra. Y Daniel Defoe. Y Balzac. 

España acaba por ser el primer consumidor mundial a partir de 1700 con la llegada de los Borbones. Los viajeros que llegan a nuestro país se asombran al ver cómo lo consumen todas las clases sociales sin distinción, sólo el tipo de recipiente permite distinguir unos estratos de otros. Astorga, al estar en el camino de Santiago, ser una diócesis muy extensa y contar con muchos monasterios y conventos chocolateros, cobra una destacada y sorprendente importancia. En 1777, en Barcelona se crean los primeros bombones, obra de un tal Fernández, por lo demás desconocido. 

Los logros de la revolución industrial afloran también en la producción del chocolate a partir del siglo XVIII. Las manufacturas se extienden por doquier -Berlín, Hannover, Múnich, Praga, Coblenza- y el autor describe su crecimiento, las innovaciones, las novedosas maquinarias, los complejos procesos, los inventos: la prensa de Van Houten, los ingenios que mejoran la selección, la torrefacción, la trituración y la molienda, los complejos motores, las nuevas creaciones -la hoy usual tableta-, los últimos perfeccionamientos en la producción -el conchado, el refinado, el estofado-. Aparecen en la industria nombres hoy ya legendarios, como los de los suizos Suchard y Lindt. El delicioso alimento llega también a Estados Unidos, donde lo introduce, en Massachusetts, John Hannon, un maestro artesano irlandés. Proliferan las coffee y las chocolate houses, algunas de las cuales acabarán por convertirse en clubes privados, en Inglaterra y Francia. 

A mediados de ese siglo XVIII el chocolate se abre a nuevos horizontes, y el libro los repasa con secciones dedicadas a Ecuador, que llega a ser primer exportador mundial, Venezuela, Trinidad, Brasil, con las plantaciones desplazándose del Alto Amazonas al delta de Belén, en la desembocadura del inmenso río, para ocupar el segundo lugar en el ránking de producción mundial. También el salto a África, primero en las islas aledañas a las costas, Santo Tomé y Príncipe, y luego el interior continental, con las compañías europeas ávidas de una mercancía capaz de sustituir el lucrativo negocio de la esclavitud, abolida la trata en esos días. Así prosperan los cultivos en la Costa de Oro, la actual Ghana, Costa de Marfil, Nigeria, Camerún, el Congo belga. Y luego, estamos ya en el siglo XIX, Ceilán, Java y el resto de Indonesia, y hasta Samoa, en donde Robert Louis Stevenson recogería en su obra su condición de plantador de cacao. Son los años de otros nombres míticos del universo chocolatero: Fry y Cadbury. 

Llegado el siglo XIX España mantiene su posición de dominio en el universo chocolatero, provocando, una vez más, la admiración y la sorpresa de los viajeros que nos visitan: El chocolate es para el español, lo que el té es para el británico, escribía Richard Ford en su Guía de viaje de 1845. Y Teófilo Gautier en su Viaje a España, coincide en la misma idea. Nacen “casas” que aún perduran en nuestros días, en la citada Astorga, Aragón, Barcelona, Madrid, con un lugar destacado para los Chocolates y Dulces Matías López que patrocinan el libro. El XIX trae también las innovaciones suizas, con nombres ahora míticos en este ámbito como los del farmacéutico y químico alemán Henri Nestlé o el de Theodor Tobler, chocolatero en Berna, del que se relata en el libro una jugosa curiosidad sobre la peculiar forma triangular del hoy popular Toblerone, que obedecería, al parecer, a la forma igualmente triangular del símbolo de la masonería a la que su creador pertenecía o quizá al perfil sinuoso de las montañas suizas. Y el chocolate prospera en EEUU, y el mundo sigue conociendo novedades como los huevos de Pascua o la tarta Sacher en Austria, que debe su nombre a Franz Sacher, que se desenvolvía como aprendiz de pastelero en la casa del Canciller Imperial, en torno a 1830. 

El libro nos informa también del inmenso crecimiento de la producción y consumo del chocolate en los días que llegan hasta la primera guerra mundial, con una caída de cotizaciones del cacao durante la contienda y un repunte espectacular tras ella. En 1921 África reemplazará a América como primer continente productivo. Franklin Clarence Mars funda su firma en USA y lanza sus exitosas barras chocolatadas rellenas, y pronto aparecen el Kit-Kat y los Smarties. La Segunda guerra mundial consolida el éxito del chocolate, y son bien conocidas y divulgadas -llegando al mundo entero- las imágenes de los soldados americanos repartiendo desde sus Jeeps chocolatinas a las multitudes en los pueblos liberados de Europa. 

Y desde entonces, la expansión en África, y el papel estelar de Ghana, Camerún o Nigeria, con Costa de Marfil como primer productor mundial, actual responsable del 40 por ciento de la producción mundial. Harwich no nos ahorra datos, estadísticas, análisis de las políticas económicas, de los conflictos de intereses, de las luchas de poder, de los enfrentamientos étnicos que la riqueza “cacaotera” lleva consigo. Y también apuntes sobre Malasia e Indonesia (el actual “El Dorado”), sobre el “retorno” de Ecuador, sobre los nuevos productores, Perú, Vietnam… En las etapas postreras de esta evolución histórica aparecen interesantes secciones que incluyen sustanciosos análisis económicos del presente, con los intereses comerciales y financieros que hoy mueven a los cuatro grandes grupos del mercado mundial, los datos de producción y consumo (en el mundo se producen diariamente más de cuatro millones y medio de toneladas de cacao al día), las fluctuaciones bursátiles vinculadas al negocio chocolatero, la evolución de los precios, la concentración industrial y otras informaciones -cierto que algo más áridas que las que pueblan el resto de los capítulos del libro- en cualquier caso pertinentes. 

Hay, igualmente, una sección final que se ocupa de la evolución futura del comercio chocolatero: sus incertidumbres, entre ellas las catástrofes ecológicas que su explotación sin límites está causando en algún caso (en Costa de Marfil, y esta información no procede del libro, hay preocupación por la creciente deforestación del territorio para ganar espacio al cultivo cacaotero, un fenómeno que ha provocado, aparte del evidente daño forestal, la práctica extinción de los elefantes en el país); los nuevos mercados potenciales (Grecia, Rusia, China, gran parte de Asia, América Latina y la, por ahora, escasamente consumidora África); las nuevas tendencias (agricultura biológica y comercio justo, el chocolate con denominación de origen, el “cacao fino aromático”); los nuevos ámbitos de utilización (productos de belleza o farmacéuticos, alimentación del ganado); o los sucedáneos del chocolate que, pese a las legislaciones proteccionistas, ganan terreno para rebajar el coste o hacer frente a una eventual bajada de la producción. 

Imbricadas en este largo desarrollo de la evolución de histórica del chocolate, en el magnífico libro de Nikita Harwich se recogen infinidad de otras informaciones relativas a los más diversos ámbitos de la cultura y el conocimiento. Es el caso, por ejemplo, de los furibundos debates -sobre todo en el siglo XVII- acerca de las ventajas y los inconvenientes del producto. En este sentido el volumen glosa los diversos tratados y publicaciones científicas de la época en las que tanto se constatan las propiedades del producto (bajar la regla, cortaduras de los pezones, estreñimiento, cálculos de los riñones), como su capacidad para engendrar todo tipo de males físicos -la obesidad como perjuicio recurrente- pero también “causar paroxismos y desmayos, unas profundas ansias, y melancolías, y saltos de corazón, que parece al que le ha comido que el alma se le sale”. Llega incluso a leerse una tesis de Medicina en la Sorbona en 1684, con el significativo título de ¿Fortifica la salud el consumo de chocolate? En esta misma lógica vinculada a la salud hay una breve sección “nutricionista” donde se refieren los debates dietéticos más actuales sobre las bondades y maldades del chocolate: estimula el sistema nervioso, facilita el esfuerzo muscular, aumenta la resistencia a la fatiga, disminuye la depresión -en el haber-, pero también -en el debe- eleva el colesterol, dificulta la digestión, daña el hígado o, una vez más, provoca obesidad. De manera categórica, la bióloga Élise Gaspard-David subraya sus mejores efectos fisiológicos: El chocolate, por el placer que proporciona, hace secretar endorfinas cuyo efecto euforizante es comparable al del opio

Otro de los ejes de reflexión hacia los que apunta el libro tiene que ver con el simbolismo del cacao, potenciado en parte por esa su naturaleza híbrida: una bebida sana y fortificante cuyo aspecto es, sin embargo, parecido a las heces, tal y como se resalta en algún texto mencionado por el autor. Sus cualidades euforizantes que exaltan y dinamizan se contraponen con la peligrosa dependencia que provoca el desmesurado delirio y el frenesí a los que induce su adictiva ingesta (escribe Jean Maurice Bizière, un “psicohistoriador” francés: [el chocolate es] una victoria de la libido sobre el instinto de muerte, una victoria de la luz sobre la noche, un impulso para seguir adelante). Surgen así, durante los primeros siglos de su expansión, las discusiones morales, al asociarse su consumo al mal por la atmósfera sensual y libertina que conlleva, por las pasiones arrebatadas que despierta, por sus propiedades estimulantes, propias para excitar los ardores de Venus. Se cuentan anécdotas muy llamativas desde este punto de vista, centradas la mayor parte de ellas en el siglo XVIII: Madame Pompadour, acusada por Luis XV, su amante real, de “ser fría como una negreta boreal”, recurriendo al mágico brebaje numerosas veces al día. Madame du Barry proporcionándoselo a sus amantes para reanimar su ardor antes y después de cada nueva batalla amorosa. Giacomo Casanova encontrando la bebida más estimulante que el champaña o las ostras. Y con ese mismo sentido transgresor aparece en las obras del Marqués de Sade. Conocemos también las estériles disquisiciones religiosas: al tratarse de una bebida, ¿su consumo rompe el ayuno? Liquidum non frangit jejunum, dictaminará la ortodoxia. 

Estas connotaciones de provocación y pecado hacen que durante muchos siglos tomar chocolate sea considerado un acto adulto, del que se excluye a los niños, que sólo tienen derecho a un disfrute controlado y una tímida “posología”: la sucinta cucharadita que les proporciona su madre, como en Le déjeuner, un cuadro de François Boucher que está en la National Gallery de Londres. Será a finales del XVIII cuando el chocolate alcance también el dominio de la infancia, al democratizarse el consumo, gracias a la personalidad de algunos de los más afamados productores. Los Fry, los Cadbury, los Rowntree -los grandes nombres del chocolate en esos días- son cuáqueros que ven en las virtudes del chocolate la perfecta ejemplificación de las rígidas prescripciones morales de sus creencias: sustituto del alcohol y de sus excesos, emblema de la vida familiar recogida y armónica, alimento y nutrición vigorosos y salutíferos. La deslumbrante publicidad se llena entonces de niños, en cajas, carteles o paquetes decorados con escenas familiares, los pequeños rebosantes de salud, con las mejillas rojizas y los labios embadurnados del goloso bebedizo. La presencia publicitaria del chocolate tendrá también su espacio en un breve epígrafe del libro. 

Como lo tendrán también las proporciones y la composición química de sus componentes, las distintas regulaciones legales sobre aditamentos, las expresiones que constatan la popularidad del chocolate (Fare la figura del cioccolataio es, en italiano, quedar mal, hacer el ridículo; tomar el cacao es tomar el pelo en alemán; hacer chocolate es, para un francés, ser cómplice en una estafa; un chocolate se utiliza en distintos ámbitos lingüísticos como modo de referirse a un negro). Y también los fraudes y falsificaciones, los aditivos -almendras, arroz, harina, lentejas, guisantes, grasas, goma, yema de huevo-, las mezclas -con leche, con azúcar, con especias-. 

Hay un interesante apartado dedicado a la Botánica, que incluye las peculiaridades de la planta: la fragilidad del árbol y de su cultivo, necesitado permanentemente de “árboles madre” que proporcionen una sombra protectora del sol y del viento; la adecuada irrigación; la a menudo imposible defensa frente a los “depredadores”: monos, ardillas, murciélagos y hasta loros; los parásitos y las enfermedades; la detallada descripción del árbol, de las flores, de los frutos, de las distintas variedades y su pervivencia actual. Y conocemos igualmente los elementos químicos que integran el cacao, y su denominación científica, theobroma cacao, adjudicada por Linneo a finales del XVIII, resaltando su naturaleza “divina” (theobroma es literalmente, en griego, alimento de los dioses). 

Se nos informa también de curiosidades relativas al cultivo y la recolecta, el tratamiento posterior, en particular el “baile” con los pies, removiendo los granos, al que alude el brasileño Jorge Amado en una de sus imprescindibles novelas. Y aparecen los instrumentos, la vajilla del chocolate, las dos jarras con las que se trasvasaba el líquido para facilitar su oxigenación y la formación de espuma, los molinillos, las chocolateras, las jícaras, las tazas, los diversos utensilios de porcelana o metálicos que se muestran en algunas de las imágenes. Y conocemos también los distintos modos de utilización, la posología, el número de veces al día en que, según los expertos, debe consumirse, los métodos de preparación, las recetas, con menciones de Brillat-Savarin y su ya canónico Fisiología del gusto, de principios del siglo XIX. 

Ya muy fuera de tiempo, merece la pena mencionar que hay apartados dedicados a la inspiración que el cacao ha supuesto para innovadores, artistas y escritores, Marcel Duchamp, Dalí, Goethe, Manzoni, Stendhal, Anatole France, Thomas Mann y hasta Marcel Proust y James Joyce, con rastros de chocolate en En busca del tiempo perdido o el Ulises. Y hay espacio para los récords y las manías del chocolate, para el estudio de su consumo en función del sexo (más las mujeres), la edad, el clima o el nivel de vida. 

En fin, un jugoso y estimulante libro este Historia del chocolate de Nikita Harwich Vallenilla, que no deberías perderos a poco que os sintáis atraídos por la dulce tentación que encierra el “alimento de los dioses”. 

Son decenas, como podéis imaginar -dada la repercusión mundial que el producto tiene en el mundo entero-, las canciones alusivas al chocolate. He escogido, para complementar esta reseña, un evocador tema cantado por Doris Day, A Chocolate Sundae On A Saturday Night.


Relato de la leyenda tolteca del dios rey Quetzalcóatl y de la edad de oro a la cual se asocia su nombre, según fuera recogido por el misionero franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590), en las páginas de su Historia general de las cosas de la Nueva España. 

Quetzalcóatl fue estimado y tenido por dios, y lo adoraban de tiempo antiguo en Tulla, y tenía un cu [templo] muy alto con muchas gradas y muy angostas que no cabía un pie. Y estaba siempre echada su estatua y cubierta de mantas, y la cara que tenía era muy fea, y la cabeza larga, y barbudo. Y los vasallos que tenía eran todos oficiales de artes mecánicas y diestros para labrar las piedras verdes que se llamaban chalchihuites, y también para fundir plata y hacer otras cosas. Y estas artes todas hobieron origen del dicho Quetzalcóatl. Y tenía unas casas hechas de piedra verdes preciosas que se llaman chalchihuites, y otras casas hechas de plata, y más otras casas hechas de concha colorada y blanca, y más otras casas todas hechas de tabla, y más otras casas hechas de turquesas, y más otras casas hechas de plumas ricas […] 

Y hay una sierra que se llama Tzatzitépetl, hasta agora así se nombra, en donde pregonaba un pregonero para llamar a los pueblos apartados, los cuales distan más de cient leguas, que se nombra Anáhuac, y desde allá oían y entendían el pregón, y luego con brevedad venían a saber y oír lo que mandaba el dicho Quetzalcóatl. 

Y más dicen, que era muy rico, y que tenía todo cuanto era menester y necesario de comer y beber, y que el maíz era abundantísimo, y las calabazas muy gordas […]. Y más tenía el dicho Quetzalcóatl todas las riquezas del mundo de oro y plata y piedras verdes que se llaman chalchihuites, y otras cosas preciosas, y mucha abundancia de árboles de cacao de diversos colores, que se llaman xochicacáhuatl. Y los dichos vasallos del dicho Quetzalcóatl estaban muy ricos y no les faltaba cosa ninguna, ni había hambre ni faltaba maíz. […] 

Vino el tiempo que ya acabase la fortuna de Quetzalcóatl y de los tultecas. Vinieron contra ellos tres nigrománticos llamados Huitzilopuchtli y Titlacahuan y Tlacahuepan, los cuales hicieron muchos embustes en Tulla. Y el Titlacahuan comenzó primero a hacer un embuste, que se volvió como un viejo muy cano y baxo, el cual fue a casa del dicho Quetzalcóatl diciendo a los pajes del dicho Quetzalcóatl: Quiero ver y hablar al rey Quetzalcóatl. […] Y entrando el dicho viejo, dixo: […] Señor, veis la medicina que os traigo. Es muy buena y saludable, y se emborracha quien la bebe. Si quisiéredes beber, emborracharos ha y sanaros ha y ablandárseos ha el corazón, y acordáseos ha de los trabajos y fatigas y de la muerte, o de vuestra ida […] a Tullan Tlapallan […] en donde […] después de vuestra vuelta estaréis como mancebo. Aun os volveréis otra vez como muchacho. […] Y el dicho Queltzalcóatl, oyendo estas palabras, moviósele el corazón […] Y bebió […] de que se emborrachó y comenzó a llorar tristemente, y se le movió y ablandó el corazón para irse […] 

Y el dicho Quetzalcóatl […] hizo quemar todas las casas que tenía hechas de plata y de conchas, y mandó enterrar otras cosas muy preciosas dentro de las sierras ó barrancos, y convertió los árboles de cacao en otros árboles que se llamaban mízquitl. Y más desto, mandó á todos los géneros de aves de pluma rica [ ], que se fuesen delante, […] y comenzó a tomar el camino y partirse de Tullá, y así se fue. Yéndose de camino, el dicho Quetzalcóatl, más adelante al pasar entre las dos sierras del Vulcán y la Sierra Nevada, todos sus pajes, que eran enanos y corcovados, que le iban acompañando, se le murieron de frío. Y el dicho Quetzalcóatl sintió mucho lo que le había acaecido de la muerte de dichos pajes. […] Y ansí, en llegando á la ribera de la mar, mandó hacer una balsa formada de culebras, que se llama coatlapechtli, y en ella entró y asentóse como en una canoa, y ansí se fue por la mar navegando [hacia el sol naciente], y no se sabe de qué manera llegó a Tlapallan.


Nikita Harwich Vallenilla. Historia del chocolate