Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de septiembre de 2020

GREGORIO LURI. LA ESCUELA NO ES UN PARQUE DE ATRACCIONES
  
Buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el modesto reducto de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Esta tarde, tras las muy “ecológicas” emisiones de las semanas precedentes, quiero proponeros un libro que más allá de su interés, que sin duda lo tiene, resulta apreciable pues induce en el lector la reflexión sobre infinidad de sugerentes temas relacionados con la educación, uno de los asuntos clave, a mi juicio, del devenir del mundo en las próximas décadas. La propuesta resulta especialmente oportuna en estos días en los que acaban de comenzar las clases en los diferentes niveles educativos, en nuestra universidad y también en secundaria, un inicio de curso condicionado, como lo fue el final del pasado, por los efectos sobre la enseñanza de la pandemia del coronavirus, un fenómeno que al margen de su triste y dolorosa repercusión sanitaria parece haber “convulsionado” y obligado a reconsiderar las estructuras sobre las que se construían hasta ahora aspectos determinantes de nuestra vida como el trabajo, los viajes, el turismo, el comercio, las relaciones personales y, por supuesto, la enseñanza. 

La escuela no es un parque de atracciones es el por ahora último título de un escritor bastante prolífico, Gregorio Luri, que lo ha dado a la luz en marzo de este mismo año en el seno de la editorial Ariel, bajo un subtítulo muy revelador, Una defensa del conocimiento poderoso, toda una declaración de principios. He de advertir, como lo hace el autor, que su análisis se centra, de manera primordial, en la enseñanza obligatoria, pero gran parte de las cuestiones que plantea pueden extrapolarse, con las debidas puntualizaciones, a otros niveles educativos. 

Gregorio Luri, un nombre bien conocido en el mundo del pensamiento pedagógico, presente, de manera combativa aunque ilustrada (un aparente oxímoron en un ámbito en el que proliferan exacerbados y vociferantes “opinadores” sin poso intelectual alguno), en cuanto debate sobre educación ha surgido en la última década en nuestro país, es maestro de profesión, aunque su carrera académica cuenta con una licenciatura en Ciencias de la Educación y un doctorado en Filosofía en la Universidad de Barcelona, titulaciones ambas en las que obtuvo sendos Premios extraordinarios. Ha escrito libros de filosofía e historia, y en su currículo destaca una interesante, controvertida y a veces hasta polémica serie de publicaciones sobre temas de educación, un mundo que conoce bien pues además de ejercer como maestro fue profesor de secundaria y también de la Universidad de Barcelona. Algunos de sus títulos más destacados en este dominio son La escuela contra el mundo, El valor del esfuerzo o Mejor educados, editados, casi todos, en Ariel. 

La primera razón por la que merece la pena leer La escuela no es un parque de atracciones es porque, al margen de la posición teórica -casi me atrevería a decir ideológica, aunque el término está muy contaminado en el universo educativo, como luego veremos- que sustenta en él su autor, discutible, obviamente, en algunos de sus postulados, su planteamiento está sólidamente argumentado y respaldado por una consistente y copiosa bibliografía que ocupa las veinticinco páginas de notas que se incorporan al final del libro. En otras reseñas de textos sobre educación que he presentado en estos años he criticado el hecho de que, con frecuencia, la toma de posición en el debate educativo, a menudo furibunda y agresiva, se haga sin fundamento académico y científico alguno, y el que algunos autores, críticos como lo es Luri con la “ideología dominante” en educación -la de la innovación como dogma, la tecnología como panacea, y la “nueva pedagogía” como leitmotiv-, esgriman sus objeciones (que yo no pocas veces comparto) sin más apoyo que el de su propia experiencia y sus particulares opiniones, obviamente respetables en sí mismas como reflejo de una singular subjetividad, pero pobres si se pretende levantar principios de validez universal sobre tan endeble base. Nada de esto hay en las tesis de Gregorio Luri y sí, por el contrario, un soporte sólido apoyado en ideas, análisis, juicios, experiencias y modelos de consolidada trayectoria doctrinal (lo que no quiere decir, insisto, que ellas constituyan la irrebatible “verdad” sobre tan, a lo que parece, evanescente asunto, la educación). Su consistencia intelectual, no obstante, no le impide incurrir en un desliz menor pero que a mí me resulta lamentablemente significativo, Luri utiliza más de una vez en su texto el neologismo “viejuno” (aprendizaje viejuno, profesores viejunos), tan absurdamente de moda a partir de su “invención” por algunos destacados miembros del humor manchego. Que en un libro de estas características, un ensayo divulgativo en el que se quiere defender y reivindicar, de manera asequible pero con pretensiones más o menos “científicas”, un determinado modelo de educación, se incurra en una “ligereza” de este calibre (aunque sea en tono irónico), una insólita concesión a la jerga televisiva (y por tanto popular y callejera; y uso aquí ambos términos con connotaciones negativas), rebaja, desde mi punto de vista, la fiabilidad de la propuesta entera (si exagero un poco). 

Y es que La escuela no es un parque de atracciones no puede dejar de ser, como casi cualquier libro, artículo, opinión o planteamiento que se refiera en España a la educación, una obra controvertida. En nuestro país, sobre todo en los últimos treinta años, el mundo de la enseñanza -incluso en su dimensión académica; sobre todo en su dimensión académica- está fuertemente ideologizado. El “gran debate educativo”, ese constructo quimérico al que se refieren de continuo políticos y periodistas, profesores e intelectuales, es un imposible ontológico, dada la radicalización de los argumentos enfrentados y lo irreductible de las diversas posiciones sustentadas. A este respecto, resulta muy útil y clarificadora la Cronología de las ideas pedagógicas que incorpora Luri al término de su ensayo, en la que se recogen las distintas tesis, leyes y experiencias relevantes surgidas en el dominio de la pedagogía dese 1806 hasta nuestros días, en una muestra muy elocuente de la heteróclita proliferación de enfoques contradictorios, programas valiosos y ocurrencias disparatadas en que ha consistido la fundamentación teórica de los muchos, cambiantes y en ocasiones delirantes planes educativos que se han ido sucediendo en España y de los que son reflejo las numerosas -y efímeras- leyes de educación con las que los políticos iluminados -valga el pleonasmo- ansían dejar su imperecedera huella -cada diez años, más o menos- en nuestra sociedad. Solo desde la Transición se han sucedido (algunas prácticamente nonatas) la LOECE, LODE, la LOGSE, la LOPEG, la LOCE, la LOE, la LOMCE y ahora, a la vuelta de la esquina, nos espera la LOMLOE, gestada en plena pandemia, en un cóctel de siglas solo equiparable en su confusión al caos pedagógico y organizativo que conlleva. 

Por resumir brevemente, antes de entrar a comentar la visión de los hechos que defiende Gregorio Luri, los dos grandes ejes, las dos grandes líneas de pensamiento en el discurrir sobre el hecho educativo en el mundo entero y, en particular, en los claustros de profesores y en los departamentos universitarios de nuestro país, podríamos hablar de una corriente conservadora y otra progresista, en una dicotomía forzosamente reduccionista y errónea ya desde su denominación, sesgada por cuanto supone, por desgracia, una toma de posición apriorística sobre el objeto del debate. De ambas, la tendencia “de izquierdas” (causa sonrojo escribir esto: ¿hay una pedagogía de izquierdas y otra de derechas?, ¿no cabe una cierta “objetividad” o consenso imparcial, un acuerdo ecuánime, una visión desapasionada y neutral sobre la educación que necesitamos en el siglo XXI?, ¿hasta tal punto la ideología condiciona nuestra percepción de la realidad?, ¿caeremos -caemos- como en la Alemania nazi en el disparate de una “Física aria”?... en fin…), sostendría que en un mundo cambiante y complejo, incierto e imprevisible, volátil y ambiguo como se nos presenta el del siglo XXI, seguir manteniendo prácticas de enseñanza que pueden retrotraerse a Fray Luis de León y su “decíamos ayer” -el dictado, la clase magistral, la escucha pasiva, la repetición memorística, los exámenes, el tedio- resulta un anacronismo culpable pues imposibilita el adecuado desarrollo de la personalidad de los jóvenes y su correcta incorporación a un mercado de trabajo que los excluirá irremisiblemente al no estar dotados de las habilidades y destrezas -trabajo en equipo, resiliencia, inteligencia emocional, creatividad, etc.- que nuestra sociedad y nuestro universo laboral hoy reclaman. Asociados a esta facción “progresista”, y como corolario del antedicho enfoque de partida, aparecen los principales “mantras” que hoy “colonizan” los centros educativos: innovación, énfasis en el aprendizaje y no tanto en la enseñanza, el profesor como guía y facilitador, proscripción de la memoria, subordinación de los contenidos a las competencias, eliminación de las asignaturas, defensa a ultranza de las “nuevas” metodologías (aprendizaje basado en proyectos, clases invertidas, gamificación…), papel central de la tecnología en el aula, flexibilización de los espacios y los tiempos escolares, apuesta por la diversión, el bienestar y la felicidad del alumno, por su soberana libertad, y consiguiente rechazo a la autoridad, la exigencia, el rigor, la “represión” que lleva consigo la escuela tradicional (viejuna, como la calificaría, con socarronería, Luri). Como es obvio, todas estas opciones puramente “técnicas” (soluciones prácticas a estrictos problemas cotidianos de la profesión docente, de índole similar a los que se les plantearían, por ejemplo, a los médicos acerca del mejor modo de llevar a cabo una operación… sin absurdas disquisiciones entre bisturíes de izquierdas o de derechas) se presentan como emblema universal de una determinada interpretación avanzada y moderna de la historia, de una verdad irrefutable que explicaría nuestra posición en el mundo: quien defiende una alternativa democrática, feminista, justa, ecologista, igualitaria, equitativa, comprometida, “rebelde”, y, en definitiva, progresista de la realidad -¿cómo negarse a tal elenco de bondades políticamente correctas?- no puede dejar de “posicionarse” en el lado que, de partida, se define como “ortodoxo”. Lo dicho, la Física aria, la Cirugía de izquierdas, la Filología democrática, la Arquitectura LGTBI, la Gastronomía de progreso. En muchos casos, y hablo desde la trinchera de mis clases en secundaria, enfrentarse a esta que hoy es, sin duda, la ideología preponderante en los centros (otra cosa, bien distinta, son las prácticas cotidianas), sostener que el profesor experto que sabe mucho y es capaz de transmitir aquello que sabe con entusiasmo y pasión sigue siendo una de las más formidables “armas” para el aprendizaje es exponerse al irremisible descrédito profesional. 

Por el contrario, los ciegos defensores -pues de ceguera hablamos, en uno y otro bando, desde mi punto de vista- de la pedagogía conservadora (“de derechas”) enfatizan la importancia del saber, la memoria y los contenidos, abogan por la enseñanza exigente, valoran el esfuerzo y la disciplina, sostienen la relevancia fundamental del papel del profesor y reivindican su autoridad, relativizan la presencia de los artefactos tecnológicos en las clases, apoyan los exámenes y las evaluaciones, aborrecen la evidente rebaja del nivel educativo de los alumnos en aras de una nunca conseguida igualdad, defienden la profundidad y el rigor, el estudio y la laboriosidad en contra de la superficialidad y la ligereza, de la facilidad y el juego que la “nueva pedagogía” ha instaurado en las aulas. Y lo hacen -he aquí una de las grandes paradojas del asunto- por idénticos bienintencionados motivos que los que esgrimen las “huestes” contrarias para sostener su discurso antitético: con la escuela convertida en la apoteosis de lo lúdico (un parque de atracciones) y la depreciación de los conocimientos que conlleva, nuestros estudiantes no podrán crecer plenamente como personas y se verán indignamente explotados -o peor aún, inevitablemente preteridos- en un mercado laboral que contrariamente a los lemas de facilidad y placer que les han inculcado en la escuela sigue rigiéndose por principios de trabajo y esfuerzo, compromiso y diligencia, dedicación y empeño, exigencia y dificultad. Además, y en un efecto también simétrico con la posición enfrentada, desde este enclave ideológico se cree estar en posesión de la verdad indiscutible: la libertad, la justicia, la igualdad, la verdadera democracia, son valores que solo encarnarían quienes consideran que los problemas de la escuela deben resolverse de acuerdo a esos determinados parámetros -precisamente los que se sostienen desde la propia perspectiva-, mientras que quienes defienden tesis contrarias serían pedagogos indocumentados, iluminados sin fundamento, ignaros perpetradores de ocurrencias sin respaldo científico, irresponsables entregados a experimentar disparates usando a los niños como cobayas y, en definitiva, anacrónicos izquierdistas de salón, intelectualmente endebles, deseosos de perpetuar sus provechosas sinecuras subidos a la ola de la innovación subvencionada con cargo al Estado. 

Y lo más sorprendente de esta radicalizada división de posturas con respecto a la enseñanza es que, en cada caso, los argumentos propios se defienden con una en apariencia solvente fundamentación científica (excluyo, claro está, como ya he comentado, las manifestaciones meramente viscerales del debate, aquellas en que se “levantan” principios universales a partir de muy parciales y limitadas experiencias personales, sin análisis ni lecturas ni peso intelectual alguno, en un fenómeno equivalente -la ofuscación acrítica, la vacua repetición de los insulsos lemas de la propia bandería, el desprecio a la razón, el obtuso sostenimiento de los argumentos propios y la correlativa falta de consideración de los ajenos- al que con desgraciada profusión contemplamos de continuo en las sesgadas tribunas periodísticas, en las vociferantes tertulias televisivas y, lo que es más lamentable, en los cada vez más inconsistentes y cerriles escaños parlamentarios), de tal manera que leyendo la bibliografía aportada por el autor del libro al que nos acerquemos en cada caso sabremos de antemano cuáles son las “indiscutibles” verdades científicas en las que se basa y podremos adelantar también la “fragilidad” teórica de las propuestas que se le oponen. 

Gregorio Luri es bien consciente de este pernicioso fenómeno (La ideología tiene en educación más peso que el soporte empírico de las diferentes metodologías, escribe) e intenta superarlo con, como ya he señalado, una argumentación fundamentada e intelectualmente robusta. No lo logra, sin embargo, de manera completa, a mi juicio, pues pese a que es capaz -a diferencia de tantos otros notorios, populares y viscerales combatientes en pro de la escuela “clásica” (Moreno Castillo, Alberto Royo, entre otros de menor fuste)- de entender y hasta, en ocasiones, compartir, los postulados que se le enfrentan, no deja de incurrir en algunos de los más burdos tics recurrentes en este debate. Y no solo porque desde el título mismo de la obra ya está predeterminando su posición -recuérdese: la escuela no es un parque de atracciones-, lo cual resulta obviamente legítimo y hasta necesario, sino porque a lo largo del texto hay más de una alusión despectiva y descalificatoria a los estudios, las investigaciones, las ideas y los razonamientos de quienes sostienen tesis opuestas. Así, se nos habla, algo caricaturescamente, de grupos de padres de izquierda que revientan las reuniones en los centros en que se defiende la disciplina estricta y el alto rendimiento de los alumnos; hay constantes referencias, sesgadas ya desde su misma formulación (la adjetivación es, en Luri, muy elocuente), a los modernos pedagogos despectivos con el conocimiento, a los clarividentes críticos educativos de la escolarización; y es igualmente ostensible el subrayado irónico de las propuestas más disparatadas de los neopedagogos, de los nuevos visionarios y gurús educativos, etc. 

En mi opinión, si ambas partes contendientes defienden de un modo tan apasionado y categórico la verdad de las bases científicas sobre las que construyen sus tesis, y si la necesaria humildad de pensamiento del observador interesado (en este caso -el mío- también actor, pues conozco de primera mano la realidad de la que se me habla) debe llevar al respeto y la valoración de las trayectorias académicas e intelectuales de quienes de un modo tan fervoroso las sostienen, el corolario natural ha de ser, sin duda, la forzosa relativización de las posturas taxativas y excluyentes y la aceptación de que, necesariamente, ambas lecturas de la realidad escolar tienen parte de razón y explican de modo pertinente diversos aspectos de la compleja enseñanza en el siglo XXI; por lo que lo inteligente, a mi juicio, es sostener una visión integradora que recoja, incorpore y opere con “lo mejor de ambos mundos”. 

Gregorio Luri está muy cerca de esa posición pues acepta -como no puede ser de otra manera- que el mundo cambia de un modo progresivamente acelerado y que vivimos en una realidad tecnológica que ha revolucionado los modos de trabajar, producir, viajar, comerciar, relacionarnos, amar, comunicarnos y, claro está, educarnos. Nuestra situación histórica -resume- es la del capitalismo cognitivo. Es decir, una situación en la que el conocimiento valioso es el capital más preciado. La escuela debe ser, por ello, sensible a esa sociedad del conocimiento, por lo que no cabe un anclaje férreo en postulados anacrónicos, en la defensa acrítica (sostenella y no enmendalla) de una tediosa, pasiva y rígida y absurdamente memorística lección magistral (que en esos términos pocos profesores mantienen en la actualidad, todo sea dicho). Muy al contrario, Luri afirma sin reparo la necesidad de variar las estrategias de aprendizaje en el aula, defiende la importancia de desarrollar la inteligencia y alerta del riesgo de tomarse a broma las STEM (el acrónimo con que se designan las materias vinculadas a las Ciencias, la Tecnología, la Ingeniería y las Matemáticas, por sus siglas en inglés). Pero el reconocimiento, aceptado, de que el escenario en que se desenvuelve la educación sea hoy muy distinto al de hace solo unas décadas, no lleva al autor a lanzarse a los brazos de quienes, con, a su juicio, inconsistencia teórica y endeblez intelectual, sostienen la escuela de las buenas intenciones, esa escuela de las innovaciones disruptivas, de la creatividad y de la revolución educativa, del aprender a aprender y de la resolución de problemas, de las inteligencias múltiples, del pensamiento crítico y de la incontinencia emocional, que cree que hay que llenar el corazón en vez de la cabeza

En este sentido, La escuela no es un parque de atracciones presenta otro de sus fuertes motivos de interés en el implacable análisis que incluye de los principales dogmas de esa pedagogía “moderna” que hoy prolifera en los centros de enseñanza de nuestro país. No hay tiempo aquí para desmenuzar las argumentaciones que desvelan las falacias científicas con las que se da pábulo a los peligrosos experimentos pedagógicos que con culpable inconsciencia se ponen en práctica actualmente en las aulas de secundaria, aunque sí merece la pena una somera enumeración de los principales mitos que, carentes de toda evidencia que los sostenga, impregnan el pensamiento de gran parte del profesorado y subyacen a los planteamientos de las instituciones y autoridades educativas, empezando por una Ministra de Educación a la que en el libro no se ahorran críticas. A este respecto, Gregorio Luri no deja títere con cabeza: en su diatriba comparecen -para ser convenientemente demolidas- ideas como la importancia del “desaprender”, la irrelevancia de los contenidos, la educación como juego, la anatemización del aburrimiento, el descrédito de la palabra, el papel subordinado del profesor, lo relevante de las emociones, la atención a las inteligencias múltiples, la obligatoriedad de la innovación, el respeto a la “naturaleza” del niño, el carácter frustrante de los deberes, la innecesariedad de exámenes y evaluaciones y tantas otras. Y lo mismo ocurre con la mayor parte de los “nuevos paradigmas” de la educación que, bajo la aguda lupa del autor se revelan huecos y engañosos: Los niños tienen que desarrollar competencias para la vida; en la era de las inteligencias múltiples no tiene sentido examinar, “medir” y evaluar los conocimientos; memorizar es un anacronismo; la escuela debe enseñar a controlar las emociones; la enseñanza no puede ir asociada al esfuerzo, el dolor y el sufrimiento, al malestar o el tedio, ha de ser, por el contrario, fuente de placer; la distribución del espacio del aula, la rígida división en asignaturas, la inflexible ordenación de los tiempos escolares son antipedagógicos; una escuela moderna debe sustituir los libros de texto por pantallas; en el siglo XXI es el alumno el que debe construir su propio conocimiento, adaptado a sus intereses y motivaciones, a su particular “estilo de aprendizaje”; la enseñanza tradicional estresa a los estudiantes; no importan los contenidos, lo relevante es que el alumno tenga pensamiento crítico; en una realidad en la que toda la información está en Google sobra el profesor tradicional transmisor de contenidos... 

Pero, más allá de esta vertiente crítica -ciertamente demoledora-, hay en La escuela no es un parque de atracciones una dimensión propositiva, que constituye su eje principal y es otro de los evidentes motivos de interés del libro, que se manifiesta en las abundantes sugerencias, ideas o prescripciones que se aportan para una educación acorde con el conocimiento poderoso que nuestro mundo, más que nunca en la Historia, requiere. 

Parte el autor de la base, que comparte con sus oponentes, de que la escuela debe constituir una experiencia educativa. Aunque, a diferencia de los pedagogos antagónicos, Luri no cree que esa experiencia sea válida en sí misma, subrayando las premisas que convierten lo que se vive en los centros de enseñanza en una experiencia auténticamente valiosa. Así, la escuela debe ayudar al alumno a trascender los límites de nuestra experiencia natural del mundo; no puede ser un mero entretenimiento, sino que ha de proporcionar conocimientos; y debe ampliar el contexto de la comprensión, abriéndose a distintas dimensiones: el estímulo del saber por el saber; el fortalecimiento de la autodisciplina; la educación de la atención; la concepción diagnóstica del error, y el desarrollo de las virtudes morales asociadas al aprendizaje. A cada una de ella dedicará interesantes reflexiones en su libro. 

Por resumir ahora en una sola idea, habiendo sobrepasado con creces los límites de esta reseña, el núcleo central de las tesis que se proponen en La escuela no es un parte de atracciones, me quedaría con la reivindicación (que yo defiendo al cien por cien, en mi pensamiento y en mi práctica diaria) de la enseñanza explícita, es decir, la explicación directa, clara, bien secuenciada y que tiene continuamente en cuenta el progreso de la comprensión del alumno, enfoque pedagógico que se postula como el método de instrucción más efectivo

Os dejo al final de este comentario con un fragmento del libro en el que se detallan los elementos concretos que definen una valiosa instrucción explícita. Ahora ya solo resta recomendaros la lectura atenta de La escuela no es un parque de atracciones, un muy sugestivo libro en el que, además de las cuestiones ya referidas, podréis encontrar también, interesantes calas en otros asuntos y experiencias relativos a la educación: la exitosa experiencia de las escuelas incluidas en la Success Academy, las virtudes de la vieja escuela republicana francesa, los controvertidos pero eficaces paradigmas educativos asiáticos, con una especial mención al libro de la abogada y escritora Amy Chua Battle Hymn of the Tiger Mother (traducido en España como Madre tigre, hijos leones), la reivindicación de figuras señeras de la pedagogía como Daisy Christodoulou, Doug Lemov, Tom Bennett, Katharine Birbalsingh, Michael Young, E. D. Hirsch o Daniel Willingham, cuyas tesis contrarias a las corrientes hegemónicas los hacen no tan conocidos, empero, como los “beatificados” Ken Robinson (lamentablemente fallecido hace solo unas semanas), Mark Prensky, John Holt o Roger Schank; la importancia de la atención, que hoy puede ser considerada como el nuevo cociente intelectual; la radical divergencia entre los discursos teóricos “revolucionarios” y la práctica diaria en los centros de enseñanza, más convencional (afortunadamente, a juicio de Luri); el sorprendente y peligroso absentismo escolar (en las dos semanas previas a las últimas pruebas de PISA el 30% de los alumnos españoles faltó a clase al menos un día completo, y el 42% llegó tarde a alguna clase, en ambos casos por encima de la media de la OCDE); la imperiosa necesidad de cultivar la inteligencia de los alumnos, para lograr su inserción en un mundo cada vez más difícil y exigente y para -el gran valor democrático de la escuela- paliar las desigualdades sociales y económicas con las que los niños llegan a los centros; el énfasis indispensable en la lectura y la escritura, en lograr que los chicos lean y aumenten su léxico (Parece que los hijos de familias con un nivel cultural alto, escuchan en torno a 2.150 palabras por hora, de las cuales treinta y dos son afirmaciones y cinco, negaciones; los de familias con un nivel cultural medio, en torno a 1.250, con doce afirmaciones y siete negaciones; en el caso de los niños que viven en familias dependientes de la asistencia social, la media de palabras oídas por hora se sitúa en torno a las 620. A medida que se reduce el caudal lingüístico, aumentan los adverbios de negación y disminuyen los de afirmación) y hablen y escriban -y por tanto piensen- bien; y tantos otros apasionantes hilos por los que discurre el inagotable ensayo de Gregorio Luri. 

Como cierre musical a mi reseña os ofrezco (y es la segunda vez que lo hago en estas páginas, pero la referencia explícita -y crítica- en el libro hace obligada mi elección) Another brick on the Wall, del grupo Pink Floyd, cuyo reduccionista mensaje último (we don’t need no education) Luri rechaza de plano.


Las principales características de la instrucción explícita son las siguientes: 

1. Está dirigida por un profesor que decide los objetivos y la estructura del currículo, asumiendo su responsabilidad sobre el aprendizaje de los alumnos. Sabe exactamente por qué hace lo que hace en cada momento. Conoce de dónde viene y hacia dónde va. Tiene claramente definidos los objetivos de la instrucción para cada clase y la manera de alcanzarlos. Está convencido de que su responsabilidad es hallar el camino más corto entre la falta de conocimiento y el conocimiento duradero. La eficiencia, para él, es un deber deontológico. 

2. Al planificar la lección, el profesor comienza preguntándose: ¿qué aprenderán los alumnos con esta lección particular? Este es el principio conocido como backward design (diseño inverso o planificación inversa). Comenzar con el final ayuda a organizar la tarea. Si la clase se inicia con una idea clara de lo que se ha de aprender, se cierra con una idea clara que sintetiza lo aprendido. 

3. Los aprendizajes complejos están descompuestos en sus elementos constituyentes, de esta manera se puede avanzar paso a paso reconstruyendo el todo desde sus partes. 

4. El profesor tiene muy en cuenta la carga cognitiva de cada aprendizaje. Sabe que si no logra que un alumno asimile los contenidos de las clases 1-5, tendrá problemas en la 6. Provoca constantemente respuestas para sopesar la carga cognitiva. El feedback es una evaluación en tiempo real. 

5. Maximiza el tiempo de trabajo escolar. No estamos hablando del número de horas de clase, sino del aprovechamiento eficiente de cada momento. La gestión del tiempo es un criterio de profesionalidad. Hay que cuidar las rutinas que permiten ponerse a trabajar en cuanto comienza la clase. 

6. Considera que el error del alumno es siempre una ocasión de aprendizaje. 

7. Identifica con claridad el vocabulario nuevo que ha de aprender el alumno en cada clase. Posee una conciencia clara de la relevancia lingüística del currículo. 

8. Sabe que la mejor manera de prevenir el comportamiento inadecuado es proporcionar actividades estimulantes. 

9. Reduce los focos de distracción externa, reforzando la presencia referencial del maestro. 

10. Los profesores hablan mucho y, sobre todo, hablan bien. 

11. Proporciona conocimientos consistentes que hacen posible otras formas de instrucción (debates, trabajos en grupo, etcétera).

 Videoconferencia
Gregorio Luri. La escuela no es un parque de atracciones

miércoles, 23 de septiembre de 2020

RICHARD POWERS. EL CLAMOR DE LOS BOSQUES

(Seguimos con el experimento de la videoconferencia. Esta semana, los problemas en la conexión de internet han provocado una ostensible merma de la calidad del sonido en la grabación. Esperemos que en entregas posteriores podamos ofreceros nuestros programas "liberados" de estas enojosas deficiencias técnicas)

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca os ofrecemos, una semana más, una propuesta de lectura que pueda interesaros. Hoy continuamos con la atípica serie de tres emisiones dedicadas a un mismo escritor, una circunstancia que, en los diez años de existencia de nuestro espacio, no se ha producido jamás. Y no es que no haya habido motivos para repetir aquí la presencia de un autor, pues son muchos los que me entusiasman y de los que leo con pasión cada nueva obra publicada. Sin embargo, y como sabréis quienes nos seguís en este ya muy largo periplo de una década (más los años anteriores en Onda Cero Salamanca), siempre he preferido optar por mostrar cada semana en el programa nuevos escritores, distintos entre sí, ampliando el arco de mis propuestas y no cerrándolas al más limitado reducto de mis preferencias lectoras más recurrentes. De acuerdo con esas premisas, no podría, pues, explicaros el porqué de la aparición de Richard Powers en tres semanas consecutivas de Todos los libros un libro. Se trata, en efecto, de un gran novelista, sus libros me han interesado enormemente y me han hecho disfrutar de largas horas muy placenteras, pero ello ocurre también con otros escritores con los que, sin embargo, he decidido no repetir. En fin, es evidente que las pautas que uno mismo se impone no son, en el fondo, más que una “cuadrícula” de referencia, meras pistas a seguir para orientarse, convenciones arbitrarias que pueden, por tanto, romperse cuando sea preciso, sin reparo ni mayor justificación. 

Richard Powers es un escritor norteamericano, con doce novelas publicadas, de las cuales yo he leído las tres que he querido recomendaros, El tiempo de nuestras canciones, de 2003, El eco de la memoria, de 2006, comentadas las dos semanas precedentes, y esta que ahora os presento, El clamor de los bosques, su obra más reciente, que vio la luz el pasado 2018 y con la que obtuvo el Premio Pulitzer y fue finalista del Man Booker. El libro, en traducción del inglés de Teresa Lanero, lo publicó en nuestro país Alianza de Novelas. 

Sus más de seiscientas páginas se articulan en tres grandes partes, Raíces, Tronco y Copa, y un epílogo, Semillas, que, unidas al título, nos sitúan claramente en el universo arbóreo que, efectivamente, constituye el núcleo central de la obra. Y es que El clamor de los bosques (curioso el proceso de traducción del título: The Overstory, en su inglés original; Il sussurro del mondo, en italiano; L’arbre-monde, en francés) tiene como personajes principales -más allá de la decena de humanos que completan esta novela coral- a los árboles, a los bosques, a la vida vegetal en general, en un proyecto literario que podríamos llamar ecologista si el término, reduccionista, no limitara las pretensiones de un escritor que apela en su obra a un nivel superior, más complejo y de mayor calado que el meramente político o incluso el de la Historia humana (el The Overstory del título se abre a varios significados, por un lado la de “dosel”, el estrato o capa superior de un bosque, pero, por otro, pienso que cabe esa lectura figurada, la “Sobrehistoria”, lo que está por encima y más allá de la Historia): el de la vida natural, de la cual la evolución y el desarrollo de los árboles son parte fundamental. Como es obvio, limitar una obra artística -y el libro de Powers lo es, y de una excepcional calidad- a un “mensaje” simplificador resulta ridículo, además de parcial, impreciso, inexacto y por ello a la postre falso, pero si hubiéramos de reducir El clamor de los bosques a un lema publicitario, a un simple tuit (tan caro a estos tiempos fugaces y apresurados, la antítesis del transcurrir de la naturaleza, lento y paciente, la antítesis de un libro de seiscientas páginas, la antítesis del propósito de Powers), habría de ser algo así como “Los árboles hablan (un clamor en España, un susurro en Italia) y nos dicen huéleme, quiéreme, estoy en peligro”. Porque ese es, en esencia, el núcleo central de este libro desbordante: una lírica y a la vez documentada evocación del mundo natural, un recordatorio de la profunda identificación, constitutiva, del ser humano con la naturaleza (El mayor deleite que provocan los campos y los bosques es la sugerencia de una relación oculta entre el hombre y la planta. No estoy solo ni soy ignorado. Ellos me hacen señas con la cabeza y yo a ellos. Para mí, el balanceo de las ramas durante la tormenta es nuevo y viejo. Me sorprende, pero no es desconocido. Su efecto es como el de un pensamiento elevado o una emoción superior que me embarga, cuando consideraba que estaba pensando o actuando correctamente, como reza la cita inicial de Ralph Waldo Emerson), y una defensa y una reivindicación, combativas, militantes casi, de la importancia del medio ambiente -en particular el representado por árboles y bosques-, fuente de vida y por ello trascendental en sí mismo, indispensable también para nuestra existencia y en serio peligro de destrucción por la insensata y ciega depredación del hombre. Una preocupación, la del ecologismo, ya muy presente en la novela reseñada aquí hace siete días, El eco de la memoria
Las doscientas primeras páginas del libro, espléndidas, arrebatadoras, nos presentan por separado a los nueve personajes principales de la novela, en formidables relatos breves, autónomos y sin aparente relación entre sí (más allá de que cada “historia” se vincula a un árbol), cada uno de los cuales hubiera podido sustentar -tales son su potencia narrativa y el talento literario de Powers- una novela entera. Conocemos así a Nicholas Hoel, un artista que trabaja con materiales “ambientales”, descendiente de noruegos e irlandeses, en una saga que abarca varias generaciones de historia familiar que se suceden desde mediados del XIX, con un hilo conductor que los une -más allá de los genes-: un castaño centenario, que sobrevivirá en el Medio Oeste, en Iowa, a partir de seis castañas que un antepasado llevó en su bolsillo desde el Brooklyn que conoció en su primer contacto con América. (Le explica cómo el padre de su tatarabuelo plantó el árbol, cómo su tatarabuelo comenzó a fotografiarlo a principios de siglo. Cómo la plaga cruzó el mapa en unos cuantos años y arrasó con el mejor árbol del este de América. Cómo este ejemplar apartado y solitario, lejos de cualquier fuente de infección, sobrevivió). 

Y está también Mimi Ma. En 1948, Ma Si Hsuin, un joven chino de próspera familia de Shanghái, con larga tradición comercial, consigue, con ciertas reticencias paternas, el billete para viajar hasta San Francisco y estudiar Ingeniería eléctrica en el Instituto Carnegie de Tecnología. El padre, maestro calígrafo, le dará a su hijo tres anillos de jade, grabados con distintas figuras, paisajes y un árbol distinto cada uno de ellos -representando simbólicamente el pasado, el presente y el futuro-, así como un valioso documento antiguo, un pergamino que consiste en una serie de retratos de ancianos arrugados, Luóhàns, sabios que han atravesado todas las etapas del conocimiento y alcanzado la iluminación. Ya casado y viviendo en Illinois, Si Hsuin plantará un moral -representando el futuro por hacer- en su jardín. Tendrá tres hijas, la mayor de las cuales, Mimi, ingeniera cerámica, se “incorporará” al poliédrico mosaico del libro, en el que el pergamino ocupará también un relevante espacio simbólico. 

Adam Appich nace en 1963. Es un poco retrasado en el aspecto social, dirá de él su madre. Es un niño solitario, aislado, al que en el colegio le tienen manía, los compañeros de clase se meten con él, le hacen perrerías. A Adam, embebido en las Guías doradas… de los fósiles, de los insectos, de los árboles, no le importa que los otros chicos se aparten del barrio de las cosas verdes para acercarse a la fiesta ruidosa y llamativa de las otras personas. Promueve con sus cuatro hermanos -él es el más pequeño- un concurso de dibujo de árboles, para el que elegirá un arce. Enamorado de las hormigas, de adolescente investiga en sus misterios, participa en concursos de ciencias en el colegio y hace trabajos en los que su brillantez lleva a los adultos a desconfiar de su autoría. Lee con fruición y acaba por estudiar Psicología social, llegando a ser un atareado conferenciante y profesor, tras un controvertido paso por el activismo ecologista. 

Ray Brinkman y Dorothy Cazaly son un joven abogado especialista en propiedad intelectual y una taquígrafa en una empresa que trabaja para distintas compañías de abogados. Dos personas para las que los árboles no significan nada, que no saben distinguir un roble de un tilo. Actores aficionados, representan Macbeth, él es el bosque que avanza (hasta que el bosque de Birnam no venga sobre Dunsinane). Enamorados, deciden sellar su compromiso obligándose a plantar un árbol cada año el día de su aniversario. En un momento de sus vidas habrá un accidente de tráfico en un choque contra un tilo. 

Douglas Pavlicek, sargento en Vietnam, héroe en la guerra, en la que resultará herido gravemente al caer de un avión en llamas, accidente en el que se salvará gracias a la frondosa copa de una higuera, un baniano. Vive una existencia tortuosa, atormentada, llegando a visitar la cárcel, una experiencia que le marca. La vida es una cuenta atrás. Nueve años, seis trabajos, dos historias de amor fallidas, tres matrículas de coches de diferentes estados, dos toneladas y media de cerveza aceptable y una pesadilla recurrente, resumirá. Acabará plantando abetos Douglas para repoblar zonas de bosques talados. 

Neelay Mehta crece viendo vídeos en San José, en el valle de Santa Clara, en California. El padre, guayaratí (del estado indio de Gujarat), llega a Estados Unidos con doscientos dólares y una licenciatura en Física del Estado Sólido, para trabajar en Silicon Valley por mucho menos de lo que le pagan a los blancos. Acaba siendo el empleado número 276 de una empresa que reescribe el mundo. Con Neelay, juntos, juegan con un kit de informática. El chico aprende a programar y descubre su pasión por los ordenadores. De pequeño caerá desde la copa de una encina quedando parapléjico, lo que lo condenará a una inmovilidad que, en contrapartida, le permite desarrollar su obsesión tecnológica (está ocupado creando mundos, contesta el niño a quienes les preguntan por su aislamiento). Una foto que el padre conserva de una higuera que crece desmesurada “devorando” un templo, junto a la figura de Visnú, el dios indio al que conoce por los cómics infantiles, en una metáfora poderosísima que impregna el libro (Si Visnú es capaz de colocar una de estas higueras gigantes dentro de una semilla así de pequeña (…) Piensa en todo lo que podría caber dentro de nuestra máquina), despierta en él el interés por la programación, una de cuyas partes se llama, significativamente, ramificación (Aquella higuera devoradora de templos de la foto de su padre habita en el niño. Seguirá aumentando de tamaño con cada nuevo código reutilizable. Seguirá extendiéndose, rastreando las grietas, probando todas las vías de escape posibles, buscando nuevos edificios que engullir. Crecerá bajo las manos de Neelay durante los veinte años siguientes). Neelay se convertirá, desde su forzada parálisis, en un millonario inventor de videojuegos. 

Olivia Vandergriff es una alocada estudiante de Ciencias actuariales. Entramos en contacto con ella en diciembre 1989, cuando Powers nos la muestra en su caótico piso de estudiante en el que vive una vida de sexo, drogas, fiestas y desorden. Una noche, de vuelta a casa, toma una ducha y aún mojada toca el cable enganchado a la precaria toma de corriente del que los estudiantes se valen para tener electricidad. El contacto la hace permanecer muerta durante un minuto y diez segundos. En ese trance iniciático tiene una visión. Olivia, que lleva un semestre viviendo bajo un árbol singular que da sombra a su apartamento y de cuya presencia apenas era consciente, nota como los árboles, unos seres de luz, le hablan y le marcan su destino: Fuiste insignificante, murmuran. Pero ya no lo eres. Te has librado de la muerte para realizar algo de gran importancia

Por último, Patricia Westerford (trasunto ficticio de la auténtica bióloga y profesora Suzanne Simard) es, en cierto modo, el eje vertebrador del libro, su peripecia vital descrita con más detalle y a lo largo de más tiempo. La vemos en 1950, una niña que juega a las casitas, construyendo hogares y animales y personas con vegetales, bellotas, hojas, maderas, pétalos, ramas, cáscaras de nuez. Tiene dificultades para oír y hablar y no dice ni una palabra hasta los tres años, viéndose obligada a usar audífonos. Es uña y carne con su padre (su pequeña niña-planta, Patty-planta, la llama), un agente de extensión agraria con el que recorre las granjas del sudoeste de Ohio. Ella devora la información, aprende, no para de preguntar, rebosante de curiosidad. A los catorce años su padre le regala la Metamorfosis de Ovidio, un libro clave en su vida y en la novela. Pronto se convierte en una estudiante aplicada y algo rara, con mucho de asocial. Entregada a la Botánica, a la experimentación científica, a la investigación, estudiará un posgrado, se hará profesora en la universidad, y cursará más adelante un posdoctorado. Será la autora de un descubrimiento radical: los árboles se comunican entre sí (Los árboles, cuando reciben un ataque, emiten insecticidas para salvar su vida. Hasta ahí no hay controversia. Pero en los datos hay algo más que le provoca escalofríos: los árboles lejanos que no han sido tocados por los enjambres invasores refuerzan sus defensas cuando sus vecinos reciben el ataque. Algo les alerta. Se enteran del desastre y se preparan. Patricia revisa los datos, pero los resultados son siempre los mismos. Solo hay una conclusión, pero carece de sentido: los árboles dañados envían alarmas que los otros árboles huelen. Sus arces emiten señales. Están interconectados en una red aérea y comparten un sistema inmune a lo largo de hectáreas de bosque. Esos troncos descerebrados e inmóviles se están protegiendo entre ellos). Una vez publicado su controvertido descubrimiento es discutida por la Academia. Catedráticos, biólogos, dendrólogos de prestigio cuestionan sus méritos. Expulsada de su trabajo, proscrita, ridiculizada y despreciada intelectualmente, desaparece en el subempleo, alternando trabajos de mera subsistencia alejados de sus conocimientos y su vocación. Huye al bosque, acampa al aire libre, capaz de vivir con poco, pues conoce bien las plantas y los recursos que ofrecen. Lee a Thoreau. Encuentra trabajo como guarda forestal en la Oficina de Administración de Tierras. Por fin rehabilitada, de nuevo valorada científicamente, será contratada en un centro de investigación. Patricia escribirá un libro, El bosque secreto, con un comienzo revelador: Tú y el árbol de tu jardín provenís de un antepasado común. Hace mil quinientos millones de años, ambos os escindisteis. Pero incluso ahora, después de un inmenso viaje en direcciones separadas, ese árbol y tú compartís la cuarta parte de los genes… Ese libro será, de un modo u otro, el elemento que servirá de engarce a todos los personajes, de vidas tan disímiles, y los unirá en una cruzada común, la salvación de unas secuoyas gigantes en riesgo de extinción. Sus vidas, conectadas de manera subterránea desde hace mucho, coincidirán en la práctica de distintas formas de activismo medioambiental, llegando incluso al ecoterrorismo. 

En el resto del libro se entremezclan las historias, los distintos personajes entablarán relaciones diversas, todas conectadas con la preocupación por la conservación de la naturaleza y la preservación de los bosques, y la obra se convierte así, más allá de la evolución y el desarrollo de las diferentes existencias -con una notable incidencia en la indagación psicológica en las personalidades de cada uno de ellos, otra de las razones por las que estamos ante una novela magistral-, en la ocasión para que Powers, en un rasgo “marca de la casa”, como ya hemos podido apreciar en los libros reseñados estas dos últimas semanas, se lance a una desbordante demostración de conocimiento científico, que aflora en unas páginas llenas de información bien documentada sobre física, biología, química, ecología o dendrología (la ciencia que estudia los árboles), de estimulante divulgación teórica, de interesantes explicaciones sobre la vida arbórea, de profundas reflexiones filosóficas y de abundantes referencias históricas, sociológicas y culturales -también rasgo distintivo de su novelística-, puestos al servicio de una tesis principal: Los seres humanos somos solo una pequeña parte, diminuta, de una vida muy superior a nosotros (la sabiduría humana es menos importante que el brillo trémulo de las hayas con la brisa) y de la que los árboles representan una de sus manifestaciones más fascinantes, complejas e inteligentes (Las personas no son la especie suprema que creen ser. Otras criaturas —más grandes, más pequeñas, más lentas, más rápidas, más viejas, más jóvenes, más poderosas— llevan la voz cantante, fabrican el aire y se comen el sol. Sin ellos, nada). A esa propuesta le sigue un corolario: sin embargo, generación tras generación nos obstinamos en destruir nuestro entorno, abocando a la extinción al planeta entero, poniendo en riesgo de desaparición al fruto entero de millones de años de maravillosa evolución. 

Esta radical e interesantísima propuesta se hace siguiendo un doble eje conductor: por un lado la muy elocuente descripción del funcionamiento, las características, las propiedades, las cualidades, los atributos y las potencialidades que encierra la vida vegetal; y por otro, y de manera muy notable, las insistentes, apasionadas y muy sentidas llamadas de alerta ante esa progresiva y acelerada destrucción de los bosques que, sobre todo en las últimas décadas, lleva a cabo la especie humana, ignorante de que, en el fondo, “somos” los árboles, por lo que si los dejamos perecer estamos encaminándonos hacia el suicidio colectivo (Los hombres y los árboles son unos parientes más cercanos de lo que ustedes creen. Somos dos seres surgidos de una misma semilla que avanzamos en direcciones opuestas y nos servimos los unos de los otros en un espacio compartido. Ese espacio necesita todas sus partes. Y nuestra parte…, tenemos un papel que desempeñar en este organismo que es la Tierra, un papel…). 

Formulado de esta manera su planteamiento, pudiera parecer que El clamor de los bosques fuera un tedioso y aburrido ensayo divulgativo, un mero vehículo, con un tenue revestimiento literario, para presentar un discurso ideológico, pero nada más lejos de la realidad. Siendo, sin duda, una novela de tesis, que quizá en manos de otro escritor menos dotado hubiera podido convertirse en un panfleto simplificador, la soberbia construcción de los personajes, los bien hilado de la trama argumental, la riqueza narrativa de las distintas historias, la solidez de la fundamentación científica, la infinidad de apasionantes informaciones y apropiadas referencias culturales, hacen del libro una memorable obra de ficción. 

Son decenas las notas que he tomado en mi fervoroso discurrir por el libro, apuntes en los que se ejemplifican los distintos planos, ya mencionados, que hacen su lectura muy fecunda e inolvidable. Son tantas que resultaría estéril presentarlas aquí, entorpeciendo mis ya naturalmente densas reseñas. Esa es una de las razones -la otra es el entusiasmo que muchos fragmentos han despertado en mí, alentando a la vez el deseo de compartir tanta lucidez y tanta belleza- por la que en los próximos meses -probablemente en la proximidad del Día mundial del árbol, el 21 de marzo- dedicaré algunos programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, al libro, con textos extraídos de él y canciones relativas también al universo de los bosques. 

Me limitaré ahora, y planteado ya el marco general de la obra, a comentar brevemente algunos otros elementos relevantes. Es de destacar la significativa presencia en el libro del tema del “tiempo”, en sus connotaciones físicas, un motivo recurrente en las preocupaciones de Powers. La idea de la pequeñez de nuestras vidas -un soplo fugaz que se diluye en un instante- frente a la inmensa eternidad de los árboles, de la naturaleza, los miles de millones de años del universo, es reiterada en diversas ocasiones. También las reflexiones sobre el tiempo circular -El tiempo no era una línea que se extendía delante de ella, sino una columna de círculos concéntricos-, que estaba en las otras novelas comentadas. Igualmente, se nos recuerda la progresiva aceleración del deterioro del mundo (El mundo tenía seis billones de árboles cuando la gente apareció. Ahora queda la mitad. Una nueva mitad desaparecerá en cien años), las contradicciones de nuestro desarrollo incontrolado, la prisa -la urgencia- en tomar medidas que lo frenen: 

Palisandro de Honduras. Roble de Hinton en México. Commidendrum robustum de Santa Helena. Cedros del cabo de Buena Esperanza. Veinte especies de kauris gigantescos, de tres metros de ancho, desprovistos de ramas hasta los treinta metros o más. Un alerce del sur de Chile, más antiguo que la Biblia, pero que aún produce semillas. La mitad de las especies de Australia, del sur de China y de una franja de África. Las formas de vida extraterrestres de Madagascar que no se encuentran en ningún otro lugar del planeta. Mangles de agua salada —guarderías marinas y protectores de las costas—, desaparecidos en un centenar de países. Borneo, Papúa Nueva Guinea, las Molucas, Sumatra: los ecosistemas más productivos de la Tierra ceden el paso a las plantaciones de aceite de palma. 
Camina por los bosques desolados y cuidadísimos que quedan en el esquilmado Japón. Camina por puentes de raíces vivas en el norte de la India —el Ficus elastica, entrenado por generaciones de habitantes de las montañas Khasi para cruzar los ríos—, por bosques donde han sustituido especies nativas por pinos de crecimiento rápido. Camina por antiguas extensiones de teca tailandesa, entregadas ahora al cultivo de eucaliptus escuálidos que se recolectan cada tres años. Inspecciona lo que queda de las incontables hectáreas de pino piñonero, taladas para plantar trigo. Bosques salvajes, variados y sin catalogar que se desvanecen. Los lugareños siempre le dicen lo mismo: no queremos matar a la gallina de los huevos de oro, pero en este lugar es la única forma de acceder a los huevos. 

Es muy reconocible también, y quiero por ello resaltarlo, el interés del autor por el mundo tecnológico, que opera en esta novela -sobre todo a partir de la figura de Neelay Mehta (—¿Qué es más interesante? —pregunta Neelay—. ¿Quinientos millones de kilómetros cuadrados con cien tipos de biomas distintos y nueve millones de especies de seres vivos o un puñado de píxeles de colores en una pantalla 2-D?)- como metáfora, internet como un espacio simbólico, una atractiva pero peligrosa simulación que sustituye a la vida verdadera; aunque he creído apreciar un cierto optimismo de Powers con respecto a las posibilidades de la tecnología para “salvar el mundo”, para facilitar nuestra profunda comprensión de la naturaleza: En unas cuantas estaciones, con tan solo colocar juntos los millones de páginas de datos, la siguiente nueva especie aprenderá a traducir en ambos sentidos el lenguaje humano y el verde. Las traducciones al principio serán toscas, como los primeros balbuceos de un niño. Pero enseguida las frases empezarán a cobrar sentido y verterán palabras hechas de lluvia, de aire, de roca machacada y de luz, como todos los seres vivos. Hola. Por fin. Sí. Aquí. Somos nosotros. 

Casi para terminar, dos apuntes de orden formal. Por un lado, la elocuente (nunca mejor dicho) atribución de voz a la naturaleza, en un recurso expresivo que refuerza el planteamiento de la novela y aproxima el lector a sus tesis. Los árboles hablan, nos interpelan, nos exigen, reclaman nuestra atención, escuchamos sus palabras, que se resaltan en cursiva, intercaladas en la narración. Ven. No temas nada, nos invitan. Recuerda esto dentro de miles de años cuando, mires donde mires, no veas nada más que a ti mismo, nos advierten. Sea cual sea la forma en que nos imaginas —manglares embrujados subidos en zancos, la pica invertida de la mirística, los troncos nudosos del árbol del elefante, el misil vertical de un sal—, no son más que amputaciones. Los de tu especie nunca nos veis enteros. Os perdéis la mitad o más. Bajo tierra siempre hay tanto como arriba, nos alertan. 

Por último, es muy relevante la habitual presencia de citas y referencias literarias y culturales, que demuestran la amplitud y la profundidad de los conocimientos de su autor y que dotan, además, a su libro de mayores resonancias. Están, claro, los autores “clásicos” de lo que ahora ha dado en llamarse -con un cierto aire de lema publicitario y comercial- nature writing: Whitman, Thoreau, el ya referido Emerson, John Muir, Toynbee. Pero aparecen también menciones a cuadros de Magritte, a Guerra y paz y Anna Karénina de Tólstoi, a la Metamorfosis de Ovidio (es mi deseo exponer las transformaciones de los cuerpos en formas nuevas: una idea vehicular del libro), los poetas William Blake, W.H. Auden o Andrew Marvell, entre otros. La fértil erudición de Powers, cuyos conocimientos -y su formación científica inicial- afloran en los largos fragmentos dedicados al análisis de cuestiones relativas a la biología o la física, se muestra también en otros ámbitos, y así, por todo ejemplo, resultan fascinantes los muchos apuntes etimológicos que desliza en su texto, que nos proporcionan informaciones muy curiosas y evocadores, como que en una lengua indígena norteamericana se use la misma palabra para “huella” y “comprensión”; que la palabra “árbol” y la palabra “verdad” provengan de la misma raíz; que otros dos vocablos, “libro” y “haya” tengan el mismo origen en muchas lenguas. 

En fin, otra novela deslumbrante de Richard Powers, este El clamor de los bosques que junto a las dos comentadas en semanas anteriores, El tiempo de nuestras canciones y El eco de la memoria, voluminosas las tres, más de dos mil páginas en conjunto, os asegurarán semanas de lectura placentera. Os dejo ahora, antes del fragmento final con una canción, I Ain't Got No Home, citada en el libro, y que, popular en Estados Unidos en los años 30 del pasado siglo, en los días de la Gran Depresión, ha conocido infinidad de versiones desde la de la Carter Family original a la más combativa de Woody Guthrie o la relativamente reciente de Bob Dylan. Aquí sonará en la voz, melancólica y desagarrada esta vez, de Bruce Springsteen 


Los bosques saben cosas. Se conectan entre ellos bajo tierra. Allí abajo hay cerebros, unos cerebros que los nuestros no están preparados para ver. Plasticidad radicular que soluciona problemas y toma decisiones. Sinapsis fúngicas. ¿Cómo le llamarían a esto? Si un número suficiente de árboles se conectan, el bosque se vuelve «consciente». 

A los científicos nos enseñaron a no buscar nunca al ser humano en las demás especies. ¡Así que nos aseguramos de que nada se parezca a nosotros! Hasta hace muy poco, ni siquiera permitíamos que los chimpancés tuvieran conciencia, y mucho menos los perros o los delfines. Solo el hombre sabía lo suficiente para querer cosas. Pero créanme: los árboles quieren algo de nosotros, al igual que nosotros siempre hemos querido cosas de ellos. No es una cuestión mística. El «medioambiente» está vivo, es un fluido, una red cambiante de vidas con un propósito, de vidas que dependen unas de otras. El amor y la guerra no pueden separarse. Las flores dan forma a las abejas del mismo modo que las abejas dan forma a las flores. Las bayas pueden competir por ser comidas más que los animales por comérselas. Hay un tipo de acacia que fabrica proteínas dulces para alimentar y esclavizar a las hormigas que la protegen. Los árboles frutales nos engañan para que distribuyamos sus semillas. La fruta madura fue la causante de nuestra visión en color: al enseñarnos a encontrar el cebo, los árboles nos enseñaron también a ver que el cielo es azul. Nuestro cerebro evolucionó para esclarecer el bosque. 

Hemos dado forma a los bosques y ellos nos han dado forma a nosotros desde antes de que fuéramos Homo sapiens.

  

Videoconferencia
Richard Powers. El clamor de los bosques

miércoles, 16 de septiembre de 2020

RICHARD POWERS. EL ECO DE LA MEMORIA

(Iniciamos esta tarde, obligados por los efectos de la pandemia, que nos limita la grabación en los estudios, un experimento en Todos los libros un libro. Así, cada semana -si la experiencia "funciona" y llega a consolidarse- os ofreceré aquí hasta tres versiones de mis comentarios al libro reseñado. En primer lugar, el texto escrito en el que se presenta mi detallado -y para muchos, probablemente, disuasorio- "análisis" de la obra. Además, como de costumbre desde hace ya tres temporadas, podréis escuchar el audio del espacio emitido en la radio. Y por último, y como novedad de este curso, dejaré en la página la grabación de la videoconferencia a través de la cual, ante la imposibilidad de utilizar con seguridad la emisora, registramos el programa, con la participación de la directora de Radio Universidad, Elena Villegas como "entrevistadora". Espero que alguna de las tres vías por las que os daré a conocer el libro elegido cada miércoles pueda interesaros)

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde Radio Universidad de Salamanca os saludamos, un miércoles más, y os invitamos a disfrutar con nosotros -espero que efectivamente así sea- de una nueva recomendación de lectura. Esta semana continuamos con la infrecuente serie de tres programas dedicados a un mismo autor, hecho que supone transgredir una de las leyes no escritas del espacio: no repetir, en la medida de lo posible, propuestas centradas en un mismo autor, presentándoos El eco de la memoria, otra novela excelente -como lo era la de la última emisión, El tiempo de nuestras canciones, y como lo será la de la próxima, El clamor de los bosques, que os estoy comentando siguiendo el algo errático orden de mi propia lectura- de Richard Powers, un escritor formidable. El libro que, al igual que la mayor parte de la obra de Powers, está actualmente descatalogado y sólo puede conseguirse a través del servicio de préstamo de las bibliotecas o mediante alguna búsqueda más bien onerosa en internet, lo había publicado en 2010 la entonces llamada editorial Mondadori, hoy integrada en el grupo Penguin Random House, en estupenda traducción de Jordi Fibla que ofrece, no obstante, algún leve fallo, como el catalanismo ¿se ha adelgazado usted?, impropio en castellano. Aparecido originariamente en 2006 con el título de The Echo Maker -una expresión, El creador del eco, cuyo alcance y significado en relación con la trama del libro se explica en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña-, la novela ganó entonces en su país el prestigioso National Book Award. 

El eco de la memoria es, de manera ostensible, un libro de Richard Powers. Quienes nos hayáis seguido en el programa precedente sabréis ya que el norteamericano, pese a no escribir nunca la “misma” novela, pues no solo los argumentos de sus libros sino también los escenarios, las épocas históricas, los temas sobre los que giran, los planteamientos estilísticos son muy distintos entre sí, suele repetir una serie de elementos básicos que permiten identificar con facilidad sus textos y que, como es natural, están también presentes en esta ocasión. En primer lugar, su talento narrativo, capaz de construir novelas (siempre voluminosas; cerca de seiscientas páginas en el caso de esta de hoy) de lectura arrebatadora, por las que el lector avanza con fruición irrefrenable, llevado por el bien pautado ritmo y por la espléndida dosificación de elementos, nacidos de hilos diferentes, que crean una suerte de enigma argumental (en El eco de la memoria hay, incluso, una tenue intriga propia de novela detectivesca, con un accidente cuyas causas y responsables deben investigarse y que no averiguaremos hasta su término). Extraordinaria suele ser, del mismo modo, la construcción de los personajes, perfilados con un inusual grado de agudeza y penetración psicológicas. También es relevante el papel que en ellas desempeñan las cuestiones científicas, complejas, en ocasiones, pero siempre apasionantes (los abstrusos pero muy sugestivos dominios de la neurociencia “protagonizan” la obra de la que esta tarde os hablo). Es igualmente habitual -al menos en las tres novelas que yo he leído, que son la base sobre la que emito mis opiniones- el rastro en los textos de la muy sobresaliente inteligencia del autor: sea porque los temas científicos que envuelven el desarrollo de la “acción” son, en sí mismos, complejos; sea porque la previsiblemente descomunal labor previa de documentación aflora inevitablemente en la narración, que se llena así de referencias, autores, citas, teorías, argumentaciones de, en ocasiones, alta dificultad “técnica”; sea, en definitiva, por la ambición literaria del autor y por la amplitud de propuestas a las que se abren sus libros, el resultado -así me ha ocurrido en los tres casos- es que el lector se siente simultáneamente estimulado por las sugerentes posibilidades que encierran las obras y abrumado por la sensación de no haber llegado a comprenderlo todo, de que algo -mucho- se le ha escapado y debe ser completado, de que, pese al esfuerzo, pese a la salutífera tensión intelectual, no alcanza sino a atisbar, a rozar la superficie de las profundas ideas apuntadas por el escritor. Es también habitual la combativa preocupación por el medio ambiente y la conservación de la naturaleza; lo será de manera central, como comprobaréis dentro de siete días en El clamor de los bosques e idéntico peso tiene esta reflexión ecologista en El eco de la memoria. Resaltaba en la reseña precedente -y debo hacerlo ahora también- la importante presencia en sus tramas, aunque sea como mero telón de fondo, aparentemente inapreciable pero sustancial, de hechos o momentos relevantes de la historia de su país: la huella de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en las Torres Gemelas de Nueva York permea la novela de la que ahora os hablo. Es también significativo y muy notable el interés por los cambios tecnológicos, por el impacto que internet y, en general, la revolución digital, tienen en nuestras sociedades. Y es también de destacar, por último, que todas estas facetas -talento narrativo, solvente construcción de los personajes, papel destacado de la ciencia, referencias históricas y preocupación por el medio ambiente y por los efectos de la “tecnologización” del mundo- comparecen en unos textos marcados por la sensibilidad, la emoción, la poesía, el humanismo, y que se abren a interesantes ramificaciones -de índole metafísica, podríamos decir- en relación con los grandes temas universales que nos afectan como seres humanos, especialmente en este nuestro desnortado deambular por un convulso siglo XXI: la soledad, la culpa, la memoria, la identidad, el compromiso, la bondad, la entrega, el amor, el sentido último, en fin, de nuestras existencias. 

Adentrándonos ya en El eco de la memoria, el hecho que desencadena la narración es, como ya se ha anticipado, un accidente. El 20 de febrero de 2002, en una gélida noche invernal en una carretera cercana a Kearney, una anodina ciudad de Nebraska, en el inhóspito Medio Oeste americano, el joven Mark Schluter volcará con su furgoneta en un tramo desierto de la ruta, cercano al río Platte, en plena efervescencia por la estacional llegada de medio millón de grullas, únicos testigos del suceso, que, año tras año, siguen la ruta migratoria central. Una llamada anónima alertará del incidente. Rescatado de los restos del automóvil, sin consciencia y gravemente herido, Mark será trasladado a un hospital en donde al poco tiempo entrará en coma. Superado, al cabo de algunas semanas, ese trauma inicial, la recuperación no será, sin embargo, total, pues las graves lesiones cerebrales provocadas por el golpe dejarán en él importantes secuelas, en particular una sorprendente incapacidad para reconocer personas y situaciones de su vida anterior. Así, no consigue identificar a su única hermana, Karin, que tras el accidente dejará su trabajo y su domicilio en otra población para encargarse de su cuidado, ni a su perrita Blackie, que lo recibe alborozada cuando tras el alta médica vuelve a su casa, ni tampoco a este su hogar, una falsificación, según su alterado juicio, de su auténtica casa prefabricada adquirida por catálogo; su hermana una impostora. El trastorno, diagnosticado por los médicos como síndrome de Capgras, no altera su percepción del resto del mundo ni lo imposibilita para una cotidianidad relativamente normal (Un hombre que reconoce a su hermana, pero no da crédito a ese reconocimiento. Por lo demás, parece en su sano juicio y no presenta trastornos cognitivos). Por otro lado, en una de las primeras horas de su estancia en el hospital, alguien desconocido se adentró sigilosamente en su habitación, de acceso prohibido incluso a los familiares, y dejó en la mesilla de noche del inconsciente muchacho -entubado tras una traqueotomía y una operación en el cerebro que le deja con un tornillo en el cráneo- un misterioso mensaje: Esta noche, en la carretera North Line, DIOS me ha conducido a ti para que puedas vivir y traer de vuelta a alguien más. A partir de ahí la novela avanza por diferentes vías permanentemente interrelacionadas: principalmente la profundización en las vidas de unos cuantos personajes, el propio Mark y algunos otros allegados al muchacho cuyas trayectorias vitales se verán afectadas por su singular amnesia (la referida hermana, Karin; el doctor Weber, un prestigioso neurólogo que acudirá ante la singularidad del caso; Barbara, una atractiva auxiliar de enfermería, perturbadora, inteligente y con una extraña empatía con Mark; y en un segundo plano, Bonnie, una difusa novia; los rudos amigos del chico, Cain y Rupp; entre otros) y, sobre todo, la investigación médica sobre la inhabitual dolencia de Mark, que constituye el eje principal del libro. También hay “recorrido” para los movimientos ecologistas que pretenden salvar el hábitat de las grullas, amenazado por una operación inmobiliaria, o para la ya comentada indagación sobre lo realmente ocurrido en la noche del accidente y la extraña aparición de la críptica nota en el cuarto del hospital. 

La figura de Mark va completándose, como un extraño rompecabezas, a partir de los recuerdos de Karin y, en un registro estilístico alternativo al que domina la obra entera, por los propios “fogonazos” de su cerebro herido, en unas páginas iniciales, que se alternan con la narración principal, en las que de un modo magistral se nos muestran los pensamientos -si se pueden llamar así- que surcan su mente mientras está en coma, un aluvión de imágenes, recuerdos difuminados del accidente, voces anónimas, retazos del pasado, sombras de la infancia, impresiones deslavazadas, dolorosas sensaciones físicas, en una atmósfera nebulosa, onírica, de gran fuerza. Con veintisiete años, encargado de la maquinaria en una planta envasadora de carne de su pueblo, Mark es un joven típico del atrasado y reaccionario Medio Oeste estadounidense (un entorno cuya fidedigna recreación es otro de los grandes valores de la novela), sin demasiadas inquietudes y sin más ambiciones que la entrega a la frenética práctica de los videojuegos, las juergas y las borracheras con sus descerebrados amigotes -ignorantes, xenófobos, racistas, ciegos creyentes en cualquier disparatada teoría conspirativa- y la compulsiva atracción por las camionetas, que arregla y desguaza y reconstruye, orgulloso de sus logros. El accidente -una vez superada la fase crítica de su recuperación- no cambiará “demasiado” ese perfil (Dos meses después del accidente, a los desconocidos que hablaran con él les habría parecido un poco corto de luces y proclive a inventarse teorías extrañas), aunque introduce en su vida elementos de perplejidad y desconcierto (¿Qué sensación produciría ser Mark Schluter? Vivir en aquella ciudad, trabajar en un matadero y experimentar en carne propia la fractura del mundo en un abrir y cerrar de ojos. El puro caos, el absoluto desconcierto del estado de Capgras (…) Ver a la persona más próxima a ti en este mundo y no sentir nada. Pero eso era lo asombroso: Mark no tenía la sensación de que nada en su interior hubiera cambiado). Despiértame, dirá ante lo angustioso de su experiencia, esto es el sueño de otro. E igualmente nace en él una sensación de opresión, de injusta limitación: Admítelo, se confesará, eres un idiota. Soy un idiota. La especie humana entera es idiota, para añadir, impotente en su reclusión hospitalaria: Entonces, ¿por qué soy yo el único que está encerrado? A medida que va recuperando sus funciones cerebrales normales -las consecuencias vinculadas al síndrome de Capgras no desaparecerán jamás- aumenta su interés por conocer las circunstancias que rodearon la noche fatídica del accidente y va involucrándose progresivamente, en la medida de sus limitaciones, en el intento de su esclarecimiento. 

Karin tiene cuatro años más que su hermano. Ambos han “padecido” una infancia marcada por el fundamentalismo religioso de sus padres, que llenaban sus días de constantes apelaciones al pecado y el mal y de continuos avisos del apocalipsis. Pronto abandona ese ambiente terminando la licenciatura en sociología (el primer miembro licenciado de una familia que consideraba la universidad como una forma de brujería) y trasladándose a Chicago y más adelante a Los Ángeles, en donde encadena trabajos mal pagados, profesora auxiliar en la reserva de Winnebago, voluntaria en comedores para indigentes, administrativa sin sueldo en un bufete, telefonista, agente comercial, para, tras su errático deambular, volver a Nebraska y recalar por fin en South Sioux y emplearse en la atención al cliente de una empresa de ordenadores. Su infructuosa búsqueda de una vida diferente, ajena a sus aborrecibles orígenes, se verá truncada (Había procurado actuar ante él como una mujer ingeniosa, liberada, desenfadada, incluso sofisticada según los criterios locales. En realidad, no era más que una vulgar muchacha criada por unos fanáticos, con un hermano haragán que se las había ingeniado para hacer una regresión hasta la infancia) cuando recibe la llamada del Hospital de Kearney comunicándole el estado de su hermano. La descripción de la profunda crisis existencial en que la situación de Mark envolverá a la chica es, sin duda, otro de los aspectos más relevantes de la novela. 

Como lo es el relato, en paralelo, de la desorientación profesional y vital en que la enfermedad de Mark sume al doctor Gerald Weber, un neurólogo cognitivo, muy conocido en su profesión, popular divulgador en libros y programas televisivos de las complejidades de la neurociencia, que, contactado por Karin, se desplazará desde el Nueva York en que reside hasta la perdida Nebraska para intentar desentrañar el abismal misterio de la mente del chico. Estimulado por el reto que supone (Un auténtico síndrome de Capgras debido a un traumatismo cerebral: las probabilidades de que sucediera tal cosa eran ínfimas. Un caso tan definitivo ponía en tela de juicio cualquier enfoque psicológico del síndrome y socavaba algunas premisas fundamentales sobre la cognición y el reconocimiento), Weber se involucrará en el caso, aunque su investigación acabará por hacerle cuestionar los fundamentos sobre los que, hasta entonces, había construido su existencia. Tanto en su descripción física como en algunos rasgos de su personalidad, Weber está inspirado claramente en el conocido neurólogo y escritor Oliver Sacks, sobre el que, a lo largo del libro, se deslizan algunas alusiones indirectas, aunque evidentes. (En una reseña periodística sobre uno de los libros del doctor, el crítico ridiculiza su producción científica de esta manera: La mujer que utilizaba a su marido como una cubretetera. El hombre que despertó de un coma prolongado durante cuarenta años con el impulso de creer a los políticos por los que había votado. El hombre que adquirió una personalidad múltiple a fin de usar el carril de transporte colectivo, en una obvia y sarcástica referencia a uno de los libros más difundidos de Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero; y otro tanto ocurre cuando un desconocido aborda a Weber creyendo identificarlo y ante la negativa del doctor le espeta: Estoy seguro. «El hombre que confundió su vida con un...»). Afectado en parte, a sus casi sesenta años, por la crisis de la mediana edad -los atisbos de un primer deterioro físico, la preterición de sus más genuinas aficiones en aras de la dedicación profesional, una cierta desgana o “retirada del mundo”-, el insólito caso clínico hace dudar al doctor de lo conveniente de una carrera centrada desde hace años en la divulgación, poco sólida desde el punto de vista científico, habiendo dejado atrás la sin duda más profunda y rigurosa investigación. Junto a todo ello, la incapacidad para competir con la ambición profesional de sus colegas más jóvenes, el cuestionamiento de su metodología por los expertos más solventes, las primeras críticas negativas y el descenso de las ventas de sus hasta el momento exitosos libros y un cierto escéptico distanciamiento por parte de sus habitualmente entregados alumnos (Querían ciencia, no historias. Weber ya no podía distinguir la diferencia), alterarán radicalmente los parámetros en los que se asentaba su identidad personal y profesional, provocando incluso serias turbulencias en su consolidada relación de pareja. 

Porque, ejemplificado notablemente en los tres personajes -clínicamente en Mark, y desde una perspectiva “existencial” en Karin y Weber-, el núcleo central de la novela de Richard Powers es el de la identidad. En este sentido, y a partir de las inevitables alusiones explicativas del síndrome de Capgras que sufre Mark, El eco de la memoria aparece atravesado por una ingente cantidad de reflexiones -en ocasiones muy técnicas, como ya he señalado, pero siempre apasionantes- tanto sobre la ciencia del cerebro -teorías, casos clínicos, debates profesionales, hipótesis y digresiones varias de índole neurocientífica- como sobre sus repercusiones filosóficas o incluso metafísicas, que aluden al sentido de nuestras existencias: ¿Quiénes somos realmente? ¿Cómo se configura el yo? ¿De qué manera un cerebro construye una mente? ¿Cómo los millones de células que pueblan nuestro cerebro y sus infinitas conexiones acaban configurando una “personalidad”? ¿Quién, “en realidad”, toma las decisiones, piensa, recuerda, tiene ideas, siente, lleva, en definitiva, el control de mando de nuestras vidas? 

La novela se puebla así, en esa primera dimensión más técnica, de abundantes muestras de léxico neurocientífico, pormenorizadas enumeraciones de síntomas, profundizaciones sobre el síndrome de Capgras, prolijas pero deslumbrantes explicaciones sobre diagnósticos clínicos, profusión de datos relativos al fascinante universo “tangible” -sinapsis, conexiones, axones y dendritas- que sustenta nuestras mentes, descripciones sobre singulares casos de extrañas deficiencias neuronales muy ilustrativas sobre la conformación de nuestro cerebro (pacientes que creían que los relatos se convertían en realidad; personas que habían perdido los pies y pedían que les dieran golpecitos en los dedos; enfermos con diversos tipos de agnosia, con ceguera a los objetos, a los rostros, a los lugares, a los colores, a la edad, la expresión o la mirada; individuos incapaces de reconocer algunas partes de sus cuerpos o imposibilitados para nombrarlas; hombres y mujeres que no podían reconocer sus síntomas, aunque les fueran mostrados de modo incontrovertible; alguien que no puede tener nuevos recuerdos y otro que los crea con excesiva facilidad; entre otros muchos), informaciones sobre discusiones y debates científicos entre las escuelas o las tendencias (freudianas, conductistas, farmacológicas, cognitivistas, cartesianas, neocartesianas, funcionalistas) o los paradigmas mentales (mente o cerebro, psicología o neurología, necesidades o neurotransmisores, símbolos o cambio sináptico, relato o tecnología, espíritu o materia) que se han ido sucediendo en el tiempo para explicar la mecánica íntima de los mecanismos cerebrales (Pero en la eterna división […] el único engaño consistía en pensar que los dos dominios podían seguir separados durante mucho más tiempo), reflexiones en torno al estado actual de la neurología, de sus logros y su aún largo camino por recorrer y, en general, infinidad de sustanciosas ideas, que a menudo aparecen como notas casi aforísticas, acerca del funcionamiento del cerebro: Gran parte del trabajo del cerebro consiste en ocultarnos cómo trabaja; Probablemente los seres humanos son las únicas criaturas que pueden tener recuerdos de cosas que jamás han sucedido; En el mejor de los casos, los sentidos eran una metáfora. […] Hablamos de amargo y dulce, de caliente y frío, pero no podemos hacer más que un pequeño y breve esbozo de las auténticas cualidades. Todo lo que podemos intercambiar son indicadores, morado, agudo, acre, de nuestras sensaciones privadas… como muestra parcial de algunos ejemplos ilustrativos. 

La segunda dimensión de esta vertiente de la novela centrada en el cerebro, con base igualmente científica, aunque llevada por la voluntad del autor hacia terrenos más filosóficos, es la que se refiere a la indagación acerca del sentido último del “yo”, el intento de solución del enigma básico de la existencia consciente: ¿Cómo construye el cerebro una mente, o cómo la mente construye todo lo demás? ¿Tenemos libre albedrío? ¿Qué es el yo y cuáles son los correlatos neurológicos de la conciencia? Y es, en efecto, una cuestión de consecuencias esenciales, por supuesto para nuestro cotidiano transcurrir individual por la existencia, pero también desde una perspectiva más general, en tanto especie: Política, tecnología, sociología, arte: todo se originaba en el cerebro. Si dominábamos el ensamblaje neuronal, por fin podríamos ser dueños de nosotros mismos. La tesis subyacente del libro, que el doctor Weber expone con escéptica crudeza (Si preguntarais a un grupo de neurocientíficos reunidos al azar cuánto sabemos acerca de la manera en que el cerebro conforma el yo, la mejor respuesta que podrían dar sería: «Casi nada»), es la de la identidad como una construcción: no somos un todo unitario, cerrado y autónomo, sino el agregado de infinidad de elementos obrando, de algún modo, “a su antojo” y a los que nuestra conciencia dota de unidad “contándose una historia”, configurando un relato que da cohesión a esas partes dispersas. Somos, pues, en cierto sentido -y la lesión de Mark resulta reveladora de esa evidencia-, impostores: alguien o algo ha privilegiado uno de los múltiples relatos que nos constituyen y lo ha impuesto -nos lo hemos impuesto; con duda sobre el “nos”- frente al resto. Somos una mera apariencia de identidad unificada -un engaño, pues- que suplanta a los muchos otros yoes que podemos llegar a ser, y a la que creemos “verdadera” o “auténtica”, con una fe ingenua, entrañable y quizá necesaria para nuestra supervivencia. 

En este sugerente ámbito en el que la aparente aridez, la racional asepsia de las explicaciones científicas se desliza hacia una realidad más intangible y nebulosa, más difusa y evanescente, la expresión literaria elegida por Powers roza la más evocadora poesía, con metáforas deslumbrantes, agudas formulaciones, brillantes dictámenes de una contundencia y una belleza que, pese al amplio número de los recogidos en mis notas de lectura, no me resisto a reproducir (entre otras razones, porque cada uno de ellos resulta un estimulante trampolín para el análisis y la reflexión): 

 No éramos un todo continuo e indivisible, sino centenares de subsistemas independientes, en cada uno de los cuales se producían cambios suficientes para desintegrar la confederación provisional en nuevos países irreconocibles. 

La conciencia funciona contándonos una historia, que es completa, continua y estable. Cada borrador revisado afirma ser el original. Y por ello, cuando una enfermedad o un accidente provoca en nosotros una interrupción, a menudo somos los últimos en saberlo. 

Incluso el cuerpo intacto es un fantasma, montado por las neuronas como un útil andamio. El cuerpo es el único hogar que tenemos, e incluso es más una postal que un lugar. No vivimos en los músculos, las articulaciones y los tendones, sino en el pensamiento, la imagen y el recuerdo que tenemos de ellos. No hay sensaciones directas, solo rumores e informes que no son de fiar. 

¿Cree que fue el destino? Cinco centímetros a la izquierda y su vida es la de otra persona. 

El yo era una banda, una pandilla improvisada, a la deriva. Ese era el tema de la lección de aquel día, de todas las lecciones que había dado desde su encuentro con el maltrecho operario de un matadero de Nebraska. No hay yo sin autoengaño. 

La tarea de la conciencia es la de asegurar que la totalidad de los módulos distribuidos del cerebro parezcan integrados. Que siempre seamos familiares para nosotros mismos. 

Creemos tener acceso a nuestros estados, pero en neurología todo nos indica que no es así. Nos consideramos una nación unificada y soberana. La neurología sugiere que somos un jefe de Estado ciego, atrincherado en los aposentos presidenciales, que solo escuchamos a unos asesores elegidos a dedo mientras en el país se van produciendo movilizaciones... 

Mucho después de que su ciencia presentara una teoría integral del yo, nadie estaría un solo paso más cerca de saber lo que significa ser otro. La neurología jamás comprendería desde fuera algo que solo existía en lo más profundo del interior impenetrable. 

Todo se reduce a la creencia. La creencia en una telaraña demasiado fina y efímera para engañar a nadie. Ese será el santo grial de los estudios sobre el cerebro: ver cómo decenas de miles de millones de puertas lógicas químicas, todas ellas centelleando y amortiguándose mutuamente, de alguna manera pueden crear la fe en sus propios circuitos fantasmales. 

El yo es una casa en llamas; sal mientras puedas. 

La conciencia improvisadora se ocupaba de eso. Necesitaba sus engaños, a fin de cerrar esa brecha. La finalidad del yo era su propia continuación. 

El yo es un borrador hecho a toda prisa, confeccionado por un comité que intenta engañar a un joven editor para que lo publique. 

La religión tiene que ver con un lóbulo temporal... Dice que la creencia depende de una sustancia química evolucionada que puedes ganar o perder... 

In-consciente. Es un error que la negación represente algo tantos miles de millones de años más antiguo que lo negado. 

Sin tiempo ya para más comentarios, me limito a esbozar brevemente otros aspectos de interés en el libro que aparecen en el transcurso de su acción principal. Está, todavía en consonancia con esta dimensión científica mencionada, la cuestión del tiempo (tan grata a Powers), del cerebro reptiliano aún presente en los humanos, de las sucesivas capas que se superponen en nuestra evolución como individuos y como especie, la historia de la humanidad como un palimpsesto redactado una y otra vez sobre versiones anteriores (El trabajo de la naturaleza consistía en crecer sobre lo anterior, en convertir el pasado en presente), una idea que tiene en la noción de “eco” -presente ya en el título de la novela- una de sus metáforas más iluminadoras. Y también: El cerebro ha sido objeto de una remodelación asombrosa, pero no puede eludir su pasado. Solo puede hacer aportaciones a lo ya existente. E igualmente: Todos somos fósiles en potencia y aún acarreamos en el interior de nuestro cuerpo las tosquedades de existencias anteriores, las marcas de un mundo en el que los seres vivos fluyen con poca más consistencia que las nubes de una era a otra. En este sentido, la omnipresencia de las grullas en el libro -que afloran en largos textos introductorios a cada capítulo- refuerza esta idea de la continuidad animal a lo largo de millones de años de “construcción” del ser humano. 

Las grullas son también la “excusa” para abrir el texto a su vertiente medioambiental. Daniel, amigo de infancia de Mark y actual pareja de Karin, y Robert Karsh, que lo fue en el pasado, se enfrentarán desde sus dos posiciones antagónicas. El primero es un espartano y bienintencionado ecologista, idealista y espiritual, al frente del Refugio de las Grullas, una organización centrada en la protección del agua y del entorno fluvial que permite la migración de las aves, y por tanto su propia supervivencia como especie; el segundo un algo cínico representante de un consorcio inmobiliario que pretende urbanizar el río y salvaguardar bajo una apariencia conservacionista sus evidentes y egoístas intereses económicos. Este conflicto constituye otra interesante subtrama del libro que se entrecruza con el hilo principal de su desarrollo en numerosas reflexiones acerca de la destrucción del entorno y la amenaza del cambio climático causado por el hombre (El hombre consume un veinte por ciento más de la energía que el mundo puede producir. Un ritmo de extinción mil veces superior a la tasa básica normal). Todo ello bajo una idea nuclear que se refleja en la cita de Whitman que podemos leer en una de las páginas de la novela: Una vez has agotado cuanto hay en los negocios, la política, la sociabilidad y lo demás, y has descubierto que nada de esto acaba por satisfacerte o que no tiene una duración ilimitada, ¿qué es lo que queda? Lo que queda es la naturaleza

Y al hilo de esta algo apocalíptica llamada a la conciencia y la sensibilidad ante el al parecer inevitable drama medioambiental (La especie humana tardó dos millones y medio de años en alcanzar los mil millones de personas. Se tardó ciento veintitrés años en sumar otros mil millones. Alcanzamos los tres mil millones treinta y tres años después. Luego en catorce años, luego en trece, luego en doce...), aparecen también las muchas referencias al mundo tecnológico y a los males -presentados también con tintes algo catastrofistas- de internet: la adicción a las pantallas, los riesgos “antropológicos” de los videojuegos (enormes zonas de la corteza motora de los niños enganchados a los juegos electrónicos se volcaban en los pulgares […] Muchos ejemplares de la emergente especie Homo ludens favorecían ahora los pulgares en detrimento de los dedos índices. El control de mando del juego había consumado por fin uno de los tres grandes saltos de la evolución de los primates), la peligrosa alienación de la realidad (El juego era ruidoso, monótono y repetitivo. Pero las dos chicas habían emprendido el vuelo, se encontraban en algún lugar del profundo espacio simbólico), el fin del pensamiento individual, profundo y reflexivo, del análisis y el debate racionales (La era de la reflexión personal había terminado. En lo sucesivo, todo se discutiría en pendencias públicas que se retroalimentaban), la seudo democratización de la red, en la que la difusa voluntad popular, hecha de la agregación de opiniones sin fundamento, sustituirá el conocimiento de los expertos (La bendición de la información interminable: Internet, que incluso democratizaba los cuidados médicos. Supongamos que diéramos a todos los medicamentos una calificación en Amazon. La sabiduría de las masas. Que prescindiéramos por completo de los expertos), y muchos otros sugerentes temas de estudio en nuestros tecnológicos días. 

Y están también las muchas disquisiciones sobre Nebraska, como emblema paradigmático del primitivismo del Medio Oeste norteamericano, puesto como ejemplo, en hirientes pullas que salpican el texto, de un país enfermo de emociones, deportes, guerra y sus numerosas combinaciones. Y todo con el triste fondo emocional de los meses post 11-S: la guerra contra el terrorismo, el necesario recorte de las libertades civiles, el invulnerable pero, de alguna manera, infinitamente amenazado estilo de vida norteamericano. Pero ya hemos superado con creces el espacio de esta reseña, por lo que solo me queda despedirme con la acostumbrada referencia musical. De entre los diversos temas citados en el libro, he elegido una pieza de Las Vísperas, de Monteverdi, una composición de 1610 que aflora en varias ocasiones en la novela. Os dejo aquí un fragmento interpretado por el Monteverdi Choir English, los Baroque Soloists y el Choeur d’enfants de la Maîtrise du Centre de Musique Baroque de Versailles, dirigidos por Sir John Eliot Gardiner.


¿Qué recuerda un ave? Nada que cualquier otro ser pudiera decir. Su cuerpo es un mapa de donde ha estado, en esta vida y antes. Con solo llegar una vez a estas aguas someras, la cría de la grulla sabe cómo volver. El año próximo, por esta época, regresará y formará una pareja para toda la vida. Y al año siguiente: de nuevo aquí, transmitiendo el mapa a su propia cría. Entonces un ave más recordará exactamente lo que las aves recuerdan. El pasado de la joven grulla de un año fluye en el ahora de todos los seres vivos. Algo en su cerebro aprende este río, una palabra sesenta millones de años más antigua que el habla, más antigua incluso que estas aguas planas. Esa palabra seguirá existiendo cuando el río haya desaparecido. Cuando la superficie de la tierra esté seca y agostada, cuando la vida haya sufrido tal presión que se habrá reducido a casi nada, este mundo empezará su lento retorno. La extinción es breve, la migración larga. La naturaleza y sus mapas utilizarán lo peor que el hombre pueda arrojarles. El éxito de los búhos orquestará la noche, millones de años después de que el hombre haya provocado su propio fin. Nada nos echará de menos. Los vástagos de los halcones trazarán círculos por encima de los campos demasiado crecidos. Picotijeras, chorlitos y aguzanieves anidarán en los millares de islas en que se habrán convertido las vigas maestras de Manhattan. Las grullas u otras aves parecidas sobrevolarán de nuevo los ríos. Cuando todo lo demás desaparezca, las aves encontrarán agua.

 

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Richard Powers. El eco de la memoria