Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 31 de julio de 2013

ROBERT COOVER. NOIR

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Como nuestros seguidores habituales recordaréis, a lo largo de este mes de julio, en una estación veraniega siempre propicia para las lecturas “relajadas”, nuestro programa os está ofreciendo una serie de propuestas literarias pertenecientes al género “negro”, novelas policiacas, con una trama de intriga o detectivesca, que parecen especialmente adecuadas para la lectura sosegada ante el frescor del mar o a la sombra apacible de un árbol frondoso y acogedor. En cada uno de los cinco miércoles de este mes os traigo, pues, un nuevo título escogido de entre los muy numerosos que se publican año tras año en este género que goza en nuestros días de una popularidad y una difusión extraordinarias. Debo deciros que me he impuesto, además, la doble condición de que cada novela presentada haya sido publicada en una editorial diferente y que, igualmente, cada una de ellas presente rasgos estilísticos distintos, planteamientos literarios diversos y acercamientos incluso radicalmente opuestos a los grandes tópicos de un género, que, pese a lo muy trillado de sus pautas convencionales, siempre se renueva y acepta miradas y concreciones y enfoques novedosos. La serie de Charlotte Carter protagonizada por la singular Nanette Hayes, la melancólica inteligencia del Quirke de Benjamín Black, la visceral brutalidad del Max Dembo de Edward Bunker, la sutileza y la refinada elegancia de las historias de Anthony Berkeley, de las que os he hablado las semanas precedentes, y el experimento posmoderno del libro que ahora quiero recomendaros no tienen nada que ver entre sí, y sin embargo todas esas obras pueden encontrar fácil acomodo bajo esa rúbrica general de “novela policiaca”. Y en ese sentido, la propuesta que hoy os ofrezco constituye, en efecto, una especialmente llamativa muestra de cómo el género negro es muy dúctil y flexible y, conservando ciertos parámetros básicos, admite en su seno “criaturas” bastante disímiles.
 
Pero vayamos ya con la referencia, que con tanto prolegómeno corro el riesgo de olvidarla. Esta semana quiero hablaros de Noir, el significativo título con el que la editorial Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores presenta la por ahora última novela de Robert Coover, en traducción de Benito Gómez Ibáñez. Noir es, ya desde su nombre, un libro que no disimula su inequívoca adscripción a la novelística de índole policial. Y sin embargo, siendo una novela en la que reconocemos las pautas más habituales del género, se nos muestra también con los caracteres definitorios del experimento literario. Son esos dos ejes, la deuda con las convenciones estilísticas de los grandes clásicos de la literatura negra y, a la vez, la ruptura muy ostensible y hasta provocadora con esos tópicos tan reconocibles en la obra de Dashiell Hammet o Raymond Chandler y sus decenas de epígonos, o en las películas que protagonizaron Humphrey Bogart o Robert Mitchum, los aspectos más relevantes de un libro que, siendo interesante (y ésta es una categoría intelectual, perteneciente al dominio de la razón, algo pobre, pues, cuando de pasión lectora estamos hablando), resulta algo frío, dificultando, a la postre, al exigir una lectura analítica, casi científica y por tanto distanciada, que el lector que se adentra algo arduamente en sus páginas pueda encontrar vida (y ahora hablo desde un terreno visceral, emocional) entre su muy bien construida pero finalmente gélida estructura.
 
Y he escrito bien “construida”, pero en realidad el término adecuado -tan de moda- hubiera debido ser “deconstruida”, al modo de lo que debe ser -hablo de oídas, no he tenido el placer de saborear tales gollerías- la conocida tortilla de patatas de Ferrán Adriá. Hay huevo, hay patatas, hay sal, hay aceite, hay, eventualmente, cebolla, parece una tortilla, sabe a tortilla, reconocemos vagamente reminiscencias de lo que nuestra memoria identifica como una vulgar tortilla... pero no acaba de serlo del todo, es otra cosa, es y no es una tortilla de patatas. En Noir hay inspectores y detectives y crímenes, hay complejas investigaciones, locales sórdidos y cadáveres, hay sobornos, policías corruptos, sospechosos, confidentes, prostitutas y mujeres fatal, hay alcohol y humo de tabaco, hay bares infectos y ambiente nocturno, hay engaños y traiciones y palizas y disparos, pero todo ello aparece de un modo difuminado, oscuro, algo volátil, tornadizo, de manera que, simultáneamente, estamos y no estamos ante un escenario conocido, ante unos personajes, unas intrigas, unas tramas, que resultándonos familiares, nos provocan, a la vez, extrañeza y hasta desasosiego.
 
Posmodernidad, deconstrucción de tópicos, vuelta de tuerca al género, he ahí algunos de los comentarios recurrentes cuando la crítica se ha enfrentado a Noir, y ello porque esta doble vertiente -el referente “clásico” conocido y su sutil (o no tanto) destrucción- es, en efecto, el aspecto más destacado de una novela cuanto menos extraña por su ambivalencia, por su constante crear y desmontar, por su contradictoria labor -con tintes oníricos- de mostrar y difuminar, de elevar y derruir, de narrar y de mentir, de enseñar y confundir.
 
Por un lado, en el libro están, como digo, todos los tópicos del género: la prosaica -pese a la “mitología”- labor del investigador (cuando abriste la agencia -dice Phil M. Noir, nuestro protagonista-, te imaginabas ocupándote de crímenes raros y complicados que resolverías con tino, haciendo de héroe cuando las cosas se pusieran feas, rehuyendo luego los elogios mientras encendías un pitillo, pero en realidad te contrataron sobre todo para seguir a esposas adúlteras y conseguir pruebas contra ellas); su muy vulgar destino (eres un detective de la calle, no un metafísico); el universo mediocre en el que se desenvuelve: albergues para vagabundos, cines, cervecerías, servicios públicos, salas de juegos, salones de masaje, garitos, casas de empeño, gimnasios y pabellones de boxeo; lo poco excelso de sus compañías: camellos de la ciudad, artistas de striptís [que el traductor escribe así, como, al parecer, reclama la Academia] y vendedores callejeros, corredores de lotería clandestina, matones y putas, macarras, cirujanos plásticos, carteristas, drogotas, enfermeros y conductores de ambulancia, falsificadores, polis y timadores. Está, también, una cierta visión romántica del oficio de sabueso, ejercido en solitario por calles húmedas y oscuras acompañado por la creciente y menguante melodía de cláxones, sirenas, voces y ruido de cristales rotos, por la percutiente pulsación de disparos y gritos obscenos, envuelto el solitario protagonista -sin hogar en el que caerse muerto, sin brazos en los que cobijarse- en amarga desgracia y constante depresión. Y están, como mandan los cánones, las mujeres bellísimas que esconden mil secretos y que ejercen una atracción irresistible y fatal sobre el detective (solías pasar muchas horas, incluso cuando no trabajabas en algún caso, persiguiendo la costura negra de las medias en las pantorrillas de las mujeres. De tal potencia ese poder magnético y animal, que algunos días estabas tan concentrado que todo lo que no eran piernas desaparecía, hasta que ellas se esfumaban también y solo quedaban las costuras negras con su movimiento de tijera). Y no podían faltar los conflictos entre la policía sometida a los rígidos protocolos de su Departamento de Homicidios y el investigador privado que actúa por libre, ni tampoco las nocturnas conversaciones existenciales con camareros de sórdidos bares, ni, sobre todo, la cruda descripción de calles lúgubres, locales malolientes, deprimentes cuartuchos de hotel, apartamentos angostos, despachos destartalados y polvorientos, callejones oscuros en los que te han atracado, perseguido, pedido lumbre, sacudido, untado la mano, estafado, aprovisionado, te han dado de menos en el cambio, te la han mamado, te han pasado buenos soplos, te han metido miedo, te han disparado. Y todo ello en un casi apocalíptico ambiente de desolación, de amargura, en las calles de una ciudad de la que solo vemos la miseria y la desesperanza, la pena, la pobreza y la soledad. La ciudad como dolor de tripas. La pesadilla urbana como expresión de la vida ominosa y vil de los órganos internos. Los siniestros borborigmos del vientre. Por qué construimos las ciudades así. Por qué las queremos como son incluso cuando están sucias. Porque son sucias. Llenas de orines, de escupitajos. Sin sentido y funestas. Con eso podemos sintonizar. Ahí va un principio: el cuerpo siempre está enfermo. Incluso cuando se encuentra bien, o eso cree. Células que devoran células. Todo se reduce a digestión. O indigestión. Lo que en la ciudad llamamos corrupción. Devoradores que devoran lo devorado. Sobre todo en la tumultuosa oscuridad. Es una horrible lucha a muerte en la que todo el mundo pierde. ¿Ciudades trazadas a cuadrícula? La cuadrícula sólo es un revestimiento. Como el papel milimetrado. La ciudad misma, por dentro, es toda bucles y curvas exasperantes. Desbordantes de violenta vacuidad.
 
Pero una vez situados en este panorama reconocible, al que la literatura y el cine nos han acostumbrado, una vez fijadas las pautas en las que la novela aparentemente se desarrolla, algo, muy leve, casi imperceptible al principio pero cada vez más ostensible a medida que avanzamos en sus páginas, nos descoloca, nos hace dudar, nos provoca una opresiva sensación de incomodidad y desconcierto. Porque aparecen historias secundarias y sin demasiado sentido que se abren dentro de la trama principal, porque surgen ramificaciones, sueños, episodios insólitos, porque hay apariciones y desapariciones inexplicables de personajes, porque hay dobles versiones, sin apenas coincidencias entre sí, del mismo episodio ya narrado, porque hay vínculos muy extraños entre los acontecimientos descritos, porque hay muertos que están vivos en capítulos posteriores; nada es fiable, todo tiene un aire de ensoñación e irrealidad, hay una permanente disolución del tiempo y el espacio, la narración parece desvanecerse y adquiere una apariencia de rompecabezas, como si se tratara, en su fragmentación, en sus alusiones nunca completadas, de una novela cubista.
 
Son muy numerosas las muestras -desperdigadas con intención a lo largo del texto- de este afán de Robert Coover por descolocar al lector, por enmascarar su propia voluntaria e iconoclasta recreación del género “negro” -y a la vez, paradójicamente, su entregado homenaje- bajo unas coordenadas exteriores que el mismo autor difumina obligando al lector a cuestionarse la realidad -la doble realidad: la de la historia narrada y la del propio artificio literario- a la que asiste, perplejo, en su lectura.
 
Y así, Noir tiene en todo momento la sensación de verse envuelto en historias que ya te han contado, de modo que el mundo en que se mueve se le aparece difuso, enigmático, falso, peligroso, impenetrable. Deambula de manera recurrente por un fantasmal callejón que no viene en los mapas de la ciudad, que está debajo, en alguna parte, o detrás. Esta opresiva sensación de extrañeza es persistente: ¿Y si en el mejor de los casos la vida ni fuera sino un juego de sombras? Una vida en la que los acontecimientos cotidianos cambian y se desvanecen dejando sólo la verdad de una música que suena, un ritmo, una melodía, la melancolía. Nada es aprehensible en esta realidad difusa, los vínculos son probablemente ilusorios en un mundo tan jodido como éste. Las máscaras sonámbulas de rasgos paralizados y miradas sin ojos de los maniquíes se confunden con los rostros de las mujeres conocidas, una chimenea se ve ahora en el lugar opuesto a aquel en que parecía estar, la marca de tiza que circunda la silueta del reciente cadáver cambia de forma constantemente, produciendo la constante sensación de estar en una película, el tipo de film que se proyecta por la noche en toda la ciudad.
 
Y en esta evanescente realidad, nada parece tener sentido, aunque, dice el protagonista, ¿por qué quieres que lo tenga?, la percepción del tiempo se altera (el tiempo pasa indiferente entre tinieblas sin forma; parece que el trayecto dura una eternidad. Todo se estira), el espacio se distorsiona (nada estaba nunca en el mismo lugar), los recuerdos se confunden (por lo que podías recordar nunca habías pronunciado esas palabras, pero tenías la impresión de que sí), lo ocurrido se difumina (todo es como si nunca hubiera sido), la identidad se desvanece (tus movimientos ni siquiera tuyos), y, en definitiva, las fronteras de lo constatable y lo incierto, de lo verificable y lo hipotético, se resquebrajan (tu obstinada creencia de que al final dos y dos serán cuatro puede ser enteramente ingenua).
 
De este modo, a medida que avanzamos en la lectura constatamos que la narración acaba siendo un mero inventar historias con lagunas, sobre cuya lógica última no conviene preguntar, pues a veces es mejor no saber, más interesante. De modo que no se trata de la historia en que estás atrapado, como todo el mundo, sino, una vez que sabes eso, de cómo vas a interpretar la obra. Y por ello, al final, sigues sin saber quién hizo qué, pero eso no es lo que de verdad importa. Sino la integridad. El estilo.
 
El estilo. Desentendidos de la trama, por incomprensible -al menos eso es lo que a mí me ha llegado a ocurrir-, una avanza por la novela irremisiblemente atraído por el estilo, por la poderosa recreación de los lugares comunes del género, por la mirada que se posa desde fuera en sus clichés, por la ironía algo paródica, por el humor, por la atmósfera tan bien conseguida, aunque también -en ocasiones y siendo sincero- un tanto harto por las pistas falsas, la ininteligibilidad de la historia, el permanente aire de juego, la sensación de caminar por arenas movedizas sin asidero firme al que agarrarse a lo largo de la lectura.
 
En fin, en cualquier caso, con sus pros y sus contras, este Noir de Robert Coover que publica la Editorial Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, es un libro estimable que merece la pena ser leído. Rory Gallagher y su Continental op, una canción dedicada a Dashiell Hammet y su mundo, pone el contrapunto musical a mi reseña de hoy. Con él cierro estas emisiones policiacas del mes de julio y me despido ya hasta el curso que viene, deseando que paséis unos espléndidos días de agosto. Felices vacaciones para todos.
 
 
Era última hora de la tarde cuando apareció por primera vez en tu despacho. Blanche había concluido la jornada. Que declinaba, ya había poca luz. Puede que lo planeara así, apareciendo como si trajera la noche consigo. O arrastrándola a su paso. Vestía de luto, como toda viuda, el rostro cubierto con un velo. Conocías bien su tipo. Pero había algo en ella. Una preciosidad, desde luego, aunque no sólo eso. Una especie de presencia, además. Tenía aplomo, serenidad, pero también cierto aire vulnerable. Dura pero sensible. Podría tratarse de una visita social, pensaste, quitando los pies del escritorio para hundirlos en las densas sombras del suelo. O tal vez estuviera ocultando un crimen, temiéndolo, planeándolo. Temiéndolo, fue lo que dijo. El suyo. Quería que siguieras a cierta persona. Te entregó un papel con un nombre escrito. Intentaste no dar un respingo. El Baranda. ¿Cómo es que tiene usted algo que ver con este individuo?, preguntaste.
 
-Era socio de mi difunto marido.
 
-¿Por qué difunto? ¿Qué le pasó?
 
-No lo sé. Pensé que usted podría averiguarlo. Oficialmente fue un suicidio.
 
-Pero usted cree que podría tratarse de asesinato, dijiste. Se sentó, bajó los ojos. Asintió una vez con la cabeza. O así fue como interpretaste su gesto. No va a ser fácil, pensaste. Ese individuo está protegido por un ejército de matones y dice que tiene media docena de sosias que van por la ciudad sirviendo de señuelo. Aunque resultaba difícil saber quiénes eran porque en primer lugar nadie conocía el aspecto del auténtico.
 
La viuda parecía estudiar sus pálidas manos, los dedos entrelazados en su negro regazo. Tú hacías lo mismo, le observabas las zarpas: dátiles sensuales y expresivos de una tía en la treintena, poco habituados al trabajo duro, únicamente adornados por una alianza. Con un buen pedrusco. Por eso no llevaba guantes. Ni rastro de nerviosismo ni incertidumbre. Sabía lo que hacía, fuera lo que fuese.
 
Aquella mujer significaba problemas y sin duda lo más sensato habría sido mandarla a paseo. Pero hay que pagar el alquiler, no te sobra el trabajo para rechazar a nadie. Y además, te gustaban sus piernas. Así que, en cambio, aun sabiéndote su historia antes de escucharla, la inevitable crónica de cama, dinero, traición (¿qué coño le pasa al mundo, de todos modos?), le pediste que te la contara. Desde el principio, dijiste.


miércoles, 24 de julio de 2013

ANTHONY BERKELEY. EL CASO DE LOS BOMBONES ENVENENADOS

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, fiel a su cita, como todos los miércoles, en Radio Universidad de Salamanca. Hoy vuelve a nuestra sección, por cuarta vez a lo largo de este mes de julio, el género policiaco. El libro que hoy quiero recomendaros se escribió en 1929, aunque ha sido editado en nuestro país recientemente, a comienzos de 2012. Se trata de El caso de los bombones envenenados, una genial novela detectivesca, debida al inglés -y el dato no es anecdótico, pues mucho de british hay en su propuesta literaria, empezando por el sutilísimo humor- Anthony Berkeley. El libro lo publicó, en traducción de Miguel Temprano García, la editorial Lumen, que también ha dado a la luz algunas otras novelas protagonizadas por la principal creación de Berkeley, el detective Roger Sheringham. Yo he leído también El misterio de Layton Court y El crimen de las medias de seda, pero ninguna de las dos, pese a que en ambas encontramos los rasgos de aguda inteligencia, interés de la construcción argumental, tono leve, entretenido y amable de la narración, y, sobre todo singularidad de su personaje principal (un escritor aficionado a las historias de detectives, un tipo algo fatuo, sagaz, pagado de sí mismo, entrañable y genial), que son señas de identidad de la creación novelística de Berkeley, ninguna, insisto, resulta tan singular y redonda, tan ingeniosa y acabada y original y perfecta como ésta cuya lectura quiero hoy proponeros.
 
Estamos en el Londres de los años veinte del pasado siglo. Allí, en la mejor tradición de las novelas del género, en particular las de Agatha Christie en las que inevitablemente resulta obligado pensar durante la lectura, se reúnen los seis amigos integrantes del Círculo del Crimen. Aunque la intención del club era contar con trece componentes, la dureza de las pruebas de acceso, las rigurosas exigencias impuestas por los miembros constituyentes impiden que el grupo supere la media docena de asociados. Piénsese que cada nuevo candidato no sólo tiene que exhibir un gran interés por todas las ramas de la ciencia relacionadas con la investigación, como por ejemplo, y entre otras, la psicología criminal, y conocer al dedillo todos los casos de la jurisprudencia especializada, incluyendo los más triviales, sino que también debe poseer habilidad constructiva, tener cerebro y saber cómo utilizarlo. Para ello, cada postulante, debía escribir un ensayo, escogido de entre varios asuntos propuestos por los miembros, y enviarlo al presidente, que seleccionaba a los mejores y se los presentaba a los miembros en una reunión en la que se aprobaba su incorporación al círculo por indiscutible unanimidad. Un sólo voto en contra había provocado el rechazo de bastantes aspirantes aparentemente plausibles.
 
En definitiva, nuestro selecto club lo forman, aparte del citado Roger Sheringham que ejerce como presidente, un abogado famoso, una autora teatral no menos conocida, una brillante novelista, un afamado escritor de novelas de detectives y un hombrecillo aparentemente insignificante, amable y de aspecto normal, amante de este tipo de intrigas y misterios, que había recibido con sorpresa la noticia de que lo admitieran entre aquellas personalidades. Para mejor comprensión de la atmósfera del círculo, debemos situar -o imaginar, las descripciones del entorno no llegan a ser tan exhaustivas- a sus miembros en el ambiente típico de un club londinense: paredes recubiertas de elegantes paneles de madera, muebles sólidos que guardan los secretos de siglos de imperio, mullidos y confortables sillones, cenas abundantes regadas con buenos vinos, sobremesas envueltas en el humo de incontables cigarrillos con profusión de copas de brandy añejo, mesura y circunspección en las conversaciones, observaciones inteligentes, ironía descarnada, humor cáustico escondido tras un formalismo irreprochable.
 
Nuestros protagonistas reciben la visita, al comienzo del libro, del Inspector Jefe Moresby de Scotland Yard. La joven señora Bendix, una conocida dama de la clase alta local, casada con Graham Bendix, un acaudalado miembro de esa clase, ha fallecido en extrañas circunstancias debido a la ingestión de unos bombones regalados por su marido y que han resultado envenenados, aunque aparentemente al margen de la voluntad del atribulado esposo, que también consumió alguno de los dulces pero en menor cantidad, por lo que pudo evitar la muerte. La policía, que ha analizado las pruebas y los móviles, tanto los más obvios y evidentes como los ocultos y casi imperceptibles, que ha tomado declaración a cuantos pueden tener algo que ver con el caso, que ha rastreado indicios, investigado causas y comprobado efectos, se halla desconcertada e incapaz de dar solución al sorprendente asesinato, pues así, sin ningún género de dudas se califican los hechos.
 
Y es ahí donde el afán investigador de Roger Sheringham y su concienzuda dedicación al Círculo encuentran la ocasión para implicar a sus colegas en aficiones detectivescas en un interesante y sugestivo juego. Los miembros del club se ocuparán de la investigación del presumible asesinato con la intención de esclarecerlo, intentando llegar más allá de los pobres resultados de la pesquisa oficial. Cada uno de los seis integrantes del Círculo, por separado y sin poner en común sus hallazgos, siguiendo los métodos que cada uno de ellos considere más oportunos, utilizando los razonamientos deductivos o la lógica de la inducción, con argumentos psicológicos o explicaciones científicas, encerrados en sus gabinetes o procurándose pruebas y entrevistando a posibles testigos, intentarán la resolución del caso, comprometiéndose a exponer sus respectivas tesis y dando a conocer, en consecuencia, el nombre del presunto asesino en sucesivas sesiones del club, a celebrar en lunes consecutivos y de acuerdo con un orden decidido conforme a un aséptico y neutral sorteo.
 
El libro se constituye así -al margen de algunos capítulos intermedios en los que el personaje principal, el detective Sheringham, nos da cuenta de sus indagaciones- en la transcripción de esas apasionantes sesiones en las que cada miembro del club ofrece a sus colegas su particular relato y su inobjetable -al menos a priori y sobre todo para quien la sostiene- explicación de los hechos.
 
Se suceden así las agudas formulaciones que responden, como es obvio, a la singular personalidad de cada investigador. Escuchamos en primer lugar los considerandos de sir Charles Williams, feroz e implacable abogado. No había otro miembro de la abogacía, nos dice el narrador con su magnífico humor, capaz de distorsionar de manera tan convincente un hecho claro pero extraño para darle un sentido completamente distinto del que le habría dado una persona normal. Nadie como él para coger los hechos, mirarlos a la cara, retorcerlos, leer entre líneas, volverlos del revés y descubrir augurios en sus entrañas, bailar de manera triunfal sobre su cadáver, pulverizarlos por completo, moldearlos en caso de necesidad para darles una forma totalmente distinta y, por último, si aún osaban conservar el menor vestigio de su aspecto original, gritarles de modo terrible. Si todo eso fallaba siempre estaba dispuesto a echarse a llorar ante el tribunal. Pues bien, pertrechado con tal arsenal de recursos, el bueno de sir Charles, partiendo de la clásica perspectiva del cui bono, a quién beneficia el crimen, y siguiendo un método radicalmente inductivo, apuntará su solución y señalará sin duda alguna a la asesina, pues de una mujer se trata.
 
Una semana más tarde interviene la señora Fielder-Flemming, una mujer baja, rolliza y de aspecto hogareño que escribe obras de teatro sorprendentemente inapropiadas y exitosas y que presenta -siempre tocada con sombreros imposibles que desafían la ley de la gravedad- el aspecto de una cocinera en su día libre. Mabel, pues tal es el nombre de la extravagante dama, de la que nos dice el narrador que puede parecer estúpida, hablar como si fuese boba y comportarse como una majadera, pero no tiene un pelo de tonta, pergeña su teoría considerando el caso desde el punto de vista de su profesión y recurriendo a los argumentos más repetidos de los dramas clásicos para entender los hechos y explicarlos. Cherchez la femme, repite la mujer dando rienda suelta a su intuición mientras sus carnosas mejillas tiemblan de emoción y resuelve el caso de un modo desconcertante e imprevisto pero impecable.
 
Y, en fin, en lunes sucesivos comparecen los restantes miembros empezando por el algo infatuado señor Percy Robinson, que escribe sus muy vendidas novelas policiacas bajo el seudónimo de Morton Harrogate Bradley, y que ofrece no una sino dos teorías simultáneas, ambas brillantes, ambas verosímiles, ambas factibles, aunque la primera de ellas resulta, simplemente, deslumbrante. El lunes siguiente, los azares del sorteo exigen la intervención del detective Sheringham que, a partir de la personalidad del marido de la víctima y combinando deducción e inducción, aporta su particular versión del suceso. La penúltima jornada el protagonismo corresponde a la bella señorita Dammers, la novelista que preside Institutos de la mujer para entretenerse, como nos cuenta la voz narradora, y de la que os dejo una memorable descripción en el texto con el que cierro esta entrada. La gélida escritora analiza la psicología de todos los implicados en el caso y, llevada de su aguda y penetrante capacidad de deducción, resuelve el asesinato con un giro desconcertante. Por fin, el oscuro señor Chitterwick cierra el círculo y desde su insignificancia de vieja mojigata -de nuevo es el narrador el que califica- ofrece su también muy oportuna recreación de los hechos.
 
Habéis podido percibir que no he querido desvelar lo esencial de las argumentaciones de cada personaje pues de haberlo hecho os hubiera privado del placer de la intriga, ese gozoso afán por descubrir que siempre, pero mucho más en una novela detectivesca, resulta uno de los elementos esenciales de las historias que leemos en los libros. Baste decir, y este límite no debo sobrepasarlo, que la explicación de cada uno de los miembros del club es convincente, admisible, razonable, y... cerrada; esto es, se agota en sí misma, da cuenta perfectamente de los hechos, de los móviles, de los procedimientos, de los métodos y de los criminales. Todas son, pues, en principio, verdad... Todas son, además, distintas, radicalmente diversas en algunos casos, pues cada investigador utiliza técnicas de demostración, rastrea móviles, parte de enfoques, se basa en precedentes, resalta hechos determinantes y, sobre todo, halla culpables diferentes. Y ello, esta sutil combinación de causas y efectos, de motivaciones y coartadas, de escenarios y puntos de vista constituye otro de los logros de este libro literariamente formidable e intelectualmente sugestivo.
 
No quiero cerrar esta reseña sin una breve mención al excepcional sentido del humor que impregna el libro entero, y que ya ha quedado resaltado en las acotaciones con las que os he ido presentando a los personajes, todas ellas extraídas del propio texto. Dejadme, tan sólo, ofreceros dos muestras más que reflejan de modo indiscutible e hilarante el brillante humor que aflora por doquier. Los Bendix -nos dice en un momento del libro el irónico narrador, a propósito de la pareja sobre la que giran los hechos- habían conseguido ser esa octava maravilla del mundo moderno: un matrimonio feliz. Y más adelante, ante una descabellada intervención de la inefable señora Fielder-Flemming: De haberse tratado del señor Bradley, sir Charles le habría replicado con desdén johnsoniano: “Caballero, malditas sean sus teorías”. Entorpecido como estaba por los pueriles convencionalismos que rigen la conversación civilizada entre los sexos, sólo pudo recurrir a los rayos azules de su mirada iracunda.
 
No dejéis de leer este magnífico El caso de los bombones envenenados de Anthony Berkeley, publicado por Lumen, os aseguraréis unas cuantas horas deliciosas y querréis, como a mí mismo me ha ocurrido, devorar el resto de libros que cuentan las peripecias de su protagonista principal. Como correlato musical a la novela, y aprovechando la “excusa” del asesinato, os dejo con Henry Lee, una de las Murder ballads de Nick Cave, un asiduo visitante de nuestra sección que en este caso comparte protagonismo con P.J. Harvey.
 
 
Alicia Dammers era claramente hija de su tiempo.
 
De haber nacido cincuenta años antes es difícil imaginar cómo podría haber sobrevivido. Habría sido imposible que se hubiera convertido en novelista en esa época, una criatura extraña (para la imaginación popular) con guantes blancos de algodón, modales vehementes y un anhelo apasionado, por no decir histérico, por vivir un amorío que, por desdicha, le estaría vedado por su propia apariencia. Los guantes de la señorita Dammers, como el resto de su atuendo, eran exquisitos, y no había llevado una prenda de algodón desde los diez años (si es que alguna vez tuvo esa edad); la tensión era la base de sus asépticos modales; y si sabía anhelar, también sabía cómo disimularlo. Cualquiera podría darse cuenta de que la señorita Dammers consideraba la pasión y la púrpura algo innecesario para sí misma, aunque fuese un fenómeno interesante en los demás mortales.
 
De la oruga con guantes de algodón las mujeres novelistas han pasado por el estado de crisálida en que se había quedado estancada la señora Fielder-Flemming hasta llegar la mariposa distante y seria, a menudo hermosa además de reflexiva, cuyas decorativas fotografías publican hoy en día con fruición los semanarios ilustrados. Mariposas de frente relajada y sólo levemente arrugada por el pensamiento analítico. Mariposas irónicas y cínicas; mariposas como cirujanos que pululan por las salas de disección mentales (y a veces, si hemos de ser sinceros, tienden a demorarse allí más tiempo de la cuenta); mariposas desapasionadas que revolotean con elegancia de un colorido complejo mental a otro. Y, en ocasiones, mariposas totalmente desprovistas de sentido del humor, y también mariposas aburridísimas, que parecen recolectar polen color barro.
 
Al conocer a la señorita Dammers y contemplar su rostro clásico y ovalado, con sus rasgos delicados y sus enormes ojos grises, o al apreciar por un instante su figura esbelta y extraordinariamente bien vestida, nadie cuya imaginación siguiese siendo popular podría haber insinuado que fuese novelista. Y eso, en opinión de la señorita Dammers, unido a la capacidad de escribir buenos libros, era exactamente lo que cualquier autora moderna debía tratar de conseguir.
 
Nadie había tenido nunca el valor suficiente para preguntar a la señorita Dammers cómo esperaba poder analizar en los demás emociones que no había sentido ella misma. Probablemente porque cualquiera que la viera podría darse cuenta de que podía y sabía hacerlo. Y con enorme agudeza.




miércoles, 17 de julio de 2013

EDWARD BUNKER. NO HAY BESTIA TAN FEROZ

Hola, buenos días. Bienvenidos a una nueva edición veraniega de Todos los libros un libro; una edición en la que, conforme al propósito que nos marcamos al comienzo de este mes de julio, nuestro programa se centra de modo monográfico en el género negro. Como anticipé hace algunas semanas, a lo largo de este mes, en cada uno de sus miércoles, os ofrezco una recomendación de lectura que tiene como centro una novela policiaca, en la convicción de que este tiempo de vacaciones y descanso, de relajación y ausencia de obligaciones es siempre especialmente propicio para adentrarse en unos libros quizá más ligeros -y por ello más “digeribles”, en la playa o bajo un árbol, al borde del mar o con la uniforme banda sonora de las infatigables cigarras-, pero siempre, si son de calidad (y en todas mis propuestas procuro que calidad no falte; en la de esta semana la hay a raudales), intensos y apasionantes.
 
Mi sugerencia de hoy es una obra muy interesante, un libro formidable, contundente, muy duro, despiadado, que no se permite concesión alguna con el lector, al que casi desde el inicio coge por las solapas, zarandea, estremece, agarrota y golpea brutalmente (y disculpad lo excesivo de la metáfora; estoy seguro de que tras su lectura no la encontraréis tan desmesurada). Se trata de No hay bestia tan feroz, un título de reminiscencias shakesperianas -No hay bestia tan feroz que no conozca algo de piedad, se lee en la cita de Ricardo III que abre el texto- que ejemplifica, en su tajante simplicidad, algunos de los elementos más destacados de la historia que se nos relatará en sus páginas. El libro, escrito por Edward Bunker en 1973, se publicó el pasado 2009 por iniciativa de Sajalín editores en traducción (con algunos fallos significativos: entre otros el uso reiterado de “a parte” o “a posta”, así, en dos palabras separadas) de Laura Sales Gutiérrez.
 
No hay bestia tan feroz es, aparentemente, una novela, los personajes llevan nombres inventados, las tramas parecen haber nacido de la imaginación de su autor, el estilo es indudablemente literario y, por si fuera poco, se nos presenta por la editorial como una novela criminal -la mejor novela criminal sobre los bajos fondos de Los Ángeles jamás escrita, como señala James Ellroy en el breve prefacio al libro. Y sin embargo, debo confesaros que yo mismo, sin apenas información previa, con sólo un mínimo conocimiento del autor -el muy somero que proporciona la solapa del volumen y el poco más extenso extraído de alguna ligera consulta en internet- he percibido en todo momento, durante su lectura, algo que va más allá de la ficción novelesca, una poderosa huella personal en este relato, un fuerte tono autobiográfico, una especie de confesión a tumba abierta -nunca mejor dicho, dado el ámbito de asesinatos y crímenes del libro- de Max Dembo, el delincuente que, al margen de que creáis o no mis poco fundamentadas intuiciones, es, sin ninguna duda, la traslación literaria del propio escritor. La vida de Edward Bunker es prácticamente idéntica a la de su atractivo protagonista (y más adelante os hablaré de esta paradójica atracción), y no resulta difícil suponer que, además de los hechos, también los datos y las referencias biográficas, la crudeza de las ideas, lo desesperanzado de los pensamientos, la radical y a veces estremecedora sinceridad de las reflexiones del personaje, se corresponden punto por punto con el propio sentir del autor, delincuente habitual, alternativamente convicto y preso y fugitivo de la justicia, atracador y maleante. Precisamente este tono confesional, la íntima verdad que percibimos en la voz que narra, la genuina verosimilitud de lo que se nos cuenta, son algunos de los motivos de interés del libro, que explican, además, la fascinación y el atractivo de un personaje absolutamente alejado -al menos, en mi caso- de los parámetros existenciales y morales de nuestras muy comunes y previsibles y afortunadamente nada “delincuentosas” vidas. Pero sobre ello, sobre la propuesta moral de la novela -si es que contiene alguna propuesta, algo muy discutible-, insisto, volveré más adelante.
 
Max Dembo sale de la cárcel en libertad condicional. Tras ocho años encerrado por falsificación de documentos (la punta del iceberg demostrable de una larga serie de delitos que los tribunales no pudieron probar), el sistema judicial lo deja en la calle con lo que lleva puesto, sin familia, sin trabajo y con dinero para vivir con frugalidad durante dos semanas, como él mismo señala. La vida de Max ha sido ciertamente complicada: el mundo, la sociedad, el sistema, la vida, en fin, lo han dejado de lado -lo han condenado- desde niño. Cuando su madre muere como consecuencia del parto en que lo dio a luz, su padre tenía cincuenta y dos años. Cuatro después declaran inválido a su progenitor, tras el primero de una larga serie de ataques al corazón. La nuestra -dice el propio Dembo- era una familia sin parientes ni amigos próximos, así que a los cuatro años comparecí por primera vez ante un tribunal, que consideró que yo era un niño necesitado y me dejó bajo la tutela del condado. El condado me dejó en una casa de acogida y mi padre empezó a morir lentamente en asilos de ancianos y habitaciones alquiladas. Desde el principio Max es un alborotador, un fugitivo, un niño aficionado a los berrinches y un ladrón. Si aquella conducta respondía a algún propósito -relata- yo era demasiado pequeño para articularlo. Más tarde, mis sentimientos fueron confusos y contradictorios, odio a la autoridad, soledad, anhelo de amar. Por aquel entonces, el estado -o la sociedad- estaba decidido a acabar con la rebeldía. Cuando cumplí diez años el círculo ya se había cerrado. El círculo: escapa a los quince años del reformatorio con cinco dólares en el bolsillo. Vive una vida sin freno, sin límite, hecha de sensaciones, sin moderación ni sentido, en un ahora permanente. Se convierte en ladrón especializado en allanamientos, estafas, falsificación y robo de coches, en atracador a mano armada, chulo, conocedor y diestro usuario de armas de fuego, en experto en falsificación de documentos. Empieza a fumar marihuana -confiesa- a los doce años y a pincharse heroína a los dieciséis. Y si no tiene experiencia con el LSD y el speed es porque -declara- se hicieron populares durante los ocho años de su encarcelamiento. Sin demasiado énfasis, Max incorpora a su currículo algunos otros datos: He sodomizado a jovencitos guapos y homosexuales afeminados aunque, aclara, sólo en sus temporadas en la cárcel. En definitiva, a sus treinta y tantos, Max ha pasado toda la vida encerrado en una celda minúscula o corriendo despavorido hacia ninguna parte. No resulta extraño, pues, que su filosofía vital consista -como le dice un amigo- en “a la mierda todo”.
 
En estas circunstancias, con estos antecedentes, con esta conflictiva personalidad, Max debe rehacer -prácticamente desde la nada- su existencia en libertad condicional. Rosenthal, el estricto -y en su rigidez, inhumano- agente que tutela su nuevo estado, lo somete a unas rigurosas exigencias, de difícil cumplimiento para un recién salido de la cárcel. Sin dinero, sin trabajo, sin relaciones -fuera del lumpen que constituye su hábitat natural-, el expresidiario se ve conminado, con urgencia, a incorporarse a la vida “normal”, a un mundo regido por un orden que siempre lo ha despreciado. Y una parte notable del alma de Max desea esa existencia pacífica, sin sobresaltos, tranquila, honrada... pero la presión de la justicia -personificada en el insensible Rosenthal- y, sobre todo, su implacable sino, parecen hacer imposible su propósito. Pídame que no cometa ningún delito -casi suplica a su agente- no que viva según sus principios. Si eso era lo que la sociedad quería de mí, no me tendría que haber metido en orfanatos y reformatorios y haberme deformado el carácter. Sólo le pido que comprenda lo difícil que es mi situación. Sólo conozco a expresidiarios, estafadores y prostitutas. Ni siquiera me encuentro cómodo con quienes respetan la ley. Me gustan las prostitutas y no las buenas chicas. Pero que prefiera acostarme con una prostituta no quiere decir que vaya a perforar una caja fuerte con un soplete de acetileno. Condenado a desenvolverse en un universo habitado por personas que están en el linde de la pobreza, por alcohólicos irredentos, por tristes jubilados sin futuro, por putas que cobran diez dólares por servicio, por yonquis y chaperos y traficantes y timadores y mafiosos y proxenetas, por compañeros de delincuencia, Max deambula por bares infectos, restaurantes cochambrosos, tugurios nocturnos de mala muerte y locales de striptease, mientras intenta contener las tentaciones de dinero rápido y mujeres y droga y una cierta confortabilidad de vida que percibe -al alcance de la mano- en las cajas de los supermercados y las casas de empeño, en las opulentas entrañas de las joyerías y los bancos.
 
Enfrentado a su destino, Max no puede resistirse demasiado y pierde la batalla de la normalidad. Solo frente al mundo, solo contra la humanidad, su permanente lucha le hace saltar todos los límites, vuelve al delito, vuelve a la locura, ya ni siquiera la vida le parece un bien demasiado preciado. Me dominó un ansia de caos, de abrazar mi vida tal y como era. Recorrí aquella lúgubre calle con plena conciencia de mi libertad; era un leopardo entre gatos domésticos. Despreciaba a aquellos seres encorvados e informes, grises y anodinos, que corrían desesperados en busca del calor y la seguridad. Los Ángeles, California, Estados Unidos, por extensión el mundo entero, se le aparecen como una sucesión de casas separadas por hileras de árboles que delimitaban las avenidas. Casas pintadas de colores pastel, antenas de televisión que desfiguraban la silueta de los edificios. El relámpago azul celeste de una piscina. Aquella era la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería. Un mundo de mujeres jóvenes y esbeltas, con pantalones cortos y camisetas de tirantes con la espalda descubierta, que conducían vehículos familiares de 400 caballos, rumbo a supermercados con aire acondicionado y música ambiental. Un mundo de canguros y cultura condensada en clubes de lectura de los “mejores libros de la historia”. Una vida de barbacoas junto a la piscina y cines al aire libre abiertos todo el año. Aquello no era para mí. A la mierda los seguros de salud y vida. Querían vivir sin salir del útero. A mí me hacía sentir más vivo jugar sin reglas, contra la sociedad, y estaba dispuesto a jugar hasta el final. Odiando a la sociedad, más que por cómo me ha tratado, por aquello en lo que me ha convertido, rebelándose frente al injusto sinsentido del mundo, los capitostes de la sociedad proclamaban a los cuatro vientos que robar estaba mal; mientras tanto, ellos lo tenían todo y él nada, consciente del absurdo de su existencia, robar 185 dólares a cambio de una posible cadena perpetua. ¿Qué clase de vida era aquella?, Max -acorralado y jugándose su supervivencia- se entrega a una espiral de violencia y atracos y drogas y fugas y disparos y venganzas y traiciones, una absurda y trepidante y salvaje y vertiginosa espiral en la que el delito era mi única salida.
 
No hay bestia tan feroz que no conozca algo de piedad. Y sin embargo, pese a la brutalidad, el egoísmo, la vida al límite, el carácter antisocial, el frenesí violento de la complicada peripecia vital de Max Dembo, hay algo en él -¿piedad?- que nos los aproxima, que nos hace entenderlo, que nos provoca, incluso, una suerte de compasión que, inexplicablemente, lo vuelve muy atractivo a los ojos del lector. Incluso de un lector como yo, nada sospechoso -permitidme la confesión algo íntima- de congeniar, ni siquiera literariamente, con estos personajes al margen de la ley. Soy -quizá por desgracia- un “funcionario existencial”, un -como me veo obligado a aceptar de mí mismo- metafórico “noruego intelectual”: alguien que cree en el orden aun sabiéndolo injusto, alguien que defiende el respeto a la ley aun reconociendo que tantas veces las normas están hechas a la codiciosa medida de los poderosos, alguien que acepta y defiende el Estado de derecho aun siendo consciente de que sus rituales y protocolos permiten la corrupción y los abusos, la explotación y el fraude. Soy un optimista social -una fórmula benévola con la que edulcoro lo que quizá no sea sino conformismo- consciente de que siendo defectuoso, profundamente desigual, carente de equidad, radicalmente limitado y hasta inmoral, nuestro mundo “civilizado” es el único marco que permite denunciar los delitos, corregir los errores, enmendar los abusos, paliar las injusticias, suplir las carencias, perfeccionar los muchos elementos de insatisfacción, de discriminación, de explotación que nuestras sociedades padecen. No hay nada en mí, por lo tanto, de complacencia ante la figura -tantas veces mitificada, sobre todo en la literatura y el cine- del delincuente que con su actitud antisocial estaría cuestionando la legitimidad de las reglas imperantes, del anarquista que con su destrucción irracional y aparentemente genuina, inocente, pondría en entredicho la dudosa moralidad de un sistema corrupto, del terrorista que con su suicida brutalidad, inmolándose él mismo, revelaría las contradicciones profundas de una sociedad en crisis. No, insisto, soy un hombre de orden, no me permito sostener intelectualmente lo que no admitiría visceral y emocionalmente: no quiero en mi casa la criminalidad delincuente, la bomba anarquista, el atentado terrorista, aun teniendo todos estos fenómenos causas que puedo explicar racionalmente y por tanto entender. Y por ello es más relevante -y por ello también espero que hayáis podido disculpar el largo excurso anterior- la sensación de proximidad con su protagonista que ha provocado en mí la lectura del libro de Edward Bunker. Max Dembo es humano, no una alimaña sin escrúpulos, siente, sufre, se compadece, piensa en sus víctimas, reflexiona sobre su vida y sobre los males sociales que le han llevado a su situación. No es un criminal fanatizado e insensible, un depredador gélido e irracional, sino, más allá del tópico, estamos ante un ser sensible, un individuo sufriente, una víctima, y en que percibamos todo ello, en que lo sintamos así, en que nos identifiquemos con él tienen mucho que ver la maestría literaria del autor y el hecho de que Bunker escribe con la verdad de la experiencia vivida, con la verdad de su propio dolor, de su propio sufrimiento, de su propia difícil y tortuosa existencia.
 
Altamente recomendable, pues, esta gran novela, No hay bestia tan feroz, escrita por Edward Bunker y publicada por Sajalín editores. No deberíais perdérosla. Para complementar su reseña, una canción que resuena en la cabeza del protagonista cuando está a punto de abandonar la cárcel, Free man in the morning, interpretada por Andy Griffith, el actor principal de A face in the crowd, la película de Elia Kazan en cuya banda sonora puede encontrarse la breve pieza musical.
 
 
Entré en la celda. El acero chocó contra el acero. Estaba encerrado. El entorno de sobra conocido del jergón, el váter sin tapa, el lavabo con grifo de botón y los grafitis grabados en las paredes pintadas (“Si no aguantas la celda, no juegues con mierda”) formó una amalgama que rompió en añicos mi coraza de frialdad. Sólo hay que imaginar el huracán emocional de un hombre que, después de ocho años de condena, pasa en libertad menos de una semana y vuelve a encontrarse de nuevo entre rejas, sin haber cometido ningún delito. Me vi envuelto en una vorágine de soledad, rabia y desesperación, que desembocó en un llanto enloquecido y cegador. “Oh, por favor, ayúdame”, supliqué en silencio. Era una súplica dirigida a la Fortuna, al Destino, a Dios o a un poder anónimo, una súplica que todo hombre pronuncia alguna vez a lo largo de la vida.
 
Dominado por un tormento insoportable, estupefacto, me lancé al camastro y enterré mi rostro en la almohada -una almohada grasienta por el paso de otros cientos de cabezas-, para que nadie pudiera oír mi enfurecida rendición ante el abatimiento. Durante horas intenté encontrar una razón que justificara lo que estaba ocurriendo, pero no hallé ninguna; a menos que ocho años no hubieran sido castigo suficiente. Tenía que haber alguna razón, en alguna parte, que justificara aquel sufrimiento. Si no había ninguna, si no había justicia, mi salud mental peligraba.
 
El torbellino de rabia, dirigida a Rosenthal, me mareó. Poco después, estaba hecho un trapo, y sentí oleadas de desesperación tan inmensas que consideré la posibilidad del suicidio como huída de aquel tormento. No se trataba de aquel momento de sufrimiento, que era simplemente un ejemplo de toda mi vida. Así habían sido siempre las cosas y así seguirían. ¿Por qué tenía que sufrir en vano? La lógica dictaba el suicidio, pero es más fácil articular un pensamiento lógico que llevarlo a cabo hasta las últimas consecuencias, sobre todo en lo que respecta a la muerte. El cuerpo se rebela contra la inconsciencia. Al llegar al borde del suicidio, volví en mí.
 
Lo peor de mi dilema era la incapacidad para encontrar un bastión de fe que mitigara los golpes de la existencia, que hiciera soportable mi situación. No tenía ningún dios que soportara mis cargas. El dolor sin sentido era el más difícil de soportar. Mis pensamientos angustiados no tenían más sentido que el zumbido de un mosquito delante de una ventana.
 
Sumido en aquel abismo estéril, en aquel vacío, estallé de indignación. Era una ira que iba más allá del odio. Abarcaba a Dios y al hombre. Surgía de los estertores de mi fe en la condición de ser humano y en lo que la humanidad consideraba que era el bien. No sólo se habían truncado todas mis esperanzas, sino que el deseo también estaba muerto y enterrado. Los resultados de la prueba de orina no tardarían en llegar del laboratorio. Volvería a estar en la calle. Y aunque me devolvieran a la cárcel y pasara más años allí, mi elección vital salía reforzada, si es que algo absoluto puede amplificarse.
 
Me declaraba en guerra contra la sociedad, o quizá sólo renovaba mi contienda. Se había acabado la duda y la desazón. Me declaraba liberado de todas las normas, excepto de las que yo quería aceptar, y aquéllas las cambiaría según mis deseos. Cogería todo lo que quisiera. Sería lo que ya era, un delincuente, pero de verdad. Mi decisión de optar por la delincuencia y el abandono absoluto de las constricciones sociales -a menos que la sociedad fuera capaz de imponérmelas a la fuerza- era también mi verdad. Otros podían decidir acaparar tanto poder como pudieran. La delincuencia era mi vida, donde me sentía cómodo y no desgarrado en mi interior. Y aunque era una libre elección, también era mi destino. La sociedad me había convertido en lo que era -y me había aislado, por temor a aquello que la sociedad misma había creado- y yo me regodeaba con mi condición. Si se negaban a dejarme vivir en paz, yo no quería hacerlo. En aquella penosa semana yo había sido desgraciado, desgraciado en mis pensamientos. ¡A la mierda la sociedad! ¡A la mierda su juego! Ni aunque tuviera muchas posibilidades, ¡a la mierda también! Por lo menos me quedaba la integridad de mi alma, tenía control sobre mi pequeña parcela de infierno, por pequeña que fuera, aunque estuviera confinada al interior de mi cabeza.
 
Cuando llegó la mañana me sentía fuerte; había superado la indecisión.


miércoles, 10 de julio de 2013

BENJAMIN BLACK. EL SECRETO DE CHRISTINE

Hola, buenos días. Como todos los miércoles, os traemos, aquí, en Todos los libros un libro, una nueva reseña de un libro, una nueva recomendación de lectura. Cada año se publican en nuestro país 70.000 nuevos títulos. Abrirse paso en esta maraña inextricable de publicaciones es poco menos que imposible para una persona normal, para un ciudadano ocupado que, pese a todo, quiera dedicar algún tiempo a la lectura. Por ello, nuestro propósito en Todos los libros un libro es, simple y modestamente, sugeriros libros, buenos libros, excelentes libros que puedan interesaros; no soy crítico literario, no tengo los conocimientos específicos para desentrañar textos literarios, para desbrozar los recursos técnicos que explican un libro. Por supuesto, no puedo acceder más que a una misérrima parte de esa cifra desmesurada. Soy un lector, sólo un lector; mejor aún, alguien a quien le gusta leer y que cree, y espero que no os parezca ingenuo ni pretencioso por ello, que los libros que logran conmoverme, entusiasmarme, entretenerme, divertirme, emocionarme… pueden -“tienen” que- conmoveros, entusiasmaros, entreteneros, divertiros y emocionaros también a vosotros. Y en ese sentido estoy convencido de que los libros que hoy os presento -pues a partir de uno principal son, como veréis, varios los que quiero recomendar- podrán provocar en vosotros todas estas sensaciones, porque se trata de una serie de novelas excelentes de un escritor formidable.
 
El título de esta semana es El secreto de Christine, y se debe a la deslumbrante pluma de Benjamin Black, que no es más que un seudónimo del brillante escritor británico, irlandés por más señas, John Banville. La novela ha sido publicada por la Editorial Alfaguara en traducción de Miguel Martínez-Lage y es la primera de una serie que Banville ha compuesto con el mismo personaje, el doctor Quirke, un anatonomopatólogo forense profesionalmente ocupado de la disección de cadáveres, como protagonista central en el Dublín de los años cincuenta del pasado siglo. Todos los libros de la serie son altamente recomendables: El otro nombre de Laura, En busca de April, el espléndido Muerte en verano y el último publicado en España (aunque hay un sexto que ya ha visto la luz en Inglaterra), un magnífico Venganza, cada uno de los cuales puede leerse de manera autónoma, y entenderse y disfrutarse de modo independiente, aunque yo os aconsejo su lectura ordenada, partiendo de este El secreto de Christine con el que se inicia la secuencia de peripecias del bueno de Quirke y que, sin duda, os llevará a leer el resto. Como curiosidad adicional dejadme señalaros que está terminada ya, al parecer, una serie de la BBC que refunde diversos episodios de las distintas novelas, con el intenso Gabriel Byrne en el papel del doctor Quirke.
 
Un breve apunte, antes de entrar de lleno en los libros, a propósito de su traducción. Miguel Martínez-Lage es el responsable de verter al castellano no sólo, como digo, la primera de las novelas, sino también las dos siguientes. No obstante, de la traducción de las dos últimas, Muerte en verano y Venganza se encarga Nuria Barrios. Puede que resulte un exceso de meticulosidad por mi parte, pero parece obvio -y a estas alturas no debería haber necesidad de justificarlo- que algo (a veces mucho) de la impronta de cada traductor queda en la versión de la obra original que ofrece al público. La “voz” de Benjamin Black que escuchamos en sus libros traducidos es, obviamente, la de su autor, pero también -aunque sólo sea de un modo casi imperceptible- la de sus traductores. Y cuando se trata de una colección de libros que tienen el mismo protagonista, los mismos ambientes, bastantes personajes secundarios en común, parecería obligado que, si desconocidas exigencias editoriales obligan a cambiar -en medio de la carrera- de profesional para esa labor, al menos hubiera un mínimo de coordinación entre ellos de modo que se “convinieran” criterios idénticos y opciones léxicas e interpretativas parecidas para resolver problemas y afrontar situaciones similares. Sin embargo, ello no siempre ocurre en este caso. Por ejemplo, el alcohólico Quirke -un rasgo del que os hablaré a continuación, al presentar su poderosa personalidad- se somete, en la tercera novela, a una cura de desintoxicación en la Casa de San Juan de la Cruz, un sombrío establecimiento especializado en tales menesteres, que aparece así citado con frecuencia a lo largo del libro. En la cuarta entrega, la referencia ya es otra pues Nuria Barrios ha decidido -y la alternativa es también legítima- mantener el nombre del centro en su inglés original y presentarlo, por ello, como St. John. Es verdad que el inconveniente es menor, que la memoria del lector logra inferir casi de inmediato que se trata de la misma institución, pero pese a ello la editorial debiera haberlo detectado y evitado. Otro tanto -un pequeño error, significativo pero disculpable- ocurre de nuevo también en Muerte en verano, cuando Quirke y su ayudante Sinclair, que en todo momento se tratan con un distante, muy respetuoso y absolutamente británico “usted”, pasan a un improbable tuteo en un diálogo en la página 42. Igualmente, siempre en la cuarta novela, chirría un poco la expresión “buscarse la vida” puesta en boca de un doctor irlandés de hace sesenta años. En fin, peccata minuta.
 
Estamos ante una serie policiaca, que se aleja de la temática habitual de los libros de John Banville, aunque no de su estilo, tan peculiar, que aflora tras cada una de sus páginas. Y hago la mención al estilo, porque lo que destaca por encima de todo en la obra del magistral autor irlandés, sea en sus narraciones habituales, aparentemente más serias y rigurosas -la genial El mar, por encima de todas ellas-, sea en estas novelas de género, sólo más ligeras en una apreciación superficial, es su escritura, profunda, reposada, densa pero muy legible, intensa, matizada, precisa en el análisis de los sentimientos, detallada en las descripciones, minuciosa, demorada en el relato del pensamiento, del ánimo, de la personalidad, de la sustancia más íntima de sus personajes. Los personajes de John Banville, desde los primeros protagonistas hasta los episódicos, los meros acompañantes secundarios de la historia principal, tienen entidad, no son nunca marionetas, no son estereotipos frágiles, ni triviales fachadas sin fondo, ni pobres garabatos construidos a la ligera, como estamos acostumbrados a ver en tanta novela mediocre; por el contrario, tienen peso, son complejos, poliédricos, ricos en matices, hondos, presentan una dimensión auténticamente humana… de modo que, más allá de la trama, más allá del relato, de la historia que nos cuenta, siempre nos interesan por sí mismos, por las emociones que viven, por la iluminadora penetración y la enorme capacidad de indagación personal de sus reflexiones, por su intensidad, por ser capaces de dar cuenta de las preocupaciones del ser humano de nuestro tiempo y, en definitiva -de ahí el interés de la obra de este soberbio escritor-, del alma de cualquier ser humano en cualquier época.
 
Pero no son sólo los personajes los que se reflejan con hondura, es también, en general, cualquier detalle de la narración, el paisaje, los escenarios, el “decorado”, la ambientación. Todos estos elementos supuestamente accesorios se convierten en esenciales, en significativos, en reveladores, gracias a la pericia y el enorme talento literario del autor, que con una frase, con un adjetivo, con una metáfora, “construye” el alma de su relato, más importante -casi- que la propia trama argumental, que el propio discurrir de la acción. Ved un ejemplo a mi juicio muy revelador: La lluvia fina brillaba en los adoquines con algo que parecía una maligna intención, y tuvo que caminar con cuidado, por miedo a resbalar y caer. Pero ya estaba cayendo. Notó que algo se abría dentro de ella, que algo caía como una trampilla, rechinando las bisagras, y debajo de eso todo eran tinieblas, incertidumbre y miedo. O también: La música del tango era un torbellino, del color y la lisura de un caramelo de toffee.
 
Toda esta vertiente reflexiva, profunda, sumamente inteligente de la obra literaria de John Banville está presente -y con creces- en El secreto de Christine y el resto de la serie. Pero además, Benjamin Black, esta novedosa segunda personalidad de Banville, ofrece igualmente en sus libros unas narraciones sometidas a los cánones más ortodoxos de la novela negra, policiaca: En la primera entrega de la serie hay crímenes, misterios por resolver, matones, mafias, sectas siniestras, turbias tramas, millonarios corruptos y sin escrúpulos, mujeres fatales, sexo, violencia, cantidades ingentes de alcohol, intriga, enrevesados enigmas cuyo intento de resolución tanto hace avanzar la historia como provoca retos intelectuales al lector. En El otro nombre de Laura son las drogas y la pornografía los ejes centrales a partir de la investigación sobre el aparente suicidio de una mujer. La trama de En busca de April se desencadena a partir de la desaparición de la chica a la que alude el título, y en ella, mientras avanza la indagación detectivesca, se mezclan los intereses políticos, el racismo y el incesto, con una presencia importante del comprometido tema del aborto en la muy católica Irlanda. En Muerte en verano, pederastia, rivalidades entre poderosos magnates, turbias actuaciones de instituciones religiosas (sin duda en un intento premeditado -y no es el único- del autor por mostrar la realidad actual de su país en el universo reflejado en sus novelas), constituyen el núcleo central de la historia, que parte también de un suicidio, el de un gran empresario periodístico. Por fin, en Venganza, hay ocultos secretos de familia, negocios oscuros, conflictos de poder en el seno de una empresa, y, claro está, más muertes en situaciones insólitas y con causas de difícil explicación.
 
Y todo ello ambientado con perfección casi documental en un depauperado, brumoso y algo siniestro Dublín en los años cincuenta del pasado siglo, con el final de la guerra mundial aún reciente, y también -sólo en la primera novela- en el algo irreal y cinematográfico Boston de las grandes fortunas de la época. Un Dublín lluvioso (salvo en Muerte en verano, en donde el calor agobiante cambia la fisonomía habitual de la ciudad, aunque no la hace más acogedora), permanentemente oscuro, húmedo, desapacible, traspasado por jirones de niebla, nocturno, con el brillo de las luces en los charcos, con las negras, ominosas, aguas del río, con el sucio lodo de las calles. Un Dublín con reminiscencias cinematográficas, personajes envueltos en pesados abrigos que cruzan silenciosos calles vacías azotados por ráfagas de lluvia, hombres que fuman bajo las farolas, mujeres solitarias que se entregan a los hombres sin poder paliar su soledad, bares nocturnos en donde el alcohol no basta para ahuyentar los demonios interiores. Un Dublín opresivo y sin embargo muy atrayente, permanentemente frío y ajeno, triste, inhumano y hasta hostil, que acentúa el carácter introspectivo y melancólico de los personajes que lo habitan pero al que la prosa de Banville logra dar cercanía. Un Dublín -y una Irlanda, por extensión- protagonista también, y muy principal, sin duda, de los cinco libros.
 
Y hay, claro está, como es norma en el género, un investigador, el ya mencionado doctor Quirke, una creación literaria monumental de John Banville, un hombre que proviene de la nada, sin padres y con su lamentable infancia transcurrida en orfanatos, pero que entra en el mundo del dinero y la posición social cuando lo adopta la familia del juez Griffin, convirtiéndose en un reconocido forense. Es esta condición la que lo lleva a ser un espectador en varios casos de amenaza y violencia, no pudiendo evitar involucrarse, aunque casi siempre de forma accidental, en el esclarecimiento de diversos crímenes.
 
Quirke, la quintaesencia del irlandés, como dice de él uno de los personajes, un hombretón de caminar vacilante sobre unos pies absurdamente delicados, de modo que más que andar parece trastabillar cojeando apenas (fruto, su cojera, de una paliza que recibe en una de sus pesquisas). Indefectiblemente vestido con un traje negro de doble botonadura, demasiado estrecho para su corpachón, con un sombrero flexible de fieltro también negro inclinado sobre un ojo, con la corbata estrecha con el nudo torcido, envuelto en un olor penetrante y rancio, impregnado de las emanaciones surgidas en el depósito de cadáveres en donde pasa sus jornadas laborales.
 
Quirke, siempre atormentado -¿Conoce algún alma que no esté atormentada?, dice- por el desastre de su vida, por la calamitosa pérdida del aplomo, por la pereza moral, por los fracasos, por las traiciones, por las mentiras, con el peso del tedio y la soledad sobre los hombros. Un ingenuo que cree que un hombre bueno puede enderezar el mundo, y no se da cuenta de que lo último que la gente desea es que el mundo sea como debería ser. Quirke, encantador, despertando una extraña atracción en las mujeres, un hombre demasiado triste con el alma demasiado herida, desesperanzado, lúcido, cansado, inteligente, abatido, sin ilusiones, profundamente honesto. La palabra perfecta para usted -le dice una bellísima mujer en la penúltima novela-: Desencantado. Una palabra hermosa pero triste. Quirke siempre reflexivo, siempre solitario, siempre perplejo, siempre torturado: No se conocía a sí mismo, nunca se había conocido; no sabía cómo vivir.
 
Y esta conjunción de factores, el estrictamente literario (la brillantez de la prosa, la rotundidad de la escritura, la ambientación espléndida, la formidable construcción de los personajes, la profundidad casi filosófica de sus respectivos flujos de conciencia) y el meramente policiaco (la sutileza de las tramas, el fondo realista de las historias, la vinculación con los problemas de Irlanda y, en otro plano, de la humanidad), da como resultado una serie de novelas impresionantes, profundas y a la vez -pese al tono sombrío- muy divertidas (Quirke lleva a cabo sus investigaciones mano a mano con un personaje muy sugestivo, otra construcción literaria magnífica, el inspector Hackett, en una relación teñida de humanidad y sentido del humor), reflexivas y muy excitantes, que invitan a la lenta degustación y también a una lectura apasionada y voraz. Rodrigo Fresán, habla, en una crítica en El País, de un nuevo género, la ‘novela oscura’, para referirse a esa combinación sorprendente, novedosa y, sobre todo, excelente.
 
Leed pues, este El secreto de Christine, y las cuatro novelas siguientes de esta serie escrita por Benjamin Black o John Banville, publicadas todas por la editorial Alfaguara, estoy seguro de que os van a interesar. Como acompañamiento musical a mi reseña, una tema de Frank Sinatra, cantante que “suena” en un episodio de Venganza, el último libro del fecundo escritor irlandés que, por ahora, hemos podido degustar en España. La pieza elegida es uno de los clásicos del italoamericano, In the wee small hours of the morning, cuyo melancólico ambiente de soledad, tristeza, nocturnidad y nostalgia se aviene de maravilla con el mundo de demonios interiores del protagonista de las novelas que hoy os he presentado.
 
 
A veces le daba la impresión de que prefería los cuerpos de los muertos a los de los vivos. Sí, alimentaba una suerte de admiración por los cadáveres, máquinas de piel cérea, blandas, repentinamente interrumpidas. Estaban perfeccionadas cada una a su manera, sin que importase lo deterioradas o corrompidas que estuvieran, y eran en todo tan impresionantes como cualquier mármol de la antigüedad. También sospechaba de que se les iba pareciendo cada vez más, que incluso en cierto modo iba convirtiéndose en uno de ellos. Se miraba las manos y le parecía que tuvieran la misma textura inerte, maleable, porosa, de los cadáveres con los cuales trabajaba, como si parte de su sustancia se le fuera asimilando poco a poco, pero sin descanso. Sí, le fascinaba el mudo misterio de los muertos. Cada cadáver era portador de su secreto privativo, la causa precisa de su muerte, un secreto cuyo cometido consistía en desentrañar. Para él, la chispa de la muerte era tan vital como la chispa de la vida.