Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de mayo de 2023

DAVID GRANN. LOS ASESINOS DE LA LUNA 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura elegida siempre con criterios de interés y calidad. En el caso de esta semana, quiero recuperar, por razones de oportunidad, un libro que ya presenté aquí hace casi cuatro años, aunque entonces el espacio se emitía únicamente en su versión radiofónica, sin su correlato visual en Youtube. Es por ello, por ofrecer mi recomendación en este formato, y porque, como digo, en estos días el libro ha vuelto a estar de actualidad, por lo que vuelvo a hablaros de él. 

La semana pasada, hace apenas unos días, se estrenó en el festival de Cannes Killers of the flower moon, la por ahora última, larguísima -cerca de tres horas y media- y, al parecer, excelente película de Martin Scorsese, con Leonardo di Caprio, Robert de Niro y Lily Gladstone como figuras más destacadas de su reparto. El film está basado en Los asesinos de la luna, que así es como se tituló en España el sobrecogedor e impresionante reportaje literario del periodista David Grann, publicado en nuestro país, en traducción de Luis Murillo Fort, por Random House, editorial en la que también han visto la luz otros dos títulos del mismo autor, Z, la ciudad perdida y El viejo y la pistola, que cuentan ambos con destacadas traslaciones cinematográficas. El estreno de la película en las salas españolas está previsto, según informa la prensa, para octubre de este año.

La presencia de Los asesinos de la luna en Todos los libros un libro en octubre de 2019 se inscribía en un ciclo centrado en libros “ambientados” en el Oeste americano, novelas en su mayor parte -pero no sólo, como ocurre esta tarde-, en los que la extraordinaria aventura, llena de luces y sombras, del “descubrimiento” y conquista del vasto territorio norteamericano, la epopeya -muchas veces cruel y sangrienta- que acabó por conformar lo que hoy son los Estados Unidos de América, ocupa un lugar protagonista en las tramas argumentales. En la serie aparecieron así, la excelente Butcher’s Crossing, de John Williams, Ahora me rindo y eso es todo, otra formidable novela, escrita por el mexicano Álvaro Enrigue, e Indian Country y El árbol del ahorcado, dos magníficas recopilaciones de relatos de la gran pionera del género Dorothy M. Johnson, entre los que se incluye El hombre que mató a Liberty Valance, base de la película del mismo nombre a la que tantas veces me he referido en el programa.
 
Los asesinos de la luna se publicó en 2017 en Estados Unidos bajo el poético título -algo más cercano al auténtico espíritu, a la esencia del libro, como podréis comprobar con el texto final que cierra este comentario- Killers of the flower moon, encuadrado dentro de una actualísima tendencia de la literatura policiaca -el true crime, la crónica negra, la investigación sobre crímenes reales- que ha alcanzado en nuestros días un cierto éxito, aunque la que pasa por ser su primera muestra -la magistral A sangre fría, de Truman Capote- cuente ya con más de cincuenta años a sus espaldas. Otro antecedente, no tan prestigioso, del género lo tenemos en nuestro país en El Caso, aquel semanario, henchido de sensacionalismo aunque no exento de calidad en los reportajes de algunos colaboradores, en el que se intentaba esclarecer crímenes notorios, en textos narrados siempre con una intención de morbosa espectacularidad y a veces, las menos, con alguna pretensión de literatura. Los dos libros antes citados del propio Grann pertenecen a esta fecunda rama del noir que combina periodismo con voluntad y estilo literarios, a partir de la rigurosa indagación de un asesinato -o de una serie de ellos- más o menos olvidado, aunque a menudo hubiera “gozado” en su momento de una intensa repercusión pública, llevada a cabo por el autor a partir de hechos y documentos reales. 

En el caso del título que nos ocupa el desencadenante es una historia apenas conocida, insólita, emocionante, increíble, sorprendente… y a la vez terrible, cruel, tristísima, atroz e indignante; también muy reveladora e instructiva, en un plano histórico, acerca del complejo proceso de construcción del inmenso país norteamericano, y muy sugerente también, en una dimensión que podríamos llamar filosófica, en relación con la naturaleza de cualquier ser humano, con las contradictorias fuerzas que nos mueven, con nuestros impulsos y pasiones, incluso los más deleznables, con la integridad y el ansia de poder, con la honradez y la codicia, con la bondad y la maldad inherentes -en diferentes proporciones según los casos- a toda personalidad. 

El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, una mujer de treinta y cuatro años de la tribu india de los osage, echa en falta, inquieta y temerosa por su ausencia, la habitual visita de su hermana Anna tras tres días transcurridos desde su último contacto. Notificada su desaparición, el cadáver de la mujer, con un tiro en la nuca, aparecerá en un barranco perdido. Tres años antes, otra de sus hermanas, Minnie, había fallecido, muy joven, de una extraña enfermedad consuntiva. En el lapso de algunas semanas, de escasos meses, otras personas, todas miembros de la comunidad osage o relacionados con ellos y con la aterrorizada Mollie en particular, desaparecerán en circunstancias misteriosas o serán víctimas de asesinatos, entre ellas una cuarta hermana, Rita, que volará por los aires en una explosión que acabará con su vida, su casa y sus propiedades. A la larga lista de sucesos sangrientos se sumarán también las muertes de investigadores o servidores de la ley encargados de esclarecer los aparentemente inexplicables crímenes hasta completar un total de veinticuatro asesinatos (conocidos). Pronto resulta evidente que el nexo común a todos ellos reside en la condición de multimillonarios de los osage (Conspiración para matar a indios ricos, llegará a titular un periódico de la época), pues la tribu, que en torno a 1870 había sido expulsada de sus tierras en Kansas y trasladada a una inhóspita reserva, un árido roquedal sin valor alguno en el noreste de Oklahoma, se encontró de la noche a la mañana convertida en el pueblo más rico per cápita del mundo, al descubrirse en su territorio, en los primeros años del siglo XX, uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Los osage, hasta hacía poco una población “primitiva” que vivía en contacto con la naturaleza siguiendo sus ancestrales tradiciones, se habían incorporado -no sin conflicto- al vertiginoso capitalismo que en esos años transformó su país -y el mundo entero-, malgastando la enorme riqueza sobrevenida en la construcción de enormes mansiones, en la compra de modernos automóviles guiados por chóferes privados, en la adquisición de pieles y joyas costosas, y en una vida, en muchos casos, de lujo y ostentación, que provocaba las envidias y la indignación, incluso el odio y una absurda e injustificada ansia de venganza en los colonos blancos. 

David Grann relata, en una narración apasionante, las circunstancias que rodearon esos asesinatos y sus consecuencias, también las pesquisas policiales, la identificación de los sospechosos, las detenciones, los juicios, e igualmente sus puntos oscuros y de difícil esclarecimiento, en un texto con una sólida base documental -que sin embargo no entorpece la lectura, que fluye vigorosa arrastrando al lector en un caudaloso relato que se lee con la fruición y el arrebato de una adictiva novela- y que incluye material de decenas de archivos, con referencias de documentos del FBI, informes de autopsias, testamentos y últimas voluntades, fotografías de escenas de crímenes, transcripciones de juicios, análisis de documentos falsificados, huellas dactilares, estudios de balística y de explosivos, registros bancarios, declaraciones de testigos oculares, confesiones de asesinos, notas interceptadas en prisión, testimonios ante el gran jurado, diarios de investigadores privados y fotos de fichas policiales, actas sobre indulto y libertad provisional, correspondencia privada, manuscritos inéditos de investigadores, memorándums y telegramas del departamento de Justicia, así como entrevistas con descendientes de los afectados. Todo ello aflora -como digo sin interrumpir el desenvuelto flujo de la larga crónica- en una historia que se completa con numerosas fotos de los principales implicados y de los lugares en los que se desenvuelve la “acción”, que incorpora cerca de ochocientas notas a pie de página en las que se “acredita” casi cualquier hecho consignado en la narración, y que se cierra con una extensa bibliografía final con más de doscientas entradas que dan fe de la minuciosa y exhaustiva labor de investigación de un autor que, además de un excelente escritor es, sobre todo, un avezado periodista. 

Tres son los personajes principales sobre los que David Grann hace girar la “acción”: la propia Mollie Burkhart, una mujer fascinante sobrepasada por la inusual experiencia que en sus treinta y cinco años había tenido que vivir, desde que naciera en una cabaña en medio de una pradera hasta que se transformara en una persona rica casi de la noche a la mañana y últimamente fuera presa del pánico conforme iban cayendo miembros de su familia y de su tribu; Tom White, el agente de la ley al viejo estilo, un antiguo miembro de los Rangers de Texas, que se había pasado media vida a caballo persiguiendo malhechores en la frontera y que desde su metro noventa, tocado con su sempiterno sombrero de cowboy y bien resguardado en su impasibilidad de pistolero, asumirá el encargo de resolver el extraño caso de los osage; y por último William Hale, un hombre hecho a sí mismo, llegado al territorio sin rastro alguno de su pasado, sin más posesiones que un sucinto hatillo y una desgastada biblia, y que lograría abrirse paso en la vida tras atravesar diferentes ocupaciones para convertirse en el Rey de las Colinas Osage, la principal fortuna, el poderoso dueño de toda la región, el auténtico factótum, el referente último, de todo cuanto ocurre en el condado. 

Pero el indudable atractivo de la trama argumental, de la absorbente intriga policiaca, de la sugestiva exposición de la pesquisa y averiguación de los asesinatos que constituye el núcleo central de libro, un desarrollo “novelístico” que se “vehicula” a través de las relaciones entre las tres figuras esenciales mencionadas, principales afectados -ya sea como víctimas, investigadores o responsables- de la infame conspiración de hombres blancos (autoridades, agentes del orden, miembros de la judicatura, médicos forenses, empresarios y hasta empleados de funerarias) para acabar con los “pieles rojas millonarios”, no es, ni mucho menos, el aliciente fundamental de un libro en el que destacan muchos otros frentes de interés. Por un lado, Los asesinos de la luna nos permite conocer la terrible y asombrosa trayectoria del pueblo osage, emblema en cierto modo de la conquista del Oeste. También, comparecen el voraz apetito de poder y el insaciable espíritu depredador en los que se sustentó el implacable desarrollo del capitalismo norteamericano en el filo de dos siglos, el XIX y el XX, o lo que es lo mismo, el sustrato básico del “nacimiento de una nación”, la que sería dueña del mundo en los últimos cien años. El libro es así un fidedigno retrato de esa época convulsa, hecha a medias de coraje, arrojo y aventura, y, a la vez, de engaños, fraudes, abusos, corrupción y violaciones de las leyes, fraguada a partir de una mezcla de atrevimiento y codicia, de fecunda voluntad pionera y astuto y cruel instinto de avaricia y explotación. Por último, el texto de Grann encierra una documentada reflexión sobre los orígenes de la policía federal en Estados Unidos y el papel ambiguo del FBI de J. Edgar Hoover, su oscuro responsable durante cinco décadas, ocupadas en combatir el crimen, pero también en perpetrar mayúsculos abusos de poder

De todos estos ejes cardinales de la novela, es el constituido por las paginas centradas en la triste vivencia de los osage el más conmovedor. A principios del siglo XIX, cuando el presidente Jefferson compró a Francia el territorio de la actual Louisiana, el orgulloso y noble pueblo indio se vio obligado a renunciar a unos cuarenta millones de hectáreas de sus tierras ancestrales para acabar en una reserva de 80 por 260 kilómetros en el sureste de Kansas. En torno a 1850, los miembros de la tribu habían logrado aclimatarse a sus nuevas y forzadas condiciones viviendo aún en una idílica armonía con la naturaleza, entregados a la caza del bisonte, manteniendo su lengua, sus costumbres, sus creencias, sus rituales, sus ceremonias, sus vestimentas, su cultura. La invasiva llegada de colonos blancos a sus tierras -el libro menciona a la familia Ingalls, una de cuyas hijas, Laura Ingalls, escribirá después La casa de la pradera, basada en su experiencia personal; obviamente desde un ángulo opuesto al de los indios- volvió a llevar al destierro a los osage. Mi situación me resulta totalmente satisfactoria. Los bosques y los ríos cubren todas nuestras necesidades en abundancia, afirmará uno de sus jefes al cuestionársele su renuencia a aceptar pacíficamente las exigencias de los “allanadores”. Recluidos en su nuevo territorio en Oklahoma, protegidos por la inaccesibilidad de unas colinas que hacían al condado poco atrayente para la voracidad comercial de los colonos, los escasos miembros restantes -unos tres mil de los diez mil originarios, víctimas de las sucesivas migraciones y de las enfermedades de los blancos, sobre todo la viruela- levantaron sus campamentos en su nuevo hogar intentado acomodarse a su actual situación y buscando también recuperar -pacífica e inútilmente- la esencia de su vida pasada. Hasta que llegó el petróleo. 

A partir del descubrimiento del rico combustible, la degradación de la cultura osage se produce de modo acelerado, dejando a los miembros de la tribu a la deriva en un mundo extraño. Viéndose obligados a apartarse de sus tradiciones y casi olvidadas sus raíces, los osage sobrevivirán a duras penas, perdido el sentido de sus vidas, sin nada familiar a lo que agarrarse para mantenerse a flote en el universo de la riqueza blanca. Mollie Burkhart será el triste y deplorable ejemplo paradigmático de este proceso irremediable. Nacida en 1887, su vida se desenvuelve a caballo de dos siglos, y más aún, de dos civilizaciones. Las distintas políticas gubernamentales la obligan -como al resto de sus compañeros de clan- a adaptarse a la cultura blanca. Abandonará su poblado para ir a estudiar a la St. Louis School, una escuela católica, dejando atrás el escenario de sus juegos infantiles, sus paisajes, sus ritos vernáculos, sus vínculos, el recuerdo de un mundo fascinante. Se casará con un hombre blanco -Ernest Burkhart, de importancia capital en la trama “detectivesca” que hila el desarrollo del libro- con el que vivirá en una mansión en Grey Horse, una de las poblaciones más importantes del condado, rodeada de coches y criados, en un proceso de aculturación acelerado por la llegada de colonos y misioneros, por el despertar de la fiebre del oro negro y la avalancha de cantidades ingentes de dólares (los hijos de las familias vuelven de los internados en los que se les “sumerge” en una cultura ajena sin comprender el propio idioma; sus oídos se han cerrado a nuestra lengua, se lamentarán los adultos). 

Esta desmesurada riqueza provocará, además, la alarma del “hombre blanco”, acentuando el rechazo, la marginación. Las siniestras vicisitudes del proceso judicial desencadenado como consecuencia de las muertes familiares llevarán también a Mollie -una vez más emblema de su tribu- al descrédito entre los suyos, para verse al fin, expulsada de los dos mundos entre los que siempre había basculado, en una metáfora muy esclarecedora no sólo de su propia vida sino también del lastimoso destino de su pueblo, definitivamente perdida su ubicación en la historia, olvidada para siempre la libertad de sus añoradas praderas e imposible ya la integración en una civilización materialista y ruin. La extraordinaria capacidad de David Grann para hacer partícipe al lector del inmenso sufrimiento de su comunidad es, sin duda, uno de los mayores logros del libro. 

Como lo es también el muy sólido retrato del acelerado proceso de expansión y progreso del sistema capitalista norteamericano en las décadas finales del siglo XIX y, sobre todo, las primeras del XX, un descomunal crecimiento ejemplificado en la devoradora pulsión de los poderes, los oficiales y los “fácticos”, por hacerse, a cualquier precio, con las enormes riquezas naturales -petróleo incluido, pero también las feraces e inagotables tierras- de las que disfrutaban los indígenas asentados en aquellos casi infinitos parajes, idílicos antes de la “invasión” colonizadora. Con la pulcritud y la claridad de un manual de derecho administrativo -aunque sin su habitualmente farragosa prosa- Los asesinos de la luna documenta con precisión el complejo entramado jurídico -elaborado ad hoc por unas autoridades y unos legisladores torticeros- con el que se desproveyó a los osage -y en otros contextos al resto de las tribus- de todos sus derechos sobre los territorios que habitaban y sobre sus pródigos dones. La primera consecuencia del sistema de adjudicaciones de las tierras osage, fue la desaparición del antiguo sistema comunal y la introducción entre los indios de una ventajosa fórmula de propiedad privada. Ventajosa para los blancos, obviamente, pues al privar a la tribu del dominio comunitario y convertir a cada familia en dueña de una parcela, se facilitaba su posterior venta y adquisición -en la práctica su “robo”- por los recién llegados colonos. Cada miembro de la tribu recibió un headright, una acción en el patrimonio mineral de su pueblo, blindada inicialmente en tanto que esos derechos solo podían transmitirse por vía hereditaria (y sin querer desvelar nada sustancial en relación con la intriga policial y los asesinatos sin resolver, en ese mecanismo jurídico residirá la clave de las sospechosas muertes). Sin embargo, este benéfico instrumento de protección de la propiedad osage se vio desde el inicio mediatizado por fuertes limitaciones: el sistema de tutelaje financiero impuesto por el gobierno federal que obligaba a que cada indio tuviera su “tutor” blanco, del que dependían en último término las decisiones sobre la utilización de sus fortunas, y, sobre todo, las restricciones para gastar su dinero, un uso limitado a unos pocos miles de dólares cada año. Partiendo de estas premisas jurídicas, el libro describe sin reparos los engaños, las estafas, los fraudes, los robos directos sufridos por los pobres osage a manos de sus administradores, sus tutores y los desesperados, codiciosos y soñadores colonos. Entrevistado en la prensa de la época, uno de los miembros de la nación india afirmará sobre sus “asesores”: Nuestro dinero los atrae y no se puede hacer absolutamente nada. Ellos tienen todas las leyes y toda la maquinaria de su lado. Cuando escriba el artículo, dígale usted a todo el mundo que aquí nos están arrancando, no ya la cabellera, sino el alma

Desde las disparatadas carreras de los colonos para conseguir tierras a finales del siglo XIX, pasando por la inaudita creación de Oklahoma, siendo los osage los últimos pobladores originarios en “pasar por el tubo” del saqueo legal, por el libro se suceden las distintas “invasiones” que sufrirán los indios: los prospectores blancos que buscaban petróleo, los industriales, los magnates -entre ellos, los Getty, uno de los apellidos aún hoy relevantes en las grandes finanzas- y los directivos de las compañías que se reparten los derechos, adquiridos en subastas millonarias, sobre las tierras y sobre su “generoso” subsuelo, los periodistas sin escrúpulos en busca de primicias, los políticos corruptos oliendo el rastro del dinero; y tras ellos todo tipo de buscavidas y malhechores, asaltantes de trenes, atracadores, cuatreros, ladrones de caballos, rufianes, proxenetas, contrabandistas, salteadores de diligencias, bandidos varios, la granujería, en suma, como definirá Tom White a toda esa caterva de facinerosos. Hay en Tintín en América, un cómic en el que resulta inevitable pensar al leer esta parte del libro, una página en la que en sólo cinco viñetas se describe de manera magistral este acelerado proceso de construcción de una sociedad próspera y desarrollada sobre la base de la urgente y rápida esquilmación de las riquezas indias y de la explotación de sus yacimientos petrolíferos. Los asesinos de la luna incluye un par de fotografías extraordinariamente reveladoras de Pawhuska, la capital del condado osage, antes y después del descubrimiento del petróleo, ejemplar correlato gráfico, como lo es la ilustración tintinesca, de la historia narrada. 

Y es en relación a esta enrevesada red de corrupción e intereses fraudulentos en donde aparece la última vertiente notable del libro: el estudio, apasionante y riguroso, de la creación y los primeros pasos del FBI. En una sociedad en cambio en la que los códigos no escritos del Oeste, las tradiciones que unían a comunidades entre sí, se habían desintegrado; en un clima caótico marcado por la anarquía y la corrupción, en el que las mordidas, los sobornos, los chantajes y las amenazas eran comunes en los incipientes cuerpos policiales; con una vida social conmocionada por las consecuencias de la ley seca y, años después, por el gran crack del 29; en un escenario dominado por el crimen organizado, la mayor superabundancia criminal en la historia de Norteamérica, el miedo provocado por la repentina irrupción del Reino Osage del Terror, la masiva muerte de miembros de la tribu asesinados a balazos en pastizales solitarios, apuñalados en sus propios automóviles, envenenados para que murieran lentamente o destrozados tras habérseles dinamitado la casa mientras dormían, exigía la inmediata y eficiente respuesta de las autoridades. La inoperancia de los primeros detectives privados contratados por los osage para resolver los crímenes, profesionales rudimentarios anclados aún a los primitivos métodos del siglo XIX que encarnaron el pionero Allan Pinkerton, autor de un famoso manual del género, o William J. Burns, que incorporó a la investigación policial algunas novedades de la entonces moderna tecnología, llevó a la creación del Bureau of Investigation, institución creada en 1908 por Theodore Roosevelt para suplir la carencia de un cuerpo de policía federal; un organismo que acabaría por convertirse, en 1935, en el Federal Bureau of Investigation, el legendario y controvertido FBI, al mando del ambicioso Edgar J. Hoover, que lo dirigirá durante cinco décadas. 

Hoover (cuyo complicado carácter y cuya megalomanía afloran en el texto) nombrará a Tom White responsable de la sucursal de la agencia en Oklahoma, y el antiguo cowboy, que se había curtido en la lucha contra mexicanos, indios y forajidos en la frontera, con bonhomía e innegable autoridad natural (significándose contra el racismo, impidiendo linchamientos, defendiendo los derechos de los presos, de los acusados), encarará la investigación de manera profesional, dando los primeros pasos para convertir al Bureau en una fuerza policial moderna, que acogiera los métodos científicos en las pesquisas, el análisis de las huellas dactilares, las mediciones de los criminales, el registro de las fotos de identificación de sospechosos, incluso las teorías empresariales de Frederick Winslow Taylor y su organización científica del trabajo. Todo ello está en Los asesinos de la luna, y también la posterior evolución del FBI, con la omnipresencia de Hoover -siempre a salvo en su puesto, resistiendo los muchos cambios presidenciales, una década tras otra- y sus paranoias, sus ambiciones o la politización creciente de sus actuaciones (recuérdese su notable participación en la “caza de brujas” maccarthysta). 

En fin, no dejéis de leer este apasionante Los asesinos de la luna, el formidable libro escrito por David Grann en 2017 que “revive” ahora en el mundo entero gracias a Killers of flower moon, la última película de Martin Scorsese recién estrenada en el festival de Cannes. Como complemento musical a mi reseña os ofrezco The osage song of sorrow, un cántico tradicional osage, grabado en 1997 en Greyhorse, una ciudad, en la reserva de la comunidad india, con importante protagonismo en el libro.


En abril, millones de flores diminutas cubren las colinas pobladas de robles y las inmensas praderas del territorio osage de Oklahoma. Hay violetas tricolor, bellezas de Virginia y estrellas violeta. El escritor osage John Joseph Mathews observó que esa galaxia de pétalos hace que parezca que «los dioses hubieran tirado confeti». En mayo, cuando aúllan los coyotes bajo una luna desconcertantemente grande, unas plantas más altas como lágrimas de dama y rudbeckias van privando poco a poco de luz y agua a las flores menudas. Los tallos de estas se quiebran, los pétalos se alejan revoloteando, y al poco tiempo quedan sepultadas bajo tierra. Por eso los indios osage dicen que mayo es el tiempo de la luna mataflores. 

El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida. Muchas veces se iba «de juerga», como solían decir despectivamente en su familia: a bailar y a beber con amigos hasta que despuntaba el día. Pero esta vez habían pasado ya dos noches y Anna no había comparecido en casa de Mollie como tenía por costumbre, con sus largos cabellos negros ligeramente revueltos y sus oscuros ojos despidiendo destellos como de cristal. Cuando entraba, a Anna le gustaba quitarse los zapatos, y Mollie echaba de menos oírla deambular por la casa, un sonido que siempre la reconfortaba. Por el contrario, reinaba un silencio tan estático como la llanura. 

Tres años atrás, Mollie había perdido a su otra hermana, Minnie, cuya muerte fue muy prematura. Aunque los médicos lo atribuyeron a «una enfermedad consuntiva peculiar», Mollie tuvo sus dudas. No en vano Minnie había muerto con solo veintisiete años y siempre había gozado de buena salud. 

Al igual que sus padres, Mollie y sus hermanas estaban inscritas en la lista osage, es decir, sus nombres constaban en el registro de miembros de la tribu. Eso quería decir, también, que poseían una fortuna. En los primeros años de la década de 1870, los osage habían sido expulsados de sus tierras en Kansas y trasladados a una pedregosa reserva, aparentemente sin valor alguno, en la región nororiental de Oklahoma. Transcurridas unas décadas, descubrieron que la reserva se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Para conseguir el petróleo, los prospectores hubieron de pagar arriendos y derechos a los osage. A principios del siglo XX, todas y cada una de las personas que figuraban en la lista de la tribu empezó a recibir un cheque trimestral. La cantidad inicial era de unos pocos dólares, pero a medida que se iba extrayendo petróleo los dividendos subieron a centenares, y luego a miles, de dólares. Y los pagos crecían prácticamente cada año, como crecían los arroyos que confluían en la pradera para formar el ancho y lodoso Cimarrón, hasta que el conjunto de la tribu osage llegó a acumular millones y millones de dólares. (Solo en 1921, la tribu ingresó más de treinta millones, lo que serían hoy más de cuatrocientos.) A los osage se los consideraba el pueblo más rico per cápita del mundo. «¡Quién lo iba a decir! —proclamaba el semanario neoyorquino Outlook—. El indio, en vez de morirse de hambre […] disfruta de unos ingresos fijos que ya quisiera para sí más de un banquero.» 

La prosperidad de la tribu tenía perpleja a la opinión pública, pues se contradecía con las imágenes de indios americanos que se remontaban al primer y brutal contacto con los blancos, ese pecado original del cual había nacido el país. La prensa publicaba reportajes sobre los «plutócratas osage» y los «millonarios pieles rojas», con sus mansiones de ladrillo y terracota y sus arañas de luz, con sus anillos de diamante y sus abrigos de pieles, y sus automóviles con chófer. Un autor se asombraba del hecho de que muchachas osage fueran a los mejores internados y lucieran suntuosos vestidos franceses, como si «une très jolie demoiselle se hubiera extraviado en su paseo por los bulevares parisinos para acabar en este pequeño asentamiento». Paralelamente, los periodistas no perdían ocasión de recalcar cualquier indicio del tradicional estilo de vida osage, cosa que parecía despertar en los lectores visiones tópicas de indios «salvajes». Un artículo en concreto hablaba de un «corro de automóviles caros alrededor de una fogata, en la que sus broncíneos propietarios, ataviados con mantas de vivos colores, asan carne al estilo primitivo». Otro se hacía eco de un grupo osage que llegó a una de sus ceremonias tradicionales en un avión privado, una escena que «ni el más imaginativo de los escritores podría haber inventado». Resumiendo la postura de la opinión pública sobre los osage, el Washington Post afirmaba: «Aquel típico lamento, “Ay, pobrecitos indios”, quizá habría que cambiarlo a un “Caray con los ricachones pieles rojas”».

Videoconferencia
David Grann. Los asesinos de la luna

miércoles, 10 de mayo de 2023

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN. CASTILLOS DE FUEGO; ANDRÉS TRAPIELLO. MADRID 1945; RAFAEL CANSINOS ASSENS. DIARIO DE POSGUERRA EN MADRID 1943 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana ponemos fin al ciclo que a lo largo de cinco semanas nos ha llevado a repasar algunos convulsos momentos de nuestra historia relativamente reciente, los años, enmarcados entre 1931 y 1962, las fechas sobre las que se construían los libros 14 de abril y El peón, de Paco Cerdà, las dos primeras propuestas de la serie, en los que España vivió acontecimientos de una gran relevancia histórica que dejaron una profunda y dramática huella en sus ciudadanos: la proclamación de la Segunda República y la salida de España de Alfonso XIII, el golpe de Estado militar de 1936, la barbarie de la guerra civil transcurrida entre ese año y 1939, y los primeros lustros -los más duros y crueles- de la posterior y larga dictadura del general Franco. En semanas posteriores, y tras los libros de Cerdá, han aparecido aquí diversas aproximaciones a los aciagos días de la contienda fratricida, en las obras de Manuel Chaves Nogales, con la magistral A sangre y fuego, Francisco J. Leira Castiñeira, con su interesante Los Nadie de la Guerra de España, y por último, hace solo siete días, con la formidable novela de Álvaro Pombo Santander, 1936

Esta tarde le toca el turno, en una emisión que se presume apretada y densa, a la primerísima y más cruda posguerra, con tres libros relativamente recientes -una novela, un ensayo de carácter histórico y un diario personal, cada uno de los cuales merecería un espacio monográfico- centrados en la España y, más en concreto, en el Madrid de aquellos oscuros e infaustos días, los que van desde el fin de la guerra hasta, aproximadamente, 1945. Se trata, en primer lugar, de Castillos de fuego, la monumental -en todos los sentidos, por ambición, calidad y extensión, setecientas páginas que, sin embargo, se leen en un suspiro- última novela (aunque con una extraordinaria y bien documentada base real) de Ignacio Martínez de Pisón, publicada hace pocos meses, en febrero de este mismo año, por Seix Barral. Coincidiendo con Pisón en algunos de los episodios y personajes reflejados, el segundo libro que os recomiendo es Madrid 1945, escrito por Andrés Trapiello y que vio la luz en la editorial Destino en 2022. Para cerrar el espacio quiero hablaros de Diario de posguerra en Madrid 1943, de Rafael Cansinos Assens, una excelente muestra de los miles de páginas “diarísticas” que escribió en su vida y que hace apenas unas semanas la Editorial Arcas, dependiente de la Fundación Cansinos Assens, ofrece a los lectores de nuestro país. Tres libros, anticipo, absolutamente recomendables y, por distintos motivos -y también por alguno que concurren en todos ellos-, de lectura indispensable para conocer mejor aquella época terrible, formar criterio sobre los episodios de la guerra civil y sobre alguna de sus consecuencias y, también, juzgar sin anteojeras ni apriorismos ideológicos, con desapasionamiento y racionalidad, los muchas veces absurdos enfrentamientos -hoy, por fortuna, solo dialécticos- en los que se ve envuelta nuestra emponzoñada y mediocre vida política actual. 

Vayamos, pues, con Castillos de fuego, la última obra de un novelista, Ignacio Martínez de Pisón, que en su fecunda, excelente y muy premiada trayectoria ya se había interesado, desde una perspectiva literaria de recreación histórica de corte realista, por novelar diversos momentos de la sociedad de la España franquista y de la Transición; pienso, entre otros, en algunos de sus libros que ya reseñé hace años en Todos los libros un libro: El día de mañana (ambientada en Barcelona), Dientes de leche, o su labor como editor de Partes de guerra, la recopilación de treinta y cinco cuentos, debidos a treinta y un escritores españoles (cuatro de ellos repiten), que tienen a la guerra civil como eje central. La novela que ahora os presento nos conduce, desde unas coordenadas similares a las de esos otros títulos -la fotografía de la España de Franco, el enfoque realista en la ambientación del entorno, la profundidad en la creación de personajes, el acento puesto en los individuos comunes, la peripecia singular de los protagonistas como “excusa” para el análisis sociológico y la descripción del “clima” de una determinada etapa histórica, la sutil y bien trabada transición entre lo particular y lo general, la preocupación por las cuestiones de índole moral, el tratamiento de temas de alcance universal, la sólida documentación que se refleja en una abundante bibliografía final y que, sin embargo, no entorpece la lectura, el muy ágil ritmo narrativo (la novela que hoy os traigo se lee en “tres tardes” de apasionado avanzar por sus páginas), hecho de escenas relativamente breves, profusión de diálogos, elipsis constantes-, al Madrid de entre noviembre de 1939 y septiembre de 1945, que recupera una cierta normalidad tras la victoria de Franco en abril del 39. Estructurada en cinco libros, cada uno de los cuales aparece acotado cronológicamente en distintos segmentos de ese arco temporal (noviembre de 1939 a junio de 1940, el primero; julio a diciembre de 1941, el segundo; el tercero, entre abril y octubre de 1942; de septiembre de 1943 a marzo de 1944, el cuarto; y, por fin, de febrero a septiembre de 1945, el quinto y último), la novela nos presenta a un puñado de personajes de ficción, entre decenas de bien logrados secundarios y muchos otros de existencia histórica, real, que se nos muestran en diversas escenas de sus vidas -imbricadas entre sí- en esas difíciles fechas. El resultado es un muy completo fresco de la sociedad de la época que nos permite, en primer lugar, adentrarnos en la psicología de los protagonistas, sentir, amar, temblar, padecer, odiar, sufrir, esperar, ilusionarse, resistir, alegrarse, anhelar, decepcionarse y desear a su lado. Unos personajes que se presentan en un marco descrito de manera magistral, tanto en la dimensión que atañe a la realidad social del Madrid de posguerra -segundo gran logro del libro- como en la vertiente -a mi juicio el tercer elemento por el que la obra resulta sobresaliente-, más política, que refleja los movimientos revolucionarios de resistencia al régimen, aún vivos, esforzados y valientes, de una ingenua combatividad, pero que languidecen de un modo patético, víctimas de sus propias contradicciones y de sus infundadas e irreales esperanzas, como las actuaciones de las fuerzas vivas del franquismo que imponen su sanguinaria política de torturas y represión, de venganza y barbarie. 

Castillos de fuego es una novela coral -la crítica ha mencionado casi unánimemente La colmena como referente ostensible, y, en efecto, los ecos de la obra de Cela están presentes en el lector, al menos en lo que tiene que ver con la multiplicidad de personajes y con el acertado reflejo de la atmósfera de la época, aunque el enfoque de Pisón y la perspectiva a la que se abre su mirada sean diferentes a las del clásico del Nobel gallego- protagonizada, en su mayor parte, por una pléyade de personas normales, sin especial relevancia, gentes del común, que sobreviven, soportando sus existencias ordinarias, más o menos duras, más o menos desahogadas, en unos tiempos especialmente difíciles. Así, por el libro desfilan personajes como Valentín, militante de las Juventudes comunistas durante la República y que, tras la victoria franquista, debe hacerse perdonar sus errores -Nos cogió la guerra en el lado equivocado. Eso fue todo- traicionando a sus antiguos camaradas y convirtiéndose en un feroz represor; como Basilio, profesor de Historia del Derecho en la Universidad, ahora depurado, como tantos otros (de un plumazo habían borrado diez años de historia de la universidad), desposeído de su plaza y condenado a la indignidad pública, a la indigencia económica, al hundimiento psicológico y al desorden mental; como su hija Gloria, que vive para cuidarlo y que intenta salir adelante, con denuedo y voluntad, aprendiendo inglés leyendo a Dickens en una modesta academia regentada por dos ancianas, las hermanas Linares, hijas y nietas de diplomáticos (la viva imagen de cierta burguesía venida a menos [y que] no desperdiciaban ninguna oportunidad de evocar su juventud privilegiada y cosmopolita) que subsisten de modo precario impartiendo clases particulares; como su compañero de estudios Eloy, un joven de otra clase social, trabajador, hermano de un preso político condenado a muerte, combatiente antifranquista por convicción y por rencor, que deberá abandonar Madrid y su juventud esperanzada, el amor por Gloria, sumiéndose en una agitada experiencia vital, que encadena la angustiada huida de la persecución de la policía del régimen, la incorporación a un grupo de maquis (junto al Mancho, Arsenio, el Chaconero, Caralarga, Mancebo, el desgraciado niño Ginés y otros guerrilleros, obligados a la vida salvaje -vivimos como hombres primitivos- en las estribaciones de las sierras cordobesas) y la posterior resistencia anónima y secreta en la capital; como Cristina, hermana de Eloy y, a través de él, amiga de Gloria, obligada también a una arriesgada existencia de lucha y ocultación, de disimulo y clandestinidad, pese a que, sin tan fuertes convicciones ideológicas como sus hermanos, solo anhela una vida normal. Y está Alicia, taquillera de cine, otra amiga de Gloria, cuya triste deriva en aquellos atribulados días la conducirán a un taciturno ejercicio de la prostitución. Y Virgilio, el muy joven enlace de la resistencia que entrega misteriosos paquetes a Cristina para que esta los haga llegar, con la misma discreción e idéntico secretismo, a desconocidos presuntamente defensores -¿serán delatores?, ¿policías infiltrados?- de la causa antifranquista. Y el siniestro Revilla, que al frente de la Comisión Revisora de Viviendas y Muebles se apropia de joyas, muebles y obras de arte que nadie reclamaba

Y están también los personajes históricos, de mera referencia incidental -Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo-, o con una presencia episódica -Jacinto Benavente, Dionisio Ridruejo- o, como luego veremos, formando parte, con mayor entidad, en la propia historia que se nos narra: Heriberto Quiñones, agente soviético en España, torturado y ejecutado por el franquismo en 1942, Gabriel León Trilla, uno de los fundadores del primer partido comunista español, y Jesús Monzón, presidente de la Junta Suprema de Unión Nacional, que aglutinaba a partidos y movimientos de izquierda, asesinado el primero y depurado con grave riesgo de su vida el segundo por orden del propio PCE, con la aquiescencia, si no la orden directa, de Carrillo y la Pasionaria. 

Y entre todos ellos numerosos secundarios: estraperlistas, confidentes, chivatos, chaqueteros de toda laya que ocultan con angustia un pasado hoy sospechoso, represaliados, militantes clandestinos, campesinos que trafican con alimentos, falangistas, miembros de la Brigada Político Social, torturadores, ladrones de poca monta, aprovechados y oportunistas, propietarios de tabernas, bien asentadas mujeres de la burguesía, humildes dueñas de modestas pensiones, jóvenes modernas que agostan en trabajos mediocres sus juventudes frustradas, madamas resabiadas al frente de sórdidos burdeles y mujeres del pueblo en la indigencia, casi todos personajes tristes, temerosos, desesperanzados, sufrientes, callados por el miedo impreciso que se respira por doquier, enfermos, asustados, hambrientos, desesperados, pero en los que, pese a todo, florece una poderosa ansia de vida plena en aquel tiempo gris. 

Sus atinados retratos, se perfilan en un entorno social descrito también de un modo minucioso y magistral, con mucha atención a los detalles, fruto, como se ha dicho -aparte del oficio literario de Pisón-, de una muy evidente labor de documentación. De este modo, el lector “ve” el hambre de la época, la avitaminosis haciendo mella en los cuerpos enclenques, las dietas austeras, las cartillas de racionamiento; la pobreza que -en cuanto se abandona el núcleo central de la ciudad- campa por doquier, una atmósfera de insalubridad absoluta, personificada por unas gentes en la absoluta indigencia, desamparadas; la bienintencionada intervención del Auxilio Social, la institución de caridad del franquismo, dirigida entonces por la escritora, periodista y propagandista del régimen, Carmen de Icaza; el escenario urbano de un Madrid con ostensibles huellas de las muy recientes batallas, con las calles sumidas en una oscuridad siniestra. 

El autor se recrea con precisión en la descripción de los ambientes, el movimiento en las calles, las pensiones míseras, los cafés simultáneamente fríos y acogedores en aquel clima de desvalimiento generalizado, las tabernas miserables, los burdeles de un patetismo descorazonador, los portales de las casas y sus cancerberos, esos porteros casi todos informantes de la autoridad, los talleres en los que obreros ingenuamente convencidos del buen fin de su comprometida resistencia imprimen octavillas y pasquines contra el régimen poniendo en riesgo su libertad y su vida. También las iglesias, los lugares del poder, las cárceles, los sótanos inmundos de las comisarías. En cada paseo, en cada desplazamiento, en cada encuentro de los protagonistas, Martínez de Pisón menciona los nombres de las calles, de las plazas, de los barrios, en un exagerado afán -que alguna crítica ha denostado- de verosimilitud. Y están también los espacios de la vida, podríamos decir, de la esperanza, del futuro, como la ampliación del aeródromo en Barajas o las referencias al fútbol, con menciones al estadio Metropolitano. Y, sobre todo, el cine y la música. Los cines comparecen en numerosas ocasiones como lugar de distracción de los personajes, de modesta evasión de su miseria cotidiana, como espacio de conspiraciones y negocios clandestinos, como triste ámbito de desdichadas efusiones sexuales, como manifestación, también, de la opresión del régimen (Cuando acabó la sesión, el público, cumpliendo la ley, se puso de pie y mantuvo el brazo en alto hasta que sonó la última nota del Cara al sol) y la novela se puebla entonces de nombres de actores y actrices (Eleanor Powell, Robert Taylor, Wallace Beery), títulos de películas de estreno, nacionales y extranjeras (La golondrina cautiva, Melodía de Broadway 1938, Un corazón y una copa, Tarzán y su hijo, Inés de Castro). Otro tanto ocurre con la música, que salpica el texto aquí y allá, ofreciendo una convincente radiografía de los aspectos menos deprimentes de la época: las coplas de Quintero, León y Quiroga, canciones populares de aquellos años, Ojos verdes, El manisero, Al Uruguay, Che qué chica, Por una cabeza, el tango de Carlos Gardel, los cuplés de Celia Gámez, las músicas extranjeras de moda -In the mood, de Glenn Miller-, la canciones de la guerra, como Si me quieres escribir, entre otras muchas. 

E, igualmente, en las “escenas” que transcurren fuera de la capital -el Libro cuarto, que, en su mayor parte, desarrolla la peripecia de Eloy en el maquis se desenvuelve en parajes rurales- el entorno físico y “moral” está también muy convincentemente dibujado, con el miedo de los campesinos, su pobreza, en este caso algo más desahogada que la de los habitantes de la ciudad, a causa del muy presente estraperlo, la sombría presencia de la Guardia Civil, con sus amenazantes máuseres y sus lúgubres y gastados capotes, las escaramuzas bélicas, la soledad de los guerrilleros, su “animalidad” forzada. 

El último, pero no menor, elemento de interés en el libro, reside en el también muy acertado retrato de la época en lo que respecta a la batalla política. Martínez de Pisón muestra con claridad las dos grandes vertientes de esa lucha, aún viva aunque ahora muy desigual, entre los dos bandos enfrentados en la guerra. Por un lado, aparecen las manifestaciones más descarnadas de las implacables represalias del régimen: la corrupción de los funcionarios, el obsceno pillaje de las autoridades y los allegados al poder, que medran y se lucran gracias a su posición de privilegio; las condenas arbitrarias, las incautaciones descaradas; las atrocidades policiales (hay policías en todas partes. Desde que mataron a los dos falangistas de Cuatro Caminos, un suceso que está en la base del libro de Trapiello que a continuación comentaré); la omnipresencia de la temida Brigada Político-Social; el obsesivo control de la población; la censura; las delaciones; la prepotencia del falangismo chulesco; las ejecuciones y fusilamientos; la inoculación del miedo, del silencio, de la pasividad en la población mediante el terror constante. 

Pero, en el mismo sentido aunque desde el otro bando, Castillos de fuego no hurta al lector las facetas más controvertidas de la lucha antifranquista, la que albergó en su seno los heroicos comportamientos de quienes arriesgaban su vida, escondidos -unos en Madrid, otros en los montes-, ocultos, bajo identidades falsas, creyendo esperanzados en el derrumbe del régimen, y también la que permitió la mezquindad de los altos responsables políticos que, desde su cómodo exilio parisino o moscovita, no dudaban en exigir la depuración -el asesinato impune- de sus camaradas bajo la tenue o, a menudo, abiertamente falsa sospecha de desafección, desobediencia o, en una disparatada espiral paranoica, espionaje. 

Son muchos los episodios que recogen este siniestro dualismo, confiado y patético en su voluntarismo optimista en unos casos; cínico y criminal en su frío y aprovechado cálculo político en otros. Vemos a los militantes comunistas clandestinos trasmitiendo las ilusorias consignas sobre la inminente liberación de España cuando llegase la victoria aliada en la guerra mundial (la novela está cruzada por numerosos “apuntes” de la situación mundial, las acciones de Alemania, Francia, Inglaterra, el pacto Hitler-Stalin, la evolución de la guerra y su posible repercusión en España, el bombardeo japonés de Pearl Harbour, entre otros acontecimientos), propalando rumores en torno a la intervención de los Estados Unidos para acabar con Franco, inventando conspiraciones en el seno del régimen que acabarían por hacerlo caer, difundiendo -con el muy patente riesgo de ser descubiertos por la policía política e inmediatamente fusilados- propaganda revolucionaria, ejemplares mal impresos del Mundo Obrero traídos de Francia, folletos de un optimismo infantil que dibujaban un panorama de rebeldía en el que el Partido (nunca antes habíamos sido tan fuertes) desarrolla en el interior del país una actividad frenética -los comités locales, el Ejército Guerrillero, la organización de los trabajadores en las fábricas, la red de enlaces- capaz, por si sola, de desestabilizar la dictadura. Igualmente, y aquí los relatos sobresalen por su dureza, su crueldad, su hiriente iniquidad, se suceden -entre los combatientes en la clandestinidad- las sospechas, las conjeturas, los infundios, las delaciones, los chivatazos, la desconfianza, los prejuicios, las ignominiosas campañas de descrédito, las suspicacias amenazantes, como las de los mencionados Jesús Monzón o Gabriel Trilla, ambos acusados de burgueses y el segundo finalmente asesinado, también las incalificables ejecuciones sumarias del maquis. Y, en tantos casos, la arbitrariedad siniestra, la sinrazón, el odio, el instinto primario de muerte que impera entre los fascistas y entre sus oponentes. 

Este clima opresivo, en su vertiente social y en la política, está también muy presente en mi segunda propuesta de esta tarde, cuyo título, Madrid 1945, es inequívoco y permite situar el escenario geográfico y temporal en el que nos introduce su autor. Trapiello refleja en él la atmósfera moral de la época, con lo que resulta un documento de primer orden para ilustrar el retrato de los años que siguieron a la contienda, ofreciendo una visión de la época en todo coincidente -incluso algunos personajes y episodios se “repiten”- con la de Martínez de Pisón. Bajo esa explícita rúbrica el autor leonés presenta una nueva versión, corregida, aumentada y muy enriquecida en su aparato gráfico y documental, de otro libro suyo que vio la luz originariamente en el año 2001 y que se tituló entonces La noche de los cuatro caminos, en frase que se recoge ahora como subtítulo de la publicación actual, que presentó en septiembre de 2022 la editorial Destino. 

El origen del libro y su muy interesante trayectoria posterior tienen mucho de intriga detectivesca y muestran también, de manera muy significativa, algunos rasgos de la personalidad humana y literaria de su autor. Andrés Trapiello, habitual frecuentador de los puestos del Rastro -tiene un excelente libro dedicado al heterogéneo y populoso mercadillo madrileño- y de las casetas de la Cuesta de Moyano, encontró, una soleada mañana de la primavera de 1993, en el atiborrado zaquizamí de uno de los “históricos” libreros de viejo de la conocida cuesta, Alfonso Riudavets, fallecido hace ahora apenas un mes, el expediente de la Dirección General de Seguridad, en perfecto estado, de los once encausados por el asalto, el 25 de febrero de 1945, a un oscuro local de la Falange, una subdelegación sin especial relevancia ubicada en el barrio de Cuatro Caminos de la capital. En la acción, llevada a cabo por cinco militantes comunistas, miembros de la guerrilla del llano, fueron asesinadas dos personas, un falangista chusquero [Martín Mora] y un bedel cojo [David Lara]. Su entierro constituyó una muestra masiva de adhesión al Régimen, siendo la mayor manifestación política en la historia de Madrid, superando incluso a las multitudinarias del 14 de abril de 1931, el día de la proclamación de la República. Detenidos pocos días después, los organizadores y perpetradores del doble crimen fueron torturados, juzgados apresuradamente y, siete de ellos, ejecutados -seis fusilados y uno mediante el inicuo garrote vil- a finales del mes de abril de ese mismo año. El suceso, pasado el impacto inicial (la noticia ocupó portadas y un despliegue colosal en la prensa del régimen), no dejó una especial huella posterior ni en la propaganda oficial ni en la de la oposición clandestina (el Mundo Obrero, el órgano del Partido Comunista de España, que había ordenado el asalto, solo le dedicó cinco líneas y media, que Trapiello transcribe: El domingo, día 25 de febrero, el grupo n.º 17 de la Agrupación Guerrillera de Madrid, atacó y tomó por asalto el local de la Falange del distrito de Cuatro Caminos, ajusticiando en el interior del mismo al Secretario de la Falange del Distrito y a otro jerarca falangista. Cumplido su objetivo, nuestros guerrilleros se retiraron sin experimentar bajas; en la prosa funcionarial, fría e irreal, con la que, de un modo idealizado -y falso: ajusticiando, jerarca falangista-, se describen los hechos), “desapareció” de la historia -al menos de la más divulgada- de aquella funesta etapa, sin mención alguna en los “relatos” canónicos de los historiadores adscritos -de modo expreso o tácito- a cada uno de los dos bandos “guerracivilistas” (Durante muchos años, me parece, la historia de la guerra civil y de la posguerra ha sido escrita por gentes que no encontraban motivos para arrepentirse ni razones para olvidar). A Trapiello, sin embargo, la consulta del expediente le abrió un apasionante frente de reflexión, análisis e investigación. Fruto de ello, y tras un largo año de pesquisas (Poco a poco me fui adentrando en la vida de aquellos hombres. Al principio no sabía demasiadas cosas de ellos. Comencé a leer algunos libros, algunas historias del Pce [Trapiello utiliza siempre esta grafía para referirse al Partido Comunista de España] y documentos varios, biografías y memorias de gentes de la época), consultas de archivos y hemerotecas -Salamanca, Segovia, Ávila, Madrid-, cotejo de listines telefónicos y entrevistas con familiares de los implicados, publicó, primero, un somero reportaje para El País Semanal en otoño de 1999 (en el que se contaba la peripecia de aquellos guerrilleros, la conmoción social que supuso su asalto a la subdelegación-cuartel de Falange y la labor que desarrollaron en la clandestinidad impresora de su partido algunos pocos militantes comunistas) y, en 2001, el libro La noche de los Cuatro Caminos, que apareció en la editorial Aguilar en abril de ese mismo año y en el que se relataban los hechos en una recreación que, partiendo de la documentación entonces conocida (que incluía el largamente buscado y por fin hallado, sumario del Consejo de Guerra contra los acusados del doble crimen), incorporaba también una cierta dimensión novelesca (Es probable que los historiadores, desde su punto de vista, encuentren demasiado novelesco este libro, y los críticos de literatura, demasiado histórico, desde el suyo. A uno le gustaría hacer libros perfectos, pero tiene que contentarse con aspirar a escribirlos completos, perfectos e imperfectos. Porque los libros, como las criaturas, raramente son puros, sino bien al contrario, salen al gran teatro del mundo con muy diferentes y mezclados atavíos, casi siempre prestados, afirmaba Trapiello en el prólogo a aquella edición que, junto a uno nuevo, se recoge en la publicación que hoy os presento). 

Desde esa fecha y hasta ahora han tenido lugar cambios relevantes en la información relativa a los acontecimientos de los que daba cuenta el libro, singularmente la digitalización de la mayor parte de los archivos históricos y, en consecuencia, la más fácil accesibilidad a la documentación sobre los hechos (Nombres que eran inencontrables ahora se rastrean fácilmente, como señaló el autor en una entrevista reciente); la publicación de nuevos estudios académicos sobre aquellos sucesos; la apertura al “público en general” de los archivos del Partido Comunista de España, entre los que pueden encontrarse -y consultarse- los muy esclarecedores Informes de camaradas (algunos de los cuales se adjuntan en los anexos del libro); e incluso el acceso a sorprendentes informaciones sobre la participación de la Embajada de Estados Unidos en nuestro país, cuya diplomacia, a través de la Casa Americana, habría facilitado la sospechosa huida a México de algunos de los inculpados. Todo ello llevó a Trapiello a “reformular” su historia, atando cabos sueltos, profundizando en algunos aspectos de los hechos relatados y desarrollando el papel de algunos de los protagonistas a la luz de las nuevas investigaciones. Como escribe en el prólogo a esta edición de 2022: Los procesos nuevos y los Informes de camaradas me han obligado a reescribir en buena parte el libro y a añadirle unos cuantos capítulos e infinidad de «detalles exactos» todo a lo largo y ancho de él. Además, y siguiendo la senda abierta en algunos de sus libros más recientes -las últimas reediciones de Las armas y las letras, al que me referí hace unas semanas, el mencionado El Rastro o el muy vendido Madrid (que la editorial recupera ahora en un vistoso estuche que lo incluye junto a mi recomendación de esta tarde), el libro modifica, en cierto modo, su enfoque formal con la presencia de decenas de fotografías que permiten al lector trasladarse de manera muy convincente a aquellos escenarios, documentos varios (entre los que se cuentan informes de la Dirección General de Seguridad, expedientes judiciales, cuadernos de notas del autor, cartas), planos y guías de Madrid, imágenes, portadas de libros, periódicos y revistas, en un desbordante aparato gráfico que, junto a las pastas duras, la edición muy cuidada y la elegante cinta marcapáginas, contribuyen a hacer del libro un objeto muy bello, perfecto para el regalo. 

Madrid,1945 es muchos libros en uno. Es, en primer lugar, un documento sociológico, podríamos decir, sobre la miseria y la pobreza de la España posterior a la guerra civil; es, también, un documentado ejercicio de investigación histórica sobre nuestra posguerra que incluye interesantes apuntes sobre las derivaciones internacionales del conflicto nacional; constituye, además, una indagación libre y desprejuiciada, lúcida y honesta sobre las discutibles políticas del Partido Comunista y de sus dirigentes relativas a la organización de la lucha interna contra la férrea dictadura franquista; es, ya se ha dicho, una subyugante narración de espías y dobles juegos que implica al lector, ávido por conocer el desenlace de la trama; y es, por último, aunque solo en cierto modo (Para mí era muy importante no devaluar los hechos con los artificios de la ficción. Era importante que se supiese lo que pasó, no rebajar la credibilidad del relato ni un gramo, como ha declarado el propio autor), una novela -como lo son, igualmente, al margen de las siempre discutibles adscripciones genéricas, los muchos tomos de sus diarios, que llevan treinta años apareciendo bajo la rúbrica genérica de Salón de Pasos perdidos (Trapiello presenta estos días el vigésimo cuarto, Éramos otros)-, en la que las peripecias personales de los protagonistas, obedeciendo en su relato “externo” a hechos y situaciones contrastados, se tratan también en su dimensión interna: emociones, ilusiones, anhelos, dudas, esperanzas, también fanatismo, crueldad, paranoia… 

No hay tiempo ya, dadas las limitaciones de esta reseña, y queriendo hablaros, aún, de un tercer libro, para profundizar en todas estas vertientes de Madrid, 1945. Resaltaré, a vuela pluma, algunos de los elementos que más me han interesado. En primer lugar, la constatación del hecho de que el atentado no solo no contribuyó un ápice al desmoronamiento de la dictadura, sino que, bien al contrario, liquidó el movimiento guerrillero militarizado que aún subsistía, de modo ciertamente residual, en la España de esa inmediata posguerra, acabó con las esperanzas -que alimentaba de un modo quizá ingenuo el Partido Comunista- de que las fuerzas aliadas, inmersas en los últimos estertores de la Segunda Guerra mundial, aprovecharían la derrota de Hitler para intervenir en nuestro país, y, en definitiva, apuntaló al régimen, pues, a partir de ese momento ni una democracia dejó de reconocer al Gobierno de Franco, Francia incluida, como contrapeso de la URSS en la nueva guerra fría

Como corolario de esta interpretación, plantea Trapiello otra cuestión muy sustanciosa: ¿estuvo legitimado el maquis? ¿Fue moralmente acertado sacrificar a hombres mal pertrechados y sin posibilidad de ganar? ¿Lo fue asesinar a personas sin ninguna significación política? ¿Fue, como creen algunos, una lucha legítima pero desacertada, o como creen otros, necesaria y legítima, o, en fin, ni legítima ni acertada? El libro se acerca también a este controvertido asunto con una mirada crítica al, a su juicio, criminal proceder de la dirigencia del Partido (en aquellos días, y en la mayor parte de las tres décadas posteriores, no se hacía necesario, por obvio, añadir adjetivo alguno al término) enviando a inocentes idealistas a una muerte segura debido a no se sabe qué oscuras estrategias políticas. Sirva como muestra la transcripción de unos conocidos -aunque no demasiado divulgados- párrafos de la Carta abierta a la delegación del Comité Central escrita por Santiago Carrillo en aquellos días: hay que ejecutar a todos los magistrados que firmen una sentencia de muerte contra un patriota. Hay que pasar decididamente a la ejecución de los jefes de la Falange responsables de la ola de crímenes y terror. ¡Por cada patriota ejecutado deben pagar con su vida dos falangistas! Madrid, 1945 no ahorra las críticas furibundas sobre el hipócrita comportamiento de esos responsables políticos, ajenos, desde su exilio confortable y pagado por Moscú, al sufrimiento de sus “camaradas”; siendo especialmente crítico con Santiago Carrillo, con el que se entrevistó para la elaboración de su libro. Véase una de sus afirmaciones sobre el histórico dirigente, “salvado” en la Transición para la causa democrática: el pequeño Torquemada redactaba oscuros informes en Toulouse para un comité central que hacía también las veces de Santo Oficio, y con la esperanza de entrar en él y acaso en el Buró Político. Y así ocurrió

Muy reveladora es, también, la descripción de las interioridades de aquellos grupos de ingenuos combatientes “de a pie”, envueltos en una patética trama de intrigas, maquinaciones, chivatazos y delaciones, guiados por unos responsables tan ignorantes como ellos mismos del fin último de sus acciones. Trapiello no rehúye la mirada sarcástica -respetando y valorando la dignidad de muchos de aquellos hombres, desvalidos, de una pobreza inhumana, desgraciados viviendo en zahúrdas, carentes del dinero básico que sus jefes manejaban con holgura, seres inermes enviados al matadero por unos dirigentes a salvo, valientes de verdad, pese a no ser siempre capaces de resistir las terribles torturas a las que los sometía la policía franquista-, sobre unos episodios que, con frecuencia, estaban entre la picaresca y una película de humor negro. Indica Trapiello, en este mismo tono, que si no supiéramos la sangre que hizo correr, diríamos que todo era de juguete, la guerrilla, el agitprop, el partido. Juegos Reunidos Geyper made in Moscú. Y recoge también las declaraciones del profesor Joan Estruch, que alude a la infiltropatía y espionitis como síntomas de la enfermedad infantil del PCE en la clandestinidad al servicio de la paranoia, como puede apreciarse en este extenso pero revelador fragmento que, por su clarividencia, no me resisto a transcribir: Cualquiera, independientemente de su pasado, podía ser considerado sospechoso, y de sospechoso a culpable solo mediaba un débil margen que dependía de la decisión de los de “arriba” [...]. Paradójicamente, los que habían sido encarcelados por los franquistas o los nazis eran los más sospechosos, pues podían haber podido ceder a las torturas y haberse vendido al enemigo, riesgo del que, obviamente, estaban exentos los militantes que habían permanecido al margen de la lucha o los dirigentes que se habían exiliado en Sudamérica o la Urss. [...] Al establecer unos criterios ambiguos, que en última instancia dependían de la opinión de la dirección, nadie pudo ya sentirse seguro de su credibilidad, aunque estuviera avalada por largos años de lucha. Y, como en tiempos de la Inquisición, nadie podía protestar o criticar los métodos utilizados so pena de convertirse a su vez en sospechoso». «Los bulos e incluso las calumnias alrededor de muchos camaradas creaban un ambiente malsano, no solo se cribaba la paja, sino hasta el mejor grano... […] Conclusión: todos recelaban de todos y se espiaban, como en aquella organización subversiva compuesta únicamente de policías y de la que habló Chesterton. Igual aquí, el partido acabó viviendo prácticamente para descubrir al infiltrado, al provocador, al confidente, a la búsqueda perpetua del hombre que fue jueves, y viernes y sábado y.... El libro se abre aquí, de manera descarnada, a algunos hechos que ya aparecían en la novela de Pisón: las muertes, ordenadas por el Partido, de Gabriel León Trilla, al que dejaron desnudo en un lugar de citas homosexuales clandestinas para que la muerte se vinculara con un turbio affaire homoerótico, y otros sospechosos de espionaje o doble juego: estalinistas como Pasionaria, Carrillo, Monzón y la mayoría de los comunistas tienen al asesinato político entre camaradas por una de las bellas artes, afirma rotundo Trapiello. 

Hay que destacar también cómo el libro se detiene en los pormenores del procedimiento judicial al que se sometió a los acusados, una sucesión de iniciativas apresuradas, errores flagrantes y deliberadas injusticias, en un marco general en el que era habitual ver a la policía torturando a destajo, los jueces dispensando sentencias al por mayor y los pelotones de fusilamiento con el cañón de sus máuseres al rojo vivo, como de manera ecuánime y nada equidistante refleja Trapiello. Desde que detuvieron al último de todos ellos, Vitini, hasta que los ejecutaron, diecisiete días para la instrucción, la imputación judicial, la preparación de la defensa, el juicio, los recursos y su denegación. Diecisiete días. Expeditivos, se nos explica. Y también: Durante el juicio se equivocó todo el mundo de nombres, fechas, detalles, imputaciones; el fiscal, el abogado defensor, el vocal ponente. Una vergüenza de juicio. Más que un estreno, aquello parecía uno de los primeros ensayos. Daba un poco lo mismo, porque lo que allí había, sobre todo, aparte de acusados, era prisa por ventilar el asunto cuanto antes, y desde luego, nada de público ni de familiares, como en las audiencias públicas de los procesos ordinarios

Sumamente interesantes son, así mismo, las informaciones acerca de la enigmática participación de los Estados Unidos, a través de su Embajada en Madrid, en la resolución del asunto, en una sucesión de episodios rocambolescos aún por investigar en su totalidad: En unas semanas el Pce estaba incrustado en la Embajada americana, si acaso en la Embajada americana no estaba infiltrada también la policía franquista, sabiendo cuán contrarios eran los Estados Unidos al Gobierno de Franco. Y es que, al parecer, la diplomacia estadounidense habría alentado, dado cobijo, protegido y facilitado la huida de algunos de los sospechosos. En concreto, cuatro de los militantes comunistas detenidos escaparon de las supuestamente inexpugnables celdas de la Dirección General de Seguridad, en una negligencia policial inexplicable, para acabar en México envueltos en sospechas de espionaje, traición y doble juego. 

Pero, a mi juicio, y en relación con el leitmotiv que recorre esta serie de Todos los libros un libro sobre esos tristes, dramáticos y controvertidos hechos de nuestro pasado no tan lejano, la vertiente más interesante del libro es la que atañe al discutido y muy polémico asunto de la llamada “Memoria histórica” o “Memoria democrática” que Trapiello, con base en los hechos narrados -y en sus ingentes lecturas sobre el tema-, cuestiona de un modo categórico y, desde mi punto de vista, convincente. La memoria que se reivindica hoy día desde planteamientos políticos opuestos es, casi siempre, interesada y parcial, partidista, limitada y edulcorada para beneficio de las propias tesis, sesgada, obtusa y fanatizada, deudora de exigencias electorales o construida para la obtención de réditos políticos. ¿Puede reprochárseles a los familiares de militantes comunistas de base, represaliados, torturados y ejecutados por la dictadura militar (en los cuatro primeros años de paz, se había fusilado a casi tres mil personas; por no hablar de los ejecutados durante la guerra) que aspiren a una restitución de la dignidad de sus allegados? Pero, en el mismo sentido, ¿cabría oponerse a que los descendientes de aquellos a los que asesinaron esos mismos combatientes antifranquistas, a la vez víctimas y victimarios, puedan reivindicar su recuerdo ecuánime y su justo resarcimiento (Las bajas de la Guardia Civil en enfrentamientos con el maquis fueron casi doscientas cincuenta y otras cincuenta entre policías y soldados. En ese tiempo, las acciones guerrilleras llegaron a las diez mil entre asaltos, secuestros y sabotajes, a consecuencia de las cuales murieron abatidas en enfrentamientos o asesinadas casi mil personas y otras mil secuestradas, en su mayoría civiles, colaboradores del régimen, falangistas, caciques; por no hablar, reitero, de los ejecutados durante la guerra)? Andrés Trapiello se despacha a gusto contra una memoria -la que se defiende en las leyes de Zapatero y Sánchez- que solo recuerda a los damnificados de uno de los dos bandos. Así, afirma: El considerar a los guerrilleros soldados heroicos de un ejército sin Estado y al Régimen un Estado de torturadores envilecidos sin Derecho (y al revés: considerarse unos los salvadores de España y a sus enemigos la anti-España), tampoco ayuda a dilucidar la cuestión primordial. No puedo evitar la transcripción de un fragmento del libro muy revelador sobre este asunto: 

En 2022 el gobierno de España, una coalición de socialistas y comunistas, apoyados por los nacionalistas vascos, golpistas catalanes y antiguos terroristas de Eta [de nuevo comparece la particular grafía del autor], aprobó una Ley de Memoria Democrática, que en su artículo tercero considera víctimas «a las personas que participaron en la guerrilla antifranquista, así como quienes les prestaron apoyo activo como colaboradores, en defensa de la República o por su resistencia al régimen franquista en pro de la recuperación de la democracia». Queda por determinar si la guerrilla antifranquista en general y la madrileña en particular, protagonista de los hechos que se narran en este libro, luchó en pro de la recuperación de la democracia […], en cuyo caso habría que aceptar que las muertes de Mora y Lara fueron igualmente en pro de la recuperación democrática, y por tanto, muertes justas, o si, por el contrario, Mora y Lara fueron únicamente víctimas del terrorismo comunista, en cuyo caso habría que considerar a esos guerrilleros no solo víctimas del franquismo sino también victimarios, excluyéndolos de los beneficios que a ellos o a sus familiares les reconoce esa Ley. Y de un modo aún más rotundo: Se pide con razón responsabilidades al régimen que torturó, encarceló y asesinó, pero menos al partido que ordenó el asesinato de personas inocentes e indefensas y difundió mentiras para justificar sus políticas suicidas. 

Sirvan como ejemplo de las muchas aristas que muestra esta muy disputada cuestión -y que exigen, por tanto, ponderación y análisis sosegados frente a los consabidos lemas vacuos e insulsos lugares comunes apriorísticos- los testimonios de dos destacados representantes de cada una de las fuerzas enfrentadas, Jorge Semprún, conspicuo miembro del Partido Comunista, que llegaría a ser Ministro de Cultura en un gobierno de Felipe González, y José María Pemán, monárquico confeso, franquista notorio, intelectual del Régimen, promotor de las expresiones “Cruzada” y “Movimiento Nacional”, que hicieron fortuna en la dictadura. Escribe Semprún: Te asombra una vez más comprobar qué selectiva es la memoria de los comunistas. Se acuerdan de ciertas cosas y otras las olvidan. Otras las expulsan de su memoria. La memoria comunista es, en realidad, una desmemoria, no consiste en recordar el pasado, sino en censurar. La memoria de los dirigentes comunistas funciona pragmáticamente, de acuerdo con los intereses y los objetivos políticos del momento. No es una memoria histórica, testimonial, es una memoria ideológica. Y decía Pemán: Mi general... creo que se ha matado y se está matando todavía por los nacionales demasiada gente... En la España republicana se mataba por iniciativas personales, en la forma salvaje llamada el paseo. En el bando nacional intervenían casi siempre los Tribunales Militares. Un tribunal militar tiene que hacer justicia, pero al mismo tiempo tiene que fabricar ejemplaridad. Y apostilla Trapiello: si en los tribunales populares de justicia republicanos ni justicia ni populares, en los del bando nacional ni ejemplaridad ni justicia

Piedad, perdón, compasión, situarse siempre del lado de los débiles, de los pobres, de las víctimas, de los desamparados frente a la barbarie del fanatismo, he ahí el mensaje último de este imprescindible Madrid, 1945, de Andrés Trapiello, en tesis que subraya el propio autor en una entrevista reciente: Yo no tomo partido por unos u otros sino por la compasión y la piedad por todos, por haber estado metidos en una maquinaria destructiva

Ya sin tiempo para nada más que una leve referencia, dejo aquí dos palabras sobre mi tercera propuesta de esta tarde, Diario de posguerra en Madrid 1943, la primera entrega -aunque no desde el punto de vista cronológico- de los diarios de Rafael Cansinos Assens, que está empezando a publicar ARCA, la Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens, gestionada por los herederos del escritor, en particular su hijo, Rafael Manuel Cansinos Galán. 

Cansinos Assens, sevillano de origen y madrileño de adopción desde muy joven -en un cierto paralelismo con Chaves Nogales, algo menor que él y de quien fue contemporáneo-, fue un destacadísimo intelectual español de la primera mitad del siglo pasado. Ensayista, poeta, novelista, crítico literario, periodista, políglota -escribió en inglés, francés, árabe, alemán-, traductor del Corán, de Dostoievsky, de Balzac, de Goethe (del esfuerzo que le supone la traslación al español de la biografía de este último, da cuenta en el libro), autor de una ingente obra literaria y, en anécdota bien sabida, objeto de la admiración de Borges: Yo he conocido a muchos hombres de talento, pero hombres de genio, no sé, hay dos que yo mencionaría: uno, un nombre quizá desconocido aquí, el pintor y místico argentino Alejandro Xul-Solar, y el otro, ciertamente, Rafael Cansinos Assens. A este respecto, ARCA selecciona, en un trabajo de valor inestimable, media docena de archivos sonoros y visuales del maestro argentino -programas de televisión, conferencias, entrevistas- en los que Borges se refiere de manera encomiástica al español y que pueden encontrarse en la web de la Fundación. 

Cansinos fue víctima por igual de la irracionalidad de ambos bandos -durante la guerra fue sospechoso de quintacolumnista y de desafecto a la República, estando, por tanto, en la diana del terror rojo; mientras que tras la victoria rebelde, su condición de judío (Cansinos Assens participó activamente y fue el principal cronista de la creación de la primera comunidad israelita madrileña desde los tiempos de la expulsión, como recuerda su hijo) le valió un Expediente de Depuración, la declaración de “inválido” para ejercer la profesión de periodista, la censura de sus obras, la retirada de su nombre de las traducciones para la editorial Aguilar y su práctica desaparición de la vida cultural durante el franquismo, dejando incluso de publicar, salvo algunas contadas excepciones de índole académica -libros sobre el Corán o el judaísmo, traducciones-, hasta su muerte en 1964. 

En ese tiempo, sin embargo, Cansinos siguió escribiendo miles de páginas de diarios o memorias íntimas. Antes, y siempre con ese enfoque diarístico, había recogido sus reflexiones, comentarios, notas y observaciones en La novela de un literato, que, con un marco temporal que va desde su primera juventud a principios del siglo XX hasta el mismo día del golpe militar de Franco, solo se publicaría de manera póstuma (los intentos de la editorial Aguilar por darla antes a la luz chocaron con la censura del régimen), primero en 1981, en Alianza Editorial, y luego en sucesivas reediciones posteriores, la última de las cuales, también de la Fundación ARCA, es de 2022. Pero existían, además, textos de esa naturaleza de dietario personal y del todo inéditos escritos entre ese 18 de julio de 1936 y 1946. El heredero del escritor se ha propuesto, con encomiable entusiasmo, la tarea de ofrecer a los lectores esa descomunal obra, empezando por este Diario de posguerra en Madrid 1943 que aquí os comento. A la razón por la que se inicia la publicación en 1943 se refiere el editor en sus notas al libro: Me hubiera gustado editar estos diarios manteniendo el orden cronológico de escritura para seguir al escritor y su mundo desde los inicios de la guerra en Madrid hasta llegar al año 1946 en que cesa su actividad como diarista. […] Sin embargo, me parece más urgente empezar a dar a conocer cuanto antes esa obra aunque no sea de forma ordenada. El orden de publicación de los diarios de esos once años que van del 36 al 46, inclusive, va a depender de la facilidad de edición. Empezamos por 1943 porque es el primero que está escrito íntegramente en castellano. Los anteriores años están redactados, en partes, en inglés, alemán, francés y algunos fragmentos en árabe aljamiado, ya que el diario le servía, además de para recordar su vida, para mantener vivo el estudio y la práctica de los idiomas que manejaba con más frecuencia. El libro, que incluye una presentación inicial y unos Apuntes para una biografía finales a cargo de Cansinos Galán, una descripción del manuscrito original, una sección de Dramatis personae y unas someras notas biográficas de la multitud de personajes que aparecen en el texto, imprescindibles ambas para ubicarse en las referencias que de ellos hace el autor, también un exhaustivo índice onomástico y una veintena de páginas de muy reveladoras fotografías, interesa sobre todo -en un resumen necesariamente apresurado- por dos aspectos sustanciales: el retrato descarnado, inmisericorde, desolador, de la tristísima vida del propio autor, que induce la compasión del lector; y el reflejo, sutil, muy leve, descrito en voz baja, sin demasiado énfasis, como en sordina, de la realidad “externa” de ese Madrid -y de esa España- mustios, apagados, grises, desesperanzados, taciturnos y terribles de la posguerra. 

La imagen que de sí mismo ofrece el escritor en las páginas de este diario es patética y conmueve por su desolación. Pese a tener poco más de sesenta años (cierto que de los de hace ocho décadas), él mismo se percibe como un viejo -término que se inflige sin recato: Me despierto en la mañana, aún temblando de una congoja del sueño y murmurando inconscientemente: ‘¡Un año más, Dios mío! Un viejo ya… el tiempo me empuja… y voy a ahogarme en el gran río… ya sin remedio… ¿Y qué hacer ya?’- que da cuenta de una existencia rodeada de fracaso, de ansiedad, de angustia, de soledad y resignación, de pena por doquier. Tanto en su vertiente social: las siniestras tertulias de literatos en El Frisel, El Gato Negro y El Cocodrilo, pobladas de gentes mezquinas, un elenco de individuos mediocres, preocupados por triviales asuntos mundanos, por la publicación de una obra, la repercusión de un artículo, los emolumentos de una colaboración, siempre el dinero -o su falta y su necesidad- en el centro de las conversaciones; como en la íntima y personal. En este más reducido ámbito, el panorama que se nos muestra es lastimoso: Cansinos comparte con su hermana Pilar el segundo piso de un edificio propiedad de la familia en el “lado este” del Retiro, una vivienda de 170 metros cuadrados (la situación económica de los Cansinos era desahogada, por mor de una herencia recibida de una prima, aunque muy venida a menos) y con su otra hermana, la adusta e hipocondríaca Maripepa, soportando su quejumbrosa existencia en una planta superior (todos ya viejos en la casa vieja, abandonada, que se deshace a pedazos como nuestras vidas). Además, mantiene una extraña, aburrida y algo perturbadora relación con Josefina -¿compañera sentimental?, ¿novia?, ¿amante?, ¿pareja?-, con la que a duras penas intercambia unos escasos besos a lo largo del año, sin ser capaz de dormir en su casa o de que ella lo haga en la suya, en un insólito vínculo en el que se muestran la soledad, las inhibiciones, los anhelos truncados (Salgo a la calle en busca de emociones, confesará), la frustración de una época, también el desamparo de un hombre que observa, se extasía o contempla en la distancia -de modo inocente y sin sombra de acoso- a cuanta mujer hermosa exalta sus sentimientos y alienta sus esperanzas de una imposible felicidad (¡Qué ilusión!, exclamará tras captar al paso la mirada fugaz de una muchacha, ¡Qué felicidad, por solo eso! ¡Y qué tristeza después!). En 1946, fallecerá Josefina y en 1949, su hermana Pilar, acrecentando la soledad del escritor, que acabará por casarse, años después, con una mujer, Braulia Galán, que entró a trabajar en el servicio de su casa y que sería la madre -en 1958, con Cansinos al borde de los ochenta años- de este Rafael Cansinos Galán que dirige en la actualidad la Fundación ARCA. El diario revela los encuentros callejeros y las conversaciones en los cafés con una pléyade de personajes -sablistas, escritores sin futuro, esfinges narcisistas, artistas, jóvenes poetas, guionistas de cine y autores teatrales ensoberbecidos por egos desmesurados, falangistas, fantoches varios enredados en turbios asuntos sentimentales, dobles vidas, amantes, adulterios- casi todos fracasados, aunque algunos hay también con una notable repercusión pública y un indudable éxito social, como Manuel Machado, Enrique Jardiel Poncela o Gregorio Marañón, entre las muchas decenas de nombres que recoge el desbordante índice onomástico final del libro. 

Pero es el segundo “dominio” de los diarios, el que tiene que ver con el escenario urbano de aquel Madrid depauperado y sufriente, el que resulta más interesante y el que mejor “encaja” con el propósito último de esta serie directa o indirectamente “guerracivilista” de Todos los libros un libro. Aquí, en la recreación, en segundo plano, de la atmósfera de la época, es donde el relato de Cansinos se cruza -y en gran parte coincide- con los de Pisón y Trapiello en sus obras antes reseñadas. Y así, hay en las anotaciones del escritor un eco -tenue, pero perceptible- del fragor de la guerra resonando aún en las conciencias y en el existir de las gentes. Hay rastros notorios del hambre, la escasez, el estraperlo, la miseria, la suciedad, las familias arruinadas, la enfermedad (noto por las calles una rara frecuencia de personas que llevan un ojo -uno solo- tapado […] ¿Alguna endemia de postguerra? ¿Falta de alguna vitamina?). Y están los cines helados, la Gran Vía, pese a todo rutilante, las muchas viudas, el silencio y los secretos, los oficios de subsistencia, las calles surcadas por cuerdas de enfermos a los que se traslada al hospital, las de presos camino de las cárceles, las vacas a las que se lleva al matadero, los rastros de los obuses en los muros, los niños que juegan en lo que fueron trincheras, las redadas de “invertidos”, Y, de pronto, un ligero pañuelo de seda, que irrumpe inopinado en esa fealdad generalizada, introduce una efímera nota de belleza (¡Qué cosas tan finas en esta época tan bárbara!). 

Y se percibe la represión política, el énfasis en la “Cruzada”, el “Imperio”, la “Victoria”, la propaganda hiperbólica de las consignas, las banderas, los desfiles, la censura, los bulos, la ominosa presencia de “la autoridad”, las noticias sobre las torturas en las comisarías, los sótanos de la Dirección General de Seguridad (donde hay tantos desgraciados aguardando la muerte), las sospechas sobre el pasado “rojo” de cualquiera, los interesados titulares sobre la guerra mundial en la prensa del régimen (Destacamento de caballería rojo pulverizado), el rastro del espionaje, los “flechas” falangistas en las calles, armados (La ciudad está llena de boinas rojas. Mozangones celtíberos, cetrinos y peludos, en uniformes de hitlerianos rubios, desfilan dejando ver en piernas y muslos una cresta de negro vello hirsuto que escandaliza a las beatas y, desde luego, a los curas), los excarcelados que dejan atrás sus condenas, las exposiciones a mayor gloria del régimen (visitamos la exposición anticomunista), las detenciones, la depuración de monumentos, la insidiosa red de jefes de casa, de calle, de distrito, que vigilar y delatan a vecinos poco afectos a la causa franquista, los “caballeros mutilados”, la alarma social permanente, el miedo, el frío, el terrible frío (Estampa de estos tiempos. Un confuso grupo de gente en la calle Encomienda… De él destaca un jovencito con uniforme de Falange Española, que se quita la correa y empieza a repartir correazos a diestro y siniestro. Tenemos que apartarnos para que no nos alcance. Nadie sabe qué pasa. Pero todos huyen), el miedo, el omnipresente miedo. 

En fin, tres libros excepcionales, tres aproximaciones, diferentes pero con muchos puntos en común, a la sórdida España de aquellos años miserables. No hay tiempo para un texto. Os dejo ya con uno de los muchos temas musicales que suenan en Castillos de fuego. Se trata de Rocío, una conocida creación de Quintero, León y Quiroga, el trío de maestros de la copla tradicional española. Interpretada por Imperio Argentina, la canción nos transporta, como lo hacen de manera magistral las tres obras que hoy os he recomendado, a aquellos días.

 Videoconferencia
Ignacio Martínez de Pisón. Castillos de fuego

miércoles, 3 de mayo de 2023

ÁLVARO POMBO. SANTANDER, 1936
  
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece, un miércoles más, una nueva muestra de recomendaciones de lectura, que escojo siempre con criterios de calidad e interés, obviamente subjetivos, aunque haya en mí un notorio propósito de objetividad. La presente emisión es la cuarta de la serie que, desde hace unas semanas, estamos dedicando a, por sintetizar, la guerra civil española, con libros con los que he querido recorrer un arco temporal de unas tres décadas que tienen en la lucha armada del trienio 36-39 su centro sustancial. Delimitados por 14 de abril, que transcurre en esa fecha del año 1931, en que se proclamó la Segunda República, y El peón, cuyo motivo argumental gira en torno a la partida de ajedrez entre Arturo Pomar y Bobby Fischer, que tuvo lugar el 10 de febrero de 1962, dos muy recomendables obras de Paco Cerdà que protagonizaron la primera entrega del ciclo, el resto de libros que os he presentado hasta ahora, A sangre y fuego, el ya clásico texto de Manuel Chaves Nogales, y Los Nadie de la Guerra de España, el singular estudio histórico de Francisco Jorge Leira Castiñeira, transcurrían en su integridad en las sangrientas jornadas y revivían los trágicos episodios de la brutal contienda fratricida. 

Así ocurre también con mi propuesta de esta tarde, una novela, Santander, 1936, escrita por Álvaro Pombo y aparecida en este mismo 2023 en la editorial Anagrama. Pero si en las dos referencias anteriores las compasivas miradas del periodista andaluz y el investigador gallego se detenían en los individuos anónimos, las gentes del pueblo, los “nadie”, los olvidados de la Historia, en la magnífica -un adjetivo aplicable también a la mayor parte de su obra, que he leído con asiduidad, aunque nunca ha aparecido en el espacio- novela de Pombo el protagonismo recae, por el contrario, en un personaje de otro ámbito y otro orden social, llamado también Álvaro Pombo, tío del escritor; un muy joven señorito de la clase acomodada santanderina, afiliado a la Falange, a cuyo través el escritor retrata el ser y el sentir de la alta burguesía local en los años postreros de la República y los primeros momentos de la guerra posterior. El miércoles que viene cerraré el extenso ciclo con tres nuevos títulos que se “mueven”, de nuevo, en los años de esa muy cruda y gris posguerra, aunque, entonces, desde planteamientos literarios diversos, con otra novela, un ensayo y un diario. 

El Álvaro Pombo -Alvarín- que protagoniza el libro es un muchacho de apenas dieciocho años en 1936 que, dos años antes, en plena efervescencia adolescente y subyugado por el mensaje falangista de compromiso y acción, de seriedad y nobleza, de revolución y reconstrucción colectivas se afilia al movimiento “joseantoniano” a sabiendas de que, en la agitada situación de esos días, su opción -moral, intelectual, ideológica, política y personal- puede abocarle a un destino funesto. La novela nos muestra la vida del chico en su entorno familiar a lo largo de ese año -con calas en los anteriores-, un acontecer pautado -en su dimensión “externa”- por el levantamiento franquista del 18 de julio; por el sorprendente fracaso inicial de la rebelión en una región tradicionalmente católica y conservadora; por el implacable gobierno republicano de la capital; por los disturbios y enfrentamientos constantes entre miembros de la Falange y de los partidos del Frente Popular; por la represión, las detenciones (miles solo en agosto de 1936) y los asesinatos de enemigos políticos; por los crueles bombardeos del 27 de diciembre, en los que la aviación franquista castigó de modo inclemente a la población civil, causando sesenta y siete víctimas inocentes; por la represalia posterior de los milicianos izquierdistas que fusilaron sin piedad a centenar y medio de falangistas que llevaban meses recluidos en el Alfonso Pérez, el barco -cuya fotografía ocupa la portada del libro- que había sido habilitado como prisión y en el que malvivían hacinados; por la llegada de las tropas franquistas y la ocupación de Santander por las brigadas navarras e italianas el 26 de agosto de 1937. La vida de Alvarín se verá afectada por todos esos acontecimientos, sin que yo quiera desvelar aquí los detalles de su desenlace, por otro lado, previsible y anticipado sin ambages por la mayor parte de la crítica. 

Pese al indudable vínculo de los hechos narrados con la propia trayectoria familiar del autor, estamos ante una novela, como resalta categóricamente Pombo en el epílogo a su libro: Deseo subrayar aquí que Santander, 1936, que es una novela, que es ficción, a la vez contiene un gran número de elementos y personajes reales que forman parte de la guerra civil en Santander, como mi propio tío Álvaro Pombo Caller o mi abuelo Cayo. Aunque la base histórica del relato es, sin embargo, inequívocamente cierta y documentada, como también se menciona en el citado colofón: No hubiera sido posible escribir esta novela sin la ingente colaboración de Mario Crespo López: unos cuatrocientos folios que proceden de la hemeroteca de El Diario Montañés y demás material histórico. La generosa ayuda de Mario Crespo ha sido, pues, indispensable. Sin el realismo documental de un historiador como Mario, esta novela se habría quedado en nada

Santander, 1936 interesa -verbo demasiado “frío” y discreto; el libro me ha entusiasmado- por varios motivos principales. En primer lugar, por el mero poder de la narración. Pombo es un escritor formidable, dueño de un talento y unos recursos literarios descomunales. A sus logros en esta ámbito -al fuerte poder magnético del relato- contribuyen una base narrativa más o menos convencional; una trama lineal que avanza en un recorrido cronológico con bien trabados excursos; la profundidad en la construcción psicológica de los personajes; la precisión con que se recrea el marco “ambiental”, el reconocible escenario social en que se desenvuelven los protagonistas; la presencia -habitual en las novelas del santanderino- del “pensamiento”, de hondas reflexiones filosóficas y disquisiciones teológicas; y también, y de manera muy notoria, el juego -que se intensifica en la segunda mitad del libro- que supone la “intromisión” de la voz narradora, que habla desde el presente, en el relato del pasado, interpelando abiertamente -a veces solo aludiéndole de un modo implícito- al lector, como puede apreciarse en algunos ejemplos que aquí incluyo: 

El narrador está seguro de que sus distinguidos lectores se habrán escandalizado ya de sobra 

Alvarín, en aquel entonces, no llegó, ni siquiera remotamente, a pensar en la palabra equidistancia 

Si por un momento pudiéramos ver a esos dos jóvenes, Wences y Alvarín, desde fuera, desde arriba, desde todos sus lados a la vez, si fuera posible verlos como absolutamente son y no han llegado a ser aún, ¿qué veríamos? 

Esta opción del autor, simultáneamente cercana y distante, en el modo de dar cuenta de la vida de sus criaturas -cercana porque es la mirada “personalizada” del escritor la que las examina como a la luz de un microscopio, adentrándose, como si dijéramos, en su mente y dando cuenta de ellas al lector; distante porque los sobrevuela, los objetiva, los sitúa como objetos de investigación-, se ve acentuada por la incorporación de citas o referencias librescas, que, de nuevo, parecen obedecer a un intento de compensar lo que de subjetivo tienen las experiencias vividas por los personajes con la firmeza “real”, documentada, incontrovertible, de los hechos demostrados: En su inmenso estudio biográfico, Ian Gibson sugiere…; En Una ciudad bajo las bombas dice José Manuel Puente Fernández…; Cuenta Ramón Bustamante Quijano en su libro A bordo del «Alfonso Pérez»…; Dice un filósofo contemporáneo, Patricio Peñalver, comentando Ser y tiempo, de Heidegger… Estamos, como puede colegirse, ante algunas manifestaciones -leves aunque significativas- de lo que se ha dado en llamar autoficción, la presencia en la novela de la realidad del autor, que se inmiscuye en el relato que narra. 

Del mismo modo, el libro está así trufado de párrafos en cursiva, pues son abundantes las transcripciones literales -largas en ocasiones y muy bien elegidas siempre- de discursos, sobre todo de Azaña y José Antonio Primo de Rivera, de personajes reales de la vida pública, de versos de Lorca, de correspondencia entre Álvaro y su madre, de algunas cartas con su padre (desconozco si, en estos casos, las cartas son inventadas o resultan ser también transcripciones de misivas auténticas de sus parientes, conservadas desde entonces y recuperadas y adaptadas para la novela; yo apostaría por la primera opción). Hay, escondida entre las páginas del libro, una reflexión que, a mi juicio, alude de manera significativa a esta visión, a la vez interior y externa, íntima y omnisciente, del narrador: Un buen relato, por muy de ficción que sea, vivifica la vida que vivimos a diario, como si de pronto fuéramos capaces de sobrevolarnos y sobrentendernos y entendernos de sobra, como si nos protegiese de pronto la luz de una inmensa sabiduría, por inimaginable e inverosímil que este concepto sea

El segundo gran foco de atracción del libro es, sin duda, y de cara al tema que nos ocupa en estas semanas, el de la “fotografía” de ese Santander y esa España convulsos de los tremendos días de 1936. Comparecen, pues, desde este punto de vista, los personajes y los acontecimientos históricos, de existencia real, contrastada, los agitados días previos al inicio de la guerra y, sobre todo, los muy revueltos, excitados y estremecedores de los primeros meses tras el alzamiento fascista. Todo ello, además, presentado desde una óptica y una posición no demasiado convencionales ni representadas habitualmente en otras obras literarias, cinematográficas o artísticas: la perspectiva de un chico inocente, bienintencionado, razonable, nada sectario, que abraza la causa falangista con nobleza y buena fe, un chaval que no tenía nada de cobarde, que solo era meditabundo, reflexivo y, sin saberlo él mismo, valiente de corazón, en un enfoque opuesto al más consabido de los relatos “canónicos” sobre la guerra civil. En este sentido, la novela de Pombo constituye, como ocurre también con el resto de las propuestas de esta serie de nuestro espacio, una muy esclarecedora lección de Historia, de un fragmento, muy específico y local, aunque con valor universal, de nuestro pasado. Conocemos, de este modo, el clima previo al desencadenamiento de la guerra: el progresivo distanciamiento entre familiares, entre amigos y conocidos, a causa de la adscripción ideológica (tú y yo no vamos a romper las amistades por puñeterías políticas, suplicará Álvaro, de modo ingenuo y estéril, a Tote, su amigo de infancia); la en principio tímida y pronto notoria división en bandos (el ambiente, la circunstancia política, la exterioridad, la intemperie [establecían] círculos cerrados en torno a cada uno de ellos, círculos que era imposible traspasar, desbaratar); la cada vez más frecuente presencia de grupos de muchachos falangistas y de las juventudes de izquierda, paseándose, chulescos, con sus pistolas en la cintura; las trincheras, aún no “físicas” sino ideológicas, abriéndose en la prensa, entre individuos particulares, en los partidos políticos, incapaces de conllevarse, unos y otros, de conciliar sus posturas enfrentadas, pese a que casi nada, salvo las muy romas anteojeras políticas, los separan (no obstante la toma de partido que cada uno de los dos había hecho, derechas, izquierdas, lo cierto es que no había entre los dos abismo alguno); la creciente intransigencia, el fanatismo larvado de quienes defienden ideas opuestas (Ahora no es como antes: no estamos ya libres de asociarnos con quien nos cae naturalmente bien. No estamos libres de amar o desamar a unos o a otros. Esto es una lucha final. Desapareceremos y nuestros afectos se borrarán con nosotros. O ganamos o nos ganáis. Y hay que tomar partido); la división de la sociedad en dos grandes bloques: la burguesía frente al proletariado, los dueños de los medios de producción frente a los trabajadores, las clases populares frente a las adineradas, los revolucionarios frente a los fascistas; a la vez, la existencia de amplios estratos sociales que viven al margen de la confrontación, que rechazan la intolerancia, la agresividad, el odio y el rencor (Quieren saber si estamos con ellos o contra ellos, nada más. Tenemos que elegir bando, y quienes, como yo, o como tú mismo, elegimos los dos bandos a la vez nos llevaremos todas las bofetadas, gane quien gane); los locales que frecuentan los elementos destacados de cada facción y que ejemplifican el clima de discordia y la hostilidad -La Austriaca de los conservadores y La Zanguina republicana-; los rumores de golpe de estado (Hay rumores de un alzamiento nacional en todas las casas santanderinas. Y hay rumores de sublevación fascista en todos los barrios populares de Santander); las primeras muestras de confrontación violenta, altercados, puñetazos, palizas (Lo que está pasando en Santander, ahí afuera, ahí abajo en la calle, no es muy tranquilizador que digamos […]. Viene a ser como un recorte, una imitación de lo que está pasando en España, en Madrid, que nadie tolera a nadie que no sea de su cuerda porque todos tenemos toda la razón, unos contra otros. Santander es una imitación borrosa de España, una provincia borrosa, la mejor provincia de todas las provincias…); el abandono de la normalidad, del orden y la convivencia pacífica (Y es curioso que, dentro de todas estas comodidades nuestras, este bienestar con que vivimos, nuestra vida provinciana, burguesa, transitable, ahora se vuelve intransitable. Las calles se han vuelto peligrosas y las casas también. Hay registros y sacas cada día…); y, por fin, la guerra abierta y la violencia explícita (Y el caso es que en Santander aquellos años y entrado ya el 36, se había pasado definitivamente del jaleo y el alboroto al tiroteo. Ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo, como en la canción de García Lorca), las represalias feroces, la venganza y la rendición de cuentas, las detenciones, los paseos, los fusilamientos, los asesinatos impunes (La situación es intimidante. No es que se opongan dos ideologías, dos posiciones políticas, es que se encuentran en manos irresponsables, violentamente irresponsables. Cabe esperar, de sus guardias, cualquier cosa. Cabe esperar cualquier caprichosa liberación y, al revés, cualquier caprichoso asesinato). 

Y en medio de ese odio ciego, sometidos por igual a la salvaje irracionalidad de unos y otros extremos, las gentes honradas, quienes viven y quieren seguir viviendo en paz al margen de los fanatismos ideologizados de cualquier signo, los que el azar o el destino, la familia o los genes, la geografía o las eventualidades de la trayectoria vital han situado en un bloque que no representa sus auténticas convicciones (Imagina por un momento que, en lugar de ser un señorito guapo que viene con estudios en Francia y que juega muy bien al tenis y boxea con mucha elegancia, hubiera sido uno más de los muchos chavales santanderinos rapados al cero para librarse de los piojos y de las liendres. Si hubiera sido un chico de la calle tendrías ahora a un chaval de izquierdas que odiaría a las derechas), también los tibios, los indiferentes, los no significados políticamente (.Los rojos santanderinos le detuvieron por considerarle nacional. Y añadía Wences [un amigo de Álvaro, con un destacado protagonismo en el último tercio del libro], sonriente: –Y me temo que, si algún día entran los nacionales en Santander, me detendrán por rojo. Nadie ha sabido nunca a qué carta quedarse conmigo, y, la verdad, tampoco yo sé a qué carta quedarme conmigo mismo a veces), víctimas inocentes de las atrocidades de uno y otro bando: Y ahora van a matarnos a nosotros y, sobre todo, a ti, Álvaro. A ti más que a nadie, por falangista. Igual que los falangistas han matado a Federico. A ti más que a nadie, por señorito. Lorca también era un señorito. Esta guerra también es una guerra de clases. No solo de lados políticos, también de clases, de venganzas y de rencores

Frente a este panorama de sinrazón y barbarie Santander, 1936 opone, en lo que resulta una evidente opción ideológica del autor, una apuesta por la racionalidad y la ilustración, por la sensatez, la cultura y el pensamiento. Con la ya anotada y habitual capacidad discursiva del Álvaro Pombo filósofo, en el libro se sostienen -en boca de los personajes, en particular el de don Cayo Pombo, padre de Alvarín, y el del maestro Wences, amigo del chico- tesis a favor de las vertientes más nobles e íntegras de las ideas republicanas, lo que podríamos llamar el republicanismo ilustrado -que en el libro encarna la figura de Azaña, de presencia notable en tanto referente para los Pombo, padre e hijo- y su influencia depuradora, purificadora, equilibrante, su noble pretensión de abrir España de par en par, su para muchos ilusionante ideal, su impulso integrador, su decidida voluntad de hacer revivir, de entre las cenizas de la oscura monarquía hereditaria borbónica y el funesto influjo de la Iglesia católica, intrusiva, adoctrinante, omnipresente, los valores democráticos, “modernos”, igualitarios y liberadores, que representan un cambio de usos y costumbres en la política española. El Pombo escritor de 2023 parece reivindicar -de manera ostensible- mediante sus criaturas lo que en ese tiempo constituía la aspiración a una nueva legitimidad republicana, que no dependía de la subjetividad ni del encanto de las figuras dominantes, sino de su racionalidad y buen sentido, y que pretendía introducir en nuestro país, de una vez y para siempre, la soberanía popular, las instituciones representativas, el debate parlamentario, las Cortes, el imperio de la Ley, el sufragio universal, la cultura y la razón, la instrucción pública, la sanidad para todos, la justicia social, los modos de proceder y los valores, en fin, que la llegada del franquismo -y aun antes la monolítica dictadura del comunismo y anarquismo más fanático e irracional-, proscribirían durante décadas de la cotidianidad de nuestros conciudadanos. Estos postulados se oponen a la brutal confrontación, goyesca, de las dos Españas, cerriles, intransigentes, obtusas, intolerantes, que dirimen sus discrepancias a garrotazos. Son muchas las afirmaciones en este sentido que surcan el libro: 

La otra España es verdadera también, la otra mitad 

¡Seguro que es imposible que nadie tenga toda la razón, que la acapare! 

Los creyentes se sienten en posesión de la verdad, y los incrédulos, los escépticos, nosotros, los republicanos, somos considerados el enemigo. Pero no somos el enemigo. 

Contra esta concepción limitativa, reduccionista, generadora de odio, que tan presente sigue aún en nuestra vida política, contra una sociedad articulada en banderías violentas -la agresividad colectiva de los falangistas frente a la agresión colectiva de los rojos-, la novela defiende (en la medida de que una obra de ficción pretenda sostener una tesis, más allá del mero relato) una perfección republicana, democrática, un razonable comportamiento público; procurar hacer perfectamente nuestras obligaciones cotidianas, cultivar nuestras relaciones, ser compasivos; o, en creación afortunada, la idea de “sobreponerse”: sobreponerse es todo. Sobreponerse es un término curioso en castellano: es una palabra que traduce, en términos físicos –ponerse encima–, una actitud no física, sino moral. Sobreponerse sería equivalente a contenerse o reagruparse o recolectarse después de una explosión exterior. Al sentirnos insultados, al sentirnos agredidos, sentimos, con frecuencia, que deberíamos sobreponernos antes de responder con otro insulto u otra agresión. Sobreponerse equivale, pues, a inhibir un impulso inmediato y sustituirlo por otro reflexivo. Prudente, escéptico y respetuoso agnosticismo, oposición firme a los dogmatismos de toda laya, defensa a ultranza de la argumentación y el sosegado debate, respeto a la dignidad del rival, búsqueda a ultranza de la verdad sin apriorismos ideológicos ni postulados de partido. Los valores de esa tercera España, ajena a los intereses intolerantes de las dos fuerzas en liza, tan difícil de articular incluso en nuestros días. 

Ya tan solo este muy fiel retrato de la realidad de aquel tiempo (por simplificar: fascismo, comunismo y el pueblo común) justificaría la lectura de la novela, que encuentra en esa circunstancia la razón de su inclusión en esta serie “guerracivilista” de Todos los libros un libro. Pero, más allá de esta muy completa recreación del marco general de la sociedad santanderina -y por extensión española- de la época, otro logro del libro estriba en su descripción del ámbito personal y familiar en que se desenvuelve su protagonista, ese ambiente de la burguesía que se había enriquecido en el siglo XIX y que, aún próspera, propietaria y rentista, intenta vanamente sobrevivir a su decadencia (asocia el narrador, desde este punto de vista, a los Pombo con los Buddenbrook del libro del mismo título de Thomas Mann: El relato de cómo fuimos brillantes y fuimos viniéndonos poco a poco a menos): se hunden sus negocios, se rompen sus matrimonios, se ataca su catolicismo hecho de convenciones y rituales consabidos, y se viene abajo su añejo sistema de valores, sustituido por el vendaval incontrolado que destruye cuanto de orden pacífico parece quedar en el mundo. Y aquí sobresale, una vez más, el talento del autor, no solo en la descripción del entorno material -los espacios, los lugares, las calles santanderinas, los interiores de las casas, los hábitos sociales, la “irradiación” del Palacio de la Magdalena, el recuerdo vivo de las tradicionales estancias veraniegas del depuesto monarca Alfonso XIII- sino, sobre todo, en el perfil íntimo de los personajes. Destacan, en este sentido, lo bien perfilado de la figura del padre, Cayo Pombo, entrañable en sus contradicciones, en su desvalimiento, en su miedo y su desconcierto. Cayo es un republicano ponderado, admirador devoto de Azaña, cuyas ideas comparte, pero cuyo impulso vital, cuya audacia intelectual, cuya voluntad de cambio político no se atreve a seguir. Es un hombre cobarde, de alma delicada y escéptica, que se inhibe a la hora de manifestar en la acción el compromiso con sus ideas, que no quiere significarse en su presencia social, que se retrae, incluso, en su fallida convivencia matrimonial. Un hombre enfermo, que se recuerda, nostálgico, antes de la destrucción de todas sus esperanzas e ilusiones personales, en los días de principios de siglo, con veinte años, con una prometedora carrera de ingeniería empezada, con dinero en el bolsillo, con dinero todavía en la conciencia adinerada de la familia, los adinerados Pombo de Santander, los elegantes Pombo. Un hombre desvalido en lo personal, que se hunde en paralelo al declive de la familia. Un hombre que, ante la terrible deriva de los hechos, asustado, temeroso, inquieto, cohibido, se ve embargado por un muy perceptible sentimiento de culpabilidad a causa de su inercia, de su placentera falta de implicación, de su convicción republicana pasiva, solo irreal, meditativa, apolítica. Un hombre, en fin, sin atributos, pero que ha sido honrado y bueno y fiel toda su vida. En sus propias palabras, un falso izquierdoso, un amateur, un esnob de pacotilla […], un payaso incoherente, infiel a la República y a mí mismo

El personaje principal es, sin embargo, Alvarín, su hijo, dibujado con una densidad, una hondura, una profundidad psicológica y una capacidad de indagación por parte de su creador en los muchos recovecos de su personalidad, sobresalientes. Es un chico sensible, acostumbrado a analizar sus sentimientos, que se conmueve, muy a su pesar, pues quiere demostrar que no es débil ni frágil, por la ternura ajena. Es tímido y algo retraído, con fuertes reticencias a mostrar su intimidad, distante, por tanto, de las gentes, en especial de las chicas. Se nos muestra, también, como alguien con dificultades para afrontar la realidad, movido por un afán melancólico de huir de la creciente complejidad del mundo, que se esconde en una cueva de sí mismo, donde nunca había demasiada realidad, como si la realidad solo fuese, a fin de cuentas, un simple color local, un accidente. En él se da un conflicto entre lo “interior” y lo “exterior”; lo íntimo es la casa familiar, su padre, que representa para él lo sagrado, la continuidad sagrada de la vida, lo irrompible, también lo que se agota, lo que se acaba, lo perecedero; lo exterior puro, la intemperie perfecta, se encarna en la Falange: así era el mundo, encrespado y bravo y abierto y noble, como Falange Española. Este juego de contrastes, dualistas, se subraya a lo largo de la novela: frente a la mortalidad y la fragilidad de la enfermedad de su padre, frente a la decadencia de ese mundo que se adentra en el ocaso, lo extraordinario artístico, expresionista, injusto y supramortal, que se le aparece en el impulso vivificador, positivo, enérgico, revestido de laconismo y seriedad, de la revolución falangista. Frente a la inadaptación adolescente, frente a la desasosegante búsqueda de identidad juvenil, frente a sus insuficiencias, frente al dolor de la singularidad, el refugio de la militancia, la seguridad de la pertenencia a un proyecto que se postula como una totalidad, la convicción derivada de la integración en un bloque, en una colectividad: ¡El fascismo es un proyecto para todos! Un movimiento que supera izquierdas y derechas, juventudes y vejeces, nos saca del tedio, de la tristeza, de la decadencia

En sus conflictos íntimos tiene también un papel significativo -en ausencia- su madre, la agreste voluntad de vivir de su inquieta y cascabelera madre. Ana Caller Donesteve, veinte años más joven que su marido, incapaz de soportar lo mucho que de mortecino hay en él y en su familia y en la sociedad santanderina, libre, desenfadada, poco convencional, atrevida -Es un automóvil a cien por hora-, romperá su matrimonio -algo inusual para la época-, marcará para siempre la vida de su esposo y sus dos hijos -mi madre nos sentenció a los tres sin darse cuenta-, huyendo a París en busca de un destino feliz: Mi madre quiso la victoria y se desenganchó de nosotros, eso fue lo que fue. La victoria era París, la victoria era alta costura, la victoria era olvidarnos y dejarnos. La victoria era su santa voluntad, la voluntad sagrada de mi madre que, sin embargo, es imposible censurar, mi padre nunca lo hace, nunca la censura, porque transcurre toda en la inconsciencia, en una ignorancia esplendorosa de sí misma y de nosotros. Desde allí, y a través de sus esporádicas cartas de contenido ligero, aparecerá de vez en cuando en la vida de su hijo dándole cuenta de su exultante vida social -directora de alta costura en Chanel, bailarina, escritora, casi cualquier cosa que pudiese transformarse en gestos, gesticulaciones y reuniones sociales-, una existencia activa, luminosa, leve, tenuemente superficial, la antítesis de la rigidez reflexiva, oscura, decadente de su pasado santanderino. 

Y hay también un puñado de otros personajes memorables, “secundarios de entidad”, algunos de presencia fugaz pero con dibujos con “poso”, dejando rastro en el lector. Es el caso del tío Gabriel, Gabriel María de Pombo Ybarra, fiel a la monarquía y a su clase social pero igualmente capaz de conllevarse con los gobernantes republicanos; simpático, superficial, frívolo, vanidoso e insustancial, con un punto aristocrático y objeto de la admiración de Alvarín. Y están los amigos, Rafael Mazarrasa, falangista convencido; Tote, fraterno compañero de infancia y ahora en el otro bando, socialista comprometido y rompiendo a causa de la guerra su inseparable amistad; el joven maestro Wences, al que conocerá en la reclusión del Alfonso Pérez, que, en su forzado encierro, recita a García Lorca y extiende su mirada lúcida sobre los desatinos que los envuelven, en algunos de los pasajes más emotivos del libro. Así, también, el personal al servicio de los Pombo, Paco el chófer, Mercedes, la cocinera, personas tiernas, a ratos formidables, violentas, se peleaban en la cocina a grandes voces; y por encima de ellos, Elena, la doncella, de la que el Álvaro niño y adolescente se enamoriscará, en una línea del libro que crecerá de modo imperceptible hasta sus últimas páginas. 

En fin, una gran novela, que os recomiendo vivamente. Os dejo ahora con un fragmento del libro que se acerca a la personalidad de Alvarín e incluye un texto de Azaña muy revelador del planteamiento que, a mi juicio, defiende el propio autor. Tras él, una versión formidable de una canción de origen popular a la que se alude en el texto, Anda jaleo. En 1931 fue grabada por Encarnación López, “La Argentinita”, para un disco, Colección de canciones populares españolas, que incluía, junto a este título, otras nueve muestras de la música tradicional de nuestro país. Los arreglos y el acompañamiento al piano fueron de Federico García Lorca -cuya presencia contribuyó de manera decisiva a su difusión y a su permanencia en el tiempo-, mientras que la artista flamenca cantaba, tocaba las castañuelas y bailaba, siendo en algunos de los registros perceptibles sus taconeos. 


¡Qué bien entendía esa tarde Alvarín, contemplando el suave chapoteo de los botes amarrados frente al Club Marítimo y en la dársena de Puertochico, el republicanismo burgués de su padre, tan parecido en tantas cosas al republicanismo burgués del presidente Azaña! ¡Lo razonable y reglamentado por oposición a lo furioso, a lo encrespado, a lo divino, a lo mítico! ¡Qué bien entendía Alvarín esa tarde, mientras contemplaba absorto el resplandeciente efecto de la marea alta en toda la extensión de la bahía santanderina, una célebre declaración del presidente Azaña!: Nunca jamás, fuera de aquí, del Parlamento, ni ningún estilo de gobernar ni ninguna combinación de gobierno posible. Aquí, repito, está el centro de gravedad de la República española. ¡Qué bien entendía Alvarín esa tarde ese espléndido elogio, tan vehementemente expresado, del parlamentarismo gubernamental y político! Que el Parlamento fuera el centro de gravedad de la República española significaba justo un elogio de lo razonable, una voluntad de decir lo decible, lo legalmente posible, una voluntad de amar en los hombres justo lo que les encadena. Lo que encadena a los hombres no tienen por qué ser sus vicios y sus defectos, puede ser, sin más, la ley, el sistema de las leyes. Y había, en la revolución falangista, con toda su valentía y su belleza heroica, una voluntad como alegal y como anárquica. De ahí venía la célebre frase de José Antonio: El mejor destino de las urnas es ser rotas. Es curioso –y una muestra de la profunda comunión espiritual que existía entre padre e hijo– que Cayo Pombo Ybarra hubiese, aquella misma tarde de abril de 1936, tenido pensamientos razonables, tratando de entender nuestra desmesurada e irrazonable España en términos de legalidad y de proporción y de vida parlamentaria. Se había hecho Cayo Pombo con la intervención de Azaña en Las Cortes el 3 de abril de 1936, y ahí leía: El atasco que ha sufrido la política republicana, el atasco de la República, no ha dependido tanto de errores de personas ni de orientaciones programáticas de partido como de esta falta de íntima confianza en la fecundidad del régimen republicano, en el arraigo del sentimiento republicano en el pueblo español y en la necesidad vital de que el pueblo español se desenvuelva dentro de los cauces liberales de la ley republicana. El otro texto que martilleaba en la conciencia de Cayo Pombo era este: Tengo la pretensión de gobernar con razones, mis manos están llenas de razones, fundadas en mi propio derecho, en mi propia historia política (...). El que se salga de la ley ha perdido la razón y no tengo que darle ninguna.

Videoconferencia
Álvaro Pombo. Santander, 1936