Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de noviembre de 2021

HERVÉ LE TELLIER. LA ANOMALÍA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de reseñas literarias de Alberto San Segundo para Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os propongo una novela magnífica, una de las más originales, entretenidas, estimulantes e intelectualmente provocadoras que he leído en los últimos meses, una opinión probablemente compartida por los muchos lectores que la han convertido en un éxito de ventas, inicialmente en Francia, país en el que se publicó originariamente y en donde obtuvo el prestigioso Premio Goncourt de 2020; también en España, con más de diez reediciones en los pocos meses que han transcurrido desde su aparición, y, en general, en el mundo entero, con traducciones a muy diversas lenguas (en algún reportaje he leído que a cuarenta). Estoy hablando de La anomalía, una muy singular obra literaria que vio la luz en nuestro país el pasado abril en la editorial Seix Barral en traducción, en sí misma reseñable, como luego comentaré, de Pablo Martín Sánchez. Su autor, Hervé Le Tellier, a quien yo no conocía hasta esta deslumbrante aparición, es, claro, escritor, pero también editor, matemático y crítico literario. Colaborador habitual de los medios de comunicación, escrita y radiofónica, cuenta, al parecer con una extensa obra -no traducida en España, que yo sepa- en distintos géneros: poesía, teatro, novelas y relatos. Como informa la nota biográfica que la editorial adjunta en la solapa, Le Tellier es miembro, desde 1992, del grupo de experimentación narrativa de vanguardia Oulipo. El Oulipo (Ouvroir de littérature potencielle, Taller de literatura potencial), es un movimiento muy interesante y fecundo que ha dado al mundo literario nombres relevantes como, entre otros, Raymond Queneau o Georges Perec, y que tiene la entidad suficiente para hacerse merecedor de un tratamiento autónomo en una reseña monográfica, que os prometo para los próximos meses. El núcleo central de su propuesta, una escritura construida desde las “constricciones”, con mucha presencia de estructuras y planteamientos matemáticos, aflora también, aunque no de un modo tan notorio como en las manifestaciones más emblemáticas del grupo, en esta muy peculiar La anomalía de la que esta tarde quiero hablaros. 

Con miedo a destripar un argumento cuya excepcionalidad constituye ya una de las razones fundamentales del interés del libro, y por lo tanto con mucha prudencia, os resumo brevemente la idea principal sobre la que gira esta novela especialísima. El 24 de junio de 2021, a un Boeing de Air France que hace el trayecto París-Nueva York se le niega el aterrizaje en el aeropuerto Kennedy. Su perplejo comandante se ve obligado a desviarse a la base militar McGuire, en Nueva Jersey, conminado por las exigencias que le hacen, a través de los sistemas de control de la aeronave, altos cargos del ejército y destacados representantes de los servicios secretos estadounidenses que envían, además, un par de cazas para reforzar su imperativo mandato y acompañar al avión hasta su nuevo destino. Una vez en tierra, y en medio de excepcionales medidas de seguridad, los doscientos treinta pasajeros y los trece miembros de la tripulación quedarán retenidos, aislados de todo contacto con el exterior, sin posibilidad de comunicarse con sus allegados, desprovistos de móviles, tabletas, ordenadores o cualquier otro dispositivo electrónico y sometidos a los minuciosos interrogatorios de sus inesperados “captores”. Pocas horas antes, mientras atravesaba el Atlántico, el reactor se había visto envuelto en un desconcertante episodio al adentrarse en un extenso frente frío de impresionantes nubes, no detectado por los radares, un sobrecogedor muro opaco, gris, que se había acercado a la nave a velocidad vertiginosa, engullendo a su paso con voracidad depredadora la capa nebulosa que lo alimentaba y sostenía. Bajo un potentísimo “bombardeo” de granizo que llegó a resquebrajar la superficie exterior del parabrisas, entre terribles turbulencias, la nave se vio zarandeada, los pilotos, conmocionados, presos del terror, perdieron el control de los instrumentos de navegación, las pantallas, los indicadores, los computadores de a bordo quedaron inutilizados, congelados en unos dígitos imposibles, se interrumpió la conexión con el aeropuerto, mientras el pánico se apoderaba del pasaje. Tras unos interminables minutos de espantosa angustia, el avión recuperó la normalidad, continuando su vuelo sin mayores contratiempos hasta la súbita “irrupción”, ya cerca de su destino, de las autoridades militares con su perentorio requerimiento. 

Tres meses antes -exactamente ciento seis días-, el 10 de marzo, tras verse envuelto también en enormes turbulencias, el mismo avión -no el mismo modelo, sino exactamente ése, el AF066 París-Nueva York-, con la misma tripulación y los mismos pasajeros -no iguales en número o parecidos en sus características físicas, de raza o nacionalidad, sino literalmente los mismos, con la misma personalidad, idénticos nombres, profesiones, circunstancias familiares, documentos identificativos y hasta ADN- había aterrizado normalmente en el aeropuerto neoyorquino y todos, viajeros y personal de la aerolínea, habían reanudado, con su memoria aún conmocionada por el reciente sobresalto, sus existencias habituales. 

A partir de esta “anomalía”, un punto de partida temático ciertamente inusitado, cuya elección es uno de los logros del libro, Le Tellier construye su novela, que solo cuando se llevan ya trascurridas ciento cincuenta páginas da a conocer al lector el acontecimiento primordial que lo nuclea, esa extraña duplicidad, esa insólita fractura en la textura de lo real que produce un imposible desdoblamiento en la existencia de sus protagonistas. Antes, en la primera parte del libro, nos presentará las vidas de una decena de pasajeros del Boeing (insisto, sin que, a esas alturas, sepamos cuál es el vínculo entre ellos ni cuál es la lógica interna que articula la novela, más allá de la común presencia de todos ellos en el accidentado vuelo; de la que, en ocasiones, se da cuenta en unas escasas frases al paso), en una serie de capítulos cada uno de los cuales tiene entidad propia y podría haber constituido, de pretenderlo así el autor, la base de una novela autónoma. 

Así, conocemos a Blake, un sicario, un asesino por encargo que hace de la muerte de los demás su vida, dotado desde niño con una capacidad para matar, con una inclinación hacia el asesinato, con una frialdad y una meticulosidad de carácter a la hora de ejecutar sus crímenes que lo hacen -perdóneseme el tópico- despiadado y casi infalible, y ello sin que, en apariencia, afecte a su convencional vida de esposo y padre de dos hijos. Victor Miesel es un escritor con más éxito de crítica que de ventas que a los cuarenta y tres años se gana la vida con las traducciones. En el terreno sentimental va de fracaso en fracaso, en espera de la mujer con quien querer compartir su vida. Cuando en unas jornadas de traducción entrevé a una invitada que le atrae y a la que buscará durante las demás sesiones del simposio, tras haber intercambiado con ella algunas palabras banales antes de perderla de vista en el tráfago de los congresistas, piensa que, por fin, la “elegida” ha aparecido, aunque transcurridos ya cuatro años desde aquel primer contacto no la ha vuelto a ver. Cuando retorna a París desde Nueva York, tras el turbador vuelo de ida del 10 de marzo en el que cree identificarla vagamente entre el pasaje, se ve “impelido” a escribir, sometido al dictado de una fuerza oculta, una novela (de título La anomalía, en uno de los juegos metaliterarios del libro) que obtendrá un reconocimiento fulgurante y hará de él un escritor de culto. 

Montadora cinematográfica, Lucie Bogaert es madre del pequeño Louis. Se siente atrapada en su relación con André Vannier, un prestigioso arquitecto mucho mayor que ella, al que se rindió, admirada por su delicadeza y encanto, hace tres meses. Tras un “viaje de amor” a Nueva York, de nuevo en París se siente cada vez más agobiada por el carácter exigente del hombre, por su avidez asfixiante de viejo enamorado silencioso y da los primeros pasos para su separación. A André lo vemos en Bombay, a donde ha acudido para supervisar la construcción de la Sûryayã Tower, uno de los proyectos de su estudio de arquitectura. Su dolor por el distanciamiento que ha percibido en Louise y su temor a una más que cercana y solitaria vejez, a la que se resiste inútilmente, lo llevan a mostrarle y hasta a exhibir su sufrimiento, tanto en el trato personal en sus últimos encuentros como a través de cartas desesperadas que abruman a su destinataria y provocarán la ruptura definitiva. David Markle es el comandante del vuelo. En mayo de 2011, dos meses después de la insólita peripecia aérea, recibirá de su hermano Paul, médico, un diagnóstico -“edulcorado” para evitar el daño emocional- de cáncer de páncreas agresivo y terminal. Sophia Kleffman es una niñita norteamericana, que vive una infancia relativamente normal con sus padres, Clark Kleffman, un militar de élite que presta servicios en Afganistán e Irak, su madre April, que se casó enamorada -y engañada por una personalidad atrayente sólo en su fachada-, su hermano mayor Liam y su muy querida rana Betty. Después de unos días de vacaciones en París, a donde la familia se desplazó para celebrar un aniversario de bodas, y sin Clark, que desde la capital francesa embarcó hacia Bagdad en una nueva misión de combate, April, Liam y Sophia volverán a su país en el vuelo de Air France. 

Otro de los personajes elegidos por Le Tellier es Joanna Wasserman, una joven y brillante abogada negra que con una exitosa, pese a su brevedad, carrera profesional como combativa defensora en los tribunales de las causas que afectan a miembros de su raza, luchando a favor de la justicia y contra las discriminaciones de los poderosos, acaba de firmar -no sin conflicto personal- por el bufete Denton & Lovell, con un elevado sueldo, para representar a la firma en la defensa de la farmacéutica Valdeo, que se enfrenta a una demanda millonaria porque uno de sus productos, un insecticida que lanzó al mercado sin respetar los protocolos de validación, contiene heptaclorán, una molécula altamente cancerígena y que ha provocado ya decenas de afectados, en su mayor parte mujeres negras. La novela nos pone en contacto también con Slimboy, un cantante de rap nigeriano, cuya música ha alcanzado una discreta repercusión en su país, con algún concierto en Londres, París o Nueva York, no demasiado relevante y sin un éxito apreciable. En un rapto de inspiración provocado por el aterrador episodio vivido en el Boeing, compondrá Yaba Girls, un gran hit mundial que lo convertirá en una estrella internacional. 

Cuando el 24 de junio, el “segundo” vuelo sea interceptado y obligado a su aterrizaje forzoso en la base militar estadounidense, todos estos personajes (y sus dobles de marzo; de hecho, el autor, añadirá al nombre de cada uno “marzo” o “junio”, según los casos para facilitar la correcta intelección de una trama cuyo punto de partida propicia el deslizamiento hacia lo intrincado y laberíntico: ¿Cuántos relatos simultáneos puede aceptar un lector?) se verán sometidos a una profunda investigación por parte de las autoridades para comprobar si son quienes dicen ser y para, sobre todo, intentar encontrar una justificación plausible al inquietante fenómeno. En esta segunda parte del libro se transcriben esos interrogatorios, se da cuenta de las actuaciones del Ejército, del FBI, de la CIA, de la National Security Agency, del PYSOP (Special Operation Command, especializado en Operaciones Psicológicas), de los líderes espirituales del planeta (reunidos, en una hilarante sesión, para estudiar las derivaciones religiosas y morales del asunto), de los altos representantes políticos (cuyo “reparto” incluye a un disparatado presidente de Estados Unidos, a quien no es difícil identificar con Donald Trump; pero también a Emmanuel Macron o Xi Jinping), y del equipo de científicos (expertos en física cuántica, biología molecular, astrofísica, premios Nobel, premios Abel y medallas Fields de matemáticas, hasta filósofos) que, bajo la dirección de Adrian Miller, matemático, profesor de Princeton, y de Meredith Brewster-Wang, asesora de la NASA y de Google Corp., presentarán sus distintas hipótesis explicativas y discutirán sobre los protocolos a seguir en una situación tan imposible de prever como la acaecida. En esta sección central de la novela iremos conociendo también el proceso por el que el incidente, que se ha mantenido en secreto y con rigurosas exigencias de confidencialidad para todos los interesados, acaba por llegar a la opinión pública, con la presencia de las grandes cadenas de televisión, CNN, NBC, CBS, la Fox, y con la inclusión en el texto, incluso, de un supuesto artículo del New York Times dando cuenta de los hechos con tono alarmado y reivindicativo (The people have to right to know). 

Por último, en la tercera sección del libro, los viajeros pueden abandonar su encierro y conocer a sus “dobles”. Le Tellier ha construido la personalidad y la trayectoria biográfica de sus personajes de tal manera que esa confrontación permita mostrar ángulos y situaciones diversas y complejas, que inciten a la reflexión del lector. Y es que, en los casi cuatro meses de “décalage” entre unos y otros, las vidas de los pasajeros de marzo han avanzado, se han producido cambios, han sucedido pequeños acontecimientos, enfermedades, rupturas sentimentales, nacimientos, suicidios… El talento del escritor para articular los mecanismos del complicado engranaje que permita encajar estas vidas solapadas y para mantener brillantemente la tensión narrativa es formidable y no extraña, por tanto, su reconocimiento crítico y de lectores. Una valoración que debe mucho también, a mi juicio, al carácter poliédrico del libro, una inteligente mezcla de géneros, que incluye la narración convencional, la ciencia ficción y el relato distópico, el thriller, los pasajes humorísticos, la comedia sentimental, la novela filosófica o de tesis, la psicológica, el texto experimental, la innovación y los juegos literarios (tan caros al Oulipo; del que, por cierto, también es miembro -el único español- el traductor Pablo Martín Sánchez, que ya apareció en Todos los libros un libro hace unos años en relación a una de sus novelas más destacadas, El anarquista que se llamaba como yo). 

Además, La anomalía es interesante por la reflexión que propone, por las preguntas que plantea y a las que tímidamente trata de responder, y por las diversas hipótesis apuntadas para entender lo sucedido, lo que abre el libro a una subyugante dimensión filosófica, con derivaciones de orden científico religioso y hasta metafísico. Si resumimos a una sola idea el elemento central de la “tesis” de Le Tellier (en el supuesto de que la novela -la literatura, en general- pueda ser reducida a una tesis), ella sería la a la vez prometedora e inquietante hipótesis según la cual el ser humano es una creación virtual, una simulación “fabricada” por una civilización futura, muy superior a la nuestra, dueña de una tecnología potentísima (hoy ya casi a nuestro alcance) que habría permitido a nuestros descendientes reproducir fielmente a sus antecesores (a nosotros mismos, pues) para conocerlos y observar su evolución. En otras palabras, y en una sentencia brevísima y contundente: la realidad no es real. De entre los tres argumentos principales que manejan los expertos reunidos para intentar comprender y explicar la “anomalía”, y que se explican en un capítulo del libro, la del agujero de gusano, la de la fotocopiadora y la de Bostrom, es esta última la que concita la adhesión de la mayoría y la que protagoniza las respuestas del escritor francés en cuanta entrevista he leído de él en estos meses posteriores a la publicación de su obra en nuestro país. A partir de la bien conocida Ley de Moore, según la cual cada dos años se duplica la potencia de los ordenadores, en una progresión geométrica vertiginosa, y teniendo en cuenta los hallazgos del ingeniero norteamericano Eric Drexler, gran especialista en nanotecnología, que postula la posibilidad real de crear un sistema del tamaño de un terrón de azúcar capaz de reproducir cien mil cerebros humanos, Nick Bostrom, filósofo y profesor de la Universidad de Oxford, formuló en 2002 su teoría según la cual seríamos seres virtuales recreados tecnológicamente por una futura inteligencia colectiva desbordante (y si a quien me lee le sume en la perplejidad, como a mí mismo, la sola formulación de esta hipótesis, debe saber que, hace unos meses, en un artículo en la revista Scientific American se calculaba la probabilidad de que la teoría de Bostrom sea cierta, cifrando tal contingencia en un cuarenta y siete por ciento). 

Pero aun planteada como mera especulación, la conjetura se revela muy atractiva literariamente y, como he señalado, da pie a otras derivaciones que se despliegan en esta novela poliédrica, en la que afloran preguntas filosóficas -quiénes somos “en realidad”-, el eterno tema del doble, el complicado destino de la humanidad, el libre albedrío y el determinismo, las proyecciones sobre el futuro de nuestra especie, las posibilidades y los límites de la tecnología, el actualísimo asunto de las realidades virtuales y las fake news, y hasta las reflexiones sobre la exigencia de exclusividad que siempre parece conllevar la relación amorosa, una pretensión cuestionada por la duplicidad reflejada en la novela. Algunas de las dudas que suscitan las consecuencias de la improbable y poco tranquilizadora situación descrita en La anomalía se explicitan de modo inteligente e irónico en el largo fragmento que os dejo como cierre a mi reseña. 

Antes de ello no quiero dejar de mencionar otra vertiente del libro que lo enriquece al “amplificar” los ecos de la historia narrada. Se trata de la abundante presencia de referencias intertextuales, con menciones constantes, en un juego de citas, guiños, alusiones y homenajes, no siempre explícitos, a destacadas figuras de la cultura occidental. Músicos como Ed Sheeran, Lady Gaga, Elton John, Amy Winehouse o los Rolling Stones; actores y cineastas como Christian Slater en El nombre de la rosa, Keanu Reeves, Kubrick o Spielberg -genial el episodio referido a Encuentros en la tercera fase-; escritores como Arthur C. Clarke, Coetzee, Georges Perec, John Ashbery, Voltaire o Shakespeare; filósofos como Nietzsche, Spinoza, Descartes (su “Pienso, luego existo” sustituido por un humorístico pero perturbador “Pienso, luego lo más probable es que sea un programa informático”), o el Platón de la caverna; o libros como el propio “La anomalía”, que irrumpe en el relato en varias ocasiones en manos de distintos personajes, o Anna Karenina (un capítulo empieza con un “Todos los vuelos tranquilos se parecen, pero cada vuelo turbulento lo es a su manera", que es, obviamente, una mención al comienzo de la novela de Tolstói: “Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada lo es a su manera”), entre otros muchos más ejemplos del divertido laberinto literario que construye Le Tellier para solaz de sus lectores. 

En fin, son, como veis, también muchos los motivos para acercarse a esta imaginativa y muy sugerente novela. No dejéis de hacerlo. Cierro ahora mi comentario con una de las muchas “presencias” musicales del libro. En dos situaciones distintas de la narración (no la misma duplicada, sino dos diferentes) “suena” Desafinado, la imperecedera creación de Antonio Carlos Jobim, Stan Getz y Joâo Gilberto. 


LAS PREGUNTAS DE MEREDITH 
Sábado, 26 de junio de 2021, 7.30 horas 
McGuire Air Force Base

- Me niego a ser un programa -protesta Meredith. Adrian, si esa hipótesis es correcta, entonces vivimos una alegoría de la caverna, pero elevada a la enésima potencia. Y eso es insoportable: que no podamos acceder más que a la superficie de lo real, sin esperanza alguna de alcanzar el conocimiento verdadero, pase; pero que encima esa superficie sea una ilusión, ya es para pegarse un tiro 

- No sé yo si “pegarse un tiro” sería propio de un programa -intenta calmarla Adrian mientras le ofrece el tercer café de la mañana. 

Pero Meredith está furiosa, completamente fuera de sí, aunque sea a todas luces un efecto indeseado del modafinilo que toma cada seis horas para no dormirse. Adrian encaja una retahíla de preguntas para las que Meredith no exige respuesta. Las hay de todos los colores. ¿El hecho de que no me guste el café está inscrito en mi programa? Y la resaca de ayer, cuando me convertí una esponja de tequila, ¿también era simulada? Si un programa desea, ama y sufre, ¿cuáles son los algoritmos del amor, el sufrimiento y el deseo? ¿Estoy programada para cabrearme al descubrir que soy un programa? ¿Gozo de libre albedrío, a pesar de todo? ¿Acaso está todo previsto, programado? ¿Todo es inevitable? ¿Qué dosis de caos admite esta simulación? Porque hay caos, ¿no? ¿No hay ninguna forma de demostrar que no, que mira tú por dónde esto no es una simulación? 

Adrian quiere responder que difícilmente podría encontrarse una demostración que invalidara dicha hipótesis, pues la simulación no es tonta y se las apañaría para ofrecer un resultado qué probase lo contrario. Aun así, llevan treinta horas empecinados en imaginar un experimento que la invalide. Los astrofísicos, en particular, intentan observar el comportamiento de los rayos cósmicos de la energía más alta. Consideran imposible, aplicando las leyes “reales” de la física, simularlos con una precisión del cien por cien. La existencia de anomalías en su comportamiento podría demostrar que la realidad no es real. Pero, de momento, no ha dado resultado. 

Adrian detesta la idea de la simulación, no en vano tomó al bueno de Karl Popper como faro de sus estudios de epistemología, un Popper para quien una teoría no tiene ningún carácter científico si nada puede refutarla… Por muchas vueltas que se le dé al asunto, en condiciones iguales, la explicación más sencilla suele ser la correcta. La más sencilla, pero también la más incómoda: la aparición del aparato no puede ser una pifia de la simulación habría sido muy fácil borrarla, retroceder unos segundos). No. Es un test, resulta evidente: ¿cómo reaccionarán miles de millones de seres virtuales al descubrir su virtualidad? 

Adrian se queda con la palabra en la boca, pues Meredith vuelve a la carga. 

¿Vivimos en un tiempo que no es más qué ilusión, dónde cada siglo aparente solo dura una fracción de segundo en los procesadores de ese gigantesco ordenador? ¿Qué es entonces la muerte sino un simple “end” escrito en una línea de código? 

¿Acaso Hitler y la Shoah solo existen en nuestra simulación o existen también en otras?, ¿acaso seis millones de programas judíos fueron asesinados por millones de programas nazis? ¿Acaso una violación es un programa macho que viola a un programa hembra? ¿Acaso los programas paranoicos no son sistemas un poquitín más lúcidos que los demás? ¿Acaso esta hipótesis delirante no es la forma más elaborada de la teoría del complot elaborada más gigantesco de los complots posibles? 

¿Qué perversión es esa de elaborar programas que simulan a seres tan idiotas, otros que simulan a seres demasiado inteligentes como para no sufrir viviendo con los primeros, otros que simulan a músicos, otros a artistas, e incluso otros que simulan a escritores que escriben libros que leen otros programas? ¿O que nadie lee, en realidad? ¿Quién concibió los programas Moisés, Homero, Mozart, Einstein?, y ¿qué sentido tienen tantos programas sin calidad, cuya existencia electrónica transcurre sin aportar nada o muy poco a la complejidad de la simulación? 

O espera, espera, se sulfura Meredith, ¿y si somos un mundo de cromañones simulado por los neandertales, esa raza de sapiens que, contrariamente a lo que creíamos, consiguió sobrevivir realmente hace cincuenta mil años, hasta el punto de querer ver lo que esos primates africanos superagresivos podrían haber hecho si no hubiesen desaparecido, pobrecitos míos? Pues ya está, ahí lo tienen, ahora saben que los cromañones son tan incorregiblemente imbéciles que han arrasado su entorno virtual, destruido sus bosques y contaminado sus océanos, se han reproducido hasta el absurdo, han agotado toda la energía fósil y la práctica totalidad de la especie morirá de calor o de estupidez en apenas cincuenta años simulados. Y oye, ya puestos, ¿qué tal si no somos más que una simulación efectuada por los herederos de los dinosaurios, a los que ningún meteorito habría destruido, que se divierten observando un mundo gobernado por mamíferos? Es más, ¿y si vivimos en la impostura de una biología de carbono concebida alrededor de una doble hélice de ADN, en un universo simulado por extraterrestres cuya vida se organiza alrededor de un triple helicoide y del átomo de azufre? O calla, calla, ¿y si somos seres simulados otros seres igualmente simulados en una simulación más grande todavía, y si todos los universos simulados se encastran los unos en los otros como muñecas rusas? 

¿Cómo saber incluso, cuál es nuestra apariencia? Porque en el programa soy una mujer blanca, joven, morena, demasiado delgada, con el pelo largo y los ojos negros, pero ¿quién nos dice que la simulación no se entretiene creando tantas variantes de mi cara o de mi cuerpo como interlocutores tenga? 

Y mira, Adrian -Meredith está a punto de explotar-, te voy a decir algo menos absurdo de lo que parece: ¿y si hubiese una falsa vida después de nuestra falsa muerte? Porque, ya me dirás, ¿qué les costaría a esos seres tan superiores, tan geniales, añadir a su simulación unos cuantos paraísos de pacotilla para premiar a todos esos programitas dóciles y meritorios que se han sometido a los dictados de cada doxa? ¿Por qué no habrían creado un paraíso para los buenos programas musulmanes que hayan comido siempre halal y se hayan vuelto piadosamente hacia La Meca para rezarle a Alá cinco veces al día? ¿Y otro paraíso para los programas católicos que hayan ido a confesarse cada domingo? ¿Y otro más para los programas que adoren a Tláloc, dios azteca del agua, para esas víctimas sacrificadas en lo alto de las pirámides que regresan a la tierra convertidas en mariposas? 

¿Y si existieron también mil infiernos para esos vergonzosos programas apóstatas, infieles o librepensadores, mil gehenas donde los espíritus emancipados arderían sin descanso, en una tortura eterna y virtual, asediados por demonios rojos y devorados por monstruos de fauces feroces? O, mejor aún, ¿y si esos genios bromistas hubiesen imaginado que cada programa religioso le rezase al dios equivocado? Y, una vez muerto, ¡sorpresa, colega! ¿Eres bautista, budista, judío, musulmán? ¡Pues habría que ser mormón, tontolaba! ¡Venga, va, todo el mundo al infierno! 

Al fin y al cabo, los dioses aztecas crearon varias veces el mundo y varias veces lo destruyeron: Ocelotonatiuh mandó a los jaguares a devorar a los hombres, Ehecatonatiuh los transformó en monos, Quiauhtonatiuh los sepultó bajo una tormenta de fuego, Atonatiuh los ahogó y los convirtió en peces. 

Tales son las preguntas que se hace Meredith, o tal vez su programa, que tiene debilidad por el sentido de la vida y los dioses aztecas. Además, sin ánimo de despreciar el monoteísmo, el mal funcionamiento del mundo se explicaría mejor por un conflicto sempiterno ente los dioses.

Videoconferencia
Hervé Le Tellier. La anomalía

miércoles, 3 de noviembre de 2021

DAISY DUNN. BAJO LA SOMBRA DEL VESUBIO

Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy os ofrece el último programa del mes de noviembre, el último también de esta serie de emisiones que, desde el comienzo del actual curso, a primeros de septiembre, se ha desarrollado con una periodicidad quincenal, dada la imposibilidad por mi parte de seguir el frenético ritmo que para mí supone, dadas mis muchas obligaciones laborales en estos meses, salir al aire cada semana. Sin embargo, algo aligeradas las tareas “impuestas”, en nuestro próximo encuentro, ya el 1 de diciembre, retomaremos nuestra cita de cada miércoles, que espero pueda mantenerse hasta el final de la temporada (si las siempre crecientes exigencias profesionales no me lo impiden). 

Esta tarde os traigo un libro muy interesante y que, por desgracia, cobra una singular actualidad a causa de la dramática irrupción (y el término es especialmente adecuado) en nuestras vidas de la terrible explosión del volcán Cumbre Vieja, que desde hace ya dos meses ha sumido en la desolación a los habitantes de la isla de La Palma y ha provocado el asombro, la perplejidad y el espanto en el mundo entero. Con las funestas consecuencias, de toda índole, de la violenta erupción en nuestras mentes, con nuestra cariñosa solidaridad con sus pobres víctimas, quiero hablaros hoy de un libro magnífico, que gira también sobre el iracundo estallido de un volcán, y que, leído por mí este pasado verano, lleva “congelado” en la “recámara” de mis reseñas, esperando poder salir a antena, desde el 19 de septiembre, en que la tierra reventó en la isla canaria. Diversas razones de oportunidad -el comienzo del curso y la consiguiente reflexión sobre la docencia, la entrega del Premio Princesa de Asturias de las Letras- me han obligado a retrasar la presentación del libro hasta hoy, cuando el fragor (en todos los sentidos) provocado por el inusual fenómeno no acaba por rebajar su estruendo. 

Me estoy refiriendo a Bajo la sombra del Vesubio, escrito por Daisy Dunn en 2019 y publicado por la editorial Siruela hace unos meses. Traducido por Victoria León y con el muy elocuente subtítulo de Vida de Plinio, el libro parte de la súbita, pavorosa y, en aquellos tiempos, imprevisible erupción del Vesubio en el año 79 de nuestra era, que, entre otros efectos menos conocidos, sepultó entera a la ciudad de Pompeya, para presentarnos las existencias de los dos famosos Plinios de la historia antigua, el Viejo, que moriría a los pies del volcán, al que se había acercado movido por la pasión del conocimiento que guio su vida y su obra, y su sobrino e hijo adoptivo, Plinio el joven, ambos representantes de la más brillante inteligencia de la Antigüedad clásica. Con el estremecedor suceso desencadenado por el rugiente Vesubio como fondo, y a través del relato de las vidas y los libros de los dos personajes, entrelazando las cartas de Plinio el Joven con extractos de la monumental obra de Plinio el Viejo -los treinta y siete volúmenes de su Historia natural-, Daisy Dunn ofrece al lector, además de una narración fascinante, un interesante recorrido por la Roma del siglo primero después de Cristo. 

Daisy Dunn es licenciada por la Universidad de Oxford y máster en Historia del Arte. Pese a su juventud, apenas treinta y cuatro años, es experta en el mundo clásico, historiadora del arte y crítica cultural, ha dado clases de latín en el University College de Londres y son continuas las conferencias que imparte tanto en museos y galerías como en facultades y festivales literarios. Como nos indica la editorial en su nota de prensa sobre el libro, colabora como articulista y crítica en diversos medios —Telegraph, History Today, The London Magazine, Newsweek, The Times o la BBC, entre otros—, siendo además directora de Argo, revista dedicada a los estudios helenísticos. En 2020 fue galardonada con el Classical Association Prize. Especializada en el estudio del mundo antiguo (literatura grecolatina e historia de la Antigua Roma), ha escrito sobre Catulo, el poeta erótico latino del siglo I antes de Cristo, así como diferentes ensayos sobre la antigüedad clásica. 

El libro que nos ocupa, presentado en una edición con, por desgracia, numerosas y ostensibles erratas tipográficas, se abre con una nota preliminar explicativa y un estimulante prólogo, que opera como desencadenante de la narración y en el que se describe el terrible episodio de la erupción del Vesubio y la muerte de Plinio el Viejo. Tras las doscientas cincuenta páginas que constituyen el cuerpo de la obra, se nos ofrecen también una quincena de ilustraciones de distinta índole, relativas a las vidas de los dos protagonistas; una sucinta cronología que va del 264 a.C. al 324 de la era cristiana, con un especial detalle de los acontecimientos relevantes del siglo I después de Cristo; una bien nutrida sección de notas, que ocupa casi cincuenta páginas; una apetecible y selecta bibliografía, con trescientas entradas, cien de ellas fuentes directas; y un índice onomástico, también muy poblado, con más de tres centenares de referencias. 

Bajo la sombra del Vesubio se presenta como una suerte de doble biografía de ambos personajes. El relato se estructura en torno a la vida del Plinio más joven -al que en la obra se denomina normalmente Plinio a secas-, pues su trayectoria vital está mejor documentada que la de su tío. A partir de la funesta erupción del volcán, Dunn reconstruye algunos acontecimientos relevantes de la existencia de los dos y, sobre todo, lo esencial de su carácter, su pensamiento, sus ideas y sus preocupaciones. Al manejo de las fuentes literarias ya señaladas -la ingente correspondencia del más joven y la extraordinaria e inabarcable enciclopedia del mayor-, la autora une su formidable conocimiento de otros documentos, que afloran de continuo en su texto: las historias y sátiras de Roma, la poesía de la Grecia antigua, los tratados de medicina, los escritos de los padres de la Iglesia, las semblanzas que hacen de los emperadores romanos el historiador Tácito y el biógrafo Suetonio, destinatarios habituales de las cartas de Plinio el Joven. En relación con las Cartas y la Historia natural, merece la pena señalar que existen muchas ediciones accesibles al lector en español, tanto en papel -en la Biblioteca Clásica de Gredos, la obra del Joven; y en Gredos y Cátedra (una selección) la del Viejo- como en internet, con numerosas páginas web que recogen los textos completos. 

En el libro se mencionan también las inscripciones y restos arqueológicos que han aportado información sobre las vidas de ambos Plinios y que perviven hoy en día pese a que durante mucho tiempo permanecieron olvidadas: arreos para caballos de Plinio el Viejo, tejas de la residencia toscana del Joven con sus iniciales grabadas (CPCS: Gayo Plinio Cecilio Segundo), esculturas con las figuras de ambos, incluso un cráneo, desenterrado por un arqueólogo aficionado a comienzos del siglo XX cerca de la desembocadura del río Sarno, en la región de la antigua Estabia, que pudiera ser (hay serias dudas) del propio Plinio el Viejo, entre otras muestras. El análisis de Dunn se abre igualmente a las repercusiones e influencias que la obra de los dos pensadores clásicos ha tenido sobre otros autores a lo largo de los siglos, y así surgen los nombres de Leonardo da Vinci, Darwin, el filósofo y estadista Francis Bacon o Percy Bysshe Shelley, como menciones destacadas. 

La narración se articula sobre la base de la manifiesta voluntad de su autora de renunciar a un seguimiento estricto del orden cronológico. La muerte del anciano a los pies del Vesubio en el año 79 es el punto de partida de la vida de su sobrino, y las distintas vicisitudes de la biografía de este se van encadenando con los comentarios extraídos de la Historia natural de su tío. Un episodio determinado, una circunstancia singular, un detalle menor, un incidente cualquiera vivido por Plinio permiten a Dunn establecer un vínculo con el inagotable compendio de su pariente, en una muy eficaz concatenación de planos (una especie de raccord cinematográfico), como ocurre, de modo paradigmático, en este fragmento, en el que se hila un lance de la práctica profesional como abogado del Plinio joven, alusivo a un juicio por corrupción en un asunto de perfumes, con el tratamiento de las “fragancias” en la monumental obra del Viejo: 

En otra ocasión se juzgó a la mano derecha del acusado, otro senador, y no recibió otro castigo que el de ser postergado en su ascenso. Sus delitos incluían el recibo de diez mil sestercios de uno de los testigos corruptos «bajo el vergonzoso concepto de “perfumes”». 
No era, por cierto, el perfume el más ofensivo de los lujos que aparecen en la Historia natural de Plinio el Viejo, pero sí el más efímero. La rosa, el aceite, el azafrán, el cinabrio, el mimbre, la sal y la borraja mezclados con vino producían una fragancia corriente. Especialmente apreciada en invierno, cuando las flores escaseaban, se decía que el perfume beneficiaba a todo el mundo menos a quien lo llevaba, que no podía olerlo en absoluto. Y, aunque Plinio el Viejo admiraba su pureza, la misma incapacidad de quien lo usaba para disfrutar del perfume en su cuerpo era para él una muestra de su inutilidad. 

Por otro lado, la estructura del libro se inspira en el año tal como se concebía en tiempos de Plinio el Joven, organizado de un modo algo distinto al nuestro. En el siglo primero antes de Cristo Julio César había reformado el calendario, cuando el existente entonces había dejado de corresponderse con el curso de las estaciones, al basarse en el ciclo lunar. El cambio al calendario solar llevó consigo la actual configuración (tras la reforma gregoriana de finales del siglo XVI) de doce meses divididos en treinta o treinta y un días, a excepción de febrero, que, al igual que hoy, contaba con veintiocho días; veintinueve en los años bisiestos. Tal disposición ofrecía, al menos, un esquema estable, a diferencia de la caótica impredecibilidad anterior, condicionada por la dificultad de determinar con exactitud el momento en que una estrella aparecía o señalar el comienzo de una nueva estación, siendo el cambio tan gradual y el clima tan mudable. Plinio el Viejo decía, nos cuenta Daisy Dunn en su nota preliminar, que el invierno comenzaba el 11 de noviembre; la primavera, el 8 de febrero; el verano, el 10 de mayo; y el otoño, el 8 o el 11 de agosto. Así, la primera parte del libro se titula “O-”, coincidiendo con la probable fecha de la explosión del volcán (24 de octubre, pese a que hay tesis que apuntan al 24 de agosto; la indagación acerca de los motivos para sustentar una u otra tesis se recoge en el libro, y constituye una de las múltiples razones para su disfrute), a la que siguen “Invierno”, “Primavera”, “Verano” y, por fin, el “-Toño” que cierra el ciclo anual y completa la estación declinante. Aprovecho para invitar al lector a una estupenda exposición que puede verse en estos meses, hasta mayo de 2022, en el por tantos motivos impresionante Museo Romano de Mérida y que con el título de Tempus fugit. La concepción del tiempo en la antigua Mérida permite aproximarse a las singularidades del año romano. 

El relato, en las treinta primeras páginas del libro, de la erupción del Vesubio, justificaría por sí solo la adquisición y lectura de la obra, por su intensidad, por su dramatismo, por su sabia graduación del suspense, también por su precisión en la descripción de los hechos. Este es su insuperable inicio: 

La crisis comenzó a primera hora de una tarde en la que Plinio el Joven contaba diecisiete años, cuando se hallaba en compañía de su madre y de su tío en una villa con vistas a la bahía de Nápoles. Su madre fue la primera que se fijó en «una nube extraña y enorme» que empezaba a formarse a lo lejos en el cielo. Plinio dijo que parecía un pino piñonero, «pues se alzaba como sobre una especie de tronco alargado y se extendía en forma de ramas». Pero también recordaba a una seta: tan leve como espuma de mar, de un blanco que, poco a poco, iba ensuciándose, se elevaba sobre un tallo mortal en potencia. Se hallaban demasiado lejos como para saber con exactitud de qué montaña salía la nube en forma de seta, pero Plinio descubriría después que se trataba del Vesubio, situado a unos treinta kilómetros de Miseno, el lugar desde donde él y su madre, Plinia, la observaban. 

Tras este estallido originario, Dunn narra, con talento y maestría de excelente novelista, las aciagas y fatales horas que siguieron a la explosión y que llevaron la destrucción y la muerte a la región bajo la influencia del volcán. Entre referencias mitológicas; apuntes sobre la vocación naturalista y el interés por los volcanes de Plinio el Viejo; noticias sobre el largo pasado de emisiones, terremotos y otros incidentes eruptivos en la zona; insólitas explicaciones y reflexiones apocalípticas sobre las causas de la furia de la naturaleza; notas sobre la abundancia, la fecundidad y la belleza de las tierras de la Campania, “fertilizadas” por la lava brotada a lo largo de los siglos; descripciones de episodios históricos e interesantes observaciones sobre las huellas de las víctimas del desastre del año 79, sobre todo las de Pompeya, con una especial atención a la figura de Giuseppe Fiorelli, nombrado director de las excavaciones por la Universidad de Nápoles en 1860 que desarrollaría una entonces novedosa técnica para preservar los restos humanos, la autora nos permite acompañar a los dos Plinios en su incesante actividad tras la sobrecogedora manifestación del furor volcánico, en unos hechos que conocemos gracias a las cartas del superviviente. 

Así, sabemos que, percibida la extraña nube, el Viejo abandonaría su cotidiana lectura para dirigirse a un punto de observación más alto. Al poco, y convencido de que el fenómeno exigía una investigación más profunda, decide abandonar Miseno y acercarse más al foco de la explosión (el libro incorpora tres mapas -del mundo romano, de la península itálica y de la bahía de Nápoles- que permiten ubicarse sobre el terreno y sentir así mejor la opresión y la angustia derivadas la inminencia de la tragedia). Ante la negativa de su sobrino a acompañarlo -prefería seguir trabajando con su madre-, viajó sin él. Ordenó que le preparasen un barco, y estaba saliendo de la villa cuando le llegó una carta de su amiga Rectina, que vivía a los pies del Vesubio. Aterrorizada, esta le suplicaba ayuda, pues «ya no había huida posible salvo en barco». Fue entonces —recordaba Plinio— cuando su tío «cambió de planes y puso todo su empeño en lo que había comenzado como una curiosidad intelectual». El relato nos transporta entonces a la flota de cuatrirremes con la que el almirante Plinio -lo era, además de historiador y naturalista- pretendía no solo socorrer a su amiga sino salvar al mayor número posible de habitantes de aquella poblada costa amenazada por la lava y los gases asfixiantes. En su corta navegación soportaron la lluvia de cenizas, piedra pómez e incluso rocas negras quemadas y rotas por el fuego, a un ritmo medio, afirma Dunn, de 40.000 metros cúbicos por segundo. Plinio el Viejo cortó de raíz -la Fortuna ayuda a los valientes- la propuesta del timonel de intentar una vuelta atrás entonces ya prácticamente imposible. Arribado a Estabia, una ciudad portuaria al sur de Pompeya, a unos dieciséis kilómetros del Vesubio, refugiado en la villa de un amigo, Pomponiano, que ya se preparaba para huir cuando el viento fuera favorable, Plinio el Viejo, que a la sazón contaba cincuenta y cinco años, era de constitución corpulenta y arrastraba dificultades respiratorias, pronto se vio indefenso ante los sucesivos temblores de tierra y los dos metros de espesor de la ceniza que cubría las calles de la ciudad. Con almohadones envolviendo su cabeza para protegerse del impacto de las piedras expulsadas por el volcán, se dirigió hacia la orilla con la intención de explorar las posibilidades de huida. Tendido en una manta sobre la playa, un probable cambio en la dirección del viento llevó una serie de seis nubes ardientes -una especie de avalancha de ceniza, gas y roca-, moviéndose hacia quienes buscaban una inútil esperanza al borde del mar a una velocidad mínima de cien kilómetros por hora y con una temperatura de más de cuatrocientos grados, convirtiendo en escombros todo lo que encontraban a su paso, tras haber sepultado Pompeya y Herculano. Plinio el Viejo moriría en la playa, con casi total seguridad por asfixia provocada por la ceniza. Cuando se encontró su cuerpo, intacto e ileso, mostraba una placidez incompatible con el agarrotamiento y la rigidez que denotan un impacto térmico (como, en efecto, ocurriría con los muertos en Pompeya, tal y como muestran los muchos restos hallados). 

El sobrino, mientras tanto, a una mayor distancia del desastre y aparentemente seguro, en un primer momento, pese a que los cascotes caían a su alrededor, leía tranquilo Ab urbe condita, de Tito Livio, concentrado en sus anotaciones y en su trabajo. No obstante, la intensidad y la frecuencia de los terremotos acabaron por convencerle de la necesidad de ponerse a salvo con su madre y abandonar la ciudad entre edificios derrumbándose, inexplicables movimientos del mar, que pareció retroceder y embeberse en sí mismo, como si el terremoto lo hubiese empujado hacia atrás, un cielo cubierto por la ominosa sombra de una aterradora nube negra, desgarrada a fuerza de retorcerse y en la que temblaban destellos de llamas, [que] comenzó a abrirse para mostrar unas largas lenguas de fuego que parecían relámpagos inmensos

Los huidos debieron abrirse paso a duras penas entre una multitud enloquecida (Se oían los gemidos de las mujeres, el llanto de los niños, los gritos de los hombres. Unos llamaban a sus padres; otros a sus hijos y otros a sus compañeros intentando hacer oír su voz. Unos lloraban por su propio destino; otros por el de sus parientes. Los había que elevaban plegarias a la muerte por miedo a morir. Muchos alzaban sus manos hacia los dioses y la mayoría llegaba a la conclusión de que no había dioses en ninguna parte y que aquella noche duraría para siempre en el universo). Cuando, por fin a salvo, al cabo de unos días la oscuridad se disipó, Plinio regresó con su madre a Miseno para esperar noticias de su tío constatando allí que, sepultado bajo las cenizas, como si se tratara de nieve, todo había cambiado

Es el relato del Plinio superviviente, en dos cartas escritas veinte años después, únicos testimonios de primera mano del desastre que han subsistido, el que ha llegado hasta nosotros, con pasajes de una inusual minuciosidad y un admirable detalle, que han permitido a los actuales vulcanólogos estudiar las fases, el alcance y la apariencia de la erupción, las características de la inmensa columna ascendente de cenizas, de la lluvia de piedra pómez y de otras singularidades técnicas del fenómeno. El objeto último de los escritos de Plinio sobre estos hechos fue, no obstante, una suerte de reivindicación de la valentía y la conducta gloriosa de su tío, un homenaje a un hombre que admiraba y cuyo legado (tanto el material, pues heredó las explotaciones agrícolas del Viejo en el valle del alto Tíber, donde se ubica la actual Perugia, como el intelectual, pues recibió igualmente sus efectos personales, entre los que se contaban los ciento sesenta cuadernos escritos a dos caras con la más minúscula caligrafía, en que consiste la Historia natural) quiso conservar y engrandecer. 

Bajo la sombra del Vesubio se construye, pues, en torno al hilo conductor de la existencia de Plinio y de la importante presencia que en ella tuvo la figura de su pariente el Viejo. Gracias a sus cartas, cuya extensión oscila entre el par de líneas y las varias páginas, conocemos tanto las circunstancias externas de su vida como los rasgos más íntimos de su carácter y su personalidad. En esta esfera personal, Dunn muestra al lector un convincente retrato del sobrino, un hombre sensible, dotado de una mente inquisitiva, un buen ojo para los detalles, una diligencia obsesiva y un deseo de ampliar los límites de la existencia mortal. Era, igualmente, un amante del mundo natural, interesado por el comportamiento humano, aunque la autora nos lo caracteriza también como alguien capaz de mostrarse bastante pomposo y narcisista. Muy frugal -se nos describen sus muy austeras cenas-, de vida ordenada y recta, organizada y compartimentada, de moral irreprochable, renuente a los divertimentos sociales (¡Cuántos días he perdido en asuntos triviales!, se queja, al abandonar Roma para aislarse en alguna de sus residencias en el campo), contrario a la avaricia y a todo afán de riqueza, sus sueños, sin embargo, se mueven entre la atracción de un retiro tranquilo dedicado a los libros, los baños y el aire campestre, y el más mundano señuelo que para él representaba el convertirse en un poeta famoso, pues estaba dotado de un extraordinario apetito de poesía. Y se nos informa de su semejanza con el Scrooge dickensiano, secreto, contenido y solitario como una ostra, cultivando su aversión a las saturnales -las celebraciones del solsticio de invierno-, aislado en su residencia de Ostia, su casa convertida en una madriguera digna de un topo (Plinio tenía una enfermedad ocular, que lo hacía muy sensible a la luz, por lo que trabajaba -y leía- en total oscuridad). Era, a pesar de esa aparente misantropía, un hombre generoso, muy enamorado de su mujer, Calpurnia, lo que lo llevó a pasar a la historia como ideal modelo de esposo; era también un gran contador de anécdotas y disponía de un ingente repertorio de historias con las que deleitaba a sus amigos. 

Y, por supuesto, conocemos los hitos más importantes de su vida pública, su desempeño como abogado, senador, gobernador de una provincia, poeta, coleccionista de villas, supervisor de alcantarillados (curator alvei Tiberis et riparum et cloacarum urbis), embajador personal del emperador, productor de vinos, miembro del orden ecuestre, cónsul -la magistratura ejecutiva más alta del Senado-, orador elocuente, capaz de hablar ante un tribunal más de siete horas seguidas, y hasta augur o intérprete de señales de los pájaros, un cargo honorífico concedido por Trajano. La descripción de su trayectoria vital permite a Daisy Dunn mostrar el entorno social de su época, pues su figura estuvo en el centro de los acontecimientos de finales del siglo I y comienzos del II: los sucesivos gobiernos de Nerón, Vespasiano, Tito, el terrible, cruel y muy odiado Domiciano, Nerva y Trajano, del que se mostraría muy cercano, en una relación plasmada en un centenar de cartas. Sobresale también la destacada presencia en su vida del historiador y abogado Tácito, amigo íntimo y modelo para Plinio. Hay en el libro, igualmente, interesantes excursos sobre las disputas entre Como y Verona en torno al origen de ambos escritores, con descripciones muy vívidas de la vida rural en aquellos días y comentarios sobre los restos arqueológicos que demuestran la presencia de los Plinios en la zona. 

Y en el relato de todos estos frentes biográficos de Plinio, cuya fuente principal son sus cartas, se intercalan de continuo las referencias a su tío (un furioso escritor nocturno, y al decir de su sobrino, un intelecto afilado, una concentración sin parangón y una formidable capacidad para permanecer despierto; uno de sus estimulantes lemas es Vita vigilia est. Vivir es estar despierto) y, sobre todo, a su desbordante obra. Resulta imposible dar cuenta de las muchas calas en la desmesurada Historia natural (treinta y siete libros con decenas de miles de entradas, fruto de la consulta de más de dos mil volúmenes diferentes, y con citas de las investigaciones de geógrafos, botánicos, médicos, parteras, artistas y filósofos griegos y romanos) que se hacen en Bajo la sombra del Vesubio. Sirva como muestra de ello y del enciclopédico conocimiento que atesoró Plinio el Viejo -y también de sus insólitos disparates, propios del muy limitado estado del conocimiento en su época- el siguiente listado, presentado de modo heteróclito, de temas tratados: la eficacia de los ciempiés en la curación de úlceras, el respeto por la naturaleza, las descripciones de extrañas obras arquitectónicas (el famoso teatro doble de Curión, en Roma, que siglos después “explicaría” Leonardo), una angustiosa batalla naval librada contra árboles flotantes, los bosques de Germania (tan densos que su sombra aumentaba el frío), el lanzamiento de la jabalina a caballo (en una obra hoy perdida), los riesgos que entraña la ingestión de setas, la importancia de los libros, la escultura de la antigua Grecia, el arte como imitación de la naturaleza y la vida, las críticas al empleo de nieve para enfriar el vino en verano, los peligros del marisco, en particular las ostras (Nada hay tan culpable de la destrucción de la moral y el auge del lujo como el marisco), la ubicación y la orientación de las casas de campo, el queso, la desconfianza hacia los médicos, la promoción de los remedios naturales para llagas y pústulas (la genciana, la celidonia, la verbena, la potentilla, la sal y la miel, la mantequilla, las cenizas de la cremación de la cabeza de un perro, el estiércol, el milpiés molido con resina y ocre, y los caracoles triturados), la utilidad de la cebolla para mejorar el color y aumentar la fuerza, calmar los intestinos y aliviar las hemorroides después de bañarse, la Medicina Plinii, las muchas pociones recomendadas para los distintos males, cuya utilización se extendió hasta el siglo XIV (los amuletos fabricados con partes de cuerpos de animales para evitar el embarazo; los consejos anticonceptivos consistentes en introducir parásitos de la cabeza de una araña en una piel de ciervo que luego la mujer debía llevar en el brazo), el empleo de las hamacas para el cuidado de los enfermos, el tratamiento de la gota, el cambiante curso del Tíber, el vínculo entre el «traqueteo» de la cigarra, el silencio del mirlo, la floración del tomillo, el hallazgo de su polen por parte de las abejas, las palomas empollando sus huevos y la llegada del solsticio de verano, el metódico trabajo de los erizos, la salud ginecológica, la identificación entre obstetras y prostitutas, la importancia de los sueños, la producción de aceitunas, los reproches a la embriaguez y la mezcla de desprecio y compasión hacia los borrachos, los elefantes, los animales más cercanos a los hombres en sensibilidad, el rechazo de la idea de que nuestro futuro estuviese predeterminado, el elogio del estoicismo, la necesidad de una educación circular (del griego enkyklios paideia, locución de la que deriva enciclopedia), una educación que envuelve en un círculo al discípulo, la consideración de la naturaleza como una divinidad que debía ser reverenciada, no dominada, y ayudada, no ignorada, y la consiguiente reprensión -protoecologista, podríamos llamar- a quienes destruyen la tierra y los océanos (Todos buscamos en las entrañas de la tierra mientras vivimos en ella, y aun así nos asombra cada vez que se abre o se estremece, como si no pudiera tratarse de una muestra de enfado de nuestra madre sagrada), los venenos, el canto de los pájaros (los ruiseñores poseen una perfecta comprensión de la música), la risa de los niños, los inteligentes y muy humanos delfines, la fascinación que despiertan las especies asombrosas (los «esciápodos» —un pueblo de la india provisto de una sola pierna que, supuestamente, podía tumbarse de espaldas con ella en el aire y protegerse del sol bajo su enorme pie— o los individuos de los Balcanes con dos pupilas en cada ojo capaces de matar con una sola mirada), los perfumes-ya se ha dicho-, importados por Roma de Oriente y perfecta metáfora de la entonces incipiente “globalización”, el uso por parte de los hombres de anillos de oro como símbolo del valor guerrero, los hábitos sexuales humanos, las épocas en las que crece el vigor femenino y son por tanto más propicias para el apareamiento (con el ejemplo paradigmático de Mesalina, la tercera esposa del emperador Claudio, de la que decían que había competido con una prostituta para ver cuál de las dos era capaz de dormir con más hombres en veinticuatro horas y que llegó a sumar veinticinco), las peculiaridades de cada estación, siendo la primavera la que ejemplificaba mejor que ninguna otra estación la mutabilidad de la naturaleza, la efímera floración del cerezo (existe una variedad conocida como pliniana) como advertencia al ser humano de la fugacidad de la vida, los higos como representación palpable de la insensatez de la expansión del Imperio (Plinio el Viejo cuenta, y así nos lo relata Dunn, que cuando los romanos decidieron acabar con Cartago declarando la enésima guerra en el año 149 a. C., el senador e historiador Catón el Viejo había llevado un higo fresco norteafricano al Senado y había propuesto a sus compañeros senadores que adivinasen cuándo había sido recogido. Cuando les contó que dos días antes aún estaba en su árbol, la idea de que Cartago se hallase tan cerca los alarmó, y así dio comienzo la tercera guerra púnica), las abejas, los tímidos esbozos de la teoría de los rasgos heredados y las bases evolutivas de la existencia, un incipiente atisbo de lo que “descubriría” Darwin (concienzudo lector del romano) siglos después. 

En fin, como puede deducirse fácilmente, son muchas las razones que aconsejan la lectura demorada de este excepcional Bajo la sombra del Vesubio, un libro muy estimulante repleto de ideas, reflexiones, anécdotas e historias altamente sugestivas. No dejéis de hacerlo. 

Os ofrezco ahora, como cierre a mi reseña, un fragmento en el que se comentan las dudas existentes sobre la datación exacta de la erupción vesubiana y también una canción -contemporánea, obviamente- que habla de los volcanes en un sentido literal y, sobre todo, metafórico. Se trata de Bajo el volcán, del ya añejo grupo indie español Love of Lesbian.


Partes considerables de Pompeya y Herculano siguen por descubrir, pero el proceso de criba de las capas ya ha puesto en duda en qué momento preciso del año 79 el Vesubio entró en erupción. De todos los detalles que proporciona Plinio en su crónica, la fecha ha resultado la cuestión más controvertida. Los manuscritos de sus cartas ofrecen una horquilla de fechas en la que la del 24 de agosto es la más segura desde el punto de vista textual. Sin embargo, aunque existen pruebas en la ceniza petrificada de que los árboles aún tenían hojas y de que las habas del verano todavía eran nuevas en el momento de la erupción, otras señales sugieren una fecha más tardía. Entre los restos materiales descubiertos en los distintos estratos hay aceitunas, ciruelas, higos y granadas que se cosechan en mayor medida entre los meses de septiembre y octubre. Los braseros se hallaban colocados en la posición en la que se caldeaban las habitaciones de algunas villas. Las ropas de verano se habían sustituido por prendas más cálidas de invierno. ¿Se equivocaba Plinio en la fecha, o se trataba de los frutos de una cosecha anterior, de los preparativos de un agosto más frío que de costumbre y de las prendas más gruesas elegidas por las víctimas para protegerse la piel de la piedra pómez ardiente? 

El objeto que más suele citarse para apoyar una fecha posterior a la de agosto es una moneda descubierta en la casa del Brazalete de Oro de Pompeya, donde se conservaron los restos de dos adultos y dos niños en sus trágicos momentos finales. Tan incrustada en los estratos volcánicos que habría sido imposible que cayera allí por casualidad después de la erupción, la moneda muestra una inscripción que ha llevado a los estudiosos a datarla con posterioridad a septiembre del año 79. Pero la moneda se conserva en muy mal estado, y un examen reciente ha revelado que su leyenda fue malinterpretada por su primer traductor. La moneda hoy se data entre julio y agosto del año 79. La prueba más sólida que existe hasta ahora de una erupción más tardía es el hecho de que la materia volcánica se dispersara en dirección sudeste: en la bahía de Nápoles los vientos rara vez soplan en dirección sudeste en el mes agosto. 

Es muy posible que los escribas cometieran un error al copiar los manuscritos y que el 24 de agosto no fuera la fecha dada por Plinio en origen. Aunque lo cierto es que, de entre todos los días en los que el volcán pudo haber entrado en erupción, aquel quizá fuese el más dramático. En el calendario romano, el 24 de agosto era el día posterior a las vulcanales, un festival anual que se celebraba en otoño durante el cual los fieles construían imponentes hogueras en honor del dios del fuego, a cuyas llamas arrojaban peces del Tíber. El fuego y el agua: se le ofrecía a Vulcano aquello que solía estar fuera de su alcance, para convencerlo a cambio de que salvara los cultivos para la cosecha. Habría sido, sin duda, un dios cruel e insaciable el que avivó las llamas del Vesubio solo un día después de recibir su ofrenda de peces. 

Tal vez nunca sepamos si Plinio se equivocó sobre la fecha de la erupción o, lo que es más probable, si hubo un error de copia en sus cartas. Por otra parte, la mera posibilidad de que fuera Plinio quien se equivocase resulta sorprendente, pues era una persona, por naturaleza, de lo más meticuloso. La suya era una mente más lógica que creativa; acostumbrada al detalle y al hecho desnudo; obediente al protocolo. Allí donde su tío era creativo, Plinio era quisquilloso. Al leer su prosa, advertimos hasta qué punto se preocupaba siempre de buscar la frase adecuada. Mientras que Plinio el Viejo economizaba sus palabras, pero tendía a escribir frases que cambiaban de dirección con cada uno de sus pensamientos, Plinio era proclive a un estilo más metódico y medido, que reflejaba su profesión y su enfoque de la vida en general.
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Daisy Dunn. Bajo la sombra del Vesubio