Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de junio de 2018

PHILIP KERR. MERCADO DE INVIERNO. LA MANO DE DIOS. FALSO NUEVE

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy llega a su última edición radiada -en julio habrá otros consejos de lectura, aunque sólo en el blog del programa- por este curso.

Y este cierre de temporada se hace a partir de tres “perchas” -en el lenguaje periodístico-, tres excusas o desencadenantes que justifican la propuesta elegida para la despedida. Por un lado, continuamos con la breve serie, iniciada hace quince días, de libros relacionados con el universo del fútbol, que aparecen aquí al calor de la celebración en Rusia de los campeonatos mundiales de este deporte. Tras las obras de Toni Padilla, Atlas de una pasión esférica, y de Simon Critchley, En qué pensamos cuando pensamos en fútbol, y J.L. Carr, Cómo llegamos a la final de Wembley, de las que os hablé en los miércoles precedentes, hoy os traigo otros tres libros en los que el fútbol es, sin ninguna duda, el protagonista principal. Su autor, Philip Kerr -y ésta es la segunda razón de mi elección, pues el escritor escocés falleció el pasado 23 de marzo con sesenta y dos años recién cumplidos, de modo que “traerlo” al programa obedece a mi deseo de dedicarle una suerte de humilde homenaje-, fue un destacado autor de novela negra, responsable de una larga obra literaria con más de treinta publicaciones en su haber, entre las que destaca la serie, con una docena de títulos editados, protagonizada por Bernie Gunther, el detective alemán que se desenvuelve en los ambientes del nazismo durante la Segunda guerra mundial y sus coletazos posteriores. En este mismo blog podéis recuperar mi reseña de esa muy reconocida y premiada colección policiaca, de la que os hablé hace unos años en este espacio. Y es precisamente el thriller el tercer elemento que motiva mi sugerencia de esta tarde, pues perteneciendo también a este género las tres obras que a continuación os comentaré, con ellas anticipo lo que será el elemento común a mis propuestas del próximo mes, todas unidas por el hilo conductor del “noir”, unas lecturas que sin carecer de calidad e interés literarios son quizá también más ligeras y propicias para el tiempo vacacional.

El fútbol, pues, lo policíaco y Philip Kerr confluyen en Mercado de invierno, La mano de Dios y Falso nueve, las tres novelas, publicadas por RBA en, respectivamente, 2015, 2016 y 2018, en traducción de V.M. García de Isusi (con la colaboración de Efrén del Valle en la primera de ellas), cuya lectura os recomiendo ahora vivamente. Los tres libros comparten el protagonismo de un personaje muy atractivo y singular, Scott Manson, entrenador de un equipo, el London City, que no tiene un correlato en la vida real siendo fruto exclusivo de la imaginación del escritor, aunque muy impregnada ésta por infinidad de referentes fácilmente constatables en el específico dominio del fútbol británico: estadios, futbolistas, entrenadores, árbitros, periodistas y directivos “verdaderamente” existentes pueblan las páginas de los tres libros. Manson es, como digo, una figura literaria muy interesante. A punto de cumplir cuarenta años en la primera entrega, este exfubolista cuenta ya con una trayectoria previa como aprendiz de Guardiola en el Barça y de Jupp Heynckes en el Bayern (en uno de los muchos guiños de Philip Kerr, excelente conocedor de los ambientes futbolísticos, al universo de ese deporte). Segundo entrenador del portugués Joâo Gonzales Zarco (un personaje que debe mucho al controvertido Mourinho), accederá, tras la muerte trágica de éste que estará en el origen de la trama de la novela que inicia el ciclo, a la condición de primer entrenador del equipo londinense. Su peculiaridad procede, no obstante, no sólo de su cualificación o su trayectoria profesional sino de su origen, peripecia vital y personalidad. Es fruto del matrimonio entre un exjugador escocés y una exatleta alemana, hija a su vez de un alto mando afroamericano de las Fuerzas Aéreas estadounidenses destinado en Alemania tras la contienda mundial. Scott es, pues, medio negro, una circunstancia relevante en un ambiente, el futbolístico, tan marcado por el racismo. Su situación económica es muy desahogada, no tanto por los sustanciosos emolumentos que percibe como responsable deportivo de un equipo de tan alto nivel como por dirigir la empresa de su padre, una exitosa marca de calzado deportivo, por lo que sobrevuela la vida con una holgura que le permite una radical independencia. Además, en un rasgo relativamente insólito en los ambientes del deporte del balón, tendentes al analfabetismo funcional (hecho sobre el que el personaje ironiza reiteradamente en las “aventuras” que vive en la serie), es Diplomado en Lenguas Modernas por la Universidad de Birmingham y Máster de la London Business School, desenvolviéndose con soltura en cuatro idiomas aparte de su inglés nativo: español, alemán, italiano y francés (confiesa también un ligero conocimiento del catalán). Su formación y su cultura aflorarán de continuo en las tramas de las novelas, en las que son frecuentes las citas (algunas, irónicas y reveladoras, de Aristóteles “explican” ciertas claves de sus libros, en particular del primero), provocando los comentarios sarcásticos y a menudo admirativos de compañeros y amigos: El único entrenador de fútbol que ha leído a Aldous Huxley. Para completar este retrato de un individuo poco convencional y aparentemente favorecido por la fortuna, y contrarrestando en parte la tópica imagen de deportista “triunfador” que parece deducirse de él (es también muy atractivo y con un irresistible “gancho” con las mujeres), hay que mencionar que el 23 de diciembre de 2004, una década antes, más o menos, de iniciarse el desarrollo de la “acción” de la serie, un tribunal lo condenará -erróneamente- a ocho años de cárcel como culpable de una violación, tiempo del que acabará por cumplir en prisión dieciocho meses antes de que se pueda probar su inocencia. Manson odia por ello a la policía, lo que constituirá otro elemento decisivo en las investigaciones que nuestro improvisado detective llevará a cabo en las tres obras que protagoniza.

Porque, en efecto, Scott Manson, en paralelo a su actividad principal en los estadios, vestuarios, despachos y campos de entrenamiento, ejerce de investigador privado, aprovechando, entre competición y competición, entre partido y partido, para resolver distintos asesinatos que, inesperadamente, van surgiendo a su paso; crímenes que permiten al autor revelar a quienes le leemos algunos de los turbios asuntos y oscuros entresijos que ensucian el cada vez más mercantilizado mundo del fútbol.

Tres son los aspectos que, a mi juicio, convierten estas novelas de Philip Kerr en altamente recomendables -dentro de su modestia: no dejan de constituir una lectura “menor”, aunque, como ya he señalado, muy propicia para estas fechas vacacionales ya inminentes-: el propio interés de las tramas detectivescas, que se narran con fluidez y solvencia provocando en el lector un entusiasmo fuertemente adictivo; la muy creíble ambientación -clichés incluidos- en un entorno, el futbolístico, que el autor conoce muy bien; y, en último pero en absoluto menor grado, el convincente acercamiento “sentimental” a los grandes tópicos del deporte rey, esa sucesión de anécdotas épicas, historias ejemplares, hitos legendarios, personajes míticos, frases y reflexiones normalmente apócrifas que operan como mantras consabidos de la religión balompédica, y, en definitiva, lugares comunes, que cualquier aficionado -y entre ellos, de modo destacado, el propio escritor- comparte y repite y disfruta, dotándolos de un aura mágica, intemporal, como sagrada, para conformar un espacio de leyenda, en cierto modo exento de la vida real, que constituye uno de los mayores atractivos por los que el fútbol apasiona en el mundo entero.

Las historias que se desarrollan en la serie participan de los rasgos más comunes en numerosas obras del género negro más popular: crímenes inexplicados, profusión de sospechosos, tramas enrevesadas, pruebas ocultas, testigos renuentes, aviesos interrogatorios, hallazgos inesperados, intereses económicos subyacentes, magnates avariciosos, oficiales de policía obtusos y torpes, investigadores privados -Scott Manson en nuestro caso- sagaces e inteligentes, íntegros e insobornables, y -¡cómo no!- oportunas y atrevidas dosis de sexo. Todos estos elementos comparecen en unas tramas en las que, sin embargo, es la recreación de los escenarios del deporte del balón lo que nos resulta -a quienes somos aficionados- más convincente. En Mercado de invierno -la expresión con la que en nuestro país se conoce lo que los británicos denominan January window, la breve etapa en que los clubes pueden realizar fichajes, con la temporada ya iniciada, entre diciembre y enero- el ya mencionado asesinato de Zarco es la excusa para que el detective se vea envuelto en una sucesión de peripecias que se producen mientras su equipo debe disputar una decisiva eliminatoria de la FA Cup, una de las competiciones de mayor tradición en el Reino Unido, con casi ciento cincuenta años de existencia, tal y como ya comenté hace siete días. En un simpático guiño a sí mismo, el propio Kerr se hace aparecer como redactor de una exitosa biografía del entrenador portugués fallecido. En La mano de Dios el decorado deportivo se traslada a la Champions League, en la que participa el London City. Un jugador del equipo inglés cae fulminado al suelo, falleciendo en pocos minutos, mientras disputa un partido en Atenas contra el temible -sobre todo por la agresividad de sus hinchas- Olympiacos. Las sospechas de que la muerte pueda no ser accidental obligan a la plantilla entera del club británico a permanecer en una capital helena asediada por la crisis en la que Scott Manson deberá -de nuevo adelantándose a la ineficiente policía griega- indagar también en las circunstancias del asesinato de una prostituta, aparecida con una pesa en los pies en las inmundas aguas del puerto de El Pireo. La investigación permitirá al entrenador pasearse por los escenarios de una Grecia devastada social y económicamente con una mirada tan ciertamente prejuiciosa que supongo habrá tenido un negativo impacto en las ventas de la novela en dicho país. Por fin, Falso nueve lleva a Manson a Guadalupe y la isla de Antigua -aunque hay episodios ambientados en los entornos futbolísticos de Edimburgo, Shanghái, París o una Barcelona marcada por el independentismo catalán, del que la institución futbolística de la ciudad se ha erigido en portavoz y que el detective aborrece- en una pesquisa promovida por un grupo de directivos del Barça y del PSG que le encomiendan la misión de esclarecer la extraña desaparición de una joven promesa recién traspasada por el club parisino al equipo español.

Pero más allá de la solidez argumental o de las bien trabadas (aunque siempre con algún “fleco” suelto, solventado de modo urgente, algo azaroso y poco consistente) indagaciones detectivescas, la serie interesa por la muy verosímil descripción de las muchas oscuras “subtramas” que enturbian en nuestros días los escenarios del fútbol, al margen de la ya nada inocente competición que se desarrolla en el césped: los a menudo ocultos y poco lícitos intereses de los patrocinadores; los leoninos contratos publicitarios; las estrategias de marketing que “justifican” -más allá de la lógica meramente deportiva- los traspasos y los fichajes; los negocios fraudulentos de los agentes e intermediarios; la omnipresente corrupción entre directivos y autoridades, entre responsables y altos ejecutivos de las organizaciones futbolísticas europeas y mundiales; la venalidad de los periodistas; las estafas de las casas de apuestas que se lucran ilegalmente en un marco global imposible de controlar; el “desembarco” en los palcos de los clubes de magnates árabes, rusos o chinos que con sus inversiones desorbitadas -en ocasiones cortinas de humo para disimular y esconder operaciones financieras dolosas- han revolucionado en la última década estadios y vestuarios, competiciones y derechos televisivos; los problemas fiscales de esos niños malcriados, millonarios e ignorantes que son tantas veces los jugadores, que atraviesan su juventud encaramados a sus costosos bólidos deportivos, cegados por la incondicional admiración de los forofos y la embobada entrega de modelos y actrices despampanantes; la irracional actitud de los hinchas, con su expresión más exaltada y fanática: la brutalidad de los grupos mafiosos de hooligans, las facciones más salvajes -criminales en sentido estricto- de las bandas de seguidores que semanalmente protagonizan vandálicas peleas en las gradas de los estadios y sus calles aledañas; el racismo y la homofobia latentes -y a veces explícitos- en un universo aún predominantemente masculino; la absoluta mercantilización del deporte, sometido al dinero, al beneficio económico, a la eficiencia, siendo el resultado -y no ya el ilusionado placer del juego- el único parámetro válido incluso en las categorías inferiores, con esas insensatas peleas de padres en los campeonatos infantiles o escolares como manifestación extrema de esa concepción utilitarista y comercial del fútbol en la actualidad. En definitiva, la exacerbación del capitalismo: el fuerte sobrevive y el débil es relegado, como menciona el narrador, resignado. Esa dimensión, siniestra y alejada del sentir del verdadero aficionado, pero muy presente en el “submundo” futbolístico actual, aparece reflejada de un modo fidedigno en las tres novelas de la serie dotándolas de una autenticidad y una verosimilitud -también de una capacidad, aunque no demasiado subrayada, para la denuncia- propias casi de un documental.

Empero, para quien disfruta con el fútbol, quien “ama” -y no le temo al verbo en este contexto- el muy atractivo deporte, el motivo principal para gozar de la lectura de la faceta futbolística de Philip Kerr es su notable talento para transportarnos al entorno más “íntimo” del balompié, permitiéndonos conocer incluso la atmósfera de los vestuarios, el olor del césped, el ambiente de los partidos, los nervios de las competiciones, la emoción de los goles, las consideraciones tácticas de los entrenadores, la tensión en los banquillos, los titulares de los periódicos, la entrevistas a pie de campo de los reporteros, los insoportables egos de los futbolistas, la soledad y el sufrimiento de los lesionados en sus dolorosas rehabilitaciones, sus efímeras carreras, el miedo a no poder volver a jugar, el terror a envejecer, a arruinarse, a la vida tras el fútbol, a la vida en general.

Kerr es -me resulta difícil resignarme al uso del pasado- un muy notable aficionado de este deporte y también un riguroso conocedor de sus entresijos, así como de los grandes “topos” de su ya centenaria historia, de lo que podríamos llamar los “básicos” del fútbol, y trufa sus novelas de anécdotas, de dichos, de máximas, de la infinidad de reflexiones casi aforísticas -todas tantas veces repetidas- que constituyen el acervo legendario de la imaginación colectiva de los apasionados del ya ancestral juego. El fútbol es un club internacional, una fraternidad; El fútbol es la lengua franca del planeta; Inglaterra le ha dado muchas cosas buenas al mundo, pero el fútbol es el mayor regalo de todos; Ningún hincha es tan sentimental como el hincha de fútbol; Ganar y tener buen aspecto es la esencia del deporte moderno; El fútbol es lo primero. Siempre lo es. Sin fútbol, la vida no tendría sentido. Todos estos apotegmas, con su indudable carga sentimental, enriquecen el texto y lo hacen elevarse, con su poesía y su lirismo algo ingenuos, con su romanticismo y su fervorosa emoción, por encima de las simples tramas policiacas o la comprometida crítica de los amaños y corrupciones del deporte. Dos de estas sentencias, que Manson menciona recordando a sus autores, sirven como cierre a esta reseña a modo de emblema de la extraordinaria carga simbólica de ese fútbol cuyo universo, metafórico y real, tan bien retrata el infortunado novelista escocés: Intentar explicar cómo o por qué ver a una serie de hombres jugar con un balón puede cautivar a incontables millones de personas desde que son niños hasta que chochean es una tarea para la que no sirven argumentos racionales (cita de Hugh McIlvanney, periodista y escritor especializado en deportes, un clásico retirado hace un par de años con 82 a sus espaldas). O el imperecedero dictamen del legendario entrenador Bill Shankly: Hay gente que piensa que el fútbol es una cuestión de vida o muerte… Puedo aseguraros que es muchísimo más importante que eso.

Abide with me, el himno religioso de mediados del siglo XIX, adoptado como cántico oficial de la FA Cup, la histórica competición británica, disputada por primera vez en la temporada 1871/1872 y que tiene un especial protagonismo en la primera novela de la serie, acompaña hoy musicalmente a mi comentario, en la interpretación -para la emisión radiada- de Ella Fitzgerald, escogida entre la infinidad de versiones que se han hecho en sus ciento cincuenta años de vida. En el vídeo que dejo aquí, en el blog, la música se superpone a un emotivo montaje hecho por la BBC para la final del año 2000.


Cuando salí de prisión, una de las primeras cosas que hice fue ir de vacaciones a Nîmes, en Francia, y allí asistí a una corrida de toros en el anfiteatro romano de la ciudad. La disfruté de principio a fin. Y no solo yo. Nunca había visto un estadio tan abarrotado, un público tan enfervorizado, cegado por la emoción y las lágrimas de alegría. Cuando volví se lo conté a alguien, a algunos gilipollas de la BBC, y se mostraron muy críticos, como casi todo el mundo con este tema. Defendían que no es un deporte y yo les decía que tenían razón, que no lo es, que no es algo que se vea o se disfrute, como un puto partido de tenis. No, muy al contrario, es algo que sientes en cada fibra del cuerpo porque sabes que, en cualquier momento, el torero puede resbalar o cometer un fallo y que el miura negro, con su media tonelada de peso, intentará clavarle sus pitones astifinos en el muslo. «Por supuesto que no es un puto deporte», les respondí. «Es muchísimo más. Es vivir el momento, porque nadie tiene asegurado el futuro».

Con el fútbol pasa lo mismo, chicos. Actuamos como si no fuera más que un puto deporte para no asustar a las mujeres con la pasión que sentimos por esto a lo que nos dedicamos. Lo cierto es que el deporte es para los niños en verano, o para las idiotas con tocados estúpidos a las que les gusta flirtear con tipos sin personalidad que visten de etiqueta y puede que también ver caballos maravillosos. Porque si salierais al campo y le preguntaseis a cualquiera de nuestros hinchas si han venido para entretenerse o para ver algo estético, os aseguro que os miraría como si estuvierais mal de la puta cabeza. Y tendrían derecho a hacerlo. Os dirían que no han pagado setenta y cinco libras para que los entretengáis. Algunos de vosotros ganáis cien mil libras a la semana pero, para nuestra afición, el fútbol vale mucho más que eso. Muchísimo más. Para la mayoría de esos hombres y mujeres, este equipo es su puta vida y el resultado de cualquier partido lo significa todo para ellos. Todo.

Así que permitidme que os lo deje bien claro, caballeros: en este equipo nadie juega para ganar cien mil libras a la semana. Aquí se juega para que, al día siguiente, nuestros seguidores vayan al trabajo llenos de orgullo porque su equipo ganó con estilo la noche anterior. Y todo el que no piense así debería pedir ahora mismo que lo traspasemos, porque en Silvertown Dock no le queremos. Me da igual lo que sean, jugadores o aficionados: aquí queremos creyentes. Es para los creyentes para quienes jugamos, caballeros. Eso es lo que somos. Somos creyentes.

Si todo esto os suena un tanto religioso se debe a que lo es. El fútbol es una religión. No exagero. La religión oficial de este país no es ni el cristianismo, ni el islam, sino el fútbol. La gente ya no va a la iglesia a rezar. Al menos, no los domingos. Porque lo hace en el fútbol. Dad un paseo por el estadio en cualquier momento y escuchad las plegarias de nuestros creyentes. En efecto, esta es su catedral. Este es su lugar de culto. Este equipo es su credo. Pido disculpas si a alguien le parece que estoy blasfemando, pero es la verdad. Aquí es adonde los creyentes vienen a comulgar con sus dioses.

 

Philip Kerr. Mercado de invierno

miércoles, 20 de junio de 2018

SIMON CRITCHLEY. EN QUÉ PENSAMOS CUANDO PENSAMOS EN FÚTBOL
JOSEPH LLOYD CARR. CÓMO LLEGAMOS A LA FINAL DE WEMBLEY

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que esta semana, con los campeonatos mundiales de fútbol ofreciendo a los aficionados partido tras partido de emocionante competición, recala de nuevo en los peculiares territorios del deporte rey con un par de acercamientos distintos a su muy sugerente universo. Se trata de otros tantos libros que nos muestran el fútbol desde una perspectiva filosófica, el primero, y romántica o sentimental, el segundo, dos obras excelentes, muy interesantes, escogidas entre la infinidad de ellas que estos últimos meses, aprovechando la cercanía del muy global y difundido torneo, afloran de continuo en los anaqueles de las librerías. 

La primera de ellas es un ensayo, En qué pensamos cuando pensamos en fútbol, escrito por el filósofo británico Simon Critchley, y publicado por la Editorial Sexto Piso en traducción de Milo J. Krmpotic. Simon Critchley es un pensador poco convencional, que ha centrado el objeto de sus preocupaciones profesionales en asuntos no demasiado trillados por la filosofía académica, con libros como Apuntes sobre el suicidio, El libro de los filósofos muertos o un estudio sobre David Bowie. Futbolero furibundo y entusiasta seguidor del Liverpool, presentó en 2017 la obra que ahora os comento, aparecida en España en este mismo 2018. 

Debo hacer un aviso para navegantes antes de adentrarnos en el análisis del libro. Estamos, sin duda, ante un texto de filosofía que es a veces, por ello, para un lector profano, algo arduo, pues propone ideas que tienen en ocasiones un desarrollo difícil o poco accesible para quien no cuenta con el bagaje teórico mínimo de esa tan abstracta disciplina. Sin embargo, siendo el fútbol el referente último de sus reflexiones, y estando dotado el autor de notables cualidades comunicativas (en su expresión escrita; he escuchado alguna intervención pública suya y sus talentos no sobresalen del mismo modo en esa dimensión oral) y de un afilado y muy británico sentido del humor, la lectura resulta extraordinariamente amena y entretenida, amén de divulgativa, interesante e instructiva, sobre todo para los amantes del balompié -el libro está lleno de referencias que sólo disfrutarán los connaiseurs-, pero también para cualquier lector con curiosidad por explorar las múltiples dimensiones morales, políticas, sentimentales, ideológicas, intelectuales y culturales del formidable fenómeno que representa en el mundo entero el ya inmortal deporte. 

El propósito último que mueve al autor de En qué pensamos cuando pensamos en fútbol no es otro que describir la experiencia viva del fútbol o, dicho de otra manera, poner palabras, nombrar -y por tanto, indagar, intentar comprender y explicar- lo que los seguidores de fútbol entienden naturalmente. En estas formulaciones, expresadas tal y como las ha manifestado el propio Critchley en la presentación en España de su libro, se recogen las dos grandes fuerzas que recorren el texto: la pasión y la razón. 

El filósofo es, ante todo y de manera fundamental, un enfervorizado hincha futbolístico. He sido un apasionado del fútbol durante toda mi vida, declara. Son infinidad los pasajes del libro en los que emerge esa condición arrebatada y casi febril de su existencia que encuentra su manifestación más destacada en su cualidad de incondicional aficionado del Liverpool: los entrañables episodios de la infancia, con el padre llevándolo al estadio de Anfield para ver juntos los partidos del equipo favorito, en una experiencia de iniciación tan común en cuantos disfrutamos del fútbol; el recuerdo de los olores del estadio: la orina de los lavabos, la tinta de los periódicos, el humo de los cigarrillos, el pastel de carne, el Bovril, en mi caso también el linimento que usaban los jugadores, la hierba recién regada; la nostalgia de los privilegiados momentos del pasado vinculados al fútbol (el fútbol es la infancia recuperada, diría yo parafraseando a Savater, como en la tierna y bellísima historia que os dejo como cierre a esta reseña): la fascinada visión de los héroes, la tensión del resultado, las múltiples supersticiones, el regreso a casa llorando tras una derrota de los tuyos, la incontenible emoción de las victorias; el vínculo eterno y sagrado con los rojos colores del equipo elegido: mi único compromiso religioso es para con el Liverpool Football Club, afirma, rotundo; la perdurabilidad de la “obsesión” futbolística en la edad adulta -Tuvieron que refrenarme para que no se la dedicara a Kenny Dalglish, dice Critchley a propósito de su tesis doctoral, que pretendía “ofrendar”, contra el criterio académico, al mito red; la repetición, décadas después, de los mismos rituales de la niñez, acompañando esta vez a su hijo; las dificultades de la relación padre/hijo, allanadas, aligeradas por el fútbol: Diría que el cuarenta por ciento de las conversaciones que he mantenido con mi hijo a lo largo de los años, así como el ochenta por ciento de nuestra comunicación escrita, ha versado sobre el fútbol. Para subrayar este contenido sentimental del libro, el texto aparece salpicado con cerca de cuarenta significativas fotografías (de jugadores, entrenadores, aficionados y estadios) que transmiten esta dimensión mítica y legendaria del deporte rey. 

Desde esta “emotiva” posición de partida se eleva la construcción racional en la que el libro consiste, una operación, de entrada, hasta cierto punto inusitada, teniendo en cuenta los prejuicios que inspira el fútbol, sostenidos sobre todo desde posiciones progresistas, en las que se conceptúa el deporte rey como opio del pueblo, entretenimiento fomentado por el poder para mantener a la gente embrutecida y demás apriorismos reduccionistas y trasnochados. Se solía pensar -apunta, en este sentido, Critchley- que el fútbol apenas era merecedor de un acercamiento filosófico por tratarse de una actividad menor, popular, ciertamente cotidiana y vulgar (…) No obstante, las cosas han cambiado. Y es así como, sumándose a esa tendencia renovadora, en su ensayo se recorren temas de tanta enjundia filosófica como la pasión, el espacio, el tiempo, la razón, la estética, la moral, la política, la identidad, la pertenencia o la religión, cuestiones todas filosóficamente ciertas, pero aún más ciertas en su aplicación futbolística

Con abundante presencia de pensadores clásicos como Gadamer, Sartre, Heidegger o Norbert Elias, y con incontables referencias a mitos del fútbol (dos, en particular, son objeto central de su estudio, Zinedine Zidane y Jürgen Klopp, que pocos meses después de publicado el libro se enfrentarían -¿mera casualidad o perspicacia anticipatoria del autor?- en la última y reciente final de la Champions League), el análisis del filósofo británico asume la contradicción intrínseca que conlleva la afición al fútbol y que, en cierto sentido, lo constituye, para, desde ahí, profundizar en algunos de esos grandes asuntos de alcance humano universal que acabo de enumerar. El fútbol es un juego que nos subyuga y deleita en la misma medida en que nos repele y exaspera, escribe, recogiendo la clave, la esencia de esa contradicción. El fútbol es la exacerbación de las peores facetas del capitalismo, la mercantilización, el colonialismo, el nacionalismo, el uso interesado y opresivo de la psicología de masas, el tribalismo desaforado, los excesos del patriarcado, la codificación legal de la violencia, los horrores del mundo globalizado y neoliberal, aspectos todos que solo pueden provocar repulsión. Pero amo el fútbol, afirma categórico, porque, pese al cinismo, la corrupción y el capitalismo crónico que infectan al fútbol, está también su magia y su capacidad de encantamiento, su fascinación y su belleza, el idealismo y la nostalgia, la esperanza y la ilusión, la fe y el encanto irracional que conlleva. Ser hincha -señala, en este sentido- te obliga a creer en las hadas, a comportarte como un estúpido y a tener un cierto grado de utopismo

El choque frontal y la, pese a ello, sin embargo necesaria coexistencia entre la razón y la fe, entre lo subjetivo y objetivo, entre lo real y lo irreal, entre la forma y el contenido, entre la fea y aburrida cotidianeidad y la excelencia festiva de la realidad transfigurada, entre la libertad y el destino, entre lo bello y lo sublime, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la inteligencia y la estupidez, entre la seriedad y el juego, entre la sujeción a las reglas y el hechizo de la libre transgresión, entre la eficacia productiva del resultado y la genialidad artística, entre la tediosa rutina y el esplendor del éxtasis, entre la atracción visceral y el reproche intelectual, forman parte del misterio del fútbol que Critchley intenta desentrañar manejando complejas categorías filosóficas que nos muestran aspectos inusitados del balompié, o mejor aún, ángulos bien conocidos pero presentados desde perspectivas novedosas y originales. Algunos de estos singulares puntos de vista comparecen en fórmulas aforísticas de una formidable contundencia y un inmenso poder evocador: Con el fútbol se despliega una dimensión especial de la experiencia temporal; En el fútbol hay que saber interpretar el espacio; Quizá la analogía más cercana a la intensidad de la experiencia futbolística sea el acto sexual; La esencia del fútbol radica en la repetición; Para mí, el fútbol es un ejemplo profundo de racionalidad discursiva; En mi opinión, el diálogo futbolístico puede llegar a ser un paradigma de comportamiento y discusión de tipo moral; El fútbol es el ballet de la clase trabajadora; El fútbol no sólo consiste en ganar; por lo general, consiste en perder; El deporte es la sublimación de la guerra civil

Estas máximas condensan un pensamiento muy profundo y vivaz que salta de un aspecto del fútbol a otro recorriéndolos todos con inteligencia y lucidez: el éxtasis sensorial, el fútbol como fenómeno “socialista”, la sumisión al destino y la vivencia de la libertad, lo “apotropaico” -la magia que mantiene a raya los malos espíritus y la mala suerte-, la memoria compartida, la pertenencia a una colectividad, la experiencia de la historicidad, el juego y la consciencia del juego, el respeto a las normas y su forzamiento en las trampas, la inteligencia de los hinchas, el drama en el fútbol, análogo al del teatro clásico en Atenas o Epidauro, y como en todo drama, la música, los cánticos en los estadios (los himnos de los hinchas, sus estribillos irónicos o exultantes u ofensivos, el horror que suena por megafonía: We are the Champions debería prohibirse), la esperanza y la decepción, el cóctel horrible de presciencia y esperanza que padecemos los aficionados en cada partido agónico (incluso en los no agónicos y anodinos), la dimensión mítica del fútbol, la necesidad que tenemos de dejarnos seducir -también como en Grecia- por la fuerza de los relatos protagonizados por héroes imperfectos

En fin, no resulta fácil sintetizar las muchas derivadas del fenómeno futbolístico en las que se desenvuelve el pensamiento filosófico de Simon Critchley. Me quedo, a modo de imposible resumen, con una de sus más lúcidas reflexiones, muy ilustrativa con respecto a lo que significa el fútbol para sus seguidores: Estamos inmersos en el momento, viendo el partido, rendidos por completo al presente, aguardando el momento entre momentos, ante un futuro abierto e incierto. Pero en ese instante el pasado se borra, se va borrando continuamente, como la memoria de un pez dorado (…) Durante ese momento entre momentos, de algún modo, nos vemos elevados, transformados. Intentamos recuperar el aliento. “Está pasando”, susurramos para nosotros mismos. Nos encontramos en una de las fiestas de la vida, tal y como lo denomina James; algo parecido a un hechizo que nos arranca de lo cotidiano y nos traslada a un estado de euforia, fugaz y compartido, un sensorio sutilmente transfigurado. Eso es lo que yo llamo un éxtasis sensorial

Para cerrar mis propuestas de esta tarde, quiero hablaros también de una novela emotiva e inspiradora de Joseph Lloyd Carr, de título Cómo llegamos a la final de Wembley y publicada en España este mismo año por la Editorial Tusquets con la traducción de Puerto Barruetabeña, aunque su primera presentación en el Reino Unido es de 1975. 

La rúbrica bajo la que se presenta el libro en su versión original -Cómo el Steeple Sinderby Wanderers ganó la FA Cup- ya es indicativa de lo esencial de la historia que cuenta. Nos encontramos ante un modesto equipo de aficionados, un grupo heterogéneo y más bien disparatado de jugadores de un pequeño pueblo de quinientos cuarenta y siete habitantes, que, eliminatoria tras eliminatoria, dejando en la cuneta a equipos de mayor entidad y categoría, acabará por jugar en Wembley la final de la legendaria y muy prestigiosa FA Cup británica, venciendo en el partido definitivo a otro equipo clásico, el escocés del Glasgow Rangers. Para valorar convenientemente esa dimensión romántica y con ribetes de mito de la novela que os presento, debo señalar -sobre todo para quienes no son aficionados al fútbol- que la Copa de la Football Association, es el torneo más antiguo del mundo de este deporte. Disputada por primera vez en la temporada 1871-1872, debe su encanto y su añejo y entrañable “sabor” no sólo al hecho de su longevidad, sino, sobre todo, a que, a diferencia de la mayor parte de los demás torneos que en el mundo existen, la competición se caracteriza por albergar en su seno a todos los equipos que quieran participar en ella, lo que incluye a escuadras amateurs, grupos de amigos o, como es el caso en la trama del libro, abnegados practicantes futbolísticos en pueblos perdidos, cuyos equipos militan en los últimos escalones del muy vasto organigrama del fútbol británico, que alberga a clubes ingleses, pero también, sobre todo en los primeros años del trofeo, a galeses, escoceses e irlandeses. Además, parte de la secular magia del campeonato reside en que las eliminatorias se resuelven a partido único, que se disputa siempre en el campo del equipo de menor rango, lo que favorece las gestas heroicas y propicia las sorpresas con carácter épico. De la repercusión que la FA Cup tiene en las islas da prueba el que los sorteos de todas sus rondas son retransmitidos en directo por televisión y seguidos con apasionamiento por participantes y seguidores. 

Y, en efecto, el ficticio Steeple Sinderby Wanderers hará historia desde su diminuta aldea minera de Yorkshire, el poblachón situado a diez metros sobre el nivel del mar en la estación seca (las parciales inundaciones de su terreno de juego cuando la lluvia invernal castiga la región constituirán una de las indudables causas -pero ni mucho menos la única- de los inesperados éxitos del equipo), superando una ronda tras otra en una sucesión de emocionantes partidos narrados con sencillez, ternura y humor por un Carr que, jugador aficionado en su juventud, conoce bien la trascendencia simbólica del fútbol y la infinidad de connotaciones sentimentales a las que su práctica y su contemplación se abren. 

Pero más allá de la emoción de los choques, de las acciones deportivas y las vicisitudes de los encuentros, de las peripecias de la competición, Cómo llegamos a la final de Wembley resulta magistral en el retrato del inefable puñado de personajes que transformarán, con su entrega, con su energía, con su ingenio, con su convicción, la vida de la aldea -ese perdido estercolero rural, como lo califican sus oponentes- “embarcándola” en un proyecto inspirador e insensato, ilusionante e imposible que cambiará la existencia de todos ellos para siempre. 

El elenco es admirable e indescriptible. Por de pronto, el narrador, Joe Gidner, que sobrevive malamente escribiendo versos para tarjetas de felicitación -condición ésa, la de escritor, que lo convertirá en cronista oficial de la hazaña- y que recala en el pueblo -tras dejar la facultad de teología por un problemilla que tuve- atraído por la “tentadora” oferta de dos habitaciones en el primer piso de una vivienda exentas de pago, solo a cambio de «ayudar en el cuidado de una persona inválida durante la jornada laboral». La inválida, Diana, es la joven e infortunada mujer de Alex Slingsby, otro de los personajes sobre los que girará la acción. Slingsby, que había llegado a jugar seis partidos con otro club célebre, el Aston Villa, ejerce de entrenador del entusiasta equipo de Sinderby, a donde se ha retirado para cuidar la irreversible enfermedad de su esposa. El presidente del club -y primera autoridad también de cuanta institución surja en el pueblo- es el señor Fangfoss, que domina la vida vecinal desde la placidez de una existencia compartida con dos esposas (la “legítima” y la hermana de ésta, que conviven sin asperezas en el hogar familiar, sabedora cada una de ellas de la pródiga liberalidad de marido y cuñado, respectivamente). Fangfoss, que lo ignora todo sobre el fútbol, no duda sin embargo en apoyar los logros del conjunto con su capital y su voluntariosa perseverancia. El responsable “ideológico”, mentor espiritual y cerebro pensante del plan es el profesor del colegio local, Lazslo Kossuth, un doctor -él rechaza el término para no inducir a error, pues es filósofo y no médico- húngaro, que pone su mucha inteligencia en fundamentar intelectualmente la labor del grupo con sus “siete postulados”, fruto de la observación y el análisis “científico” del deporte, cuya estricta observancia conduciría sin posibilidad de error a la conquista del trofeo. La plantilla de los Wanderers participa de idénticos rasgos de excentricidad que definen a sus promotores: el portero, el “Mono” Tonks, lechero en la vida “civil”, que debe su apodo a la facilidad que manifestaba de niño para trepar a los árboles, guiar de espaldas la bicicleta o encaramarse a la aguja de la iglesia para enderezar la veleta tras las tormentas; el reverendo Giles Montagu, que compagina la labor sacerdotal con las habilidades balompédicas; Sid Swift, la Estrella Fugaz, que tras una única y brillante temporada en la primera división inglesa en la que anotó cincuenta y dos goles, desapareció de las portadas deportivas aquejado de ¡¡¡melancolía!!!, para reaparecer en una vida anónima y sin alicientes en el pueblo, una acedía de la que lo salvará el inusitado y envolvente objetivo; junto a ellos, un conjunto de granjeros y mineros bien rudos que se enfrentarán, tras salvar las primeras fases, a los muy adinerados rivales de los equipos profesionales. Y además, destacan las apariciones de la arriscada periodista Alice “Ginchy” Trigger; de la bella Biddy, estrambótica hermana del reverendo y de la que se enamoran todos los hombres, propios y extraños, que llegan a tratarla; de Maisie Twenlow, “presidenta” del club de fans que integran cuatro o cinco locas, de la atractiva esposa de Kossuth, y tantos otros… 

Otro de los logros de la novela es la verosímil ambientación en el húmedo entorno del villorrio, el paisaje anodino, los interminables campos (una vez le pregunté a nuestro presidente qué había detrás de esos campos y él me contestó: “Más”), el escuálido cultivo de remolacha azucarera, el clima gélido, los escasos y no muy relevantes monumentos, las dudosas glorias del pasado local, los dos pubs en los que los lugareños ahogan en alcohol en tedio existencial, las viviendas poco iluminadas, los excrementos de los animales de granja “flotando” por doquier, un panorama desolador cuyas inclemencias describe, no sin cariño, el narrador: La gente no sabe nada de lo que pasa en la Inglaterra rural entre la última excursión que hicieron para ver el misterioso cambio de color de las hojas en otoño y el siguiente viaje para ver el igualmente misterioso florecimiento de las plantas en primavera. El barro, la niebla, los árboles que gotean, la oscuridad, las inundaciones, las fuertes ráfagas de viento que se cuelan bajo las puertas que ya no cierran bien, los escabeles mojados, las teclas de órgano pegajosas, los suelos de piedra, ese terrible olor a putrefacción... Disculpen esta divagación: es que quiero que me comprendan. Y si algún lector todavía se pregunta cuándo voy a empezar a hablar de fútbol, le diré que no estoy desperdiciando mi tiempo al explicar todo lo que hace falta para conseguir que veintidós gladiadores se lancen a la arena, porque esto que estoy contando ya es fútbol

Esta última apostilla -la interpelación al lector- refleja otro de los encantos del libro: el tono cercano y amable, el carácter entrañable y simpático de la historia que se nos narra, el humor afable, una suerte de inocencia, de bondad en la interpretación de los hechos vividos, la melancolía y la nostalgia que impregnan, en el recuerdo a toro pasado, la rememoración de esos insólitos acontecimientos que alteraron para siempre la vida de esos hombres y mujeres comunes, ordinarios, corrientes, banales incluso si no fuera por el suceso que, en cierto modo, los convirtió en leyenda, tras su humilde aunque heroica gesta. Esas notas elegíacas están presentes en el conmovedor texto con el que cierro esta ya muy larga reseña: 

A veces, los sábados, cuando necesito descansar un poco de los versos que escribo, de la Historia oficial o de la monografía sobre Thomas Dadds y cambiar de aires, voy hasta Front Street a la hora de la cena, cuando todo el pueblo ya tiene las cortinas echadas y está viendo por televisión los resultados del fútbol. Y entonces todo vuelve. 
Y duele. En ocasiones los recuerdos me provocan náuseas y tengo que parar y apoyarme en un muro o en lo que sea. ¡Qué curioso! Esta calle fue una vez una riada de aficionados. Y el huerto de frutales que no dan fruta se vio invadido por una multitud muda y estupefacta. Parson’s Plow, donde nuestros delanteros se pasaban la pelota de un lado a otro, ahora estaba en silencio, como si durmiera. Ya no estaban Alex, ni Sid, ni el resto de los muchachos. 
Y me resulta tristísimo que esos días, tanto los que salíamos victoriosos como los que acabamos derrotados, no vayan a volver. Y que esas caras que recuerdo tampoco vayan a reunirse de nuevo en algún sitio. 
Una de esas veces, un sábado de enero al anochecer, estaba de pie junto a Preaching Cross y de repente me di cuenta de que el señor Fangfoss también estaba allí, a mi lado. 
-Señor Gidner -me dijo-, sé lo que está buscando. Pero ya no está y no va a volver jamás. -Y entonces, durante apenas un instante, nuestro presidente reveló sus sentimientos más profundos- Y no puedo decir que no sea una verdadera lástima, muchacho. 

Entre las muchas opciones posibles para ilustrar musicalmente mis dos propuestas de esta tarde, os dejo con Hey Jude, de los Beatles, que no siendo citada en ninguno de los dos libros, es, sin embargo, uno de los temas que los aficionados de muchos clubes ingleses utilizan como fondo musical, con la letra cambiada y adaptada a las peculiaridades del correspondiente equipo -en este caso son los del Manchester City-, para animar desde las gradas. Una canción de leyenda -que cumple este agosto cincuenta años- para un deporte también legendario. 


Quiero confesar algo que nunca antes había revelado en público. Hará unos siete años fui a ver el derbi de Merseyside entre el Liverpool y el Everton con mi sobrino Daniel y mi hijo. Antes de que comenzara el partido, mientras hacía cola para comprarles algo de comida y bebida a los chicos, y una taza de Bovril bien cargado para mí, a unos cinco metros de mi posición, en una cola paralela, vi lo que me pareció el fantasma de mi padre. Quiero decir que era él. Tuve la seguridad de que lo era. Me quedé observándolo un buen rato, aunque él estaba orientado en la misma dirección que yo y no me devolvió la mirada. Pero la forma de su cara, su nariz, su piel morena picada de viruela, su papada, su pelo, sus andares… 

Todo era idéntico. No dije nada, les di a los chicos sus cosas y vi el partido. Ganamos por 2 a 0 y Steven Gerrard marcó. Salimos de allí felices. En el coche de mi sobrino, de regreso a Birmingham, donde él vivía, con mi hijo durmiendo en el asiento de atrás, le referí tímidamente mi historia a Daniel, que conoció bien a mi padre de pequeño. Él también lo había visto.

  

Simon Critchley. En qué pensamos cuando pensamos en fútbol

miércoles, 13 de junio de 2018

TONI PADILLA. ATLAS DE UNA PASIÓN ESFÉRICA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Mañana, día 14 de junio, empieza el Mundial de fútbol de Rusia, la vigésimo primera edición de unos campeonatos que, desde hace décadas, concitan la atención de millones de personas en el mundo entero. Y es que el fútbol es un fenómeno de repercusión universal que, más allá de su actual condición de espectáculo global, de las desmesuradas cantidades de dinero que mueve, de sus extraordinarias implicaciones de toda índole, no sólo deportiva, sino también sociológica, económica, política, filosófica y hasta religiosa, toca también -por no se sabe qué extraña conjunción de factores, presentes de manera sorprendente en todas las culturas- una vertiente íntima de las gentes, quizá más noble y genuina que las ya citadas, y que se vincula con el placer infantil del juego, con los sueños, las promesas, las aspiraciones y las ilusiones -de realización, de éxito, de reconocimiento- que todos albergamos, con ciertos valores -esfuerzo, superación, sacrificio, entrega, ejemplaridad, abnegación, respeto, dignidad, compromiso, espíritu de equipo, compañerismo, responsabilidad, conciencia y reivindicación de la propia identidad, heroísmo incluso- que constituyen un estímulo en nuestras vidas y en los que cualquier persona aspira a reconocerse, e igualmente con una serie de emociones -pasión, ardor, entusiasmo, también padecimiento o agonía- que nos transportan y nos hacen olvidar durante la corta duración de un partido lo anodino de nuestras existencias cotidianas, para escapar de las cuales el fútbol se ofrece así como un refugio privilegiado de experiencias intensas (aunque sean vicarias).

Yo, ni que decir tiene, soy aficionado -no forofo, no hincha, mucho menos hooligan- al fútbol desde que con seis años mi padre me llevaba cada quince días al vigués estadio de Balaídos para ver jugar al Celta y, muy a menudo, como corolario natural de ese hecho, a sufrir con su por entonces más bien discreta trayectoria deportiva.

Estas tres circunstancias, la inminente celebración del campeonato mundial, el indudable cúmulo de referencias, implicaciones y vínculos a los que el fútbol se abre -su formidable incidencia y su condición metafórica-, y mi nostálgica evocación de aquellos inolvidables días de la infancia, renovada semana a semana con cada nuevo encuentro -ahora ya sólo a través de la televisión- de mi equipo favorito, coinciden en este momento e inducen mi voluntad de que mis próximas propuestas de lectura -la de hoy y las de las dos semanas de junio que nos restan- se centren en libros que, desde enfoques y perspectivas diferentes, tienen al deporte rey como protagonista indiscutible.

En el caso de esta tarde os traigo un libro muy interesante, escrito por Toni Padilla, periodista deportivo catalán, titulado Atlas de una pasión esférica. La obra, publicada en una muy cuidada edición que incluye espléndidas ilustraciones de Pep Boatella, se presentó el pasado 2017 en el sello geoPlaneta, muy centrado en textos relacionados con los viajes -siempre poco convencionales-, los lugares del mundo -a menudo los más insólitos y desconocidos- y los recorridos por paisajes y territorios algo excéntricos - muchas veces simbólicos o meramente literarios.

Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol. La muy citada reflexión de Albert Camus, que a principios de la década de los treinta del siglo pasado fue portero de fútbol en su Argel natal antes de que, con apenas diecisiete años, una tuberculosis lo apartara para siempre de los campos de deporte y permitiera -¡bendita enfermedad!- su entrega a la literatura, sirve de inspiración a un libro que conecta, precisamente, con todo ese universo de principios, de valores, de connotaciones morales, políticas, sociales y filosóficas que el fútbol encierra, apelando, pues, a esa cualidad metafórica a la que ya me he referido: “el fútbol como escuela de vida”. En treinta y cuatro breves capítulos, cada uno de ellos acompañado de su correspondiente lámina ilustrativa, se presentan otras tantas “viñetas” que recogen anécdotas reales, obviamente vinculadas con el fútbol, protagonizadas por distintos personajes -los más, anónimos o desconocidos, aunque algunos figuras destacadas y relevantes en el mundo del balompié-, que aparecen así “fijados” en momentos determinados de su vidas en los que su entrega al deporte rey permite iluminar un acontecimiento histórico, explicar determinados hechos de la sociedad de su tiempo, o revelar, de manera literal o simbólica, alguna verdad profunda sobre la esencia del alma humana. Organizado en seis secciones, una por continente más un apartado final dedicado a la Antártida, el volumen -de muy cuidada edición, formalmente muy bella y de manejo muy agradable-, recoge, tras un sucinto y esclarecedor prólogo del propio autor que os dejo como cierre a mi reseña, cinco historias “ambientadas” en África, nueve en América, seis en Asia, once en Europa, dos en Oceanía y el ya referido apartado postrero sobre el gélido territorio austral, en un completo periplo por toda la geografía del planeta que hace, sin duda, honor al título del libro: Atlas de una pasión esférica.

Ante la evidente imposibilidad de glosar aquí todos los relatos, siempre emotivos y conmovedores, me limitaré a comentaros ahora algunos de los más destacados, además de invitaros a mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, en el que, desde el lunes próximo y coincidiendo con la celebración del campeonato mundial, os ofreceré durante cuatro semanas otras tantas emisiones centradas en sendos capítulos del libro. Comenzando por el apartado centrado en África, en Presidente Gandhi Padilla nos da a conocer la relación del líder hindú con el fútbol, que ya en su etapa como abogado joven en Sudáfrica utilizó como instrumento para la lucha por la igualdad de derechos, creando tres clubes, en Inanda, Pretoria y Johanesburgo, con un mismo nombre, Passive Resisters Soccer Club, Club de Fútbol de los Resistentes Pasivos. Las peripecias de Luciano Vassallo, un mestizo hijo de un italiano y una eritrea, el mejor centrocampista de Etiopía, que vivió una existencia complicada en lo deportivo y lo personal con guerras, cárceles y exilios, para acabar su vida en Roma, entrenando a niños y reparando coches, se nos cuenta en El capitán odiado por todos. Ilunga Mwepu, jugador del Congo, protagoniza El defensa que quería ser expulsado, pues, en efecto, en el mundial de 1974, en Alemania, Mwepu, que defendía los colores de su país, llamado entonces Zaire por el capricho del dictador Mobutu, buscó con fruición la tarjeta roja, con la doble intención de protestar contra la explotación a la que sometía a los jugadores su corrupta Federación y evitar la temible reacción de su presidente que los había amenazado gravemente si perdían por más de cinco goles en el partido de despedida del mundial, con Brasil de rival. Su último intento, en el que acabó lanzando, ante la perplejidad de propios y extraños, una falta que se había señalado en su contra y a favor del equipo brasileño, no le permitió tampoco lograr su objetivo, pues solo vio la cartulina amarilla, pasando a la historia, entre la incomprensión y la burla generales, como hilarante y equivocado ejemplo de lo rudimentario y primitivo del fútbol africano. Conmovedor es el relato Los goleadores sin botas, que gira sobre la figura de Bonor Kargbo, joven víctima de la guerra civil en Sierra Leona. Bonor, junto con otros muchos chicos que perdieron sus piernas por la explosión de las minas en la brutal contienda, llegó a jugar y a ganar, representando a su país, la primera edición de la Copa de África para amputados, una iniciativa que revela los meritorios esfuerzos llevados a cabo no solo por las víctimas de la barbarie sino también por un puñado de voluntarios comprometidos con proyectos solidarios y planes de integración de jóvenes mutilados en país del Golfo de Guinea.

El vasto continente americano es también el escenario de narraciones emocionantes y en algún caso desgarradoras. El suicidio de un jugador uruguayo, que con sólo veinticinco años se quitó la vida en mitad del césped del estadio del club de sus sueños, una muerte que, para la interpretación de sus aficionados, cargada de connotaciones de leyenda, se debió al amor que el joven profesaba a sus “colores”, inspira El irracional amor a una camiseta. En Ojos verdes, rizos africanos, se glosa la figura de Arthur Friedenreich, hijo de un muy blanco alemán y una negra brasileña, que intentó despuntar en el fútbol al margen de los prejuicios raciales de la sociedad paulista del primer cuarto del siglo XX. Muy emotivo es también Mexicanos con chapela, un capítulo en el que entramos en contacto con un grupo de futbolistas vascos -bastantes de ellos con una trayectoria significativa en las competiciones españolas previas a la guerra civil: Lángara, Regueiro- que lograron mantener tras ella su modo de vida, formando parte en un equipo de exiliados -el Euzkadi- en el México de Lázaro Cárdenas, el muy hospitalario para con los derrotados republicanos españoles presidente mexicano. El nostálgico equipo llegaría incluso a ganar la liga del país azteca. Igualmente sugerentes y evocadores, llenos de referencias y connotaciones políticas y sociales son El secuestro de Alfredo Di Stéfano, que reconstruye sucintamente el surrealista rapto sufrido por la figura argentino española en 1963; La corbata roja, con el protagonismo de otro futbolista -éste chileno- que también jugó en la liga española, Carlos Caszely, y su oposición, discreta pero contundente, a la dictadura impuesta por Pinochet en su país; Jugar con rastas, en el que aparece la conocida afición al fútbol de Bob Marley; El pescador que obró milagros, que narra la historia de Tin Ruiz, destacado jugador de fútbol playa salvadoreño, que desde su humilde poblado pescador de La Pirraya acabó por convertirse en el mayor goleador en partidos oficiales del intenso y agotador deporte playero; Volver, con una muy tierna historia sobre los aficionados del San Lorenzo de Almagro argentino que lograron, con su lucha tenaz e indesmayable, recuperar para el equipo los terrenos en que se ubicaba su viejo estadio del Gasómetro, “expropiados” de manera irregular para albergar un anodino centro de Carrefour; o la empecinada odisea de Carla Werden, presentada en Un certificado médico para ser campeonas, quien no se arredró por la injustificada exigencia de las autoridades deportivas norteamericanas -¡¡en 1979!!- de que las aspirantes a futbolistas presentaran un certificado médico que acreditara que sus órganos reproductores no resultarían dañados por la práctica deportiva. La chica acabaría por ganar varios campeonatos del mundo con su país y se retiraría con más de ciento sesenta partidos oficiales en su exitoso currículo.

Asia tiene también su espacio en este Atlas de una pasión esférica, con un puñado de historias ambientadas en Corea -en un relato, Los futbolistas bautizados dos veces, que narra, con un fondo futbolístico, las consecuencias del ancestral enfrentamiento entre el país coreano y Japón-; el propio país del sol naciente -escenario de la apasionante experiencia de Kazu Miura, el jugador más veterano de todos los tiempos en marcar un gol como profesional, a sus voluntariosos cincuenta años-; Bangladés -en un cuento, La selección que nació antes que su país, que enlaza el fútbol con la política, a partir de las andanzas de Saidur Rahman Patel, luchador por la independencia de su país y jugador del Bangladés Independiente FC-; China, en donde se sitúa la crónica de la vida del futbolista Zhao Junzhe, que descendía de la familia del último emperador; o Irak, en donde el clima de terror impuesto por el tirano Saddam Hussein, enmarca En el nombre de la hermana, la historia de Basil Gorgis, que aprovecha sus éxitos deportivos para intentar liberar -infructuosamente- a su hermana, detenida y finalmente ejecutada por el sanguinario régimen del dictador sunita.

Pero es en el continente europeo, lugar de nacimiento del fútbol y zona geográfica en que también se ha desarrollado de manera más organizada y profesional, en el que se recogen las anécdotas, las semblanzas y los sucesos de mayor hondura personal y de significación cercana a la leyenda. Los partidos improvisados en el frente de batalla entre contendientes enemigos, en los raros momentos de tregua -en la Navidad de 1914- en la primera guerra mundial, recordados en Soldados con sonrisas de niño; las chicas de Dick, Kerr & Co, la fábrica británica de balas, que sustituyeron a los hombres movilizados, también durante la Gran Guerra, no sólo en las líneas de producción sino también en los campos de juego, emotivas protagonistas de Las invencibles de Preston; las dificultades de los futbolistas en los equipos del régimen, el Spartak, el Dinamo, el CSKA, en la Rusia staliniana, glosadas en Dormir con el hijo del enemigo; el coraje de Leo Horn, El árbitro más valiente del mundo, imposibilitado de ejercer su profesión por su condición de judío y heroico combatiente de la resistencia contra los nazis en su Holanda natal; El partido de la muerte, celebrado en Kiev en 1942 entre soldados nazis y prisioneros de guerra ucranianos, cuyo relato se ha transmitido desde entonces convertido en leyenda, en una versión, en la que el resultado del encuentro conducía a la libertad o la muerte, que la investigación de Toni Padilla revela inventada o, al menos, no del todo cierta; las brutales consecuencias de la guerra de los Balcanes y el encomiable arrojo del soñador Pedrag Pašić, internacional del equipo de la antigua Yugoslavia y creador y sostenedor, sin desmayo y contra todo obstáculo, de una escuela de fútbol para niños en el Sarajevo permanentemente bombardeado y devastado por el enfrentamiento étnico, una escuela que acogía a chicos serbios, croatas, bosnios, de cualquier origen y condición, a los que se les exigía, como únicos requisitos para su participación, hablar solo de deporte y considerar a cualquier compañero como un hermano, en un relato enternecedor, Esperanza bajo las bombas; la delirante historia de Christos, sacerdote ortodoxo griego y fan acérrimo del PAOK de Salónica, llamado al orden por su arzobispo al ser identificado en una retransmisión televisiva en las gradas del estadio de su equipo, saltando enloquecido entre los hinchas mientras cantaba enfervorizado una canción en la que deseaba la muerte a los seguidores del club rival, el Aris.

Y ya en Oceanía, sorprende el itinerario deportivo y personal de Jaiyah Saelua, un fa’afafine de Samoa con una acentuada vocación por el fútbol. Fa’afafine, en la lengua local, designa a personas biológicamente masculinos, pero que asumen los roles femeninos en su trato social. Saelua sería la primera persona transgénero en ser internacional, obligada, no obstante, por la FIFA a jugar con nombre masculino; Johnny Saelua, se haría llamar. El episodio futbolístico ambientado, por extraño que parezca, en la Antártida, es el muy conocido de los partidos que organizaba Ernest Shackleton, en su frustrada pero humanamente exitosa expedición de 1914, cuando, atrapados entre el hielo de las enormes placas glaciares, se veía obligado a levantar la moral de sus hombres en contiendas futbolísticas a muchos grados bajo cero -Jugar en una prisión de hielo, se titula el capítulo- de las que quedan interesantes testimonios fotográficos.

En fin, sugestivo libro este Atlas de una pasión esférica, que podrán disfrutar no sólo los aficionados al fútbol sino cualquier lector que quiera aprender, emocionarse, vibrar y conocer a una serie de seres humanos formidables que encontraron en el deporte rey un modo de trascender a su prosaica y común biografía convencional.

De entre la muy nutrida muestra de canciones que hablan de fútbol, os dejo ahora con un ejemplo africano, continente en el que nuestro deporte invitado constituye una auténtica pasión. Del legendario músico congoleño Pepe Kallé os ofrezco su clásico Roger Milla, un tema de ritmo irresistible en el que se glosan las hazañas del equipo de Camerún, encabezado por su capitán, cuyo nombre da título a la pieza, en el Mundial de Italia en 1990, una participación de recuerdo inolvidable para los aficionados al fútbol.



En julio de 1969, El Salvador y Honduras se enfrentaron en un conflicto bélico que no duró más de 100 horas. El periodista polaco Ryszard Kapuściński, que cubría aquel incidente, lo bautizó en un artículo como “La guerra del fútbol”. Kapuściński, quien antes de viajar con una cámara y una libreta por todo el planeta había sido portero juvenil del Legia de Varsovia, usó este título porque el conflicto había estallado poco después de una eliminatoria entre las dos selecciones que acabó con incidentes. El nombre hizo fortuna, pero acabó llevando a engaño; durante muchos años, en Europa se pensó que dos países habían ido a la guerra por culpa de un partido de fútbol. En verdad, el partido había sido la mecha que prendió un polvorín geopolítico que venía de lejos, con tensiones en la frontera y movimientos migratorios.

La pelota siempre ha estado ahí. En tierra de nadie, en casa de todos. Nunca protagonista del todo, aunque siempre presente. El fútbol no ha provocado guerras ni grandes cambios políticos, aunque ha sido una herramienta en manos de dictadores, una ventana abierta para gente oprimida, un campo de batalla para combatir discriminaciones por raza, sexo o ideología. Y una forma de expresión para quienes no podían pagarse estudios, pero sí podían patear una pelota. Pese a ser un lenguaje universal que permite poner de acuerdo, o en desacuerdo, a personas con lenguas y culturas diferentes, el fútbol suele ser marginado de los trabajos históricos. Durante mis años en la facultad de Historia, descubrí tratados en que la música, el arte o, cómo no, la religión y la política, eran usados para interpretar acontecimientos históricos. Con el fútbol no sucedía lo mismo, aunque, cuando rascabas un poco, descubrías que una pelota fue clave en las treguas de la Primera Guerra Mundial, volvió aún más loco a más de un dictador africano o provocó la muerte de muchas personas.

El fútbol se ha convertido en un símbolo de nuestros tiempos. Ningún deporte mueve tantas pasiones, tanto dinero y a tanta gente. Pocos rincones del planeta se han sustraído a la pasión por este viejo juego que fue reglamentado por los británicos, grandes responsables de su éxito. El fútbol, menospreciado por muchos intelectuales que no toleran su popularidad, y maltratado por los que sí lo valoran y lo usan en su provecho, también es una forma de viajar por los libros de historia y los mapas del mundo. Nada mejor que un atlas, pues. Y con la mejor de las compañías: las maravillosas ilustraciones de Pep Boatella, para descubrir, con una sonrisa, como la de los niños y niñas cuando marcan su primer gol, algunas de las historias que nos cuentan por qué esta es una de las grandes pasiones del planeta. Un planeta con forma de balón. 



Toni Padilla. Atlas de una pasión esférica

miércoles, 6 de junio de 2018

GABRIELA YBARRA. EL COMENSAL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde se mueve dentro de las pautas que ya habíamos sentado hace siete días cuando, como recordaréis nuestros más fieles seguidores, os presentaba un par de libros de Edurne Portela vinculados al universo de la violencia, y en particular al de sus manifestaciones en el País Vasco, en unas fechas, estas de finales de mayo y primeros de junio, especialmente significativas en relación a la trágica historia de la banda terrorista. Y es que hace unas semanas ETA ponía fin -de una manera “oficial” y ciertamente hipócrita, ambigua y más bien renuente- a su sangrienta actividad armada. Además, mañana mismo, 7 de junio, se cumplen cincuenta años del primer asesinato del grupo, que acabó con la vida de una joven víctima, el agente de la guardia civil José Antonio Pardines, acribillado a quemarropa y sin posibilidad de defensa por Txabi Etxebarrieta e Iñaki Sarasketa, que abrieron así, de un modo cobarde y desalmado, una larga lista de pistoleros y asesinos terroristas que se cobrarían, en su infausta historia, ochocientos cincuenta y cuatro muertes más.

Situados, pues, entre el primer crimen y esta forzada disolución de hace unos días, os traigo hoy otro libro excelente en el que la barbarie etarra ocupa un lugar protagonista en su trama argumental. Se trata de El comensal, una novela -aunque una vez más debo llamar la atención sobre lo lábil de las fronteras del género- escrita por Gabriela Ybarra y publicada por la editorial Caballo de Troya en 2015, cuando la autora apenas contaba treinta y dos años. El libro, que pese al carácter novel de su autora y a su aparición en una editorial no demasiado “poderosa” ha conocido un extraordinario éxito de crítica y ventas, ha sido galardonado con el Premio Euskadi de Literatura en 2016, siendo también seleccionado entre los trece títulos finalistas del prestigioso premio Man Booker Internacional. Desde hace unos meses la directora Ángeles González-Sinde, que fue presidenta de la Academia Cine entre 2006 y 2009, y ministra de Cultura desde ese año hasta 2011, acomete los trabajos preliminares que permitirán la traslación a la gran pantalla de la dura historia narrada en la novela.

Gabriela Ybarra cuenta en su libro su particular vivencia de dos muertes familiares. La primera, producida seis años antes de su propio nacimiento, es el asesinato de su abuelo, Javier de Ybarra, el empresario y expresidente de la Diputación de Vizcaya, también alcalde de Bilbao, que fue secuestrado por ETA el 20 de mayo de 1977 y despiadadamente “ejecutado” semanas después, el 18 de junio de ese mismo año. En una segunda parte de la obra -aunque ambos planos se entremezclarán una vez descritas inicialmente las vicisitudes de la desaparición del abuelo-, la joven escritora cuenta, con una sobria mezcla de emoción y distancia, de acercamiento y contención, la muerte fulminante de la madre, Ernestina Pasch, víctima de un cáncer en 2011; un acontecimiento que despertará en ella la preocupación por la muerte y, como corolario natural de este efecto, la necesidad de indagar en los hechos, las causas y las circunstancias de la silenciada en la familia y por tanto casi desconocida para ella (se enteraría, de modo fragmentario, deslavazado e incompleto, a los ocho años) violenta muerte de su antepasado, padre de su padre.

El primer tercio del libro se centra en reconstruir -con conscientes y voluntarias dosis de recreación, de ficción literaria: A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender- las aciagas fechas que transcurren entre el algo surrealista secuestro de su abuelo, en su casa de Bilbao, y la aparición de su cadáver, con un tiro en la nuca, en el Alto de Barazar, en la provincia de Vizcaya.

A diferencia de la novela de Edurne Portela, Mejor la ausencia, comentada aquí el miércoles pasado, en la que la margen izquierda de Bilbao (la industrial, la violenta y combativa, la del crecimiento urbanístico caótico, la de la reconversión, el desempleo y la radicalización, la del punk y las herriko tabernas) era el escenario de fondo -no sólo geográfico sino también simbólico- del libro, con su panorama -en la actualidad muy mejorado- de degradación y grisura, de heroína y kale borroka, de conflictividad y deterioro, el mundo de Gabriela Ybarra es el de la otra orilla, el de Neguri, el de las zonas residenciales en que habita la burguesía bilbaína, el puñado de grandes familias que históricamente han dirigido el País Vasco desde, al menos, el siglo XIX; el barrio en una de cuyas mansiones entran una mañana de mayo de 1977 cuatro terroristas -tres hombres y una mujer- que, haciéndose pasar por enfermeros, esposan a la asistenta y a los cuatro hijos del industrial (el padre de la escritora entre ellos, que conservará las esposas que lo atenazaron como recuerdo mudo del horrible momento) y se lo llevan, a punta de metralleta y con una tranquilidad y una sangre fría sorprendentes, hasta lo que acabaría siendo su último encierro antes de su ejecución.

Pese a estas más que ostensibles diferencias en el punto de vista, en ambos relatos, en cambio, destaca la omnipresencia del terrorismo, si bien vivido de una manera muy diferente y hasta opuesta. El clima de violencia cotidiana impregna Mejor la ausencia, con su protagonista femenina experimentando “desde dentro” sus manifestaciones más brutales: las agresiones que sufre la madre por parte de su marido, padre de la chica, el infierno de la droga en que se sume uno de los hermanos, las crispación en la convivencia familiar, los abusos sexuales, las algaradas callejeras, las borracheras, la tempestuosa y virulenta escena del rock alternativo vasco, las pintadas, las pancartas, las palizas, la irrespirable atmósfera general de arrebato y ferocidad, de desmesurada irracionalidad, de aspereza -en el vestir, en el hablar, en el obrar- que caracterizaba la vida cotidiana de tantos jóvenes vascos en los años ochenta del pasado siglo. En el caso de El comensal esa presencia se muestra desde una perspectiva antitética a la del mundo abertzale: los Ybarra se ven obligados -sobre todo tras el asesinato del abuelo- a sufrir las consecuencias de hallarse en el punto de mira de los terroristas etarras, su vivencia de la violenta tensión se produce, por así decirlo, “desde fuera” del propio entorno violento, pues su entorno social y familiar es, por el contrario, plácido y equilibrado. Y así, la narradora, esa Gabriela juvenil “ficcionalizada” en la literatura, da cuenta del angustioso día a día de su familia -padres, tíos, hermanos-, insoportable y opresivo: los paquetes bomba que reciben diversos parientes, entre ellos su propio padre, la necesidad -ya ritualizada- de agacharse para comprobar si bajo el coche se esconde una bomba-lapa, la presencia constante de escoltas, las amenazas permanentes, los extraños -¿chivatos?, ¿delatores?- que se apostan debajo de la casa con su intimidación latente, las actividades normales para cualquier ciudadano ya forzosamente prohibidas para ellos por prudentes razones policiales: sacar dinero del cajero automático, utilizar el transporte público, visitar el quiosco y la librería de nuestra manzana, pagar tickets de aparcamiento y pasear, la asfixiante e insoportable sensación de paranoia, cada encuentro inesperado un motivo para el pánico. También, años después, la honda repercusión psicológica que provoca la detención de los culpables del asesinato, sus caras en los periódicos, sus actitudes chulescas y retadoras en los juicios; la irracional y sin embargo casi compulsiva búsqueda en Google de información sobre los asesinos (La visión de la vida normal del etarra en su canal de YouTube: Sus retratos me provocan sensaciones similares a las imágenes de las células del cáncer. No pienso en la amenaza, sino en la ficción que me sugieren. Las fotos de los tumores parecen galaxias, al verlas fabulo con el espacio); la imposibilidad de la nieta para comprender lo sucedido y, pese a ello, como se ha dicho, la necesidad de hacerlo; la dificultad del perdón (Miro fotos de etarras e investigo sus vidas. Me cuesta aceptarles, porque asumir su humanidad significa reconocer que yo también podría llegar a hacer algo así. Mi conciencia estaba más tranquila cuando imaginaba que eran locos o que no eran personas. Marcianos. Ficción).

Este primer tramo de la novela es magnífico, vibrante y estremecedor. Conocemos los detalles del secuestro -en los que destaca la pulcritud y hasta la educación de los terroristas, que se muestran considerados y atentos (como si hasta en el asesinato los tiempos hubieran cambiado, los criminales ahora zafios y chabacanos, descontadas sus “esperables” atrocidad y barbarie); los avisos y comunicados de la banda, deferente incluso en la notificación de sus siniestros mensajes, con las precisas pistas -no confundir con…- para localizar el cadáver, con el respetuoso -si no resultara cínico- RIP acompañando la noticia de la fría ejecución; la búsqueda familiar algo a ciegas, al margen de las autoridades, con el concurso de brujas y videntes, con un sacerdote que rastrea con un péndulo las zonas de probable localización del lugar de encierro; las claves ocultas que se deslizan en los jeroglíficos y crucigramas de los periódicos para comunicar con los secuestradores; los agotadores y a la postre estériles intentos de conseguir dinero en los bancos (no es posible prestar dinero a un secuestrado, responde la fría lógica financiera). Todo ello resulta humanísimo y rezumando emoción pese a que, como he resaltado, la narración compagina el enfoque íntimo y sentido con la voluntad explícita de la autora -una voluntad, pues, “literaria”- de establecer una cierta distancia, ateniéndose a una a menudo hasta aséptica descripción de los hechos, a lo que contribuye la incorporación al texto de fotos o recortes de prensa y la transcripción de artículos, cartas o comunicados.

No menos conmovedor resulta el relato del proceso del fallecimiento de la madre, partiendo de la inopinada detección de un ligero síntoma cancerígeno hasta el súbito y devastador desarrollo de la enfermedad mortal. Trasladada a un hospital de Nueva York, ciudad en la que residía y trabajaba por aquel entonces su hija Gabriela, la constatación de lo funesto de su mal y de la imposibilidad de cura, llevarán a la familia de nuevo a España en donde, en pocos meses, tendrá lugar la muerte.

La novela se abre en esta segunda parte a dos planos entrelazados. Por un lado, la descripción de la vida de madre e hija en esos últimos días, en una sucesión de episodios muy intensos y llenos de emoción: la entereza de la madre al conocer el diagnóstico definitivo, los muy cuidados protocolos médicos -aunque inevitablemente forzados y por ello algo vacíos- en el magnífico hospital neoyorquino, como los vasos de plástico con un clavel rojo en su interior que se entregan a los pacientes terminales, el terremoto cuyos efectos se superponen al estremecimiento y el temblor provocados por el miedo a la muerte, el innegociable compromiso con la “verdad” del personal sanitario estadounidense, que “obliga” a psicólogos, enfermeras y médicos a una descarnada crudeza en el trato con los enfermos que en ocasiones puede resultar insoportable, la peculiar vivencia de la muerte en una ciudad marcada por los sucesos del 11 de septiembre (En Nueva York la gente habla más de la muerte que en otros sitios). Y entre la “crónica” de esas semanas postreras se abre paso la otra gran vertiente del libro, que acaba por constituirse en su elemento nuclear: el creciente protagonismo de la muerte en la existencia de la narradora: Antes de que a mi madre le diagnosticaran la enfermedad, yo no le prestaba demasiada atención a la muerte, escribe, para, en el mismo sentido, añadir: [Ahora] tomo conciencia de que soy mortal.

Como ya he adelantado, la desaparición de la madre desencadena en la chica su interés y preocupación por la muerte, en particular la olvidada -más exactamente, la preterida- del abuelo: La muerte de mi madre resucitó la de mi abuelo paterno. Hasta entonces, para mí el asesinato eran sólo unas esposas metidas en una vitrina al lado de las llamas de bronce que mis padres trajeron de Perú. El tedio de la enfermedad llamó al tedio de la espera del secuestro. Mi padre empezó a hablar de rosarios manchados con sangre. Yo aún tardaría varios meses en comprender su dolor. A partir de ese momento, la narradora indagará en el pasado familiar para intentar entender ese suceso “originario” que tanto desconsuelo causó entre los suyos -en particular en su padre- y que deliberadamente se mantuvo en la ignorancia y la oscuridad, ocultado por todos, hasta el punto de que la propia Gabriela solo conocerá -lo refiere en el prólogo del libro que os dejo al cierre de esta reseña- versiones disparatadas, aunque dadas por ciertas por la entonces niña, de la muerte de su abuelo.

Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida, leemos en un pasaje inicial del libro muy esclarecedor con respecto a su título, y estos espacios vacíos en la mesa del comedor, estas ausencias definitivas (y otras en la familia, como el suicidio del tío Cosme) van imbricándose entre sí (Un mes después de que muriera mi madre, el 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada) para acabar vertebrando un relato en el que se conjugarán el realismo y la ficción, lo personal y subjetivo pero a la vez lo colectivo y político, el presente y el pasado (su madre y su abuela yacentes en la misma sala del tanatorio), el muy vívido sufrimiento propio y el “inventado”, el reconstruido e imaginado que habría experimentado su padre casi cuarenta años antes.

Y es que la relación entre la vida de los Ybarra y la política es muy estrecha desde siglos, la familia unida desde siempre -antes y después del atentado- a la realidad histórica del País Vasco: Mi intimidad aún es política. La muerte de mi madre también. El lenguaje, los silencios, las casas, la convivencia, los sentimientos… Todo es política. Incluso la literatura. Es política que uno de mis libros preferidos de niña fuera La vida nueva de Pedrito Andía. Es política la entonación de mi padre al leerme Las encinas de Machado antes de dormir: “Quien ha visto sin temblar/un hayedo en un pinar”. Siempre enfatizaba esos versos.

Biografía familiar, crónica de unos terribles años de la historia de España, profunda y sentida reflexión sobre la muerte, emocionante relato de un intenso amor materno y filial, notable ejercicio literario… todas estas cosas es El comensal, la novela de Gabriela Ybarra que esta tarde os recomiendo con verdadero entusiasmo. No dejéis de leerla.

Y te amaré, una canción de Ana y Johnny de 1976, que suena en la novela en los días del secuestro, emitida una y otra vez en las radios -un éxito de la época- entre los comunicados y las noticias, cierra esta reseña.


Nota previa

Esta novela es una reconstrucción libre de la historia de mi familia, sobre todo la primera parte, que transcurre en el País Vasco en la primavera de 1977, seis años antes de que yo naciera. Durante los meses de mayo y junio de aquel año secuestraron y asesinaron al padre de mi padre: mi abuelo Javier. Escuché por primera vez la historia a los ocho años. Un compañero de clase en el colegio, nieto del fiscal que había llevado el caso, me explicó cómo su abuelo pescó el cadáver del mío en la ría del Nervión con una red traíña, del tipo que usan los gallegos para capturar boquerones. Años más tarde, la nieta de un médico forense, compañera de clase en otro colegio, me confesó que su abuelo había diseccionado el cuerpo del mío después de que lo encontraran atado de pies y manos y arrollado por un tren cerca de la estación de Larrabasterra. Durante muchos años tomé las dos historias por ciertas y las mezclé con conversaciones escuchadas en casa hasta elaborar una versión propia. Pero en julio de 2012 sentí la necesidad de profundizar en los detalles del asesinato de mi abuelo. Mi madre había fallecido hacía casi un año, y a raíz de su enfermedad, mi padre había empezado a hablar de la muerte de forma extraña. Sospeché que el secuestro podía tener algo que ver. Metí el nombre de mi abuelo en Google y visité hemerotecas. Tomé muchas notas sobre lo que leí: transcripciones literales de noticias y reacciones. Pero las escenas que imaginaba terminaron filtrándose en mi crónica. Lo que cuento en las siguientes páginas no es una reconstrucción exacta del secuestro de mi abuelo ni lo que realmente le ocurrió a mi familia antes, durante y después de la enfermedad de mi madre: los nombres de algunos personajes están cambiados y varios pasajes son fabulaciones a partir de anécdotas. A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender.


Gabriela Ybarra. El comensal